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Por el camino de Fogwill
Por Pedro Yagüe
La idea es una especie de biombo detrás del que pasa algo más importante. Eso decía
Gombrowicz en su diario: que en el corazón de un argumento se esconde la seducción de
sus palabras. Y que ahí radica la verdad. Quien alguna vez haya dedicado parte de su tiempo
a manosear impunemente el teclado sabe que los razonamientos son coartadas que armamos
para justificar pasiones ciegas, preexistentes, que buscan conquistar en el lenguaje un
estatuto sólido entre nosotros. Escribir es la exigencia que el afecto le hace a la razón. Es
animar lo que sentimos pero todavía no sabemos.
Si escribir es fabricar un biombo a la Gombrowicz, la lectura será entonces un acercamiento
al corazón de las palabras. Una escucha atenta a los murmullos que acechan detrás de lo
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escrito. Leer es eso: cachetear frases para ventilarlas y aspirar el aire fresco que sus palabras
exhalan. Pero hoy pocos leen de esa manera. Proliferan los enamorados del biombo, los
aduladores del signo, los campeones del significado y el significante. Esto se aprende, por
ejemplo, en los recitales literarios, lugar en el que una amable cofradía se entretiene con
cantitos monótonos que adormecen a cualquiera que no se haya acostumbrado a vivir en el
aburrimiento. Otro ejemplo es el mundo académico. Por eso es que las jornadas y congresos
se parecen tanto a los ciclos de lectura: son mundos especializados y aburridos en el que sus
miembros, como por obra de un pacto, se felicitan entre sí.
Cuesta imaginar a Fogwill en esos ambientes. Eran ruido en la cabeza, decía, que no lo
dejaba pensar. Por eso es que en 1968, a sus veintisiete años, abandonó para siempre su
carrera de sociólogo. Escribir era para él una práctica del pensar, un fin en sí mismo alejado
del amor por los congresos, las becas, los ​papers y las cátedras. Una forma de hablar para
no ser hablado por los consensos culturales. Hay, por ello, un aprendizaje posible en su
narrativa.
Antes de mi labor de publicista yo tuve una labor de semiotista. Espontánea, desde chiquito.
Cuando pibe, como todos los púberes de mi grupo, era un sabio de marcas de autos y de
motos. Mi paradigma era: las figuritas, colores de camisetas y jugadores de fútbol, autos y
motos. Sobre ese paradigma se pudo haber montado mi conocimiento sobre marcas de
ropa, armas o perfumes. Yo siempre tuve mucha sensibilidad a los efectos connotativos de
los sistemas de marcas, pero mucho antes de la publicidad. Yo llegué a la publicidad muy
tarde, casi diez años después de haber trabajado en marketing, en desarrollo de marcas. De
cualquier manera, esa sensibilidad es muy anterior.
Fogwill, nos dice y lo sabemos, fue un hábil semiotista. Se supo enlace entre sus vivencias
del mundo y las de los otros. Su escritura es el resultado de una exploración de los afectos
sociales y de una envidiable capacidad para exprimir en sus relatos esas fuerzas silenciosas
con las que convivimos. Leerlo es volver a evocar aquello que, sin darnos cuenta, había ya
pasado por uno. Es animar lo que la repetición del día a día fue endureciendo. Fuera de la
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academia, fuera de la ley, fuera de los consensos y ascensos, Fogwill vive en sus historias
un adentro viscoso y denso, pegajoso, que no deja nunca de atrapar al lector.
La narrativa de Fogwill es una operación que funciona en un doble saber: conoce las fuerzas
sociales, y entiende cómo volver a abrir en un relato esa maraña de pasiones, calenturas y
fobias que uno transita a diario sin palabras. Su prosa tiene la sencillez de la buena poesía:
belleza inusual con palabras cotidianas. Recrea una intimidad profunda, inconfesable.
Cuenta calenturas incomprensibles por su verosimilitud, erecciones verosímiles por su
incomprensión. Felicidades efímeras en ​la larga risa de todos estos años.
Su obra es el resultado de una larga y detenida reflexión sobre la eficacia de las palabras en
los cuerpos. ¿Cómo sumergir al lector en el mundo abierto por el relato al punto que éste
viva como propio lo que un personaje experimenta? ¿Cómo producir afectos en el cuerpo
del que lee? Ansiedad, celos, vergüenza, miedo: todo eso puede evocarse a lo largo de unas
páginas. Por eso es que Fogwill se define como semiotista. De allí su eficacia para la
publicidad, el marketing y la literatura. El caso más extremo de este aprendizaje es el del
chiste, mensaje al que Fogwill le dedicó largos años de estudio y en el que terminaría
convirtiéndose en experto. Es difícil leer sus cuentos o novelas sin largar fuertes carcajadas.
Fogwill entiende como nadie la capacidad que la narrativa tiene de producir afectos en el
cuerpo. Por eso es que muchas veces la presenta como una manipulación que las palabras
realizan sobre las emociones. Esa es la fascinación que despierta una historia bien contada:
crea mundo y sentido al introducir al lector en el ambiente producido por la narración. Buen
escritor es el que inventa afectos vivos, reales. Y esto no vale sólo para la literatura.
Un publicitario, Ogilvy, mucho más sagaz que la mayoría de los sociólogos, recomendaba a
los anunciantes: cuando no tenga nada que decir, cántelo. Porque el canto recrea la
ceremonia colectiva, y en ella, se imponen fuerzas mayores –y quizás mejores– que las de la
razón, la pertinencia lógica, la etiqueta y el gusto, y todo eso que sostiene el armazón de
sentido tal como es sentido por esta estirpe reciente y monstruosa a la que pertenecemos.
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José Traine –citando a alguien que ahora no recuerdo, creo que a Alberto Cedrón– me
explicó alguna vez la superioridad de la música por sobre el resto de las artes: “Vos tenés
una vaca. Le ponés un Rembrandt enfrente… y no pasa nada. Ahora, si vos a esa misma
vaca la ponés un buen rato a escuchar una sonata de Schubert te va a empezar a dar más
leche”. Eso tiene su explicación: la música moviliza una fibra sensible anterior a toda
imagen y palabra. Expresa sin biombo ni relato aquella verdad de la que habla Gombrowicz.
De allí su fuerza.
“Yo sé cantar, pero no sé contar”, repetía Saúl, el judío porteño de ​Vivir afuera. Fogwill
conocía el arte de ambas. O mejor dicho: supo hacer de cantar y contar una misma cosa.
Hablando o escribiendo, Fogwill indagaba esa continuidad entre música y cuerpo como
experiencia fundante de la palabra. Vivía en la música y escribía bajo su efecto. Por eso era
común escucharlo cantar o recitar solo por la calle. Su prosa es un entrecruzamiento de
melodías que armonizan y se chocan. Son sonidos que hacen vibrar en el lector esos ritmos
contradictorios que sus personajes encarnan.
Sin entender una palabra Mariana y la Intensiva disfrutan de ​Papirosen. Sólo escuchan
sentimientos, piensa Wolff, y los traducen: a veces bien, a veces mal. Pero ellas están ahí,
absorbidas por la melodía. La prosa de Fogwill provoca un encantamiento similar. Es una
escucha profunda, una especie de tanteo en el que los afectos se cristalizan en palabras. La
resonancia del mundo aparece contada por un ritmo, cantada por un texto. Mariana, la
Intensiva y Fogwill escuchan y viven, viven y escuchan, y en ese intercambio vuelven
sonido el aire que respiran.
Escribir es eso: sentarse a escucharse y empezar a anotar. Por eso se cuenta una historia:
para vivir sin ser vivido, para pensar sin ser pensado. Decía Fogwill que sus relatos fueron
siempre el efecto de una atenta escucha al dictado de una voz. Pienso que esa voz, siguiendo
el consejo de Ogilvy, le dictaba en forma de canto.
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–No, forro... ¿Sabés realmente lo que me jode de vos? Lo que decís... Eso que me decís que
no te importa si lo que te dicen es cierto o es mentira... Eso jode de vos... Quiere decir que
no te tomás nada en serio.
– ¿Sabés lo que decía Perón?
– Sí, ya sé... "Serás lo que debes ser... –recitaba–... O si no, no serás nada...".
– ¡No, bestia! ¡Eso lo decía San Martín!
–Es lo mismo... Che, Gil: ¿vos sabías que San Martín era falopero?
–No, no es lo mismo... Perón decía una cosa muy piola... Decía... –Habló mientras
rechazaba con un ademán una dosis de droga que ella le ofrecía–. No, San Martín no era
falopero: comía opio por problemas de tuberculosis. Pero Perón decía: "Se puede decir
una mentira. Pero no se puede hacer una mentira...".
–¿Y eso qué mierda tiene que ver?
–¿Con qué?
–Con lo que te decía recién –dijo ella, volviendo a levantar con una uña un montículo de
polvo que a Wolff le pareció una dosis exagerada–. Con lo que decía que a vos nada te
interesa una mierda de nada...
–¿Y de dónde sacás que no me interesa nada de nada, justo a mí?
–Vos mismo lo dijiste, loco... ¿Qué te pasa? ¿En cuál estás ahora? Vos mismo dijiste que te
importa un carajo lo que te digo.
–No dije eso, forra. Dije que no me interesa saber si la historia que me contás es verdadera
o falsa. ¡Al contrario! Me interesa la historia... ¿Sabés cuál es la verdad?
– Sí, ya sé... Vas a decir la guita...
– No. La verdad es que estás ahí en la alfombra, medio en bolas y contás algo. Y cuando
respirás para apurarte, o para hablar más fuerte o cambiar la voz para contar lo que dice
otro, se te mueven las tetas y se te hincha abajo, no la panza, abajo de la panza, como una
bola justo encima de la vejiga. Yo qué sé... ¡Esa es la verdad! Esa es la verdad... Que
contás bien...
Foto: Edmund Lim
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Rajar o ser hablados. Señalamiento de una fraternidad distante.
Por Agustín Valle
Dos libros distantes están en verdad muy cerca. Un señalamiento: Pichiciegos y Quién lleva
la gorra. Buscar a los pibes de una época fuera de sus versiones adaptadas a la funcionalidad
normal destinada al rol pibe. Buscarlos en una esquina, en una trinchera autónoma; en el
"envés" de un dispositivo de talleres barriales armado por el Estado. Buscar a los pibes en
sus fugas con la convicción de que ahí se hallarán imágenes con capacidad de violentar
efectivamente lo social, la imagen oficial de lo social. Por todo lo que saben, pero, también,
por su no saber: en ningún caso -ni Pichis ni Quién Lleva la Gorra- se exagera con
grandilocuencia el saber de los pibes. No son los que cantan la posta; simplemente
desmienten la consistencia de lo obvio. Y en ambos casos sus no saberes son tratados como
vitalidad (acá podría ejemplificarse, o bien decir: porque sus no saberes son terreno de sano
delirio, tanto en las charlas colectivas en la pichicera, haciendo literatura oral sobre el
ingreso del ERP en Tucumán, como en la “fabulación” de la que hablan los JP).
Y la búsqueda misma es un raje, un raje de las representaciones mediáticas de los pibes -de
sus mediatizaciones. Y por tanto un raje de la mediatización como modo del entendimiento
y el mapeo. Porque los sujetos que coinciden a pleno con su función no reciben una
representación mediática simplificadora: la función social es la representación en sí misma,
que, triunfante, logra adaptación. Los sujetos que no coinciden con su función (por ejemplo
los pibes “ni ni”, o los soldados que se esconden abajo de la tierra hasta que termine la
guerra de mierda) son los que reciben representación mediática, terrible violencia que niega
su naturaleza. Ahí es donde hay un terreno de lenguaje para pelear. Pelea que abre la veta
para que el que pregunta e investiga hable, también, en raje de su función: sería casi
gracioso definir a los JP como “un grupo de sociólogos”, y asimismo Fogwill dice que
escribió la novela para escapar de las formas dominantes de entender tanto la guerra como la
literatura. Ambos libros sufrirían injusticia si se los trata como mero cuerpo textual; son
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expresiones de experiencias (de encuentros y talleres en el caso de QLlG, y de aquellos
míticos “cuatro días con doce gramos de cocaína” de los que salió Pichiciegos...).
Ambos realizan una inversión: arman un espacio que aloje y potencie el viaje del habla de
los pibes, y sus nombres para las cosas. El habla en raje del habla mediática: modesto,
ambiguo, rabioso, involuntario... Fogwill, justo, insistía en ideas como “escribo para no ser
escrito”, “escribo para combatir los modos equivocados de entender”, y refuta el calificativo
“chicos”: "como si un pibe de 18 años que tuvo que matar sea un chico": la praxis
ridiculizando la representación.
Allí donde el habla mediatizada tapa la singularidad de una presencia (cuanto más habla del
sujeto o la cosa, más lo tapa: habla ​sobre el sujeto), la investigación escrituril invierte la
operación. Porque no solo pone a hablar a esa naturaleza obturada por su representación,
sino que la pone a nombrar el conjunto de su entorno. No consiste, ninguno de estos dos
trabajos, en una reposición lingüística de la presencia mediante un realismo empírico;
ninguno desmiente la simpleza mediática en nombre de “el habla de los pibes como son".
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No: está claro que el que investiga y escribe no se pierde la posibilidad de insuflarse de la
vitalidad del encuentro y exagerar, y flashear -dar luz- la propia... Ni la realidad política, ni
los puros hechos periodísticos, ni la verdad científica: realismo vitalista, verdad sensible,
que siempre es verdad ​para alguien, alguien presente que habla. El habla en raje expresa las
dimensiones en que el cuerpo no está funcionalizado; la escritura prolonga esa potencia
suelta de los cuerpos.
Foto: Analía Cid
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Piglia, historia o novela
Por Horacio González
La historia, para Piglia, son hechos vagos e indeterminados, que de todas maneras se alojan
en un pasado. ¿Pero un pasado, en primer lugar, no es una forma de evocarlo? Por eso, lo
que las novelas de Ricardo Piglia tienen de historia –o tienen de lo que corresponde al oficio
del historiador–, es lo que pertenece a un conjunto de voces que son inhallables por un lado,
y por otro lado ciertas constancias de que alguna vez existieron. Entre una y otra situación
encontramos el poderío conjetural de la escritura pigliesca. Así, Ricardo, lo que hace, creo,
es bajar al pasado con una escalerilla de sogas ilusoria, para darse cuenta de que no “baja”,
que el pasado lo rodea o lo constituye, solo que por vías lejanas, totalmente indirectas. En
Respiración artificial aparece ese “método” que consiste en investigar un conjunto de
conversaciones del presente, de personajes memoriosos, que se hallan retirados y en
soledad, acompañados por sus laboriosas memorias (el senador), y la “historia” se revela
allí, o mejor dicho actúa por revelación, en ciertos intersticios súbitos o inesperados. Esto es
así porque la forma de pertenecer a ella es inevitable pero también callada, silenciosa, sólo
de forma involuntaria se lo dice, a la manera de una confesión forzada.
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La evocación del pasado es un arte que sin duda pertenece al historiador –Piglia, como se
sabe ha estudiado historia en la Universidad de La Plata, años lejanos hoy–, pero en el caso
que estamos considerando el pasado no existe primero y ​luego se lo evoca. La evocación
misma ya es el pasado, y es la única forma bajo la cual existe. Por eso la ausencia tiene un
valor esencial en la narrativa de Piglia, pues es lo que le da fuerza a las sobrevivientes
astillas de lo ya ocurrido y que existe, sí, pero con el ropaje del ausentista. ¿Cómo es ese
ropaje? La narración de Piglia lo elabora, lo teje, con elementos que son rescatados del
naufragio. Y ese rescate es una indumentaria imposible, inverosímil, que conserva ese aire
improbable cada vez que es invocada. Así sucede incluso en las novelas más “policiales” de
Piglia, como Plata quemada. El soplo (o estilo) narrativo de Piglia dice las cosas con un halo
supletorio para cada frase, lo que origina un desfocamiento de cada cosa dicha, un ligero
corrimiento, junto a la engañosa precisión con la que se expresa Piglia.
Precisión que busca el “historiador”, con un fraseo tajante, objetivo, realista. Pero no hay
realismo al margen de la simulación del realismo; de la simulación de lo objetivo. Cuando
Piglia ejerce ese arte de la disimulación, o del simulacro, siempre hay de por medio detalles
o situaciones de fuerte textura cotidiana, rebosantes de veracidad. Será lo que permita luego
borronear la escena, hacerla parte de una serie de referencias encadenadas: alguien cuenta
una historia que le contaron, a su vez escuchada de otro. Eso es la “historia” traducida a la
literatura, por lo cual los personajes de Piglia no son históricos, sino que “hablan en
términos de una historia”. Tal dice que le dijeron, y lo que le dijeron es algo que un tercero
escuchó. En medio de tales pasajes donde una voz circula, Piglia escribe con falsas
sentencias que parecen verdaderas, con aire distraído, para que no se note que son
formidables ficciones.
Se despega apenas unos milímetros de la realidad, pues parece un cronista profesional
relatando hechos que alojan una materia apta para el periodista o el cuentista “naturalista”.
Pero el “historiador” está en la paradoja de respetar esos “hechos reales” para subirlos a otro
plano que no aparece siempre ni se nota claramente cuando aparece. Es el plano de una
ficción que tiene elementos de delirio, de alucinación y espejismo. Entonces, podría decirse
que Piglia es “historiador” cuando en sus novelas la historia aparece como antihistoria, pero
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de un modo más “real” de lo que creen muchos historiadores. El modo real en que Piglia
escribe la historia –e incluimos aquí la historia norteamericana contemporánea, en El
camino de Ida–, es el de una imaginaria objetividad que respeta con la beata fidelidad de un
documentalista, hasta que hace estallar en su interior un explosivo inaudible, que cambia en
el lector toda su perspectiva. Allí aprende historia con este especial historiador que
abandonó el oficio tajantemente para encontrarlo en los misterios de una reconstrucción
ficcional donde reviven los fantasmas de Puig, Macedonio, Borges, Di Benedetto, Walsh o
Saer, de todos los cuales obtuvo informaciones históricas, y a todos los cuales les devolvió
la teoría de sus propios escritos, convertidas en sutiles meditaciones sobre lo que él mismo
hace, la secreta torsión de la historia en novela sin incluir la “novela histórica”, incluso
aboliéndola.
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La revolución es el sueño de un loco
Por Joaquín Sticotti
En la cuantiosa y variada obra de Roberto Arlt la temática del cine ocupa un lugar, como
mínimo, marginal. El mismo autor no se considera a sí mismo un adepto al séptimo arte, al
que no se priva de calificar como un entretenimiento mercantilizado que sólo sirve para
distraer a la gente. Tampoco veremos a los personajes de sus novelas asistir a funciones del
cinematógrafo. Astier, Erdosain o el astrólogo tienen otras preocupaciones inmediatas que
no les permiten olvidarse, durante tres horas, frente a una pantalla.
Tampoco en su rol como periodista parece Arlt interesado en abordar la cuestión del
cinematógrafo. Esto puede explicarse en gran medida por la presencia, dentro del diario ​El
Mundo, de un cronista que se especializaba en cine: Miguel Paulino Tato. Tato, quien luego
se volvería célebre como “el censor” de la última dictadura militar, escribía en el ​El Mundo
bajo el seudónimo de “Néstor”. Era él quien se encargaba de comentar los estrenos y las
novedades del mundo del espectáculo. Arlt lo menciona en varias de sus crónicas como una
referencia dentro de éste campo, en el cual él se encontraba lejos de considerarse
especialista.
Sin embargo, hace ya algunos años, apareció una compilación de escritos de Roberto Arlt
sobre cine. Se trata del libro ​Notas sobre el cinematógrafo, editado en Buenos Aires en el
año 1997 por la editorial Simurg. Con un esclarecedor prólogo de Jorge B. Rivera y la
compilación de textos a cargo de Gastón Sebastián M. Gallo, el libro se ha convertido en
una referencia ineludible para aquellos que nos interesamos en la relación de Roberto Arlt
con el cine. El libro recopila un conjunto de notas escritas por Arlt en el diario ​El Mundo
tanto en su célebre columna de las ​Aguasfuertes Porteñas como algunas que salían en la
sección de espectáculos. Todas abordan la temática del cine, intentando captar las
vicisitudes de los argumentos de las películas pero sobre todo intentando evidenciar marcas
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de la instancia de la exhibición cinematográfica. ¿Quiénes van al cine? ¿qué dicen las
parejas cuando termina una cinta? ¿cómo se relaciona el público con las estrellas?. Viendo
el fenómeno desde esta perspectiva, encontraremos en los escritos de Arlt reflexiones en
torno a la relación del cine con el desempleo, con los celos y con los chantajistas de siempre
que buscan sacar un rédito de las enormes ilusiones que genera en el público la posibilidad
de aparecer en la pantalla grande.
También vemos en esta compilación que la relación de Arlt con el cine es más ambigua de
lo que planteábamos al principio. Si bien es cierto que nuestro autor se queja del carácter
idiotizante de las exhibiciones cinematográficas, de cómo las cintas de amor son todas
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idénticas y de cómo las estrellas arruinan a las parejas ya que las mujeres sólo quieren
encontrar el parecido inexistente de su marido con Rodolfo Valentino, también
encontraremos cierta fascinación por lo que puede producir el cine. El ejemplo más evidente
de esto son los artículos dedicados a Charles Chaplin. Tanto en “Apoteósis de Charles
Chaplin” como en “El final de Luces de la ciudad” Arlt se muestra como un verdadero
fanático del comediante británico. Agradece que mediante sus películas se pueda encontrar
“una belleza alegre en la tristeza”. Cuando habla de Chaplin, Arlt exhibe un inédito
optimismo: “Quizá lo dispuso la naturaleza en un momento de enfado y optimismo, puesto
que ha sido necesario que la tierra contara más de mil millones de habitantes para que de
entre esta inmensidad de existencias surgiera una, exclusivamente una, que hiciera sonreír a
niños y grandes” (Arlt, 1997. Pag. 48).
El pequeño texto que presentamos aquí busca subsanar una ausencia en aquella compilación
de 1997. Se trata de un texto inédito de Roberto Arlt que, para los que nos dedicamos a
reflexionar sobre la relación del autor con el cine, resultó un hallazgo excepcional. El texto
nunca fue publicado. Sin embargo por las condiciones en las que fue encontrado y el estilo,
que es una marca registrada del autor, podemos deducir que se trató de un texto escrito para
el diario ​El Mundo. Desconocemos las razones, y tal vez nunca podremos tener certezas, de
por qué este escrito no fue publicado en el diario donde Arlt escribía sus columnas.
Podemos arriesgar que el escaso entusiasmo que despertó la película a la que refiere es una
razón posible. No se trataba de un estreno sino de una película vieja exhibida en una de las
primeras salas de cine arte que proliferarían en mayor medida en los años cincuenta.
Además de constituir un hallazgo, el texto también podría verse como un documento de la
recepción de las vanguardias europeas en Argentina. Sabemos que algunas vanguardias
cinematográficas posteriores, como el neorrealismo italiano, obtuvieron gran recepción en
Argentina. La inmigración italiana en nuestro país y el clima de la segunda posguerra
hicieron que películas con contenidos usualmente polémicos se constituyeran en éxitos para
la audiencia. El ejemplo paradigmático en el que estamos pensando es el de ​Roma, Ciudad
Abierta (1945) de Roberto Rossellini. La situación de la primera posguerra era muy
diferente. Nos encontrábamos en plena época de oro de Hollywood. Y también en plena
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expansión de la influencia estadounidense en nuestro país y en el resto de la región. El lugar
para la exhibición de otras cinematografías era menor de lo que sería en los años
posteriores.
En la presente artículo, presentamos el texto inédito de Roberto Arlt tal como fue
encontrado. Debido al modo en que está escrito parecería ser que el texto estaba listo para
ser publicado ya que se nota en el original mecanografiado que se corrigieron detalles
mínimos. Agradecemos enormemente a Electra Mirta Arlt por el acceso a los archivos
personales del escritor que nos permitieron dar con este hallazgo.
Joaquín Sticotti
Octubre de 2016
“El gabinete del doctor Caligari” Una película Alemana.
Por Roberto Arlt
En un teatro de esta capital, tuve el gusto de presenciar una cinta proveniente de
Alemania. Según me dijo Néstor, se trata de una película clásica para los europeos cultos
que fue filmada en la posguerra, alrededor de 1920. Su nombre es ​El gabinete del doctor
Caligari.
El film empieza con un joven contándole una historia a un viejo. Esta historia será lo que
veamos durante la mayor parte del tiempo. El joven va con un amigo a una feria de
curiosidades en un pueblito alemán llamado Holstenwall. Allí presencian un número de
variedades donde una suerte de brujo chantajista afirma poseer un sonámbulo, llamado
Cesare, que puede determinar la fecha de la muerte de quien lo consulte. El amigo de
nuestro joven no tiene mejor idea que preguntar, y es notificado de que morirá al
amanecer. El amigo es efectivamente asesinado por una sombra que, sospechamos, es
la del sonámbulo. En este momento de la proyección escuché varios gritos de mujeres
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que estaban en la sala. Sucede que, a pesar de ser una película vieja que cuenta ya con
16 años, tiene escenas de horror y suspenso muy creíbles.
A continuación, nuestro héroe, que descubrimos se llama Francis, comienza a sospechar
del brujo chantajista. Conectando el crimen de su amigo con el de un funcionario que
había sido asesinado el día anterior en idénticas circunstancias, decide recurrir a la
policía. Sin embargo, cuando van a buscar al brujo, cuyo nombre es Caligari, el
sonámbulo parece muerto y no despierta. Inmediatamente aparece una noticia de la
captura de un criminal que, parecido a un Raskolnikov, acaba de asesinar a una vieja. Lo
capturan como culpable de los crímenes anteriores.
Sin embargo nuestro Francis no se rinde. Obsesionado con Caligari, y la presunta
culpabilidad de su sonámbulo en los crímenes, se dedica a perseguirlo y vigilarlo. Este
actor alemán, llamado Conrad Veidt, exhibe una gestualidad impactante. Casi al nivel del
gran Emil Jannings, otro alemán, protagonista de “Alta Traición”. Los gestos de Veidt nos
hacen creer, con creciente desesperación, en la culpabilidad de Caligari. Acompañamos
su creciente frustración por el accionar displicente de la policía y confiamos en su afán de
desenmascarar a Caligari por sus propios medios.
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Olvidé mencionar algo que considero un mérito por omisión de este film. Efectivamente,
como en la enorme mayoría de las cintas provenientes de Hollywood, hay aquí una
historia de amor. Tanto Francis como Alan -el amigo asesinado al comienzo- están
enamorados de las misma chica: Jane. Lo importante es que esta historia, si la
siguiésemos, nos llevaría a la típica cinta de amor de la que ya estamos empachados. El
film toma otro rumbo. Y omitir las típicas historias que forman parte de la Gran Mercadería
ya es un mérito en si mismo.
En fin, Francis logra dar con Caligari. Se encuentra con la extraña situación de que éste
parece ser el director de un manicomio. Junto con personal de la institución revisa los
papeles del director y encuentra viejos escritos del siglo XVIII, de un tal Caligari, que
explican técnicas de sonambulismo que servirían para ejercer un control total sobre las
personas. Mientras leen un diario donde el director confiesa haber intentado las técnicas
descriptas en estos viejos escritos aparece una imagen que, a mi parecer, es el primer
indicio del giro que tomará la película al final: vemos al director ensayando las técnicas de
sonambulismo con un joven que se parece a Cesare pero también a Francis. No se puede
determinar con certeza, ya que aparece solo un instante. Pero a mi ya me hizo pensar
que había algo extraño en la situación.
Las siguientes imágenes nos hacen pensar en que el director se ha vuelto loco. Camina
afiebrado por calles oscuras y afirma “DEBO CONVERTIRME EN CALIGARI”.
Rápidamente volvemos al manicomio donde están leyendo los escritos del director.
Francis y los funcionarios encuentran, entre los internos, al sonámbulo. Luego van todos a
increpar al director diciendo: “QUÍTESE LA MÁSCARA, USTED ES CALIGARI!”. Y el
director parece quebrarse y confesar su culpabilidad.
Pero para cerrar el film volvemos al principio, ¿se acuerda el lector del joven contándole
una historia a un viejo?. Allí estamos de vuelta. Francis parece terminar de contar su
historia y camina junto al viejo hacia un patio que es el patio del manicomio que
presenciamos anteriormente. Ahí comienzan a consumarse nuestras sospechas. En el
manicomio están Cesare, Jane, Alan y otros personajes más. Todos son internos. Claro
que Francis también es uno de ellos. Cuando ve al director, que no es otro que Caligari,
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nuestro héroe se desespera y afirma: “TODOS ME CREEN LOCO, PERO NO ES
CIERTO. ES EL DIRECTOR EL QUE ESTÁ LOCO”. Nosotros los espectadores,
fascinados luego de esta impactante cinta, no dudamos en creerle.
13/11/1936
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Creando la tradición
Por Gastón Fernández
Cadícamo me resulta uno de los nombres del tango, uno de esos nombres que se inscriben
en algo y a la vez lo conforman, uno de esos sintagmas que condensan sentidos, de los que
despliegan identidades múltiples, que escapan a la escala de los individuos –como Copi,
como Fogwill. Cuando Cadícamo sólo era para mí el autor de dos o tres tangos famosos,
antes de saber con certeza el alcance de su obra, cuántos otros tangos conocidos eran suyos,
me llegó su nombre y me impresionó su alcance. Me llegó junto a Discépolo, junto a Manzi,
junto a Lepera, pero rápidamente me impresionó el interés que Cadícamo causaba en otras
grandes figuras. Litto Nebbia fue una de esas figuras. Grabó un disco de tangos de
Cadícamo y produjo algunos otros con tangos inéditos hacia los años ’90, cuando Cadícamo
sólo era un nombre en el altar vetusto y lleno de laureles podridos del tango. Desde entonces
quedé encantado, obsesionado por la fuerza y la persistencia de ese nombre que circulaba
por universos cercanos, por saberlo próximo y a la vez difuso. Y a poco que me propuse,
hace algún tiempo, averiguar un poco más sobre su vida, me sorprendió su amplitud y su
vigencia, su versatilidad artística, su lucidez para la composición musical, sus libros de
poemas, sus intentos en el cine y el teatro, su rol ineludible y fundamental como cronista del
Buenos Aires de esos años.
Y ese despliegue de disciplinas se sostuvo en el tiempo: Cadícamo -que nació en 1900 y
murió en 1999- es quien en 1925 se da a conocer con “Pompas”, escrito, según cuenta, a los
17 años y grabado por Carlos Gardel; es quien asiste al primer concierto de Gardel en París
en 1928; es quien durante los ‘30 incursiona en el guión y la dirección de cine; es quien
publica poemas en la línea del grupo de Boedo durante los años ’40; quien hacia los años
‘70 y ‘80 escribe crónicas sobre el tango en Paris, sobre Juan Carlos Cobián, sobre Gardel; y
es también quien en los ‘90 visita el programa de Susana Giménez y recibe menciones del
presidente Menem. Dentro del sintagma Cadícamo, toda una vida de creación. Dentro del
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sintagma Cadícamo, toda una historia de coqueteo y entrega con lo alto y lo bajo, una
seductora ambivalencia entre la cultura popular y la alta sociedad.
El tango es entendido por algunos sectores como un género cerrado, sobredeterminado por
ciertas figuras –la de la nostalgia, la del macho, la del malevo– que convertirían al tango en
una representación histórica acotada a los barrios bajos del Buenos Aires de principios de
siglo. Sería una expresión de lo más singular de esos barrios y, a la vez, por una alquimia
provocada por el valor artístico (valor siempre neutro, siempre transhistórico), sería el
símbolo más representativo de nuestra ciudad. Eso supone una reducción del tango, la
condena a ser eso que viene a representar otra cosa. Se trata, no muy en el fondo, de un
intento de atravesar lo diverso con gracia y gesto de amplitud intelectual, de practicar el arte
popular con condescendencia y tolerancia, de disfrutar de eso otro -lo pintoresco del tangocon la tranquilidad de quien sabe que regresará a su casa pulcro, con la mente aliviada.
Lo que este tipo de lectura viene a desactivar es la posibilidad de escuchar el tango -de
escuchar a Cadícamo en este caso- a partir del valor y la fuerza que anida en sus canciones.
Este modelo del tango nos impide escucharlo como una literatura sobre ciertas figuras
21
marginales, sobre cierta topología de Buenos Aires, que construye un universo literario a
explorar. Cadícamo no busca ninguna mímesis, no responde a ningún modelo concreto, sino
que busca una exploración de esas figuras límites sin edulcorar, sin fantasía compensatoria
ni efecto sedante. El tango canta sus penas de pura tristeza, sin segundas intenciones, sin
catarsis. El tango ríe siempre joven frente a sus personajes, disfruta de la parodia que
encarnan, con crudeza sabia y sin complacencia culposa.
De aquí la trivialidad de ciertos abordajes del tango que sólo rescatan su importancia tras
pasarlo por una serie de filtros que lo devuelvan igual a su modelo. Se me ocurren algunos
ejemplos breves de esto: quienes hacen del tango un objeto de culto; los viejos que recitan
de memoria y recuerdan fechas; un feminismo progre que denuncia cierto tango por
machista, que ve el tango como una mera representación de un ordenamiento social; la línea
de Borges que sólo evita criticar el tango de principio de siglo, por contar un mundo de
cuchilleros y cabarets, por tratar tópicos del coraje y el valor –tópicos más borgeanos–; o la
interpretación de la nostalgia en clave costumbrista –Campanella es el campeón de esto–
según la cual la nostalgia (aquello que identificaría al tango como símbolo de Buenos Aires)
es una búsqueda de la clase media inconforme de recobrar ciertos modos de sociabilidad
idealizados y no conflictivos.
Este tipo de miradas son cuestionables en tanto que invitan a encorsetar y estereotipar el
tango, en tanto que soslayan la diversidad que habita en Cadícamo si uno está dispuesto a
escuchar sin modelos previos, si se está dispuesto a vivenciar el despliegue de sus
posibilidades. Teniendo en cuenta la multiplicidad de perspectivas que adopta Cadícamo a
lo largo de los años (esa multiplicidad que permite que en dos versos: ”el mismo amor, la
misma lluvia/ el mismo, el mismo loco afán” resuenen obras de Campanella y Lemebel, dos
personajes de los más antagónicos que pueda encontrarse) es interesante señalar que para él
el tango no se trata solamente de un cierto uso del lunfardo, de las figuras del malevo, la
mina que deja el barrio o de un cierto tono nostálgico. Cadícamo, si bien muy conservador
en cuanto a qué es o qué debe ser el tango, crítico de varias renovaciones musicales que
atraviesa el género, entiende que lo interesante del tango es la creación, la productividad a la
que dan lugar todas estas variables que mencionamos, el universo literario que se genera y
22
circula, la potencialidad creativa que vive en esas formas. El tango no es para Cadícamo la
representación de ciertos sectores populares, el símbolo de Buenos Aires, sino que es el
producto de Buenos Aires, de su mixtura, de sus experiencias, de la diversidad que lo
conforma. El gesto es opuesto, no se trata de remitir experiencias heterogéneas al modelo
institucionalizado del tango, sino que se trata de ver de qué modo el tango utiliza esos
materiales, de qué manera el tango pone en escena su modo de ver y estar en la ciudad, de
trazar recorridos singulares, de tramar ficciones potentes. Lo más propio del tango sería el
modo en que produce un desplazamiento respecto al lugar donde se lo espera, el modo en
que utiliza un modelo y unas figuras estereotipadas, sin caer en el lugar común, sin
repetirse, sin conformar.
Cadícamo trabaja esto en varios tangos, uno de ellos es “Sentimiento malevo” donde
aparece la figura del malevo, del tanguero por excelencia, siempre vago y desempleado, que
por amor se convierte en trabajador: “Hoy has cambiado para el suburbio/ te has hecho un
hombre trabajador,/ tu sentimiento malevo y turbio/ se ha ennoblecido por el amor”. Otro
ejemplo es “La novia ausente” donde aparece una relectura de Rubén Darío, un recitado de
un fragmento de la “Sonatina”, además de una reutilización de los versos largos y la cesura
típicos del modernismo, con la excelente interpretación de Gardel: “¡Ah!... ya sé, ya sé…
Fue la novia ausente/ aquella que cuando estudiante, me amaba./ Que al morir, un beso le
dejé en la frente/ porque estaba fría, porque me dejaba”.
23
Allí donde el tango suele presentarse como pesimista y de hombres, Cadícamo introduce sus
variantes. En “Quién dijo miedo”, un tango escrito en segunda persona a un amigo que está
en la mala, donde le aconseja con cierto optimismo cínico, en tono imperativo: “Que esperás
pa’ tirar la chancleta…/ reír (jajajaja)/ aunque te des un golpe y sonreír”, y termina con el
lema “¡Piantale siempre al dolor!”. También escribió tangos como “Hambre” donde es una
mujer la que enuncia en primera persona y se niega a asumir el lugar que se le asignaría en
esta lógica, a través del lunfardo y a través del humor, de la risa: “Che, fresco de Goya/ rey
del apoliyo,/ sacudí el altillo/ y andá a trabajar/ (…) ¿Soy tu mujer, soy un bulto? Al final,
¿qué es lo que soy?/ No quiero correr más liebres, mi independencia ha llegado”. Estos son
tangos donde se identifica un cierto modo que sostiene Cadícamo, que evidentemente no es
de contenido ni de voz enunciativa. No importa tanto qué se dice ni quién habla, ni tampoco
el léxico –el uso del lunfardo, cuando lo hay, no es mimético, es el uso de una voz
sobredeterminada, exagerada– sino el desplazamiento de quien habla respecto al lugar que
le correspondería.
Este corrimiento, este descalabro de la solemnidad, esta anulación del modelo
estigmatizador, se da a través de la reafirmación de lo más marginal, de aquello más propio
que es caricaturizado como la otredad. Leónidas Lamborghini tiene un texto extraordinario
sobre la gauchesca y sobre el ​Martin Fierro en particular, donde señala que el gran mérito
de Hernández es –y esta frase se convertirá en uno de sus eslóganes– ​asimilar la distorsión
y devolverla multiplicada. La gauchesca vendría a impostar la voz del gaucho haciéndose
cargo de todos los estereotipos y prejuicios que se le asigna, reafirmándose allí,
exagerándolo, produciendo un corrimiento por adición, por exceso, buscando romper la
máquina. Cabe pensar de esta manera la poética de Cadícamo, el modo en que utiliza los
diferentes modelos del tango, en tanto que se puede ver así la forma en que relaciona la
innovación, el gesto disruptivo y la tradición. No es que Cadícamo se propusiera transgredir
dentro del tango, sino que en el uso de ciertas voces codificadas encuentra una forma de la
creación, hace hablar los personajes de todas las maneras posibles, saturando el universo de
sus letras de todas las formas del tango.
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Lo que me interesa, en última instancia, es marcar que hay mucha menos solemnidad que la
que intenta adherírsele al tango, que existe un resto, un excedente que agrega cada autor en
la saturación del modelo. Y que en ese exceso, como bien supo Lamborghini, siempre hay
en algún punto una risa. Ninguna solemnidad detrás del tango: a veces una risa fúnebre, a
veces una risa nostalgiosa, pero siempre una risa al fin que se niega a fijarse donde la
asignan. Esta risa funciona como la forma de desarticular esas tipificaciones: el tango no es
marginal ni es el de Paris, es este uso de las formas que le son dadas, esta mezcolanza tan
porteña, sin terminar de afirmarse nunca en ningún lugar dado o seguro.
Esa risa está explicita en “El que atrasó el reloj” genialmente interpretado por Tita Merello o
en “Al mundo le falta un tornillo” cantada por Gardel. Pero también aparece una risa irónica
y un poco cruel en “Muñeca Brava” donde hay cruces del francés y del lunfardo, una
acusación de impostación a la mina del barrio que se sostiene en un tono burlón “Sos del
Trianón…/ del Trianón de Villa Crespo…/ Milonguerita,/ juguete de ocasión…”, y que
anuncia en ese tono el final inevitable “Cuando llegues/ al final de tu carrera,/ tus
primaveras/ verás languidecer”. También puede verse en “Boleta”, un tango inédito grabado
por Adriana Varela en 1995, una promesa de venganza que es lunfarda y cruda pero que no
deja de sacar una risa: “Fue mi gran amigo espianta-cartera/ que al darle confianza se pasó
de rana/ me espiantó la nami, trompa de una timba,/ y encima de ortiva me batió la cana”.
Suena allí un uso exagerado de lunfardo en una situación exorbitante, que se resuelve
nuevamente con humor “y al final te estoy agradecido/ por piantarme esa nami que era un
plomo”.
Existe un modelo del tango que busca imponer la exaltación de la nostalgia, intenta decretar
un pesar solemne cada vez que aparecen un cantor y un bandoneón, pretende adosarle
seriedad y tristeza al amor a una mujer, al amor a una madre. Si esta es la manera en que se
codifica el tango, es fundamental destacar los tangos de Cadícamo que saben obturar ese
tipo de lecturas, que siempre están escapando a esa identificación. Se trata de un intento de
enfrentar y vencer en su propio juego a la distorsión que estereotipa, un intento que le
permite a Cadícamo afirmarse en la nostalgia sin que sus voces poéticas caigan en una mera
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sublimación de la conflictividad, sin que en sus textos la nostalgia funcione como un tópico
confortable y maleable.
El tanguero escribe desde los márgenes del sistema del arte sobre ciertas figuras de los
márgenes de la sociedad. Pero si se tratara simplemente de un juego de espejos, de
coincidencias, de correspondencias, sería una simple caricatura. Es a partir de esta mixtura
porteña, de esta búsqueda de crear a partir del uso y la distorsión de esas identificaciones, de
este cruce de la creación y la tradición, que vale la pena escuchar el tango. Se trata,
finalmente, de utilizar incansablemente un modelo de tal forma que lejos de funcionar como
estigmatizador, alimente una creación siempre viva, siempre activa, que permita vivir esos
mundos con intensidad, que permita reivindicar ciertas figuras a partir de eso con que se las
cuestiona.
Si nos permitimos escuchar de esta forma, de entender el tango sin la parafernalia
culturaloide que le viene adosada, podemos acercarnos más a su potencia, podemos disfrutar
su singularidad que no responde a ningún modelo. Cadícamo, con su genialidad, su lucidez
y su amplitud de miras parece comprender esta consigna, parece afirmar la necesidad de un
tango sin ninguna moral que refrene, sin ninguna estética que límite, sin ninguna voluntad
frustrada por el deber ser. De allí la afinidad con Cadícamo que es, entre otras muchas
cosas, aquel que ha vivido 99 años, un poeta enamorado de la vida, de la infinidad de
experiencias que caben en ella y sobre las que poetiza. Cadícamo, que nació con el tango, lo
veló y lo sobrevivió, siempre es y será contemporáneo de él, siempre fue y será una figura
de aquello más vivo que hay en el tango.
Foto: Aldo Sessa
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El imperio nunca tuvo fin
Por Carlos Vidal
De ello, en tanto hiperuniversos, emanó una zona interfacial hologramática que es el
universo pluriforme en el que nosotras, las criaturas, habitamos. Las dos fuentes debían
intervenir por igual en el mantenimiento de nuestro universo, pero la Forma II siguió
languideciendo y aproximándose a la enfermedad, la locura y el desorden.
Philip Kindred Dick
V.A.L.I.S (Vast Active Living Intelligence System)
Pija​[1] es quizás el escritor de ciencia ficción menos científico de todos. Más de la mitad de
su obra transcurre dentro de la cabeza de un solo personaje que en cada relato aparece bajo
un nombre distinto. Pero que, en definitiva, es siempre Felipe Pariente Pija.
Los textos de Pija son como el universo: son finitos pero no tienen borde. Uno puede leerlos
en cualquier momento y de cualquier manera. Nunca es la historia que cuenta “lo que
cuenta”, sino la manera absurdamente desapasionada con la que nombra lo extraño del
mundo que propone. Pija puede escribir un libro entero donde el narrador rota entre distintos
sujetos/proyecciones de un mismo personaje en pleno uso de su esquizofrenia, y permitir
aun así una lectura de tipo colectiverista con ráfagas de lectura entrecortada a las 7:30 de la
mañana.
La religión y los modos de percibir el mundo son los dos ejes principales de su derrotero. En
S.I.V.A.I.V.I alcanza una libertad extraordinaria cuando logra deshacerse de cualquier
pudor respecto a escribir sobre sí mismo. Es evidente desde el inicio que Amacaballo Grasa
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es él, pero logra fundirlo con tantos narradores que en algún momento Amacaballo es cada
uno de los sujetos que aparecen en el relato.
Es desde ahí que construye sus tramas, tramas realmente simples pero con muchos colores.
En Ubik, un decálogo de casi todo lo que puede decirse acerca de universos entrecruzados,
realidades alternas y estados alterados de la mente, el relato pareciera detenerse enredado en
los múltiples planos de esas realidades. Pero a Pija no le importa. Es esa sensación de estar
perdido, mareado, lo que vuelve a esa hermosa novela una joya.
No hay otro narrador de historias que logre insertar en sus relatos verdades tan extrañas y
sutilmente intrascendentes. En “Nuestros amigos de Frolix 8” alguien encuentra a Dios
muerto flotando en el espacio. Ese hecho no tiene ninguna importancia para el resto de la
novela, salvo instalar una realidad donde algunos sujetos saben a ciencia cierta que Dios
28
existió​[2]​. Se da el lujo de gastarse un argumento que volvería locos a cientos de nóveles
escritores en una anécdota al pasar.
Leer a Pija es aceptar que la locura es una opción. Que lo ficcional de estar loco no está
nunca dentro del loco si no en las formas que su vínculo con la “realidad otra” va tomando.
En todas sus obras la locura es una opción, una decisión política, una manera de actuar en, y
frente al mundo.
En Pija pareciera primar la “no ficción” en lugar de la “ciencia ficción”. Murió sabiendo que
el rayo rosa que lo golpeó en 1974 era real y que la escritura había sido la única manera de
desentrañar la información que había recibido. ¿Cómo desentenderte de una visión
enceguecedora que te pone en contacto directo con otros “vos” del pasado, te da
información precisa que permite salvar de la muerte a tu hijo mientras te lleva a vislumbrar
la respuesta a la pregunta final?
Todo texto de ciencia ficción puede ser una novela psicológica. Un solo comentario al final
puede cambiar por completo el sentido de la obra. Siempre es fácil escaparse de un enredo
literario con el salvavidas: “todo fue un sueño, alucinación o farsa”. En esta obra nada de
eso puede suceder: la locura está dentro del relato y, por momentos, es el relato.
Los escritos de Pija logran algo que otros dejan a mitad de camino. Logran el verosímil al
liberar al lector de tener que decidir el marco de realidad en el que se desarrollan. Siempre
está la opción de la locura, incluso para el que lee.
Dios no importa, el plásmata dickeano viene a enrollar los argumentos. Es una estética, no
un sujeto del relato. La acción avanza y lo no conocido irrumpe, pero esa irrupción no es
evidente para todos los que la presencian. Son esos atisbos de una presencia inasible lo que
obsesiona a los personajes pijeanos. Todos, en algún lugar, son Leibniz: les da miedo la
nada. La locura no es un bálsamo homeopático. Es una respuesta ideológica a la pregunta:
¿Por qué hay algo en lugar de nada?
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[1] Uno de los primeros libros que leí de Philip Kindred Dick fue S.I.V.A.I.N.V.I. quizás lo primero
que me llamó la atención fue el nombre de uno de los personajes: Amacaballo Grasa. En otras
traducciones, que leí luego, el traductor mantiene Amacaballo (por Lovehorse) y deja Fat (en lugar
de Grasa) En los primeros .doc que leía con obras de él (nunca leí un libro de Pija en papel salvo
impresos por mi.) era común que las traducciones de los nombres de los personajes e incluso de las
obras fueran absurdamente innecesarios y lineales.
[2] Mientras escribía esto en un documento de Google Drive noté que “existió” tenía el subrayado
rojo indicando de un error ortográfico. Fue un segundo extraño en el que dudé de esa verdad
incuestionable de que las palabras agudas terminadas en n, s o vocal llevan tilde. Pero lo
maravilloso ocurrió el segundo siguiente cuando revisé la sugerencia: Sin pudor Google me
increpaba: “quizás quisiste decir EXISTE”, decía sin ruborizarse. Pocas cosas más Dick que una
corporación internacional que se niega a aceptar la muerte Dios. Antes de que Cebra (El Plásmata o
Dios de S.I.V.A.I.N.V.I.) se dignara corregir esta intromisión inaceptable capturé el siguiente
testimonio.
30
II
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El mundo Sig Ragga
Por Martin Millonschik
[1]
Sig Ragga es un conjunto musical y artístico que nace en Santa Fe en el año '97. Si bien se
inició con una fuerte influencia del reggae, explora y compone desde una gran variedad de
estilos musicales como el jazz, folklore, blues y rock sinfónico, por mencionar solo algunos.
Incluso, esta exploración excede los límites de la música e ingresa en el terreno de las artes
plásticas, del teatro, del cine y de la poesía. Por eso puede decirse que es un colectivo
artístico y no solo un grupo de música.
Este trabajo desde distintas expresiones no habría que entenderlo como una sumatoria de
registros, de agregarle a una canción un video o una performance en el escenario. Porque
ello supondría entender cada uno de esos lenguajes (la pintura, lo cinematográfico o la
poesía) como conjuntos cerrados sobre sí mismos que solo luego se combinarían. Por el
contrario la propia composición nace descentrada, en un espacio todavía indeterminado, en
donde se pueden encontrar puntos de contacto entre diversas formas expresivas. De ahí que
su música, como creación artística, tenga su sello propio.
Gustavo Cortés (tecladista y cantante) cuenta: ​“Tiene que ver con un modo de trabajo que
se da con mucha libertad en el que afloran todas las cosas que a nosotros nos gustan. Pero
no es que nosotros nos ponemos una premisa de decir ´bueno vamos a sumar el lenguaje
del teatro, vamos a sumar cuestiones cinematográficas´, y es una sumatoria de lenguajes,
no, no es eso. Yo creo que a la hora de crear nosotros sacamos cosas de todos lados”
Esta sobredeterminación de niveles se ve claramente en los conciertos en vivo donde la
música es el centro pero también es, por momentos, una excusa para la irrupción de otro
lenguaje que toma el protagonismo. Un vehículo para una puesta en escena teatral o para
resaltar una pintura -realizadas por el baterista del grupo, Ricardo Cortés- que se proyecta
32
con un trabajo de luces tras el escenario. En los conciertos siempre se está jugando en más
de un plano, porque Sig Ragga de momentos pinta y actúa sus composiciones.
Y logran su cometido porque plantean el sonido no solo como forma o representación para
expresar una idea, sino también como un material de trabajo y exploración en sí mismo.
GC: ​“Le damos mucha atención a la representación, al sonido. Nos gusta que suene bien, y
nos gusta trabajar desde un modo creativo el sonido. Hay también un trabajo artístico ahí,
en cómo pintarlo. Cómo pintar el disco con las herramientas sonoras, es parte del grupo
también esa experimentación y ese trabajo con lo sonoro. Así como un pintor trabaja con la
materia o con la pintura. No lo damos por sentado, no lo vemos como una cosa meramente
técnica, sino que hay que trabajarlo de una manera creativa.”
En este punto se presenta una cuestión fundamental que hace a la producción de toda obra
artística. La tensión entre la organización del tiempo en su dimensión creativa, y de trabajo.
Sig Ragga grabó su primer disco con mucho esfuerzo -como la gran mayoría de los artistas
independientes- para lograr alquilar sala, equipos, transporte, etc. Ese disco obtuvo
nominaciones que les permitieron posicionarse en el campo de la música emergente y para
el segundo consiguieron, ayudados por su productor Eduardo Bergallo, grabar en Texas, en
los estudios Sonic Ranch uno de los más importantes del mundo. Sin embargo, el último
disco, “La promesa de Thamar”, prefirieron hacerlo “en casa”.
GC: ​“Es la primera vez que hacemos nosotros íntegramente todo, justamente para ganar
libertad y tranquilidad y tiempo. Porque tiene que ver con el tiempo esto de la libertad. Por
ahí uno termina en un estudio con tantas horas o tenés que ir y cerrar una idea o una toma
en determinado tiempo… termina teniendo cierta característica mercantil, terminas metido
en cierta dinámica de mercado con respecto a los tiempos de creación. Entonces un poco
como que le escapamos a eso y bueno arriesgándonos a hacerlo con muchas menos
herramientas técnicas y nos armamos nuestro propio estudio con nada, ¿viste?
Construyendo nosotros con durlock y a laburar, pero fue todo una apuesta para hacerlo en
33
el momento y […] ganar en otra dimensión. Sabíamos que para las ideas que teníamos de
lo que eran las canciones, sin eso, era imposible de hacer, que nos iba a quedar una
sensación que nos quedó con los otros discos, de que nos faltó tiempo [...] ¿Sabes la
cantidad de horas que tuvo? Imposible de hacer en ningún lado, incluso para pagarlo”
Esta tensión entre el tiempo reglado de trabajo en las salas y estudios en donde cada hora
tiene su costo en dinero; y la experimentación y el trabajo creativo que necesita de horas y
horas de dedicación, atraviesa la producción de todos los músicos. Y como cualquier punto
conflictivo requiere decisiones que no son sencillas y ponen en juego las propias obras. La
apuesta por producir espacios libres para la organización del tiempo en términos creativos es
un desafío enorme en circunstancias donde vivir de la música en un campo cultural
tensionado entre la lógica mercantil y la artística se presenta como el desafío más áspero
para los artistas. Por ello defender esos espacios de independencia resulta fundamental para
crear formas nuevas e independientes de las lógicas de mercado. Formas que por ser
artísticas y producidas desde este lugar, tendrían la potencialidad de ser al mismo tiempo
resistentes y bellas​.
GC: ​“Yo lo que veo es que los artistas que están haciendo algo genuino, desde la raíz, están
muy solos, está muy difícil la situación en general.”
Este trabajo creativo en Sig Ragga encuentra su camino, en muchos casos, a través de la
dimensión de lo fantástico. Gustavo Cortés cuenta que la idea de lo fantástico apareció ya
desde muy chicos -con su hermano, baterista del grupo- a través de su madre que era artista
plástica.
GC: “​Ella dibujaba y una de las grandes temáticas de ella giraba en torno a lo fantástico,
había algo de la desfiguración a la deformación de la realidad en la cuestión de las
imágenes, en cómo las trataba. Ella hacía figura humana pero no era la figura humana
realista, y todos los espacios eran como de ensoñación. Un mundo como ella llamaba, un
34
mundo onírico que rodeaba su obra. Yo vuelvo a eso porque para mí fue muy importante en
toda nuestra infancia porque fuimos criados en torno a esas representaciones fantásticas”
Es que lo afectivo, lo irracional, mediado en este caso por lo fantástico, desorganizan las
formas y las imágenes con las que usualmente construimos o significamos el mundo. Esta
desorganización o deformación del texto permite abrir un espacio en donde las
representaciones que allí se construyen tensionan las existentes abriendo camino a nuevas
imágenes. Imágenes visuales, corporales o sonoras, que son entonces las que hacen hablar
una dimensión hasta entonces silenciada. Crean mundos.
***
En una conferencia convocada en 1978 en París, que reunió filósofos y músicos para
discutir respecto al “tiempo musical”, Deleuze señala que las formas de articulación de
criterios internos en ciertas obras musicales se juegan siempre entre un tiempo pulsado
(métrico, reglado) y un tiempo no-pulsado que vendría a ser un espacio afectivo,
indeterminado y abierto. El material sonoro existe en -o más bien “atraviesa”-, estas dos
zonas de modo que sintetiza sonidos y silencios, con una dimensión de fuerzas afectivas y
caóticas. El material sonoro no es entonces una materia simple subordinada a la forma
sonora sino que permite hacer audible otras fuerzas que lo habitan, identificables con el
tiempo no pulsado.
“La música ha vuelto cada vez más audible lo que la ha trabajado desde siempre, las fuerzas
no sonoras como el tiempo, la organización del tiempo, las intensidades silenciosas, los
ritmos de la naturaleza. Y es ahí donde los no músicos pueden, a pesar de su incompetencia,
encontrarse más cómodamente con los músicos. La música no es solamente asunto de
músicos en la medida en que vuelve sonoras fuerzas que no lo son, y que pueden ser más o
menos revolucionarias, más o menos conformistas, como por ejemplo la organización del
tiempo”​[2]
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Para quienes consideramos “lo social” en su dimensión afectiva, todo entramado de
instituciones y prácticas, ya sean políticas, económicas, religiosas, culturales, se constituyen
siempre articulando distintos flujos (o elementos/significantes, según teorías) y fuerzas.
Al modo en que las fronteras entre las distintas formas artísticas se presentan porosas y al
decir de Cortés, uno puede pensar cómo pintar una música, y en donde lo afectivo se hace
carne a través de esos lenguajes, creo que el arte arroja una pista para interrogar lo político.
Interrogarlo desde las imágenes y figuras que se ponen en circulación, no solo desde los
discursos neoliberales en la argentina y el continente, sino también aquellas que se producen
desde las distintas (y muy variadas) formas de resistencia.
“Hay una diferencia sutil pero decisiva entre ver (ver lo que hay que ver) y hacer visible las
fuerzas invisibles que nos modifican” escribía Diego Sztulwark en un artículo sobre
neoliberalismo y cultura titulado “La teoría del grito”. Hacer visibles esas fuerzas es
organizar un ​grito que se vuelva contra tales formas de normalización de la vida y la cultura.
Un grito que articule formas de resistencia capaces de intervenir en la materialidad de los
cuerpos y territorios. Que sea capaz de atender a la dimensión micropolítica en que las
propias prácticas de resistencia se organizan y desenvuelven. Que por tanto también atienda
a la tensión que habita en ellas entre una organización reproductiva y normalizada del
tiempo y una organización creativa, afectiva y vital. Se trata de lanzar un grito que se
proponga producir, también en esos espacios, formas resistentes y bellas.
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[1] Nota escrita a partir de una entrevista realizada en el mes de Agosto a Gustavo Cortés,
tecladista y cantante de Sig Ragga. Le agradecemos habernos dado un tiempo para
conversar.
[2] Gilles Deleuze, “El tiempo musical”. El latido de la máquina. 2015. México. P. 27.
https://issuu.com/ellatidodelamaquina/docs/latidodemaquina_01__gilles_deleuze
[3] Imagen extraída del sitio Sig Ragga Oficial. Autoría de Ricardo "pepo" Cortés
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Era el dolor, todo el dolor y no todo el dolor (bitácora del director escénico de la
ópera El Fiord)
Por Silvio Lang
La transversalidad de los cuerpos
Antes de la escena representada está la materialidad del texto: su gramática, la vida de sus
imágenes. Así como trabajamos deletreando el código musical de la partitura como un
mapa, la relación escénica que mantenemos con el texto es, también, desde su composición.
Se trata de hacer visible en los cuerpos esas fuerzas materiales impresas en él. Un conjunto
de procedimientos y condiciones que practicamos como un sistema abierto del movimiento
de los cuerpos: sobre este sistema queremos desplegar la ópera. No representamos las
situaciones más o menos indicadas en el texto, sino que creamos un campo inestable del
cuerpo en el texto. Así tejemos otros sistemas abiertos e inestables: la música, la voz, los
trajes, el lugar escenográfico, la luz.
Más que el teatro dramático de texto lo que nos interesa es cómo cruzamos esos planos
sensibles que articula el proyecto de esta ópera: lo plástico, lo sonoro, lo textual, lo corporal,
lo musical, la luz, etc. El desafío es producir lo escénico sin categorías del teatro dramático
o representativo, o de la ópera tradicional o del teatro musical. Otras categorías que
ponemos en juego para producir existencia escénica. Se trata de un teatro de las fuerzas. En
el libreto, en la composición musical, en el vestuario, en la escenografía, en la luces
establecimos ejes de investigación materiales, que cada integrante del equipo técnico
artístico elaboró. El eje de investigación en el “campo de ensayo” es la inmanencia de los
cuerpos, su transversalidad.
Se trata de hacer visibles ciertas fuerzas invisibles. Generar un sistema donde la actuación
sea una maquinaria de mutación. Este espacio cargado de fuerzas materiales es el
“neobarroso” del que habla Néstor Perlongher en relación a la escritura de Osvaldo
Lamborghini. Fuerzas que se materializan en los cuerpos de la actuación. Si bien trabajamos
38
con imágenes de acciones del cuerpo e imágenes de partes del cuerpo extraídas del texto,
hay un trabajo distinto que es el de detectar esas fuerzas y usar la actuación para hacerlas
visibles. Dos enunciados que aparecen en el texto como organizadores de la existencia en ​El
Fiord: “No perdonando ningún vacío, convirtiendo cada eventual vacío en el punto nodal de
todas las fuerzas contrarias en tensión” y “La acción –romper– debe continuar y sólo
engendrará acción”​. Esas fuerzas en tensión producen giros, torsiones. Nuestra investigación
se trata de cómo crear esas fuerzas en la escena, cómo afectan los cuerpos y cómo los ponen
en relación hasta crear esas posibles torsiones. Nuestro eje de trabajo es la ​transversalidad
de los cuerpos: cómo se mezclan, qué relaciones entablan. Probamos una serie de prácticas
de movimiento que traman ese sistema inestable. A partir de ese material corporal que se
produce, asociamos el proferimiento de la palabra –la palabra hablada y cantada. Desde esos
cruces se construye una partitura escénica.
Josefina Ludmer, dice que en ​El Fiord se superponen la serie política con la serie sexual.
Más que un texto sobre la política, es un texto político en tanto son los cuerpos los que
actúan y los que se autoorganizan para determinadas acciones colectivas –parto asistido,
garche grupal, la horda que se come al líder, salir en manifestación. ​El Fiord es un texto
minado de nombres de partes del cuerpo y de acciones que se refieren a él. El cuerpo está
estallado, desquiciado, los órganos y los fluidos están en cualquier parte y agigantados.
Nuestra investigación trabaja con esas imágenes de acciones-sensación que involucran
partes del cuerpo. No quiere decir que todo lo otro que pueda suceder no exista-imaginarios,
emociones, situaciones, psicología, intriga- si no que tienen que poder articularse a este eje
investigativo. El modo de estar y trabajar en la escena es colectivo. Hay operadores
compositivos de proliferación, fusión, engarce, desfiguración que hacen que todo repercuta
en todos los cuerpos que actúan. Los cuerpos son fuerzas que se afectan unas a otras.Estos
cuerpos de la sensación ejercen su autonomía de lo que se está diciendo, aunque en relación,
ya que las sensaciones del cuerpo se extraen de las imágenes y gramática del texto. Cada
una de las actuaciones conforma un atlas de sensaciones del texto que ejerce en la escena.
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La realización de las imágenes empieza por algo muy literal: “hago eso que dice la imagen”.
Pero si seguimos en la ejecución al actualizarlo, al prestarle atención, hay algo que está
pasando, algo físico que se autonomiza: un ritmo, una forma, una kinética, un
desplazamiento en el espacio, una sonoridad, etc. Lo que hacemos en ese momento es
elegir algo de lo que está pasando y empezar a trazarlo, a deformarlo, a darle más espacio
para que se vuelva visible, audible y conceptualizable. Así empieza a surgir el juego de la
sensación, como composición de las fuerzas, de las intensidades que están ocurriendo. En la
repetición o en la permanencia de esa acción se pueden observar vibraciones, ritmos,
imágenes, relaciones con los otros, afectos en la piel y los órganos, sonidos. De esta manera
comienza a aparecer un tipo de corporalidad desgurada, ensoñada, lisérgica. Lo que
deforma lleva a otro lugar, donde el cuerpo se desarregla y tiene que rehacerse. Esta
deformidad, no en sentido monstruoso, sino en su afectación mutante es la dinámica lógica
de nuestro sistema abierto e inestable.
Estas fuerzas no son del más allá, están acá, están ocurriendo. Cuando la mirada y todos los
sentidos del cuerpo se abren, el espacio se vuelve más próximo y cambia totalmente.
Aparece un campo de batalla, un ​ring-side de box, un ​batlle de hip hop o parkur como
campo magnético de fuerzas en tensión. Estas imágenes espaciales configuran, por ejemplo,
la orgía, esa “estonga del garche", como se dice en ​El Fiord. Se compone un lugar sexual,
no porque estemos representando la orgía, sino porque los cuerpos están atravesados por
40
fuerzas que los engarzan, los proliferan, los fusionan, los desfiguran. Es la pura sensualidad
y exuberancia. Cuando los personajes dialoguen el lugar de enunciación está producido por
esta dinámica de las relaciones corporales en tensión con la partitura musical. Nada de lo
que pase va a pasar por sí mismo, pasa por que hay otro cuerpo, otra fuerza, que lo está
afectando. Son movimientos de placas tectónicas que terminan produciendo temblores,
sismos, terremotos. Es como salir en manifestación.
Hijo de puta Amo y Señor
La entrada de la voz de La Mujer en ​El Fiord se asume como una aparición. Es una
construcción fantasmática. Como cuando entra el Fantasma del Padre en la tragedia ​Hamlet
y le trastorna la vida a todos los otros personajes. “Otra vez los fantasmas…”, dice el Sebas
de ​El Fiord. La aparición de La Mujer es el punto de acción o el punto de torsión del relato
de la novela de Osvaldo Lamborghini. Y, al mismo tiempo, es el punto de inversión y
conversión de los otros personajes: los verdugos pasan a ser los verdugueados; las víctimas,
los victimarios; el amo, el esclavo. “Pero entonces… antes… durante…. En ese momento de
torsión de fuerzas, algo, algo colapsó… ocurrió otra cosa… contra el fondo… Aparece mi
mujer”, dice El Negro. En nuestra puesta en escena es el momento en que la plataforma
giratoria de la escenografía es movida por los actores hasta 360º. El dispositivo
escenográfico y el espacio real se tuercen de verdad. Plásticamente, los actores, cuando
mueven la plataforma están moviendo una montaña, un fiordo en el mar. La corporalidad es
de la resistencia contra la materia ensoñada de la madre, contra lo irracional de la madre. Es
desplazarse caminando contra un tornado; contra la inmensidad inconmensurable del mar;
contra la madre incondicional. Se trata de “narrar narrarnarrar lo inenarrable”, dice El
Negro. La Mujer en ​El Fiord es a la vez la esposa y la madre “Esta vez no es mi esposa… es
la madre… la madre Hogarth”, dice El Negro, ante la segunda entrada de La Mujer, que es,
a su vez, la matriz de la escritura de la novela de Lamborghini, su Beatrice del infierno del
poeta. ​El Fiord es la condena de la travesía de un escritor. Por eso la voz de La Mujer es
lírica, “habla” en arias. La fabricación de esta voz es proyectada –proyecta una imaginería
41
muy lejana y masiva- como la voz de Eva Perón en el palco de la Casa Rosada; o Cristina
Kirchner en Comodoro Py.
Habría una base rítmica, una tectónica de superficie de todos los movimentos antes del
nacimiento del personaje Atilio Tancredo Vacán. Hasta ese momento toda la escena se vive
en todos los cuerpos desde las pulsaciones de las “contracciones” del parto y las “pataditas
avisativas” de la “fiestonga del garche”. El parto de Carla Greta Terón con Atilio Tancredo
Vacán es móvil, se desplaza abarcando todos los lugares de la escena y setransmigra
contagiando a todos los cuerpos. Los cuerpos son maquinarias carnales reactualizándose en
sus derivas y deformaciones de las “fuerzas de la naturaliza que se han desencadenado”. Los
cuerpos son dispositivos de intensificación que, además, hablan. Cuando no se habla la
máquina no se desactiva. El texto funciona como residuo o efecto de las intensificaciones de
los cuerpos. La maquinaria del parto, por ejemplo, funciona como una jineteada-cogida
(parir y garchar en ​El Fiord son acciones simultáneas). Es el “potrillo mañero” Atilio
Tancredo Vacán el que conduce los desplazamientos y rítmica de la máquina y de toda la
escena en un comienzo. La escena es la puesta en común de estas maquinarias que se
fusionan, se proliferan y se tajean.
El Loco Rodriguez funciona en la escena como un tótem: es el Perón de “postizo” y a la vez
“el loco de la canción”. El tirano de las masas que se adora hasta que se lo come y el fetiche
de la ópera hasta que se consume como mercancía de la alta cultura. Está en un plano de
abstracción material desde una presencia totémica disponible para todas las metáforas, para
todas las transfiguraciones que podamos hacer. “Loco, Rodríguez… Hijo de puta Amo y
Señor”, le espeta Alcira Fafó. El Loco Rodríguez o “Trompa Capanga Amo y Señor” está
abstraído de “todas las fuerzas contrarias a la tensión que se vive (en su) proscripción”. Las
otras máquinas corporales componen un rompecabezas en torno a él. El Loco sigue su
coreografía de poses tiránica, solipsista, mientras los suyos se subsumen hasta que logran
descabezarlo. Las relaciones de poder no se representan en la lengua, se ejercen en el plano
de lo sensible: ritmos, imágenes, poses-gestos.
42
La voz de El Negro es la productora del relato, es envolvente: envuelve toda la acción, a
través de los ojos de su amigo Sebas. A veces, la relación entre los dos no se da por sus
miradas sino por el espacio que abarcan. El Negro entra y sale del espacio de las fuerzas en
acción; hace sus apartes al público; preanuncia y es testigo de los sucesos del relato. Es el
gaucho y su amigo fiel de la literatura gauchesca argentina: es el gaucho Martín Fierro
hablándole a su amigo el Sargento Cruz; es la voz rústica de El Pollo contándole la ópera al
paisano Laguna en el ​Fausto, de Estanislao del Campo. Como dice Josefina Ludmer, ​El
Fiord es la culminación del género de la literatura gauchesca. El cuadro escénico de ​El
Fiord lo terminamos de ver a través de Sebas, frente al cual El Negro muestra todo un
campo imaginario lisérgico de la política deseante del sexo y la revolución de la década de
1960. Si como sostiene Ludmer, ​El Fiord es “un acto de subversión donde lo único que
importa es pasar fronteras, orillas, límites” mediante transgresiones de todos los géneros
–literario, político, verbal, cultural, familiar y sexual–hasta instaurar una “estética de la
liberación”, lo que nosotros hacemos es una ópera libre. Saturando “la convención que se
sostiene”, como dice El Negro, reventando todos los clichés de la tradición operística,
nuestra práctica será la de ​una ópera de la liberación.
43
El chiste es cosa seria
Luego de la primera aparición del fantasma de la Mujer de ​El Fiord, el relato de la ópera se
da vuelta, se tuerce. No sólo se transmutan los roles –los verdugos pasan a ser los
verdugueados, los dominadores los dominados– si no que la serie de imágenes barrocas del
cuerpo que en la primera parte metaforizan la violencia de la política sobre los cuerpos, pasa
a ser la serie política como acción de la violencia colectiva resistente sobre el poder la que
domina la carrera del relato. Se pasa de una serie de imágenes a otra por contigüidad de
transfiguración. La lógica del fantasma tiene eso: trastocar lo real de nuestras imágenes. Es
así que los actores torsionan 180º el espacio real de la plataforma donde actúan y las sogas
portuarias que sostienen ese conteiner viviente se anudan en lo alto del escenario. Con la
serie de las imágenes y los enunciados de la política entramos en el problema de la
representación: el Loco Rodríguez Amo y Señor ya no los representa, habrá que matarlo y
comérselo para que la esencia del poder pase a los cuerpos de los rebeldes. Pero en
Lamborghini la representación es un chiste. Su narrativa es la parodia del costumbrismo,
que en su pretensión alucinada de contar el cuentito, o representar el contexto, se
desentiende de su valor constitutivo y restitutivo como texto literario. Por eso Lamborghini
prefiere las imágenes deformes o barrocas. ​El fiord es así un “grotesco hardcore”, como dice
Gabriel Giorgi, en tanto caricatura del horror puesta en la producción de imágenes barrocas,
deformes. La resultante de esa operación y de esa relación es la historieta, el comic. Por eso
en esta segunda parte trabajamos con la constitución del gesto como lo pensó Bertold Brecht
-esa inminencia del cuerpo que condensa los grandes actos de los cuerpos de la historia.
Rastreamos la serie de gestos de la acción política en el texto y los representamos en chiste
como en un comic. El chiste es hacer teatro de la historia. Pero el chiste en Lamborghini es
cosa seria. La Argentina es la “Llanura de los chistes”, escribirá Osvaldo en “La causa
justa”. El chiste es, además de una relación real, gozosa con la lengua materna de lapatria:
una alegoría de la argentinidad como Babel de lenguas. Con el chiste se trafica la lengua de
llegada. Basta simular que hablás “argentino” para ser argentino, ese es nuestro país. El
inmigrante europeo se socializa en Argentina con los juegos lenguajeros, produciendo mil
dialectos. El chiste hace patria con la matria de la lengua.
44
Agit-prop
Las reflexiones y las consignas políticas se agolpan en este momento del relato hasta que los
personajes salen en manifestación. La orga se organiza para salir a la calle con la arenga de
la Mujer de ​El Fiord: “Pueden salir… EN MANIFESTACIÓN. Yo no tengo pies. Yo no
tengo manos. Pero ustedes pueden salir… EN MANIFESTACIÓN. AFUERA”. Las
consignas de los carteles que sacan los actores y exponen en proscenio son actuales:
provienen de las insurgencias del presente y del porvenir mientras el coro masculla las
consignas de la década de 1960 y, también, sostienen carteles con consignas actuales. Se
trata de actualizar la potencia de las luchas del pasado en las de hoy, pero no su literalidad
sino como efecto de ​transvanguardia: “¡Qué regrese lo nuevo!”. Esas consignas son: NO A
LA ARGENTINA OFFSHORE / NO NOS REPRESENTAN / LIBERTAD PARA
MILAGRO SALA / ACABAR CON LA ECONOMÍA / EL TIEMPO DE LA
REVOLUCIÓN ES AHORA / EL PODER ES LOGÍSTICO. ¡BLOQUEEMOS TODO! /
QUE LA COMUNA VUELVE / TU CRISIS ME ESCLAVIZA / FUCK OFF, GOOGLE /
El CISHETEROPATRIARCADO MATA / VIVAS NOS QUEREMOS / NO A LA
CRIMINALIZACIÓN DE LA PROBREZA / SOMOS HIJOS DE LA MADRES Y
ABUELAS DE PLAZA DE MAYO / 30.000 DESAPARECIDOS PRESENTES AHORA Y
SIEMPRE
45
Fotos: Vale Fiorini
46
Un montón de miedo (bitácora del autor del libreto de la ópera El Fiord)
Por Ignacio Bartolone
III
No soy un copista riguroso de palabra por palabra y de línea por línea. Tampoco puedo
versionar y maquillar pretendiendo una suerte de cambalache actualizado: el Fiord original
es actual, hoy más actual que nunca. Soy apenas un humilde Pierre Menard, es decir, un
nuevo autor del Fiord. Mi trabajo es escribir una obra que tenga yuxtaposiciones alegóricas,
secuencias abigarradas de sentencias y de acciones desprovistas de solución de continuidad
para quebrantar la lógica de la narrativa de acción clásica. Dirán de mi: “El estilo arcaizante
de Bartolone adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con
47
desenfado las vivencias militantes de su época”. Perdón Osvaldo pero la traición es parte
fundamental en todo esto.
VII
En esta noche donde escribir parece imposible, un luminoso postfacio de Damián Selci a un
libro de Gambarotta me explica que: La derrota de un movimiento político puede medirse
de muchas formas, una es la proscripción de su lenguaje que se convierte en tabú. Los
ganadores imponen un idioma y los perdedores deben aprender a hablarlo o condenarse a la
marginalidad. Contra lo que podría suponerse, la marginalidad verbal no tiene nada de
romántico ni de trasgresor. Y esto es porque la proscripción lingüística opera con
inteligencia y no comete el error infantil de concederle un halo de misterio al idioma tabú.
La lengua de los derrotados no se convierte en un arma polémica y fascinante: se anquilosa,
envejece, muere y aburre. Cae en el ridículo. A la vez la lengua de los ganadores parece
llenarse de vida y de juventud, la lengua del éxito, de los que ganaron. En esto que
transcribo como puedo, más allá de que Selci se refiera a la operación que Gambarotta hace
con el lenguaje de la militancia montonera en los oscuros años 90, creo entender que se cifra
algo importante para entender el habla del Fiord. Pensamientos en catarata: Sucede la
revolución libertadora, muy de a poco el peronismo proscripto y la izquierda revolucionaria
empiezan a aparearse cruzando filas, generando roces y haciendo de su encuentro una
maraña de miembros, la fiestonga de la culiandanga, con un único horizonte aparente:
Engendrar lo nuevo, cruzando eso que está prohibido con las nuevas experiencias de
guerrilla, militancia y lectura de izquierda que estaban floreciendo en América latina.
Entonces, Lenguaje prohibido, lirismo trasnochado y palabra anquilosada en cruza
abotonada con un habla nueva, más allá del curso de la historia, más allá de que a fin de
cuentas la criatura resultó tan miserable -en lo que hace al tamaño, entendámonos.
Osvaldo como un oráculo, hora-culo, quizás le hubiese gustado más, anticipando gran parte
48
de lo que va a suceder con la lengua de esos grupos clandestinos que se mezclan en los
sótanos de acción. PONER A LOS CUERPOS EN ESTADO DE FRICCIÓN PARA
HACER DE ESAS LUCHAS QUE SE ESTÁN GESTANDO UN ARTEFACTO
LINGÜÍSTICO INCAPAZ DE SER RIDICULUZADO INCLUSO EN EL FUTURO.
II
En lo posterior al Sebregondy, que es posterior al Fiord, y antes de España, antes de la
Causa Justa, El Pibe Barulo, y Los Tadeys. Osvaldo se embarca entre prosa cortada y
trasmutación instantánea del verso en lo que alguien, no recuerdo quién, ha definido como
“la apuesta en leyenda de la infancia del escritor” constituida como un intrincado monólogo
interior. El maestro Ricardo Strafacce me ilumina en mi lectura, “Todo eso, todo lo personal
ya estaba escrito en el Fiord”. El horror no es ni la violencia política, ni los cuerpos, ni los
pajarracos rapiñosos, ni los poetas del siglo XVIII, el horror es esa esposa apareciendo…
con ese aire tan suyo de engañosa juventud, emergiendo lumínica y casi pura, contra el
fondo del fiord. Le temo a mi tema se hace lema a partir de esta lectura. Narrar lo
inenarrable, escribir un caos para tapar aquello que no se puede escribir, pero que se asoma,
irremediablemente como asoman en medio de todos los puntos del mundo las cartas
obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz Viterbo había dirigido a Carlos Argentino y que
Borges ve en El Aleph. Como si la construcción de toda la Divina Comedia no fuese otra
cosa más que una excusa para poder encontrar a La Beatriz de Dante. El Fiord duele y
horroriza más allá de lo generacional.
Foto: Leonardo Balestrieri
49
Devolver la mirada
Por Analía Cid
La literatura se caracteriza por contar historias. La fotografía, sobre todo la
periodística/documental, también. ¿Cómo contamos los fotógrafos? Para contar la guerra,
para contar el dolor, para contar el milagro, debemos estar ahí.
Fotografiar implica estar, poner el cuerpo. Es un estar extraño, porque somos y no somos;
estamos desdoblados. Una parte de nosotros piensa en la técnica, en la composición, en el
encuadre que represente mejor lo que está frente a nosotros. La otra parte... ¿Qué hace? Es
la parte humana, que siente o no, que empatiza o no, que se cuida o no del peligro. No son
pocos quienes han muerto en la búsqueda de la obra maestra, de esa foto que lo cambie
50
todo. El mundo, sí, pero también -y quizás sobre todo- la vida. Porque como toda profesión
que implica la creación, la fotografía posee algo extremadamente primario e interno. Es el
yo puesto en una imagen fija, un pedazo del alma en la pantalla o el papel. La ensayista
norteamericana Susan Sontag afirmó una vez que "fotografiar es conferir importancia". Por
eso la masificación del acto de fotografiar resulta tan paradigmática: si cada cual con su
teléfono fotografía todo lo que está a su alrededor, todo importa. Y si todo, absolutamente
todo importa... ¿Algo realmente importa?
Uno de los objetivos de la escolarización desde temprana edad es que los niños y niñas
aprendan a leer y a escribir. Lengua y literatura es una materia que nos sigue (y a algunos,
persigue) hasta que termina la enseñanza oficial. Los por qué y los para qué de ello no son
parte de este artículo, pero sí esta pregunta: ¿por qué el lenguaje escrito y no el lenguaje
visual? ¿Hay alguien que nos enseñe a mirar? No por aprender a escribir nos convertiremos
en el próximo Nobel de literatura, pero parece que por tener el último modelo del celular de
la manzanita podemos convertirnos en el próximo ganador del World Press Photo. Las
empresas de tecnología y sobre todo las corporaciones mediáticas ganan mucho difundiendo
esta idea. El ser poseedor de una cámara, el ser productor de imágenes, no nos hace sabios
en lo que se refiere a comunicar. Se produce una masificación en términos tecnológicos y no
se acompaña de una preparación ética y estética que permita convertir la masificación en
democratización. Pensar críticamente la propia práctica no es una aplicación que viene
descargada en el menú de nuestro dispositivo. Fenómenos como el del “periodismo
ciudadano” (representado en Argentina a través de, entre otros, “TN y la gente”) tienen
derecho a existir y muchas veces llegan donde nadie podría. Pero estos fenómenos son
tomados como el reemplazo natural de viejos oficios y no como un complemento necesario
en las redes informativas. ¿Por qué contratar un fotógrafo si puedo enviar a mi periodista
con un teléfono, y sólo pago un sueldo? Y así los fotógrafos y fotógrafas pasamos a integrar
la gran masa de trabajadores precarizados del mundo; infinito ejército industrial de reserva
del sector de la información y la comunicación. Competimos por las migas de un mundo
51
que se transforma, en las formas de producir pero también de vender y consumir.
Reinventarse o morir es el lema de estos tiempos. Al igual que al resto de los trabajadores,
creadores o no, la responsabilidad por adaptarse es puramente individual.
¿Se puede resistir de otra manera? Pagar la olla se entremezcla con las formas de
representación, con las formas de contar. El fotoperiodismo no es revolucionario per se,
simplemente, y sólo a veces, un poco reformista, aunque aún queden quienes digan que ser
fotoperiodista hoy es una forma de militancia. Reformista porque en sus discursos más
mainstream afirma que la circulación de información sobre lo que sucede en el mundo
puede influenciar a quienes toman las decisiones; a realizar cambios que colaboren con la
mejora de situaciones extremas (sobreexplotación laboral, miseria habitacional, pobreza
urbana, conflictos armados de todo tipo y tamaño, etcétera). Se aleja de lo revolucionario
cuando algunos de sus exponentes afirman que el trabajo de fotoperiodista implica la no
militancia, es decir, el asumir conscientemente que no hay que tomar una posición política
clara frente a la representación de una situación o conflicto concreto. Como el fotógrafo
francés Jerome Sessini, premiado en varias oportunidades a nivel mundial por sus trabajo
retratando la última guerra en Ucrania, me dijo personalmente una vez: “en el futuro tendrás
que elegir: es el activismo o la fotografía. Ambas cosas no se pueden”. El fotoperiodismo es
incluso conservador al reforzar la representación hegemónica de diversos sujetos sociales o
al borrar las diferencias de clase, género y/o raza que persisten en nuestra sociedad
capitalista. En un conocido texto de su libro ​Mitologías de 1957 Roland Barthes realiza una
crítica demoledora de la exposición ​The family of man (La familia del hombre, expuesta por
primera vez en 1955 en el Museo de Arte Moderno-MoMa de Nueva York). La muestra,
que cuenta con 503 fotografías de 273 fotógrafos de 68 países, nos transmite que: “(...) el
hombre nace, trabaja, ríe y muere en todas parted de la misma manera; y si en esos casos
aún subsiste alguna particularidad étnica, se da a entender, por lo menos, que en el fondo de
cada uno de ellos hay una “naturaleza” idéntica, que su diversidad es apenas formal y que
no desmiente la existencia de una matriz común. Esto equivale a postular una esencia
52
humana y, sin más, Dios aparece reintroducido en nuestra exposición.” (Barthes, 1999,
página 97). Casi 60 años después de que ese texto fuese publicado, los polos de la
exotización y la esencialización siguen presentes en las tapas de diarios y portales del
mundo entero. ¿No hay peor ciego que quien no quiere ver?
La Fotografía convierte en algo material, existente, lo efímero de nuestra existencia.
Fotografiamos para que un momento no se pierda, para que haya un pedazo de historia
reservado para el incierto mañana. Así, la Fotografía "espontánea" siempre guarda una
relación de extrema colaboración con la subjetividad de quien la ejerce. Y a la vez, es
siempre un documento. Documenta la historia (mi historia) sólo por ser creada en un
contexto; no necesita de la garantía de verdad, como no lo necesita el cine o la literatura.
Pero hete aquí el problema: no se necesita, pero se le exige. La propia existencia de esa
fotografía que genera un registro se basa, se alimenta de una suposición: la (LA) verdad
existe, y puede ser comunicada. En este caso, a través de la imagen fija. ¿Qué riesgos
53
entraña esta pretensión de verdad universal? ¿Qué riesgos entraña negar esa pretensión?
¿Lleva a la afirmación "sólo hay puntos de vista"? La fotografía está atravesada por
relaciones de poder. Esta imbuida de mistificaciones varias. Es que la fotografía no existe
sin el otro, sin ese Otro con mayúscula. Al fotógrafo o fotógrafa documental se le exige la
no intervención (ni en la escena ni en la imagen misma) como si eso fuera una garantía de
objetividad. ¿Para qué la "objetividad"?
Yo defiendo, yo reivindico la capacidad de la fotografía de comunicar. De expresar un
mensaje, de llegar a otros. De aportar luz en zonas demasiado oscuras. Pero no la considero
súper poderosa: las imágenes por sí solas no cambian la realidad que retratan, que recrean.
La forma en que se crea esa fotografía puede (de hecho, lo hace) influir en su recepción. El
pensar cuánto espacio dejamos a quien la recibe para pensar, sentir, reflexionar. Si es una
sola foto o una serie, si se acompaña de un texto o no, el contexto en que ésta se presenta.
Todo ayuda a refinar el mensaje que se quiere transmitir. Pero no basta. La fotografía por sí
misma, mis queridos amigos, no cambia nada. Tiene que haber un espacio social dispuesto a
actuar concretamente frente a lo que se retrata, y ese actuar concretamente es político. Sin
organización frente a la injusticia no se acaba la injusticia, sin importar las millones de fotos
que haya de ella. El "tengo que hacer algo" individual de muchos de mis colegas no puede
lidiar con la forma perversa y desigual en que está organizado el mundo. Conocer ayuda a
transformar, pero no transforma. En agosto de 2016 tuve la oportunidad de asistir al festival
internacional de fotoperiodismo Visa Pour L’Image en la ciudad de Perpignan, Francia. Este
megaevento que ya tiene más de veinticinco años proyectó en una de sus noches una
infografía sobre la actual crisis de los migrantes y refugiados en Europa, proponiendo como
punto de partida visual y temporal la joven del pequeño Aylan, niño sirio muerto en el mar y
arrastrado a la costa durante su mortífera travesía hacia el viejo mundo. Las fotos pasaron y
pasaron, mostrando el sufrimiento de una gran cantidad de seres humanos sucediendo frente
a la indiferencia de otros tantos. Se decía que esa foto había conmovido el corazón de los
líderes europeos sentados en Bruselas pero un año después, como determinó con voz
54
derrotada Jean Francois Leroi, director del festival, “nada ha cambiado”. Y si algo ha
cambiado parece que ha sido para mal. ¿Cómo creer todavía hoy, y frente a los hechos
mencionados, que una imagen por sí sola basta, incluso si se acompaña de mil palabras?
La suma de las preguntas ya formuladas no me pasan desapercibidas. En el camino de estar
siendo fotógrafa voy ensayando nuevas formas de crear que permitan a quien aparece como
sujeto retratado participar de alguna forma en cómo se liberará luego esa imagen al mundo.
Que pueda salirse de sí misma, que sirva a otros fines que a los que ella misma declara.
Desde mi experiencia personal, el punto de partida es pensarse como un sujeto más en ese
mundo que se fotografía. Yo no soy ni más ni menos que aquel o aquella que será sujeto ​por
mi imagen: lo que vale es la interacción, el intercambio. En general mis sujetos pertenecen a
mi grupo social de pertenencia o elección; las consideraciones siguientes valen para ello. No
me sirve crear una fotografía que ponga en peligro la vida de una persona en pos de
“informar al público”, menos que menos en pos de que esa fotografía sea vendida en una
55
galería y me permita vivir de lo que hago o ganar algún premio. ¿Quién soy yo para mostrar
la cara de un migrante sin techo que toma una escuela abandonada, que es perseguido por la
policía y que por sobre todas las cosas, no desea ser fotografiado? ¿Lo fotografío porque sí,
en nombre de la libertad de expresión y de mi supremo derecho a la información?
Reconocer que vivimos en un mundo híper vigilado no significa caer en la teoría
conspirativa ni darse demasiada importancia. Una puede poner en peligro a quien fotografía
si es que esa persona mañana ilustrará la tapa de todos los diarios. Los editores parecen
olvidarse de ese detalle ético cuando presionan a sus cada vez más explotados
fotoempleados para que traigan un primer plano de la cabeza de Juan el Bautista (y si la
bandeja tiene sangre, mejor). No en todas las oportunidades una puede entablar una
conversación con su fotografiado o fotografiada, pero en mi trabajo la intimidad con el otro
es una meta a alcanzar. Explicar el qué y el por qué, sin ocultamientos. Ganar la confianza
del otro con la sinceridad. Preguntar, escuchar. No hacer fotos ​para el otro. Hacer fotos ​con
el otro. Y sentir, sentir mucho. Desde lo más profundo de las tripas sentir que lo que se está
haciendo tiene sentido.
¿Por qué fotografiamos? Para esa pregunta hay demasiadas respuestas y quizás ninguna sea
suficiente. Hoy para mí hay una posible: para decir, para compartir. Al contar una historia
con imágenes devolvemos al mundo lo que encontramos con nuestra mirada. Las fotos no
nacieron para quedarse escondidas en un cajón o en lo profundo de nuestro disco duro.
Hagamos el intento de compartirlas de verdad, de darles la oportunidad de ser disparadoras
de nuevas reflexiones, de nuevos debates. ¿Qué perdemos con ello?
Muchas de las preguntas que me habitan y hoy se han plasmado en este texto estuvieron
también presentes a la hora de contar mis propias historias. La serie “Cuando ocupar
significa vivir” es un ejemplo de ello. Algunas de las fotografías de la misma acompañan
este
artículo,
mientras
que
el
resto
pueden
verse
en
el
siguiente
link:
http://www.analiacid.com/gallery/When-occupying-means-living/G0000XpFw4X1tXWs
56
Crónica de una experiencia migrante
Por Sol Pérez Corti
Llego en bicicleta al barrio de Neukölln, a la ​Volkshochschule (Universidad Popular) en la
que trabajo. Subo a la vereda y veo a una familia de espaldas que camina. Son un cuadro
tipo: padre, madre, dos chicos. Los paso. Me saludan y caigo en la cuenta de que uno es
alumno mío, el padre. Me sonríe y suelta una frase en un alemán algo quebrado. Su esposa
también sonríe pero sólo agacha la cabeza y se queda callada. El hijo más pequeño me
muestra un cajón con plantines y me cuenta divertido, con fluidez y buena cadencia, que
están armando una huerta en su salita. El más grande me mira con ojos tímidos muy
abiertos. Lo saludo y le pregunto cómo se llama. Eso basta para que me diga su nombre, a
qué curso va y que le gusta jugar al fútbol. Todos vamos hoy a la escuela: uno al jardín de
infantes, otro a la ​Willkommensklasse de la secundaria, Ali a mi clase de A1.2 y su esposa al
curso de alfabetización para los que están aprendiendo el alfabeto latino. La situación es
bastante particular. Los chicos no despiden a sus padres porque ellos se van a trabajar sino
que todos se van simultáneamente a estudiar, con distintos matices, lo mismo: el idioma y
las normas culturales del país.
Desde las reflexiones de Chomsky en lingüística, está más o menos instalada la convicción
de que los seres humanos estamos biológicamente preparados para aprender una lengua
natural. Qué lengua, en qué lugar, con qué inflexiones y tonalidades particulares depende,
en cierta medida, de la contingencia del nacimiento y la socialización. La lengua es, sin
embargo, determinante en muchos aspectos de cierta posibilidad y estructura de
pensamiento: es un abanico infinito de posibilidades signado por componentes fijos y
limitaciones. La lengua es guía y hogar: no por nada se habla de lengua “materna” en
referencia a un universo de creación, de significados y a cierto útero gestante de capacidad
57
de producción simbólica. ¿Qué pasa entonces cuando nos acercamos a una lengua
extranjera? Hay diversos motivos por los cuales uno decide aprender un nuevo idioma, en
los casos más felices, con un impulso positivo o erótico: por placer, para posicionarse mejor
en el mercado académico o profesional, por amor, para nombrar algunos. Otras veces estos
impulsos están marcados por un cierto grado de arbitrariedad o por factores negativos. Los
escenarios posibles en esos casos son vastos y pueden agrupar configuraciones de lo más
disímiles.
En este momento estoy en Alemania y enseño alemán a refugiados políticos y económicos
en cursos que financia el estado de Berlín. Soy argentina, estudié Letras, vengo de y voy
probablemente hacia otro lado. Mi vida se encuentra ligada de una manera extraña al
universo alemán: fui a un colegio en el que se enseñaba ese idioma porque estaba en el
barrio en el que nací y crecí, porque tenía una cierta reputación de idoneidad, porque
quedaba cerca de mi casa. Nadie en mi familia habla alemán ni tiene ningún tipo de relación
afectiva con Alemania, salvo mi hermano (que tiene un trayecto similar al mío). Yo aprendí
esa lengua y me vinculé con ella a un universo de afectos, cultura y costumbres. Por alguna
razón nunca logré separarme de ese mundo adoptado; mi vida profesional fue hasta el
momento y es, quizás, indiscernible de “lo alemán”. Se trata de un vínculo tan intrínseco a
la configuración de mi subjetividad, tan constitutivo y pregnante en mis experiencias vitales
a partir de la adolescencia, que me devuelve siempre a reponer lo casual, y en un punto
contingente, que me llevó a conformarlo.
¿Dónde, cómo y cuándo uno se siente “en casa”? Claramente yo no me siento del todo así
en Berlín, pero tampoco sé si en algún otro lugar. Kafka vivió su infancia en el barrio judío
de Praga, a metros del reloj de sol y de Staroměstská Radnice. En una de las citas que leí en
el museo que le está dedicado decía algo así como que toda su vida estaba “en ese pequeño
círculo” que es Praga y que sin embargo ésta lo consumía con sus garras, por lo que la única
solución para liberarse sería prender fuego Vysehrad y Hradčanská. Más allá de la
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reproducción ligera e imprecisa del fragmento que logra mi memoria en este momento, hay
algo bastante claro sobre cómo el “sentirse en casa” es un poco un destino, una elección,
pero también una “obligación”, una suerte de condena marcada por un dejo de arbitrariedad,
algo que parece ocurrir a pesar de uno mismo. Me pregunto si pasará lo mismo con la
lengua. Yo tengo la ventaja de poder elegir. No es casual que justamente Kafka se sienta así.
En Alemania, desde hace meses, la llegada masiva de refugiados que vienen en su mayoría
de Siria y Afganistán copa la agenda mediática y política y también la cotidiana. Las
instituciones educativas están sobrepasadas: deben recibir a una gran masa de personas de
países diferentes y contextos culturales y de aprendizaje de lo más diversos. Es imperioso
además dar respuesta a necesidades básicas como la vivienda, la atención médica, la
alimentación y esbozar aunque sea una mínima perspectiva de continuidad. En ese agitado
marco se va armando una suerte de industria alrededor de la figura del refugiado: un
engranaje con cierta estabilidad, imprescindible para mirar hacia adelante, pero a su vez en
progresivo proceso de tecnificación. Se conforman términos nuevos para describir los
distintos tipos de condiciones de “refugiado”, un aparato burocrático que responde a
procesos y trámites específicos, una serie de saberes y conocimientos en torno a esos nuevos
habitantes de la escena nacional que atraviesan la academia, el discurso periodístico, la
gestión institucional y política. La otra cara de ese corpus de contenidos es la de una
prolífica fuente de generación de empleo: nunca como ahora se han necesitado tantos
trabajadores sociales, tantos “consultores” o acompañantes pedagógicos, tantos docentes de
alemán como segunda lengua. Hay incluso una especie de “docentificación masiva” que
derriba muchos de los requisitos formales y administrativos que anteriormente se
necesitaban para trabajar como docente y que habilita el ejercicio de la práctica muy
rápidamente, frente a la urgencia de la coyuntura. Por supuesto, somos muchos los
“beneficiados” por ese derrotero, aunque la urgencia erige en la mayoría de los casos
estructuras inestables y lábiles que difícilmente favorecen la construcción de contextos
amables para la enseñanza, el aprendizaje o la integración en un sentido amplio. La
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obligatoriedad de asistencia a la escuela para adolescentes en edad escolar, por dar solo un
ejemplo, hace que se abran clases que pueden reunir a doce alumnos de al menos 5 o 6
países, hablantes de distintas lenguas, escolarizados o no y en muchísimos casos sin
conocimientos del alfabeto latino. Se arman cuadrillas de docentes (¿o de “enseñantes del
alemán”?) para responder al “estado de emergencia” y si bien el devenir de la situación
actual se podrá leer con rigor recién en unos años, la impresión sigue siendo que muchos
resultados serán también de emergencia.
El curso al que viene Ali, aquel en el que junto con otros estudiantes decido parte de los
contenidos, es en un aula- container. Ese aula es casi un nudo cósmico: por varias razones,
incluidas las falencias edilicias y la escasez material, representa a nivel micro muchas
aristas de la complejidad de la situación actual de los refugiados en Alemania y también de
muchos migrantes en general. El sistema nacional de ​Volkshochschulen (​VHS) está
fuertemente instalado en el país y la primera institución de este tipo se fundó en Berlín a
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comienzos del siglo XX. Además de los cursos que ofrece en casi todas las áreas del arte y
del conocimiento, se dedica a la enseñanza de alemán como lengua segunda- sin duda es
ésta su principal fuente de ingresos en este momento y el sector que más trabajadores
emplea. La de Neukölln es de por sí la ​VHS con la planta docente y oferta de cursos de
alemán más grande de Berlín: no es casualidad si se tiene en cuenta que es históricamente el
municipio que concentró más migrantes, sobre todo a partir de la llegada masiva de
trabajadores turcos en la década del ´60.
En mis clases choco muchas veces contra fronteras burocráticas, culturales y políticas. Y
trato de no desesperar. Y para lograrlo recuerdo que estoy tratando con la punta del iceberg:
intento darle herramientas a un grupo de personas que se vio forzado a abandonar su lugar
de origen y que después de un periplo más o menos tortuoso a nivel material, pero siempre
costoso emocionalmente, se ve confrontado con otra lengua, con otra red de producción
simbólica, con muchos otros en un lugar que le es indefectiblemente ​otro. Mi condición de
migrante en este país me facilita muchas cosas: proyecta una imagen simpática frente a mis
alumnos- porque también para mí el alemán es una lengua ​otra que aprendí-; habilita una
voz menos seria y más mordaz sobre el contexto que nos rodea- por el hecho de no ser
nativa y, entre otras cosas, por haber pasado por algunos de los procesos de adaptación y
burocracia que los aquejan-; me permite calzarme un lente más sensible a ciertas
divergencias en las culturas y en las visiones del mundo. Sin embargo, el contacto diario con
los estudiantes me recuerda y actualiza de manera permanente una diferencia irreductible:
yo estoy en otro lado por elección, ellos como producto de una huida necesaria, aunque se
hayan decidido por este país como destino (más o menos) final, sopesando ventajas y
desventajas y teniendo en cuenta otras opciones. Mientras que para mí la relación con el
alemán es arbitraria o, mejor dicho, casual en el origen, para ellos la arbitrariedad está
signada por la determinación de escapar de un territorio en el que la propia vida corría
riesgo. Están aquí como podrían estar en otro lugar. Se enfrentan a esta lengua como
podrían enfrentarse a otra y el denominador común está en la huida, la “fuga” que se
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esconde en la etimología de “refugiar”. Por eso la nueva lengua se presenta también con la
complejidad de lo poco accesible emocionalmente: la lengua materna se mantiene, se habla
con los paisanos, con otros que han llegado aquí antes, pero deja de ser útil en la vida
cotidiana, no sirve en lo jurídico y la nueva lengua debe aprenderse rápido aunque no haya
vínculo emocional, se la debe convertir en un refugio sobre la marcha. Eso es lo que vuelve
el trabajo particularmente desafiante: cómo acompañar a cada una de estas personas en el
trayecto de configurar un espacio propio dentro de la ajenidad de una lengua y cultura
nuevas que no necesariamente imaginaron o desearon conocer alguna vez.
La frustración aparece muchas veces, la misma que yo siento en varias oportunidades y que
podría ahorrarme con el sólo hecho de tomarme un avión y volver a mi país y a mi
casa-lengua. Ese lazo que debe involucrarlos más allá de la obligación de adquirir
vocabulario y ciertas frases o estructuras para moverse en un país de reglas diferentes es lo
difícil de construir en estado de emergencia: ¿cómo me digo ​yo en la nueva lengua y cómo
constituyo un lugar de cobijo? ¿Cómo evito que la nueva lengua se enquiste como espejo de
la actualización permanente de lo ajeno y de la pérdida de lo propio? El riesgo de que esto
último pase es mayor de lo que uno cree y por eso es necesario empatizar con los muchos
momentos de desencanto y ofuscamiento durante el aprendizaje. Quizás mi posición de
migrante me da la distancia suficiente para entender que el enojo que traen a veces mis
alumnos no es ni personal ni está cargado de ninguna enemistad patriótica, sino más bien
teñido por el hecho de que hasta cierto punto se han visto forzados a estar sentados conmigo
en el aula, no es algo que hayan deseado libremente.
Si bien siempre hubo refugiados, la visibilidad actual, al menos en Alemania, es mucho más
notoria: son una presencia concreta que se encuentra en la calle, en el banco, en el subte.
Eso hace que se genere un modo de ser específico, una identidad individual y colectiva que
se inserta en un circuito económico y se trata de encastrar desde distintos discursos en un
modelo de país orientado según ciertas expectativas- las de, por ejemplo, una población
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envejecida. El ser refugiado en este momento particular y en las condiciones actuales trae
aparejado significados que aún se están definiendo y que aún están en disputa. Esa
inestabilidad permite todavía negociar muchos aspectos y en este sentido es que la lengua se
vuelve indispensable. Muchos de los que llegan son profesionales con varios títulos en sus
países pero no pueden ejercer hasta no lograr un nivel de comunicación determinado o hasta
obtener la matrícula correspondiente, examen mediante. Otros están formados en oficios y
cada vez son más los que vienen de trayectorias académicas precarias o casi inexistentes, a
veces con muy pocos años de escolarización signados por la guerra y la violencia. Todos
están ahora con la baraja en mano definiendo qué rol van a adoptar en el entramado social y
es el momento en que las reglas del juego todavía son temporarias y lábiles y permiten
generar resquicios y grietas productivas. En un punto, en esta fase en la que estas personas
están adquiriendo el idioma y las herramientas comunicativas y sociales, la configuración de
un cierto “tipo social”, en un sentido amplio e intuitivo, estaría en algo así como un
momento liminar. Se trata de extranjeros pero no de meros migrantes y eso hace que el
estatus sea otro: el contacto obligado e institucionalizado con la lengua los ubica en un lugar
transicional en el que aún no está del todo claro qué papel desempeñarán cuando terminen el
rito de pasaje, un pasaje más que se suma al largo recorrido desde sus hogares.
Foto: Analía Cid
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Picapedreros
Por Javier Trímboli
Este escrito se origina en una invitación de la nueva revista de la Academia Nacional de la
Historia a participar en el dossier del próximo número, “La formación de los historiadores:
balance, dilemas, propuestas”. Con toda razón fue rechazado, solucionándose de esta
manera un malentendido. Aunque quizás haya sido un poco más que eso. La referencia
directa a la Academia que se encuentra hacia el final del escrito fue sumada para esta
ocasión.
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La invitación a participar en este ​dossier de la revista de la Academia Nacional de la
Historia pone el acento en mi condición de egresado de la carrera de Historia de una de las
universidades públicas de nuestro país, condición que se conjugó con una inscripción
laboral y, en cierta medida, profesional, que circuló y aún hoy circula por fuera de los
carriles de la investigación, si se la entiende a ésta en una trama de legitimaciones
estrictamente académicas. Para salir antes de haber entrado del todo del terreno de la
primera persona, digamos antes que nada que quienes realizaron la carrera de grado en
Historia y, por un motivo o por otro, pasaron a dedicarse al ejercicio de la enseñanza en el
nivel medio y un poco menos en el terciario, conforman -conformamos- una pequeña
multitud no del todo dispersa. El déficit biopolítico del caso, menor por cierto, impedía
hasta hace un tiempo añadir números, hacer curvas y trazar comparaciones, pero no es
mucho arriesgar decir que se trata de un contingente similar o incluso más numeroso que el
que integran los que continuaron la carrera de la investigación. Eso sí, con una muy escasa
visibilidad, cuestión que desde ya no soluciona la política universitaria con su claustro de
graduados. Así y todo, no obstante compartir un conjunto de situaciones con quienes
egresaron de los institutos terciarios, los profesores de Historia universitarios difícilmente se
libren de las marcas de esa instancia formativa primera. Lo apunto para otra ocasión: hay
aquí una deuda que sólo en una reducida parte desde 2001 a esta fecha se saldó -a eso
obedece que la pequeña multitud no esté totalmente dispersa, sólo eso- y es mucho más que
organizativa. Por eso también la primera persona del plural que aquí se ensaya, con permiso,
es inevitablemente frágil, más una apuesta que una sólida realidad. Escribíamos, entonces,
"por un motivo o por otro" y por el tono que, espero se adivine rápido no tiene nada de
queja, la cuestión puede sencillamente asimilarse a la puesta de relieve de un dato grueso,
pero esta bifurcación de caminos vale que no sea entendida -aunque siempre habrá quienes
prefieran hacerlo así- como un hecho natural, de inevitable selección y jerarquización. Si no
en los motivos de la bifurcación misma, lo que ella arrastra encierra algún tipo de
significado sobre el que es útil reparar. Antes de avanzar por ahí, digamos tan sólo que uno
de esos motivos fue el carácter mismo que asumió la profesionalización de los estudios
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históricos, "a cuyas reglas”, según señalaba Roy Hora en un artículo de abril 2001 en la
revista ​Punto de Vista, “todos los actores que deseaban adquirir posiciones en este campo en
construcción debían mostrar creciente obediencia". La cita no es al acaso, porque con Roy
Hora compartimos posiciones y preguntas, hasta que, bienvenidas, tanto unas como otras
pasaron a ser otras, por eso nos interesa entendernos con él. O desentendernos con claridad.
Quizás el fragmento de una conversación preste sus servicios para continuar el argumento:
primeros días de octubre del año 2003, en una oficina del Ministerio de Educación de la
Nación, quien sigue siendo una de las voces claves del campo intelectual argentino, con
importante compromiso con la nueva hora de la vida universitaria de la UBA -la que se
había iniciado en los años de la llamada primavera democrática-, lanzó en una reunión que
cuando un alumno comienza sus estudios en la carrera de Letras de esa universidad, se le
promete más o menos que va a salir de allí encaminado a ser un Derrida. Una vez que, ya en
la recta final, se encuentra con la realidad de que su futuro inmediato, y seguramente un
poco más, se desandará como profesor de una escuela secundaria, se quiere matar o
parecido a eso. Fiasco, fraude, loser. De lo que no cabe duda, aunque se podría decir que
esto es harina de otro costal, es de que sólo por la convergencia de otras fuerzas no menos
poderosas que obren sobre esa decepción, la situación puede revertirse y permitir que se
produzca algo beneficioso para los estudiantes, quienes lo tendrán frente a sí, piloteando a
su manera la mortificación, un par de veces por semana y por largos minutos. Por las dudas,
ya que esto no quedó registrado y no tienen por qué creerme -también porque se puede
argumentar que en Historia no se comete la irresponsabilidad de prometer cimas tan altas-,
digámoslo sin vueltas: la posibilidad muy cierta de devenir profesor de secundaria como un
destino menor, al que las carreras de Historia -en particular de la Universidad de Buenos
Aires- atendieron sólo con lo mínimo e indispensable, para cumplir. Hacer o no hacer las
didácticas, a eso quedó reducido. Porque incluso ese surco recorrido por tantos nunca logró
producir una muesca mínima en los programas de las materias o un sesgo, sólo eso, a la hora
de encarar las lecturas pertinentes. ¿Alguna vez habrá dejado caer un titular de cátedra
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apenas una observación que ligara un contenido con la labor próxima de una porción en
nada menor de los estudiantes que seguían sus palabras atentamente? Si se tiene en mente a
la UBA, casi seguro que no. Otra salvedad aunque el asunto no cambia: de 2003 a la fecha,
quizás con un salto pero también en continuidad con lo que viene ocurriendo desde los
primeros años ochenta, se ampliaron las chances no, por supuesto, de devenir Derrida, sino
de insertarse en la carrera académica.
Bien podría haberme referido desde un vamos a la llamada divulgación de la Historia que,
sin dudas, luce mejor, al menos más apetecible, que la docencia en el nivel medio de
educación. Porque allí, en las escuelas, según el razonamiento de Gilles Deleuze que, sin
embargo, no es el que apuntala el desdén del que dimos cuenta, no restaría mucho más que
"administrar la agonía", barranca abajo en tanto institución prototípica de la "sociedad
disciplinaria". Ya no tan sucias, aunque algunos las seguirán describiendo y viviendo así,
con chicos con la cabeza en cualquier lado, demasiado inquietos o zombis. La desazón del
profesor y novelista Gonzalo Santos, egresado de un terciario y amante de la Lingüística,
además de defensor de una calidad educativa que está por encima de las tensiones y las
desprolijidades, malditas, de lo real y sus clases sociales, también de la historia, llegó a la
página web de ​La Nación. Son breves videos que registran su conversación amena con una
periodista del diario, editados con el patrocinio del ​HSBC –​The Hong Kong and Shangai
Banking Corporation- fundado en 1865 poco después de la guerra del opio. No me
demoraré mucho más en retomar el hilo: su tránsito por escuelas medias e institutos
terciarios en calidad de profesor, recogido en sendos libros, ​En las aulas y ​(De)formación
docente, se convirtió así en una de las interrupciones más ciertas del silencio que rodea todo
lo que tiene que ver con este asunto. Interrupción y condena. Si pretendía escandalizar, jugar
a ​épater le bourgeois, demasiado rápido el diario de las clases acomodadas –la gran
burguesía como también se decía- lo hizo su amigo, su resentido favorito. Las pantallas,
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vayamos ahora sí al contraste, principales dispositivos a través de los cuales se produce la
divulgación, son pulcras, se prestan a todo tipo de cuidado, garantizando la distancia del
público, sin aliento, que no incomoda. A la vez, con la impresión gustosa de que se llega
-todo un problema ese verbo con el que se describe la tarea- a mucha más gente, otro
problema. Del roce y las asperezas a la positividad de las imágenes altamente producidas. A
Darío Sztajnszrajber le ha pasado, según comenta, que al cruzar una plaza en horario escolar
lo saludaran muchachos que, rateados de la escuela porque se aburren, lo felicitan
sinceramente por su programa de filosofía. Balbuceante, un estudiante de formación docente
se maravilla de cómo la complejidad del ​Manifiesto Comunista era abordada por
Sztajnszrajber que lo volvía tan interesante como entretenido; y él, nosotros, viéndonoslas
con adolescentes cuerpo a cuerpo, incluso con pantallas -las de los celulares- que capturan
su atención con mayor eficacia que nuestras palabras.
El tema, aquí quería llegar, es que más allá de todas las distancias que las diferencian
-también poniéndole fichas a que exista ese más allá-, una y otra práctica tienen en común la
decisión de comunicar por fuera del círculo de pares. De sacrificar información, de
simplificar los célebres matices en pos de comunicar, de someterse a la prueba de una
audiencia o de un grupo de estudiantes, a quienes hay que mostrarles que tenemos algo de
valor que transmitirles. Sucede que el problema que me interesa proponer, incluso para
remontar lo que fue el origen de una preocupación, es el del tan escaso interés de la carrera
de Historia por entenderse a sí misma y, por lo tanto, tomar medidas que incluyan
definiciones en los planes de estudio, en su retroalimentación con la sociedad. Si se duda de
que sea posible obtener algún provecho de esa relación, tachemos “retroalimentación” y
pongamos tan sólo “de cara a la sociedad”, con ánimo de interpelarla. La cuestión entonces
envuelve a la docencia y a la divulgación, territorios que han permanecido por fuera de la
exploración de las carreras. Uno precede por mucho su último giro modernizador; el otro,
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con una moderada pero cierta explosión que tiene entre nosotros más de diez años. Releo y
suena muy viejo este argumento, no digo remanido porque se lo dejó de repetir de un tiempo
a esta parte. Uno de los motivos que empuja a que suene así quizás radique en que en los
años que lleva el siglo XXI incluso quienes prefieren entender que la sociedad es una trama
no especialmente problemática, se vieron asaltados por imágenes inquietantes, aunque en
una de ésas ya las hayan remitido a maniobras de punteros, delincuentes, megalómanos o
corruptos, y con eso vuelvan a tranquilizarse. No nos pasa lo mismo, por eso las atesoramos
sin demasiado problema, familiares. Me faltó terroristas y narcotraficantes. Como sea, y
para todos por igual aunque se lo niegue, entrar en algún tipo de comunicación y
entendimiento con la sociedad no es un paño liso o un todo sin fisuras, es más bien un flor
de lío que nos acerca a unos y nos aleja de otros, y además nos compromete o nos aprieta. A
decir verdad este argumento es tan viejo como el otro, de otra vejez.
De todas formas, si uno repasa las críticas que se sucedieron, con poca capacidad de
incidencia, durante la década de los noventa, sorprende que no se le prestara suficiente
atención a un libro que efectivamente había cruzado la línea de los especialistas y se había
convertido en una suerte de solitaria nave insignia. Porque ​Breve historia contemporánea de
la Argentina de Luis Alberto Romero gozó de una presencia importante en las escuelas
medias, impulsada su lectura por un conjunto de profesores más emparentados
generacionalmente –por haber estudiado en los primeros años postdictatoriales- que por la
procedencia formativa. Sin que mediara una orden, siquiera una sugerencia, lo hicimos
comprar, de a uno o en grupo, en su defecto fotocopias o párrafos el pizarrón. Por lo menos
los que veníamos de la carrera habíamos intentando armar una clase con más de un trabajo
monográfico que nos había deslumbrado, en la búsqueda de una reconciliación imposible.
Pero lo de Romero era otra cosa, porque con la marca de su propia interpretación, reunía y
sintetizaba las investigaciones últimas sobre el siglo XX argentino, para disponerlas de
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forma tal que tuvieran provecho fuera del mundo académico. Ahora bien, lo poco que pudo
avivar de interés, pues éste no se contagió ni para su crítica, no tanto se debía a su clave de
lectura que, como señaló Roy Hora en ​Desarrollo Económico, acentuaba las facetas
integrativas de nuestra sociedad al punto de volver inentendible el momento violentamente
regresivo que se pasó a vivir desde mediados de los años ´70, sino a la condición más
general que Eric Hobsbawm le asignaba a la relación entre pasado y presente en ese fin de
siglo. La ruptura que parecía plena entre ambos tiempos, fenómeno que sobre todo
capturaba a los más jóvenes. A la vez, la impresión extendida de que la historia ya no podía
proveernos de un mapa que al menos nos orientara ante lo nuevo que ocurría y
desconcertaba. Decir con Hobsbawm todo esto que nos recuerda el muy mal momento que
nos abraza brinda hasta consuelo, pero en ​Historia del siglo XX él mismo está desconsolado.
La ​Breve historia… era la marca que podía alcanzar la disposición académica que, apelando
a uno de sus referentes fundamentales, ligado también a una tradición intelectual, se decidía
a comunicar más allá de sus fronteras.
Abril de 1999. Me parece que estábamos cansados de barruntar la necesidad imperiosa de
que nuestros saberes conecten con algún "afuera" o con la "vida", mentándola a esta última
en clave nietzscheana que habíamos leído con fervor con Ignacio Lewcowicz y que, a esa
altura del partido, parecía, como una vez se escribió sobre el amor, el infinito al alcance de
un perro. En ese mes el diario ​Clarín lanza los primeros fascículos de lo que llama ​Historia
Visual Argentina, con "infografías, fotos y documentos" y asesorados por un importante
equipo académico. Aunque no está en la web, recuerdo, somos varios, una publicidad en la
televisión que mostraba a una profesora debidamente caricaturizada en el momento de
ingresar al aula y, ya que era la de Historia, todos los alumnos caían en un sueño profundo.
Los fascículos, en su entrelazamiento aún débil con los medios audiovisuales, se postulaban
como solución ante este estado de cosas, al menos como un buen estimulante. No llamo a
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ninguna sorpresa, tampoco a la crítica, sólo me interesa destacar que estábamos en
problemas, me refiero a los profesores de Historia. Quizás también interesa para desenterrar
otro intento que incluyó a los "historiadores", así se decía en el anuncio en el diario y se
mencionaba a Luis Alberto Romero, en pos de hacer un aporte a la sociedad con su
intervención, a la vez que saliendo por un momento del sitio que sin embargo muy pocos
vivían como tal. Recurrimos nuevamente al artículo de Roy Hora en ​Punto de Vista: “Son
pocos los historiadores que parecen interesados en preguntarse si sus trabajos contribuyen a
iluminar aquellos aspectos del pasado que pueden alimentar el debate público. Este proceso
ha contribuido a distanciar al historiador de las preocupaciones que son típicas de la figura
del intelectual, y ha vuelto más atractiva la placidez corporativa para la mayoría de nuestros
investigadores.” Por aquellos días, el sociólogo Gabriel Kessler iniciaba una investigación y
en el trabajo de campo con muchachos menores de edad que habían delinquido y se
encontraban en institutos, interesado por el paso que habían tenido por las escuelas medias,
recogía esta observación: "A mí me parece que no sirve para nada la escuela, ni un poquito,
es cualquiera. Por ejemplo, ese día de Manuel Belgrano, ¿quién lo conoce? Yo no lo
conozco. Si lo conociera, bueno, pero si ya murió se murió."
Es que la coyuntura que quedó retenida en el lenguaje político y en la memoria colectiva
con el nombre de “crisis del 2001” fue una de las más bajas en lo que hace a la conciencia
del “sentido histórico” de nuestra experiencia como sociedad. Clásico, arrumbado, a ese
concepto lo desempolva Carlos Monsivais en su ensayo incluido en ​Historia, ¿para qué?:
“Si vale una definición instantánea, la noción de pertenecer orgánicamente a un proceso de
país o de clase, del que desprendemos nuestra visión de época, al que incorporamos nuestra
responsabilidad ante el futuro.” El dirigente de los obreros de la construcción y militante
comunista Pedro Chiarante cuenta en sus memorias que cuando en 1935 fue detenido por la
policía logró que lo dejaran prontamente en libertad recordándole a los jóvenes oficiales el
pasaje del ​Martín Fierro en que Cruz decide abandonar la partida y luchar junto con el
gaucho perseguido, un valiente. En la coyuntura 2001 hasta el libro de Hernández, una
71
manifestación hasta hace poco indubitable de un colectivo social con un pasado a cuestas, se
había vuelto una referencia obsoleta. En 2006, una joven docente de General Mosconi, en el
debate que siguió a la proyección de un documental sobre Agustín Tosco, comentaba que
ella era parte de la familia ypefeana –así lo dijo, inolvidable-, que en el año 1999 había
cortado la ruta con el Movimiento de Trabajadores Desocupados y que no podía creer no
haber tenido la menor idea de quién era Tosco mientras desempañaba su papel en ese
levantamiento. Todo en el marco del programa del Ministerio de Educación de la Nación “A
30 años del golpe” y la docente en cuestión no votó a Néstor Kirchner, tampoco a Cristina
Fernández de Kirchner ni en el 2007 ni en el 2011; no sé si a Scioli. Completa Monsivais:
“Todo sentido histórico languidece cuando ya casi ningún protagonista del pasado es
entendido genuinamente como nuestro contemporáneo.” No conozco registro, tampoco
quedó en mi memoria que el 19 y el 20 de diciembre se haya cantado la marcha, ni qué decir
la Internacional. Quizás por eso a algunos no nos terminaba de interesar lo que ahí ocurría
en tanto apertura a una perspectiva política, porque faltaba esa contraseña que no queríamos
aceptar caduca. Lo cierto es que para que se produjera semejante descomposición del
“sentido histórico” –en una sociedad que lo había tenido tan presente y vigoroso- tenían que
converger cantidad de situaciones, abandonos y descalabros, de lo que venimos hablando.
Cuando se nos convoca a trabajar en instancias estatales, primero en la secretaría de
Educación de la ciudad de Buenos Aires, durante la gestión de Aníbal Ibarra, y luego desde
ese ministerio pero de Nación –sí, aunque con una brevísima demora, julio de 2003-, mucho
más que por nuestros conocimientos adquiridos en la carrera de Historia -imagínense lo
poco que pesaba entonces la capacidad para desenvolverse entre los entresijos de la
producción académica- fue por la disposición que habíamos manifestado, un poco en
escritos pero también en pequeñas situaciones de trabajo, a entrar en conversación y pensar
con los docentes. Sí, dicho así de simple e indeterminado. Por Adrián Gorelik le prestamos
atención a uno de los cortos que integran la película ​Mala época, “Vida y obra”, en el que el
protagonista, un obrero de la construcción paraguayo, convence al puñado de trabajadores
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que lo acompañan de la necesidad de interrumpir las tareas laborales. ¿Una huelga? ¿La
llegada inminente del Mesías? No, para pensar. No es su responsabilidad, desde ya, que en
este sentido nos haya afectado el corto que nos presentó, el único de sensibilidad populista
de la película. Pensar, leer y discutir sobre los condicionamientos y las alteraciones que la
época produce en nuestra condición como profesores. No era virtud o altruismo, sino que
estábamos igualmente golpeados, por lo tanto no había más que hablar de igual a igual.
Éramos -seguimos siendo-, de Historia, de Filosofía, de Sociología, de Letras, de Ciencia
Políticas, de Educación y de Comunicación. Y más de una vez se puso en consideración si
llamarnos entre todos por el nombre de colegas o por el de compañeros. La diferencia era un
cúmulo de lecturas que habíamos hecho y que estaban en la cornisa, sometidas a prueba.
También haber pasado por la militancia en los años ochenta, ésa por la que nadie daba dos
pesos. ¿Cómo llamar a esa disposición? Política. Un poco más, comunista, aunque a
ninguno se nos pasara por la cabeza ni remotamente la revolución o el martillo y la hoz.
Evito exageraciones: en el severo artículo de Roy Hora que venimos citando se escribe a
propósito del proceso de conformación del campo historiográfico: "La continua degradación
del tejido social argentino en el último cuarto de siglo no afectó mayormente a este
proceso.” Bueno, si esto es así, mejor, sin entrar en esa discusión, los profesores de historia
universitarios estábamos inmersos en esa degradación del tejido social, sólo esta situación
alcanza para explicar la disposición muy importante para entregarnos a esta relación
política. Degradados. Leer este artículo en el otoño de 2001, incluso sin poder entenderlo
del todo, era un signo más de un mundo que se enrarecía. Sigue la cita: “De alguna manera,
el fin de la crisis política que agitó a la Argentina por cuatro décadas y el colapso de las
grandes alternativas ideológicas que animaban la vida intelectual del país, ha creado
condiciones que han facilitado el ingreso de nuestra historiografía en lo que Halperin
Donghi, su figura central, ha calificado como una época de normalidad." La normalidad que
menta Hora amenazaba desde hace tiempo con enloquecernos y no el “fin de la crisis
política”, sino su estallido más evidente en diciembre de 2001, nos devolvió el alma al
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cuerpo, en tanto que el padecimiento individual, que creíamos mera excepcionalidad que
nos acosaba, se volvió visible en su dimensión colectiva.
Una vez envueltos en esa relación habilitada por el Estado en uno de sus momentos más
flaqueantes -que apelara a gente como nosotros hablaba del punto muerto al que había
llegado la postdictadura, al mismo tiempo que del abandono que de él se había hecho-, la
inquietud por el pasado se empezó a despertar al ritmo del intento por superar de la manera
menos regresiva la crisis tan vasta que se atravesaba. Aún bajo su efecto, se aviva como
búsqueda de sentido de lo que había ocurrido, para dotarnos de alguna explicación acerca de
cómo se había llegado a semejante desmadre. O sea, acuciados por el presente. Las tonterías
que se dicen sobre el "relato" quieren olvidar que hubo un momento en que hablar de
historia pasó a ser una necesidad, también se convirtió en un material combustible. Aquí y
allá, los encuentros con maestros y estudiantes se transformaban en asambleas al abordar el
pasado reciente o, en otras palabras, el momento en que vastos sectores sociales habían
creído posible alcanzar la felicidad colectiva sin eludir sacrificios. Eso y su respuesta
represiva a través del terrorismo de Estado. Y la guerra de Malvinas como nudo fascinante.
En octubre de 2006 estudiantes de formación docente de Reconquista consiguieron alquilar
una combi para llegar a Corrientes para escuchar a Pilar Calveiro. Y le discutieron. Es
cierto, mucha primera persona, muchísimos recuerdos. Nuestras pobres formaciones
postdictatoriales se vieron también conmovidas. Con lo que había, que no era mucho, se
trataba de estar a la altura. Por todo esto lo de Beatriz Sarlo en ​La Nación en enero de 2006
fue entendido como una provocación. ​Historia académica versus historia de divulgación se
titula, se encuentra rápido en la web, y se mete con el tema por el revuelo que había traído el
lanzamiento exitoso del programa de Pigna y Pergolini, ​Algo habrán hecho…:
“La institución escolar podría ser la mediadora de este conflicto pero no tiene fuerza. La
crisis de una historia nacional presentada por la escuela y que convenza en primer lugar a
quienes deben enseñarla está acompañada por la dificultad que experimentan los maestros
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para entenderla, a causa de una débil formación intelectual que no los habilita del todo para
trabajar con la historia producida en las universidades y extraer de ella las narraciones para
la enseñanza. En el destartalado sistema escolar argentino, finalmente, es probable que se
esté más cerca de creer la asombrosa afirmación de que Mariano Moreno fue el primer
desaparecido (sobre todo si Pergolini lo pone en la televisión) que de leer ​Revolución y
guerra de Halperin Donghi.”
Provocación y confirmación de que hay una dinámica intelectual y académica que desprecia
el mundo que habitamos y no se hace ni un poquito responsable de esa trama averiada.
Recordemos que esa intervención de Sarlo es un año anterior a la aparición del canal
Encuentro, cuando una y otra historia parecían correr indefectiblemente por andariveles
bien separados, con el mercado y sus leyes ensanchando las distancias. Las incursiones que
sobre el pasado se hicieron desde el canal del ministerio de Educación, así como desde la
Televisión Pública, adquirieron potencia por el nervio político que si no las habitaba
explícitamente, las connotaba. Porque, a contramano de los tiempos que corrían salvo para
unos pocos países sudamericanos, los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner se explicaron
recurriendo al pasado, incluso sin buscar zanjar las diferencias que fueron moneda corriente
en él. ¿Sal en las heridas? No, pero sin poner el peso en las reconciliaciones, fomentando el
desacuerdo, es decir, la política. En esa búsqueda que se aceleró a partir del conflicto
producido por la resolución 125, con los ojos puestos en el Bicentenario, pero cuando todo
daba a entender que la intrusión, en tanto gobierno, de ese cuerpo extraño en el Estado
nacional, tenía sus días contados; en esa situación el poder de la historia se volvió
deslumbrante. Ya no era sólo el pasado reciente lo que inquietaba. Entre nosotros, la
vergüenza por haber escrito, en la introducción del libro de entrevistas ​Pensar la Argentina
de 1994, que la historia escrita por el revisionismo producía una melodía “grosera y
estridente”, se disminuía hasta llamar a la risa, al encontrar mucho de imprescindible en la
obra de Busaniche, de José María Rosa o de Abelardo Ramos.
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Casi que ya no vale preguntarse por la biblioteca, digámoslo así, que nos dio la carrera, por
su utilidad para desenvolvernos en estas otras lides. Hagámoslo brevemente para constatar
que, sin embargo, la respuesta no es tan fácil. Porque enemistarse con una biblioteca,
desviar y hasta obliterar las instrucciones para su uso, sin dudas implica un reconocimiento.
Y entiendo que a muchos algo así les ocurrió. De todas maneras, es inevitable por lo menos
afirmar que hay ausencias notorias que, para el ejercicio de la docencia y para la
divulgación, constituyen un agujero. Si, como celebremente señalaba Jean Paul, los libros
son extensas cartas destinadas a los amigos que no se conoce, entonces a producirlos; a la
vez, si una cultura nacional -su “sentido histórico” o, su tradición jaqueada- existe sobre la
trama de esa correspondencia nutrida, de libros que producen vínculos intensos, a la carrera
de Historia nada de esto pareció interesarle. Por eso llegar ya no a esos libros del
revisionismo que mencionábamos y, aceptemos -o hagamos como-, están tomados por una
politización muy reciente, sino a los de Vicente Fidel López, de Mitre y de Sarmiento
-afines ideológica y políticamente con el punto de vista que renovó los estudios
historiográficos- se convierte en una empresa que ocurre por fuera o en los márgenes de la
vida universitaria. Así, ampliando un poco el plano, es posible graduarse sin haber leído una
página de José María Paz, de Martínez Estrada o de Rodolfo Walsh, tal como si en ellas no
hubiera secretos imposibles de desatender si se quiere hacer algo bueno en historia
argentina. Pero no nos metamos en esas aguas, quedémonos en las nuestras, no hay duda de
que esos libros plantean preguntas y problemas que vuelven pública la inquietud por la
historia, producen amistades y enemistades.
Si puede decirse, y nos complace ya que hicimos nuestro aporte, que una parte de la
sociedad sacó la cabeza de ese grado cero de “sentido histórico” en el que estábamos
sumidos, la nueva hora política que pliega de mejor manera a la Argentina a una del mundo
-la del capitalismo en su fase extrema- en tantos sentidos lamentable, abre otros
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interrogantes. La amplitud de voces que sostiene ​La Nación hace convivir el entusiasmo de
Carlos Pagni al notar que en el discurso de asunción presidencial Mauricio Macri no incluye
referencias a la historia argentina -“Después de una larga década en la que el poder
manipuló el pasado para dominar el presente, el nuevo mandatario inició su período con un
discurso sin referencias a la historia. Su mensaje careció de Rosas o Perones”-, con las
consabidas editoriales que desde el día posterior al balotaje y luego con regular frecuencia
convocan a revanchas sociales y políticas, a las que entienden en una recargada línea de
disputas históricas. Véase, por ejemplo, lo señalado sobre los desfiles militares (21 de junio)
y que se lleva de maravillas con lo que efectivamente ocurrió el 9 de julio; o la temprana
demarcación del significado que debería tener esta nueva celebración para aventar la
“pesadilla” del Bicentenario en 2010 (14 de febrero). Es la historia consabida, la por tanto
tiempo dominante y conmemorada desde el Estado, que por tal motivo se entiende a sí
misma como una pieza natural. Lo que no se puede evitar es que resalte la voluntad de
expulsar el desacuerdo que, en tanto aún está vivo social y culturalmente, es un objetivo que
tiene que producirse y no puede disimular su propia violencia. En clave de divulgación y
con intención de entrar en las escuelas, las modificaciones que se han hecho con ​Zamba, en
el primer capítulo elaborado por la nueva gestión, van por este camino. No hay disidencias,
no hay provincias que no envíen congresales a Tucumán, ni siquiera se las nombra.
Belgrano propone a la monarquía como forma de organización pero no se pronuncia
“incaica”. La violencia es inevitable porque nada se puede hacer para que deje de circular y
se lo coteje con el capítulo de ​Zamba hecho años atrás sobre el congreso de Tucumán en el
que parte del protagonismo lo tiene Artigas.
Vale entonces preguntarse si a una posición que funciona con estos presupuestos le
interesará llevara adelante sostenidamente políticas de divulgación de la historia y otras que
animen lo que ocurre en las escuelas. Incluso, si se buscará una alianza entre el Estado y la
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producción historiográfica académicamente legitimada para comunicar por fuera de sus
límites. Sobrarán incomodidades, reticencias individuales y un poco más, aunque esto no
quita que también de manera individual -y un poco más- haya algunos que estén dispuestos
a sumarse. En este sentido, un artículo como el que Roy Hora escribe en el número del
suplemento “Ideas” de ​La Nación dedicado a los 200 años de la independencia, ¿puede ser
parte de este programa? Instalar a Julio Argentino Roca como a uno de los principales
abanderados de la “utopía del progreso”, en el momento que se considera como el más
cierto de su realización en nuestras tierras, es por empezar desmerecer al Roca militar y
político sublunar, así como barrer la historia de acontecimientos y rugosidades. Por favor,
no imaginemos tan sólo la campaña del desierto. Así y todo, hacer que la historia sea útil
para alguna vida siempre significa simplificarla, hacerla en un punto sufrir, cuestión que, no
obstante, a los que estamos de esta lado nos puso en más de un problema con el Instituto
Dorrego, también con Bayer. Un problema de gradaciones, casi homeopático, cosa que muy
bien pensaba Nietzsche. En la trama de sentidos poderosa y beligerante de ese diario más
que centenario, se abre la posibilidad de coronar por derecha -si no gusta, dígase socialista,
liberal o progresista, no importa-, esa preocupación que hace mucho se viene planteando y
que aquí retomamos, la de que la historia salte las vallas de su profesionalización y evite su
congelamiento. ¿Acaso no tenía ya esta orientación ​Los terratenientes de la pampa
argentina. Una historia social y política, 1860-1945, el libro de Hora, muy a tono con la
coyuntura del 2001, en el que con pocas ambiguedades y contrapuntos se postula a la
Sociedad Rural Argentina como agente virtuoso y progresista, frustrada su acción por la
política. Es decir, toma partido, se enlaza sólo con la distancia que le provee el tono
académico con el degradado “tejido social argentino”. Ojalá, por supuesto, me hagan saber
que me equivoco en esta relectura apresurada por el puntazo del 3 de julio de ​La Nación; o
que lo suyo no sea más que un efecto de la distorsión política e ideológica del 2001. Pero el
artículo sobre Roca y la utopía del progreso parece complementar -también sólo en parte
contradecir- una posición. Nos detenemos acá, no hacen falta muchas más especulaciones,
ya que no es difícil advertir que esto no prosperará. Porque no hay vida más rica ni más
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justa que se alimente desde una perspectiva como ésta. Demasiado ideológico. Sobre todo
no prosperará porque las bases sociales que rechazan con más vigor lo que activó el
kirchnerismo construyen sus subjetividades en relación verdaderamente intensa con el
consumo, con las comunicaciones interpersonales y sus pantallas, no así con la historia. No
precisan de ella. Por lo demás, sabemos que Roy Hora nunca aceptará ser parte de la
Academia Nacional de la Historia, esa institución que sirvió de contraste -el otro lo ofreció
el revisionismo- para mostrar lo que de nuevo tenía el momento de renovación
historiográfica que se hizo fuerte en las universidades públicas a principios de la década de
los ochenta.
Si hay algo que celebrar en estos días es que la politización todavía vigente haya invitado a
algunos historiadores a enunciar públicamente lo que en épocas de normalidad, o cuando
discurren en medios académicos, jamás explicitarían de la misma forma. Así hubo quienes
se vieron raramente compelidos a tomar la palabra en la esfera pública. Señala José Emilio
Burucúa, académico de número -número 35, sitial 32, si es que así se dice esto-, también en
una edición que rodeó al 9 de julio último, pero de la revista ​Ñ del diario ​Clarín, que “tras
70 años, la Patria perdió belleza, está avejentada y, de justiciera, casi nada conserva. Eso sí,
permanece contradictoria, el propio peronismo es el picapedrero de sus ilusiones.” Varias
cosas se pueden decir de esto, digamos tan sólo que se nos expulsa una vez más de la Patria,
al menos esa es la intención. Esa expulsión redundará en una nueva invisibilización,
cuestión sobre la que, aunque con otros ingredientes, tratamos en estas páginas. Aun cuando
no nos identificamos plenamente con el peronismo, no nos disgusta ni un poco el nombre de
picapedreros, con el cuadro de Courbet como divisa internacionalista. Veremos cómo
continuamos la tarea de impedir que se vuelvan realidad las ilusiones de esa Patria que
nunca será nuestra ni de las mayorías sociales cuando se encuentran en estado de
emergencia y peligro. Todo en pos de alcanzar la nuestra, a veces un dolor, otras una fiesta
o una herida. O una asamblea. Las universidades públicas y en especial las carreras de
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Historia se reencuentran con preguntas fundamentales que las reaniman cada vez que se
deciden por este camino.
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Envidia y venganza
Por Florencia Abadi
I
Aunque los dioses del Olimpo no puedan siquiera mirarla y la hayan condenado al
ostracismo, Envidia también es una divinidad. Ovidio la representó de un modo
enfáticamente espantoso: sucia de putrefacción, con el cuerpo demacrado y el rostro pálido,
bizca, los dientes mugrientos, el pecho verdoso; se alimenta de carne de víbora para
acrecentar su veneno, que empapa su lengua, y gime sufriente ante cada virtud y alegría que
ve; su hogar está oculto en un triste y profundo valle, adonde no llega el sol ni el viento y en
el que impera un frío tumefacto; no duerme porque siempre está ansiosa, y se consume;
contamina con su aliento los pueblos y ciudades por los que pasa, marchita las plantas y
arrasa los campos floridos. Ninguna figura de las ​Metamorfosis es ni se transforma en algo
tan horripilante.
Envidia es la versión romana de Némesis, diosa griega de la venganza. El desplazamiento
revela una interiorización: si tanto la venganza como la envidia buscan destruir aquello que
aman, el vengativo lo actúa en el mundo externo –se da el gusto–, mientras que el envidioso
se envenena, metáfora de lo oculto de su padecimiento, se carcome y ​se pone verde. La
envidia pertenece al ámbito de lo inconfesable. Puede llevar adelante su deseo de destruir
(sobre todo a través de la blasfemia), pero tal acto no la define. Lo propio de la envidia es,
en cambio, la impotencia para la acción, la impotencia para realizar su deseo. La venganza
restablece y repone el equilibrio de la justicia (Némesis tenía entre sus atributos la balanza y
la espada); la envidia es un desequilibrio en sí misma, ligado a la insaciabilidad. La
venganza es el placer de los dioses –por lo deliciosa, pero sobre todo por lo infrecuente que
resulta tener la oportunidad de llevarla a cabo–; la envidia, un pesar que los dioses han
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desterrado y al que recurren nada más cuando quieren…llevar a cabo una venganza. (En las
Metamorfosis, Envidia aparece cuando Minerva desea vengarse de Aglauro; cumple las
órdenes de la diosa guerrera inyectando en el pecho de Aglauro una peste maléfica por la
cual comienza a envidiar el afortunado matrimonio de su hermana con el dios Mercurio.)
Sin embargo, en la medida en que la venganza fracasa, la envidia se destaca en su función
deseante –de carencia–. Esto puede verse con claridad en la historia de Cupido (Eros) y
Psique. Venus envidia a Psique, una joven tan bella que los hombres la adoran como a la
misma diosa de la belleza (es decir que le ha ​robado su lugar); entonces Venus planifica
una venganza: envía a su hijo Cupido a clavarle una flecha de modo que se enamore del
hombre más horrible, miserable y bajo en recursos; pero Cupido al verla se clava la flecha a
sí mismo (tampoco él puede prescindir de ese elemento externo que representa la no
elección libre en el amor erótico) y se enamora de Psique. (Luego la lleva a un palacio, la
hace su esposa, y la visita por las noches en completa oscuridad, para que ella no conozca su
identidad.) La envidia de Venus señala al hijo el objeto de su deseo. Apuleyo hace decir a la
diosa: “de lo que más tengo enojo en este asunto es que yo fui la celestina, porque yo misma
le mostré y enseñé a aquella doncella”. Eso la indigna más que el fracaso de la venganza. Se
trata de la envidia abriendo el juego del deseo. Venus es aquí el mediador en la economía
del triángulo girardiano: Girard enseña que el deseo surge a partir de un modelo que es
aquel que indica el objeto; el Quijote desea a través de Amadís, Madame Bovary tiene por
modelo las heroínas románticas, etc. Eros es envidioso; Apuleyo describe a Cupido
“venenoso como la serpiente”.
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La mirada bizca de la Envidia es el soporte de la triangulación que exige el deseo para
circular (tan bien lo comprende la histeria). La tragedia del deseo es que el estrabismo
introduce la insaciabilidad. El carácter defectuoso de la visión envidiosa se constata en que
idealiza (“magnifica”, dice Ovidio) y hasta delira, ya que le supone al otro un goce
imaginado por ella, se crea a sí misma la fantasía de que el otro ha encontrado su objeto
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adecuado –se envidia ese goce, no el objeto– (Lacan). La envidia es la marca de la
diferencia que cree que alguien tiene lo que otro no tiene. Esa diferencia le otorga al
envidiado la posesión de lo absoluto. Se envidia para creer que existe ese absoluto, que el
deseo puede satisfacerse plenamente. La envidia sostiene la ilusión, protege al deseo
velando el carácter constitutivo de su falta. Pero en tanto mediación del deseo ajeno, la
envidia se distingue del deseo propio. Consiste, más bien, en un ​despertar tardío del propio
deseo, que en su aparición lo hace ya frustrado, ya impotente (presume que el otro le ha
robado su deseo, pero en realidad su deseo aparece recién cuando el otro se lo roba). La
envidia muestra el objeto de deseo al otro, pero para el envidioso solo queda el de destruir o
robar aquello que si el otro tiene (y no se lo convencerá de otra cosa) está ya perdido para él.
La ​invidia pertenece por definición al ámbito de lo visual, está íntimamente ligada con el
ojo, y con el mal de ojo. En el purgatorio de Dante el castigo para los envidiosos es la
ceguera. Erwin Panofsky ha mostrado que Eros se representa como ciego en gran parte de la
tradición iconográfica del occidente. Ceguera o estrabismo, no hay sujeto con vista de lince.
II
“Espejito, espejito en mi habitación, ¿quién es la más bella de esta región?”, pregunta la
malvada reina del cuento de Blancanieves. Y el espejo mágico siempre, cada vez, le dice
que es ella la más hermosa. Nunca, jamás, varía la respuesta. Hasta que un día lo hace: la
más bella es ahora Blancanieves, que ha cumplido dieciséis años. Un lugar estable se ve
amenazado, tambalea. Algo que “era de ella” le es quitado. Para que haya envidia es un
requisito la posibilidad de esta sustitución imaginaria, por eso la envidia se da entre
semejantes. En contraste con la venganza, la íntima lógica vengativa-justiciera de la envidia
se hace lugar mediante la idea del propio merecimiento y el no merecimiento del otro. La
admiración, en cambio, funciona como antídoto contra la envidia, en la medida en que
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introduce la idea del merecimiento del otro. La enemiga de Némesis no es otra que Fortuna:
la justicia odia la suerte, el azar, el don que desequilibra la balanza meritocrática.
En el mundo imaginario-especular de la envidia, solo hay ​un lugar. “Es necesario que ella
muera aunque me cueste mi propia vida”, gime sufriente la reina. Cuatro veces intenta matar
a Blancanieves, y todas las veces fracasa. Este fracaso es la cifra de la impotencia propia de
la envidia, el signo visible de la imposibilidad de realización de su deseo. Como la mirada
de Medusa, la envidia paraliza, petrifica, pero no mata. Paraliza al que está poseído por la
envidia, y por contagio, al envidiado, mediante el mal de ojo. Blancanieves no muere, queda
paralizada. Y los enanos deben reanimarla laboriosamente de cada envenenamiento
envidioso. (Hacia el final del cuento, en cambio, Blancanieves y el príncipe se vengan de la
reina exitosamente: en su fiesta de casamiento le colocan unos zapatos de hierro caliente,
con los que la obligan a bailar hasta caer muerta.)
La leyenda ha sido generalmente narrada de tal modo que parece haber una enorme
distancia entre la casa en el bosque donde se esconde Blancanieves (después del primer
intento de homicidio) y el castillo de la reina. Esa lejanía encubre la gran proximidad entre
ellas. Suele pasarse por alto que la reina del espejo es nada menos que la madrastra de
Blancanieves, es decir, quien ocupa el lugar de su madre. La madre natural de Blancanieves
aparece al comienzo del relato, caracterizada como una reina que anhela fuertemente una
hija blanca como la nieve; pero al nacer esta, ella muere. Aquello que el inconsciente
colectivo no tolera y disfraza es la envidia de la madre, una envidia de la belleza (de lo que
atrapa la mirada) pero sobre todo de la juventud.
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En ​Envidia y gratitud, probablemente el libro más relevante sobre la envidia en el ámbito
del psicoanálisis, Melanie Klein cuenta otro mito: la envidia nace de la relación más
temprana con el pecho materno; cuando este se demora o no está, aparece en el bebé la idea
de un pecho mezquino, que “retiene la gratificación”, y entonces surgen los impulsos
envidiosos y destructivos. La envidia es concebida aquí como una pasión primaria –en
contraste con los celos que son edípicos y posteriores–, ligada al odio y a la pulsión de
muerte anteriores a la pulsión de la vida. En contraste con la gratitud, que supone que de esa
felicidad uno ha recibido, la envidia recela que no le ha tocado nada de ella. Es el
sentimiento principal de lo que llama “posición esquizo-paranoide”, caracterizada por una
gran ansiedad persecutoria proyectiva, una marcada tendencia a la fragmentación y a la
idealización excesiva, que es mitigada posteriormente por la “posición depresiva”, en que el
niño comprende que el pecho malo, que él quiso destruir, es el mismo que el bueno.
Entonces, integra ambas representaciones y siente culpa por haber querido destruirlo. Esa
integración está habilitada por un ​resto de amor que pudo salvarse del sadismo infantil: en
algún momento, la pulsión de muerte se detuvo, pudo abstenerse de su goce.
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Mientras Klein indica la envidia del niño respecto del pecho materno como un momento
precedente incluso al devenir madre de la madre, los cuentos de hadas actualizan el
conflicto desde la perspectiva de la madre. La figura materna –que como se sigue de lo
dicho no coincide por necesidad con la madre de carne y hueso– representa el amor –en su
sentido no erótico–: el cuidado, la protección, la nutrición, el apego; y la envidia, como
sostiene Klein, “socava el amor”. Madre amorosa y envidia tienen que estar separadas. Esto
separa, naturalmente, a la madre del deseo (o amor erótico). Porque aunque duela admitirlo,
el deseo y el amor funcionan con lógicas no solo diferentes sino opuestas (Carlos Quiroga).
Si el amor es protector, el deseo en cambio está determinado por la rivalidad; Marte es el
padre de Cupido. No hay ninguna manera de que la rivalidad y el cuidado armonicen.
Cupido tuvo, necesariamente, que traicionar a su madre.
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