Eve Gil

Transcripción

Eve Gil
*Eve Gil
6 de febrero de 2007 10:56 p.m.
El desmoronamiento
Casualmente, el 11 de septiembre de 2001 creía estar viviendo mis días últimos.
Acababa de dar a luz a mi hija menor y el hecho de permanecer viva, más aun,
consciente, cuando en el sexto, casi séptimo mes de embarazo me detectaron preclampsia y los imberbes médicos del Hospital La Raza me sentenciaron a muerte
entre bostezos pues no accedí a que se me indujera el parto (no supieron garantizarme si el bebé sobreviviría y decidí jugármela), parecía producto de un milagro…
o de un error, quién sabe… y justo el 11 convalecía de un parto especialmente
traumático, donde todo lo que me preocupaba era alcanzar a conocer a mi hija
(un buen samaritano comentó que las madres que paren en esas circunstancias pueden quedar ciegas y morir al cabo de unas horas), con la presión arterial por las
nubes, incapaz de aplicarme a las labores propias de la maternidad, por debilidad
extrema, sí, pero también porque los medicamentos que impedían el “accidente
cerebrovascular” envenenaban mi leche.
Esa mañana me despertó un ajetreo inusual. Cuando algo ocurre, algo verdaderamente duro o conmovedor, la tierra parece transformarse en un hormiguero.
Por algún motivo me vino a la mente aquel 19 de septiembre de 1985: el terremoto
de la ciudad de México había alcanzado a Sonora, como supongo que a todo México, no porque se hubieran experimentado los efectos sino porque le había ocurrido a nuestros compatriotas y tanto atmósfera como semblantes reflejaban una
tristeza apocalíptica. Idéntico sobresalto experimenté aquel 11 de septiembre en el
que apenas si había cerrado los ojos a causa de las demandas de mi bebé, a pesar
de ser asistida en la faena por mi esposo. Definitivamente había algo anormal en
el ambiente cuando abrí los ojos: creí que era por mí, que habría convulsionado
durante la noche… o ya estaba muerta. Debido a que los efectos de los medicamentos contra la hipertensión me producían sueños bastante extravagantes (y hasta
divertidos), no creí que fuera real lo que me decía mi esposo, con esa cara de “no
te vayas a asustar, pero…”: una aeronave repleta de pasajeros, asaltada por terroristas islámicos, se había estrellado contra las Torres Gemelas del World Trade
Center. No, no le creí, seguro soñaba. Prendió la televisión, recuerdo, como si el
control quemara, y aun mirándolo con mis propios ojos seguí creyendo que soñaba:
aquellas imágenes, tan aterradoras como asombrosas, y como todo lo que rebasa
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el asombro, casi plásticas, no hubieran podido ser concebidas por la imaginación
más truculenta, pero creo que a muchos les pasó lo que a mí: creyeron en principio
que aquello era tecnología hollywoodense. Hasta me vino a la mente el supuesto
fraude televisivo de la conquista lunar y deseé por primera vez que hubiera sido,
en serio, fraudulento, lo mismo que esto que contemplaba. No me puse histérica
como supuso mi esposo (últimamente estaba hipersensibilizada de tanto aguardar
la muerte que, cinco años después, sigue sin llegarme… pues resulta que ya no
estoy hipertensa), pero sí idiotizada. Toda yo me volví de la textura de mis senos
congestionados: roca. Y toda yo me dolía como de hecho duelen los senos congestionados que hacen preguntarse a una si las rocas sentirán dolor. El desmoronamiento de aquellas torres imponentes me pareció lo más triste que había visto
en mi vida. Sí, he visto cosas demasiado tristes, niños famélicos y surcados de moscas; perros untados al pavimento; masacres callejeras (¡bendita televisión!) que me
han arrancado lágrimas de impotencia, pero nada es más triste, creo yo, que presenciar la derrota de un gigante… ésa fue otra idea que cruzó por mi mente. No,
no pensé en términos políticos. Creo que el pensamiento se vuelve demasiado abstracto cuando se atraviesa una crisis como la que atravesaba yo, es decir, cuando se
ha vuelto cotidiano decirle “buenos días” a la muerte, y lo que yo vi en su momento no fue un edificio repleto de seres humanos que, minutos antes, trajinaban
como cualquier persona decente en el mundo: vi un imperio fundirse en una nube
de polvo plomizo. Llegó un momento en que la escena del gigante cediendo a su
inexorable destino terminó asqueándome, no por la imagen en sí, sino por la morbosa insistencia de los medios en regurgitarla, más que en retransmitirla. Había en
ello algo, me pareció, triunfalista. Pensé que, después de todo, habían mirado lo
mismo que yo: un imperio desmoronándose, y les engolosinaba la escena como a
un amante de Shakespeare puede fascinarle la masacre final de Hamlet. Pero no:
quienes se regodeaban en la imagen ni siquiera le daban un significado preciso.
Sólo pensaban en términos numéricos: rating, audiencia, money. No eran seres
humanos evaporándose en la tarde azul de Nueva York lo que veían; no madres,
padres, esposas, esposos, hermanos, hermanas, hijos e hijas clamando a ese mismo
azul el nombre amado… no era, pues, ese dolor que nos vuelve conscientes de que,
más allá de nacionalidades y de viejas rencillas, somos seres humanos idénticos,
con piel, corazón y vísceras, hermanos, y que del mismo modo que todavía lloramos
a los judíos de Auschwitz, lloraremos a cualquier inocente que muera en circunstancias horribles… era la ambición, un cuasi gozo que a veces brotaba impúdicamente en los rostros de los comentaristas de noticias que, pudiera decirse, estaban
felices de ser los elegidos de la historia para dar tamaña noticia. Creo que fue la
última vez que prendí la televisión. El radio, por lo menos, impide la visión del
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regocijo basado en la tragedia del otro, de los otros; esa horrible sensación de percibir un “qué bueno que les pasó a ellos y no a nosotros…”.
¿Cambios concretos? Regresando un poco al terremoto del 85 en la ciudad
de México, tengo muy presente un viaje que realicé en el 89, y la maravilla ante
los habitantes de esta ciudad, tan nobles y generosos… impresión que habría de
romperse en mil esquirlas cuando en 1998 regresé para quedarme. La buena
voluntad había huido de los andenes, de las calles, de las tiendas, de los puestos.
Entendí que lo que vi en el 89 fue algo así como un espejismo, y es que las secuelas
emocionales de aquel desastre estaban demasiado frescas cuando lo viví, y la gente
vivía con el temor de un nuevo terremoto y de algún modo esa clase de temor sensibiliza a nivel espiritual, nos vuelve más conscientes del otro y, para los religiosos,
de la obligación de estar a mano con el Creador. Para el 98, el terremoto del 85
parecía haberse incorporado al baúl de las leyendas: a nadie le preocupaba ser
bueno ni generoso. Los sucesos del 11 de septiembre del 2001 dejaron pasmada a
la gente, nomás. Y me consta que cuando la muerte nos ronda, aunque no nos
toque, se nos activa la memoria de una educación judeocristiana. Fuera del pasmo
ante las escenas transmitidas en TV (porque todo mundo hablaba en términos de
escenas) no vi nada semejante a la empatía o a la necesidad de contrarrestar las
fuerzas del mal (ojo: no atribuyo tales fuerzas a una religión concreta, como hicieron muchos estúpidos “descomunicadores”, sino al mal según lo entendía Hannah
Arendt, el Absoluto, que lo mismo puede provenir de un islámico, que de un cristiano, que de un nazi) con buenas acciones. Será acaso que no salí de casa sino
hasta dos días después. La primera persona que visité fue a la poeta Enriqueta
Ochoa… la única persona, hasta donde recuerdo, que se condolió y se conmovió
y mencionó a Dios… ese Dios en nombre del cual lo mismo se estrellan naves que
se improvisan guerras “preventivas”. Ése es un Dios ajeno al que predica la bondad y la Paz. El Dios de los terroristas, sean WASP o islámicos, es uno completamente ajeno al de Gandhi. Cada quien elige con cual se queda.
Mi actitud hacia los hechos se transformó ligeramente al año siguiente, quizá
porque ya no tenía los senos rocosos y mi presión arterial había recobrado milagrosamente la normalidad y ya nada tangible amenazaba mi vida. Mi pensamiento,
por lo mismo, era un poco menos abstracto, intentaba al menos ser más objetivo:
yo, como la inmensa mayoría de los habitantes del planeta, habíamos permitido
que los estadunidenses se adueñaran de aquella fecha fatídica: 11 de septiembre.
Todo cuanto recordábamos era aquel ataque terrorista que a estas alturas no nos
resultaba tan espectacular —supongo que a raíz de aquello hemos perdido la poca
capacidad de asombro que nos quedaba… y no quiero imaginar qué tendría que
ocurrir para curarnos definitivamente de la inocencia… me pregunto si en este
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sentido el arte podría ser más poderoso que la muerte y la destrucción— pero
alguien tuvo a bien recordarme (fue mi esposo) que ese 11 de septiembre de 2002
no sólo deberíamos llorar a las víctimas del ataque terrorista, cuyo autor intelectual
sigue siendo una incógnita por más que le pongan nombre y apellidos… deberíamos cantar también con Violeta Parra… con Pablo Neruda, que a su vez lloró una
fuente cierto 11 de septiembre de 1973… por todas las mujeres y niños torturados y
desaparecidos de Chile… llorar por las manos de Víctor Jara que nunca encontraron guitarra en este mundo… por la conciencia de los estadunidenses que contribuyeron a aquel 11 de septiembre latinoamericano en el que se derrumbó, no por
televisión sino por radio, un gigante todavía más hermoso y con un corazón mucho
más grande que las Twin Towers juntas. Suprema belleza de la ironía.
Pero en medio de los gigantes caídos hay una luz de esperanza que nos alumbra cien años después de haberse manifestado en toda su brillante ironía: un 11
de septiembre, Gandhi inició su compromiso por una revolución pacífica y dejó
una lección que los poderosos, anhelantes de más poder, más y más, lograrán entender, acaso, cuando se percaten de que ¡oh, sorpresa!, no son inmortales.
Eve Gil
Cuarenteando (38); la gente insiste en que soy blanca, pero no me identifico en lo absoluto
con esa noción porque soy mexicana, nieta de árabes (“libaneses”, dice mi madre, pero en
una visita relámpago a Navolato, Sinaloa, donde la singular pareja de mi abuela musulmana y
mi abuelo judío fundaron la mueblería hoy llamada Zazueta, supe que mi abuelita Rita era
“marroquí” y “casi negra”) y judíos sefardíes, y mi piel morena deslavada es producto de esa
bendita fusión. Me autodefino mexicana, por supuesto… mexicana de la frontera que vive
orgullosa de sus raíces familiares y por lo mismo se apasiona por la literatura que le remita a
las mismas. Adoro especialmente a Hannah Arendt y a Fatema Mernissi, dignas representantes
de las judías y musulmanas, respectivamente. También a Inés Arredondo, nuestra escritora
fronteriza por excelencia y paisana de mi amá. Soy un poco de todo esto. Escritora y periodista;
trabajo en la calle y en mi habitación (¡¡¡bendita Internet!!!); sonorense radicada en México, D.F.
desde 1998.

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