Mariposas en el

Transcripción

Mariposas en el
Índice
INTRODUCCIÓN ......................................................................... 11
SIN PODER DORMIR .................................................................... 15
LA ABUELA JUANA ...................................................................... 27
CAMINO A MADRID ...................................................................... 47
ESE YO QUE NO TE VES ................................................................. 53
PLANIFICANDO EL GIRO................................................................. 67
SANTIAGO PALACIOS .................................................................. 77
PILAR VALDERRAMA ................................................................... 85
REFLEXIONES DEL PRIMER DÍA ..................................................... 93
PRIMERAS REACCIONES ............................................................... 99
NUEVOS PASOS .......................................................................... 111
BUSCANDO ANCLAS .................................................................... 117
CONSTRUYENDO UN NUEVO HORIZONTE ....................................... 127
Introducción
Y
a desde nuestra más tierna infancia, somos imbuidos por
un modelo educativo que se preocupa casi exclusivamente por nuestra formación técnica. Llegamos a ser especialistas en máquinas, números, tecnologías y procesos. Sin
embargo, la mayor parte de los problemas que después nos
vamos encontrando a lo largo de la vida, suelen tener poco
que ver con ese tipo de conocimientos y mucho con las personas.
En muy escasos colegios, institutos, universidades o masteres nos enseñan la esencia de la vida que es la comunicación con otros.
Vivimos en un mundo globalizado y en permanente cambio. Es la era de las nuevas tecnologías, de internet y de la
telefonía móvil, avances que nos permiten estar intercomunicados permanentemente. Con todos estos progresos, se
podría pensar que el s. XXI es el siglo de la comunicación, y
sin embargo, nada más lejos de la realidad.
Nosotros mismos seguimos siendo nuestro peor enemigo. Por mucho que la ciencia avance, el ser humano sigue
luchando por entenderse a sí mismo y a los demás. Lo que
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más nos sigue costando es reconocer, entender y canalizar
nuestras emociones y las de los demás.
El amor, el odio, la envidia, los celos, la vergüenza, la
esperanza, la ilusión, el afán de superación, la admiración, la
fe, el miedo y la gratitud son algunas de las emociones que
dirigen nuestras vidas, porque seguimos siendo incapaces de
controlarlas a ellas.
A esas emociones, que normalmente empezamos a sentir
en el estómago, las llamo mariposas. Y si esta es una realidad
importante de asumir en todos los ámbitos de la vida, todavía lo es más en el ámbito profesional.
Cuando tenemos que hablar frente a un auditorio, cuando dirigimos una reunión, cuando nos enfadamos con nuestro jefe, cuando nos felicitan por el trabajo bien hecho, cuando un compañero confía en nosotros, cuando delegamos,
cuando delegan en nosotros, cuando negociamos, cuando
vendemos etc. sentimos dentro de nosotros un cosquilleo,
algo que se mueve en nuestro interior, sentimos “Mariposas
en el Estómago”.
Este libro trata de eso, de personas, y emociones en el
mundo del trabajo, y especialmente quiere ser una muleta
para aquellos que afrontan el reto de dirigir equipos humanos.
Normalmente nadie nos enseña a ser jefes y desde luego,
nadie nos avisa que lo más difícil de gestionar personas es
ser capaz de saber conocer, entender y gestionar emociones,
las propias y las de otros.
Hoy en día no es suficiente con ser un buen técnico para
dirigir personas. Nuestras organizaciones cada vez más necesitan jefes que produzcan cambios, que motiven, que generen ilusión, compromiso y orgullo de pertenencia y para eso
necesitamos jefes /líderes expertos en personas. Y ser exper-
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tos en personas supone ser experto en emociones y este
camino empieza por el conocimiento de uno mismo.
Con todo esto no queremos decir que los conocimientos
técnicos no sean importantes. Lo son y mucho, pero mientras las empresas sigan estando formadas por personas,
seguirá siendo imprescindible saber gestionar “fibra humana”, dirigir personas con emociones, mariposas en el estómago.
Sin poder dormir
E
l reloj digital de la mesilla de noche marcaba las cuatro
de la mañana y Nora daba vueltas en la cama sin poder
dormir. A su lado Hugo, su marido, hablaba en sueños. Aunque no entendía muy bien lo que decía, resultaba evidente
que sus balbuceos estaban relacionados con problemas del
trabajo, no paraba de repetir una y otra vez la palabra
“informe”.
Esa era una de las muchas diferencias entre los dos. En
situaciones en las que ambos estaban igual de preocupados
por algo, ella no conseguía pegar ojo, mientras que Hugo, a
pesar de seguir rumiando el problema en su cabeza, dormía
como un bebé. Desde que le conocía, sólo en un par de ocasiones le había oído quejarse por haber pasado una mala
noche.
Nora era distinta. Ella sólo descansaba cuando su mente
también lo hacía. Su cuerpo y su cabeza siempre iban de la
mano y hacía meses que las preocupaciones le asaltaban sin
parar. Todo tenía que ver con su nuevo trabajo.
Cinco meses atrás Nora había entrado a formar parte de
la empresa Ingenia, concretamente en su sede de Madrid.
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Para una ingeniera industrial como ella, trabajar en Ingenia
suponía llegar a la Meca. Recordaba sus tiempos como estudiante en la universidad de Bilbao. Le resultaba fácil volver
mentalmente al pasado y visualizarse a sí misma hablando
con sus compañeros de promoción, sobre lo fantástico que
sería trabajar en Ingenia.
Por otro lado, Hugo era arquitecto y trabajaba en casa,
por eso, cuando a Nora le ofrecieron la posibilidad de entrar
como jefa de proyectos en Ingenia, no se lo pensaron dos
veces y se trasladaron a Madrid. Aquella era la oportunidad
de su vida. Por fin veía recompensadas tantas y tantas horas
de trabajo, esfuerzo y dedicación en pequeñas empresas que
no le habían permitido demostrar sus vastos conocimientos
en ingeniería.
Todo el tiempo libre que le dejaba el trabajo lo empleaba
en estudiar. Parecía que nunca era suficiente y cuando se
metía en su despacho, las horas se le pasaban sin darse cuenta. Sus amigos solían decirle con frecuencia que tenía que
vivir más la vida y ella nunca les entendía. Pensaba que eso
era justamente lo que estaba haciendo. La ingeniería le parecía apasionante, hasta el punto de disfrutar trabajando y
estudiando, siempre quería saber más.
Entró en Ingenia llena de fuerza y con mucha ilusión.
Quería hacer tantas cosas... Al fin tendría los recursos necesarios para hacer su trabajo en condiciones. Como ella siempre había querido.
Sin embargo, la realidad no resultó ser como ella la había
imaginado. Se estaba encontrando con los mismos problemas de la pequeña empresa, pero quintuplicados.
Nora se encontraba en la central de una multinacional, lo
cual equivale a estar en el núcleo de todas las decisiones. El
moderno edificio de cristales negros era peculiar. Tenía siete
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pisos y como suele ser habitual, el presidente tenía su despacho en el último, aunque nunca estaba allí. Resultaba más
fácil verle en la prensa participando en algún torneo de golf,
que en su propio despacho. Los que más frecuentaban la
séptima planta eran los miembros del comité de dirección,
presidido por su CEO internacional. De hecho, siempre que
la gente se refería al comité, hablaban de “los de la séptima”.
Nora trabajaba en el cuarto piso. Aquello significaba
que “valía” más que los que lo hacían en la primera planta,
pero también significaba que todavía le quedaban tres
niveles para entrar a formar parte de los “importantes”. Se
trataba de una empresa fuertemente jerarquizada y el que
quería ascender sabía por dónde tenía que pasar. En el caso
de ella, escalar posiciones nunca había sido su objetivo en
la vida, aspiraba a ser una buena profesional, a ser posible,
la mejor.
Le habían asignado la dirección de un equipo de ocho
personas. Todos ellos eran grandes expertos, cada cual en su
materia. A pesar de que todos ellos a nivel individual contaban con curriculums admirables, como equipo, eran más
numerosas sus carencias que sus fortalezas. El equipo no
funcionaba y eso le impedía a Nora dormir por las noches.
No llegaba a entender qué era lo que estaba fallando.
Hasta ese momento se podría decir que Nora había triunfado en todo lo que había hecho a lo largo de su vida. En el
colegio, era considerada una alumna ejemplar. Su expediente universitario había sido extraordinario y todos sus profesores esperaban de ella grandes logros en el futuro. Antes de
licenciarse ya tenía varias ofertas de empleo y escogió la que
le pareció más retadora. Al cabo de un año, su primera experiencia laboral se le había quedado pequeña y decidió cambiar. Así fue pasando por distintas organizaciones. En todas
las compañías de las que había formado parte, le recordaban
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con cariño y nunca nadie se extrañó de su decisión de dejarles. Todos entendían que Nora aspiraba a más.
Su nuevo puesto en Ingenia tenía dos características diferentes de las situaciones anteriores. La primera diferencia
consistía en que nunca antes había sido responsable de personas, lo cual en sí mismo era un gran reto. En segundo
lugar, y también como novedad para ella, los resultados no
acompañaban a su trabajo y a su esfuerzo.
Hasta entonces había trabajado siempre sola. Ella sola
formaba el departamento de ingeniería de las empresas en
las que había trabajado, pero aquello era muy diferente.
Las dificultades con las que había tenido que enfrentarse en
sus experiencias anteriores, habían estado relacionadas con el
personal más veterano del área de producción. Nora había
tenido que convivir con algunas barreras como la de introducir la ingeniería moderna en talleres tradicionales que se
habían hecho a sí mismos a base de mucho sudor y que veían
a una mujer universitaria como una amenaza que no sabía
nada de una profesión a la que ellos habían dedicado tantos
años. Ellos vestían con buzo azul y llevaban las manos sucias
y castigadas por las innumerables horas de trabajo físico,
mientras Nora con su bata blanca, los observaba y rediseñaba
sus procesos. ¿Qué iba a saber una niñata de bata blanca sobre
cuál era la mejor manera de producir una pieza?, –se decían.
Sus jefes habían resultado ser los dueños y fundadores de
las empresas y no solían interferir demasiado en su trabajo.
Mientras todo funcionase, no se preocupaban. Nora estaba
acostumbrada a tirar sola del carro. Se podría decir que
había sido su propia jefa. Era ella la que proponía mejoras a
sus superiores y cuando intuía que en la empresa en la que
estaba no había mucho más recorrido, bien por el volumen
o bien por falta de recursos, cambiaba de trabajo. A sus
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treinta y cuatro años, había formado parte de cuatro organizaciones bastante similares entre sí.
Por el contrario, Ingenia era un monstruo empresarial de
dos mil empleados. Eso hacía que el equipo que ella dirigía,
fuera el equivalente a un grano de arena en el desierto.
Cuando a Nora le describieron sus funciones como jefa
de proyectos, lo primero que le explicaron fue que tendría
responsabilidad sobre un equipo de personas, pero ella no
prestó demasiada atención a ese matiz. Ella sólo había interiorizado la información referente a todos los tipos de proyectos que podría llevar a cabo en aquella compañía.
En su interior pensaba que eso de dirigir personas no
podría ser muy complicado.
Si tanta gente que ella consideraba “normal” lo hacía,
debía ser algo sencillo. Lo había visto hacer a sus anteriores
jefes y ninguno le había sorprendido por tener unas dotes
especiales.
Su nuevo jefe se llamaba Joaquín. Desde que llegó a Ingenia, sólo le había visto en tres ocasiones y dos de ellas se
habían producido en el ascensor. Tendría unos cincuenta
años y parecía estar de vuelta de todo. Según le había
comentado su secretaria, desde que le habían dado a un
compañero suyo un ascenso que esperaba para sí mismo, se
había amargado y parecía enfadado con el mundo.
Joaquín le dio pocas orientaciones sobre lo que esperaba
de ella. Básicamente se limitó a marcarle los resultados que
se le exigirían a final de año y casi como un exceso por su
parte, le pasó una copia del plan estratégico de la compañía.
Lo más curioso de toda la entrevista, que no duró más de
una hora y que además estuvo interrumpida por cuatro llamadas al móvil de Joaquín, fue que antes de irse le espetó:
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“Si tienes algún problema, antes de venir a este despacho,
encárgate de haber encontrado una solución”. Nora no supo
qué contestar. Sabía poco de lo que significaba ser jefe, pero
aquello no le sonaba a “lo correcto”. Esperaba algo diferente
de Ingenia.
En varias ocasiones había intentado reunirse con Joaquín
para compartir con él sus dificultades y pedirle orientación,
pero él ponía todo tipo de excusas para recibirle, en especial,
la falta de tiempo. Nadie sabía en qué ocupaba Joaquín su
tiempo. Cuando estaba en el edificio, se encerraba en su despacho y no salía. Tenía bruscos cambios de humor y nunca
nadie sabía qué día podía tener.
Joaquín era el jefe de proyectos nacionales y tenía a su
cargo treinta jefes de proyectos. El puesto al que aspiraba era
el de jefe de proyectos europeo, responsabilidad que le dieron a una persona diez años más joven que él.
Así pues todos los jefes y equipos de proyectos estaban
repartidos entre la tercera y la cuarta planta. Eran las “plantas de los ingenieros”.
Nora había coincidido en algunas reuniones con otros
jefes de proyectos como ella. Se contaban cosas terribles de
Joaquín. Era uno de los más antiguos de la empresa. Había
entrado como ingeniero, posteriormente ascendió a jefe de
proyecto, puesto que ocupó hasta alcanzar el de jefe de proyectos nacional. Todos en Ingenia esperaban que fuera promocionado al puesto de dirección europeo, especialmente
sus colaboradores que veían aquel posible cambio, como un
respiro para ellos mismos. Cuando recibieron un correo
electrónico desde “la séptima” comunicándoles el nuevo y
sorprendente nombramiento, que excluía a Joaquín del
puesto, todos temieron las consecuencias que seguro se avecinarían sobre ellos.
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Y así fue desde aquel día. Todos pasaron a ser los enemigos de Joaquín y éste les trataba como tales. Se sentía la víctima de un complot.
En Ingenia había menos mujeres de las que Nora pensaba. Desde luego, ninguna en el comité de dirección, pero
incluso en su propia planta escaseaban y las que había, eran
casi todas secretarias. En las organizaciones de las que procedía, a pesar de ser aparentemente menos avanzadas, la
mujer estaba más integrada, desde la cadena de montaje,
hasta incluso en la dirección de la empresa.
De las ocho personas que formaban su equipo, tres eran
mujeres y aquello parecía fuera de lo común en Ingenia. La
media de edad del grupo era baja, de unos treinta y cinco
años. Nora pensó que sería un punto a su favor. Siempre
había tenido que superar los prejuicios relacionados con ser
veinte o treinta años más joven que los otros trabajadores.
Trabajar con personas de su edad haría todo mucho más
fácil, o al menos, eso pensaba ella.
La mayor parte de los miembros del equipo eran expertos en la materia. Solamente uno, Antonio, que había entrado poco antes que Nora, tenía una experiencia menos dilatada.
Ella no entendía por qué, a pesar de sus capacidades y
conocimientos, no terminaban de desatascar los proyectos
en los que estaban implicados. Por primera vez en su vida
dependía de otros para lograr los resultados que se esperaban de ella y la impotencia que eso le hacía sentir le estaba
minando por dentro. Por la noche no dormía dando vueltas
a lo mismo y por la mañana se levantaba cada vez más cansada. Aquella situación le estaba desgastando, física y psicológicamente. Sobre todo psicológicamente. No sabía cómo
salir de aquel laberinto. Quizás aquel puesto no era para ella.
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Aquella noche, intentaba conciliar el sueño y derrotar a
sus fantasmas, y mientras Hugo seguía diciendo frases indescifrables, decidió que necesitaba hacer algo para desconectar
y cargarse de energía renovada. Sabía que si se quedaba en
Madrid no dejaría de torturarse con el problema y probablemente terminaría conectada a su ordenador intentando compensar ella sola las carencias del trabajo de todo su equipo.
Para ello, se autoadministró una solución: aquel fin de semana no trabajaría e iría a ver a su familia a San Sebastián.
A las siete de la mañana, cuando el campaneo del despertador sonando en su dormitorio rompió el silencio que
habitaba en la casa, Nora ya estaba preparándose un café en
la cocina. Corrió a apagarlo para que el ruido no despertara
a su marido. Mientras el café se hacía, saboreaba por el pasillo la última pasta que le quedaba de su pastelería favorita en
Madrid. Eran redondas y cubiertas de almendras troceadas.
Las compraba siempre que estaba baja de ánimo o cuando
quería celebrar algo. Una vez compradas, las racionaba para
que le duraran tres días. Su cuerpo le pedía comérselas todas
seguidas, pero Nora tenía mucho control para esas cosas.
Además, necesitaba sentirse poseedora de ese control. Hugo
le gastaba bromas con aquella manía suya, pero a ella no
parecía importarle. Para Nora se trataba de una cuestión de
disciplina.
Hugo se levantó media hora más tarde cuando su mujer
ya estaba desayunando acurrucada en el sofá del salón,
acompañada por el informativo. Era su espacio favorito de la
jornada, cuando más en paz se sentía, ella sola, protegida
por su viejo pijama, a solas con sus pensamientos y con todo
el día por delante. Nora solía referirse a esa primera hora del
día como su momento zen. Sin embargo en aquel momento
no escuchaba nada de lo que decían por la televisión. Su
cabeza ya estaba organizando el viaje a San Sebastián a una
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velocidad vertiginosa y pensaba en cómo cerrar los últimos
compromisos pendientes de la oficina.
Hugo luchaba por abrir los ojos. Le costaba mucho despertarse por la mañana y durante la primera media hora
solía deambular por la casa intentando quitarse el sueño de
encima. Todavía se encontraba dentro de ese estado cuando
Nora, con la rotundidad y energía que le caracterizaba al
comenzar cada día, le comentó:
–Hoy por la tarde, después de trabajar quiero ir a San
Sebastián, lo necesito. Me vendrá bien pensar en otras cosas
que no sea en mi trabajo; ¿No te importa verdad?
–En absoluto, me parece muy bien –dijo Hugo con
mucho esfuerzo.
–¿Por qué no vienes?
–¡Uff!, no gracias. Vete tú y disfruta. Yo cuidaré de la casa.
Antes de formular la pregunta, Nora estaba casi segura
que la respuesta sería negativa y acertó. A Hugo lo que más
le podía gustar en este mundo era pasar el fin de semana,
especialmente el domingo sin salir de casa. Salía sólo para
comprar un par de periódicos. El resto del tiempo lo disfrutaba leyendo y descansando. Cuando a modo de excepción,
quedaban con algún amigo para tomar el aperitivo, lo hacía
únicamente por agradar a su mujer. Así que el plan de pasar
el fin de semana fuera de casa no le resultaba nada atractivo.
Además la experiencia le había enseñado que cuando Nora
iba a San Sebastián, llenaba su agenda de citas, como queriendo ver a todo el mundo en día y medio.
Nora se duchó en un abrir y cerrar de ojos. Todavía sentía el cuerpo entumecido por el cansancio. Se vistió una
falda y una camisa. Quería mostrar un estilo informal porque los viernes era norma de la compañía vestir de manera
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“casual” como decían ellos. Se puso un poco de tacón, dos
gotas de perfume, color rojo en los labios y salió de casa, no
sin antes darle un beso a Hugo que seguía hipnotizado frente al televisor, ocupando el espacio en el que minutos antes
había estado sentada ella.
Al llegar al trabajo, encontró un poco más de lo de siempre. Nada más abrirse el ascensor de la cuarta planta vio perfectamente que cinco personas de su equipo estaban hablando en voz baja entre ellos. Parecían estar cuchicheando. En
cuanto le vieron llegar se callaron y se disolvieron rápidamente, como si llevaran tiempo practicando el mismo ritual
y lo tuvieran muy aprendido. Ella saludó con desconfianza y
recibió un frío “buenos días” por respuesta.
Agachó la cabeza, se metió en su despacho y cerró la
puerta. Todos los demás ocupaban la misma sala. Se trataba
de un gran espacio compartido. Cualquier decorador de
interiores la consideraría una oficina estéticamente agradable. El hecho de estar totalmente construida de cristal hacía
que la luz natural bañara todos los rincones. A pesar de que
la ergonomía era un valor en la empresa, a Nora la gente de
Ingenia le parecía triste y estresada, no acorde con el diseño
de las estancias, abiertas y diáfanas.
Una vez sentada en su silla, Nora telefoneó a su madre
para informarle de que aquella misma tarde saldría para San
Sebastián y que dormiría en casa. Ella le preguntó si Hugo le
acompañaría y ante el “no” por respuesta, le volvió a decir
algo que le repetía con frecuencia: que no entendía a las
parejas de hoy en día. Ante la falta de respuesta de Nora, su
madre se dio cuenta de que ese día también tenía la batalla
perdida y se calló.
El resto de la mañana pasó a gran velocidad. Tenía que
entregar un informe el lunes y salvo los quince minutos en
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que paró para tomar un café de la máquina, sola como siempre, no quitó los ojos de la pantalla plana del ordenador. No
había intercambiado ninguna frase con nadie de su equipo
en todo el día.
Cuando terminó el informe eran ya las tres y media. No
quedaba ni un alma en el departamento de al lado. Se habían ido todos, pero no se notaba demasiado la diferencia.
Aquella sala siempre le había parecido un espacio muerto e
impersonal. Comparado con las anteriores oficinas en las
que había trabajado, aquella se asemejaba a un museo, y
también resultaba el mejor ejemplo de que en ocasiones,
tener las mejores condiciones, no hace más felices a las personas.
Tenía un mensaje de Hugo en el móvil proponiendo que
le llamara antes de salir para acercarse a comer con ella.
Cuando Nora llamó a su marido, éste ya llevaba un buen
rato aguardando en la calle. Había aparcado la moto y le
esperaba con el casco en la mano. Nora se disculpó por no
haber visto el mensaje hasta ese momento, pero Hugo no
parecía contrariado por haber tenido que esperar. Estaba
más que acostumbrado a esa práctica.
Durante la comida, Hugo le estuvo contando la reunión
que acababa de mantener con un cliente. Al parecer había
resultado una sesión complicada y necesitaba compartirla
con su mujer. Ella no levantaba los ojos del plato. De vez en
cuando asentía sin mucho entusiasmo. No estaba siguiendo
el fondo de la historia que su marido le estaba detallando. Su
pensamiento todavía no había salido de la oficina, aunque su
cuerpo estuviera allí sentado. Le embargaba un profundo
sentimiento de fracaso personal.
–¿Te ocurre algo? –le preguntó Hugo que la notaba
ausente.
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–No, nada. Sólo que es viernes y estoy cansada.
Después de compartir una ensalada oriental y un plato de
pasta, Nora interrumpió a su marido que seguía ensimismado contándole cómo había transcurrido su mañana, para
recordarle que debía salir para San Sebastián y no quería llegar muy tarde.

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