Café Turco

Café Turco
El tío
P
edía que lo llamáramos tío, aunque en realidad
era padrastro temporal. Mi madre bebía sin enterarse
de sus pasos furtivos hasta mi cama con sábanas de
Barbie. A mí me dolía, pero era él quien gemía y me
sofocaba su aliento.
Una noche, bruscamente, sentí una oleada de placer.
Mordía las sábanas para que no supiera.
Eres una perra, se reía.
Cuando miraba a mi hermanita, lo atraía hacia mí
para que nunca la tocara. Yo podía resistirlo, ella no.
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Eres una perra, repetía.
Después se fue. Supimos que lo mataron, que murió
en la calle, reventado como un perro.
Las copas
Bebe
la mujer que me acunó cuando nací, que se quedó sin
dientes y sola después de criar a los niños de otra.
Bebe
mi madre entre tapices de seda, frente a los espejos
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dorados de los salones que reflejan su sonrisa
esplendorosa.
Bebe
la amiga que me contó esos sueños que nunca se
realizaron, que caminó conmigo por las veredas
angostas y un día se alejó.
Bebe
el hombre que una tarde se acercó detrás de mí y me
mostró el semblante atroz de la violencia.
Yo no bebo.
Solo bebe mi imagen del espejo en este cuarto vacío.
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Futuro esplendor
Mi padre me llevaba a ver aviones.
–Algún día serás piloto.
Caminábamos por las calles y nos reflejábamos en las
puertas vidriadas de los bares.
–Algún día serás un hombre; vendremos juntos.
Decía esas cosas y muchas más. Nunca dijo que se
iría.
Años después nos citamos en un bar. Su sonrisa
seductora borra la miseria, el desconsuelo de mi
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madre, las tardes solitarias.
Unas muchachas sonríen.
Dice:
–Acércate, ya eres un hombre.
No fui piloto.
Ni tan hombre.
En silencio levanto mi copa para que las luces se
reflejen en ella y lancen destellos engañosos hacia la
mesa vecina.
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*** Fin del extracto
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Infiel
E
ran amantes de oficina. Se escapaban antes de
la hora de salida y corrían al cuarto arrendado por
horas.
Ella le hablaba de sus ataduras, del matrimonio
desabrido y lánguido que la ahogaba. Lo abrazaba
desesperadamente y se amaban una y otra vez.
Durante las vacaciones de verano él logró coincidir en
una cabaña contigua. Antes de sorprenderla, acechó
en el patio. Los vio cenar y lavar los platos. A oscuras
escuchó la cadencia del mar lejano y gemidos de
placer; un sonido profundo y gutural que nunca había
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oído, una intensidad que él no había logrado con
ninguna mujer.
Aseo
Nos cruzamos en el baño del centro comercial; yo
salía de una cabina y ella entraba. No la veía desde
que celebramos los quince años de egreso del colegio,
cuando nos contó de su seguidilla de éxitos. Esa tarde
no necesitó alzar la voz para deslumbrarnos; bastaron
su belleza espléndida y el tintinear de tantas joyas
que no dejaba de agitar.
A la salida se detuvo frente al espejo. Se enjuagó las
manos y revisó su maquillaje. Su mirada pasó por
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encima de mí. Nada personal. Quién se fija en la
mujer que hace el aseo en los baños públicos.
La casa vacía
El hombre, que entonces no era viejo, abrió la
puerta. La muchacha dijo que había vivido ahí y
necesitaba buscar algo en el altillo. Parecía
desesperada y él la dejó entrar.
Trepó como un gato por la abertura; tenía las piernas
doradas y fi rmes. Durante mucho rato la sintió
andar. Cuando descendió, no llevaba nada.
–¿Mala suerte? –preguntó.
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Ella se echó a llorar. Su pecho temblaba y los brazos
caían inertes. También los suyos. Aún hoy recuerda
sus manos indiferentes abriéndole la puerta para que
se fuera, para que, por Dios, de una vez por todas
saliera de su casa.
*** Fin del extracto
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