Maho y Zorya - motivar

Transcripción

Maho y Zorya - motivar
Germán Machado Lens
Maho y Zorya
Ilustrado por Fernando de la Iglesia
En una isla del Delta vivían un zorro gris y una ardilla colorada que se
querían mucho. Estaban enamorados. Se casaron y tuvieron un hijito al que
llamaron…
— Otra vez contándome esas historias tontas para niñas tontas —interrumpió Maho a su abuela, que había comenzado a leer, pero dejó caer el
libro de cuentos en su regazo como quien suelta el periódico al leer una
mala noticia—. Sabes perfectamente que los zorros y las ardillas no pueden
tener hijos. Y si un zorro tiene cerca a una ardilla, sólo puede quererla para
el almuerzo o para la cena —agregó la niña con una voz como irritada.
Texto © 2010 Germán Machado Lens. Imagen © 2010 Fernando de la Iglesia. Permitida la reproducción no
comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento
escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por
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Germán Machado Lens - Maho y Zorya
No había caso. A Maho no le gustaban los cuentos fantásticos, ni las
historias de hadas, ni tan siquiera las más sencillas fábulas con animales
curiosos. Una vez más, la abuela había intentado contarle una historia para
niñas, pero ni cerca de lograrlo. Por más entusiasmo que pusiera en la lectura, por mejor que entonara la voz, por más que hiciera alguna pausa para
generar misterio o acelerara la lectura en los momentos de mayor acción...
No había caso: no lograba interesarla ni un poquito. Nada de nada. Definitivamente, a Maho no la atraían las lecturas para niños.
— Mejor traes esa enciclopedia de mamíferos, reptiles y anfibios que
tanto te gusta y lees algo de allí —le sugirió la abuela, hablándole como un
violinista que, justo unos minutos antes de empezar el concierto, anuncia al
director de la orquesta que se le rompieron las cuerdas del instrumento—.
Mientras tú lees, yo prepararé algo para la merienda —agregó, levantándose
de su sillón para ir a la cocina.
Sin mucho entusiasmo, Maho fue hasta la biblioteca y sacó de un anaquel el tomo de la Gran Enciclopedia del Reino Animal. La biblioteca era un
mueble de madera que iba desde el piso hasta el techo cubriendo de libros
una de las paredes del pasillo que conducía del comedor a los dormitorios.
Como la enciclopedia era voluminosa y pesada, Maho la dejaba a mano,
en uno de los estantes más bajos, así no tenía que subir a una escalera para
poder sacarla del mueble.
Mientras Maho buscaba la enciclopedia, la abuela fue a la cocina. Se
disponía a preparar unas galletas de limón para la nieta cuando susurró,
hablando para sí:
— ¿Galletas de limón…? —a lo que agregó, como mascullando una
respuesta—. Quizás ya sea hora de cocinar algo distinto.
Maho podía quedarse horas leyendo la enciclopedia y mirando las ilustraciones. De los libros que había en la biblioteca, además de los de animales
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le gustaba mucho uno sobre el cuerpo humano, también una guía ilustrada
de geografía, unos catálogos de máquinas industriales y otros tantos libros
de esos que su padre y su madre habían ido juntando años tras años. Ciencias, geografía, arquitectura, tecnología: eso sí que la entusiasmaba.
— Déjense de historias bobaliconas sobre perritos, gatitos, hormiguitas y todos esos animales parlanchines —solía quejarse Maho a los más
grandes. Ya se lo había dicho más de una vez a su abuela y a su madre. Esas
historias no eran para ella. Su padre lo sabía muy bien, por eso le había
enviado desde Japón aquel bonito libro sobre robots: ¡ese era el tipo de sus
lecturas favoritas! ¿No lo podían entender, acaso?
La niña lo había dicho un montón de veces. La madre lo había aceptado, pero a la abuela le preocupaba que Maho estuviera siempre tan enfrascada en esos asuntos científicos, más propios de un ingeniero como su padre
que de una pequeña de nueve años. La abuela pensaba que la niña debía
jugar más. Pensaba que a su edad debía poder entusiasmarse con otras cosas
que alimentaran su fantasía. Pensaba que un poco de poesía podía llegar
a enternecerle ese carácter hosco, y que otro poco de magia podía aligerar
aquella mirada gélida que por momentos se apropiaba del rostro de su nieta.
Eso pensaba la abuela, pero como era paciente, no quería insistir. Además,
sabía que en los últimos meses Maho no lo había pasado bien. Y por sobre
todas las cosas, la abuela quería que la niña lo pasara lo mejor posible.
Maho se había ido a vivir con la abuela luego de que sus padres perdieron la casa de La Capital. La perdieron por culpa de los negocios sucios del
Banco, y de las sucias hipotecas con las que los banqueros habían engatusado
a mucha gente. Además de perder la casa, el padre había tenido que irse a
trabajar a Japón, porque la fábrica de computadoras donde estaba empleado
cerró cuando la crisis. De algún modo, tuvo suerte de que la empresa lo contratara y le permitiera seguir en la plantilla de empleados, aunque fuera a
costas de viajar al Lejano Oriente y tener que separarse por un tiempo de la
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familia. Peor hubiera sido quedar desempleado. La mamá de Maho, mientras tanto, había conseguido un trabajo en las oficinas del Correo de la Isla,
así que las tres: Maho, su mamá y la mamá de su mamá, estaban viviendo
juntas en la casa del Delta, en las afueras de Puerto Bidondo.
De la casa en la que había vivido antes de mudarse a lo de la abuela, a
Maho le quedaba una mezcla de lindos recuerdos, y también una maqueta
que había diseñado su padre. Si nos guiamos por lo que dejaba ver la pequeña
maqueta, la casa debía haber sido de una sencillez muy bonita: amplia, de dos
pisos, con un tejado a dos aguas. A Maho también le gustaba recordar que la
casa tenía un jardín rectangular lleno de árboles, plantas y flores divertidas.
A todos lados adonde iba, la niña llevaba aquella maqueta como si
fuera un talismán, como si de ese modo, aferrándose a la casita de cartón,
conservase la esperanza de recuperar lo que su familia había perdido. Quizás
también fuera un modo de tener a su padre cerca de ella, aunque él estuviera
del otro lado del planeta, lejos, muy lejos.
De verla cargando aquella maqueta de cartón, uno que no conociera a
la niña podía llegar a pensar que ese era su juguete preferido. Pero Maho no
usaba esa casita para jugar. En realidad, Maho no jugaba mucho. Si bien ella
tenía una variada colección de juguetes, difícilmente le prestaba atención
a ninguno. Prefería los libros y la computadora, y de vez en cuando, se la
podía ver haciendo dibujos en cualquier pedazo de papel que encontrara por
ahí. Hacía dibujos que parecían planos de máquinas estrafalarias, o diseños
de casas de distintos tipos, o el trazado geométrico de ciudades inventadas.
Mientras dibujaba, o cuando estaba en la computadora, o si leía algún
libro, Maho siempre tenía a mano la maqueta de la casa perdida. La llevaba
a todos lados, como esas personas que por sufrir de resfríos a causa de ser
alérgicas cargan siempre con un paquete de pañuelos de papel desechable
para aplacar los estornudos y sonarse los mocos cuando se atacan.
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Germán Machado Lens - Maho y Zorya
Ahora, por ejemplo, Maho estaba acostada bocabajo en la alfombra,
leyendo la enciclopedia, y, como si la maqueta vigilara su lectura, allí estaba
la casa de cartón suspendida al borde de aquel libraco enorme en que la
niña concentraba su mirada, su cabeza y toda la fragilidad de su cuerpo,
tendido como un capullo en el piso del comedor, justo enfrente de la estufa
de leña.
De la cocina le llegaban los ruidos de las asaderas y el golpeteo de
tenedores con que su abuela instrumentaba una sinfonía de galletitas de
limón. Maho no se distraía con esos ruidos. Lo que la distrajo, en cambio,
fue un murmullo rapaz que le llegó desde la boca de la estufa de leña. Primero fue como un cric crac entumecido. Luego un tarareo más definido:
como el crepitar de un fuego inexistente o el zumbido chamuscado de un
leño verde o húmedo. ¿Qué era aquello?
Maho detuvo la lectura y prestó atención. La estufa estaba limpia.
Era otoño en el Delta, pero en casa de la abuela todavía no habían tenido
que encender el fuego porque no habían llegado los fríos. Así que no había
ningún leño, ni piñas, ni ramitas de ningún tipo adentro de la estufa ni en
sus alrededores. ¿Qué podía ser ese ruido?
La niña, en un acto reflejo, echó mano a la maqueta de cartón y se
levantó dirigiéndose hacia la estufa. Cuando estaba a centímetros, sintió un
ruido más fuerte que salía de la boca de la chimenea. Era como una lima
raspando en un hierro herrumbrado. Fue entonces cuando vio, colgando de
la chimenea hacia abajo, algo que era como una escobilla de pelos que barría
el hollín en los bordes quemados de los ladrillos: ¿sería un cepillo? Parecía la
cola de un animal. ¿Un animal?
Maho, asustada, retrocedió un par de pasos. A punto estuvo de llamar
a su abuela, pero no lo hizo. Quizás porque no le salieron las palabras, o
porque la lengua y los labios se le anudaron, tal como suelen anudarse los
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incómodos cables de los auriculares de un walkman. Quedó quieta y muda,
parada frente a la estufa de leña como un poste de hormigón.
Maho no se movía. No atinaba a hacer nada. Así estuvo unos segundos
hasta que oyó, ahora de manera más clara, una voz que salía de la chimenea
de la estufa y le pedía auxilio. Era una voz aguda y furtiva, pero el pedido de
auxilio era firme y claro. Maho superó su miedo inicial y avanzó hasta un
punto en el que ya casi metía su cabeza en la chimenea. Lo que asomaba colgando, ahora no le cabían dudas, era la cola peluda de un animal. Una cola
de ardilla, tal vez. Una cola grande y pomposa como un escote señorial.
La niña no era miedosa. Por eso, la sorpresa y el susto inicial cedieron
paso a la curiosidad. Además, el pedido de auxilio había sido claro. Alguien,
o algo, la necesitaba y la reclamaba. Lo primero que se le ocurrió fue tirar de
la cola para abajo, tratando de desprender lo que fuera que entonces colgaba
como una gargantilla en el cuello de la chimenea. Eso hizo. Pero una voz
quejosa la detuvo al instante.
— ¿Qué haces? ¿Quieres arrancarme la cola?
Maho estaba sorprendida: lo que sea que fuera, aquel animal hablaba.
Y lo hacía de manera tal que ella podía entenderlo perfectamente. La niña
dejó de tironear de la cola y acercó su cabeza a la boca de la chimenea. Desde
ahí pudo ver el brillo de dos ojos que la miraban entre asustados y doloridos.
—Espera que voy a buscar a la abuela —dijo Maho, hablándole con
determinación a lo que fuera que estaba ahí adentro.
— Haz lo que quieras —dijo aquella voz—, pero apresúrate, por favor,
me estoy ahogando aquí encerrado.
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Maho corrió llamando a su abuela. Entró a la cocina y, ¡menuda sorpresa: la abuela no estaba! Antes de volverse atrás, llegó a ver que el horno
estaba encendido y que adentro se cocinaba una hilera de galletitas. ¿Adónde
se había metido la abuela? Quizás hubiera salido de la casa por la puerta
trasera. Maho se encaminó hacia allí. Salió al patio de los fondos de la casa
y volvió a llamarla, pero la abuela no respondía. ¿Habría ido a hacer algún
mandado al almacén? No podía esperar a que regresara. Debía ayudar a
aquel animal a salir de la chimenea.
Sus ideas eran como un torbellino de palomitas de maíz. Maho trataba
de pensar algo que fuera razonable, pero no se le ocurría nada. Cuando regresó
por la cocina, de vuelta al comedor, en un rincón vio una sopapa de goma.
Algo le hizo pensar que podía serle útil y, sin detenerse, lo tomó y lo llevó.
Sopapa en ristre, como un caballero andante de las cloacas, entró de
nuevo al comedor. Se acercó a la chimenea y, algo agitada, habló a aquel
animal tratando de calmarse ella antes de intentar calmarlo a él. Le dijo
que intentara adherir la sopapa a su panza y que, cuando lo hiciera, ella
empujaría hacia arriba y luego tiraría hacia abajo para desprenderlo del
hueco donde se había atascado. El animal asintió. Con toda la fuerza que
podía llegar a hacer la niña, primero empujó hacia arriba con el mango de la
sopapa y luego lo movió en ángulo hacia abajo. ¡Zácate glup! Como si una
rama se desprendiera de un árbol en medio de una tormenta, o como si un
water obturado dejara correr de golpe toda el agua anegada en su taza, así
cayó de la chimenea aquel extraño animal.
Luego de rodar hasta la alfombra, empujando a la niña en la caída, el
animal pudo levantarse y sacudir rápidamente su cuerpo. Tenía la cabeza de
un zorro gris y un robusto cuerpo de ardilla, a cuya espalda brotaba aquella
pomposa cola que minutos antes la niña había visto asomar desde la chimenea. Cuando Maho se repuso y logró ponerse en pie, se dio cuenta de que el
animal era casi tan alto como ella.
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— Vaya atasco —dijo aquella mezcla de zorro y ardilla, mirando a
Maho con unos ojos que parecían dos bolitas de carbón.
Tras darle las gracias, el animal le explicó que se había perdido en el
Bosque del Norte, y que cansado de buscar el camino de regreso a su casa se
había caído al agua, y que se salvó de ahogarse por pura casualidad, gracias
a un tronco que venía flotando a la deriva, y que había llegado a esta isla sin
saber cómo, y que tampoco sabía cómo regresar, y que ahora vivía oculto en
el monte que había en la parte alta de la Isla, pero que el olor de la comida
que salía de la casa lo había animado a salir y acercarse, y que entonces
trepó al techo, y que se metió por la chimenea, y que ella ya sabía el resto de
la historia... Luego de contarle todo eso, así, como atropellándose con sus
palabras, agregó:
— Me llamó Zorya. ¿Cómo te llamas tú?
Maho no respondió. Miraba a aquel extraño animal como si fuera un
holograma, o un robot japonés, o una réplica de mutante hecha en un laboratorio londinense de biotecnología. Algo que, de una manera u otra, sólo
podía ser una invención cibernética. Maho lo miraba y trataba de encontrarle en el cuerpo los indicios de un mecanismo oculto: algún botón de
encendido, o una antena de control remoto, o la tapa de un cubículo que
sobresaliera por el pelaje, donde pudiera estar encastrado un chip o una
batería. Pero no veía nada.
— ¿No quieres decirme cómo te llamas? —preguntó Zorya con un
tono compungido.
— No es eso —respondió Maho—. El problema es que tú no puedes
ser real. No existen animales que hablen como humanos. Y tampoco es posible una especie de animal que cruce a un zorro con una ardilla, que eso es lo
que tu pareces ser, aunque seguro no eres.
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Zorya soltó una carcajada divertida. Le hizo gracia la seriedad con que
la niña trataba de hacerse una idea sobre él.
— Está bien —dijo a la niña—, no tienes por qué creer en mí: ni en la
parte de zorro ni en la de ardilla. Ha sido suficiente con que me hayas ayudado a salir de ahí adentro. Aunque, si no lo tomas a mal, me gustaría que
me convides con algo de eso que estás cocinando, así después puedo regresar
tranquilo al monte. Si como algo antes de irme, compensaré el atasco de la
chimenea, ¿no te parece? Al fin y al cabo, a eso había venido hasta aquí.
— La que cocina es mi abuela —respondió Maho—, pero si ya está
pronto, no creo que ella tenga inconveniente en convidarte.
Maho llamó a su abuela, pero no obtuvo ninguna respuesta. Cuando
iba a volver a llamarla, Zorya la detuvo.
— Espera, espera —dijo—. Mejor no llames a tu abuela. Fíjate que si
tú, que eres una niña, no puedes creer en mí, tu abuela, que supongo ha de
ser una persona mayor, menos creerá. Quizás se asuste, o algo así, y termine
persiguiéndome o dañándome. Mejor lo dejas.
— ¡Oh, no! —respondió Maho—. Mi abuela sí cree que los animales
puedan hablar, y también cree que pueda haber un animal mitad zorro y
mitad ardilla. Ella estará gustosa de conocerte. Espera aquí que voy a buscarla.
Dicho esto, Maho se dirigió a la cocina. La abuela no estaba allí. Seguía
sin aparecer. Desde la puerta, Maho vio que las galletitas que estaban en el
horno, además de humeantes, parecían listas para comer. Llamó otra vez
a su abuela avisándole que si no venía, las galletas se quemarían. Como la
abuela no respondió, tomó una manopla de paño que había colgada de una
percha, abrió con cuidado la puerta del horno y retiró la asadera con las
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galletitas de limón. Tenían muy buen aspecto. Seguro que a Zorya le gustarían. Con cuidado, las retiró de la asadera y las colocó en una cesta. Una vez
que terminó de preparar todo, volvió al comedor.
Cuando entró en la sala, encontró a su abuela que venía de afuera de
la casa trayendo una caja de té.
— He tenido que ir al almacén a comprar té —dijo la abuela—. Temía
retrasarme y que se quemaran las galletas, pero veo que estuviste atenta.
Maho no sabía qué responder. Miraba por todos lados buscando a
Zorya, pero no lo veía. Dejó la cesta con las galletas sobre una mesita ratona
que había al lado del sillón de la abuela y siguió revisando por el comedor.
— ¿Qué buscas? —le preguntó su abuela.
— Ehhhmmm... Na... —respondió Maho hablando entre dientes.
— ¿Acaso perdiste la maqueta de la casa? —insistió la abuela.
— No. La maqueta está allí, sobre la alfombra. Estaba buscando otra
cosa... ehhhmmm... —Maho mascullaba vacilante. No sabía qué decir. No
estaba segura de contar a su abuela el extraño encuentro de un rato antes.
De momento prefería guardar el secreto.
— Cuando volví del almacén, la puerta de la casa estaba abierta
—comentó la abuela—. ¿Vino alguien de visita?
— No —respondió Maho, dirigiéndose hacia la puerta—. No vino
nadie. Quizás la dejaste abierta al salir.
— Pero si yo salí por la puerta de atrás —repuso la abuela, con una
voz entre intrigada y ladina.
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La niña se asomó por la puerta delantera de la casa y se quedó mirando
hacia afuera, para el lado del monte. Un poco más allá del baldosado de la
entrada, sobre la tierra suelta del piso, entreverándose con otras huellas,
Maho pudo adivinar unas pisadas pequeñas y puntiagudas. Seguro que eran
de Zorya. ¿Por qué se habría ido así, tan de golpe, y sin despedirse?
Entre distraída y algo confusa, Maho se quedó mirando hacia afuera
hasta que su abuela la llamó a tomar el té y a comer las galletitas de limón.
Cuando la niña volvió al comedor, sus ojos tenían un brillo peculiarmente
cálido.
En silencio, tomó el té y comió las galletas junto con su abuela. Cuando
terminaron, la niña recogió la enciclopedia que había dejado en el piso. La
llevó hasta la biblioteca y la guardó. Fue a buscar su bloc de hojas de dibujo
y unos lápices. Regresó con esas cosas y se acostó a dibujar en la alfombra, a
los pies del sillón donde estaba sentada su abuela.
Maho comenzó a hacer un dibujo y, como si fuera lo más normal del
mundo, le pidió a su abuela que le contara el cuento del zorro y de la ardilla
que había empezado a leerle más temprano en la tarde. Con una sonrisa de
picardía, sin hacer ningún comentario, la abuela tomó el libro de cuentos y
comenzó a leer.
La niña siguió dibujando mientras su abuela leía.
La noche, como una fina mantilla de hollín, se extendía despacio sobre
las casas, los campos y el monte de Puerto Bidondo. Con sus lápices de colores, Maho trazaba el plano complicadísimo de una ciudad del futuro. Por las
calles de la ciudad imaginaria transitaban máquinas de todo tipo: unas con
ruedas, otras a suspensión aérea, otras con piernas como robots gigantes. La
abuela avanzaba por el cuento leyendo con una parsimonia divertida. Maho
ya casi terminaba su dibujo cuando se detuvo y lo miró concentrada. Había
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descubierto que faltaba algo. Entonces, con unos trazos simples, frágiles, y
con un dejo de tristeza diminuta, dibujó el cuerpo de una ardilla colorada
con la cabeza y el hocico de un zorro gris.
— Listo—, dijo Maho, en el mismo momento en que su abuela terminaba la lectura.
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