Caminar sobre la arena de la playa, justo allí donde las olas te
Transcripción
Caminar sobre la arena de la playa, justo allí donde las olas te
Caminar sobre la arena de la playa, justo allí donde las olas te saludan, puede parecer un ejercicio inútil. Das la vuelta y al instante compruebas que no hay rastro de tus huellas, que el mar las ha borrado. Por suerte, no pasa así con los recuerdos. Incluso con aquellos que están escritos sobre la arena de la playa. Esta semana, al tiempo que contaba los 226 pasos que hay, con marea baja, de extremo a extremo de Ojos de Garza, esos recuerdos afloraban. Todos y cada uno de los presentes, todos y cada uno de quienes residen, ya sea de manera permanente o temporal ,en esta playa, así como quienes vienen a ella a pasar el día, pueden juntar sus anécdotas del pasado y llenar con ellas la arena. A fin de cuentas, si de algo puede presumir Ojos de Garza es de contar con una bajamar que deja espacio para casi todo. Como un saco sin fondo. En esos 226 pasos de lado a lado, la cabeza se entretenía en formular preguntas para las que no encontraba respuestas satisfactorias: ¿por qué esta playa sí resulta molesta y no otras en iguales circunstancias? ¿Por qué se ha extendido esa imagen, falsa de principio a fin, de que un puñado de casas han convertido Ojos de Garza en una playa privada? ¿Qué garantías reales hay de que, una vez demolidas las viviendas, la playa estará mejor cuidada? ¿O acaso no lo han hecho quienes durante generaciones han dado vida a este lugar? Pero, claro, sucede que estamos hablando de gentes que aplican la ley sin evaluar las consecuencias, de técnicos que saben mucho de deslindes, pero, por lo que se ve, muy poco de personas, de hogares, de historias, de barcas que llegaban cada mañana repletas de pescado, de partidos de fútbol al atardecer, de cuando no había luz y la vida se aparcaba al anochecer para retomar su ritmo pausado al día siguiente, de esas lluvias de septiembre que inundaban el cauce del barranco y convertían la playa en un Cola Cao con espuma de mar… o de algo que si lo cuentas a un recién llegado piensa que es una broma: de cómo un antiguo nido de ametralladoras luego se reconvirtió en solárium, donde los más jóvenes se tostaban al sol al tiempo que, ellos, les tiraban los tejos a ellas, y ellas, que lo sabían todo y más, se burlaban de ellos, para luego, con el paso de los años, convertirse en los cimientos de esta ermita desde la que hoy el Cristo mira a Ojos de Garza, con esa mirada en la que, en ocasiones, uno también cree ver un gesto de duda, como si la imagen se preguntase: ¿por qué tienen que tirar las casas? Mientras el caminante cubre de extremo a extremo la superficie de la playa, aprecia que hay que cosas que no cambian. Podrá haber gente nueva, podrán marcharse muchos, podremos algunos estar durante años sin pisar Ojos de Garza, pero el ambiente sano de pueblo, de vecindad amistosa, no se ha perdido. Vas por la arena entretenido con tus pensamientos y adviertes que los que te encuentras te dan los buenos días como si te conocieran de siempre; te sientas en el muro situado frente a las casas, y todo son saludos, como si el tiempo se hubiese detenido y unos y otros reconocieron a aquel chiquillo cuyos veranos se medían por las semanas que pasaba en la casa de los Benítez. Sí, de los Benítez, porque en Ojos de Garza, las viviendas tienen apellidos: la de los Monzones, los Cáceres, los Leones, los Pérez… las de las personas que habitan en ellas de manera permanente o que pasan allí sus días de descanso. Ese empeño en bautizar los inmuebles acaba por darles casi un elemento humano, y quizás por eso también duele pensar que llegará un día en que la excavadora hará majo y limpio. Bajo ese techo, la vida era de otra manera. No estoy hablando de la prehistoria, sino de los años 70 y principios de los 80, de un tiempo que, visto ahora, transcurría de manera más pausada. Abrías los ojos temprano porque el baño de la mañana era una gozada. Sobre todo cuando pisabas la arena y te dabas cuenta de que esa huella de niño pequeño, mi huella, era la primera ese día. Así, te sentías dueño y señor de la playa, como el astronauta que por primera vez clavó una bandera en la superficie lunar. Con el sol levantándose ante tus ojos, entrabas en el mar y era como un bautizo. Luego, ya en la casa, tocaba desayunar y lo hacías como quien se come el mundo, porque a fin de cuentas nuestro mundo nacía y moría entonces en Ojos de Garza, donde había mil rincones que explorar. A renglón seguido se iniciaba el ritual de las mañanas: mirabas al horizonte e intuías cuándo se acercaba la barca. Entonces tocaba echar una mano para ayudar a que cubriera el trecho entre las olas y las piedras junto a las casas, allí donde hoy una barandilla de cemento cierra el pasillo. Como un aprendiz de pescador, primero te fijabas en el aspecto de la pesca, en el color oscuro de las escamas de las fulas brillando sobre los callaos, en los tonos rojos, en unos casos, y grises, en otras, de las viejas, y en esa morena que daba miedo porque el pescador siempre se acordaba de una vez que le mordió en la mano, o en la pierna, y te enseñaba la cicatriz, una hendidura que, a veces, te sobresaltaba por la noche al protagonizar una pesadilla que parecía no tener fin. Era también a primera hora de la mañana cuando, de repente, la tranquilidad se rompía por el ruido de los aviones de la Base Aérea de Gando surcando el cielo. Primero con los Mirage y, años más tarde con los F-16, con esas aeronaves que, veloces como flechas, salían de dos en dos y partían literalmente el cielo con sus acrobacias girando siempre hacia el Roque de Gando. Había otros días en que el espectáculo lo daba el viento, que alteraba el plan de despegue y aterrizaje, de manera que los aviones tomaban tierra entrando por Ojos de Garza. Entonces, te sentabas a las puertas de la casa y agitabas la mano pensando que a bordo del avión te veían y te devolvían el gesto. Y efectivamente te veían unos pasajeros que, a buen seguro, se extrañaban al contemplar una playa tan singular que no aparecía en los mapas turísticos. Quizás si así hubiese sido, la historia de Ojos de Garza habría sido otra diferente, porque tirar un hotel es casi un imposible en este país; por el contrario, demoler un barrio costero completo, por lo que se ve, duele menos. Salvo, claro está, para los que viven en él o para quienes han unido su infancia a ese puñado de casas. A medida que avanzaban las horas, la vivienda se convertía en patrimonio de las mujeres. Ellas mandaban, ellas ordenaban y ellas, sobre todo, se encargaban de algo en apariencia tan difícil como conseguir que la vida en verano se pareciera un poco a la que hace en invierno cada uno en su hogar. Entonces apenas podías participar, porque a esas edades un chiquillo solo sirve para llenar los pasillos y las habitaciones con la arena que arrastra en los pies, así que mejor estarse quieto, jugando a las cartas, a la pelota, al tenis de playa, que es como el otro pero sobre una pista sin límites, o matando el tiempo como cada uno prefiriera. Había, eso sí, una excepción: si la persona encargada de hacer la comida se decantaba por una paella, entonces te veías saliendo de la casa, con el balde en la mano y dirigiéndote hacia los riscos a buscar burgados. Hoy se lo cuentas a más de un niño y te mira con ojos de denunciarte ante Consumo por añadir a la comida algo que no se compra envasado en el supermercado, pero entonces la vida era otra. El mediodía no lo marcaban las horas del reloj sino el tiempo del baño, un espacio flexible, que podía alargarse o encoger en función del estado del mar. De esa manera, si había suerte y los padres se olvidaban de ti, salías del agua casi a la hora de la merienda, con los dedos arrugados y la piel morena brillando bajo el sol. Te secabas, te sentabas en la mesa y devorabas el menú del día. Pasabas a continuación a un tiempo que también se ha ido borrando con los años: la digestión. Ahora suena a anticuado, pero entonces la digestión era sagrada, como el ayuno en algunas religiones. Había que hacerla porque sí, que es la mejor manera que tenían nuestros padres de explicarte las tradiciones heredadas. Lo hacían por tu bien, pero a ti te parecía una tortura, una espera infinita hasta que, de nuevo, tocaba el siguiente baño, ese que solía mezclarse con un partido de fútbol a trompicones, pues comenzabas con dos equipos de cinco contra cinco detrás de un balón y al rato te dabas cuenta de que se había juntado tanto futbolista improvisado que ya no acertabas a encontrar tu puerta y mucho menos la contraria, ni sabías quién era de los tuyos y quiénes del contrario. Se iba marchando el sol y la quietud se adueñaba de Ojos de Garza. Salvo los pocos que contaban con un motor, el resto echaba manos de las velas y la bombona de gas para iluminar la velada. Arrancaba así un tiempo mágico, en el que notabas que el cansancio se adueñaba del cuerpo, pero en el que te empeñabas en seguir en vela para participar de las conversaciones de los mayores. Y, casi sin quererlo, el sueño te vencía, los ojos se cerraban y, cuando te dabas cuenta, estabas en brazo de Morfeo y del arrullo de las olas, ese sonido que se convertía en un castañeteo cuando subía la marea y, en el retorno, arrastraba las piedras junto a las casas. Se cerraba un día y sobre la marcha enlazaba con el siguiente. Era el particular ciclo de la vida en los veranos mágicos que todos guardamos en la infancia, veranos con muchas menos comodidades que ahora, pero en los que, visto con perspectiva, eras feliz porque no había un teléfono móvil que te incordiase, o una crisis económica que te quitase el sueño… La vida, esa vida de la infancia y la adolescencia en un Ojos de Garza que parecía eterno, caminaba mucho más despacio, como un antiguo disco de vinilo, a 33 revoluciones por minuto… Ahora, cuando nos toca vivir bajo el agobio de un ritmo estresante, volver a Ojos de Garza y recorrer los 226 pasos que hay de lado a lado en la bajamar es un ejercicio, además de saludable, enriquecedor porque te reconcilias con tu pasado y, sobre todo, porque aprecias cuánto de bueno se puede perder el día que las casas desaparezcan. Se irán entonces los muros y los techos pero quedará el consuelo de que nadie se podrá llevar tus recuerdos, ni los de quienes tienes al lado, ni de ninguno, en suma, de cuantos hoy estamos aquí, a los pies del Cristo de Ojos de Garza. Nos quedará una playa diferente. Habrá quien diga que mucho mejor, pero todos los que estamos unidos vital y sentimentalmente a Ojos de Garza sabemos que no es verdad. Porque sobre esa arena y bajo esos techos hay unos recuerdos que ningún deslinde podrá borrar. Vendrán otros tiempos y vendrán otras casas en otra ubicación, pero Ojos de Garza seguirá siendo siempre de quienes nos levantábamos temprano para el primer baño o de quienes vimos como de aquel nido de ametralladoras nacía esta ermita y se colocaba este Cristo al que hoy rendimos honores. Aquí, a los pies de esta imagen, hoy toca dar la bienvenida a la fiesta. Y lo hacemos con la mirada en el pasado y la confianza en el futuro, pero sin renunciar nunca al orgullo de contar que lo que hoy es Ojos de Garza es mérito de quienes están aquí y de quienes, por desgracia, estuvieron un día y nos dejaron. Sus recuerdos, con los nuestros, se mezclan en esa arena infinita, en esos 226 pasos de lado a lado. Felices fiestas. Muchas gracias y buenas noches.