El cuento de la lechera

Transcripción

El cuento de la lechera
YO, TÚ, ELLAS
Miguel Aranguren
El cuento de la lechera
www.miguelaranguren.com
S
i es que me tomo demasiado en serio, como tal vez le ocurra a usted.
Nos enfrentamos a la vida con un
empacho de gravedad, quitándonos
el sueño a causa de una crisis de más
y unos euros de menos, con lo importante que es
dormir bien y suficiente... Pero así somos, caminantes por este momento de la Historia que juzgamos difícil; caminantes que se amargan en
cada ocasión que consultan los datos económicos que trae el diario, cuando difícil, lo que se
dice difícil, fue el tiempo de los otros, los que vivieron antes, aquellos que descubrieron las orejas al lobo de la guerra, del invasor, del hambre
y padecieron tantos otros sacrificios que les engrandecen ahora que les miramos con la distancia de los años. Porque lo nuestro será malo
–que se lo digan a quienes llevan tantos meses
sin encontrar empleo o sin cobrar–, pero no tanto como para echarnos por encima el telón de la
depresión, una palabra que se utiliza mucho en
el sur de América. Me lo contaba un amigo que
conoce aquellos lares: Uruguay fue, durante mucho tiempo, el regocijo del continente, un lugar
pequeño pero rico en pastos –en comida, ya nos
comamos la verdura, ya la vaca–, con un envidiable rincón para el descanso. Sin embargo, la mala
administración les empujó a deprimirse hasta el
punto de que lo que en Argentina era un sueño,
en Uruguay se transformaba en pesadilla, o en
melancolía, que es el miedo que paraliza. Ahora que Argentina es el cortijo Kirchner, la banda
robaempresas, lo que en Argentina es una pesadilla en Uruguay conduce irremediablemente al
suicidio, que es una manera muy masona de darle puntilla al fracaso.
Así que riámonos de nosotros mismos, de nuestras cuitas, de nuestras congojas, de ese tobogán
inclinadísimo en el que se ha convertido el parqué de la Bolsa, una bajada aquí y otra bajada
allá, con lo divertido que es lanzarse, como cuan-
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do éramos niños... Es decir, tomemos este desastre como una aventura, que ya tendremos tiempo para cambiar las cosas después de un atracón
de risas, por favor, que en España al menos nos
queda la familia, que se ha convertido en el mejor
subsidio para el desempleado, no como en Francia y otros países del norte, que allí sí que son
desgraciados porque disolvieron la familia hace
muchos lustros. Y aunque sé que las cosas no les
van tan mal, al que se arruina sólo le queda la ruina. Y al que se mantiene, sólo le quedan unos títulos, unas participaciones, papeles impresos que
no pellizcan el corazón como lo hace el abrazo de
un padre, el beso de una madre, el calor de los hijos que revolotean alrededor.
Como voy a reírme de mí mismo, empezaré por
confesarles que el otro día caí en falta, yo que soy
lo que se dice difícil
fue la vida de los que
vieron las orejas al
lobo de la guerra, del
invasor, del hambre
miguel ARANGUREN
Pocas veces me río
de mí mismo.
un tipo serio e impecable. La cajera de una gasolinera, después de llenar de carburante el depósito de mi motocicleta, me tentó con una apuesta para uno de esos juegos que se celebran cada
día. ¡Una apuesta! A mí, que ni siquiera juego en
el sorteo de la Lotería en Navidad porque desprecio el dinero ganado sin esfuerzo… Y piqué, claro,
que tampoco fue para tanto, un euro nada más a
cambio de un papelito con 11 números del uno al
cien, si esto no lo gana nadie, le dije, que no conozco a una sola persona a la que le haya cambiado la suerte por tan poquito. Y ella, la cajera,
sonrió, que era muy amable, y empezó habla que
te habla, a cantar las glorias del juego, que si le
han dicho, que si conoce, que si riquísimo, que
si… Antes de marcharme, me pidió que regresara
si aquella noche me convertía en el afortunado.
Que me acordara de ella para compartir la lluvia
de dinero. Que le regalara un pellizco. Con un pellizquito se conformaba.
Y ahora viene lo irrisorio: en cuanto me subí a
la moto comencé a fabular. La fábula de un hombre rico de un plumazo, la fábula de quien devuelve sus deudas con la suficiencia del millonario, la fábula de aquel que se molesta en hacer
obras de caridad sin dejar de observar su mano
derecha, la fábula del que empieza a viajar por el
mundo mundial y se hospeda en los mejores hoteles, de quien envía su automóvil al desguace
al tiempo que solicita un coche nuevo con todo
tipo de extras, la fábula del que se concede ese
capricho, y aquel otro y el de más allá, la fábula del que costea las ediciones de sus novelas y
mira, condescendiente, por encima del hombro,
a sus viejos editores… Les confesaré que llegué a mi destino sin apenas darme cuenta. Tuvo que ser por entonces cuando a la lechera se le cayó el cántaro al
suelo, evaporándosele el listado completo de
sus afanes.
No me tropecé ni caí sobre la acera, aclaro. No atropellé a ningún peatón ni
me golpeé de frente contra un
taxi. El asunto tuvo menos
espectáculo del que merecía; lo que desvaneció aquella fútil ensoñación no fue
otra cosa que acordarme
de los míos: de mi mujer y
de cada uno de mis cuatro
hijos. De mis hermanos y
cuñados. De mi suegra y
demás parentela. De mis
amigos. De mis compañeros de trabajo. De los que
no están. De mis lectores y de
aquellos a los que no les gustan mis libros.
Todos ellos fueron responsables de mi caída del
caballo, porque son (todos y cada uno) razón para
sentirme inmensamente rico. No de dinero, claro. Pero es que la riqueza en monedas y billetes
es una circunstancia muy menor, a pesar de que
buena parte de la humanidad gaste todas sus potencias en conseguirla. La otra, la mía, la de todos
ustedes, es una riqueza mucho más importante y
sutil, ya que es la única que asegura el premio de
la felicidad. El dinero, sin embargo, muchas veces se convierte en un impedimento para ser feliz, ya que su abundancia tanto como su carencia
nos sumen en un hondón de amargura, salvo que
alguien nos enseñe a compartirlo (también la carencia de dinero se puede compartir), y a compartir sus frutos.
n
Por cierto: no acerté un solo número.
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