Cuando los Tyrakis regresaron desde Argentina a

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Cuando los Tyrakis regresaron desde Argentina a
Crónicas de la cigarra y la hormiga
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HOMENAJE A PENÉLOPE
Cuando los Tyrakis regresaron desde Argentina a Grecia,
eran los mejores momentos de los socialistas helenos, primero con el mítico Andreas Papandreu y luego con Costas
Simitis, hasta pasada la mitad de la década de los noventa. Eran los años dorados del despegue económico, de la
integración en Europa, y también, visto desde la actual perspectiva, la época en que se engendró parte de los males de la
Grecia renqueante. Sobre este asunto escriben cada día sesudos analistas, economistas o políticos y los Tyrakis ni son ni
quieren ser nada de eso.
La familia Tyrakis siempre ha funcionado como un clan,
quizás a imagen y semejanza de lo que Manolis y Lydia llaman el «monasterio de Penélope». Cuando los hijos ya no
estaban en casa, cuando el nido quedó vacío, Penélope y su
marido, ya jubilados, siguieron llevando y acogiendo en
su casa a todo aquel necesitado que llegaba a sus puertas o
se encontraban por las calles. Un día fue Marígula, la décima hija, la primera en adopción. Una joven soltera tenía una
niña de cuarenta días y no podía cuidarla, necesitaba trabajar y la dejó en casa de Penélope a su cuidado. Primero iban
a ser unos meses que se transformaron en cuatro años. Penélope se ríe cuando le hablan ahora de sus adopciones, justo
una tarde en la que Marígula le está haciendo la manicura.
Le pinta las uñas de un color nacarado y Popi estira ambas
manos, se las mira con placer y después se las enseña a su
nieta. Sigue con el relato de cómo, cuando sus hijos dejaron
el nido, ella llenó su particular monasterio, un Preveli de su
jubilación donde daba cama caliente y lo que había de comer a todo el que lo necesitaba, como ella había recibido
ayuda en el verdadero Preveli, en el de su infancia, a donde
llegaron huyendo de su casa quemada por los nazis.
«Me muero por los bebés, no puedo resistirme ante un
niño. Son mi vida. Cuando la casa se vació de sus risas y
sus juegos, también me vacié yo, es como si me hubieran
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robado el alma. No soportaba el silencio. Por eso teníamos
las puertas abiertas. Mi esposo siempre me preguntaba si
se podían quedar. Un día fue Marígula, que llegó con poco
más de un mes y se quedó cuatro años. Me llamaba mamá,
como mis hijos, y se crio con Dina. Su madre biológica no
logró entender aquello cuando vino a recogerla, tiempo
después. Otra vez fue un joven, Nectarios, que aún me escribe y me invita a la isla donde vive. Un ser maravilloso
que tenía once años. Es tan bueno, tan maravilloso, como
otro hijo. He estado con él, de visita en su casa de Siros, y
todos los años se acuerda de mí. Otra vez fuimos 18 personas durante muchos días.»
Cada uno de los hijos Tyrakis se acuerda de alguien
nuevo en el «monasterio de Penélope» cuando llegaban a
pasar algún fin de semana. Además de Marígula –la única
que tiene un excelente recuerdo de infancia del pope Tyrakis– y de Nectarios, está el bebé de pocos meses de una
amiga argentina de Lydia, al que no podía atender porque
trabajaba en turismo. Se quedó meses con Popi. Con el
conflicto en los países del Este, o los de Chipre, Albania y
la antigua Yugoslavia, por la casa de los Tyrakis pasaron
refugiados, jóvenes o mujeres con hijos, que se quedaban
unos días o unas semanas o unos meses. Todo forma parte
de la tradicional hospitalidad griega, algo que haría entender lo que sucede en estos tiempos con los refugiados
sirios, afganos, iraquíes, kurdos, eritreos, somalíes o ceilaneses que llegan destrozados a las costas de las islas griegas, los que logran desembarcar vivos. Grecia, un conjunto
de miles de islotes e islas –sólo unos cientos de ellas habitadas–, lleva toda su historia, desde que el hombre anduvo
erguido sobre dos piernas, acogiendo estas oleadas de gente, unos de paso, otros permanentes, conformando el actual país que ahora una parte de los europeos no tendría
inconveniente en dejar que se marchara de nuevo por donde llegó, allá por las fronteras con Asia, con África o con
las lejanas influencias rusas, porque nunca hay que olvidar
que la Iglesia ortodoxa griega tiene como madre a la rusa.
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¡Qué ceguera! La maravillosa actriz británica Vanessa
Redgrave aterrizó en Atenas y lo primero que hizo, tras
visitar el centro de refugiados del área de Eleonas, situado
a las afueras de la capital griega, fue elogiar la solidaridad
de los helenos por su implicación en la crisis de los refugiados. «Los griegos están enseñando al mundo –dijo Redgrave– cómo ser humano y cómo intentar ayudar a otros.»
La historia colectiva de un pueblo es la vida familiar de los
Tyrakis. Coinciden. Por ello, y por sus sufrimientos durante la Gran Depresión, son representativos de lo que está
ocurriendo. La actriz británica, de setenta y ocho años, iba
acompañada del dramaturgo Martin Sherman. Ambos han
organizado en Londres la representación teatral de Mi
querida Esmirna, una obra que cuenta la tragedia de los
refugiados griegos que partieron de la costa turca de Esmirna en 1922 y que fundaron el barrio de Kaisariani,
donde vive Stella: «La gente en Europa debería estar mejor
informada acerca de lo que sucedió en Esmirna y este tipo
de tragedias no debe repetirse».
A Penélope todo eso le suena familiar. «Toda mi vida
me importaron las personas, da igual el color, la raza, el
sexo…, bueno, si son bebés mejor –se ríe con sus enormes
ojos azules llenos de mar Mediterráneo a ratos, de Egeo en
otros momentos–. A las únicas personas que soporto mal
es a ciertos políticos y a los de la troika, a los alemanes,
aunque a mis hijos no les gusta que hable así del señor
Schäuble, pero yo soy una anciana de ochenta y cinco años
que me tengo ganados los escasos 700 euros que ellos ahora me quieren recortar y ya me recortaron antes. Yo di sin
pedir, fui pobre y no me quejé, pero que ahora, en la mejor
época de mi vida, quieran amargar la de mis hijos, que lucharon tanto, me indigna. ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho?
Me gustaría que vinieran y me lo explicaran.»
La señora Tyrakis votó oxi (no) con las dos manos en el
referéndum que Tsipras organizó sobre el rescate impuesto
por la troika. Si bien los acontecimientos posteriores hacen
sentir a un altísimo número de griegos que el líder de Syri-
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za los engañó, o que lo hicieron claudicar tras aquellos brutales días del corralito, en pleno verano del año 2015, la
señora Tyrakis es más tolerante. Piensa que «Tsipras es
buena persona, no está manchado. Lo presionaron tanto...
Con los bancos cerrados nos iban a dejar sin sueldos y sin
pensiones, eso era insoportable. Mis hijos han trabajado
toda una vida, son buenos como tantos otros, y ahora no
sólo les reducen sus sueldos, sino que les quitan las casas
por las hipotecas y, con ellas, les roban el trabajo de toda
una vida, el futuro de mis nietos».
Es la penúltima tarde en casa de su hija María, en Heliópolis –«ciudad de la luz», traducen los Tyrakis–. Penélope está rodeada de algunos de sus hijos y una nieta. A veces
ya no escucha las noticias, porque la confunden. Cada día
cree menos en las televisiones y en la prensa. Sonríe mirando a su nieta Diana, mientras se frota las manos que tanto
han lavado, fregado, guisado y colocado letras para formar palabras. De la vieja tipógrafa brota una serenidad
que sólo puede nacer de la sabiduría asentada en la experiencia de una vida tan intensa como sufrida. Levanta los
enormes ojos azules repletos de historias, mira a los suyos
y por un momento, en los segundos de espera, sientes que
de su boca pueden brotar las palabras de Zorba a Kazantzakis, en el baile final tras la catástrofe del negocio: «Eh,
chico, ¿alguna vez viste un desastre más espléndido que
éste?».
Pero la señora Tyrakis no estalla en carcajadas como
Anthony Quinn; sólo luce una enorme sonrisa. «Del pasado, recuerdo y me duelo. Doy gracias porque lo pasé, menos mal que se fue. No entendí todo lo que viví, pero no
me caí, tampoco me levanté. ¿He sido feliz? Depende de lo
que le pidas a la vida y, sobre todo, de dónde la vivas.»
Tiende sus manos en un adiós y observa a los demás, dispuesta a continuar el relato de su particular madinada a los
nietos. Los amanés ya pasaron, son demasiado dolorosos.
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PARTE 3
Miedos y vallas
No como el mítico gigante griego de bronce,
De miembros conquistadores a horcajadas de tierra a tierra;
Aquí en nuestras puertas del ocaso bañadas por el mar se erguirá.
Una poderosa mujer con una antorcha cuya llama
Es el relámpago aprisionado, y su nombre.
Madre de los desterrados. Desde el faro de su mano
Brilla la bienvenida para todo el mundo; sus templados ojos
dominan
Las ciudades gemelas que enmarcan el puerto de aéreos puentes
«¡Guardaos, tierras antiguas, vuestra pompa legendaria!», grita ella.
«¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres.»
Vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad
El desamparado desecho de vuestras rebosantes playas
Enviadme a éstos, los desamparados, acudidos por las tempestades a mí
¡Yo elevo mi faro detrás de la puerta dorada!
Poema de la escritora estadounidense
Emma Lazarus, inscrito en la base de la Estatua
de la Libertad, en Nueva York
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