Velo versus minifalda ¿Modelos culturales - Su compañía

Transcripción

Velo versus minifalda ¿Modelos culturales - Su compañía
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIOLOGÍA
TFM - Máster en Estudios Avanzados en Antropología Social y Cultural
Velo versus minifalda
¿Modelos culturales distintos o dos
caras de la misma realidad?
Autora: Isabel Allende Robredo
Tutora: Beatriz Moncó Rebollo
Madrid, junio, 2016
El grado de civilización de una sociedad se mide por
el grado de libertad de la mujer
(Charles Fourier)
A todas aquellas mujeres que me han enseñado
a ser lo más libre e independiente posible.
Especialmente, a mi madre.
Versión adaptada para su publicación
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
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MARCO TEÓRICO
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Capítulo 1: La libertad de decisión sobre la indumentaria femenina: tapar o
enseñar; obligación u opción personal
Capítulo 2 - El debate: velo sí, velo no
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Capítulo 3 - Reflexiones en torno a la indumentaria femenina occidental
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Capítulo 5 -Violencia estética y modestia obligada en las sociedades patriarcales
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Capítulo 4 - El vestido: de la adaptación al entorno, al uso simbólico del mismo.
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Capítulo 6- El espacio y el tiempo en las relaciones de género
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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A MODO DE CONCLUSIÓN
Versión adaptada para su publicación
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INTRODUCCIÓN
La polémica recurrente en algunos países europeos, entre otros en España, en torno al
velo musulmán (hijab), con numerosos argumentos a favor y en contra de su
prohibición, me ha hecho reflexionar sobre los valores que subyacen a la forma de vestir
y de presentarse en sociedad tanto de las mujeres en algunas sociedades arabo-
musulmanas1 como de las occidentales de tradición judeocristiana, sobre cuál ha sido la
evolución de las mismas, así como sobre las relaciones de género, el rol de la mujer y el
tipo de socialización de género desarrollado en ambos modelos culturales que, quizá, es
mucho más parecido que el que estamos dispuestas a admitir las mujeres de cultura
cristiano- europea.
¿Qué es o no es femenino en nuestra cultura? ¿Por qué, en algunos sectores, es más
femenino llevar tacones y falda que pantalones y botas de montaña? ¿Qué ingredientes
constituyen lo “femenino” en nuestra sociedad? ¿Qué valores se asocian a lo femenino?
¿Es el velo una imposición sexista? ¿Por qué nos ponemos nosotras tacones o
minifaldas? ¿Es la moda un imperativo para la mujer occidental? ¿Quién crea la moda?
¿No es tan paternalista o autoritario obligar a ponerse una prenda como prohibir
ponérsela? ¿Las mujeres de cultura cristiano-europea hemos podido vestir siempre
como nos ha dado la gana? ¿Se construye la feminidad de la misma manera en las
diferentes culturas? ¿Qué influencia ha tenido la religión en todo ello? ¿Y qué
influencia tiene el mercado?
Estas son sólo algunas de las preguntas a las que vamos a intentar dar respuesta, aunque
sea de manera muy somera debido a las restricciones de espacio en este trabajo, y que
también servirán para proponer una línea de investigación propia al término del mismo.
En la orientación de este trabajo subyace la idea de que en ambos modelos culturales2,
las mujeres han venido siendo sometidas a regímenes androcéntricos similares
(viviendo de manera más o menos acentuada la discriminación y exclusión en los
mismos o muy parecidos ámbitos), y que determinados modos de vestimenta podrían
ser el producto del androcentrismo y de normativas patriarcales que unirían contextos
geográficos y culturales diferentes. Ambos modelos, quizá, son más parecidos de lo
Dada la gran variedad de contextos socioculturales musulmanes, en este trabajo haremos referencia a mujeres de países árabes
(arabo-musulmanas) y de algunos otros que, aunque no lo son, son referentes en cuanto al uso de velos islámicos en todas sus
variedades como, por ejemplo, Irán (persas) o Turquía (otomanas). Por economía del lenguaje, en muchas ocasiones sólo haremos
referencia a las “arabo-musulmanas”, dado que son en las mujeres de estos países en los que principalmente nos vamos a centrar.
2 Modelo cultural occidental de base judeocristiana y modelo musulmán, sean o no laicas sus sociedades, (prescindiendo del
análisis de aquellas sociedades que se encuentran bajo regímenes dictatoriales fundamentalistas, como es el caso de Afganistán).
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que, a nuestro pesar, podríamos creer, aunque, en la actualidad, se manifiestan de forma
diferente, como veremos a lo largo del trabajo que aquí se presenta.
Quiero añadir que, siendo consciente tanto de la densidad de la cuestión a estudiar como
de sus múltiples facetas, así como de la heterogeneidad de posibles situaciones tanto
personales como culturales, me he visto en la necesidad de elegir unos aspectos en
detrimento de otros, basando la elección principalmente en aquellos aspectos que han
suscitado más mi interés. Por ello, y muy a mi pesar, en este trabajo no pueden estar
recogidos todos los aspectos y casuísticas posibles.
La elaboración de este trabajo tiene un doble propósito. Por una parte, el de indagar y
reflexionar sobre lo que tienen en común los usos y valores simbólicos de la
indumentaria femenina en las sociedades patriarcales de dos tradiciones culturales
diferentes, como son la tradición occidental, de origen judeocristiano, y la tradición
arabo-musulmana, de religión islámica, poniendo de manifiesto que, en realidad, ambas
culturas tienen un elemento común fundamental, que es la dominación de las mujeres.
Por otra parte, contribuir al debate establecido sobre el velo en algunos países europeos,
entre ellos España, con el fin de hacer ver que no se trata de prohibir o no prohibir,
salvo que atente contra los derechos fundamentales (porque de la misma manera, como
veremos más adelante, deberíamos prohibir las tan peligrosas intervenciones estético-
quirúrgicas en las mujeres occidentales), sino que se trata de permitir que la mujer se
empodere y sea libre para elegir aquello que más convenga a su vida.
Hipótesis de partida
Lo femenino/la feminidad y su representación son constructos culturales en los que
intervienen
prácticas
tradicionales,
valores,
imaginarios
culturales,
cambios,
interferencias religiosas y relaciones de poder. La indumentaria es un ejemplo de ello,
aunque se suela representar de manera diferente, tanto en las sociedades occidentales,
donde supuestamente prima la libre elección de vestimenta, como en las sociedades
arabo-islámicas, donde, también supuestamente, se imponen prácticas vestimentarias.
Así, la indumentaria podría ser expresión de un esquema de control social –aunque, en
palabras de Beatriz Moncó (2002),
“no sea su única función, ya que la indumentaria también es expresión de la identidad,
de la clase social, del género, de la etnia, la generación, el estado civil, el estatus social
o el rol”- al tiempo que se conjuga con ciertos elementos de libre actuación.
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Método y fuentes utilizadas
Para el desarrollo general de este trabajo he recurrido a la lectura de numerosas obras
publicadas a lo largo de los últimos diez años, e incluso a algunas publicadas con
anterioridad, debido a que no hay una bibliografía muy prolífica sobre esta temática. No
obstante, en lo relacionado con el debate sobre el velo islámico, sí que las obras
consultadas son mucho más recientes, aunque tampoco me he ceñido a los últimos cinco
años, pues he encontrado publicaciones muy interesantes y de total actualidad en años
anteriores.
Con respecto a un estudio comparado, propiamente dicho, sobre la vestimenta y su
simbología en ambas culturas, tan sólo he encontrado el ensayo del catedrático Ricardo
Sanmartín Arce, del año 2011, titulado “Desnudez, igualdad y autonomía en dos
tradiciones culturales”, ampliado en su libro Seis ensayos sobre la libertad (2015) en el
capítulo titulado “El caso de la primavera árabe” . No obstante, sí que he encontrado
referencias diversas a ambas culturas en los diferentes libros estudiados, referencias que
he intentado plasmar en las páginas que a continuación se presentan.
Estructura
En el primer capítulo, se pretende reflexionar en torno a la libertad de elección sobre
algunos tipos de vestimenta de las mujeres por parte de éstas. Los dos siguientes
capítulos de este trabajo tratan los tipos de indumentaria general, con los valores que
subyacen a la misma, utilizados en Occidente y en el mundo islámico, con el fin de
presentar, de manera no exhaustiva, aunque sí lo más amplia posible, los argumentos
que las apoyan o las rechazan en ambas esferas culturales. Dado que este es un tema
muy amplio sobre el que hay muchísimas referencias, quiero dejar constancia en estas
líneas de que hablo de vestidos sin más, no de moda y sus connotaciones culturales.
Del capítulo cuarto al sexto, se pretende hacer un pequeño recorrido, desde los orígenes
del vestido humano hasta nuestros días, de los usos y simbología del mismo,
relacionando todo ello con el poder, con las relaciones de género, la violencia estética
en las sociedades patriarcales, la evolución del rol de la mujer en las mismas y los
modelos de socialización de género.
Por último, se presenta una conclusión general.
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MARCO TEÓRICO
CAPÍTULO 1: LA LIBERTAD DE DECISIÓN SOBRE LA INDUMENTARIA
FEMENINA: TAPAR O ENSEÑAR; OBLIGACIÓN U OPCIÓN PERSONAL
¿Tiene la mujer capacidad de elección sobre la forma de vestir en la sociedad en la que
habita? ¿Eligen realmente las mujeres occidentales llevar minifalda3 o se obliga a portar
a las musulmanas el hijab? ¿Son, de alguna manera, comparables estas prendas en sus
posibles funciones? ¿Por qué unas culturas tapan y otras destapan? Sobre este tema hay
diferencia de opiniones, y tanto velo como minifalda podrían estar en ambos extremos
del espectro “libre elección-imposición” sea ésta última legal o cultural.
Podríamos empezar esta reflexión reconociendo que “si del cuerpo no todo se oculta ni
todo se muestra, parece evidente que lo relevante es la selección” (Sanmartín, 2015:
110). La ropa que nos cubre, continúa Sanmartín, no sólo controla el calor corporal y
nuestra presentación pública, sino que enfoca selectivamente la atención de los demás
sobre las partes desnudas del cuerpo. “De hecho, las partes usualmente cubiertas del
cuerpo, precisamente por escapar del control activo de la conciencia refleja, adquieren
una expresividad delatora, y su exhibición, sin una conciencia o intención expresa,
ofrece a quien da en verlas un acceso a la singularidad de la persona sin la barrera
defensiva del control intencional” (Sanmartín, 2015: 110-111).
En este sentido, ¿Qué se tapa o se destapa en ambas tradiciones, léase la occidental de
tradición judeocristiana y la arabo-musulmana? ¿Tiene siempre la misma función el
mencionado tapar o destapar, incluso dentro de la misma tradición? ¿Son las mujeres
obligadas a tapar/destapar su cuerpo o es una libre decisión?
Para este trabajo, cuando hablamos de minifalda nos referimos no sólo a esta prenda propiamente dicha, sino también a todas
aquellas prendas femeninas que muestran partes del cuerpo que, en nuestro entorno sociocultural podrían ser consideradas, cada
vez menos de todas formas, sexis o en cierta medida provocativas: minifaldas, tops, escotes generosos, pantalones apretados, etc.
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La indumentaria es cultura y educación. La indumentaria es doma y su contrario,
rebeldía (Fallarás, 2011). Así, velo y minifalda fueron o, pudieron ser, vestimentas de
reivindicación feminista, de rebeldía, y vestimentas de doma y control. El velo, según
Marotte, fue inicialmente una forma de mostrar, comparable con las prendas largas y
holgadas destinadas a evitar las miradas masculinas de cierta estética surgida del
feminismo en Occidente, que la mujer no era un objeto, (Marotte, 2012); y la minifalda,
los pantalones, el bikini o la quema de sujetadores fueron también símbolos de
liberación de la mujer y de la lucha feminista (Pardo, 2005). Por tanto, la utilización de
ambas prendas es, en estos casos, de libre elección y de rebeldía, aunque unas taparan y
otras destaparan. Ahora bien, también encontramos opiniones de lo contrario, que
denuncian, por ejemplo que, aún llevando velo por libre elección, en realidad es un
símbolo ligado a una religión que, “como todas, es machista, discriminadora y brutal”
(Fallarás, 2011), y que por tanto está impuesto por ésta, y que la minifalda, como prenda
que muestra partes del cuerpo de las mujeres que pueden resultar provocadoras, es
producto de una cultura también patriarcal y cosificadora de la mujer que, bajo la
apariencia de libertad de elección, en realidad es una manera más de sometimiento de la
mujer a través de lo que Natasha Walter llama cultura hipersexual (Walter, 2010). Y es
que muchas veces es difícil discernir entre si una forma de vestir es impuesta o de libre
elección porque, como dice Ricardo Sanmartín, “hombres y mujeres no disponen de
otra imagen de sí que la que públicamente sostienen sus instituciones y su cultura”
(Sanmartín, 2015: 115), por lo que tanto tapar como destapar podría ser producto del
control social a través del ejercicio de lo que se espera de unas y de otras.
Sobre la obligatoriedad legal del velo, ésta ha existido tanto para obligar a ponérselo
como a quitárselo, con la consiguiente protesta de las mujeres en un sentido y en otro
(Pardo, 2005). En el caso de la minifalda (o prendas similares) esta imposición legal no
existe (aunque en occidente también existió este tipo de prohibiciones en algunos países
y sobre algunos tipos de vestimenta para las mujeres, como en su momento, la
prohibición del pantalón en Francia (Bard, 2012: 63)
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CAPÍTULO 2 - EL DEBATE: VELO SÍ, VELO NO
El debate acerca del velo islámico tiene múltiples aspectos: sociológicos, políticos,
religiosos y filosóficos, por lo que no es un tema fácil de tratar. No obstante, debido a la
controversia creada y a sus posibles implicaciones, creo necesario que nos extendamos
un poco en este capítulo, iniciándolo con la importancia de la cabeza como valor
simbólico en varias tradiciones culturales, entre ellas las que aquí tratamos, para
continuar con los diferentes tipos y usos del velo islámico y terminar con algunos de los
argumentos dados a favor o en contra del mismo.
Tras los procesos de metamorfosis del ser humano y su erguimiento como tal, los seres
humanos confieren gran importancia a aquella parte que sostiene sus hombros, pues en
ella reside su identidad como especie. “El desarrollo cultural convertirá esa parte del
cuerpo en el terreno idóneo para construir todas las estructuras posibles relacionadas
con el poder y la ascendencia del individuo. De forma sutil y constante, la humanidad
jerarquiza su cuerpo, dando más relevancia a las zonas superiores y desplazando a un
segundo lugar las partes bajas, que terminará considerando más cercanas al instinto
animal (…) Por lo tanto, no extraña que todas las culturas hayan convertido el extremo
superior del cuerpo en el elemento más ornamentado del físico y que la prenda que lo
cubre represente la profesión, el grupo étnico, la posición social o el rango del
individuo” (Amiriam y Zein, 2009:114). Así pues, el principal objetivo de subrayar la
cabeza con un tocado es destacar el rango de la persona; por eso es común que los ritos
religiosos utilicen algún tipo de tocado para señalar al elegido (Amiriam y Zein,
2009:115).
Para las religiones que comparten área de influencia geográfica y política, como era el
caso del judaísmo, del cristianismo y del islam en sus orígenes, cuidar el aspecto
exterior de sus fieles adquiere un sentido absolutamente estratégico, por lo que sus
respectivos “guardianes de la fe” se preocupan por que las apariencias de su fieles sean
distintas, hasta el punto de incluir estas normas como parte de sus discursos y sermones
(Amiriam y Zein, 2009:116). Por ello, y partiendo de que las tres religiones establecen
sus normas de vestimenta en torno al pudor y la modestia, cada una de ellas trata de
diferenciarse de alguna manera de las otras dos. Así, mientras la religión judía y la
musulmana proponen el velo, la cristiana considera que los propios cabellos largos
pueden tener la función del velo, por lo que no habría que cubrirse, salvo como señal de
respeto a Dios cuando vayan a orar (Amiriam y Zein, 2009:122). En este sentido,
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tenemos como ejemplo la mantilla española con la que las mujeres se cubrían la cabeza
para entrar en las iglesias incluso a mediados del siglo XX, el velamiento y
desvelamiento a la hora de los esponsales religiosos, incluso hoy en día, o la toca de
las monjas, por poner algunos ejemplos (aunque fuera de la oración, también existían
otros tipos de veladura, incluso para caminar por las calles, como por ejemplo el de las
tapadas y tapadas de medio ojo.
Tipos de velo
Aunque, el fenómeno del velo es difícilmente aprehensible, ya que su significado varía
considerablemente según los países, las clases sociales e incluso las personas (Marotte,
2012), y aunque en función de cada cultura y longitud, podemos encontrar diferentes
tipos de velo, desde los velos integrales como el burka utilizado principalmente en
Afganistán o el niqab de los países del golfo Pérsico, hasta la modalidad más corta
como el hijab, y pasando por otros como el maghnae de Irán o el chador turco, en este
trabajo vamos a referirnos al hijab y a los diferentes usos del mismo, siguiendo las
definiciones de algunos autores contemporáneos. Así, entre los diferentes usos del velo
en general, y del hijab en particular, podemos encontrar los siguientes:
Velo climático: los diferentes grupos humanos esparcidos por el planeta elaboraron sus
atuendos para adaptarse al clima, la geografía o la actividad de su entorno. Así, todas las
modalidades del velo tienen un origen común y asexuado, que es el de ser una pieza de
tela ideal para confrontar las inclemencias de las altas temperaturas, ya que el islam,
como el judaísmo y el cristianismo, nació en las tierras áridas de Oriente Medio
(Amiriam y Zein, 2009:113). Aún hoy, existe la argumentación de que el velo preserva
la frescura de la piel durante más tiempo (Bramon, 2009: 125).
Velo feminista: algunas feministas musulmanas ven el uso del pañuelo como una
reivindicación de su condición de mujeres musulmanas, y lo reivindican porque con ello
sienten que se las reconoce y respeta. Así lo afirmó la primera diputada española que
tomó posesión en la Asamblea de la Ciudad Autónoma de Melilla, en septiembre de
2005, llevando un pañuelo que le tapaba el cabello y el cuello, y declarando que con la
indumentaria islámica no se valoraba a las mujeres por su cuerpo (en Bramon, 2009:
128). En este sentido, Javier Marotte (2012) indica que el significado más antiguo del
hijab es mostrar que la mujer no es un objeto, y que se podría comparar con cierta
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estética surgida del feminismo en Occidente, con prendas largas y holgadas destinadas a
sustraer el cuerpo de la mirada masculina.
Velo protector: similar al anterior, algunas mujeres ven en el velo un instrumento para
su propia liberación, y dicen que tienen mayor libertad de movimientos, sobre todo en
las ciudades (en el transporte público, en el mercado, en la calle, etc.) (Khouri-Dager,
1990 en Bramon, 2006: 123). El Corán deja bastante claro que el velo es esencial para la
modestia, y se prescribe la modestia para proteger a las mujeres de ser molestadas
(Adim, 2011:73). En este sentido, y según la investigación llevada a cabo por Fariba
Adelkhah, publicada en su libro La revolución bajo el velo, el hijab es el medio por
excelencia gracias al cual los dos sexos pueden trabajar codo con codo sin que el
atractivo físico de la mujer perturbe esta colaboración (Adelkhah, 1996: 224).
Velo instrumental: muy relacionado con el anterior de función protectora, encontramos
la función de establecer la continuidad entre el espacio privado y el espacio público,
vinculada, según las mujeres islamistas –y siempre siguiendo a Adelkhah (1996)- a las
aspiraciones femeninas y sociales de las mujeres. En este sentido, el hijab sería el
umbral, la “puerta” entre estas dos esferas, permitiendo pensar en ambas con una misma
coherencia de valores y actitudes (Adelkhah, 1996: 225).
Velo religioso: El velo religioso que empezó con el judaísmo, se extendió a la
cristiandad y después al Islam. Las mujeres musulmanas suelen utilizar el pañuelo como
prenda para cubrirse el cabello y en señal de consideración religiosa –aunque no lo
utilicen de manera habitual- pues es requisito indispensable (Adim, 2011). Para las
mujeres entrevistadas por Fariba Adelkhah, el hijab se convierte en el símbolo de una
sumisión total a Dios y la base de una convicción sin fisuras (Adelkhah, 1996: 218).
Velo cultural e identitario: No es fácil separar los elementos religiosos y étnicos en el
islam (…); cultura, religión y moral son, para la persona creyente musulmana, la misma
cosa. Y el velo representa para la mujer musulmana la seña de su identidad, la expresión
visual de la sociedad a la que pertenece (Rossell, 2008: 135). En este sentido, Javier
Marotte apunta que “el velo en muchos casos es un símbolo del rechazo a la
occidentalización de sus costumbres, utilizado a efectos de resaltar su identidad frente a
un racismo que se hace sentir en algunas sociedades occidentales” (Marotte, 2012), y
Fariba Adelkhah señala que “El hijab, desde luego, es el símbolo del rechazo a una
modernidad importada e impuesta” (Adelkhah, 1996: 217).
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Velo estatus: El velo, en los diferentes países y sociedades musulmanas, también se ha
utilizado como símbolo de poder y estatus. Así, por ejemplo, el burka, obligatorio en la
época talibán, era originariamente la cobertura que se ponían las mujeres de la clase alta
afgana cuando tenían que mezclarse con el pueblo (Bramon, 2006: 120). Otras mujeres,
como en Pakistán, utilizan “un echarpe sobre la cabeza, más o menos transparente y
seductor, al estilo, por ejemplo, de la difunta dirigente pakistaní Benazir Butto o como
también hemos visto que vestían las mujeres de la aristocracia afgana – familia real
incluida- que consiguieron exiliarse cuando los talibanes tomaron el poder”. (Bramon,
2009: 119). En el Líbano, y según una encuesta realizada por la antropóloga libanesa
Nadia Khouri-Dager, muchas mujeres en el ámbito rural afirmaban que deseaban llevar
el velo porque lo consideraban un símbolo de la ciudad (Khouri-Dager, 1990 en
Bramon, 2009: 123). Algo parecido ha pasado en países como por ejemplo Egipto,
donde eran las mujeres de clase alta las que lo utilizaban, siendo imitadas
posteriormente por las mujeres de clase popular. Y es que, tal y como nos dice la
escritora tunecina Fawzia Zouari, “el velo no ha sido inventado por el Islam. Existía ya
entre los persas, los griegos, los romanos y los cristianos, y representaba a la mujer de
alto rango, la esposa legítima, la madre… Era un signo de distinción social” (Entrevista
en www.equintanilla.com).
Velo político: El velo también puede utilizare con finalidades políticas, incluso de
diferente signo. Así, por ejemplo, uno de sus usos, similar al identitario, pero con fines
políticos, puede ser su utilización como signo de afirmación islámica frente a la
imposición de los modelos de la cultura occidental (Bramon, 2009: 124), siendo para
muchas mujeres una posibilidad de salir a la esfera pública militando por causas y en
estructuras que no denigraban su estatus (Ramírez, 2011:14). Otro uso es el que utiliza a
las mujeres como instrumento de control político, silenciándolas y excluyéndolas, para
recluirlas en una posición de desventaja dentro de un espacio social y político dado,
como sería el caso de Afganistán o de Arabia Saudí, donde el velo ya no es una opción,
sino una imposición (De Botton, Puigvert y Taleb, 2004: 34 y 107). Asimismo, el velo
también puede convertirse en un instrumento político, en este caso en Occidente,
cuando se utiliza, bajo el discurso islamófobo, que utiliza una imagen deformada de las
mujeres para justificar su hostilidad hacia las personas musulmanas (Ramírez,
2011:145). Pero también el velo ha sido señal de hostilidad política frente a los
gobernantes, como en el caso de Turquía, donde Kemal Atatürk, fundador de la
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República Turca, desveló a las mujeres y prohibió el uso del velo, y donde éste volvió a
resurgir como señal de hostilidad política a los gobernantes, o Irán, país este último
donde fue expresión pública de rechazo del régimen del Shah antes de mudarse en una
obligación rigurosamente vigilada por los pasdaran de la Guardia de la revolución
Islámica (Marotte, 2012).
Velo generacional: el velo de las jóvenes de la ciudad es diferente al que llevaban sus
madres, y simboliza una ruptura con el modelo de mujer tradicional, analfabeta y
recluida en su casa y en su religión llena de supersticiones, mientras que la nueva mujer
islamista es culta, ha conquistado el espacio público y manifiesta a través del velo su
pertenencia a una cultura y una identidad islámicas que hay que construir y defender
(Martín Muñoz, en Esteva, 1998: 55).
Velo personal o voluntario: nace desde la libertad de la mujer de escoger por diferentes
motivos, religiosos, éticos, intelectuales o culturales, entre otros. (De Botton, Puigvert y
Taleb, 2004:35). En palabras de la tunecina Fawzia Zouari, autora de “Le voile
islamique, “Una manera de afirmar su estatus de mujer individuo, un signo de identidad
(…) que equivale enarbolar otro velo, moderno, un velo antitradición, donde incluso el
corte es diferente” (Entrevista en www.equintanilla.com).
Velo como mera forma de vestir que está de moda (Marotte, 2012).
Argumentos a favor o en contra de su utilización
Sin pretender dar una referencia exhaustiva de los argumentos que se esgrimen tanto a
favor como en contra del uso, o de la prohibición, del velo islámico -ya que no estamos
ante un monográfico sobre el mismo ni la extensión de este trabajo lo permite- a
continuación, vamos a ver algunos de los argumentos más empleados en el debate.
A favor de la utilización del velo islámico
Varios de los argumentos a favor de su utilización los podemos encontrar,
indirectamente, en los usos ya mencionado anteriormente. El hijab puede ser utilizado
por motivos religiosos, identitarios, de militancia política, tradición, etc., por lo que es
correcto que se use por parte de las mujeres que quieran utilizarlo, ya que, además, tal y
como indica Ángeles Ramírez, “las formas de presión para que las mujeres adopten el
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pañuelo pueden convivir con un uso estratégico de la prenda por parte de éstas”
(Ramírez, 2011:22). Por otra parte, y según varios autores, el islam no obliga a llevar el
velo: “El islam heredero de los textos judíos promueve que los hombres y las mujeres
de su comunidad no despierten el deseo de los demás, aunque se trata de una pauta que
el libro sagrado no entra a detallar. El Corán no exige, ni siquiera recomienda, que se
cubran la cabeza, y ni mucho menos, llevar un velo integral que les tape todo el cuerpo”
(Amiriam y Zein, 2009:123).
Merece la pena destacar algunos argumentos dados por los feminismos islámicos4 que
reivindica el uso del velo argumentando que el islam lo ha prescrito precisamente
porque considera a la mujer como una perla preciosa de gran valor, pero de constitución
delicada, por lo que ha de ser protegida para evitarle cualquier perjuicio o atentado
contra su dignidad (Naseef, 1999 en Bramon, 2006: 124).
En el mismo sentido iría la argumentación de que uno de los objetivos del hijab es el de
proteger a las mujeres de cualquier daño injustificado. Así, en un díptico de la
comunidad Ahmadiyya5 del islam en España, leemos que “En el Occidente encontramos
a menudo la tendencia a deshumanizar a las mujeres considerándolas como objetos
sexuales (…). Dado que las mujeres son vulnerables a la explotación y el abuso, el
islam les aconseja asumir su protección con sus propias manos (…). Así, el hijab se
erige en una barrera física frente al acoso injustificado”.
La socióloga turca Tülay Umay argumenta que «Lorsque l’on interroge ces jeunes
femmes, ce qu’elles mettent en avant, c’est leur volonté propre, la démarche
individuelle qu’elles ont faite (…). Si l’on donne la parole aux jeunes filles, un élément
s’impose : le voile n’est ni un retour à la tradition, ni un réflexe communautaire. Il est
un choix d’individus inscrits dans la modernité. D’ailleurs, l’observation du phénomène
nous montre que tout, dans ce voile, fait référence à la modernité et non à la tradition.
Ainsi, autrefois, le foulard effaçait le corps de la femme face au regard de l’homme.
Actuellement, le voile est devenu, au contraire, présence du corps féminin, présence de
movimientos que reivindican el papel de las mujeres en el Islam. Abogan por la igualdad completa de todas las personas
musulmanas, sin importar el sexo o género, tanto en la vida pública, como en la vida privada y por la justicia social, en un contexto
islámico. Aunque arraigados en el Islam, estos movimientos también has tenido como referencia los discursos feministas seculares o no- musulmanes y se reconocen como parte integrante del movimiento feminista.
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Los musulmanes y musulmanas ahmadía forman, de acuerdo a su propia opinión, un movimiento reformado dentro del islam,
reflexionando sobre la esencia de esta religión. Los musulmanes ahmadía se separan claramente de los grupos militantes y
fundamentalistas destacando los elementos pacíficos y tolerantes del islam. No obstante, la gran mayoría de los musulmanes
tradicionales consideran que el movimiento ahmadí es apóstata y hereje y que no forma parte del islam.
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la femme dans l’espace public. Au lieu de cacher, le voile montre (…). Entre celles qui
le portent et celles qui ne le portent pas, il y a une décision personnelle. C’est la
possibilité de ce choix qui spécifie le voile de la modernité (…). Toutes les valeurs de la
tradition sont renversées par le voile moderne, telle la dissimulation de la femme, son
retrait de l’espace public et l’effacement du corps, ainsi que la conception de l’individu
comme simple reflet de sa communauté.»6. (Umay, 2009). Es decir, se lo pondrían
como una reivindicación de sí mismas y de su presencia. En las actuales sociedades
europeas, el hecho de que muchas mujeres musulmanas decidan llevar el velo se
convierte en una reivindicación no tan sólo de sus derechos como mujeres musulmanas,
sino también de sus derechos como mujeres. “ponerse un hijab en Europa es una forma
de resistir”, lo que no es contradictorio con la opción de las mujeres que optan por no
llevarlo, porque lo que se propone es defender la libertad de opción de todas las mujeres
(De Botton et al., 2004:21).
Argumentos en contra de su prohibición
El argumento principal que esgrimen la mayoría de los autores y autoras consultadas
para no prohibir el uso del velo, lo que no significa que estén a favor de la utilización
del mismo, es que prohibir u obligar a llevar el velo forma parte de patrones jerárquicos
masculinos y patriarcales, donde la mujer ocupa una posición inferior en cuanto a su
derecho a decidir y al reconocimiento de las capacidades necesarias para ello (De
Botton et al, 2004:14). Así, tanto la prohibición como la obligatoriedad de llevar el hijab
atentan contra la decisión y la libertad de las mujeres.
Cuando se interroga a estas jóvenes mujeres, lo que primeramente destacan es la propia voluntad, el recorrido individual que
han hecho (…). Si se les da la palabra a estas jóvenes mujeres, se impone un elemento: el velo no es ni una vuelta a la tradición ni
un reflejo comunitario. Es una elección de individuos inscritos en la modernidad. De hecho, la observación del fenómeno nos
muestra que todo, en este velo, hace referencia a la modernidad y no a la tradición. Así, antiguamente, el velo eliminaba el cuerpo
de la mujer frente a la mirada del hombre. Actualmente, el velo se ha convertido, por el contrario, en presencia del cuerpo
femenino, presencia de la mujer en el espacio público. En lugar de ocultar, el velo muestra (…). Entre las que lo llevan y las que no
lo llevan, hay una decisión personal. Es la posibilidad de elección la que especifica el velo de la modernidad (…). Todos los valores
de la tradición son dados la vuelta por el velo moderno, tales como la disimulación de la mujer, su retiro del espacio público o la
eliminación de su cuerpo, así como la concepción del individuo como reflejo de la sociedad”. (Traducción propia).
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Además, según las mismas autoras, la crítica a la obligatoriedad del hijab en algunos
países no debe hacernos olvidar que muchas mujeres musulmanas deciden por sí
mismas llevarlo de forma libremente escogida, y que la decisión de usar el hijab no
implica pasividad ni opresión cuando es el fruto de una reflexión madurada en vez de
una imposición, lo que se puede ver en muchas ciudades occidentales, donde constituye
la afirmación de un tipo de feminidad y de identidad cultural diferente a la hegemónica
(De Botton et al., 2004:21).
Otro argumento contrario a la prohibición es que es una manera de encauzar la cuestión
de manera típicamente colonial, intentando salvar a las mujeres de su propia cultura, de
la cultura de los “otros”, utilizando el instrumento jurídico como un dispositivo de este
salvamento (…) De este modo, se lleva a cabo una representación muy negativa de la
población objeto de regulación, la musulmana, a la vez que se coloca al Estado en una
posición “civilizadora” (Ramírez, 2011:82).
En este mismo sentido, cuando se habla de prohibir el hijab en Occidente, a veces se
hace en nombre de una equívoca noción de Modernidad y universalismo, no sólo de una
manera neocolonial, sino que también paternalista. Así, las autoras de El velo elegido
opinan que, sin asumir contradicción alguna, es posible que algunas de esas opiniones
se atribuyan el papel de “rescatar” a las mujeres musulmanas de la opresión religiosa de
la que son víctimas, de un sistema patriarcal opresor y unas tradiciones caducas. Y eso
se hace a partir de la prohibición, desde la posición de superioridad de unas personas
que se consideran con derecho a decidir por las demás debido a su pertenencia a una
élite académica y política occidental. (De Botton et al., 2004:35).
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También está el problema de la doble discriminación y las posibilidades de exclusión a
las que se enfrentan las mujeres musulmanas en los países europeos, discriminadas por
ser mujeres y por pertenecer a una minoría cultural (De Botton et al., 2004:45). La
prohibición del uso del velo podría llevarlas a la no participación en la vida comunitaria,
lo que podría desembocar en situaciones de exclusión social. Como dijo el comisario
europeo de Derechos Humanos, Thomas Hammarberg, en abril del 2011, “La
prohibición de estas prendas "atenta contra la vida privada" y "no liberará a las mujeres
oprimidas", sino que "puede agravar su exclusión" (www.elmundo.es del 13 de abril de
2011).
Por su parte, Sami Naïr nos dice que “el pañuelo es un signo de opresión de las mujeres,
a quienes, en el espacio privado, sólo se puede educar para que dejen de usarlo. (Pero)
No se les puede obligar a no llevarlo, salvo en el caso del burka” (Naïr, 2010:157).
Para finalizar, aún sin agotar los argumentos en contra de la prohibición del uso del
velo, tendríamos que tener en cuenta el respeto a la diversidad cultural (con cuidado de
no caer en un relativismo cultural en el que cualquier práctica sea válida). El acceso
igualitario de la mujer a la educación, al mundo laboral y al espacio político, ha sido una
reivindicación histórica, no sólo de las mujeres occidentales. Estas reivindicaciones
deben unirse desde el respeto a la diversidad, aceptando que una mujer que opte por
llevar el hijab comparte con muchas mujeres occidentales sus mismos ideales y luchas
por la igualdad, sin renunciar a la especificidad de su identidad. (De Botton et al.,
2004:35).
Argumentos en contra de su uso y a favor de su prohibición
El argumento más generalizado y conocido por todas las personas en contra del velo
islámico es el de que atenta contra la dignidad de la mujer y el de que es un símbolo de
sumisión de ésta al hombre. Así, en palabras de Itziar Elizondo, “el velo sería un
símbolo político de dominación, y no de carácter religioso. Muchas mujeres dicen
llevarlo atribuyéndole una nueva marca de “orgullo cultural”, aunque detrás de esa
resignificación hay todo un movimiento en el seno de las comunidades musulmanas que
incita a las mujeres a llevarlo con el doble objetivo de visibilizar la marca cultural y el
control de las mujeres”. (Elizondo, en Tamzaly, 2010:102).
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Para la argelina Wassyla Tamzali, las diferencias de formas y de longitud, así como
entre las maneras de velarse, han hecho olvidar el significado común del velo. “Se
blande la diferencia entre el velo y el burka para dar por concluidas las discusiones
sobre el velo -¡No vas a equiparar el velo al burka!- Sin embargo, prosigue Tamzali, es
necesario llamar la atención sobre la línea de continuidad existente entre el velo y el
burka, como lo hemos hecho con la violencia sexista, un análisis de alcance general que
explicara la correlación de los fenómenos discriminatorios, y que demostrara cómo se
pasa de las discriminaciones invisibles y simbólicas de lo “aceptable”, siguiendo
normas culturales sexistas, para llegar a lo “inaceptable” que hiere a todo el mundo,
pero demasiado tarde” (Tamzali, 2010: 67). Por tanto, según esta autora, lo mismo que
se prohíbe el burka7, debería prohibirse el hijab o pañuelo.
En este sentido, y siguiendo a Benito Aláez Corral, profesor titular de Derecho
Constitucional de la Universidad de Oviedo, en cuanto a la prohibición del velo integral,
burka y niqab, en los espacios públicos (uso privado en espacios públicos), y
diferenciando entre prohibiciones generales y prohibiciones parciales o sectoriales de
uso del mencionado velo islámico integral, tan sólo hacer mención a algunos de los
marcos formales de prohibición y normas legales existentes al respecto en el seno de la
UE y de España, sin profundizar demasiado en ellos ya que no es el objeto de este
estudio y mencionar todas ellas ocuparía gran espacio del mismo. No obstante,
mencionaré aquellas que me parecen más significativas por lo generales y amplias que
son.
Así por ejemplo, indicar que la Unión Europea no ha tomado cartas en el asunto, en
buena medida por la ausencia de un ámbito competencial claro sobre el que actuar al
respecto, y que, respecto del estatuto jurídico comunitario europeo que tiene el velo
islámico integral, sirve de poco el genérico reconocimiento en el artículo 10.1 de la
Carta de Derechos Fundamentales de la UE o en el artículo 9 del Convenio Europeo
sobre Derechos Humanos sobre la libertad de manifestación religiosa, en los que podría
quedar encuadrado su uso, pues los mismos no dicen cuáles pueden ser los límites que,
introducidos por ley, constituyen “medidas necesarias, en una sociedad democrática,
para la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o
Prenda conocida, junto con el niqab, como velo islámico integral y que deja cubierto el cuerpo y el rostro por completo, haciendo
irreconocible a la persona.
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la protección de los derechos o las libertades de los demás” (art.9 CEDH), ni si ello
abarca una prohibición o no.
En el ámbito europeo, aunque fuera de la Unión y sin eficacia jurídica vinculante, hay
que mencionar la Recomendación 1927 del Consejo de Europa (Asamblea
Parlamentaria), de 23 de junio de 2010, sobre “Islam, islamismo e islamofobia en
Europa”, que invita a los 47 Estados parte a no adoptar prohibiciones generales del velo
islámico integral o de otros atuendos religiosos, puesto que las considera contrarias a la
libertad religiosa garantizada por el artículo 9 del CEDH cuando su uso es producto de
la libre decisión de la mujer.
También dentro del ámbito del Consejo de Europa, pero ya con carácter jurídicamente
vinculante, es preciso tener en cuenta toda una jurisprudencia del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos relativa a la libertad religiosa protegida por el art. 9 CEDH y al uso
del pañuelo o velo islámico que, sintéticamente, puede decirse que considera, en
principio, el uso del velo islámico en espacios públicos como una conducta amparable
por el derecho a la libertad religiosa del CEDH, siempre que sea la «efectiva expresión»
de las creencias religiosas de la mujer que lo porta; pero también considera que es
susceptible de prohibición siempre que el Estado lo haga por Ley y demuestre que es
una medida necesaria en una sociedad democrática para la seguridad pública, la
protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la protección de los derechos
o libertades de los demás, sin que al hacerlo tengan un margen de apreciación sobre la
legitimidad de las creencias religiosas o de su forma de manifestación. Ahora bien, esta
jurisprudencia resulta poco determinante para valorar la admisibilidad de las
prohibiciones generales del velo islámico integral desde el punto de vista del art. 9
CEDH.
Dicho lo anterior, y ya en el ámbito de la actitud normativa de algunos Estados
miembro de la Unión Europea ante la prohibición (general o parcial) del velo islámico,
se pueden inducir dos tendencias, una favorable y otra desfavorable a la introducción
legal de una prohibición general del velo islámico integral semejante a la que se ha
introducido en Francia (Ley de prohibición de ocultación del rostro en espacios
públicos, de 11 de octubre de 2010).
En la España aconfesional instaurada con la Constitución de 1978, el espacio público es,
en principio, un ámbito en el que las personas pueden ejercer individual o
colectivamente sus derechos fundamentales, y no está presidido por ninguna obligación
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de neutralidad garantizada por el Estado, a salvo de las limitaciones que dichos derechos
fundamentales puedan experimentar conforme a lo prescrito en la propia Constitución o
en las leyes limitadoras de los derechos. En este sentido, ni la Ley orgánica 7/1980, de 5
de julio, de libertad religiosa (LOLR) vigente, ni ninguna otra disposición legal, han
previsto hasta el momento explícitamente una prohibición general de llevar el velo
islámico (integral o no) en los espacios públicos, probablemente porque, más allá de la
polémica mediática, el uso del velo islámico integral parece claramente minoritario y
casi anecdótico. No obstante, para solucionar muchos de los conflictos surgidos a raíz
del
incremento
de la
población inmigrante existente en
nuestro
país
y,
consiguientemente, de la pluralidad religiosa y cultural, se ha echado mano del
argumentario legal existente para deducir interpretativamente de diversos textos legales
y reglamentarios sectoriales, sobre todo en materia educativa, prohibiciones implícitas
del uso del velo islámico (integral o no) en ciertas relaciones sociales y en ciertos
espacios públicos, aunque en la mayoría de los casos las normas legales aplicadas no se
refiriesen explícitamente a modalidad alguna del velo islámico (Aláez Corral, 2011:
483-520).
CAPÍTULO 3: REFLEXIONES EN TORNO A LA INDUMENTARIA
FEMENINA OCCIDENTAL
La reflexión sobre la forma de vestir de las mujeres, así como sobre su capacidad de
decidir sobre ella, tratada en el primer capítulo, es menos superficial de lo que parece.
Es muy significativo que, a lo largo de la historia, se haya potenciado un tipo de
indumentaria femenina que impedía que las mujeres realizaran ciertas actividades
físicas reservadas a los hombres. No se trata del burka, sino de prendas como por
ejemplo el corsé, el cual provocaba desmayos en las damas de los siglos XVIII y XIX, o
de los tacones de aguja que, hoy en día, no dejan a las mujeres caminar tan cómodas ni
ligeras como podrían. Todo ello sería muy respetable si fueran las propias mujeres
quienes decidiéramos llevarlo, aunque es difícil de discernir si la decisión está tomada
“libremente”, bajo autoridad masculina o por imposición de los dictámenes de la moda,
que no deja de ser otro tipo de imposición patriarcal.
El control de la apariencia de las mujeres ha sido muy desigualitario. No hace tanto que
Marilyn Monroe seducía a hombres y mujeres con su talla 48, con una indumentaria
sensual y atrayente para los hombres y que, a la vez, mostraba tanto una inocencia como
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una ausencia de toda crítica, siendo una belleza pensada en función del deseo masculino
(De Botton et al., 2004:28). Pero podemos remontarnos más allá en la historia, y ver
cómo en el Barroco español, por ejemplo y en palabras de Beatriz Moncó (2002) “la
belleza del alma debía tener su máxima expresión en la belleza del cuerpo, por lo que la
fidelidad, el recato, la modestia, la caridad, la vergüenza y otras prendas femeninas
debían verse reflejadas exteriormente, singularizando no el cuerpo en sí, al fin y al cabo
atributo biológico, sino los afeites y vestidos”.
Y actualmente, por poner otro ejemplo, el ideal de belleza en Occidente parece estar en
una mujer muy delgada, asociada a la mujer deportista, activa, actual, joven, con fuerza
y voluntad, etc. Estar delgada es hoy día sinónimo de belleza y juventud. De aquí la
obsesión de muchas mujeres por adelgazar. Tener el físico deseado implica unas
restricciones en la alimentación y unos hábitos que, llevados al extremo, pueden
conducir a la anorexia. (De Botton et al., 2004:28).
Así, de alguna manera, podríamos decir que la moda, los vestidos y complementos de la
misma, además de ser creatividad, protesta, lujo, lenguaje, comunicación o comercio,
entre otras funciones, configuran un sistema simbólico con el que se expresa la idea de
orden social, pudiendo ser también señalizadores de poder, de valor, de sumisión y, por
consiguiente, instrumento para ejercitar el control social, tanto de un modo directo como
indirecto, mediante símbolos y representaciones culturales que son difíciles de ver a
primera vista (Moncó, 2002) . Este tipo de control social y patriarcal se podría reflejar
en determinadas prendas e iconos, como por ejemplo los que tratamos a continuación:
El sujetador, que oprime y modela el físico femenino para proyectarlo al exterior de una
manera más o menos sugerida, es un ejemplo de prenda sobre el que gira la desigual
reflexión feminista. Cuando surgió, hacia 1920, fue considerado como un símbolo de
libertad respecto al corsé.
Sin embargo, entre los 60´s y 70´s, muchas mujeres
reivindicaban no usar sujetador, ya que consideraban que era una forma de opresión del
cuerpo y un símbolo de la mujer tradicional, al mismo tiempo que reivindicaban la
igualdad legal con el hombre o el derecho al aborto (Courtine, 2006, en
www.blogodisea.com). Sin embargo, desde los 80´s, hay quienes consideran que el
creciente uso del sujetador es el resultado de la acción consciente de la mujer sobre su
físico, y no de los meros efectos de una sociedad patriarcal (De Botton et al., 2004:29).
Así, no hay consenso sobre si el sujetador se opone o no a la emancipación de las
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mujeres. Pero lo que sí podemos decir es que, lo que no es emancipador en absoluto, es
la inhibición de la capacidad de la mujer para decidir sobre su uso. (Ibídem).
Los pantalones también han sido una prenda polémica por su asociación a los patrones
masculinos. Esta prenda, que facilita la movilidad física y permite una adaptación al
cuerpo que otras prendas femeninas, como el corsé, habían impedido, y que incluso
llegó a estar prohibida por ley en algunos países como Francia, constituyó un desafío
simbólico al sistema, que la mayoría de las mujeres de la clase media no estaba
preparada para acometer (Crane, 2012:25). Sin embargo, algunas mujeres han querido
reivindicar el uso del pantalón como forma de liberación de la mujer a través de la
imitación del modelo masculino. (De Botton et al., 2004:29).
Lo mismo ha sucedido con la corbata, símbolo tradicional de la respetabilidad
burguesa, del capitalismo y de la masculinidad, así como de los poderes económico,
político y social (De Botton et al., 2004:29), que en diferentes momentos ha sido
reivindicada por algunas mujeres, lo que ha tenido una potente carga simbólica.
Así, en los 80´s, por ejemplo, muchas mujeres decidieron usar corbata, entre otras cosas
para acceder a determinadas esferas de poder, reclamando su derecho a la igualdad de
condiciones entre hombres y mujeres. Pero no cuestionaron la jerarquía, la desigualdad
y la brusquedad de lo masculino, no cuestionaron la verdadera opresión que sufrimos
las mujeres, que parte de la jerarquización masculina donde las prendas se convierten en
síntomas de desigualdad (De Botton et al., 2004:30).
Otra prenda que ha sido realmente polémica es la minifalda. Cuando apareció a
mediados de los 60´s, fue considerada una prenda escandalosa y vergonzosa por muchas
personas, contraria al pudor y a las buenas costumbres de la sociedad. Sin embargo,
muchas otras personas vieron en la minifalda un símbolo de revolución y de liberación
sexual de la mujer, y fue ingresando en la normalidad gracias a populares representantes
de la belleza femenina ideal, como la modelo inglesa “Twiggy”, o de la alta sociedad,
como en el caso de Jacqueline Kennedy, cuando en 1966 decidió llevarla.
Si algunas feministas han visto en esta prenda un símbolo de la liberación sexual de la
mujer, ya que permite mostrase abiertamente, otras han tendido a analizar la minifalda
como un tipo de cosificación, aún sujeta a estereotipos de belleza y sexualidad explícita
más cercanos a lo masculino. Así, mostrar el cuerpo no siempre es visto por todas de
una forma emancipadora. Depende de que se tenga en cuenta la libre decisión de las
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mujeres y en qué condiciones de libertad, igualdad y respeto tomamos dicha decisión.
(De Botton et al., 2004:29), lo que no parece fácil de descubrir sin entrevistar a muchas
mujeres sobre esta cuestión.
Otro elemento criticado, o aplaudido, según sea el caso, de la estética de la mujer es el
maquillaje. Tal y como lo expresa la escritora egipcia Nawal El Saadawi (2005), éste
podría también ser considerado como un velo postmoderno -aunque en realidad ya lo
utilizaban las egipcias del Antiguo Egipto, pintándose la cara y el cuerpo, o
adornándolo- ya que vendría a ser una imposición de la televisión y del mercado. “La
gente, y especialmente los hombres que tienen poder, quieren que seamos femeninas,
con los pendientes, con los collares, los pechos, las pantorrillas. Esa es la moda, la moda
capitalista. Nuestra belleza es nuestra salud, es nuestro valor para desafiar y luchar por
la justicia. Como mujeres tendríamos que ser conscientes de esto. Todo lo que es el
adorno requiere mucho dinero y mucha energía, mucho tiempo (…)”.
Asimismo, los tacones serían otroarma de la esclavitud porque, como dice Nawal Al
Saadawi “te hacen caminar de forma insegura, no puedes correr, no puedes hacer
ejercicio, te puedes romper el tobillo y, además, son caros”. Celia Amorós los denomina
los “zapatos desempoderantes”, ya que “no otra se nos antoja la función de los zapatos
de tacón de aguja que parecen destinados a minar la seguridad de las mujeres” (Amorós,
en el prólogo a García de León, 2011).
Tras este breve análisis de algunas de las prendas de indumentaria y complementos
femeninos, podríamos concluir con que el uso de los mismos debe ser analizado en
atención al respeto a la decisión de las mujeres, ya que de ello dependen sus
consecuencias transformadoras y emancipadoras, así como sus efectos superadores de la
desigualdad que les impide alzar su voz.
CAPITULO 4: EL VESTIDO: DE LA ADAPTACIÓN AL ENTORNO, AL USO
SIMBÓLICO DEL MISMO
Aunque no existe consenso sobre si la primera ropa hecha por el ser humano fue
elaborada con hojas de higuera o de parra (disyuntiva en realidad basada, parece ser, en
las representaciones religiosas de Adán y Eva), los restos encontrados en las
excavaciones realizadas en diferentes partes del planeta demuestran que hace entre
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30.000 y 18.000 años, los seres humanos fabricaban sus prendas con pieles de animales,
que cosían con huesos a modo de aguja (Amiriam y Zein, 2009: 108).
Los diferentes grupos humanos esparcidos por el planeta elaboraron sus atuendos para
adaptarse al clima, la geografía, la actividad, etc. de su entorno. Se trataba de un
atuendo primordialmente útil que hacían con los materiales propios del lugar para
adaptarse mejor a las condiciones climáticas o geográficas del lugar en el que residían.
Con el tiempo fueron perfeccionando las técnicas, y de ahí la manipulación de la lana o
el lino, por ejemplo, y la consiguiente aparición de los primeros telares o los tintes para
colorear las piezas (Ibídem.)
Poco a poco, el asunto de la vestimenta dejó de tener un valor utilitario y empezó a
llenarse de significado y a convertirse en el símbolo del poder de quien lo poseía, de su
ascendencia en el grupo, de la dedicación a un oficio, signo de identidad o etnia, o una
señal de distinción (Amiriam y Zein, 2009: 109).
Por supuesto, las religiones no permanecieron al margen de esta evolución. Con el
tiempo las personas fueron vinculando sus prendas a los usos, las costumbres y la moral
de la época, ya que ellas determinaban la forma en que se relacionaban con las demás,
estableciendo barreras, lazos, diferencias de clase, de sexo, de ideologías, etc. Por
supuesto, empezaron a regular su uso, sus formas, a crear todo un lenguaje sofisticado
con el que se creía influir en el comportamiento del otro; por lo tanto, las relaciones de
cada individuo con el resto del grupo. El campo donde más se centraron estas
normativas eran aquellas ropas que, de algún modo, podían afectar primero a las
relaciones entre los diferentes estratos sociales y, luego, a las relaciones entre hombres y
mujeres, pues de estos vínculos dependía el orden social y el futuro de la comunidad
(Amiriam y Zein, 2009: 109).
Siendo así las cosas, es comprensible que estas regulaciones no afecten del mismo
modo a hombres y mujeres.
La religión y los usos del vestido
Intervenir en la vestimenta de los individuos en nombre de ideas y credos fue un paso
para manipular otros terrenos: la identidad de los individuos y del grupo, la libertad
personal y la creatividad surgida de ella. Si lograban vincular la ropa a ciertas
prohibiciones, podrían fijar en la memoria cotidiana los tabúes más convenientes y
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mantener las estructuras de su dominio sobre pensamientos y acciones (Amiriam y Zein,
2009: 109-110).
Ejemplos de ello son:
"Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con
peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como
corresponde a mujeres que profesan piedad." (1 Timoteo 2:9-10)
"Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos
lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y
apacible, que es de grande estima delante de Dios.” (1 Pedro 3:3-4)
Abu Huraira relató que el Mensajero de Dios dijo: "Yo no seré testigo de dos clases de
gente que están destinados al fuego del infierno: (…). Y las mujeres que, a pesar de
estar vestidas están desnudas, seducen y son seducidas; sus cabellos están arreglados
como las jorobas inclinadas de los camellos. Estas clases de personas no entrarán al
Paraíso ni su fragancia les alcanzará, a pesar de que su fragancia llega a gran
distancia"(www.nurelislam.com)
Al controlar los rasgos y las singularidades de una indumentaria, las religiones
manifestaban las maneras que tenían de abordar la realidad que les rodeaba, de hacer
visibles los roles y las diferencias entre las personas integrantes de la comunidad y
también de diferenciarlas de las demás sociedades, ya que para las religiones que
comparten áreas de influencia geográfica y política, cuidar el aspecto externo de sus
fieles adquiere un sentido absolutamente estratégico. Y esta es la realidad de judíos/as,
cristianos/as y musulmanes/as, por lo que sus respectivos “guardianes de la fe” se
preocuparon por que las apariencias de sus fieles fueran evidentemente distintas, hasta
el punto de incluir estas normas como parte de sus discursos y sermones. Se trataba de
un objetivo realmente complicado porque debían de tener un criterio (encajar con los
principios y valores de cada credo), y estas tres religiones se parecen más de lo que
hubieran deseado, ya que, para empezar, todas ellas establecen sus normas en torno al
pudor (Amiriam y Zein, 2009: 116).
Vestimenta y pudor
El término “pudor” se ha visto a lo largo de la historia de muchas y diferentes maneras;
y aunque hoy día suele ser considerado más como recato y vergüenza, en realidad la
mayoría de las veces tiene que ver bastante con una inhibición asociada con la
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sexualidad o la imagen corporal. Así, el pudor puede ser tratado como un concepto
ético o moral, o bien puede ser visto de un modo completamente social. Pero, de una u
otra forma, es un concepto muy complejo que ha sido tratado por filósofos y por todas
las grandes religiones, así como pensadores y psicólogos, ya que el pudor o la falta del
mismo, bien pudiera ser una de las grandes faltas o de las mayores virtudes del ser
humano (Klinger, 2015).
Bahaz Ibn Hákim reporta que su abuelo dijo: "Pregunté: `Oh Mensajero de Dios ¿Qué
debemos cubrir y qué podemos mostrar de nuestras partes privadas? 'El respondió: `No
dejes que nadie las vea excepto tu esposa o tus siervas: Luego pregunté: ¿Y qué de las
gentes que conviven (durante viajes o campamentos) juntos?' El respondió: `Si puedes,
no dejes que nadie las vea: Luego dije: ¿Y si no hay nadie presente?' El dijo: Dios¡Bendito y ensalzado sea- merece más tu pudor” (www.nurelislam.com)
Las religiones partieron de lo elemental para ir complicando las relaciones ente el pudor
y las vestimentas (Amiriam y Zein, 2009: 116). En el grado más básico, a culpables e
infieles se les arrancaba la túnica en público para hacerles sentir vergüenza por el “mal”
que habían cometido. Tirando de este hilo, y por oposición, el mundo de los inocentes e
inmaculados sería el de los vestidos. A partir de este genérico se irá enfatizando la
misión moral de los tejidos, de modo que, hasta la misma forma de llevarlos, e incluso
su color, pueda ser, en sí mismo, un acto reprobable (Amiriam y Zein, 2009: 116-117).
Pero es dudoso que el ser humano empezara a cubrirse por el pudor, como afirman las
religiones, ya que el pudor no es innato, sino que es una emoción aprendida, resultado
de un acuerdo social sobre las claves que deben definir la moral del grupo, y que, sobre
todo en las sociedades mediterráneas, está relacionado con la honra y el honor
masculino. Equivale a la vergüenza, y normalmente surge como respuesta a cuestiones
consideradas “oscuras. Las religiones han logrado que sus fieles vinculen esa oscuridad
con su sexualidad, un término al que dan como lugar de residencia el cuerpo (Amiriam
y Zein, 2009: 110).
El hecho de que para muchos creyentes Adán y Eva representen la paternidad y
maternidad universal encaja con esa culpa que también manejan otras religiones, aunque
en sus credos carezcan de sentido estas figuras (Ibídem).
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Poder simbólico del vestido y la evolución del rol de la mujer en Occidente
La ropa es el resultado del modo de vida del grupo y de las funciones que cada sexo
desarrolla dentro del mismo, los roles de unos y de otras en su vida privada, su
autonomía económica, su acceso a los ámbitos de poder, etc. (Amiriam y Zein,
2009:110). Así, a lo largo de los siglos, y muy especialmente durante los siglos XIX y
XX, las mujeres, lideradas por las sufragistas primero, y los movimientos feministas,
después, han ido reformado el vestido, y en muchos casos, incorporando en el mismo
prendas de la ropa masculina, con el fin de desafiar el sistema imperante.
La frecuencia con la que las mujeres incorporaron prendas de hombre en sus vestidos, el
hecho de que tomaran prestados elementos que no perdieran sus connotaciones
masculinas y el modo en que este tipo de comportamiento en el vestir trascendía las
líneas de clase social sugieren que estos complementos constituían una declaración
simbólica acerca del estatus de la mujer y los debates que sobre el mismo colearon a lo
largo del siglo XIX (Crane, 2012:34).
Uno de estas prendas masculinas tomadas “en préstamo” por las mujeres, fueron los
pantalones. Los pantalones eran especialmente polémicos en el siglo XIX, porque la
ideología de la época prescribía unas identidades de género fijas y unas enormes
diferencias –físicas, psicológicas e intelectuales- entre hombres y mujeres. El simple
hecho de que una mujer llevara un pantalón, la asimilaba a una travestida cuyo género
(masculino) ya no se correspondía con su sexo; era una perturbación intolerable
(Bard,2010:15) El punto de vista dominante no dejaba lugar a la ambigüedad sobre la
identificación sexual ni posibilidad para la evolución o el cambio en los
comportamientos y actitudes establecidos para los miembros de cada género, por lo que,
a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, las reformas en el vestir, que incorporaban
principalmente los pantalones, propuestas por movimientos de mujeres no ganaron el
apoyo de muchas mujeres fuera de esos grupos, al no estar en consonancia con este
punto de vista (Crane,2012:41).
Los historiadores e historiadoras del vestido han documentado el uso de los pantalones
y de los bombachos por la rodilla, además de sombreros y chaquetas de hombre por
parte de las mujeres inglesas de clase media durante siglos. En el siglo XIX, las
vestimentas de estas mujeres atraían la atención de la prensa en conexión con los
intentos de sus colegas masculinos de prohibir el trabajo remunerado de las mujeres
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para salvaguardar sus propios empleos (Crane, 2012:53). Algunos de los relatos de los
periódicos mostraban a las mujeres como la antítesis del ideal victoriano: su vestimenta,
particularmente sus pantalones, era vista como algo que las “asexuaba”. Vestidas
inadecuadamente, habían dejado de ser mujeres y se habían convertido en “criaturas”
indecentes, inmorales y repulsivas (John, 1980 en Crane, 2012:54). El propósito de la
mayoría de los artículos era dar argumentos a favor de la prohibición de su trabajo en
general.
Las reglas que gobernaban el comportamiento en el vestir en espacios públicos se
caracterizaban por sutiles diferencias dependiendo del lugar, la clase y el género. Por
ejemplo, los trajes con pantalón para mujer se permitían cuando se nadaba en el mar,
pero no para paseos por la playa. La introducción de nuevos deportes, particularmente el
ciclismo, durante la segunda mitad del siglo XIX produjo una redefinición del modo en
el que las fronteras simbólicas se expresaban en el espacio público. En cierto sentido, el
vestido alternativo llevado en espacios públicos era una manifestación de cambios más
radicales que estaban ocurriendo en ámbitos más apartados (Crane, 2012:46).
El tabú contra el uso de pantalones por parte de las mujeres no se superó hasta el siglo
XX, primero en EE.UU., después en Inglaterra y, por último, en Francia, países que
lideraban las tendencias del resto de países del ámbito occidental. En concreto en
Francia, este cambio en las normas del vestir se pudo observar en primera instancia en
espacios públicos apartados asociados con el tiempo libre, y entre las mujeres de clase
obrera en su lugar de trabajo. Las mujeres que se hicieron modelos de artistas y
fotógrafos en Montparnasse y Montmartre comenzaron a llevar pantalones hacia el final
de la Primera Guerra Mundial; aunque evidentemente, no en las calles o en los cafés de
París. Estas mujeres pertenecían a una subcultura bohemia urbana en las que algunas de
ellas actuaban como “líderes de la moda” (Bard, 2010).
De todas formas, más que moverse hacia una incorporación de la vestimenta masculina
en el vestido de la mujer, las mujeres francesas preferían “masculinizar” el cuerpo
femenino: se suprimieron las líneas del pecho y cintura, y el pelo se dejó corto. Las
mujeres iban a las barberías de hombre para conseguir cortes muy cortos y masculinos
como el corte tazón, el corte a lo garçon y el corte Eton (Sichel, 1978 en Crane, 2012:
58). La respuesta del público a estos cambios fue muy negativa (Robert, 1994 en Crane,
2012:58).
Versión adaptada para su publicación
27
Durante el final de la década de los sesenta y en los años setenta del S. XX las
feministas se opusieron decididamente a la ropa de moda. A diferencia de sus
predecesoras del siglo XIX, éstas eran mucho más críticas con los “discursos
manipuladores” de feminidad que subyacían en los estilos de ropa que con la ropa
misma. Propusieron modas de vestido alternativas para sustituir los estilos de moda, en
concreto diversas formas de pantalón, llevados con ropa sencilla e informal, como
camisetas o zapatos de tacón bajo (Crane, 2012:60).
En el trabajo, las mujeres se adaptan a las culturas masculinas, que varían en hasta qué
punto se le permite a la mujer, o se le exige, que se “asimile” (Crane, 2012:62). Así, hoy
en día, en los lugares de trabajo de clase media de las grandes compañías, los tabúes
contra el uso de los pantalones por parte de las ejecutivas aún continúan; aunque estas
mujeres normalmente llevan tejanos y otro tipo de pantalones para sus actividades de
tiempo libre (Crane, 2012:61). En consonancia con los códigos en el vestir de las
grandes empresas, que puede que estén o no explícitamente definidos, es probable que
lleven versiones contemporáneas del vestido alternativo del siglo XIX, incluyendo
chaquetas de traje y faldas, con camisas de estilo masculino o con blusas de seda, con
una vestimenta general en colores neutros y conservadores (McDowell, 1997:146;
Hochschild, 1997:74 en Crane, 2012:61). Hoy en día, sin embargo, este tipo de
vestimenta es considerada conservadora más que subversiva (Kimle y Damhorst, 1997
en Crane, 2012:61). Una apariencia femenina o seductora a la moda es considerada
degradante, y la mujer que la utiliza, puede ser tachada de “buscona” (a pesar de que,
por otra parte, y como veremos en el capítulo siguiente, a la mujer siempre se le exige
estar impecable, guapa y atractiva).
Los esfuerzos de las mujeres por alcanzar más cotas de libertad todavía no han llegado a
su fin. Son luchas que a lo largo del tiempo, han tenido diferentes objetivos: acceder a la
educación, a un puesto de trabajo digno, elegir libremente cómo y con quien queremos
vivir… La indumentaria es uno de los terrenos donde se manifiestan los ideales de
género y las identidades de las mujeres. Por tanto, representa uno de los espacios donde
la represión y la reivindicación se manifiestan con mayor claridad. (De Botton, et al.,
2004:20).
Versión adaptada para su publicación
28
CAPÍTULO
5:
VIOLENCIA
SOCIEDADES PATRIARCALES
ESTÉTICA,
MODESTIA
OBLIGADA
Y
La tiranía de la belleza
La violencia patriarcal, entendida como un tipo de interacción entre hombres y mujeres
que se manifiesta en aquellas conductas o situaciones que provocan, o amenazan con
provocar, un daño o sometimiento de la mujer al hombre, tiene muchos prismas a
observar. Un ejemplo de esta violencia es el de la de la violencia estética contra las
mujeres, la cual empieza a centrar la atención de bastantes especialistas, así como lo
hace la violencia discriminatoria de la edad por género (“el envejecer de las mujeres en
el patriarcado es tarea ardua”, nos dice García de León (2011). Estas modalidades de
violencia patriarcal son terrenos en los cuales el sistema patriarcal reverdece
continuamente y se impone con renovadas formas de alienación social (García de León,
2011:20 y Lipovestsky, 1999). En este sentido, el mito de la belleza asesta un violento
contragolpe al feminismo, usando imágenes de belleza femenina como arma política
contra el avance de las mujeres (Wolf, 1992: 215), imágenes de belleza que promueven,
por ejemplo, las costosas y peligrosas intervenciones quirúrgicas que soportan las
mujeres mayoritariamente o los desórdenes alimentarios.
Aunque podríamos decir que, desde 1830, cada generación ha tenido que luchar contra
su versión del mito de la belleza (Wolf, 1992: 216), la belleza de la mujer no ha sido
venerada ni consagrada en todas las sociedades ni en todas las épocas históricas, y ni tan
siquiera es, además, un concepto universal ni inmutable (Wolf, 1992: 217).
En las sociedades patriarcales, el ideal de belleza femenina ha ido variando según las
épocas, las necesidades, los gustos estéticos y las modas, siendo un modelo cambiario
como el patrón oro que, como cualquier economía, está determinado por la política y
que en la era moderna occidental es el último y mejor de los sistemas de creencias que
mantienen intacta la dominación masculina (Wolf, 1992: 217). Así, por ejemplo, en la
época barroca, los modelos de mujer hermosa sufrían cambios cada poco tiempo y
obligaban a la transformación de las propias mujeres (unas veces prefiriéndolas con los
ojos dormidos, otras abiertos o espantados; unas veces con la boca pequeña y otras
grande, por ejemplo), haciendo que, obligadas por la norma, éstas hicieran todo lo
posible por adaptarse al cambio (Moncó, 2002). Otro ejemplo lo tenemos en el siglo
XX, donde encontramos representaciones de la mujer de formas muy variadas e,
Versión adaptada para su publicación
29
incluso, contrapuestas, como la bien entrada en carnes Marylin Monroe o la esquelética
Kate Moss. Sin embargo, no hemos sido las mujeres las que hemos ido creando los
modelos de belleza a seguir por nosotras mismas, sino que, durante siglos, éstos han
sido definidos por los hombres, bien sea a través de la pintura, la escultura, la fotografía,
el cine o la publicidad.
Asimismo, hombres han sido, y son todavía hoy en su mayoría, los que organizan los
concursos de belleza, los diseñadores de moda, los cirujanos plásticos y aquellos que se
enriquecen a costa de la industria de la moda, la cosmética o la cirugía femenina. Y es
que “la escala de valoración social (de lo que debe ser, de lo justo, de lo bueno, lo
hermoso) la crea el hombre dominante, el hombre con poder, y apoyada en su sexo, en
la pura biología, la hace extensiva a toda la masculinidad, a todos los hombres” (García
de León, 2011:33). Así, “todas las mujeres, dominantes y dominadas, se ven afectadas
por dicha escala de valoración social que, en primer lugar, las inferioriza incluso a
través de las paradójicas formas del endiosamiento o del halago (a veces muy sutiles y
sofisticadas, por ende, difíciles de detectar y erradicar), y en segundo lugar, crea las
“reglas del juego” que, siendo éstas masculinas, sin embargo, se universalizan, se
imponen como tales, a todos los dominados, y con singular fuerza a las mujeres”
(García de León, 2011:33).
Por otra parte, hay que destacar la finalidad económica que tiene todo esto, ya que,
además de tener el mito de la belleza, y la imagen femenina, una función de control
social (Wolf, 1992: 215 ; Moncó, 2002), el papel de la mujer consumidora ha sido de
primordial importancia en el desarrollo de nuestra sociedad industrial; (es decir que) el
comportamiento que es primordial por razones económicas, es transformado en una
virtud social, y así se hizo para crear un nuevo orden consumista y una nueva
justificación para la injusticia económica en el lugar de trabajo (Wolf, 1992: 223)
A lo largo de la historia, las mujeres hemos asumido o rechazado los cánones de belleza
idealizada en diversos grados, como, por ejemplo, durante el siglo XIX y la década de
los sesenta y setenta del siglo XX, cuando las feministas se opusieron decididamente a
la ropa de moda, siendo, a diferencia de sus predecesoras, mucho más críticas con los
discursos manipuladores de feminidad que subyacían a los estilos de ropa que con la
ropa misma (Crane, 2012:60). Aún así, muchas han sufrido, y sufren verdaderas torturas
físicas, como la exigencia de la tez blanca o el pelo liso para las negras; la tez morena
para las blancas, el culto a los pies menudos para las chinas, el uso del corsé del siglo
Versión adaptada para su publicación
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XIX para las mujeres occidentales, los aros alrededor del cuello habituales en algunas
tribus africanas y asiáticas, el uso del pesado chador de algunas musulmanas o el
peligroso burka entre las afganas (Herrera, 2012). Pero la lista no termina aquí. Todas
nosotras conocemos la incomodidad de las minifaldas ajustadas o el difícil caminar con
los tacones de aguja. Todos ellos son mecanismos que tienden a reducir la movilidad de
las mujeres, y por tanto, su autonomía a la hora de moverse con libertad en el espacio
público como, por ejemplo, en el laboral.
Si a lo largo de la historia la belleza como ideal femenino ha estado circunscrita a
determinados círculos sociales, donde las mujeres ricas y exentas de la necesidad de
trabajar se convierten en el centro de la idealización femenina por parte de los hombres
(Lipovetsky, 1999:119), en el siglo XX la cultura de masas logra que esta belleza ideal
invada la vida cotidiana. Este fenómeno trasciende la cuestión estética porque posee una
dimensión política y económica que queda invisibilizada a través de la cultura
massmediática. Así, “existe un poderoso mercado, de innumerables tentáculos, que
difunde y promociona urbi et orbe sus consignas estéticas a través de un sofisticado
engranaje publicitario y mediático sin precedentes en la mercadotecnia contemporánea.
Nadie en la aldea global puede escapar al bombardeo de los anunciantes, y menos que
nadie las mujeres, que se han convertido en el objetivo prioritario de uno de los sectores
que más invierte en publicidad” (Ventura, 2000). Así, detrás de la obsesión por la
belleza femenina en Occidente, existen poderosas empresas como la industria
cosmética, la moda en ropa y complementos, la cirugía estética, los centros de
mantenimiento físico y dietético, etc. Todo ello, formando parte de una maquinaria
económica que aspira a dirigir el consumo e invoca el ideal de belleza asociada a
felicidad, éxito y placer (Ventura, 2000). Por tanto, tal y como dice García de León, “La
publicidad, el marketing sobre y para las mujeres, la exigencia estética es una auténtica
violencia de género” (García de León, 2011:39).
La dictadura de la modestia y el pudor en el vestir
Contrariamente a lo visto en el apartado anterior, tanto en Occidente como en el mundo
musulmán, existen corrientes de pensamiento, religiosas principalmente, que preconizan
el pudor y la modestia8 como valores fundamentales de la mujer, pudor y modestia que,
Evidentemente, no quiero decir que el valor de la modestia no sea un valor loable, sino que, su utilización como medio de
coacción y restricción de la libertad humana es deplorable.
8
Versión adaptada para su publicación
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indiscutiblemente, deben reflejarse en las formas de vestir de las féminas y que,
fundamentalmente, está relacionada con la sexualidad de hombres y mujeres.
Aunque en la mayoría de los países de la órbita cristiana (casi todos ellos situados en
Occidente) hace tiempo que se realizó la separación entre el Estado y la Iglesia,
produciéndose la secularización de los mismos, la mayoría de los países musulmanes se
rigen por las leyes del Corán. No obstante, tanto en unos como en otros, la religión
sigue teniendo gran peso en la cultura, y en algunos casos, se tiñe de fundamentalismo,
fundamentalismo que atenta contra esta libertad y dignidad humana, como atentan todos
los fundamentalismos, sean islámicos, cristianos o de cualquier otra índole.
Tanto el judaísmo como el cristianismo o el islam establecen sus normas de vestimenta
en torno al pudor, logrando que sus fieles vinculen la vergüenza, normalmente surgida
como respuesta a cuestiones “oscuras”, con la sexualidad, un término al que dan como
lugar de residencia el cuerpo (Amiriam y Zein, 2009:110).
Uno de los mitos que los judíos adaptaron para hacer más congruentes sus normativas a
ojos de sus creyentes fue la leyenda de Lilit, cuyo nombre significa “mujer de la noche”.
Esta leyenda formaba parte de la mitología siria, donde representaba a la mujer creada
antes que Eva y que abandonó a Adán tras negarse a tener hijos con él. Los hebreos la
rescataron para denostar la sexualidad sin fines reproductivos, algo absolutamente
deleznable de lo que cualquier seguidor de las enseñanzas de Moisés debería de huir.
Así, Lilit, símbolo de mujer insumisa, es presentada como el diablo disfrazado de
hermosa mujer, y cuyo principal rasgo señalado en las descripciones es su cabello, tan
largo y tan brillante que puede enredar a los hombres (Amiriam y Zein, 2009: 117-118).
Se puede afirmar que, en síntesis, en el aspecto físico de esta mujer han de encarnarse
todos los vicios, todas las voluptuosidades y todas las seducciones, (y) en lo que
concierne a sus más significativos rasgos psicológicos, destacará por su capacidad de
dominio, de incitación al mal, y su frialdad, que no le impedirá, sin embargo, poseer una
fuere sexualidad, en muchas ocasiones lujuriosa y felina, es decir, animal (Bornay,
2004: 114-115)
El mito de Lilit, adoptado y cambiado, se convertirá en el receptáculo de muchas
lecciones y mensajes subliminales, algunos de los cuales encajarán de forma
imperecedera en el inconsciente colectivo. Por ejemplo, el hecho de que utilizaran el
cabello como símbolo de la sexualidad desinhibida funcionaba porque respondía a un
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arquetipo: los animales reconocen por la densidad del vello el vigor, la salud, la
juventud y la primacía de sus iguales. Por otra parte, e independientemente de las
posibles teorías sobre la pérdida del pelo corporal, sabemos que a lo largo de su
evolución el ser humano ha ido perdiendo el pelaje de su anatomía, para reducirlo
fundamentalmente a los rincones más íntimos (axilas y genitales), de modo que al
promover la ocultación del vello, lo que se estaba tapando simbólicamente eran los
genitales, que en la cadena del inconsciente implica regular los deseos sexuales de la
comunidad. Como si se tratara de una lógica absolutamente razonable, se tapó el vello
de las axilas y el pelo de la cabeza de los creyentes –y en el caso de algunas religiones,
exclusivamente el de las mujeres – para que los fieles no recordaran “lo prohibido” y
forzarles a centrarse en otros cometidos como orar y rezar. (Amiriam y Zein, 2009.118).
Por lo que respecta a la tradición judía, si bien tanto las mujeres como los hombres se
visten siguiendo las leyes del tzinus “recato” en hebreo, las normas hacen especial
hincapié en los atuendos femeninos. Ellas deben llevar una ropa sencilla, pudorosa y de
colores poco llamativo. Así, aunque el velo judío no siempre fue considerado como una
señal de modestia, sino que también simbolizaba un estado de distinción y lujo, ya en el
judaísmo previo al advenimiento de Cristo, era costumbre entre las mujeres judías, para
salir en público, cubrirse la cabeza y, a veces, incluso cubrirse la cara completa dejando
al descubierto un ojo (Brayer, 1986 en Adim, 2011:70). Según el Dr. Brayer, “durante el
período Tanaítico, la negligencia de la mujer judía a cubrir su cabeza se consideraba un
agravio a su modestia”, y “cuando descubría su cabeza, podía ser multada con
cuatrocientos zuzim por esta ofensa” (Brayer, 1986 en Adim, 2011:70).
Las judías europeas continuaron llevando velos hasta el siglo XIX, época en la que sus
formas de vida se entremezclaron con las de la cultura secular circundante. Las
presiones externas de la vida europea del siglo XIX obligaron a muchas de ellas a salir
con la cabeza descubierta, y algunas mujeres encontraron más conveniente reemplazar
el velo tradicional por una peluca como forma alternativa de cubrirse el pelo. Hoy en
día, las mujeres judías más devotas no cubren su pelo excepto en la sinagoga
(Schneider, 1984 en Adim, 2011:71), y algunas de ellas, como las de las sectas
Jasídicas, todavía usan peluca. (Wright en Adim, 2011:71).
En la tradición cristiana, las monjas católicas, ente otros usos, se han cubierto la cabeza
durante siglos, ya que, aunque el cristianismo, frente a los matices del judaísmo,
promueve que las mujeres se dejen crecer la melena (a modo de velo natural), deben
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cubrirse, como señal de respeto a Dios, cuando vayan a orar (de ahí la mantilla
española, con la que las mujeres cubrían su cabeza para entrar en la iglesia durante los
últimos años de la dictadura franquista, o los trajes de novia que mantienen vivo este
símbolo) (Amiriam y Zein, 2009:122). Pero la modestia y el pudor en el vestir también
instaban a las mujeres a taparse el pelo y el rostro fuera de este uso religioso. Así,
aunque lo de ocultar el rostro vino de mucho antes, de cuando las mujeres usaban las
tocas durante los viajes para protegerse del polvo del camino, las inclemencias del
tiempo o del sol, el uso de mantos envolventes que cubrían todo el cuerpo dio lugar a
las “tapadas”, mujeres que no dejaban ver su rostro durante el periodo de finales del
siglo XVI hasta finales del siglo VXII, aunque a mediados del XVI, y como acto de
rebeldía para ir en contra de las buenas costumbres, algunas damas utilizaron el manto o
el mantillo para caminar libremente por las calles sin ser reconocidas, imitando a las
tapadas de medio ojo, mujeres con fama de busconas que se cubrían con e manto de pies
a cabeza dejando sólo visible el ojo izquierdo (León Pinelo, 1641, en la edición de
Enrique Suárez Figaredo, 2009).
Algunas sectas cristianas como, por ejemplo, los Amish o los Mennonitas, han
mantenido y mantienen a sus mujeres veladas hasta el presente, siendo la razón
esgrimida por los líderes de sus iglesias la de que cubrirse la cabeza es un símbolo del
sometimiento de la mujer al hombre y a Dios (Henning, 1974 en Adim, 2011:72).
En cuanto al Islam, heredero de los textos judíos, éste promueve que los hombres y las
mujeres de su comunidad no despierten el deseo de las demás personas, aunque se trata
de una pauta que el libro sagrado no entra a detallar, ya que el Corán, como hemos
mencionado anteriormente, no exige, ni siquiera recomienda, que se cubra la cabeza, y
ni mucho menos llevar un velo integral que les tape todo el cuerpo, aunque vincula el
cubrir el cuerpo con la sexualidad, y no con la rectitud religiosa (Amiriam y Zein, 2009:
122-123).
Sin embargo, diferentes lecturas del Corán, y sobre todo de la Sharia9, opinan lo
contrario, y ante hádices10 como “¡Profeta! Di a tus esposas, a tus hijas y a las mujeres
de los creyentes que se cubran con el manto. Es lo mejor que pueden hacer para que se
Cuerpo del Derecho islámico (conocido en Occidente como ley musulmana o ley islámica) que constituye un código detallado de
conducta.
9
Narraciones o referencias que representan los dichos y las acciones del Profeta Mahoma (y de los imanes en el caso de los
chiíes) relatadas por sus compañeros y compiladas por aquellos sabios que les sucedieron.
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las distinga y no sean molestadas…” (Corán, 33:59), responden no sólo velando a sus
mujeres, sino que, en algunos casos extremos como el de los talibanes en Afganistán,
las encierran bajo el insoportable y asfixiante burka de por vida.
Para concluir con este apartado, añadir que las tres religiones semíticas a las que hemos
hecho referencia en el mismo (judaísmo, cristianismo e islam) han sido regidas
principalmente, cuando no exclusivamente, por los hombres, lo que nos hace ver que,
tal y como ocurre con los dictámenes de la moda y con la tiranía de la belleza en las
sociedades occidentales “modernas”, son los hombres los que idean, inventan e
imponen, de manera más o menos descarada, las ropas que debe vestir la mujer para ser
considerada “decente” y modesta, es decir, una “buena” mujer.
La sexualización de la mujer
En Occidente, a pesar de que las mujeres disfrutan de muchas más oportunidades que
hace una generación, vemos resurgir el viejo sexismo bajo una apariencia nueva. Lejos
de ampliar el potencial y la libertad de las mujeres, la nueva cultura hipersexual redefine
el éxito femenino dentro del reducido marco del atractivo sexual. (Walter, 2010:23).
Hombres y mujeres sigue sin encontrarse en igualdad de condiciones en la vida pública.
Y la normalización de la industria del sexo refleja esa desigualdad. Son las mujeres las
que hacen dietas draconianas y someten sus cuerpos a la cirugía, son las mujeres las que
se desnudan en las discotecas11 mientras los hombres las jalean y aplauden; son las
mujeres, y no los hombres, quienes piensan que su capacidad para acceder a la fama y al
éxito depende de lo bien que respondan a una única y reducida imagen de la sexualidad.
Si esta es la nueva liberación sexual, se parece demasiado al viejo sexismo como para
convencernos de que se trata de la libertad a la que aspirábamos (Walter, 2010:49).
Este entorno cultural envuelve incluso a las niñas pequeñas: desde las heroínas con las
que se identifican hasta la ropa que usan; desde sus juguetes hasta la forma de ver su
propio cuerpo. La imagen que proyecta una marca tan famosa como la de las muñecas
Bratz, ejemplifica esta nueva tendencia que ve a las niñas como objetos sexuales desde
su más tierna infancia. Con sus morritos pintados, sus minifaldas y sus tacones, las
muñecas Bratz se parecen mucho a las jóvenes que participan en las fiestas de algunas
Natasha Walter hace referencia principalmente al Reino Unido. Pero esta situación, en mayor o menor grado, es visible en otros
países occidentales, también en España.
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discotecas. Y quienes comercializan estas muñecas quieren que las niñas las vean como
una referencia de la vida real (Walter, 2010:85).
La creencia de que incluso las niñas pequeñas quieren “ser ellas mismas” a base de pulir
su aspecto físico hace que hasta las niñas de ocho o nueve años se pongan a dieta, se
arreglen y vayan de compras (Walter, 2010:87). Las páginas de las revistas están
repletas de jovencitas maquilladas exhibiendo unos cuerpos retocados y esqueléticos,
vistiendo una ropa carísima. Urgen a las lectoras a conseguir la misma imagen que un
puñado de famosas, cuyo aspecto de muñecas se considera un modelo a seguir y cuyas
dolorosas rutinas de cuidado físico son vistas como un objetivo al que aspirar, al tiempo
que diseccionan de manera perversa y agresiva los defectos y errores de otras mujeres,
como hacen algunas revistas, como por ejemplo Cuore12, que publican fotos
comprometedoras de famosas que han engordado o han elegido mal su ropa. Además,
estas revistas se refieren a la cirugía plástica como una estrategia de perfeccionamiento
personal. La influencia de este entorno cultural en las jóvenes es tan grande que incluso
las adolescentes ven en la cirugía la respuesta a la angustia que les provoca su cuerpo.
La fuerza de este proyecto corporal esta claramente vinculada a la sexualización de las
mujeres (Walter, 2010:91).
Las imágenes sexualizadas de las mujeres jóvenes amenazan con borrar de la cultura
popular cualquier otro tipo de representación femenina. Algo similar pasa con, por
ejemplo, los videojuegos o la industria musical. Cualquiera que juegue con frecuencia
sabe que el diseño de personajes es un terreno en el que los estereotipos de género
campan a sus anchas. La mayor parte de los personajes predeterminados son varones,
12
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blancos y musculosos. Los personajes femeninos son pocos, y cuando aparecen, suelen
ser muy sexuales o pasivos, o las dos cosas a la vez.
La exagerada sexualización de la cultura que nos rodea se tolera, incluso se aplaude,
porque está avalada por la ficción de la igualdad. Puesto que en nuestra sociedad ha
prendido la idea de que hombres y mujeres ya son iguales en todos los ámbitos, parece
normal que se anime incansablemente a las mujeres a dar prioridad a su atractivo
sexual. Se asume que se trata de una elección adoptada libremente por las mujeres, que
en todo lo demás son perfectamente iguales a los hombres. Pero si observamos la
situación actual, nos daremos cuenta de lo precaria que es. Resumiendo, los hechos
fundamentales son que las mujeres aún no tenemos el mismo poder político, ya que sólo
uno de cada cuatro personas diputadas es mujer; no tenemos el mismo poder
económico, ya que las diferencias salariales no sólo siguen existiendo, sino que, de
hecho, aumentan. No nos hemos liberado de la violencia machista, y sabemos que,
puesto que sólo un seis por ciento de los casos de violación acaban en condena, los
violadores disfrutan de impunidad en nuestra sociedad. (Walter, 2010:151).
Este cambio cultural no sólo afecta a cierto tipo de mujeres o a ciertas capas sociales. El
énfasis en ofrecer una imagen física perfecta afecta a todas las mujeres en todos los
ámbitos sociales.
En la otra cara de la moneda, encontramos la ocultación del cabello, o del cuerpo en los
casos más extremos. ¿Por qué, como hemos visto anteriormente, es importante la
modestia en el mundo musulmán? Según el imán egipcio Sharif Abdul Adim, la
modestia se prescribe para proteger a las mujeres de ser molestadas o, más
sencillamente, la modestia es una protección (Adim, 2011:73). Así, según Celia
Amorós, una de las resignificaciones en la pragmática del símbolo del velo sería la
refuncionalización del mismo que llevan aquellas mujeres que han accedido al mundo
del trabajo y han adoptado no sólo el velo, sino también el vestido islámico modesto
con una connotación militante anticonsumista versus Occidente. O bien como atuendo
particularmente funcional en medios mixtos de trabajo donde, así, le dejan de dar a una
la lata mirándole las piernas cuando no toca. Vendría a ser una manera de decirles a las
occidentales: “vosotras estaréis más emancipadas que nosotras, pero aguantáis en mayor
medida las latas, cuando no las humillaciones, del acoso sexual. Vuestras modas os
imponen esa misma minifalda que servirá para que el juez, cuando denunciéis el acoso
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sexual o la violación, le eche a esa prenda la culpa e incluso la justificación del
desafuero” (Amorós, 2009).
Pero, para Wassyla Tamzali, el objetivo perseguido por las prácticas del velado de las
mujeres no es, paradójicamente, esconder su cuerpo, sino exhibirlo, mostrarlo sobresexualizado y reducir a las mujeres a su sexo (Tamzali, 2010:34).
Encerrar, cubrir y ocultar a la mujer es una medida drástica que parece encaminada a
evitar esa vergüenza masculina y mantener a salvo el honor de los hombres, si bien
desvela a su vez una gran proximidad entre las dos formas de categorizar la mujer y la
propia intimidad sexual del hombre en su imaginario cultural, como si la mujer, más
que una persona autónoma, fuese una parte incontrolable de su propia sexualidad y,
cómo ésta, también debiera ocultarse a los ojos ajenos (Sanmartín Arce, 2011).
Así, podríamos concluir con que “La desnudez y el velo son dos caras de la misma
moneda. Si una mujer está desnuda en público, es un objeto sexual en el mercado
capital, y si viste un velo, es un objeto sexual en el sentido religioso, porque los
hombres no pueden mirarla. (Nawal El Saadawi en Tamzaly, 2010:119).
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CAPÍTULO 6: EL ESPACIO Y EL TIEMPO EN LAS RELACIONES DE GÉNERO
El estudio de la asignación y significación del espacio y del tiempo puede ayudar a
entender los procesos de jerarquización sexual y detectar algunas de las dificultades que
encuentran las mujeres para avanzar en aquellas situaciones en las que se da un
rompimiento con sistemas de valores y roles que han incidido directamente en la
configuración y vivencia de la identidad personal y social de las mismas, remitiendo a
un tema más general a su vez, que comprende los procesos de elaboración de la
desigualdad y la dominación.
En este texto, al hablar de “espacio”, nos referimos a un área físicamente delimitable,
bien por las actividades que se llevan a cabo (trabajo, educación, vida familiar, oración,
etc.); la gente que lo ocupa (mujeres, hombres, niños/as, etc.), los elementos que lo
contienen o los contenidos simbólicos que se le atribuyen (poder social, económico,
afectos, etc.). Asimismo, por espacio público, y para nuestros propósitos, entendemos
aquel espacio por el que cualquier persona tiene derecho a circular, en oposición al
espacio privado, donde el paso puede estar restringido, generalmente por criterios de
propiedad privada, reserva gubernamental u otros. Pero el espacio público tiene también
una dimensión social, cultural y política, siendo escenario de la interacción social
cotidiana, lugar de relación, de identificación de manifestaciones políticas, de contacto
entre la gente, de vida urbana y de expresión comunitaria.
Por otra parte, por “tiempo”, entendemos las variantes de la amplitud en que se suceden
los distintos estadios de una misma cosa o acontece la existencia de cosas distintas en
un mismo espacio (el propio ciclo vital, por ejemplo).
Así como la desigualdad en la forma de producción y distribución del espacio responde
y se apoya en un sistema de producción capitalista, también en la forma como se asigna,
utiliza, distribuye y transfiere el espacio entre los hombres y las mujeres, y en las
formas de concepción, asignación y experimentación del tiempo, se construye y se
manifiesta el género (Smith, 1984 en Del Valle, 1991). Y es que, tal y como dice la
profesora Beatriz Moncó, “los ámbitos espacio-temporales son ámbitos de dominación
patriarcal tradicional”.
En ambas culturas, y desde tiempo inmemorable, el espacio de la mujer ha sido
principalmente el privado. La afirmación de que el lugar de la mujer está en la casa, se
ha sustentado sobre símbolos imbuidos de significación de inclusión, intimidad,
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protección, separación. En este contexto, la mujer es vista como receptáculo que, lo
mismo que contiene vida, la da a su vez al lugar donde reside, donde ella es referencia
central y guardiana. Pero, a su vez, se la ve alejada de aquellos espacios donde se llevan
a cabo las decisiones principales y que son más públicas, decisiones que van a incidir
directa o indirectamente en la forma como la mujer defina su vida personal y doméstica.
Todo esto ha incidido en la consideración de un universo más restringido para la mujer,
que incluye actividades, relaciones y un orden simbólico, generado desde ese mismo
espacio, que ha servido a su vez para definir el espacio público de una forma distinta a
como lo habría sido, si el lugar de la mujer hubiera estado en el ágora o en el foro. Todo
ello ha llevado a que la presencia de la mujer resulte extraña en el espacio político, y a
que tenga que luchar por conquistar aquello que se le ha quitado sin haber tenido
ocasión de ocuparlo (Del Valle, 1991).
Sin embargo, el lugar de las mujeres en la mayoría de las sociedades, sobre todo en las
urbanas, sean del ámbito cultural que sean, ha evolucionado más rápido durante los
últimos cincuenta años que a lo largo de los varios siglos precedentes. Las mujeres se
han ido incorporando masivamente, en mayor o menor medida, a la educación13, tanto
escolar como universitaria, y al trabajo asalariado en diversos ámbitos, tanto públicos
como privados, aunque es cierto que, en la mayoría de los casos, permanecen ausentes
de los niveles de decisión, y suben muy raramente en los niveles jerárquicos.
No obstante la evolución mencionada en el párrafo anterior, con los obstáculos que aún
impiden la igualdad entre hombres y mujeres, incluso en las sociedades más
“avanzadas”, y probablemente debido a la misma, podemos hablar al mismo tiempo, tal
como nos indica Mª Antonia García de León (2011), de la pérdida de legitimidad del
Patriarcado y de su reverdecimiento en plurales sistemas patriarcales, que son variantes
actualizadas del mismo (2011:31). Y es que, por ejemplo, y tal y como indica esta
autora, “el patriarcado en la cultura Occidental reverdece como nunca en una exigencia
estética generalizada, sobre todo para las mujeres profesionales” que, como hemos visto
en el capítulo dedicado a la violencia estética “en las sociedades patriarcales, exige de la
mujer una puesta a punto siempre perfecta”. Esta violencia estética es feroz cuando,
además, se le añade los requerimientos del peligroso binomio Género y Edad (García de
León, 2011:51), manteniendo a las mujeres bajo una nueva forma de dominación basada
Nos referimos a países con un sistema político más o menos democrático, siendo conscientes de las restricciones que tienen las
niñas y las mujeres en algunos países que, como en Afganistán, el fundamentalismo niega cualquier derecho a las mismas.
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en la necesidad de mantenerse siempre guapas, delgadas y jóvenes, con todo el
sacrificio, tanto físico como psicológico, que ello conlleva. En este sentido, la socióloga
marroquí Fatema Mernissi (2000) nos dice que mientras el dominio de la mujer oriental
está basado en el espacio, privado para las mujeres, público para los hombres; el
dominio de la mujer occidental, en la actualidad, está basado en el ámbito temporal: la
eterna juventud, la tallas 38, la belleza. (Mernissi, 2000). De tal manera que, hasta hace
bien poco, y me atrevería a decir que incluso todavía hoy en día en algunos ámbitos, la
mujer occidental debe escoger, como dice la misma autora, entre la belleza y la
inteligencia, ya que “una mujer que se atreve a ser inteligente, recibe su castigo en el
acto: se la tacha de fea, porque los vastos conocimientos no sólo destrozan los encantos
de una mujer, sino que además, mostrar dicha sabiduría aniquila la propia femineidad”.
(Mernissi, 2000).
A MODO DE CONCLUSIÓN
La indumentaria ha sido, y es, una esfera donde se han desarrollado las luchas entre
hombres y mujeres, ya que a través del vestido se proyecta una imagen del cuerpo, una
noción de belleza, de virtud, parte de nuestra identidad, el rol que desempeñamos en la
sociedad, el poder simbólico que ostentamos, etc. En el vestir podemos apreciar la
reivindicación de derechos individuales y colectivos, o los esfuerzos realizados para
doblegarlos. En la atención prestada a la imagen de las mujeres se han construido,
compartido y defendido imágenes de feminidad, a veces como resultado de las
decisiones de las mujeres, y en ocasiones a causa de la exigencia de los hombres. Así,
tal y como hemos visto, no sólo el hijab es un caso evidente de esta confrontación:
También lo han sido los pantalones, o la minifalda, por poner un par de ejemplos.
Por otra parte, mientras se prejuzga el uso del hijab como un síntoma de la servidumbre
de la mujer frente a la religión, a la tradición y al marido, mujeres y niñas en Occidente
han pasado de ser esclavas de unos cánones estéticos que pueden llevar incluso a la
muerte. Y siendo cierto que hay mujeres que quieren llevar velo, que lo eligen como
una libre opción sin que estén coaccionadas por sus maridos, igualmente, muchas
mujeres se operan el pecho, las caderas o siguen dietas draconianas para estar a la
“altura” de unos gustos estéticos no siempre saludables (y generalmente masculinos).
Sin embargo, cabe cuestionarse la “libertad” de muchas mujeres a la hora de seguir
estos códigos de vestimenta y/o mantenimiento de estética, ya que, en el mismo
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Occidente, por ejemplo, donde nos pensamos tan libres, las mujeres creemos elegir la
ropa, y todo lo que comporta la relación con nuestro cuerpo de manera libre, cuando hay
toda una serie de normas, más o menos sutiles, que invitan a una normatividad femenina
del gusto del hombre contemporáneo.
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