DE VIAJE POR EL DESIERTO AUSTRALIANO

Transcripción

DE VIAJE POR EL DESIERTO AUSTRALIANO
DE VIAJE POR EL DESIERTO AUSTRALIANO (PARTE II)
Eligio Palacio Roldán
Al día siguiente, el Guía nos despertó a las tres y treinta de la mañana. Rápidamenteme
cambié de ropa, empaque mis cosas y envolví y até la colchoneta como nos habían
indicado la noche anterior. Cerca descubrí a la japonesita sin poder hacer lo propio, me le
acerqué y le ayude. Llevamos las maletas al tráiler de la van y me dirigí al baño a las
necesidades matutinas, sin poderse asear adecuadamente (no sé por qué desapareció el
bidé de nuestra cultura). Cuando salía hacia el vehículo descubrí las duchas. Demasiado
tarde.
Desayunamos en el camino, mientras divisábamos el Uluru a lo lejos. Después una larga
y extenuante caminata por la cadena de montañas Kata Tjuta y el encuentro con el lugar
con la mayor intensidad de viento que he conocido, (por describirlo de algún modo es el
encuentro de dos corrientes de aire en el cruce de dos calles, conformadas por altas
rocas). Al medio día, el nuevo campamento con improvisadas carpas desgarradas.
En el campamento había señal telefónica y de internet, eso fue un gran consuelo para mí.
Llame a mi sobrina Cristina y a Héctor, su esposo, y les dije que ese viaje era demasiado
duro. Que regresara, me dijeron ellos. Lo estuve pensando, pero continué.
Almuerzo, piscina y de nuevo a observar el Uluru desde lejos. En ese intermedio se me
acerca una señora, bastante adulta, y me indica, con gestos, que tiene una buena idea
para que duerma mejor, era un par de colchonetas que se había conseguido en una de
las carpas. Una era para mí, pero no gratis.
La noche llegó cargada de amarillos en el cielo y temores en mi espíritu. El grupo se
reunió a conversar junto a la fogata y yo me retiré a una prudente distancia a buscar un
sitio para pasar la noche. Lo encontré debajo de dos pequeños árboles y me dispuse a
dormir. Miré las estrellas, me estremecí con su nitidez y belleza y concilié el sueño hasta
en que un viento helado arrastró tierra desde otros lugares y amenazaba con arrastrarnos
también a nosotros. Entonces comprendí lo de las carpas, pero yo estaba fuera de ellas.
El guía me despertó, a las tres de la mañana, había que dejar todo como estaba,
desayunar rápido y partir, por fin, hacia el Uluru. La caminata otra vez intensa. La señora
que me había brindado la colchoneta, por su edad, siempre se quedaba de última, sola. A
medio camino, la esperé para que me tomara una fotografía. Indignada, me dijo que no.
Entonces comprendí que su interés, en mí, era para que la acompañara a su paso, pero
yo no estaba dispuesto a ser el bastón de nadie en esa excursión. Entonces entendí que
Yonatan quizás pensaba lo mismo con respecto a mí y, desde entonces, lo ocupé muy
poco.
El Uluru es impresionante: su color ladrillo, su misterio, su imponencia y todas las
leyendas que seguro encierra. Leyendas para las que el guía reunía a la gente, en medio
de nubes de mosquitos y temperaturas superiores a cuarenta grados, y que, obviamente,
yo no entendía.
En la tarde, Yonatan, me informó que el guía estaba buscando un sitio para pasar la
noche, pues las condiciones del campamento no eran las más seguras dada la temporada
de vientos. En ese entonces ya no me importaba lo que sucediera. Dormí tranquilo. No
cambiamos de campamento.
Al otro día viajamos todo el día en medio del desierto, un británico y su esposa se fueron
haciendo mis amigos aunque nunca supe sus nombres; obvio al igual que la japonesita y
los israelíes y todos en general la relación se fue estrechando, a pesar de las limitaciones
del lenguaje. En la tarde llegamos a una mina de opal, un metal precioso que no conocía.
Al llegar nos dieron, de cena, pizza. Nunca había comida alguna tan buena; la dieta del
desierto me tenía harto. La noche la pasamos, por finen una cama, en un socavón
adaptado como dormitorio, con baños externos. Algo maravilloso, en este cuarto día de
viaje.
En el quinto día también viajamos todo el día pero la vegetación se alejaba cada vez
más de la del desierto de los primeros días. Visitamos varios parques en donde, como en
todo el viaje, se adivinaba la presencia del Estado con las señalizaciones, las duchas, los
baños, las piscinas y los lugares con estufas y agua tratada para la estadía y la
alimentación de los turistas.
Pernoctamos en un sitio con pequeños apartamentos adaptados en contenedores. Tuve
la fortuna de contar con uno para mí solo, con su nevera, su cama y su mesa. Ahí pude
hacer la selección de los confidenciales de Lo Mejor del Domingo. Hizo un frío demasiado
intenso.
Y el sexto día, también de viaje, me llevó a la ciudad de Adelaida donde tomaría mi
siguiente tour. Una media hora antes comencé a ver en el cielo algo que no alcanzaba a
dilucidar que era; pero no se trataba de nada extraño, eran simplemente las nubes que
aparecían de nuevo en el cielo, después de seis días de rodar por el desierto.
No veía la hora de llegar a Adelaida, a un hotel, con baño individual. Pero no fue así, me
tocó dormir en una habitación con cinco personas más, desconocidas y soportando un
intenso olor a “pecueca”.
Después sería otra aventura más placentera, con los tres israelíes, la pareja que creo se
quedó con mis gafas y unas nuevas personas con ganas de aprender español, que hoy
son mis amigas en el Facebook, y un guía que a pesar del idioma se preocupó mucho por
mí. La japonesita me dijo adiós en Adelaida.

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