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Hago uso de la palabra, en este doloroso acto, en nombre de la Academia
Paraguaya de Derecho y Ciencias Sociales, de la cual el maestro Ramón Silva
Alonso era su presidente. Se trata, sin dudas, de un discurso que jamás hubiese
querido pronunciar.
No es tarea fácil la que me toca, entonces; eran tantos los lazos de amistad que me
unieron con el maestro, era tanto lo que hizo por la cultura jurídica paraguaya,
que no sé si podré trasmitir cuanto afecta a mi persona - y lo que es más
importante, a nuestra sociedad – su triste partida.
La Academia de Derecho fue seguramente la última y más importante de sus
obras. Crear un espacio entre los estudiosos del derecho, para el debate de los
grandes temas de la ciencia jurídica, enraizados también con los graves problemas
que tiene el país era y es la idea rectora de la institución. De la mano del maestro
comenzó sus primeros pasos, y como tales, los más difíciles. Pero el Paraguay era el
único país de la región que no tenía su Academia de Derecho. Me parece
extraordinariamente simbólico que su último gran aporte a nuestro derecho haya
sido el de haber llenado este vacío que teníamos; lo que nadie puede dudar, ni por
un instante, es que sólo había una persona en nuestro país que podía hacerlo, pues
nadie más tenía ese rasgo que lo diferenciaba netamente del resto de nuestros
juristas: el de ser, sencillamente, indiscutible. Ese era el maestro Silva Alonso.
No voy a hacer una reseña de su vida, como se acostumbra en actos de esta
naturaleza, porque ha sido tan fructífera que no habría espacio para ello. Pero no
puedo dejar de mencionar hechos resaltantes de ella, que marcaron a él y a nuestra
sociedad.
Bachiller del colegio de San José, de una camada brillante, de las mejores que tuvo
ese colegio entre los que revistaban Jerónimo Irala Burgos, Gustavo Gatti, Emilio
Fracchia, José E. Gorostiaga y muchos otros
Tan pronto ingresó a la Facultad de Derecho, tuvo ese raro encantamiento con esta
disciplina, que lo acompañó hasta los últimos instantes de su vida. También egresó
de ella con una pléyade de abogados que hasta hoy, honran a nuestra sociedad.
Y partir de ese encantamiento, , y voy a usar una frase suya que decía de muy
pocas, personas, comenzó a hacer derecho en serio.
Su ingreso a la magistratura le dio la experiencia de vida, el contacto con la
realidad de los problemas que muchas veces los hombres no sabemos manejar y
tienen que llegar a instancias judiciales para su resolución.
Ocupó y prestigió todos los grados de la carrera, del cursus honorarium: Juez de
Primera Instancia en lo Civil, Miembro del Tribunal de Apelaciones en lo civil y
comercial y miembro de la Corte Suprema de Justicia. Sus fallos eran
considerados modelos de cómo impartir justicia. Fundados, estudiados, meditados,
buscaban siempre cumplir con el objeto del derecho: hacer justicia.
Pero no se conformaba con ser solamente Juez. La cátedra universitaria lo atrajo
desde siempre, y tengo el privilegio de haber sido de la primera camada de
alumnos suyos en Derecho Internacional Privado.
Cuando murió uno de los grandes profesores de la facultad, el Dr. Alfonso
Capurro que tenía a su cargo una de las asignaturas más complejas, obligaciones,
Silva Alonso se hizo cargo de ella, y por su formación y dedicación, hizo que no se
sintiera la desaparición del maestro. Y como el Leucipo de Rodó, en sus parábolas,
puso el pie delante de la huella del maestro, e hizo lo que ese otro no pudo: escribir
sobre obligaciones.
Lo pudo hacer con consistencia, pues había sido miembro de la Comisión Nacional
de Codificación, y había participado de la redacción final del Proyecto. Pero
además respetaba y amaba al derecho de obligaciones, el corazón del derecho civil,
que al decir de un maestro que tanto el citaba – el gran Josserand – “es más fuerte
que el bronce, pues ha sobrevivido a la caída de los imperios y hasta de las
civilizaciones”. Tenía entonces las herramientas para hacerlo. Pero eso no era
suficiente: el tenía además la voluntad de hacerlo, y el buen sentido para orientar
en una materia tan útil como difícil. En sus palabras, aquello que era complejo se
volvía entendible, las enmarañadas cuestiones suscitadas en ese ámbito, eran
dilucidadas con claridad. Para él la ley era, como nos decía Portalis en su Discurso
Preliminar, “no un mero acto de autoridad… sino por sobre un acto de sabiduría,
de justicia.” Son pocos los que pueden evidenciar ello como el maestro Silva
Alonso.
Es que él como nadie entendió que el derecho es la razón fundada. Por eso siempre
se empeñaba en encontrar las bases de cada institución para a partir de ellas ir
dilucidando el contexto en que fueron dictadas y para qué. Por eso sus libros, que
son muchos, tienen tantas ediciones; a cada una iba agregando conceptos nuevos,
producto de ese estudio permanente que hacía del derecho, comprendiendo que
éste es esencialmente dinámico y que debe acomodarse a las mutaciones de una
sociedad en constante transformación.
Pero, aún en la solemnidad y congoja de un acto como este, no puedo dejar de
mencionar algunas cuestiones personales que me unieron con el maestro. El fue
quien me llevó a la Cátedra Universitaria; como Auxiliar, primero, hasta que me
dijo un día: “ya estás para enseñar”. El fue además quien en 1988 presentó la
primera edición de mi libro sobre las Personas. El fue el que me honró con que sea
yo, su discípulo, el que presente su libro de Derecho Internacional privado. Pero
por sobre todo, fue el quien me honró desde muy joven con una amistad que
trascenderá los limites de esta pasajera vida. La conversación con él era un deleite,
pues no solamente sabía derecho, sino de literatura, filosofía, y por sobre todo
sabía de la vida, porque la vivió con decencia, dignidad, decoro y honestidad,
virtudes que trasmitía con su sola presencia.
No puedo concluir sin destacar lo que para mí era lo más importante de su
personalidad. Kililo, me permito llamarlo así, era un hombre de bien. Y como tal
creó con su esposa Negra una familia a la que supo trasmitir esos valores, y que, si
bien sentirán hoy dolorosamente su ausencia, tienen un honor que pocos
comparten: llevar en la sangre y el alma el nombre y recuerdo de un ser humano
inolvidable.
Su partida nos llena de pesar. Pero nos fortalece saber que está en el mundo de los
justos, porque él fue un hombre justo. Nos fortalece saber que no vivió su vida en
vano. Nos fortalece saber que su nombre está desde hoy y para siempre inscripto
en el bronce de la inmortalidad. Nos fortalece saber que cuando tengamos
momentos difíciles, su recuerdo, y su ejemplo serán los acicates para superarlos.
Y murió en su ley. Hasta el último hálito de su vida, haciendo derecho, consagrado
a la justicia. Fue esto, como sabemos quienes lo conocíamos, lo que lo inspiró
siempre. Con una veta docente innegable, marcada a fuego en lo más profundo de
su alma, Ramón Silva Alonso deja un vacío inconmensurable e irremplazable en el
derecho paraguayo.
En una de sus páginas más memorables, el bellísimo proemio a su obra de derecho
internacional privado, plasmó quizás mejor que nunca su espíritu de docente y
cultor del derecho, al tiempo de referirse al Creador: “todo el que enseña siente la
necesidad de escribir. Al propio tiempo siente el peso de las propias limitaciones.
De atender a éstas no se escribiría nunca. Platón y Aristóteles escribieron.
Sócrates, maestro de filósofos, no escribió nunca. Y el Maestro de maestros nada
escribió, sino unas palabras sobre la arena”.
Kililo, estoy seguro querido amigo, que estarás a partir de ahora - y para siempre conversando y discutiendo sobre las obligaciones, el derecho y la justicia, en
presencia y al amparo de este Maestro de maestros. Hasta siempre.

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