interior - Obrapropia

Transcripción

interior - Obrapropia
1
Ya hace tiempo que estoy en este penal. No sé exactamente cuánto en verdad, pues me encontré aquí de pronto como
si hubiera despertado de un largo sueño artificial inducido
por drogas, o de un coma traumático tras un accidente.
La incertidumbre y prevención ante lo desconocido han
quedado atrás, perdidas para siempre; por lo demás, como
tantas otras cosas apenas concienciadas, dado el embrollo en
que convertí mi vida, conducida durante los muchos meses
finales, antes de cometer la barbaridad por la que fui aquí
confinado, al borde del caos.
La impresión que tuve al ingresar en la prisión de ser internado en un campo de concentración, y que perduró tal
cual durante muchos días, se ha desvanecido por completo.
Y lo que he ido descubriendo después al retornar a la plena
conciencia, los altos muros, las espeluznantes alambradas,
las garitas de control, el abstracto montaje con sus horripilantes colorines de selva tropical de los pintados muros y
pasillos -en absoluto paliado por unas cuantas plantas de
interior diseminadas aquí y allá-, el temor imaginario por lo
antes visto y escuchado sobre el tema carcelario… Todo
eso, tan deprimente en sí mismo, y que no vi de inmediato
-inmerso en mi propia pesadumbre-, pero que he tenido que
ir asimilando después poco a poco, ha sido ya definitivamente superado, creo.
Yo, el que esto escribe, soy uno de los huéspedes forzosos de
la prisión de Picasent, pueblo cercano a Valencia en España,
9
pues fui condenado en su momento a tres años de cárcel –en
buena parte ya cumplidos antes de ser sentenciado- por agredir y
lesionar a otro. Según mi abogado he tenido suerte, al lograr que
se me apliquen varias eximentes, gracias al acierto de su empeño e intercesión. No se lo he agradecido. Le he pagado por sus
servicios y en paz. ¡Qué bendición si en toda mi vida hubiera
podido acomodarme así a la dinámica funcional del dinero!
Vivo en el módulo cuatro, el de régimen más suave. Además,
han tenido la deferencia de alojarme en una habitación individual del área de enfermería de uno de los pabellones de la cárcel
en el que la Administración está ensayando con renovada ilusión un nuevo experimento. ¡La incombustible fe de siempre!
Hay en el ala contigua y vertical a la mía, junto a otras, una
consulta de dentista, donde quizá vuelva algún día a ejercer mi
profesión, cuando pueda, no cuando les convenga.
De entre el mínimo indispensable con que cuento, lo que
más valoro es el ventanuco enrejado de mi celda que da al
desolado campo abierto, al apetecible aislamiento en libertad,
tal como me estaba queriendo encontrar desde hace mucho,
demasiado tiempo, sin conseguirlo; así que no me quejo, pues
me va mejor estar solo que libre; por eso no estoy del todo
mal aquí encerrado.
Los funcionarios me respetan, o al menos me ignoran; los
demás internos van a lo suyo, y, si te manejas con un poco de
tacto, te dejan tranquilo, aparte de que he reducido mi trato con
ellos al mínimo.
Apenas salgo al patio. Al principio no quería ver a nadie, encerrado en mí mismo como estaba; era como si mi memoria se resistiese a distraerse lo más mínimo de la nítida imagen de mi querida M., -desde que estoy aquí sólo en el pensamiento accesible
para mí-, y que a pesar del tiempo transcurrido todavía sigue obsesionándome, como si algo me impusiera preservarla allí al
máximo, impidiendo al unísono que se confunda con la inmutable
figura de su fotografía que poseo -en realidad su antítesis pues
10
ella era todo movimiento-, pero a la que todavía tengo que mirar
imperiosamente de tanto en tanto.
Sí, su recuerdo aún me tiene poseído…
Y es probablemente para intentar sacudirme esa obsesión, por
lo que me he decidido a pasar a la acción y me he puesto a escribir sobre lo nuestro, sobre cuanto recuerdo que nos sucedió.
Ahora que la angustia empieza a aclarar en este principio de
septiembre, como se está yendo el agobiante calor sufrido durante casi todo el verano, al irme desbloqueando, no paro de
darle a la cabeza, volviendo una y otra vez a las circunstancias
tanto de la felicidad de nuestros comienzos como de mi infortunio final.
De un lado, si miro hacia atrás me veo a mí mismo como otro
muy distinto y que apenas guarda relación con el que soy ahora.
Sí, este ser embotado de aquí poco tiene que ver con el triunfador en sociedad de antes. Pero es que, si por otro lado, intento
reconocerme como un todo que tuviera algún sentido u objetivo
tanto en el pasado como en el infausto presente, es en vano que
lo hago, pues cuanto más rememoro, más me atomizo en hechos
inconexos, que me dan la impresión de haberme sido impuestos
en su gran mayoría. Pero daré con su clave, indagaré la poca
lógica que posean, me esforzaré en la búsqueda del mínimo
sentido que tengan.
***
Pobre gente, me refiero a los internos con quienes convivo. En
qué lamentable estado tienen la mayoría de ellos sus bocas. Me
pregunto en cuántos de ellos esto se corresponderá con parecida
miseria moral.
***
11
Desde aquí me veo en el pasado –en la época de mi vida
en que yo era uno de tantos ciudadanos- flotar en sociedad
al buen tuntún, como pez en su acuario. Vivía en la ciudad
de Valencia, donde era un conocido y acomodado dentista.
Entonces, mi medio era esa burguesía media rica que tanto
obliga, y en la que te desenvuelves en amable y tenso distanciamiento, disputando o repartiéndote con otros las ventajas y el lujo a tu alcance, cuidando de no propasarte en
ningún sentido, cada cual a lo suyo.
Vivía pegado a mi familia, como encerrado en ella; más
allá, mi profesión y poco más.
Mi vida en este cuartucho, un poco mayor en tamaño que
el habitáculo promedio de un sepulcro de ricos, ¡qué contraste presenta con el ajetreo de entonces! Si no hubiera sido
a la fuerza, nunca hubiera terminado con el antiguo frenesí
por trabajar, ganar, gastar, gozar… Siempre atento al deber,
a los condicionamientos múltiples ineludibles… Siempre
actuando como forzado, sea por mí mismo o por otros, por
el dinero, en realidad. Diría que hacia el final de mi vida
doméstica, hasta que encontré a mi querida, gozaba incluso
por obligación, o quizá mejor dicho, que necesitaba imperiosamente también hacer el amor de vez en cuando, más o
menos como la mayoría.
Debe ser también un impulso impreciso a cumplir con un
desconocido programa el que ahora me impele a recapacitar
sobre lo que me ha pasado y a dejar por escrito cómo he
podido cambiar y caer desde mi anterior nivel de vida a la
miserable situación actual.
Es una impulsión que me supera: Como antes manipulaba
dientes, ahora escribo mis memorias.
Mi cabeza no para –y todavía se instala en ella reiteradamente, para no cesar sino al azar, aquel estribillo de una
canción que oía a mi pesar mientras estuvo de moda: “no
pares, no pares”-. Pues en mi sesera ocurre otro tanto, pero
12
es que además y como cabe suponer en mi estado, no todo
lo que pasa por ella tiene el menor interés, ni siquiera sirve
para mitigar la obsesión por mi querida, que todavía me
acapara y agarrota.
Sin embargo, de todo cuanto sin descanso barrunto en mi
magín, quiero entresacar lo esencial, lo que me permita entender lo que me ha pasado y justificarlo de algún modo, si
es posible.
***
Estos últimos días de verano están siendo menos calurosos. Ya no necesito dejar la puerta de la celda abierta para
refrescarme con la corriente de aire que así surge desde la
ventana de barrotes, también abierta. Con ello preservo mejor mi preciada intimidad.
Me doy cuenta de que, ahora ya, poco a poco, voy prestando más atención a mi entorno. Por ejemplo, a través de la
encorsetada mecánica de su función, atisbo una cierta deferencia de los funcionarios hacia mí, el famoso dentista, el
otrora elegante cornudo. Detecto en ellos ramalazos de curiosidad, desprecio y revanchismo solapados. Presiento que
cuchichean sobre mi historia, comentan los detalles de mi
juicio, todo lo que salió publicado en prensa sobre mi delito.
Como los periodistas, ellos también deben creer saber algo
sobre mí, por muy incapaces que sean en realidad –como
aquellos- de comprender nada, ni siquiera de lo que les ocurre a ellos mismos. Sin embargo, sé que me han juzgado ya
en su interior, poco favorablemente, pienso.
¡Qué más da!
Ni la frialdad funcional y aséptica de la cárcel, ni mucho
menos el confinamiento entre estos muros, hubieran conseguido hacer la menor mella en mí y abatirme, si hubiera
podido seguir contando con ella, con mi querida M., a la que
13
necesitaba para parasitarla, como al aire para respirar y al
agua para beber. Y no exagero. Lo juro.
***
Han pasado varios días sin escribir una sola línea -no pudiendo dejar de recordarla ni por un instante- y mucho menos una sola sesión de esas que separo por tres asteriscos.
Así de aplicado y concienzudo me educaron.
Todo este tiempo, he permanecido casi todo el rato echado
boca arriba en el camastro de mi celda, dedicado a pensar
sólo en ella, aguantando tanto el calor, otra vez asfixiante que
ha hecho durante el día como el incipiente frío que ya comienza a dejarse percibir de madrugada, el alma licuada, vacía, inútil. En un estado premonitorio a éste caí por primera
vez recién superada la adolescencia tras haber logrado la admisión en la Escuela de Odontólogos –aquella reserva para
elites-, al pasar unos exámenes preparados durante todo un
curso de ímprobos esfuerzos contrariando mi propia voluntad.
Situación anímica que desde entonces ha vuelto con regularidad, cada vez con más intensidad que la anterior, me
imagino que cuando culmino el más extremado agotamiento, como cuando en plena lucha por decidirme entre las dos,
volvía a mi mujer reclamando de ella algún gesto humano
de apoyo o cariño que jamás se produjo, lo que me impulsaba todavía más hacia la otra.
Caigo en que, para revitalizarme interiormente en este
destierro, no tengo más remedio -aun contra mi conveniencia- que sumergirme en el recuerdo de las sensaciones y
sentimientos suscitados por la evocación de los momentos
con mi querida, lo que, por otra parte, también llega a acalorarme hasta conseguir que me descontrole en exceso. Así
que oscilo entre la parálisis y la exaltación. Por eso mucho
me temo que en todo lo que a M. concierne, lo que quede
14
finalmente reflejado por escrito no será más que una
aproximación en frío, reelaborada a posteriori, de las meditaciones que hago previamente calenturiento.
***
De repente estoy aquí ante el papel en blanco dominado
por la impulsión a describirla tal cual era, con la esperanza
de que eso me ayude a expulsarla de mi interior, a desarraigarla de mi mente y de mi corazón de una vez por todas.
Parece que la sigo viendo caminando a mi lado o a mi
encuentro, un poco más alta que yo, con todo su vigor animal intacto -también me aventajaba en seguridad en sí misma y en brusquedad resolutiva-, con la luminosidad única de
tez clara y caliente de su cara, en la que contrastaba, magníficamente siempre, el vivísimo azul zafiro de su irisado iris
de tono único, como amalgamando en el color su belleza
real, primitiva y un tanto vulgar -en Tecnicolor me parecía a
mí-, y en la que casi de continuo tomaban protagonismo
unos labios bien dibujados, con frecuencia plegados en un
orgulloso rictus, ya avistado antes por mí en algunas pinturas clásicas durante mi anterior ansioso peregrinar tras la
belleza por la mayor parte de los museos de Europa.
Es como si aún la viera entrando en la consulta la primera
vez… Antes ya la había visto en otra ocasión; pero fue al
aire libre y en público, no llegando entonces a calarme tan
hondo como esta segunda vez, en mi medio, vamos, en la
intimidad de mi clínica privada. Me quedé clavado de pie a
su lado, junto al sillón de trabajo, en vez de ir inmediatamente al grano como hago casi siempre. Me paralizó su perfecta armonía de rasgos y de gestos emergiendo de un inmutable aire de superioridad inverosímil, que yo hubiera detestado en cualquier otra. ¡Qué aristocrática o plebeya -para mí
15

Documentos relacionados