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Claudia Velasco
© Editorial Vestales, 2012
Dirección editorial: Mª Mercedes Pérez
Diseño de cubierta e interiores: Editorial Vestales
Llevo tu corazón conmigo,
lo llevo en mi corazón.
Nunca estoy sin él
dondequiera que voy, vas tú,
amada mía.
Edward E. Cummings
Velasco, Claudia
Mi alma en tus manos, 1.a ed. 1.a reimp., Buenos Aires: La Educación Sentimental, 2012.
288 p.; 22 x 15 cm.
ISBN 978-987-1568-03-1
1. Narrativa. 2. Novela. I. Título
CDD 863
ISBN 978-987-1568-03-1
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
Impreso en la Argentina. Printed in Argentina.
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo ni en
parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético electroóptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo por escrito de la editorial.
Prólogo
E
l London Eye –el ojo de Londres–, la noria más alta de
Europa, se inauguró en la capital británica en el año 2000 y rueda a ciento treinta y cinco metros de altura, con treinta y dos cabinas
que pueden albergar en su interior a veinticinco personas cómodamente sentadas. Elizabeth Butler nunca había disfrutado de esa solicitada
atracción: odiaba las aglomeraciones, los recintos cerrados y, con los
años, había desarrollado un vértigo creciente que hacía menos atractivo el paseo por las nubes a bordo de esta gigantesca rueda enclavada en
la orilla más bella del Támesis. Sin embargo, allí estaba, sentada en una
de sus cápsulas transparentes, mirando al infinito con un ligero mareo
que le revolvía el estómago. Se tocó el vientre. Comprobó que llevaba
sus vaqueros favoritos, ajustados como un guante a la altura de las caderas; las mangas de su camisa, de hilo blanco, eran amplias y estaban
ribeteadas con un encaje pequeñito y delicado que ella acarició con
placer; llevaba los hombros al aire y sus pies, que observó extendiéndolos en el pequeño espacio, calzaban unas cómodas y maravillosas
sandalias. Se tocó el pelo más corto, recto sobre los hombros y sonrió,
a pesar del calor y la gente. No estaba mal: la mañana era maravillosa
y solo faltaban diez minutos para terminar el recorrido.
—Mariel, cielo, ¿a ti también te gusta? —La voz grave y modulada de William la rescató de su ensoñación, haciendo que se apoyara
mejor contra el respaldo de su asiento. Miró a su lado y vio el cochecito del bebé cargado con sus chaquetas, una mochila y algún juguete
de Robert—. Mira, cariño, qué bonito.
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Su corazón empezó a latir más fuerte. Observó con atención
al espléndido hombre que permanecía de pie a pocos pasos de ella,
con dos niños rubios en brazos a los que les hablaba todo el tiempo
del paisaje que estaban mirando. William Forterque-Hamilton vestía
vaqueros y una camisa blanca, botas de cuero. Tenía el pelo castaño,
largo, que daba reflejos dorados cada vez que se movía. Alto, atlético y
con esa elegancia natural, William llamaba la atención de casi todas las
mujeres que los acompañaban en la cabina, aunque él, con gafas de sol
y un niño en cada brazo, permanecía totalmente ajeno a las miradas,
concentrando toda su atención en los pequeños.
—¿Mamá? —preguntó Rob con sus grandes ojos celestes muy
abiertos. Se había escapado de los brazos de su padre para tocarle la
cara y llamar su atención. El pequeño, con sus rizos rubios revueltos,
vestía igual que William, y se le acercó tanto, que Ellie no pudo más
que abrazarlo—. ¿No te gusta?
—Sí, mi amor. —Se levantó y se acercó a su marido con Robert
de la mano; Mariel la miró y, al verla, soltó un gorjeo de felicidad. La
niña se agarraba a su padre por la camisa con mucha fuerza y parecía
una muñequita con su vestido de verano azul bordado con margaritas
blancas y unas sandalias color crema. Ellie le acarició el pelo rubio y
apoyó la frente contra el fuerte brazo de William—. Qué bonito, ¿no?
—¿Te duele, mamá? —preguntó Rob mirándola con cara de
preocupación.
—No, cariño, solo estoy un poco mareada, no pasa nada.
—¿Por qué?
—Es el bebé, Rob —intervino William—. Ya lo hemos hablado.
¿Quieres ir ahora al acuario a ver los tiburones?
Elizabeth bajó la vista hacia sus pantalones y comprobó el estómago liso y bronceado que asomaba por debajo de la blusa. Recordó
que estaba embarazada. William extendió la mano libre y la abrazó,
acariciando su cintura desnuda.
—¿Estás bien? No fue una buena idea subir aquí —le dijo al
oído—. Lo siento.
—No, está bien, siempre es igual, ya lo sabes —respondió ella
con una enorme sonrisa—. Comeremos algo antes de entrar en el acuario.
—Ellie, me voy.
—Claro —contestó recobrando poco a poco la conciencia.
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—Está nevando, vendremos antes del anochecer.
—¿Nevando? —Abrió los ojos de golpe y se encontró con su
marido sentado a la orilla de la enorme cama con dosel. Estaba tapada
hasta la nariz con unas gruesas mantas de piel, y William posaba su
enorme mano sobre el edredón, a la altura de su vientre. Elizabeth se
incorporó un poco y miró con los ojos muy abiertos la gran habitación, la chimenea, la noche que asomaba por los rústicos cristales de
la ventana. Estaba en el castillo de Forterque, en 1540: todo había sido
un sueño—. Dios mío, William, he tenido un sueño increíble, tan real,
santo cielo.
—Tengo que irme, cariño, esta noche me lo cuentas.
—No. —Extendió la mano y lo sujetó por la manga—. Espera,
estábamos en Londres, en el siglo xxi, con los niños, en el London
Eye, yo…
—¿London Eye?
—Sí, la noria gigante que está frente al Parlamento, ¿te acuerdas? —William asintió—. Estábamos en una de las cabinas, hacía calor
y lo estábamos pasando muy bien. Además, yo estaba embarazada de
Edward, era tan real.
—¿Te gustaba estar ahí? —preguntó William Forterque, incómodo.
—Creo que sí, parecíamos muy felices. Tú estabas muy guapo
con vaqueros y camisa —bromeó al ver la fugaz sombra de tristeza que
atravesó los maravillosos ojos celestes de su marido—. Muy sexy. Yo
llevaba pantalones y el pelo más corto, caray, era tan real.
—¿Pantalones? Eso ni lo sueñes, muchacha —replicó con una
sonrisa, se puso de pie y se atusó el largo cabello castaño—. Luego
hablamos, ¿quieres? Nos esperan.
—Dame un beso —dijo estirando los brazos. De pronto, lo recordó todo: William y sus amigos se iban de caza; era el primer día de
enero de 1540; y, además, se llevaba a Rob—. ¿Qué hora es? ¿Dónde
está Robert?
—Las cinco y media de la madrugada. Sigue durmiendo, amor.
—Se inclinó y le plantó un beso húmedo y profundo que Ellie respondió con dulzura—. Rob ya está listo. Hijo, dale un beso de despedida
a mamá.
—¿Ya estás vestido, mi amor? ¿Vas bien abrigado? —Elizabeth
inspeccionó al pequeño de arriba abajo. William lo había equipado
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perfectamente para salir al campo; y el pequeñín, con cara de sueño,
se agarró al cuello de su padre después de despedirse de ella—. Ten
cuidado, cielo, ¿sí? Mucho cuidado.
—Estará bien, no te preocupes. ¿Te acerco a Edward?
—No, déjalo. —Miró a su lado y la cunita del bebé le recordó
que muy pronto tendría que levantarse para atenderlo—. Con suerte
dormirá una horita más, se despertó muchas veces anoche.
—Lo sé, sigue durmiendo; nosotros nos vamos.
—Tened cuidado, por favor. No te olvides de que Rob solo tiene
tres años.
—Todo un hombrecito, mamá, iremos con cuidado, te vemos a
la hora de la cena.
Capítulo 1
E
Condado de Berkshire, Inglaterra, enero de 1540.
lizabeth los vio salir, se desperezó en su enorme cama y
se quedó pensando un rato en su sueño. Había sido tan real, tan
tangible que se inquietó. Giró, se tapó con las mantas y cerró los ojos
para descansar un rato antes de que Mariel o Edward se despertaran;
los pequeños reclamarían su atención en pocas horas y decidió que era
más útil aprovechar unos minutos más de descanso que seguir dándole
vueltas a una imagen tan clara de su tiempo.
Llevaba viviendo en la Inglaterra de Enrique VIII casi dos años.
Elizabeth Forterque-Hamilton, duquesa de Forterque, había estado
ya en Berkshire en 1536, procedente del año 2004. Sin embargo, las
maniobras de la mayor enemiga de la familia de su esposo, Marian
Lancaster, la habían obligado a volver a su tiempo y a esperar durante
más de un año a que su marido pudiera ir a buscarla.
William y Ellie se habían conocido en el siglo xxi, cuando por
las carambolas del destino el lord del siglo xvi había sido desplazado al siglo xxi por la malvada hechicera de Marian, Agnes Black. Por
aquel entonces, Elizabeth Butler, neoyorkina de veinticuatro años,
descendiente de aquella insólita noble, Marian Lancaster, se enamoró del apuesto duque de Forterque y viajó con él al pasado. Dejó su
tiempo, su familia, su trabajo y sus amigos por amor; y, al fin, tras
innumerables venganzas, guerras soterradas y conspiraciones contra
la familia, ambos podían vivir juntos, con sus tres hijos y cada día más
enamorados.
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