Velázquez - Fundación Rico Rodríguez

Transcripción

Velázquez - Fundación Rico Rodríguez
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Velázquez: la técnica de la verdad
José Antonio Alcalá
Fundación
Rico Rodríguez
Información complementaria a la conferencia:
Espacios velazqueños [I. Las Meninas]
(18 de junio de 2016)
Y por ti el gran Velázquez ha podido,
diestro, quanto ingenioso,
ansi animar lo hermoso,
ansi dar a lo mórbido sentido
con manchas distantes,
que son verdad en él, no semejantes,
Francisco de Quevedo, “El pincel” (1629)
Lo que nuestros ojos ven, nuestra imaginación ya no lo ve. Las
mismas cosas no pueden ser objeto de nuestras dos visiones.
Joseph Joubert (1796)
José A. Alcalá: Estudio de la cabeza de Margarita
(2008). Lápiz de grafito sobre papel gofrado.
¡Es asombroso! ¿Cómo pudo un hombre del XVII atreverse a
llevar la pintura hasta estos extremos? Margarita me lanza su
pícara mirada oblicua, juega a aparecérseme y cuando me acerco
a ella se transforma en pintura, la más pura que he visto en mi
vida, pero al fin y al cabo solo eso, pintura. Es un viejo juego, un
juego “histórico-artístico”. Me viene a la mente el episodio del
intuitivo Kenneth Clark en el Prado, lo imagino en su perplejo
vaivén, alejándose y acercándose a Las Meninas, preguntándose
—igual que me pregunto yo ahora mismo, igual que tuvieron
que preguntarse don Felipe IV, Mengs, Manet y varias generaciones más de espectadores sensibles—: ¿pero... cómo lo ha
hecho?
Al final todos tenemos que reconocer nuestro fracaso a la
hora de fijar ese momento/distancia clave en que pueden percibirse simultáneamente la ilusión y las pinceladas que la crean. Si
nos acercamos al lienzo desaparecen los seres que lo habitan, si
nos alejamos es el cuadro como tal el que parece desaparecer; al
final nos quedamos tan perplejos como aquél romántico Gautier
que frente a Las meninas se formulaba una nada ingenua pregunta: “Où est donc le tableau?” (¿Dónde está el cuadro?).
Nos acercamos a un paso de la superficie del lienzo (o hasta
donde nos permita ese cordón de seguridad que, como los glaciares, cada año retrocede unos centímetros) y todo en ella
comienza a removerse en una danza de increíble ligereza; la
coreografía del pincel se nos antoja tan ágil y precisa como inextricable; a esta distancia la sensación de totalidad se evapora,
solo existe la expresividad del fragmento, su irresistible plasticidad. Surge aquí una inevitable pregunta: ¿Podía seducir este
1. Fragmento del texto publicado originalmente en el libro: El aposentador cansado y otros escritos sobre Velázquez, editorial La Hoja del
Monte, Madrid, 2008.
Diego Velázquez. La familia de Felipe IV o Las Meninas. (Detalle). Museo del Prado, Madrid.
juego de pintura a un contemplador del seiscientos igual que a
nosotros ahora mismo? Para responder a esta cuestión basta con
recurrir a un esclarecedor comentario que en 1646 —diez años
antes de que nuestro cuadro fuese pintado— redactaba el cronista Ustárroz:
“el primor consiste en pocas pinzeladas, obrar mucho, no
porque las pocas, no cuesten, sino que se executen, con liberalidad, que el estudio parezca acaso, y no afectación. Este
modo galantíssimo haze oi famoso, Diego Velázquez... pues
con sutil destreza, en pocos golpes, muestra quanto puede el
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Arte, el desahogo, i la execución pronta.”
“... esa “tercera” mano de la infanta, fantasma
flotante entre dos mundos —hoy ya visible sin
la asistencia de la reflectografía infrarroja— ...”
No es difícil suponer a los espectadores cultos de la época
—entre los que sin duda figuraba el sensible Felipe IV— tan fascinados como nosotros frente a la endiablada economía de la
pintura velazqueña. Si nos concentramos en el escaso medio
metro cuadrado de pintura que ambitaliza la jarrita de barro que
Agustina ofrece a la infanta nos vamos dando cuenta de que prácticamente todo lo que entendemos por arte de la pintura está ahí
resumido, o mejor dicho, condensado. En efecto, lo primero que
nos sorprende es el desapego y la vehemencia con que el displicente Velázquez negocia con su cuadro, y es que la pintura
parece resolverse “sin esmero” —tanto que Brown llegó a calificarla (con gran olfato de pintor, a mi juicio) como “el mayor
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boceto al óleo jamás realizado” —. Nada en común aquí con la
sensualidad que Goya ponía siempre en sus cuadros: tenemos
ante nosotros la imprecisa asa del búcaro, lo que podrían ser los
dedos de Margarita asiendo la jarrita o esa “tercera” mano de la
infanta, fantasma flotante entre dos mundos —hoy ya visible sin
la asistencia de la reflectografía infrarroja—, que en un estado
previo del cuadro parecía rechazar el obsequio de la menina.
Notamos, en fin, cierta confusión demasiado “contemporánea”
para haber sido pintada a mediados del XVII...
Pero poco a poco vamos percibiendo cómo todo se va estructurando: las enérgicas pinceladas negras de la manga del vestido
de la infanta, con innegable voluntad de constructoras de forma,
articulan el juego entre las quevedescas “manchas distantes” de
las zonas iluminadas de la tela y las sombras pardas. Asombra
también la precisión con que esa abstracta llamita de luz blanquecina nos dibuja, como si de un espacio negativo se tratara, el
perfil del pequeño recipiente de barro rojo... Realmente no se
puede pintar más con menos. Pero aun hay más: unos magníficos
toques empastados de luz animan la masa casi informe de unas
oscuras pinceladas horizontales metamorfoseándolas en una bandejita ¿de plata, de cristal?; pero ¿seríamos capaces de ver tan
2. J. F. Andrés de Ustárroz, Obelisco histórico..., 1646;. citado en Corpus Velázqueño, tomo I, Ministerio de Educación Cultura y Deporte,
Madrid, 2000, p. 172. Creo que en las palabras del cronista aragonés se escucha el eco de Il cortigliano, la obra maestra de Baldassare Castiglione: “... huir cuanto sea posible el vicio que de los latinos es llamado afetación (...) Esta tacha es aquella que suele ser odiosa a todo el
mundo; de la cual nos hemos de guardar con todas nuestras fuerzas, usando en toda cosa un cierto desprecio o descuido, con el cual se
encubra el arte y se muestre que todo lo que se hace y se dice, se viene de hecho de suyo sin fatiga y casi sin habello pensado”. El Cortesano (ed. Mario Pozzi), Cátedra, Madrid, 1994, p. 144. —Y claro está, entre los libros que aparecen en el inventario de la biblioteca particular de Velázquez figura un “Cortejio de Castilioni en ytaliano” (Corpus, I: 480).
3. Jonathan Brown: Velázquez, pintor y cortesano, Alianza, Madrid, 1986, p. 261.
“... pero ¿seríamos capaces de ver tan claramente la salvilla sin esa luminosa pincelada, casi seca, que
hace aparecer en el cuadro el pulgar de Agustina Sarmiento?”
claramente la salvilla sin esa luminosa pincelada, casi seca, que
hace aparecer en el cuadro el pulgar de Agustina Sarmiento? Las
sutilezas de Velázquez parecen no tener fin, si nos concentramos
en la construcción de esa misma mano derecha de la menina
vemos que... ¡no existe!: la sombra que arroja la bandeja sobre el
dorso de la mano se disuelve en el fondo pardo y tan solo una
caricia del pincel, prácticamente limpio, insinúa en su posición
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exacta un meñique que jamás se pintó ; con esta lacónica y sutil
referencia somos nosotros, contempladores, quienes de forma
involuntaria concedemos a Velázquez en nuestra mente toda una
anatomía para esa mano inexistente... ¡Y qué decir de ese otro
prodigio, de esa vibrante mano izquierda de Agustina que se
mueve, viva, en ese “aire de nadie” entre el fondo y el primer
plano iluminado!
“... un meñique que jamás se pinto (...) somos
nosotros, contempladores, quienes de forma
involuntaria concedemos a Velázquez en
nuestra mente toda una anatomía para esa mano
inexistente”.
Si todo esto ocurre en un fragmento imaginemos la complejidad
que conlleva un proyecto intelectual —¡y emotivo!— tan desmesurado como pintar Las Meninas; aquí ya no hay más remedio
que apartar a un lado la boutade de Ortega y Gasset: Velázquez
NO FUE aquel “gentilhombre que, de vez en cuando, da unas
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pinceladas” sino un ser humano superdotado y, como bien vino a
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decir el pintor Ramón Gaya , más que nacido para la pintura,
elegido por ella para “cumplirla”, del mismo modo que Mozart
lo pudo ser por la música.
A la luz de esta sencilla evidencia su tan traída y llevada
carrera cortesana aparece como lo que realmente tuvo que ser: el
fruto de su interés por consolidar un buen empleo, sin duda demasiado absorbente, que le permitió vivir con desahogo y realizarse
—quizá en ocasiones incluso a su propio pesar— en su verdadero y dramático destino: prestar su cuerpo, su vida, al mejor y
más innovador pintor de todos los tiempos.
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De entre todas las reflexiones que sobre su maestría técnica se
han hecho quizá la que más nos pueda conmover, sobre todo por
su humildad, sea la de uno de nuestros contemporáneos, el pintor
Frank Stella:
“Si todo esto ocurre en un fragmento imaginemos la complejidad que conlleva un proyecto
intelectual —¡y emotivo!— tan desmesurado
como pintar Las Meninas”.
“Por encima de todo nos impresiona la perfección de su técnica. Parece que con ella sería posible la gran pintura.
Creemos tal vez que si tuviésemos su dominio podríamos ser
también grandes pintores. Su habilidad para pintar cualquier
forma provoca nuestra admiración. Su representación de una
vida plena posee el equilibrio perfecto, adopta el punto de
vista perfecto. De alguna manera, consigue el milagro de la
4. Sobre cómo se percibían los inacabados: “El receptor de la obra barroca que, sorprendido de encontrarla inacabada o tan irregularmente construida, queda unos instantes en suspenso, sintiendose empujado a lanzarse después a participar en ella, acaba encontrándose más fuertemente afectado por la obra, prendido por ella ... En ese supuesto momento de interrupción, en ese aparente
intermedio, es cuando el espectador interviene, moviéndose eficazmente hacia lo que la obra le propone.”. José Antonio Maravall:
La cultura del Barroco, Ariel, Barcelona, 1998, pp. 444-445.
5. José Ortega y Gasset: Velázquez, Espasa-Calpe, Madrid, 1999, p. 47. (Publicado originalmente en 1943).
6. Ramón Gaya: Obras Completas, tomo I, Pre-textos, Valencia, 1990, p. 68
distribución, de la situación de cada elemento en el lugar
apropiado. La convincente ilusión de totalidad nos hace
creer que el éxito de la pintura depende de la técnica”7.
Es evidente que unas palabras así no podrían venir de un filósofo
o un historiador, tenía que ser un pintor quien reparase en la
elección de ese “punto de vista perfecto”, o en su “milagro de la
distribución”. Así es, sabemos que sin aquella prodigiosa organización conceptual, de la que solo él era capaz, sería imposible
vivir esta “ilusión de totalidad” que nos fascina. Sabemos perfectamente —pese a que algunos (¡aún hoy!) insistan en una
hipotética pose de grupo— que el cuadro no es más que un prodigioso ensamblaje, como lo fueron también Los borrachos o Las
lanzas; que tuvo forzosamente que ser ejecutado por partes y
que, por supuesto, todas esas personas no estuvieron posando
juntas a lo largo de su proceso de realización... Sabemos muchas
cosas, pero la realidad viva de Las Meninas, que ya es mucho
más que “un cuadro”, nos hace olvidarlas y cuando queremos
darnos cuenta estamos otra vez con Clark, avanzando y retrocediendo, guiñando los ojos y preguntándonos ¿pero cómo
demonios pudo hacer esto? (...)
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Ya para terminar, me gustaría copiar un curioso relato
pequeña moraleja incluida— de E. H. Gombrich:
—con su
Recuerdo muy bien que la fuerza y la magia de la creación de imágenes me fueron reveladas por vez primera, no por Velázquez, sino
por un sencillo juego de dibujo que encontré en un libro de mi parvulario. Un versito explicaba cómo se puede dibujar primero un
círculo representando un pan (porque los panes eran redondos en
mi Viena natal); una curva añadida arriba convertiría el pan en
una bolsa de la compra; dos angulitos en el mango la achicarían a
dimensiones de portamonedas; y, por fin, añadiendo la cola, ahí
teníamos un gato. Lo que me intrigaba, al aprender el juego, era el
poder de metamorfosis: la cola destruía el portamonedas y creaba
el gato; no podemos ver el uno sin borrar el otro. Con lo lejos que
estamos de comprender completamente este proceso, ¿cómo
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podemos esperar acercarnos a Velázquez? .
7. Citado en Gridley McKim-Smith y Richard Newman: Ciencia e Historia del Arte. Velázquez en el Prado, Museo del Prado, Madrid,
1993, p. 19.
8. E. H. Gombrich, Arte e ilusión, Debate, Madrid, 1988, pp. 5-6.

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