Luna Gallega.

Transcripción

Luna Gallega.
Luna Gallega.
Por Lope Taboada.
La noche oscura se filtraba por el velo de la ventana, solo unas pocas estrellas, que
en reemplazo de una luna ausente, brillaban en el cielo, iluminando someramente la
fachada de una casa que aparecía como escondida entre los árboles rompiendo la
monotonía del lugar. Un sollozo suave, casi imperceptible se escucha, una silueta,
una figura se ve en el interior, una anciana de pie al lado de una alta cama toma la
mano de su enfermo esposo. Se miran, se sienten, se acompañan, como lo hicieron
toda una vida, como lo hicieron desde siempre, como lo siguen haciendo. No hay
palabras, no hay gestos entre ellos, no les hace falta algo tan vano para decirse un
sinfín de cosas. Se miran. Ella sostiene su mano con firmeza como aquella vez,
hace más de 60 largos años, cuando en esa humilde y sencilla ceremonia se dieron
el “si”. Él la mira con la misma ternura y cariño, como esa primera vez, cuando un
jocoso amigo los presento en aquel barcito porteño de la Avenida Rivadavia y que
uniría sus destinos para siempre. Ambos siguen cumpliendo su papel, ella la mujer
fuerte, compañera incondicional y devota, él el eterno enamorado, el dulce, el que
con una simple sonrisa alegraba sus mañanas. Y ahí estaba yo, sentado en una
orilla de la oscura habitación, apartado del momento, mis ojos miraban sin ver y mi
mente volaba lejos, rememorado innumerables recuerdos que sin querer empezaban
a aflorar de lo más profundo de mí ser. Muchos de ellos eran recuerdos casi
olvidados, guardados en vaya uno a saber que cajón de la memoria, pero que en
ese momento se presentaban tan frescos como si hubieran sido ayer. Las largas y
extensas charlas de sobremesa, las historias y anécdotas que mi abuelo siempre
contaba de su juventud, los paseos por el campo rememorando su Galicia natal, los
concejos, las miradas cómplices que siempre nos hacíamos cuando alguno de los
dos o los dos juntos, abuelo y nieto, nos mandábamos alguna travesura y muchos
mas. Uno tras otro se repetían, absorto en mis pensamientos, en algún momento de
la noche, no podría decir cual, ya que la misma me pareció eterna, tuve que salir a
refrescarme con el frio aire de aquel abril otoñal. Me sentía abochornado, la realidad
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se mezclaba con los sueños y los recuerdos en un confuso presente de sensaciones
encontradas. Pero ella no, ella seguía firme a su lado, como un roble que se yergue
impoluto mas allá de cualquier tempestad, seguía tan firme como su amor hacia él.
Sus ojos brillaban como luceros, pareciendo que guiaban su camino, él la miraba.
Parecía que el tiempo se detenía en ese preciso instante en que ambas almas se
conectaban, yo los miraba atento, intrigado quizás, como intentando comprender,
por lo menos en parte, ese amor tan puro, desinteresado y pleno que se veía
reflejado en los ojos de ambos enamorados. Sus rostros eran clara evidencia del
paso del tiempo, su piel testigo de decenas de estaciones, sin embargo, detrás de
las arrugas forjadas en sus sienes y de sus cabellos canos, dos adolecentes
locamente enamorados se sonreían, se miraban, se decían tantas cosas sin siquiera
pronunciar una palabra.
La noche pasaba, pero el sol parecía retrasar su amanecer, como si estuviese
esperando que algo sucediera, la luna se mantenía firme en el cielo, la podía ver
desde la ventana, parecía acompañar el momento. La casa estaba en silencio, el
clásico silencio de campo podrían decir, pues no, este era un silencio total, ni el más
leve ruido se escuchaba del exterior, todo parecía complotar para generar un
atmosfera de total calma. Hasta que el momento llego, un fuerte apretón de manos
despertó a la anciana, que dormitaba apoyada en el borde de la cama, en un
momento de flaqueza donde sus años le hicieron bajar la guardia, un sudor frio
recorría la frente de su amado. Ambos sabían que el instante tan temido se estaba
acercando. Atónito ante la situación, sin saber que hacer me levante bruscamente
de mi silla, un leve gesto de su mano y una mirada de reojo me hizo sentarme
nuevamente. Estaba demasiado tranquila, sabía qué hacer, sus arrugados dedos
peinaron sus plateadas sienes, una mirada profunda se cruzo entre ambos, un fuerte
apretón de manos y simplemente ella lo dejo ir, liberando así su alma joven,
permitiéndole dejar atrás un cuerpo que hace años lo tenía prisionero, pero que
quizás para no romper aquella promesa que ante el altar promulgaron, se negaba a
volar. Sus ojos se cerraron, un leve temblor, un suspiro, su luz se apago. Un silencio
profundo se adueño de la habitación. Ella lo seguía peinando y mirando con un
devoto amor, una lágrima se deslizaba surcando las arrugas de su anciano rostro, su
compañero se había ido, fue él quien rompió aquella primer promesa que se dieron
cuando eran unos jóvenes. Era ella la que ahora, después de tanto, debía seguir su
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viaje sola. Me acerco, seco las lagrimas que corrían por mi rostro y la tomo entre mis
brazos, como cuando niño no me quería ir de su casa, la abrazo fuerte, como no
queriendo que ella también se fuera a escapar, no la iba a dejar, no se lo iba a
permitir, aunque apuesto que la idea de irse con su amado no debió de haberla
disgustado mucho. De su boca salió un leve y entrecortado susurro, “se nos fue”, se
limito a decir, nos fundimos en un llanto profundo y sentido, la luz del sol comenzó a
iluminarnos. ¿Era esto lo que esperaba la luna? ¿Curiosa quería saber el desenlace
de la historia? ¿Recordaría quizás a ese niño gallego que en las frías noches de los
inviernos europeos la miraba con tantos sueños y anhelos?... ¿Esa luna compañera
en sus largas noches en altamar y en sus primeras y solitarias noches en la capital
porteña, quería estar presente también en este triste momento? Creo que sí. Sus
últimos destellos de luz blanca dieron paso a un tenue amanecer. Los días pasaron,
los recuerdos persistían. Pensamientos irrisorios se agolpaban en mi mente sobre lo
ínfimo de la existencia humana sobre el globo. La mujer fuerte seguía así, impoluta
ante la más dura adversidad que la golpeaba de frente, aun en su inmenso dolor
sabía dibujar una sonrisa en su rostro y contagiarla a todos los que la rodeábamos.
Los días siguientes fueron grises, no solo por los ánimos, sino también por el clima,
que a tono acompaño.
Tiempo después, ahí estaba yo, lejos, muy lejos de aquel lugar, una mezcla de
realidad y fantasía no me dejaban despertar de la ensoñación que vivía en aquel
viaje que tanto había ansiado por años. Recostado sobre el suelo, la hierba verde y
fresca del pleno verano invitaba a descansar sobre ella, aprovechaba para
acomodar todas las ideas y pensamientos que se agolpaban en mi mente. Medio
entre dormido, relajado quizás por los últimos y tenues rayos de sol que se filtraban
por entre los árboles del parque, una claridad deslumbrante me despertó. La luna
salía, plena y radiante en su máximo esplendor, sus rayos de luz blanca y pura
parecían pincelar con suma delicadeza la oscura noche. Nunca había visto una luna
tan grande y llena, mis ojos se posan fijos sobre el astro. Sus rayos cubrían mi
rostro, se deslizaban por mi piel como si sus luceros me estuvieran acariciando de
una forma tan sutil como imperceptible. Una total paz se adueño de mí, una paz
plena, como nunca la había sentido. Y fue solo ahí cuando lo sentí, sentí su espíritu
joven e indomable a mi lado, sentí sus incomparables ganas de vivir, sentí sus
manos y vi sus ojos claros y profundos como el horizonte. Su mirada era plena, llena
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de felicidad, sentí su alma libre. El había regresado, mejor dicho, nunca se había ido.
Esa luna que lo acompaño hasta su último suspiro ahora me lo mostraba de nuevo
tan vivo a mi lado, pero ahora era su otra cara, su cara gallega, la misma que lo
acompaño en sus primeros juegos y morrisquetas, hoy me agradecía por traerlo
conmigo de vuelta, por traerlo de nuevo al lugar que tanto amo, su tierra, la tierra
que lo vio nacer.
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