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Arquidiócesis de Bogotá PLAN DE EVANGELIZACIÓN Primera Etapa: EL GRAN GIRO 2014 Claves para ser un buen Catequista Papa Francisco 1. SER Y NO HACER DE CATEQUISTAS “La catequesis es una columna para la educación de la fe”. El llamado es a no trabajar como catequistas porque no es simplemente una enseñanza. La vocación del catequista es “ser” más bien que “hacer”. Por ello quien educa en la fe debe guiar “al encuentro con Jesús con las palabras y con la vida y con el testimonio”. 2. ANUNCIAR LA BUENA NUEVA CON EL TESTIMONIO Lo que atrae en la vida cristiana es el testimonio. Ser catequista significa dar testimonio de la fe, ser coherente en la propia vida. Anunciar el evangelio con palabras y hechos: es importante que el catequista tenga el valor de anunciar la Buena Nueva, también con su testimonio. “No se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios y dar gloria a Dios” Anunciar y dar testimonio es posible si únicamente estamos junto a Él… vivir una relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo y de vida, de tal manera que lo reconozcamos como “El Señor”. 3. ESTAR CON JESÚS Y DEJARSE MIRAR POR ÉL Esto significa tener familiaridad con él, permanecer unidos al Amor como el sarmiento está unido a la vid, así podemos dar fruto. ¡Permanecer en Jesús!, se trata de permanecer unidos a Él, dentro de Él, con Él, hablando con Él: permanecer en Jesús. Lo que vale en el ministerio del catequista es estar con Él. Estar en la presencia del Señor, dejarse mirar por Él. ¿Cómo estás en la presencia del Señor? ¿Te dejas mirar por el Señor? Esta relación espiritual caldea el corazón, mantiene encendido el fuego de la amistad con el Señor, te hace sentir que verdaderamente te mira, está cerca de ti y te ama. ¿Cómo vivo yo este “estar” con Jesús? ¿Hay momentos en los que me pongo en su presencia, en silencio, me dejo mirar por él? 4. CAMINAR DESDE CRISTO Y DEL AMOR QUE ÉL NOS DA Esto significa imitarlo en el salir de si e ir al encuentro del otro. Quien pone a Cristo en el centro de su vida, se descentra. Cuanto más te unes a Jesús y él se convierte en el centro de tu vida, tanto más te hace Él salir de ti mismo, te descentra y te abre a los demás. Éste es el verdadero dinamismo del amor, éste es el movimiento de Dios mismo. Dios es el centro, pero siempre es don de sí, relación, vida que se comunica…Así nos hacemos también nosotros si permanecemos unidos a Cristo; Él nos hace entrar en esta dinámica del amor. Donde hay verdadera vida en Cristo, hay apertura al otro, hay salida de sí mismo para ir al encuentro del otro en nombre de Cristo. Y ésta es la tarea del catequista: salir continuamente de sí por amor, para dar testimonio de Jesús y hablar de Jesús, predicar a Jesús. Esto es importante porque lo hace el Señor: es el mismo Señor quien nos apremia a salir. 5. NO TENER MIEDO DE IR CON ÉL A LAS PERIFERIAS No podemos sentir miedo de ir a las periferias, de salir de nuestros esquemas para seguir a Dios, porque Dios va siempre más allá. El catequista no puede encerrarse – porque se enferma - en unos esquemas acortados que no le permiten ir a buscar a los demás hermanos que se han quedado en el camino y que han perdido la velocidad en la fe. Tenemos que salir de la esterilidad para pensar la pastoral de la periferia, desde aquellos que están más alejados, de los que habitualmente no acuden a la parroquia, para esto necesitamos salir de nuestros encierros y hacer la acción misionera anunciando el evangelio de “corazón a corazón” y no quedarnos como “estatuas de museo”, esperando que las gentes lleguen hasta nuestros centros de evangelización. 6. SER CREATIVOS Y SABER CAMBIAR No se entiende un catequista que no sea creativo. La creatividad es como la columna vertebral catequista, pues “Dios es creativo, no es cerrado, y por esto jamás es rígido, ¡Dios no es rígido! Nos acoge, nos viene al encuentro, nos comprende. Para ser fieles, para ser creativos, es necesario saber cambiar. ¿Y por qué debo cambiar? Para adecuarme a las circunstancias en las que debo anunciar el Evangelio”, para saber cambiar de paradigma. 7. EL RIESGO DE APOLTRONAMIENTO Y LA COMODIDAD « ¡Ay de los que se fían de Sion,... acostados en lechos de marfil!» (Am 6,1.4); comen, beben, cantan, se divierten y no se preocupan por los problemas de los demás. El riesgo de apoltronarse, de la comodidad, de la mundanidad en la vida y en el corazón, de concentrarnos en nuestro bienestar, es uno de los problemas de nuestro tiempo. El catequista debe estar atento para que lo mundano no se convierta en el centro de su vida y para que la seguridad en las cosas materiales no le roben la atención. El compromiso consiste en buscar la novedad que Dios quiere, porque a lo largo de los años vamos acumulando cansancio y estamos paralizados como catequistas: “muchas veces preferimos mantener nuestras seguridades, pararnos en una tumba, pensando en el difunto, que solo vive en el recuerdo de la historia. Tenemos miedo a las sorpresas de Dios… no nos cerremos a la novedad que Dios quiere traer a nuestras vidas. 8. CUSTODIA Y ALIMENTA LA MEMORIA DE DIOS El catequista es el que custodia y alimenta la memoria de Dios; la custodia en sí mismo y sabe despertarla en los demás. Ejemplo: “Hacer memoria de Dios, como la Virgen María que, ante la obra maravillosa de Dios en su vida, no piensa en el honor, el prestigio, la riqueza, no se cierra en sí misma. Por el contrario, tras recibir el anuncio del Ángel y haber concebido al Hijo de Dios, ¿qué es lo que hace? Se pone en camino, va donde su anciana pariente Isabel, también ella encinta, para ayudarla; y al encontrarse con ella, su primer gesto es hacer memoria del obrar de Dios, de la fidelidad de Dios en su vida, en la historia de su pueblo, en nuestra historia: «Proclama mi alma la grandeza del Señor... porque ha mirado la humillación de su esclava... su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (cf. Lc 1,46.48.50). María tiene memoria de Dios. El catequista es un cristiano que pone la memoria de Dios al servicio del anuncio; no para exhibirse, no para hablar de sí mismo, sino para hablar de Dios, de su amor y su fidelidad. Hablar y transmitir todo lo que Dios ha revelado, es decir, la doctrina en su totalidad, sin quitar ni añadir nada. El catequista, pues, es un cristiano que lleva consigo la memoria de Dios, y se deja guiar por ella en toda su vida, y la sabe despertar en el corazón de los otros. ¿Somos nosotros memoria de Dios? ¿Somos verdaderamente como centinelas que despiertan en los demás la memoria de Dios, que inflama el corazón? 9. ÉL ES SIEMPRE EL PRIMERO. EL SEÑOR SIEMPRE NOS “PRIMEREA” Dios siempre nos precede. Cuando pensamos que vamos lejos, a una extrema periferia, y tal vez tenemos un poco de miedo, en realidad Él ya está allí: Jesús nos espera en el corazón de aquel hermano, en su carne herida, en su vida oprimida, en su alma sin fe. 10. TENDER A LA JUSTICIA, A LA PIEDAD, A LA FE, A LA CARIDAD, A LA PACIENCIA, A LA MANSEDUMBRE El catequista es un hombre de la memoria de Dios si tiene una relación constante y vital con Él y con el prójimo; si es hombre de fe, que se fía verdaderamente de Dios y pone en Él su seguridad; si es hombre de caridad, de amor, que ve a todos como hermanos; si es hombre de paciencia, de perseverancia, que sabe hacer frente a las dificultades, las pruebas y los fracasos, con serenidad y esperanza en el Señor; si es hombre amable, capaz de comprensión y misericordia. La Vida en Comunión El anhelo de unidad y de paz es uno de los más presentes en la historia de la humanidad. A pesar de las diferencias raciales, étnicas, culturales y económicas, la humanidad es una. Todos participamos de la misma naturaleza: somos seres libres, inteligentes, capaces de amar, estamos abiertos a la trascendencia, disfrutamos la belleza… Así, el ser humano, además de pertenecer a una única humanidad, es un ser social. Es un ser que necesita de los demás, en todos los momentos de su vida, en todos los aspectos de su ser. Por esta dimensión social, el ser humano se siente llamado a darse a los demás. No sólo necesitamos recibir; necesitamos dar, entregarnos, servir, tejer relaciones de cercanía. Además, la fe en un único Dios no puede ser vivida sino como una fraternidad universal. La fe cristiana descubre que en el plan de Dios está el propósito de hacer, de la familia humana, una familia unida por los vínculos del Espíritu y por su amor infinito por nosotros. La única familia humana está llamada a convertirse en la ciudad de Dios. Pero esta realidad se ve oscurecida por el pecado que no se refiere sólo a una secreta herida, magnificada por unos o minimizada por otros, que afectaría únicamente el funcionamiento del individuo, sino que tiene que ver con un poder que constituye a los seres humanos como centros mutuamente hostiles, en contravía del querer de Dios. Si esto es así, la redención será no sólo el restablecimiento de la unidad con Dios, sino el restablecimiento de la unidad entre los hombres. Así pues, la obra de la redención tiene, como lo simboliza la cruz, una dimensión vertical y otra horizontal: reconciliación de los hombres con Dios y, por ello, reconciliación de los hombres entre sí. Cristo restablece la unidad en cada uno de nosotros y la unidad entre todos para que, caminemos juntos hacia la misma bienaventuranza y abandonemos el egoísmo que nos divide. A la luz de todo lo anterior, podemos comprender mejor qué es la Iglesia. Ella, como ha dicho el Concilio Vaticano II, es el sacramento de la unidad querida por Dios para la humanidad. Ella es el signo y el instrumento de esta unidad, la ciudad que brilla en lo alto como señal del designio amoroso de Dios que quiere que todos los hombres vivan en la unidad y la paz. La Iglesia es un misterio de comunión misionera. Es misterio porque es obra de Dios y está habitada por Él; es comunión porque une a los hombres en la común participación del mismo Espíritu y es misionera porque todo en ella se orienta al anuncio de la Buena Nueva. La comunión es un elemento fundamental de la realidad de la Iglesia; es ante todo un don divino, puesto que es participación de la comunión existente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Entre nosotros los creyentes, la comunión es la unidad que se genera entre quienes, siendo diversos, participan de los mismos bienes que Dios nos ha ofrecido de modo definitivo en Jesucristo: la fe, el Espíritu Santo, la Palabra, el pan eucarístico, la filiación divina, la caridad. La comunión eclesial implica adhesión a la Palabra de Dios, a la enseñanza del magisterio y reconocimiento en la fe de la presencia de Dios en la mediación de la autoridad. La comunión íntima debe manifestarse en la vida de la comunidad, a través de gestos, actitudes y acciones concretas. En ese sentido, la comunión es también una tarea o un don que es necesario cultivar, valiéndose de las mediaciones humanas; es capacidad de sentir al hermano en la fe como uno que me pertenece; es compartir las alegrías y sufrimientos de él, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Es capacidad de ver, ante todo, lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un «don para mí», además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber «dar espacio» al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2). La comunión debe impregnar la misión no sólo como signo del propósito salvador de Dios, sino como señal del quehacer evangelizador. Así, debe haber sintonía en los propósitos evangelizadores. La comunión misionera implica participación desde los propios dones, carismas y talentos en la misión de la Iglesia y en las estructuras existentes para el fortalecimiento de la comunión. La comunión eclesial, si bien es cierto implica una relación singular de caridad con los hermanos en la fe, no tiene fronteras. El amor que Dios ha derramado en nuestros corazones es un amor universal que sabe descubrir en todo ser humano la presencia misteriosa de Dios. De manera particular este amor debe volcarse hacia los que sufren, independientemente de su condición social, de su cultura, de su raza o de su credo. Nada más contrario al espíritu de la comunión que el sectarismo. En este sentido, la elaboración del Plan E y su puesta en marcha son una oportunidad para crecer en comunión en torno a las opciones que, por fidelidad a Dios y al hombre y mujer de nuestro tiempo, se han tomado. La apropiación del Plan por parte de los miembros de nuestra Iglesia es un signo de comunión. Nuestro Plan E ha planteado, en la primera parte del ideal que nos une y compromete, lo siguiente: “La Arquidiócesis de Bogotá, como Pueblo de Dios que peregrina en medio de esta región capital, vive y celebra intensamente su adhesión a Jesucristo y a su proyecto del Reino, y la expresa en su vida de comunidad, mediante la participación dinámica y orgánica de todos sus miembros y la renovación constante de todas sus estructuras de comunión y de servicio”. Nuestra adhesión renovada a Jesucristo tiene, entonces, como uno de sus criterios esenciales de autenticidad que ella se exprese en nuestra vida de comunidad. Sólo así podremos anunciar a Jesucristo y ser verdaderamente sal de la tierra y luz del mundo. La formación progresiva en la fe que es cometido fundamental de los catequistas no puede nunca olvidar este criterio. Es necesario poner siempre de manifiesto el carácter profundamente comunitario y social de la salvación que Jesucristo nos ha traído. La catequesis debe realizarse en un ambiente comunitario y debe tender hacia el fortalecimiento y la expresión cada vez más viva de la comunión. Padre, Pedro Salamanca