El riesgo de engendrar la libertad

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El riesgo de engendrar la libertad
El riesgo de engendrar la libertad
Las voces de los días/8 – Aquellos que engendran de verdad
son generosamente vulnerables
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 24/04/2016
"Algunos
valores
humanos
son
inseparables de la vulnerabilidad. Hay
una excelencia social por naturaleza y
dependiente de los otros, cuya esencia
no está en aferrar, retener, atrapar y
controlar, sino en dejar un espacio
importante a la apertura, a la
receptividad y a la maravilla."
Martha Nussbaum, La fragilidad del
bien.
Las organizaciones son organismos vivos que evolucionan y cambian a lo largo del
tiempo. Muchas transformaciones son buenas y generan vida. Otras no lo son tanto y
conducen a infelices senderos de declive.
Un fenómeno especialmente relevante es lo que se conoce como “cambio de misión”
(mission shift), que ocurre cuando las organizaciones, movimientos y asociaciones,
durante su desarrollo, se alejan de la finalidad para la que nacieron y se convierten en
otra cosa. Algunas actividades, que al principio nacieron en función de la misión, con
el tiempo terminan convirtiéndose en fines en lugar de seguir siendo medios. Para
aprovechar oportunidades o para responder a alguna necesidad, se ponen en marcha
actividades accesorias que después, progresivamente y casi siempre de forma no
intencionada, van absorbiendo energías y recursos que en otro tiempo se destinaban a
desarrollar la misión originaria. En este fenómeno, como en otros muchos, es casi
imposible reconocer el límite entre lo que está bien, lo que está menos bien y lo que
está mal, porque todos crecen juntos, conviviendo uno dentro del otro, y cuando el
“mal” se hace claro y visible casi siempre es demasiado tarde para intervenir con
eficacia. La organización y las personas cambian juntas. Para que la identidad
originaria se mantenga viva y fecunda, debe ser capaz de co-evolucionar con las
personas. Pero si se supera el invisible pero muy real "punto crítico", el fruto del
cambio terminará envenenando la identidad. Esta paradoja esconde buena parte de la
calidad y de los resultados de los procesos evolutivos de las organizaciones.
El cambio de misión y la tensión entre medios y fines son hechos importantes para
cualquier forma de vida organizada, pero para las realidades nacidas a partir de
ideales, carismas y “misiones” grandes y complejas, son decisivos. En estos casos, el
cambio de misión no es sólo un proceso delicado, sino que puede conducir incluso a su
muerte.
En estas comunidades y movimientos, la muerte puede llegar mediante la
transformación en otra cosa demasiado distinta del carisma originario. A veces la
muerte puede llegar incluso aunque la organización goce de buena salud. Una escuela
nacida de un carisma educativo puede morir porque tiene que cerrar, pero también
puede morir carismáticamente si se convierte, día tras día, en una institución sin
contacto con la misión originaria. Seguirá dando frutos, pero sus frutos tendrán otro
sabor. Puede ocurrir que la comunidad no se dé cuenta de que los frutos que genera y
de los que se alimenta han cambiado de sabor, si su paladar se ha ido adaptando
progresivamente a ellos. Resulta que nació para promover una causa o estar al servicio
de un ideal y acaba promoviendo y sirviendo a otro o a otros. La sirvienta se convirtió
en señora.
Supongamos que ayer se fundó una empresa de calzado únicamente como un medio
para obtener beneficios (evento muy raro). Si cambia al sector de los bolsos, después
al deportivo y finalmente al financiero-especulativo, su naturaleza no cambiará
sustancialmente. Es frecuente que una actividad nacida como accesoria (por ejemplo:
productos para los zapatos) se convierta progresivamente en la actividad principal. En
todos estos casos, la misión (obtener beneficios) sigue siendo coherente, sólo cambian
los modos y los medios para encarnarla.
Las cosas son radicalmente distintas si, en lugar de estar ante una empresa, nos
encontramos ante una orden religiosa misionera, que fundó cien años atrás un hospital
para servir a los pobres y anunciar el Evangelio. En este caso, no podremos quedarnos
demasiado tranquilos si con el paso del tiempo el hospital se va haciendo cada vez más
grande y eficiente, si va drenando recursos económicos, espirituales y humanos, y se
va alejando cada vez más del Evangelio y de los pobres, hasta que un día, cuando el
hospital sea tan bello y caro que únicamente pueda curar a clientes ricos, desaparezca
del todo. Es una pena que para crecer y hacerse tan grande haya consumido casi todas
las energías de la comunidad. En este caso, la transmutación de los medios en fines
puede sencillamente llevar a la muerte de la misión originaria, si la obra-hijo se va
comiendo a su progenitor día tras día.
Es muy difícil gestionar un proceso como este, porque estas organizaciones diferentes
viven y crecen con una radical incertidumbre acerca de su futuro, que sólo se les
revela cuando el mañana se convierte en hoy. Cuando se crea una obra o se abre una
comunidad en un nuevo país, nadie sabe bien a dónde conducirá esa nueva fundación,
porque en las realidades ideales y carismáticas la principal indigencia es ignorar el
punto de llegada del camino.
El único conocimiento dado es el del origen, y también este es imperfecto y parcial. Es
como uno de aquellos antiguos mensajeros, que llevaban escrito en la nuca el mensaje
que debían transmitir. El verdadero nombre de las comunidades nacidas de algún
carisma sólo se desvela cuando hay alguien que lo lee y lo explica. El destinatario de
los mensajes no es la comunidad que lo lleva y lo transmite. El descubrimiento de la
identidad no es nunca una operación narcisista, sino un don que recibimos de quien
sabe vernos de otra manera. Un carisma no se da nunca para el auto-consumo de la
comunidad que lo encarna. Cuando ya no sentimos la necesidad de que alguien,
distinto de nosotros, lea el mensaje que llevamos escrito en la nuca sino que buscamos
espejos para interpretarnos a nosotros mismos, entonces los carismas se convierten en
asuntos mínimos, socialmente irrelevantes, incluso dañinos, y pronto se apagan.
Así pues, cuando nace una nueva obra de una comunidad, no podemos saber si ese
“hijo” será el que cumplirá la promesa o el que nos matará sin quererlo ni saberlo. No
sabemos si será Isaac o Edipo. No podemos conocer su destino mientras no se realice
desarrollándose entre ambivalencias, contradicciones y encuentros en las encrucijadas
de la historia. Pero en otras ocasiones, las obras y actividades no son las que
desnaturalizan a las comunidades ideales causándoles la muerte. En algunos casos, es
la misma comunidad, hija del carisma, la que lo termina matando. Puede tratarse de
falsos reformadores, reformas no realizadas o pospuestas, o crisis tan radicales y
devastadoras que no pueden superarse. En ese caso, las generaciones posteriores a la
de la fundación no logran conservar ni hacer crecer el carisma. El fundador engendra
hijos que acaban matando al carisma que han recibido en herencia.
Lo que más temen los fundadores de una comunidad u organización con motivación
ideal es que la generación siguiente, la de sus “hijos”, pierda y traicione la identidad
carismática. Este temor está en los cromosomas de toda buena fundación y su ausencia
simplemente revela que no se trataba de un carisma sino de una organización
ordinaria. Pero el fundador sabe, o debería saber, que el error verdaderamente mortal
consiste en transformar el miedo natural en fobia o en pánico, bloqueando e
impidiendo de este modo que la experiencia originaria pueda continuar.
La exposición a la desnaturalización de la misión y del carisma originario es una
precondición para su cumplimiento, fecundidad y buen crecimiento. En la fundación
de una realidad ideal o carismática, siempre hay un momento en el que los fundadores
pasan a través de esta prueba concreta y decisiva. La posibilidad de continuar la
experiencia carismática más allá del fundador y, por consiguiente, pasar el carisma de
una generación a otra, reside casi por completo en la capacidad para gestionar esta
tensión vital, inevitable y decisiva. El fundador debe vencer la tentación de no poner a
la generación que le suceda en condiciones de nacer de verdad, de vivir y de crecer.
En cada hijo se puede esconder Edipo, en cada hijo se esconde Edipo. En cada hijo se
puede esconder Isaac, en cada hijo se esconde Isaac.
La última y más grande tentación de toda fundación carismática consiste en impedir el
nacimiento del “hijo” por miedo a que mate al padre. El fundador identifica de tal
manera el carisma con su persona que lo blinda para hacerlo intransmisible,
impidiéndole así que renazca muchas veces en muchas generaciones. En ese caso, el
carisma muere junto con el fundador. Muchas comunidades han muerto simplemente
así, por falta de generosidad, por no poder engendrar verdaderamente. Cuanto más
grande es un carisma, más fuerte es la tentación de no engendrar por miedo a morir.
La fundación de una comunidad no puede sustraerse nunca al riesgo de degenerar,
porque si lo hace es seguro que degenera. Si evoluciona, puede que se pierda a lo
largo del camino, pero si se le impide evolucionar, es seguro que se pierde.
Las comunidades se generan y se regeneran cuando quien las ha fundado o refundado
es capaz de dejar que nazcan otros hombres o mujeres que se hagan tan libres como
para dar su vida por la misma “misión” de los fundadores. En esta libertad se esconde
también la posibilidad de abusar, desnaturalizar, herir e incluso matar el don. Sin este
don de libertad, que es radicalmente arriesgado y vulnerable, los carismas no florecen
con el tiempo y se marchitan por falta de hijos, o porque los hijos engendrados y
criados sin esta libertad son demasiado “pequeños” como para poder repetir los
milagros de la primera generación. Sólo la confianza arriesgada y vulnerable tiene la
capacidad de engendrar lo que los carismas necesitan para poder seguir floreciendo.
El admirable misterio de la transmisión de dones entre generaciones habita en el
espacio abierto por la tensión vital entre la confianza y la traición. Nuestros hijos sólo
pueden ser mejores que nosotros si les damos libertad para poder convertirse en
peores que nosotros, para traicionar nuestros sueños y nuestras promesas. Es posible
que no exista don mayor que este.

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