ars amandi - Este País

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ars amandi - Este País
Este País #84
Marzo 1998
ARS AMANDI
ALEJANDRO AURA
Yo también anduve de viaje, amiga mía, y me desconecté gacho de mi cotiadianidá. Pesqué un
gripón en París con el que me anduve refocilando cuatro o cinco días en Rumania, lo llevé de
regreso a la Ciudad Luz y me lo traje envuelto para regalo a México; me salió buenísimo, ya
llevo con él más de tres semanas y lo he compartido con todo el que se me acerca. Fui a un
encuentro de poetas del Mundo Latino y nos llevaron de Bucarest a la Moldavia rumana, a
Suceava, en la Bucovina, un territorio ondulante cerca de la frontera con Ucrania; un viaje de
visita a los monasterios de los siglos xv y xv1 de la iglesia ortodoxa que son rete interesantes,
están todos pintados por dentro y por fuera con escenas religiosas, pero también con escenas de
la historia y de la imaginación fantástica, no como los iconos tradicionales rusos o griegos que
no admiten la personalización de la interpretación de las escenas y los sujetos de culto, sino con
verdaderas aportaciones individuales de la visión de los artistas que las realizaron, con versiones
subjetivas del más allá que comenzará con el fin de los tiempos, una alegoría del mar en la
fachada oeste del monasterio de voronet que es enormemente inquietante y bella dentro del todo
que hace la visión del Juicio Final, y con representaciones políticas: Esteban el Grande,
consolidador de esa etapa de la historia rumana, ofreciendo, junto con su familia, la Iglesia a
Dios, ya rescatada del peligro de los turcos (del peligro político y militar, económico, pero no
cultural porque las influencias son más que notorias); el cerco de Constantinopla, los buenos y
los malos, los que se irán al cielo en el juicio Final y los que serán llevados por los purititos
diablos, unos por haber apoyado a la iglesia y otros, como los católicos, por haberla traicionado.
Y así.
Tuvimos la enorme fortuna de que nos guiara el historiador de arte Razvan Theodorescu que es
una eminencia en la materia y nos daba clarísimas explicaciones en la lengua franca del
encuentro, el francés, con un acento impecable y abierto, sobre los pormenores y la correcta
interpretación de lo que veíamos con asombrados ojos (yo llorosos por el mucho catarro). Éste es
el monasterio de Gura Humor, y se lee así y asado; éste, Voronet; este otro Moldovita (cuya letra
t tiene una patita que la hace sonar como tz). Allí David Huerta me tomó una foto junto al busto
de Mihail Eminescu el gran poeta romántico rumano y me regaló un paliacate para enjugar el
abundante flujo de mi mal.
Poco hubo de lecturas y de trabajos de poetas, la verdad, pero el viaje fue estupendo; más parece
que la invitación fue para conocer un territorio espiritual de Rumanía poco difundido en el
mundo, quizás con la esperanza de que los poetas nos hagamos caja de resonancia de esos ecos
del alma rumana que los vientos políticos de nuestro siglo tanto han opacado. Sin embargo,
como viajamos varios días juntos, fuimos buscando la manera de darnos a leer unos a otros nuestros poemas y de extender los tapetes de nuestra imaginación para pisar y mostrar diseño y
colorido.
A Horacio Salas, poeta argentino, pobre, le dio también gripa, y sufría; si no habré sido yo quien
se la contagió; en cambio el otro argentino, Rodolfo Alonso, parecía divertirse con todo, tenía un
qué de socarronería que le iba muy bien en la mirada. El chileno David Turkeltaub, en cambio,
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se la pasó rehuyendo el trato con los demás mientras que el colombiano Ospina se perdía y se
reía de sí mismo.
Nos enseñaron Bucarest, claro, pero a vuelo de pájaro: un recorrido en autobús con guía que nos
iba señalando edificios, plazas, monumentos... Hasta llegar al del horror, en donde descendimos
de plano del vehículo para tomar la medida desproporcionada de la locura del dictador
Ceaucescu. Resulta que construyó uno de los palacios más grandes del mundo con el peregrino
nombre de Casa del Pueblo; para ello destruyó la quinta parte (dicen los rumanos) de la ciudad,
mandó formar una colina artificial y sobre ella hizo construir millones de metros cuadrados de un
aberrante monstruo arquitectónico al que se arriba por una kilométrica avenida amplia, ancha y
hecha también aposta con edificios idénticos a ambos lados, toda una joya de la locura que puede
representar el exceso de poder. Tremendo ese edificio, que los rumanos odian pero que no
tendrán tnás remedio que ir integrando a su visión diaria hasta la aceptación plena como una
realidad que allí está, que les costó inmensas fornmas, que les costó inacabables sufrimientos
personales y colectivos y que tarde o temprano habrá que usar para algo, tal vez para sede del
gobierno de Europa Unificada, o quizás para hacer el Bazar Más Grande Del Mundo, el de la
confluencia oriente y occidente, a donde vengan todos lmercaderes turcos, griegos, chipriotas,
egi pcos ios, árabes y demás intercambiar a con rumanos, húnga ros, franceses, italianos,
alemanes y etcétera
Pues si Rumanía ha sido frontera de occidente con oriente, también puede ser puente del
moderno comercio global. Por lo pronto lo que podríamos hacer es irle poniendo entodas las
ventanas y balcones tiestos con geranios u otras flores propias del clima, algo equivalente a las
buganvilias o las madreselcon eso comenzaría a cambiar radicalmente su frialdad espeluznante
Estuve en Bucarest hace treintaidós años en un viaje de jóvenes poetas que hicimos Elsa Cross y
yo, y de repente, ahora, en el primer monasterio que visitamos, un profesor hispanista de corbata
y barbas se me quedó mirando y se me lanzó al abrazo: tú estuviste aquí hace muchos años, me
dijo, por supuesto en perfecto español, estuvimos platicando en la redacción de la revista en que
trabajaba, yo sabía español los mandaron conmigo, ¿te acuerdas?, me llamo Andrei Ionescu. Me
pareció inverosímil que se acordara de mí, pero no, luego pensé que nosotros vivimos en un
mundo enorme, en un mundo de más de trescientos cincuenta millones de hablantes del mismo
idioma y la memoria se diluye con facilidad en ese inmenso océano, pero los rumanos son unos
cuantos millones, su mundo es pequeñísimo en comparación con el nuestro, su mundo
lingüístico, quiero decir, el único que en realidad cuenta> el que nos da las dimensiones de todo.
Para ellos sí que importa que otros los conozcan, que unos primos de idioma hijos o sobrinos de
la lengua latina, los visiten y se den cuenta de que existen
Estábamos nueve latinoamericanos: siete en español y dos en brasileño, tres españoles un
portugués, dos italianas y un francés, más otros dos latinoamericanos, chilenos, de Unión Latina
que viven en París, Mauricio Electorat y Armando Uribe, y una rumana Silvia Balea, también
parisina y de la organización, que habla el español como si fuera colombiana, y es linda y
generosa. El portugués, los brasileños y el francés entendían perfecto el español, las italianas no
sé, pero todo idiomas sin en caso son muy cercanos, embargo con el rumano hay un abismo
mayor, no estamos acostumbrados a oírlo, por eso, con ellos, la lengua franca era el francés; ni
literatura, ni cine, ni productos mercantiles, ni etiquetas de ropa o de latas de conservas, nada en
rumano hay en nuestras vidas; hasta se nos podría olvidar que es otra de las lenguas derivadas
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directas del latín, en el que los latinoamericanos jamás pensamos, nunca hemos sentido que un
improbable pasado romano tenga algo que ver con los rumanos sí, ellos nosotros, pero tienen una
línea continua con Roma, ellos son descendientes culturales directos, ellos tienen la loba
amamantando a Rómulo y Remo en una plaza céntrica y se llaman a sí mismos Rumania (no
Rumania como dicen las agencias de noticias sino Rumania, con la i acentuada), tierra romana,
polvo de aquellos lodos, de aquellos confines del imperio a donde César Augusto tuvo el
desplante político y la crueldad administrativa de confinar a Ovidio, al dulce, al tierno, al
amoroso Ovidio que murió de tristeza sin volver a ver a su amigable ciudad, tal vez poder
derechizar su gobierno, si no es para que el motivo fue la tonta frivolidad de que hubiera visto
desnuda a Flavia, su mujer, sin proponérselo, "¿Por qué tuve yo que ver algo? ¿Por qué torné
culpables mis ojos? Sin pretenderlo Acteón contempló desnuda a Diana sin embargo no por ello
fue menos y, de sus propios es a los presa perros; y que, ojos de los dioses, hasta el azar hay que
expiarlo y un hecho casual no obtiene el perdón, si si ha sido ofendida una divinidad."
Pero Ovidio había escrito cosas muy impropias en un mundo de conservadores influyentes a los
que no les gustaba que existiera alguien que no fuera gazmoño, timorato e hipócrita como ellos
(actitudes siempre útiles para intimidar a los demás y someterlos: las cosas concernientes a
nuestros entretenimientos privados y a nuestras depravaciones, se tratan en secreto y no se
escriben en verso para ser publicadas). La emisión anterior de este. Encuentro de Poetas, hace
dos años, bajo el signo de Ovidio y con el nombre rumano de su Artis Amatoriae, Ars Amandi,
se hizo precisamente en Constanza, el sitio preciso del exilio, que antes se llamaba... (luego te
digo... Ah: Tomos, si hasta allí escribió esos dolorosísimos libros que son Tristes y Pónticzs, tan
lejanos de la vitalidad y la alegría de las Metamorfosis, el libro más bonito que he leído en mi
vida).
Aunque ahora un tren nos llevó por extensísimos campos sembrados de maíz. Para un mexicano
es sorprendente ver en Europa tales sembradíos porque es el maíz cosa nuestra, alimento y
cultura, y ver tan extensas milpas en tan remotas tierras no deja de causar una sensación de
desnudez, de pudor en riesgo, de exhibición involuntaria. Qué hacen con tanto maíz. Supongo
que mucho lo han de exportar pero otro mucho lo consumen, hacen una pasta como la italiana
polenta, que llaman mama liga y con la que acompañan los guisos, y comen las mazorcas cocidas
también desgranándolas con los dientes, como nosotros. Pero de todos modos, era mucho. Yo no
dejaba de pensar en esas grandes compras de maíz que hace la Conasupo para completar nuestra
dieta nacional y me entraron toda clase de inquietudes de averiguar sobre la calidad del producto,
sobre sus características, su cultivo, la emoción con que se siembra, el amor con que se cuida
durante su crecimiento, la sabiduría con que se trata cuando ya es semilla, y tantas cosas que
tienen que ver con el hecho de ser uno un hombre de maíz.
Y como el pobre Andrei Ionescu venía sentado a mi lado en el autobús comencé a adoctrinarlo
sobre las virtudes gastronómicas del huitlacoche, esa especie de pudrición de las mazorcas, ese
hongo grisazuloso por fuera y negro completamente en su interio que hace que la mazorca se
hinche y se inhiba el crecimiento de los granos. Ah, pues no lo tiren, porque es exquisito. No es
enfermedad, o aunque lo sea, es una bendita enfermedad. Sí, señor, se fríe con ajo, cebolla y
epazote y se preparan de diferentes maneras como un platillo de conocedores, de gourmets, de
alta cocina. Ionescu me miraba con una sonrisa complaciente y generosa. Lo raros que son los
extranjeros, parecía pensar.
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Fueron Jesús Munárriz y Antonio Carbajal, los españoles, quienes me sacaron de tales abismos
filosóficoculinarios pues me dieron una lección de la que siempre tengo apetito: los nombres de
los árboles; ése es álamo, aquél es chopo, aquéste tilo y esotro roble. Y luego Antonio, que es
dulce y pícaro, se acordó no sé por qué del Cántico espiritual y comenzó a recitarlo para entre
nosotros tener banquete. La que poco se sumaba a tales disquisiciones era Luisa Castro, la
gallega que publicó a los diecisiete años Oda definitiva, libro póstumo. Allí en el autobús leí su
libro Los versos del eunuco, publicado por Hiperión, libro fuerte y contundente.
¡Cuánto me hubiera gustado conocer el delta del Danubio!, "el Histro de siete brazos", que
acarician y piden piedad al Ponto Euxino, esas tierras bajas y húmedas de las aguas enigmáticas
que el río trae desde su origen alemán hasta el Mar Negro; tal vez otro día, con el millaje
acumulado de viajes aquí y allá, de los clubes de viajeros, emprenda otro vuelo a esas tierras y
probablemente entonces me decida a llegar hasta Estambul, hasta ese otro lado de nuestra
identidad, esa puerta detrás de la cual están los pedernales que frotándose durante siglos sacaron
las chispas del fuego de nuestra cultura; lo mucho que se me antojaba cruzar el Bósforo y en un
santiamén, bordeando el Mármara hasta los Dardanelos, apersonarme en Troya, respirar el aire
de la vieja Ilión, volverme un poco la caliza de Pérgamo. Quién soy, quién no soy de todos estos
recuerdos. Tal vez otro día.
Ahora, por lo pronto, nos llevaron a la Bucovina, a la región de monasterios que te digo;
monasterios prósperos en los que fuimos invitados a comer, servidos por altos monjes de miradas
inquietantes y negras barbas; quesos y vinos, aceitunas y licores fuertes, todo de la casa, todo con
un gusto a natural, a terrenal, a antiguo, a cierto, a pan de manos. Monjes y monjas, porque
también nos dieron de comer en uno habitado por ellas, en el que pensé que las bebidas con
alcohol estarían proscritas, ¡qué va!, tenían un licor fuerte de no sé qué fruta extraordinario y un
vino doméstico que servían con profusión. Y una vitalidad envidiable.
El punto culminante del paseo fue el monasterio de Neamt. Se trataba de la conmemoración de
los quinientos años de haber sido fundado por Esteban el Grande y de la consagración de una
nueva iglesia construida en el seminario adjunto; para la ceremonia vino el mismísimo
Bartolomé I, el máximo jerarca de la iglesia ortodoxa griega y yo no resistía la tentación de
pensar que se trataba nada menos que del arzobispo de Constantinopla, el mismo que se quiere
desarzobispoconstantinopolizar y de ofrecerme a mí mismo como el desarzobispoconstantinopolizador eficaz, pero no había espacio para el humor, la ceremonia comprendía a toda la
plana mayor de la iglesia ortodoxa griega y rumana y del actual gobierno del país. Miles de fieles
de un país campesino que viene saliendo de un régimen dictatorial comunista, reñido con la
religión por principio, que venían a la explanada dentro del patio del monasterio a presenciar la
ceremonia religiosa al aire libre de su fe recuperada oficialmente; ceremonia entre religiosa y
pagana, entre mística y política; o yo que soy malicioso y ateo diría que mucho más política que
nada. Pero había en los caminos por los que venían las familias endomingadas un hombre viejo y
maltratado que cantaba canciones religiosas con la voz más bella y cierta que he oído; me pare
junto a él mientras recibía billetes por su trabajo de juglar, hasta que terminó su repertorio. Si
esto hubiera sido todo el objeto del viaje, sólo por eso habría valido la pena. Tenla en su acto de
cantar el misterio profundo del arte.
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No nos bajamos del autobús en ningún punto no previsto por los organizadores, pero durante el
trayecto veía yo que todas las casas tienen su espacio productivo muy visible: cada hogar tiene
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una viña de la que cada familia hace su propio vino; el espacio de la hortaliza, al menos un
manzano, el corral de ovejas y cabras, el pesebre de la vaca, los grupos de gansos que se pasean
como si navegaran, los toneles, las bateas, los instrumentos de producción casera que hacen que
cada unidad pueda ser autosuficiente, asegurarse la sobrevivencia y preservar su cultura. Miles y
miles de casas de semejantes características. Me entró una poca de nostalgia al pensar que
nosotros hemos aprendido a despreciar las actividades productivas domésticas y a privilegiar el
consumo comercial. No creo que seamos más felices. Nuestro vino es carísimo y además no
sabemos beberlo, nuestro queso es carísimo y con frecuencia es producto industrial ilegítimo,
nuestras conservas son carísimas y a menudo cancerígenas, nuestra fruta es carísima, nuestras
hortalizas poco saludables y nuestras papas, convertidas en hojuelas y doradas en aceite las pagamos a precio de oro. No sabemos hacer cerveza en las casas y el pulque lo hemos confinado al
campo cargado de desprecio racial, somos incapaces de producir hortalizas en nuestras azoteas y
las casas que tienen el privilegio de poseer algún árbol frutal dejan que los frutos se caigan y se
pudran mientras van a comprar otros semejantes al supermercado.
A Brasov llegamos por fin, al pie de Transilvania, el último día; tuvimos la tarde libre y salí a la
ciudad fría y un poco lluviosa a buscar algo de abrigo para guardar mi catarro. Ya para qué, pero
en fin. Extraña ciudad rodeada de montañas, de calles irregulares y cuidadosas construcciones;
tal vez lo más notorio era la luz, una luz fría y líquida que hacía resaltar los ocres de las fachadas
con el azul decadente del crepúsculo. Allí nos despedimos de los poetas rumanos y de allí
salimos al día siguiente muy temprano hacia el aeropuerto de Bucarest, ya sin llegar a la ciudad.
Queda entre mis recuerdos mitológicos un castillo en una región montañosa de Transilvania,
llamado Sinaia (del Monte Sinaí; también tal nombre tenía el mítico barco que trajo a México a
los refugiados españoles, ¿no?) en donde antaño hospedaban escritores y poetas del mundo
entero que venían a este sitio con el objeto de pasar temporadas creativas. Cuando comencé a ver
los letreros que decían Sinaia en la carretera me devolví a mis años juveniles llenos de la ilusión
de viajar, de ir, de estar, de conocer.
Qué bueno que hay encuentros de poetas, ¿no crees? 1
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