¿QUÉ ES LA EVALUACIÓN EDUCATIVA?

Transcripción

¿QUÉ ES LA EVALUACIÓN EDUCATIVA?
¿QUÉ ES LA EVALUACIÓN EDUCATIVA?
Por: Julie Escorcia1
Resumen
La evaluación educativa guarda una íntima relación con los procesos de enseñanzaaprendizaje, haciendo de la evaluación un tema recurrente y característico de
cualquier discusión educativa. Sin embargo, son muy variadas las aseveraciones sobre
los distintos problemas educativos, que se enmarcan en el hecho de evaluar, y es allí
donde salen a resaltar un sinnúmero de concepciones variadas acerca de la
evaluación, sus objetivos, propósitos, planeación y ejecución. Pero, fuera de toda
discusión, en las prácticas evaluativas, se mantiene la misma tendencia de la
evaluación por medición, inflexible, control del poder (maestro), pasivas (alumno),
con tendencias técnicas hacia resultados cuantificables, lo que ha conllevado a
repercusiones poco formativas en los procesos educativos y mecanismos ineficaces
que nos han conducido sólo a facilitar la comedida labor del docente.
Por esto, más allá de cualquier otra consideración, es importante resaltar la
importancia de reflexión con sentido sobre todas aquellas prácticas evaluativas de las
que somos sujetos y objetos, para revalidar nuevas formas de enseñanza, en las que
la evaluación se convierta en una experiencia formativa, que enriquezca el proceso
mismo de formación del sujeto, donde se respeten las características y necesidades
propias del individuo. Una evaluación diseñada para el alumno y no para la
apremiante necesidad de sistematización del docente.
Reflexionar acerca de la evaluación educativa es una labor incesante y constante, que
suscita de manera inmediata toda clase de opiniones y discusiones acerca del tema. Ya
que la acción responsable del evaluador es una de las tareas más importantes en los
procesos de formación de individuos que se dan en las escuelas e instituciones formales
de enseñanza; podríamos decir, entonces, que todo proceso de aprendizaje va ligado
íntimamente a procesos evaluativos, que se convierten en obligatorios en la medida en
que se exigen lineamientos, objetivos y estándares propios de los procesos de enseñanza.
Por consiguiente, podríamos iniciar afirmando que, según las concepciones de educación
actual, enseñar implica evaluar, y evaluar, por consiguiente, sugiere enseñar.
1
Estudiante Programa de Licenciatura en Pedagogía Infantil, Universidad del Norte.
[email protected]
En un primer momento, reflexionemos un poco acerca de las concepciones que podemos
desarrollar de la evaluación. Casi que instintivamente, podemos decir que evaluar es
sinónimo de: valorar, estimar, examinar, calcular, acreditar, ponderar, apreciar, puntuar,
criticar, ajustar, tallar, medir, graduar, calificar y hasta juzgar; sin, embargo, estas
consideraciones inmediatas se hacen más claras y reveladoras a la luz de los procesos de
enseñanza propios. Mirándola entonces desde los procesos educativos actuales, la
evaluación es vista desde su sentido de funcionalidad y como recurso disponible, en
cuanto a la utilidad en la enseñanza; sin embargo, como lo menciona Carlos Rosales
(1990), la evaluación debe ser vista “como un componente esencial de la enseñanza, que
se desarrolla paralelamente al desarrollo global de la misma y recibe una amplia serie de
estímulos procedentes de diversas áreas de conocimiento con las cuales mantiene a su
vez importantes relaciones” (p. 30), lo que sugiere una forma distinta de observar los
procesos evaluativos, desde perspectivas más integrales y formadoras, ya no como
simples instrumentos medidores de las práctica educativas, sino como componentes
formativos del desarrollo educativo centrado en el individuo y sus interacciones para
llegar al conocimiento.
Estas áreas de la evaluación son complementadas, por lo que son objeto de evaluación.
Podemos evaluar diferentes aspectos, como: teorías, hipótesis, tesis, sistemas,
instituciones, personas, animales, software, conductas, hechos, y hasta fenómenos
naturales; lo cierto es que todo lo que pueda ser observado y comprendido puede ser
evaluado, y se convierte entonces en objeto propio de la evaluación. Pero, en el caso
particular de la enseñanza, nuestro objeto se refiere a la persona, individuo o ser humano
en sí, sobre el cual recae nuestro criterio; por ende, las formas de evaluación deben
considerar las características propias del objeto a evaluar. De ahí que las implicaciones de
la evaluación en los ámbitos escolares, y esencialmente en las escuelas, tengan una
trascendencia casi que eterna en la forma de conocer de los individuos.
De manera psicológica, podemos afirmar que desde que nacemos nos someten a
estándares de evaluación predeterminados, como es el caso de los niños que, en el
momento de nacer, son sometidos a todo tipo de pruebas médicas, para valorar su
desarrollo biológico y madurativo en cuanto a los estándares médicos establecidos; y los
padres son los más aliviados cuando el pediatra dictamina que el niño es normal y no
posee ninguna alteración en su desarrollo. Desde estos momentos estamos inmersos en
un mundo que se rige bajo criterios examinadores. Otro ejemplo cotidiano sería cuando
nuestros padres hacen afirmaciones negativas o positivas, como resultado de un actitud
manifestada, en un momento determinado, que conlleva a preconcepciones erradas y a
prejuicios establecidos de las personas; cuántos hijos no han sido afectados por
afirmaciones erradas de sus padres, que al llevar un examen perdido o malas
calificaciones los evalúan de por vida diciéndoles que son “¡unos brutos, buenos para
nada!”; por consiguiente, la evaluación no pasa desapercibida, sino que se convierte en
toda una experiencia de vida, en la cual las repercusiones psicológicas de la evaluación son
importantes, ya que, a través de sus resultados, los estudiantes van configurando su
autoconcepto (Santos, 1998, p. 15).
Imagínese entonces el papel de la escuela, el educador, la sociedad y los padres de familia
en conjunto, en sus procesos evaluadores orientados hacia el individuo. Es difícil concebir
y explicar todas las repercusiones de mecanismos excesivos y poco eficaces de evaluación
que se observan en nuestras escuelas. Hoy en día, “el proceso de evaluación encierra
mecanismos de poder que ejerce el profesor y la institución. Quien tiene capacidad de
evaluar establece los criterios, los aplica de forma e interpreta y atribuye causas y decide
cuáles han de ser los caminos de cambio” (Santos, 1998, p. 16), no se tienen en cuenta las
verdaderas razones de valoración de las personas, ajustados a sus propios criterios y
preconcepciones transmitidas, y no centrándose en el mismo individuo como actor del
proceso evaluador. Pero esta perspectiva no es propia de alguna institución o persona
específica, es infundida, a su vez, por las diversas áreas del conocimiento, como lo
mencionamos anteriormente, que guardan relación con la evaluación, desde paradigmas
específicos de la ciencia, que ha influido en la manera de asimilar el conocimiento.
Por esto, la evaluación también está demarcada por criterios reguladores, y fundamentos
teórico-prácticos de comunidades científicas. Dentro de la evaluación podemos identificar
tres tipos de enfoques, que direccionan las prácticas evaluadoras, en especial las
escolares. Primeramente, la evaluación técnica-positivista, que es la más generalizada en
nuestro medio, la cual se expresa a través de pruebas, exámenes y medición de resultados
que puedan ser cuantificados y comprobables, enfocada más hacia los resultados de la
enseñanza, y no hacia el cómo de ésta. En este tipo de pruebas, como lo dice Santos, los
estudiantes tratan de acomodarse a las exigencias de la evaluación. Si el profesor aplica
pruebas objetivas, el alumno estudiará de forma que pueda obtener un resultado
satisfactorio en las pruebas, lo que implica todo un círculo transmitido de concepciones y
maneras de enseñanza técnicas, que a la larga conducen a formas del conocimiento poco
significativos y críticos; en cambio, la evaluación práctica y reflexiva ofrece de manera
distinta la tarea de evaluar los procesos y no sólo los resultados, a través de la crítica y
reflexión misma de estos procesos, centrados en la comprensión y sentido de los procesos
construidos por el individuo. Santos también menciona que esta perspectiva es más
analítica y donde la evaluación no es un momento final del proceso en el que se
comprueba cuáles han sido los resultados del trabajo. Es un permanente proceso reflexivo
apoyado en evidencias de diverso tipo. Y, por último, la evaluación emancipadora, con
objeto social, la cual contribuye a la transformación personal y social de la persona, dentro
de procesos de comprensión, análisis, reflexión y acción hacia el cambio, con fines
formativos y pedagógicos; según Santos (1998), es proporcionar medios a los grupos
sociales oprimidos para que tomen conciencia de su situación y facilitarles los
instrumentos para encontrar métodos de transformación de la realidad.
Preguntémonos, entonces, ¿cuál es el tipo de evaluación predominante en nuestro
contexto?, ¿de qué manera somos evaluados?, ¿estamos satisfechos de la forma como
nos evalúan?, ¿es justa, transparente y coherente la evaluación a la que nos someten?,
¿cuál es el enfoque con que fuimos evaluados y son evaluados nuestros hijos en las
escuelas? Lo cierto es que “la forma de entender la evaluación condiciona el proceso de
enseñanza y aprendizaje” (Santos, 1998, p. 13), y en general cualquier proceso a evaluar,
en cualquier ámbito social. Lo sorprendente es que la respuesta a todos estos
interrogantes es que estamos acomodados bajo un solo enfoque evaluativo, centrado en
los resultados y mediciones de las personas, técnico y positivista; en un sistema que va
más allá de nuestras propias implicaciones, y que se regula aún, no desde las pequeñas o
grandes instituciones académicas, sino desde las grandes políticas de los sistemas
nacionales de educación, que establecen lineamientos curriculares y reglamentaciones
normativas de los procesos de evaluación que se desarrollan en la enseñanza, como es el
caso de la definición que nuestro Ministerio de Educación Nacional hace de la evaluación:
“un proceso permanente, cuyo objetivo es proporcionar información al profesor para
apoyar a los estudiantes en su proceso de aprendizaje, involucrando a ambos en el logro
de objetivos educacionales propios de cada nivel. La evaluación se traduce en una
calificación (nota o concepto), la cual determina, junto al requisito de asistencia, la
promoción de los alumnos/as” (MEN, 2008).
Dado este concepto, es fácil entender cómo nuestros sistemas educativos están
infectados por consideraciones técnicas de la enseñanza y hacen poco caso, o casi que
omisión, a los proceso críticos y reflexivos de la educación. Cuántas veces no hemos
escuchado quejas acerca de la incoherencia e invalidez de las conocidas pruebas del
Saber, pruebas del ICFES, pruebas ECAES, entre otras, que estandarizan a toda la
población estudiantil colombiana, en estándares generales que no son para nada
igualitarios y que se convierten en una excusa excluyente de instituciones, empresas o
personas que favorecen la discriminación. Recordemos que este tipo de pruebas miden
sólo en un momento los resultados de casi 11, 5 ó más años de estudio, y con el poder de
etiquetar a una persona con una calificación estándar, que la incluye en un grupo de
individuos no tan inteligente, más o menos inteligentes, y los afortunadamente
inteligentes, en un país con un sistema educativo que no posee las mismas oportunidades
de aprendizaje para todos sus ciudadanos y donde el acceso a la calidad de enseñanza aún
no es igualitario.
Vemos pues que las discusiones acerca de los procesos evaluativos son tan grandes que
nos conducirían a interminables consideraciones. Sin embargo, es válido recordar un poco
que la evaluación, entonces, además de ser concebida como proceso, tener como objeto
de estudio a la persona, estar centrada en el individuo, debe ser contextualizada, para
poder ser eficaz en su aplicación. Pero, ustedes se preguntarán: ¿contextualizada en qué?;
para mi opinión, la evaluación debe estar contextualizada hacia el individuo, sus intereses
y necesidades propias; es decir, los criterios para utilizar en una evaluación no deben ser
seleccionados según los criterios que yo como evaluador necesito comprobar y creo
conveniente que sean, sino, al contrario, debo negarme de mis propias reglas del juego y
ajustar mi regla de medir a las necesidades e intereses del alumno. Si un joven que estudia
medicina necesita aprender cómo hacer operaciones e intervenciones de emergencia,
¿por qué le voy a enseñar a componer y arreglar equipos médicos?, si su razón de estudio
está centrada en los pacientes, no en las máquinas de trabajo, aunque el arreglo de éstas
pueda ser una labor que también debería eventualmente conocer.
Esto lo observamos muy comúnmente en los centros de enseñanza de preescolar: la
mayoría de los estándares y currículos institucionales están centrados en las conductas
esperadas de los padres, las políticas institucionales, las modernas teorías de enseñanza, o
en los estándares actuales del bilingüismo, la estimulación precoz, la lectura rápida y
temprana, y la formación de talentos. Pero, nos hemos preguntado alguna vez, ¿eso es lo
que realmente necesitan los niños? ¿De qué sirven todas esas exigencias? ¿Estoy
contribuyendo realmente a las necesidades e intereses propios del niño? Permítanme
citar entonces a Jesús Amaya, que en su libro “Fracasos y falacias de la educación actual”
argumenta que “la educación es entendida, por el movimiento de la pedagogía moderna,
como un proceso para desarrollar cualidades latentes en el niño, más que llenarlos con
cualidades elegidas por los adultos” (p. 12); aquí podríamos reemplazar la palabra niño
por alumno, universitario, persona, individuo, ingeniero, bachiller, tecnólogo, profesional,
en fin, muchos otros términos, haciendo alusión a que los procesos educativos deben
revaluarse hacia la formación integral y personal del sujeto, en procesos más conscientes
y coherentes de evaluación, donde podamos definir con claridad la importancia de ciertos
conocimientos y criterios de valoración, hacia prácticas más justas y determinadas de la
enseñanza; no dejando de promover el autocrecimiento, la competencia sana y la
adquisición de habilidades, pero dejando a un lado las exigencias que predominan en la
medición y cuantificación de procesos, ya que de esa forma no estamos comprendiendo
bien a los individuos, pues nosotros no somos fenómenos naturales, ni datos físicos o
climatológicos, de números o escalas: los seres humanos somos sistemas más complejos,
integrales, armónicos, diferenciados, holistas, calificados, sistémicos, que se apropian de
las realidades del mundo cognoscente, a través de la experiencia, y estas experiencias
demarcan y definen su propia existencia y coexistencia con otros. Tratemos, por ende, de
dar mejores experiencias de aprendizaje a los individuos, con verdaderos procesos
reflexivos y críticos, que se evidencien entonces en las prácticas evaluadoras.
Un estudio de la Universidad Pedagógica Nacional, acerca de la problemática de la
evaluación escolar en Colombia, afirma que:
“La acción de evaluar supone un momento de reflexión crítica, sobre el estado de un
proceso del que se tiene una información sistemáticamente recopilada, reflexión crítica
que se hace a la luz de unos principios y objetivos previamente definidos, con el fin de
valorar esa información y poder tomar decisiones encaminadas a reorientar el proceso”
(p. 79).
Esta orientación se debe convertir en la máxima de muchos docentes e instituciones
evaluadoras, en disposición al mejoramiento de los procesos educativos.
Pero la realidad nos revela lo difícil que es cambiar estos paradigmas anclados; no se
convierte en tarea fácil cambiar o redireccionar la manera de evaluar de los docentes, las
instituciones o aún el estado mismo, entendiendo que lo importante es aprender, y no
obsesionarse por los resultados. Sea, tal vez, por la necesidad imperiosa de responder a
tiempo con los cronogramas establecidos, convirtiéndose así la evaluación por medición
en la forma más fácil, rápida y eficaz de llevar a cabo las prácticas evaluativas, sin
considerar otras formas de ejercer la evaluación, un poco más costosas, pero eficientes en
la labor de formación integral del individuo. Sin embargo, nuestra tarea nos aporta un
horizonte más claro, donde este tema suscite todo tipo de reflexiones y revalidaciones en
quienes lo lean, aportando una pequeña semilla, que ha de sembrarse y regarse de
manera constante hasta que dé el fruto esperado a las próximas generaciones.
Redefinamos entonces que evaluar es, al final de todo, el resultado de nuestras
concepciones, la importancia de nuestros criterios, que deben redirigirse hacia procesos
reflexivos, críticos y acentuados en la formación, desarrollo y crecimiento integral del
individuo, hacia formas más igualitarias, equitativas y justas para todos, de manera que
quien evalúa aporte a quien está siendo evaluado, y que los resultados que la evaluación
arroje sean los esperados, evidenciados durante todo el proceso. No tomando un
momento final de censura, sino todo un camino de evidencias que nos conlleven a la
buena enseñanza, teniendo como fin no la satisfacción egocéntrica del evaluador, sino la
satisfacción adquirida del alumno, por haber sido dotado con la iluminación del
conocimiento, del saber ser, hacer y convivir; además de haber sido potencializado en lo
que justamente necesitaba y esperaba: ese ideal de hombre, persona e individuo,
pensante y formante, que estará preparado para las diferentes pruebas de la vida misma.
Bibliografía consultada:
Amaya Guerra, Jesús. (2006). Fracasos y falacias de la educación actual. Editorial Trillas.
México (p. 12).
Ministerio de Educación Nacional (2008). Bogotá (p. 39-40).
Rosales, Carlos. (1990). Evaluar es reflexionar sobre la enseñanza. Narcea Ediciones.
Madrid (p. 30).
Santos Guerra, Miguel Ángel. (1998). Evaluar es comprender. Editorial Magisterio del Río
de la Plata. Buenos Aires - Argentina. 1998 (p. 13-29).
Universidad Pedagógica Nacional. (1987). La problemática de la evaluación escolar en
Colombia. 1987 (p. 79). Consultado el 13 de enero de 2008 desde:
http://600.mineduc.cl/resguardo/resg_educ/educ_norma/index.php

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