Prólogo - Editorial de la UNLP

Transcripción

Prólogo - Editorial de la UNLP
Prólogo
Los oídos de la democracia
Todo libro sobre música es, en alguna medida, un libro de historia.
Carl Dalhaus nos advierte del fracaso al que están condenados quienes
pretenden defender a rajatabla la autonomía de la música, o peor aún:
la autonomía de la historia de la música. «Lo que ocurre en el interior
de las obras ayuda a comprender lo que sucede en la historia», escribe
Dalhaus en su libro Fundamentos de la historia de la música. «Justamente
porque los compositores se entregan imperturbables a la marcha de la
historia de los problemas de composición, sin ceder a las influencias
y exigencias externas y procuran confiar en la tendencia del material,
expresan una verdad acerca de la sociedad en la cual viven, y lo hacen
con mayor precisión y acierto que lo que podrían lograr a través de una
exposición directa e ingenua».
Cuánta razón en la cita anterior. Sin embargo, Daulhaus, y antes
que él, más insidiosamente, Theodor Adorno, sólo pensaban en
compositores europeos de tradición académica y concedían poco
interés a la música popular. O mejor dicho, no la consideraban
exactamente música, en la medida que sus funciones extra-artísticas
(de representación, de entretenimiento, de sociabilidad, etc.) venían
a justificarlas plenamente. ¿De qué autonomía podía hablarse en
esos casos? Si bien la idea de que lo popular no califica artísticamente
pudo ser criticada en todo momento –de hecho, las defensas artísticas
del jazz de las primeras décadas del siglo fueron asumidas por algunos
ilustres hombres de las letras y la cultura-, resulta más desacertada en
estos últimos años, cuando un disco del grupo Escalandrum parece
contener más elementos cultos que una obra del compositor argentino
Osvaldo Golijov.
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Es innegable que en los últimos treinta y un años, al ritmo de la
democracia y sus peripecias, la Argentina ha sido escenario de una
actividad musical intensísima y poco autónoma de la realidad social
que la acogió y con la que interactuó tan animadamente. Por supuesto,
fueron años sin censura, sin listas negras ni artistas desaconsejados, para
decirlo en referencia a los años de la dictadura. Fueron años de revisión
de la autoridad de los géneros musicales, de crítica de las relaciones entre
lo dominante y lo subalterno, de apuesta política a favor de tradiciones
locales en tenso diálogo con la globalización. Pero también los años
democráticos nos desafiaron con dilemas aun no resueltos sobre arte y
mercado. ¿Cómo debió hacer un músico, cualquiera fuera su pertenencia genérica, para mantener la integridad de su obra, siempre expuesta
a presiones económicas y sociales, y a la vez seguir dialogando vívidamente con ese contexto fuertemente marcado por la agenda política?
Porque, bien sabemos, la democracia no trajo mágicamente la solución
a todos los problemas de los argentinos. Si creemos que la mejor música
es aquella que postula una mirada crítica del mundo, ¿desde qué lugar y
bajo qué condiciones pudieron seguir siendo cuestionadores los músicos
de rock, por ejemplo, ahora masivamente partícipes en las agendas de
los medios y en los cálculos de rentabilidad de las majors de la música?
Los autores convocados para este libro están de acuerdo con Dalhaus
en que la autonomía del arte es cosa relativa; incluso pueden suscribir
también que los músicos que con mayor precisión y acierto expresaron
la verdad de la sociedad a la que pertenecían fueron aquellos que evitaron las elocuciones directas e ingenuas. Aquellos que aprendieron a
ser resistentes sin alzar mucho la voz, o a distancia de los altavoces de
la sociedad de masas. En lo que estos autores quizá discrepen con los
teóricos precedentes sea en el reconocimiento de una divisoria clara
entre la función artística y ese lote rezagado de funciones poco serias.
Por supuesto, de los artículos aquí reunidos, el más distante del
mundo sensible de Dalhaus y los suyos es el del sociólogo Pablo Semán,
que vuelve a meterse –en honor a la verdad, por pedido de este prologuista– con la cumbia y su territorio social, para hacernos reflexionar
sobre ciertas correlaciones entre la especie tropical de las clases popu10
Sergio Pujol (compilador)
lares de hoy y los clivajes históricos de géneros finalmente acreditados
por la historia como el tango, el rock y el folclore. En la otra punta del
corpus estaría el trabajo de Pablo Gianera sobre Gerardo Gandini,
posiblemente el compositor argentino académico más importante
desde la muerte de Alberto Ginastera, alguien que evidentemente no
necesitó de ningún tipo de acreditación por fuera de su campo cultural
específico, aunque sus múltiples competencias artísticas le permitieron
incursionar con resultados interesantes en el tango piazzolleano y el
jazz de estirpe cool, amén de unas episódicas colaboraciones con Fito
Páez. Obviamente, si quisiéramos seguir pensando la cuestión musical
en base a oposiciones binarias, diríamos: en este rincón la cumbia, en
este otro Gandini. Pero este no ha sido el espíritu que inspiró el libro;
por lo tanto, quisimos hacer, entre todos (o entre varios), un libro sin
puntas, sin extremos, sin polarizaciones, más allá de las que la propia
sociedad aplicó, a veces con violencia un poco más que retórica, a la
hora de calificar sus bienes culturales.
En definitiva, que Semán y Gianera aborden temas tan diferentes de
maneras tan distintas no sólo habla de las tensiones semánticas de la
palabra música –tensiones que siempre existieron pero la democracia
sacó a la luz- sino también de la ampliación de la crítica, nunca imperturbable frente al derrotero de las Ciencias Sociales y sus parientes más
cercanos. Tenemos entonces un primer dato incontrastable de la música
en democracia: a lo largo de treinta y un años aprendimos a escuchar y
a analizar de más de una manera, mientras nos preguntábamos cuánto
de Pandora tenía la palabra música. Una historia de la creación sonora
no puede dejar de ser una historia de la escucha: los oídos en tiempos
de democracia no son los mismos que los del tiempo de la dictadura.
Por más que en los últimos años se haya anunciado el fin de los
géneros y el triunfo de las hibridaciones más insólitas, la verdad es que
con la democracia se repensaron las categorías existentes. Es cierto que
al interior de los géneros se ensayaron nuevas aperturas –sobre todo en
el folclore, aunque parezca un contrasentido-, pero no desaparecieron
las afinidades internas, ni el sentido de pertenencia con que los músicos se desenvolvieron de cara a determinadas tradiciones musicales.
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Todos los artículos de este libro responden a la organización genérica
de la música, pero sus autores no han pensado sus temas de manera
endogámica. Y tampoco de manera panorámica, lo cual no deja de
ser una novedad en este tipo de libro, si se nos permite la inmodestia.
En la entrevista que Marina Cañardo le hizo al contrabajista y
director Ignacio Varchausky –acaso la figura más relevante en la
historia reciente del tango-, se plantea con agudeza la idea de que las
identidades culturales son tan congénitas como libremente escogidas,
por más contradictorio que esto suene (y quizá lo sea). Es cierto que
para muchos el rescate del tango del 40 por parte de intérpretes jóvenes puede leerse como signo de fatiga artística, de esa falta crónica de
grandes noticias culturales que parece condenar nuestro tiempo a las
diversiones deportivas y los gadgets tecnológicos, mientras seguimos
remasterizando el canon discográfico. Pero la trayectoria de Varchausky también nos informa de la necesidad que un músico inicialmente
formado en el rock tuvo de ir hacia atrás en el tiempo histórico de
la música argentina. Una necesidad legítima, tan válida como la del
porfiado modernista.
El periodista especializado en folclore Gabriel Plaza empieza su
nota sobre Coplanacu comparando la singular experiencia de autogestión cultural emprendida por el dúo santiagueño con las misas paganas
de los Redondos. La noción de independencia artística, de prácticas
sociales situadas por afuera (o en los bordes) de la economía política
de la música, creció exponencialmente en tiempos de democracia, para
afectar tanto a la música de raíz nativa como a aquellas expresiones de
la cultura rock más renuentes a formar parte de un mainstream sonoro.
En realidad, la estrategia de producción independiente atravesó en
estos años casi todos los territorios de la música. Y esto también es
música en democracia: volver a pensar las relaciones entre producción
artística, comunicación y mercado. Pensar Cosquín y MTV, pero también imaginar otros escenarios, otras instancias de recepción.
En el caso de Fito Páez, sobre el que se explaya el periodista de rock
Martín Graziano, la democracia le permitió consagrarse como creador
clave del rock argentino, pero también convertirse en una suerte de
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Sergio Pujol (compilador)
agente cultural puente entre géneros: su amistad con Liliana Herrero, su
versión del tango Gricel –junto a Luis Alberto Spinetta– y sus críticas a
la escena chabona y barrial han sido hechos culturales muy poderosos,
que lo han tenido siempre en el centro de la música argentina, acaso
como la voz cantante de algo (bastante) más que el grito generacional
del rock. El artículo de Graziano funciona como ventana a todo un
género –Páez como epítome del rock argentino-, pero también como
caso testigo de cómo se cargaron de músicas diferentes los bordes de
viejas identidades.
Treinta y un años pueden ser mucho o poco. Para la evolución
artística del tango, entre 1983 y 2014 no sucedieron muchas cosas nuevas. No obstante, se conformó una escena proactiva, con el regreso de
las milongas y los bailes de escenario, el surgimiento de nuevas voces
–sobre todo femeninas– y esa rara mezcla de adoración y distanciamiento que generó la obra de Piazzolla después de la muerte de Piazzolla. En cambio, el jazz pareció incrementar su ritmo de novedades,
a contrapelo de la tendencia general a morigerar rupturas y ensayar
inventarios. Sin la carga moral de tener que representar tradiciones
nativas ni la exigencia de alimentar una demanda masiva, la creación
jazzística argentina pareció organizarse en torno a un colectivo etario
conformado a partir de métodos de aprendizaje y experiencias auditivas
comunes. Se habló así de una nueva generación de músicos argentinos
de jazz. En ese ambiente se gestó Escalandrum, la banda del nieto de
Piazzolla –dato que no se agota en la mera anécdota familiar– que se
interrogó de manera sistemática por las condiciones de posibilidad de
un jazz argentino, a partir de la reelaboración de patrones rítmicos y
gestos sonoros de ascendencia folclórica y tanguera. La investigadora
en culturas afro Berenice Corti realiza un análisis riguroso de la música del grupo a partir de lo que sus integrantes piensan del mismo. Y
esta autoconciencia de estar componiendo –con las libertades que el
término composición adquiere en el mundo del jazz– resulta emblemática del conjunto de la música de improvisación posterior a 1983.
A contrapelo de la imagen un tanto conformista de una vida musical
signada por la tolerancia y la buena vecindad entre músicos y públicos,
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los abordajes de este libro colectivo nos muestran de qué manera, con
qué lenguajes artísticos y en qué condiciones de producción ciertos
músicos argentinos se vienen preguntando, desde el final de la última
dictadura, por la sociedad en la que viven, allí donde ponen en consideración sus músicas, para determinados públicos y sobre el legado
de tradiciones tan vapuleadas como celebradas. Por supuesto, vale
brindar por más tres décadas de democracia. Pero siempre y cuando
sepamos que la banda sonora de los festejos es demasiado extensa para
caber en un solo escenario.
Sergio Pujol
La Plata, agosto de 2014
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Sergio Pujol (compilador)

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