Los movimientos sociales que emergen luego de las crisis

Transcripción

Los movimientos sociales que emergen luego de las crisis
“Nación y región en un contexto globalizado: discusiones sobre identidades y
deconstrucciones”
Jorgelina Loza
FLACSO / LATN
[email protected]
Resumen:
Las naciones son construcciones culturales típicamente modernas, que como
dispositivos simbólicos continúan siendo una de las principales fuentes de pasiones y
odios de la historia de la humanidad. Distintas teorizaciones acerca de la globalización
pretenden poner en jaque la existencia de la filiación nacional así como de otros
esquemas de pertenencia. Si bien asumimos que el fenómeno histórico denominado
Globalización ha contribuido a una redefinición de las identidades de pertenencia de los
sujetos, entendemos que no es posible afirmar la desaparición del Estado Nación como
instancia aglutinadora y productora de identificación. Los Estados Nación continúan
vigentes, aun a pesar de nuevas oleadas de regionalización. La nación continúa siendo
una instancia cultural que despierta sentimientos demasiado fuertes como para ignorar
su existencia.
El presente trabajo se propone introducirse en la discusión acerca de la construcción de
las identidades nacionales. A tal fin, haremos un recorrido por distintas propuestas
teóricas sobre estas construcciones (García Canclini, Elías, Appadurai, Barth, Brubaker
y Cooper, Anderson) para terminar reflexionando sobre el caso latinoamericano, a la luz
de los intentos integracionistas de la década del ’90, producto de la agilización de las
relaciones comerciales entre países y el desarrollo de las comunicaciones.
Introducción
Este Working Paper propone introducirse en la discusión acerca de la construcción de
las identidades nacionales, presentando las reflexiones principales del trabajo de
investigación en regionalismo y nación como vectores de identidades colectivas.
Las naciones son construcciones culturales típicamente modernas, que como
dispositivos simbólicos continúan siendo una de las principales fuentes de pasiones y
odios de la historia de la humanidad. Distintas teorizaciones acerca de la globalización
pretenden poner en jaque la existencia de la filiación nacional así como de otros
esquemas de pertenencia. Si bien asumimos que el fenómeno histórico denominado
Globalización - en referencia al aumento de la velocidad y posibilidad de
comunicaciones e intercambios simbólicos favorecidos por el desarrollo de los medios
masivos de comunicación y por el desarrollo de los mercados financieros y las formas
virtuales de intercambio mercantil - ha contribuido a una redefinición de las identidades
de pertenencia de los sujetos, entendemos que no es posible afirmar la desaparición del
Estado Nación como instancia aglutinadora de los mismos. Los Estados Nación
continúan vigentes, aun a pesar de nuevas oleadas de regionalización. La nación
continúa siendo una instancia cultural que despierta sentimientos demasiado fuertes
como para ignorar su existencia.
Ahora bien, en un presente que se muestra como fragmentando y extremadamente
conflictivo, nos preguntamos aquí sobre la construcción de las identidades nacionales,
es decir aquellas identidades de pertenencia que ubican a los sujetos en determinadas
nacionalidades. A estos fines, haremos un recorrido por distintas propuestas teóricas
sobre estas construcciones, para terminar reflexionando sobre el caso latinoamericano,
especialmente sobre la situación de movimientos sociales que emergen en la región
después de las crisis financieras de estos países alrededor del año 2000.
La construcción de identidades nacionales implica un proceso de configuración
simbólica que no está carente de conflictos y en el que los sujetos “luchan” por la
detención de cierto capital simbólico. La pregunta que surge al recorrer las distintas
postulaciones teóricas sobre estas identidades es acerca de la capacidad de acción de los
grupos excluidos en este proceso interminable. ¿De qué manera participan en esta
construcción aquellos grupos que han sido exluidos de las esferas de poder económico,
y que han quedado fuera de toda capacidad de intercambio mercantil?
Algunos autores se han adentrado en preguntas similares indagando acerca de la
participación de las minorías de una nación en la construcción de la misma. Tomaremos
en cuenta estas reflexiones, dado que permiten acercarse a una misma pregunta central,
que a su vez se plantea como urgente en el actual contexto latinoamericano: ¿cuál es el
espacio que la construcción de una idea de nación deja a la heterodoxia?
La idea de nación
Para Renan (2001) la nación constituye un principio espiritual basado en dos grandes
fundamentos: el olvido de su origen violento y la voluntad de estar juntos: una nación es
diferente a una raza, un grupo étnico o un grupo lingüístico, un grupo religioso o un
conjunto de personas determinado espacialmente, entendiéndose la pertenencia a una
nación como una elección, nunca como algo dado a priori. En cuanto al futuro, sus
integrantes comparten la idea de un mismo programa a realizar y el deseo de preservar
la nación en el tiempo. Weber (1984) pareciera no descartar la conformación de una
nación en base a ciertos “bienes culturales”, entendiéndola como una comunidad de
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cultura que necesita una comunidad política que la sustente. Anderson (1991)
establecerá a la nación como una “comunidad política imaginada”: Los sujetos
imaginan al resto de los integrantes como condición de formar parte de ella, formando
una comunidad horizontal. Para aceptar la existencia de pluralismo al interior de la
misma y permitir la convivencia, la nación se imagina soberana. Si bien esta noción
confirma el carácter ficcional de las naciones, no deja ver el carácter conflictivo de su
constitución, proceso en el que amplios grupos de sujetos quedan excluidos. Al iniciar
esta crítica al trabajo de Anderson, Rosaldo (1992) se pregunta si la categoría de nación
en sí misma no se ha vuelto obsoleta en un mundo que muestra a gritos las diferencias
entre incluidos y exluidos. La duda que recorre su digresión es acerca del modo en que
puede resolverse la discusión intelectual en torno al concepto de nación para que
considere en su interior identidades desiguales y en permanente conflicto.
Por comenzar, es necesario tener en cuenta que las comunidades de filiación identitaria,
y las naciones como tales están en permanente reconsideración y sus límites no están
definitivamente resueltos. Las cuestiones relativas a las identidades nacionales aparecen
como ficcionales, pero al mismo tiempo como ámbitos de negociación, lucha por el
poder simbólico y conflicto. Sin embargo, tener en cuenta este carácter ficcional no
implica, de ningún modo, desestimar la fuerza de la nación como artefacto cultural.
Destaca Rosaldo, entonces, siguiendo la línea de Elías, que las naciones son procesos
históricos que no pueden analizarse separados de los contextos en que han nacido y
desarrollado (Rosaldo, 1992; Elías, 1997).
La pregunta que subyace a estas críticas a un texto ya clásico de la teoría sobre nación,
es sobre la posibilidad de ser ciudadano de una nación y mantenerse como diferente al
todo que la nación promueve y reproduce. Esta pregunta refiere más profundamente a
los márgenes de acción de los sujetos frente a nacionalismos que son construidos en
procesos históricos de los que no han formado parte. Como veremos más adelante, y
superando en parte el pesimismo de Rosaldo, los sujetos que se identifican como
excluidos construyen estrategias de (re)definición de sus filiaciones a un todo nacional,
estrategias que se hallan en constante negociación con las ficciones “oficiales”, por así
decirlo. Concluye Rosaldo: “La filiación a las comunidades nacionales imaginadas
parece ser un contrato que requiere constante renegociación. Vale la pena preguntar
quién fue invitado a la fiesta y quién no” (1992: 201).
Elias toma el concepto de hábitus nacional para adentrarse en esta discusión sobre la
construcción de las identidades nacionales. El hábitus aparece para Elías como
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contingente, vinculado al proceso de conformación del Estado en el cual se inserta, y no
fijado naturalmente. Así, los destinos de las naciones se cristalizan en instituciones que
deben asegurar que personas diferentes dentro de una misma sociedad adquirirán las
misma características, y entonces poseerán el mismo hábitus nacional (Elías, 1997).
Este proceso es el que Balibar llamará de etnificación. De acuerdo con este autor, las
naciones no poseen una base étnica natural, sino que las poblaciones que van quedando
bajo la influencia de un Estado Nación van construyendo (desde la participación en
instituciones estatales destinadas a la construcción del pueblo) un efecto de unidad que
difunde la sensación de conformar un pueblo. En este proceso, las diferencias entre los
sujetos se suprimen o minimizan, de modo que resalten las diferencias con los “otros”
que no pertenecen a esa nación. Las comunidades se asumen naturales, como si
poseyeran una misma identidad de origen que trasciende individuos, momentos
históricos y condiciones sociales: “las fronteras exteriores tienen que imaginarse
permanentemente como la proyección y la protección de una personalidad colectiva
interior, que todos llevamos dentro y que nos permite habitar el espacio y tiempo del
Estado como el lugar en el que siempre hemos estado, en el que siempre estaremos en
casa” (Balibar, 1991: 147).
Brubaker y Cooper (2002) retoman la discusión sobre las identidades, pensándolas en su
aplicación a naciones. La categoría de identidad, así como la de nación, comunidad y
ciudadanía, debe ser constantemente repensada en relación a los contextos en que los
sujetos del análisis se desenvuelven. En este sentido, coinciden con Borneman, quien
advierte a los cientistas sociales que si bien las experiencias analizadas son similares,
son siempre vividas localmente, en ambientes concretos, además de los distintos grados;
en que los sujetos entienden su propia pertenencia a ese espacio, y su distancia respecto
de las otras construcciones (Borneman, 1998).
A su vez, debe ser tenida en cuenta su doble constitución, esto es su construcción como
conceptos de la práctica de los sujetos, construidos por los mismos de modo de poder
explicar su propia situación en el mundo y su construcción como categorías que sirven
al análisis social y político. Lo cierto es que estas ficciones o categorías analíticas llegan
a constituirse en elementos de una enorme fuerza para la vida cotidiana de los sujetos,
cristalizándose (reificándose) como una realidad inmodificable y obligatoria.
Uno de los problemas existentes en torno al concepto de identidad es la multiplicidad de
usos y concepciones que las ciencias sociales han puesto en marcha en un esfuerzo
teórico contemporáneo por incluir dimensiones constructivistas y conflictivas en la
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configuración del mundo simbólico de los sujetos. La consecuencia, de acuerdo con
Brubaker y Cooper, es que el término identidad termina refiriendo a demasiadas cosas,
al mismo tiempo que no refiere a nada. A fines de ordenar el vasto análisis de este
concepto, buscarán categorizar los usos de identidad en débiles y fuertes.
Las concepciones más débiles son las que han sido más fomentadas en el debate teórico
contemporáneo, y se mencionan algunos problemas que las mismas acarrean: primero,
caen en una suerte de “constructivismo cliché” en el que se aplican a la identidad ciertos
rasgos (construíble, histórica, procesual, negociable) que pueden caer en el error de
señalar actitudes antes que características con fundamento. Segundo, se cuestiona la
permanencia del término en torno a identidades constantemente cambiantes, cuando la
fijación de ciertos rasgos comunes es lo que se le critica comúnmente al concepto.
Tercero, la intención de los debates teóricos de liberar a la discusión de los rasgos más
duros del concepto, lo convierte en un término infinitamente elástico que impide su
aplicación en análisis rigurosos.
Una de las soluciones posibles para retomar el análisis sobre las identidades, es
comenzar a utilizar nuevos términos que remplacen al menos algunos de los usos que
este concepto ha ido asumiendo con el tiempo. Por empezar, sugieren remplazarlo,
cuando sea pertinente, por el término identificación, que permite especificar quiénes son
los agentes que llevarán a cabo tal proceso, y no por ello asumir que el resultado será
una construcción uniforme. Por otro lado, el término autocomprensión permitirá
entender el proceso de autoidentifación, de entendimiento del propio lugar en el mundo.
La autocomprensión debe entenderse de forma relacional, siendo la propia concepción
que uno tiene de quién es en relación con un todo más amplio del que forma parte.
Es un caso particular el de la identificación colectiva, es decir la construcción de
identidades que pertenecen a comunidades o grupos, incluyendo un sentimiento de
solidaridad con los otros integrantes del colectivo y un sentimiento de diferencia (y
hasta rechazo) con los individuos que no pertenecen al mismo.
Pero para la construcción de este sentido de pertenencia, no es suficiente la existencia
del grupo en sí mismo ni la relación entre sus miembros, sino que hace falta (retomando
a Max Weber y Balibar, más arriba en este mismo trabajo) un sentido de pertenencia
compartido. En los grandes grupos como las naciones, es este sentimiento el que prima
por sobre la conexión relacional entre los sujetos. Concluyen Brubaker y Cooper:
“cuando una autocomprensión difusa como un miembro de una nación particular
cristaliza en un fuerte sentimiento de grupalidad, es probable que esto dependa no del
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conexionismo grupal, sino mejor dicho de una comunidad poderosamente imaginada y
fuertemente sentida” (Brubaker y Cooper, 2002: 50).
La importancia de este debate es la de ampliar el campo conceptual y terminológico
existente de modo de incorporar o tener en cuenta los distintos modos y grados de las
múltiples formas de asociación comunal, y, al mismo tiempo, los modos en que estas
prácticas son entendidas y cargadas de significados y sentidos.
La pertenencia a grupos más amplios como las naciones, y las consiguientes
configuraciones identitarias de esta adhesión, devienen en nociones de pertenencia de
posesión de derechos políticos y económicos. Stolcke (1999) retoma el concepto de
Elías refiriéndose a este sentimiento como de hábitus nacional. Este término le sirve
para explicar fenómenos de racismo moderno, especialmente los que tienen lugar al
interior de los estados nación ante la presencia de inmigrantes. Surgen interrogantes,
entonces, volviendo a las preguntas que Rosaldo le hacía al texto de Anderson, acerca
de los fundamentos de la pertenencia a las comunidades nacionales. La relación con el
territorio ha probado ser, dada la configuración actual de las naciones, equívoca. El
fundamentalismo cultural contemporáneo en que se basan los fenómenos de xenofobia
se basa entonces en un sentimiento de herencia cultural, aludiendo a las fronteras entre
esa construcción y las otras. En este sentido, se retoma el planteamiento de Renan de la
necesidad de compartir un pasado y de otorgar un consentimiento cotidiano a dicha
adscripción.
En este sentido, retomando a Borneman (1998) y sus indicaciones teóricometodológicas para el análisis de las naciones, podemos afirmar que la nación debe
entenderse para este autor como un entramado de prácticas públicas que son generadas
y dotadas de sentido en la vida privada o esfera doméstica, y que cada nación es una
esfera no autóctona, que se constituye como tal sólo formando parte de un orden
internacional más amplio.
La nación contemporánea
En el contexto actual de América Latina no podemos seguir pensando las naciones sin
entender los procesos que tienden a una regionalización. En el marco de la historia de
los último siglos, las regiones se han ido definiendo en relación a una unidad
administrativa y financiera, el Estado Nación (Jelín, 2001). Las regiones se constituyen
por proximidad geográfica entre estados y por la presunción de pertenecer a una
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comunidad cultural más amplia, a partir de procesos de construcción simbólica
contingentes e inacabables. El sentido simbólico construido en torno a un espacio y un
tiempo implica la construcción y difusión de un número mayor de símbolos comunes:
un nombre y otros signos que remitan a un pasado común, promoviendo la construcción
de un imaginario compartido. Además, surgen instituciones regionales que
complementan, legitiman y reproducen el uso de los símbolos territoriales mencionados.
Finalmente, existe una apelación a la continuidad de estas instituciones como proyecto
futuro, permitiendo que la región se constituya como una unidad territorial que puede
ser referente en ocasión de luchas por el poder y los recursos simbólicos.
Sin duda, los estados nacionales continúan siendo los ámbitos desde los que se puede
definir los cambios en políticas sociales, siendo la identidad nacional el eje de la
organización de las redes de movilización trasnacional y el criterio de representación en
las organizaciones internacionales. Cabe la pregunta entonces acerca de la interrelación
entre estas identidades (es decir, entre los procesos de construcción de las mismas) y la
emergencia de las preguntas sobre la región, y qué transformaciones surgen en estas
construcciones a lo largo de la construcción de un todo regional.
Las transformaciones recientes hacen tambalear al mundo multicultural. Los estados
como ordenadores de la coexistencia de grupos en territorios acotados (las naciones) se
vuelven insuficientes ante la expansión de las mezclas interculturales. De un mundo
multicultural se ha pasado a uno intercultural globalizado (García Canclini, 2004). Las
concepciones multiculturales admiten la diversidad de culturas, subrayando las
diferencias existentes entre ellas y dando lugar a políticas relativistas de respeto mutuo.
La interculturalidad remite a la confrontación y el entrelazamiento que tiene lugar
cuando distintos grupos entran en contacto, sin perder sus características particulares ni
aun entablando una relación que pueda suponer la construcción de una nueva instancia
simbólica que los agrupe.
En la construcción de una ciudadanía globalizada, es esperable que reaparezca la
pregunta acerca de la pertenencia a un todo más amplio (aunque no por ello menos
conflictivo) que la nación. En este nivel de participación de los ciudadanos en
movimientos sociales se vuelve a valorizar la importancia decisiva de la política como
gestión de la sociedad (García Canclini, 2004), de modo de impulsar acciones que
impliquen tolerancia hacia los diferentes y solidaridad de los de abajo como requisitos
que posibilitan la convivencia.
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Una nación no puede nunca ser considerado como algo dado, como algo que
permanecerá fijo en el tiempo. Para comprender su funcionamiento, y más aun, su
gestación, es fundamental una teoría social que tenga en cuenta su carácter de
constructo cultural, su temporalidad y la influencia de las luchas internas y externas que
la constituyen como tal y la acompañan a través del tiempo.
En este sentido, son varios los pensadores latinoamericanos que se preguntan por la
vigencia de las identidades nacionales, como Carlos Monsiváis (citado por Jesús M.
Barbero): “Pese a las abundantes discusiones, la identidad nacional no está en riesgo.
Es una identidad cambiante, enriquecida de continuo con el habla de los marginales,
las aportaciones de los mass media, las renovaciones académicas, las discusiones
ideológicas, la americanización y la resistencia a la ampliación de la miseria”
(Barbero, 2006: 244). Sin embargo, retomando a Canclini y siguiendo a Barbero, todos
acuerdan que la identidad nacional, aun vigente, no puede seguir siendo pensada como
la expresión de una sola cultura homogénea y coherente.
Barbero propone entonces una mirada sobre las nuevas ciudadanías culturales, que son
aquellas producto de las crecientes estrategias de exclusión y de empoderamiento que
emergen en el campo cultural, replanteando las viejas identidades políticas y asumiendo
nuevas políticas de identidad que implican, incluso, la conformación de nuevos sujetos
políticos (Barbero, 2006).
Las transformaciones que tuvieron lugar en las sociedades latinoamericanas en las
últimas décadas del sigo XX, así como la aparición de corrientes ideológicas que
demuestran la renovación de un interés por la construcción de la propia imagen,
impactan de manera decisiva en el proceso de reconformación identitaria de los nuevos
movimientos sociales, los cuales a su vez emergen a la luz de los cambios mencionados
y, conformándose como actores sociales centrales, participan activamente en el proceso
de definición de la región.
Movimientos sociales y espacios de acción en el contexto regional
El mundo cambió radicalmente con la globalización, agravándose las diferencias entre
países pobres y ricos y al interior de los mismos. La temática de este trabajo se presenta
como urgente para los momentos políticos y sociales de la región: la urgencia de la
demandas de los movimientos sociales latinoamericanos ha demostrado que la
reconfiguración del rol estatal, y las políticas adoptadas en las últimas décadas han
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tenido consecuencias importantes en la vida de los sujetos. Los procesos de
construcción de integraciones regionales plantean la necesidad de repensar las
relaciones entre ciudadanía y nacionalismo. La emergencia de movimientos sociales que
reclaman el cumplimiento de derechos ciudadanos da cuenta de cambios al interior de
los entramados nacionales, y por lo tanto, las ciencias sociales deben explorar de qué
manera estos movimientos participan en la construcción de identidades nacionales que
son redefinidas ante la aparición de estos nuevos actores, y de una identidad regional
que debe comenzar a evaluar la posibilidad de abarcar la heterogeneidad que los
mismos ayudan a visibilizar.
Una de las grandes deudas de América latina consigo misma es el replanteo acerca de su
identidad como región cultural. Los frecuentes intentos por congeniar proyectos
económicos y hasta políticos pasan por alto la necesidad de plantear un tratamiento de la
igualdad y la diferencia cultural en la región. El éxito de los mismos se encuentra
muchas veces condicionado por la inexistencia de estrategias tendientes a considerar las
identidades culturales de los integrantes de estos convenios.
Los proyectos regionales que vuelven a recibir atención en los últimos años pueden ser
visualizados como mecanismos para responder a los desafíos que presenta la
globalización y la trasnacionalización y por las dificultades que se presentan entonces
para las economías nacionales de los países en desarrollo. Estos proyectos de
integración regional son centralmente procesos económicos, casi siempre producto de
voluntades políticas (Jelín, 2001). Sin embargo, existe otro nivel de significados que no
puede dejarse de lado, que refiere a las dimensiones culturales y subjetivas de los
procesos de integración, al accionar de agentes que se encuentran excluidos de la
construcción de las iniciativas regionales, y a otros escenarios de acción social y
diálogo.
Ciertamente, la trama de relaciones en la cual se insertan estos movimientos y los
estados frente a los cuales presentan sus reclamos, ha cambiado. Los estados se
encuentran - en un contexto globalizador de las relaciones económicas pero
concentrador del poder financiero, político y por supuesto simbólico -, frente a fuertes
condicionamientos externos. Al mismo tiempo, las instituciones sociales tradicionales,
como sindicatos y partidos políticos, han visto su accionar fuertemente debilitado por el
desarrollo de políticas que desmantelaron el mundo de sentido de sus integrantes a
través de, por ejemplo, la destrucción del mercado laboral. En su lugar, puede
observarse en la región la aparición de movilizaciones populares basadas en los barrios
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y nuevas formas de plantear demandas, apoyadas en discursos ligados a los derechos
humanos y los derechos de ciudadanía.
Los movimientos sociales contemporáneos irrumpen en escena en América Latina luego
de que las crisis económicas y financieras se hicieran evidentes en todos los ámbitos
durante la década del ‘90. Se aúnan alrededor de reclamos diversos, pero coincidentes
en la búsqueda del cumplimiento de derechos sociales básicos, siendo el Estado su
interlocutor principal. Estos despliegan una amplia batería de repertorios de protesta,
innovando en métodos y las formas de visibilizar los reclamos, y en su mayoría
mantienen una fuerte ligazón local. A su vez, presentan un amplio grado de interacción
con pares transfronterizos, permitiendo pensar que las necesidades de los grupos
sociales se repiten a lo largo de la región, a la vez que evidencia puntos de contacto que
permiten esos intercambios.
Los procesos de acercamiento entre movimientos y organizaciones de distintos actores
de la región, tanto como parte de un intercambio de información, de conocimientos
sobre la movilización en sí, o simplemente para entrar en contacto con grupos que se
asumen como pares, reavivan la pregunta acerca de la existencia de una identidad
regional. Estas preguntas se ven reforzadas por los contactos entre los gobiernos, cada
vez más frecuentes y generando lazos más firmes, basados en afinidades ideológicas
entre los gobiernos que han asumido en los primeros años del nuevo milenio.
Se hace necesario entonces estudiar el diálogo y la interacción que se generan entre los
movimientos y grupos de distintos países vecinos, y de qué modo entienden su
vinculación con sus naciones y sus contactos como parte de una región cultural mucho
más amplia, qué idea construyen de la misma, de qué modo impacta en su propia
identidad y cómo reproducen esta idea de unidad regional en la construcción de sus
propias naciones.
El proceso de construcción identitaria de los movimientos debe pensarse entonces a
partir de su pertenencia a una comunidad política y cultural más amplia (la nación) y a
una región integrada por otras naciones. Explorar la construcción que sobre estos
niveles los sujetos sociales realizan, permite indagar acerca de las relaciones
interculturales que se establecen entre grupos de distintos países, dando cuenta de la
divergencia y desigualdad existente entre y al interior de los mismos, sirviendo quizás
como un primer paso en la construcción de propuestas de políticas culturales que tengan
en cuenta la multiculturalidad que caracteriza a la región.
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En Buenos Aires, adquieren visibilidad en los primeros años del 2000 los movimientos
que agrupan desempleados, a la vez que pueden mencionarse como expresiones nuevas
de movilización la toma de fábricas, la creación de clubes del trueque y asambleas
populares y vecinales que tienen como objetivo la satisfacción de necesidades básicas
de grupos sociales desprotegidos.
Pero estas manifestaciones sociales no se dieron de la misma forma en toda la región.
En Montevideo, por ejemplo, las formas de acción colectiva buscan asegurar el
reconocimiento de los asentamientos irregulares y su incorporación a la ciudadanía,
organizándose los movimientos alrededor de problemas relacionados con la vivienda y
la infraestructura urbanas.
En ambas ciudades, los movimientos sociales urbanos presentan organizaciones más
horizontalistas, y sus referentes o líderes tienen cierta experiencia militante en partidos
políticos o en experiencias similares de movilización social. En Buenos Aires, los
principales movimientos sociales de los últimos años han adoptado una postura
explícitamente no partidaria, incluso los sindicatos han permanecido al margen de estas
movilizaciones. En Montevideo, por otro lado, los partidos políticos y los sindicatos han
servido de apoyo institucional a la acción colectiva vinculada al problema de la vivienda
y los servicios básicos (Roberts y Portes, 2005).
Estas diferencias se vuelven aun más relevantes cuando consideramos la historia de
similitudes entre ambas naciones (similar composición migratoria, similar grado de
homogeneidad e integración social) y ciertas tradiciones culturales compartidas que
permiten hablar de una identidad rioplatense reflejada en los discursos de los sujetos.
Los reclamos al Estado continúan siendo centrales en la mayoría de los movimientos, lo
que indica que no es cierto que éste se encuentre en vías de extinción, Continúa siendo
identificado como el regulador de la situación en la que los integrantes viven, así como
el impulsor de las políticas que conllevan la exclusión de estos grupos. Es cierto que la
trama de relaciones políticas en la que los Estados se insertan ha cambiado y que éstos
poseen fuertes condicionamientos externos frente a los que reaccionan de modos
diversos (Grimson, 2005). Así mismo, tienen características particulares cada una de las
estrategias de movilización colectiva que emergen y que hemos descripto, aunque
podemos pensar que todas ellas se inscriben en un momento en que los relatos
históricos sobre la pertenencia se están repensando, en el marco del reclamo y reflexión
sobre los derechos ciudadanos. Los nuevos proyectos de los movimientos
latinoamericanos no parecieran apuntar a la demolición de la nación, sino al reclamo
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frente a un Estado y una sociedad civil de la reconstrucción de una nación sobre nuevas
premisas, en vías de un colectivo más inclusivo e igualitario. La nación continúa siendo
decisiva en la estructuración de los marcos interpretativos de muchos de estos
movimientos (Grimson, 2006).
El debate sobre las identidades nacionales, que ha sido expuesto en la primer parte de
este trabajo, es fundamental para rever categorías a la luz de los nuevos actores y
acontecimientos posteriores a la aparición de las consecuencias de las políticas
neoliberales en la región desde la década del ’70. Por empezar, queda claro que el
contexto de (re)definición de las naciones latinoamericanas, así como el resurgimiento al nivel de lo simbólico – de una idea de región, debe analizarse dentro del contexto
latinoamericano. La reflexión sobre la construcción de los hábitus nacionales deberá
tener en cuenta los sujetos que de ella participan, cuál es su real intervención en ese
proceso, y cuál es el verdadero alcance las reconfiguraciones que las voces de estos
actores proponen.
Palabras finales
Como hemos visto, el entramado cultural de los sujetos se ve asociado con la
construcción de una nación o un Estado, en procesos que no dejan de ser conflictivos, y
de los cuales emergen elementos que se constituyen como fuente de identidad. Desde
este rol, la cultura permite a los sujetos constituirse como pertenecientes a un colectivo
que se genera gracias a la voluntad de los hombres, naturalizando su inclusión en el
mismo y su permanencia en el tiempo, hacia atrás y hacia el futuro,
autcomprendiéndose como natural y eterno.
Las situaciones de exclusión y pauperización de enormes porciones de las poblaciones
latinoamericanas, junto con procesos de liberalización de fronteras y aumento de las
velocidades de comunicación y contacto entre distintos lugares del planeta, tienen un
impacto directo sobre la reflexión acerca de la construcción de estos sentimientos de
pertenencia a constituciones culturales ligadas a un Estado y un territorio como son las
naciones.
Como se intentó demostrar aquí, es menester entonces que las ciencias sociales
reorienten su trabajo de modo de analizar las construcciones identitarias a la luz de los
problemas contemporáneos, es decir teniendo en cuenta las luchas por proteger las
diferencias (los movimientos sociales locales frente a los fenómenos globales) y las
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luchas por la igualdad (los movimientos sociales frente a las diferencias de género y
étnicas).
La nueva configuración mundial ha mostrado reforzar los sentimientos de pertenencia a
las naciones y los grupos locales, aunque implicando procesos de reconfiguración de las
categorías tradicionales. Las nuevas formas de participación política permiten pensar la
posibilidad de construcción de un nuevo sujeto político, y ello modifica de forma
directa e indirecta la idea de nación, que aunque vigente, fue históricamente pensada y
apoyada en la exclusión de grupos poblacionales por diferencias de capitales
económicos, sociales y culturales. Las reflexiones sobre la pertenencia a las que este
contexto de crisis pareciera dar lugar, podrán auspiciar otras versiones de la nación, sin
anunciar su desaparición o su ineficacia en la construcción de sentidos de pertenencia.
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