“Políticas de la reforma”, (No publicado) Sobre el Gabinete
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“Políticas de la reforma”, (No publicado) Sobre el Gabinete
Políticas de la reforma Peio Aguirre La apertura del Gabinete Abstracto en la sala Rekalde de Bilbao plantea cuestiones pertinentes sobre el acondicionamiento de los lugares expositivos a las nuevas prácticas artísticas. La inevitable relación de la arquitectura con la presentación pública del arte contemporáneo necesita de nuevas alianzas que a menudo surgen de medidas reformistas. Es ya habitual que la arquitectura y el arte mantengan una relación recíproca de amor-odio aunque a veces existen ocasiones donde cierto pragmatismo debería aparcar momentáneamente las cuestiones hegemónicas de una sobre la otra. Un cercano caso práctico es la reapertura el pasado 5 de marzo de la institución artística Rekalde, en Bilbao. La primera sensación que se tiene al llegar al nuevo vestíbulo es de una llamativa ingravidez perceptiva, sobre todo para aquellos que recuerden su anodino y sombrío precedente. Su saturación lumínica arroja una potente dosis sobreexpuesta sobre los ojos del visitante y, como en las pruebas espaciales de la NASA —‘Ladies and gentlemen, we are floating in space’— la higiene del espacio construido nos introduce en una semiótica del ‘menos es más’. Es preciso añadir que lo que ha sido renovado no es la sala expositiva en sí, sino la entrada, lo que antes era el vestíbulo o el umbral, ampliándola y abriéndola a la calle, rehabilitándola como un epicentro multifuncional para exhibir proyectos o procesos de trabajo, presentaciones informales, conferencias u otras funciones. Éste es un espacio diseñado y proyectado al futuro por los hermanos (arquitecto e interiorista respectivamente) Paul e Ibon Basañez. Una especie de retrofuturismo a lo Kubrick parece recubrir la atmósfera, donde las visiones del futuro están escondidas bajo una capa de austeridad —bajo el lema ‘derribo y limpieza’— donde la economía formal es siempre vista desde una perspectiva utópica. A veces, a la manera de las políticas pragmatistas, las pequeñas ‘reformas’ son capaces de refundar los lenguajes allí donde parecía que se habían normalizado y estancado con el paso de los años. La lógica de la reforma, en arquitectura y en política, a diferencia de sugerir un cambio total peligrosamente inaceptable por las partes (institución, público, artistas), está en que no es necesario construir nuevos y espectaculares edificios para el arte, sino que es más coherente y sencillo partir de lo que ya existe para mejorarlo. Las condiciones de posibilidad de la reforma dependen entonces, muy a menudo, de la lucha de agentes secundarios más que de ambiciosas maniobras por parte de los poderes en su utilización, a menudo fraudulenta, de la cultura como recurso. Este nuevo lugar se llamará El Gabinete Abstracto, un guiño al espacio creado en 1927 por el artista constructivista ruso El Lissitzky, donde éste buscaba la construcción de una habitación idealizada donde exhibir su arte, y desde donde el sujeto activo podría transformar la promesa social del arte moderno y su aspiración a la revolución. Ahora, la revolución gira hacia la reforma. Unos años antes, en 1908, el vienés Adolf Loos profesaba en su conferenciamanifiesto ‘Ornamento y delito’ su explícito rechazo al ornamento como síntoma incivilizado de barbarie. Este rechazo por lo decorativo y la consiguiente defensa de la pureza de la forma ha permanecido casi como una ley en cuanto a la presentación del arte moderno y contemporáneo. La corrupción del cubo blanco En ese preciso momento, nacía el concepto del White Cube museístico como construcción discursiva. El Gabinete Abstracto es un renovado cubo blanco, cuya retórica y auto-conciencia como tal (si es que un espacio puede pensarse a sí mismo) le convertiría en un complejo artefacto interpretativo a desentrañar. Aquí, la suma de diferentes discursos se dan cita: el administrativo, la argumentación del comisariado, las habilidades del arquitecto, los factores prácticos diversos o el condicionamiento impuesto por el público. En definitiva, el metalenguaje de cualquier espacio construido que opere como bisagra de interrelación pública. Históricamente, el cubo blanco —como modelo de una modernidad autoritariamente universal— habría venido a homogeneizar las condiciones de percepción de las obras de arte, eliminando con su neutralidad los efectos de desgaste al factor tiempo. El gabinete burgués o el salón decimonónico serían los contramodelos a esta recepción pura y libre. La blancura del espacio modernista vendría a paliar los efectos del agujero negro sobre el que se precipitan las obras una vez pasada la época de su inscripción original. En este caso, el espacio trabajaría al servicio del tiempo, y lo contrario, equivaldría poco menos que a una corrupción. En la actualidad —cuando de manera un tanto snob nos hemos acostumbrado a llamar lobby a un vestíbulo y showroom a cualquier rincón expositivo— agarrarse al cubo blanco como lugar último donde paliar los efectos del tiempo es poco menos que la norma social y culturalmente aceptada. Esto es, la idea de que cualquier institución artística pública que se reivindique como progresista necesita fusionar espacio y discurso, disponiéndose (reformándose) previamente para acto seguido superponer estratos conceptuales y mentales a los meramente espaciales. Quizás los arquitectos deberían estar más atentos a los experimentos físicos y conceptuales aplicados a los lugares expositivos, sean la galería privada o el museo, y que en la historia han venido de la mano de artistas como Michael Asher (en los 70) u hoy día por el inquieto británico Liam Gillick. Lejos de considerar estas experiencias artísticas como exclusivamente representacionales, los arquitectos deberían centrarse quizás en su potencial utópico o radicalmente negociador del uso espacial. Por otro lado, y a modo de ejemplo, la celebrada reforma del centro de arte Palais de Tokyo en París, convertida por el dúo de arquitectos Lacaton/Vassal en un caso paradigmático del pragmático ‘derribo y limpieza’ vendría a equilibrar la balanza. Pero en una zona común de influencia, de síntesis, podríamos también situar el gesto de la artista y arquitecta eslovena Apolonija Sustersic, que ha reformado el lobby del Kunstverein de Munich pintando las paredes literalmente —y así lo manifiestan tanto ella como la directora del centro— de un aromático color cappuccino. Quizás sólo podamos añadir que la alianza entre la figura del comisario/a de exposiciones y el arquitecto/a es fundamental a la hora de establecer las pautas de acondicionamiento de los lugares destinados a albergar prácticas artísticas contemporáneas.