La moza Concurso de booktrailers

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La moza Concurso de booktrailers
Concurso de booktrailers
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Un jueves al mediodía pedí permiso al gerente y me
acerqué al colegio de Santiago. Llegué temprano, quince
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minutos antes de la una y cuarenta, el horario en el cual
sale, entre otros, el curso de Santiago. Tuve suerte. Con-
seguí un espacio para estacionar el auto precisamente al
frente del colegio. Prendí un cigarrillo y puse la radio. Bus-
qué con el dial. En todas las frecuencias pasaban noticias.
Lógico, era la hora de las noticias. No me interesaban, ya
había leído todo lo que decían en el diario varias veces a
lo largo de la mañana. Encontré una música interesante,
algo de mi época. Subí el volumen a todo lo que daba el
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equipo. Le quería demostrar a Santiago que no solamente
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a él le gusta escuchar cosas ruidosas.
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Sonó el timbre del colegio y unos segundos después
salió disparado un grupo importante de chicos y chicas.
La mayoría se dispersó, unos pocos se quedaron charlando en la puerta. Reconocí a algunos de los compañeros de
Santiago. A Agustín, uno bajito que fue a casa en un par
de ocasiones y a un pibe que no me acordaba el nombre,
que vive en los monoblocks de la calle Soldado Ruiz. Pasaron los dos al lado de mi auto. No sé si no me vieron o si
se hicieron los que no me vieron. Santiago no salió. Pensé
que le había pasado algo, que había ido al baño o lo que
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sea. Esperé unos minutos más. Se saludaron y se fueron
también los que se quedaron conversando en la puerta.
Salieron los profesores y los preceptores. Detrás de todos
venía la psicopedagoga, que tenía su auto estacionado
adelante del mío. Al pasar escuchó la música y se agachó
para ver la cara del dueño del auto de donde surgía. Me
reconoció. Se sorprendió. Saludó nerviosa con una mano
y se subió rápido a su auto, un 147 blanco recién pintado.
Le costó maniobrar para sacarlo, pero trataba de no mirar
para atrás. A todo esto, ni señas de Santiago. Me quedé un
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rato más, diez, quince minutos, hasta que decidí que ya
era suficiente y puse en marcha el motor. En ese momen-
to terminó el bloque de música de los ochenta y el locutor
anunció, eufórico, que eso era tan sólo una muestra de lo
que se iba a escuchar en la fiesta de la nostalgia, ese mismo fin de semana.
Esa noche cenamos un pollo al horno comprado en
el supermercado. Mientras comíamos, como al pasar, le
pregunté a Santiago cómo le había ido en el colegio. Igual
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que siempre, me dijo. No le dije nada. Ni que lo había es-
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perado al vicio en la puerta de la escuela ni que era un
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mentiroso. No sé qué ni cuánto sabía él del problema mío
con su madre. Nunca me preguntó nada y tampoco creo
que lo haya hecho a Roxana. Lo cierto era lo que yo sentía:
que yo no era quién en esos días para controlar ni evaluar
la conducta de nadie.
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Estaba metido en un círculo de aislamiento, y lo peor
de todo es que me estaba acostumbrando. Algunas no-
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ches apoyaba la cabeza en la almohada y me quedaba
con los ojos abiertos, cansado del día y sin sueño. El insomnio también era un modo de castigo. Por eso, me pareció una buena idea aceptar la invitación al casamiento
de Miguel. Miguel insistió mucho. Difícil decirle que no.
Nos tenemos mucho aprecio, nos conocemos por lo menos hace quince años, desde que a los dos nos trasladaron
simultáneamente a la misma sucursal.
Para todos, el casamiento de Miguel era un evento im-
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portante. Importante para él y para todo el personal. Mi-
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guel se casó de grande. Y como dijo Alberto, el subgerente,
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había que aprovechar, hacía mucho tiempo que no había
en el banco una fiesta de ese tipo, con tarjeta, salón, con
lista de regalos y todas esas cosas.
Roxana estaba invitada. Miguel es un tipo prudente,
jamás una palabra de más conmigo, pero como todo el
mundo en el banco, él también conocía mi realidad. De
igual modo, por esa misma discreción que lo caracteriza,
había escrito en la tarjeta: Hugo Batista y señora. Cuan-
do me la entregó, le pregunté a Miguel si podía llevar a
Santiago. Lo pensó un momento. Dijo que no había chicos
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invitados, pero que Santiago ya era grande, que por su-
puesto podía ir.
El casamiento era un viernes. Le propuse la invitación
a Santiago el jueves, la noche anterior. Quería que viniera,
no dejarlo pensar mucho. Dijo que a él no le gustaban las
fiestas. Le pregunté qué tipo de fiestas no le gustaban, le
dije lo que él sabía, que a mí, por ejemplo, mucho no me
gusta festejar mi propio cumpleaños, pero sí me encanta
el de ellos. Ninguna, me dijo, no me gusta ninguna fiesta.
Me enojé como pocas veces con él. O como nunca en esos
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días. Un enojo mezclado con tristeza. ¿Por qué a mi hijo no
le agrada nada ni nadie?, ¿qué le habíamos hecho?, ¿dónde estaba nuestro error más grave? Subí el tono de voz. Le
dije que no me importaba lo que a él le gustaba o no le
gustaba, que si no se había dado cuento yo era el padre.
Me pareció que estaba gritando de más, que había pasado
algún límite. Bajé la voz, casi deletreando las palabras, le
dije que no quería que se quedara solo toda la noche. Me
contestó que podía quedarse a dormir en la casa de Alan.
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Respiré hondo un par de veces. Saqué el perro al patio y
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aproveché para fumar un cigarrillo. Estaba bien. Íbamos a
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hacer lo que el quería. La verdad es que por una noche no
tenía ganas de verlo.
El viernes a la tarde hablé con Leonor, la madre de Alan.
No quería abusar de esa gente. Santiago pasaba más ho-
ras en su casa que en la nuestra. Leonor me dijo que ellos
no tenían problema, que son dos chicos tan silenciosos
que cuando bajan el sonido de la computadora uno ni se
da cuenta que están en la casa.
Hacía pocos meses que se habían mudado al barrio.
Leonor trabaja en una clínica de ojos que está en
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Nueva Córdoba. Cuando hace unos meses, temprano por
la mañana, la veía esperando el colectivo, pensaba eso,
que trabajaba de secretaria, pero no en algo que ver con
la salud. No sé por qué se me ocurría que en algún estudio
de abogacía. Va vestida de eso, de secretaria: saco y minifalda azul, tacos altos. Nunca me había atrevido a frenar
el auto y preguntarle si la podía arrimar a algún lado. En
aquellos momentos no tenía confianza.
El marido, Fernando, a quien se veía menos por la calle,
no tenía una ocupación fija. En la puerta había un cartel
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hecho a mano que decía se hacen trabajos de electricidad
y el número de teléfono de un celular.
Hubo un pequeño problema al otro día de que llegaron
al barrio por el cual la relación se vio trabada al principio.
Esa tarde, Leonor tocó timbre y habló con Roxana para
proponerle compartir y pagar el cable a medias. Estaban
las dos paradas en la puerta de casa. Yo escuchaba la conversación desde adentro. Le explicó que su marido se en-
cargaba de hacer las conexiones sin que se notara nada.
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Roxana le dijo que no, que de ninguna manera. No se lo
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dijo mal. A lo mejor fue un poco abrupta, determinante.
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Leonor se asustó. Pidió disculpas por la molestia y volvió
a su casa. Pasaron varias semanas hasta que se animó a
saludar a alguno de nosotros dos.
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