Araceli Esteves
Transcripción
Araceli Esteves
Araceli Esteves6 La Huida Los faros del coche proyectan sobre la carretera una luz irreal, de sueño inquietante. La línea discontinua es un pespunte infinito que el coche parece coser en su rodar constante y monótono. Se diría que se trata del mismo tramo de carretera recorrido una y otra vez. El hombre que está sentado al volante parpadea nervioso. Se siente parte de la máquina que rueda incansable en esta noche lúgubre, de oscuridad acechante. Acciona el limpiaparabrisas y en el vaho del interior del cristal abre una pequeña ventana con el dorso de su puño cerrado. Huir se ha vuelto el único verbo posible. Huir de la resignación, del tedio. Las horas en la carretera, hipnotizado por las puntadas blancas, le alejan de una realidad que le estrangula. Sólo piensa en seguir adelante, sin más compañía que el suave ronroneo del coche que avanza, a velocidad estable, por el corredor iluminado. Se aclara el horizonte y la noche abandona lentamente su lecho provisional. El coche se adentra en la ciudad mientras la primera luz del día empieza a lamer las aceras. El hombre aparca el coche frente al portal de su casa. Antes de abrir la puerta, exhala un suspiro de cansancio. Resulta agotador pasar todas las noches huyendo del hombre que es durante el día. Nuestra Casa Es una casa sin ventanas, sin sillas, sin mesas. Ni un fregadero que recoja el agua de un grifo inexistente. No hay camas que convoquen al descanso, ni paredes que detengan vientos inoportunos. Tampoco la cubre un tejado que proteja de la lluvia. No hay aire, ni cajones, ni espejos. Solo persiste mi empeño en llamarle casa. Al Rico Virus Hasta que los científicos descartaron cualquier otra hipótesis alguien no empezó a relacionar el mal con el poder adquisitivo de los enfermos. No hubo un solo contagio entre personas con un patrimonio inferior a los cien mil euros. Ni uno sólo. Era un virus que atacaba, con insobornable virulencia y exclusividad, a los ricos. Afectaba principalmente al hígado y a los riñones, los órganos más cercanos al bolsillo, y de ahí se extendía al páncreas, al bazo y a los pulmones. En la mayoría de los casos hasta la muerte. Empezaron las donaciones indiscriminadas, los regateos a la baja en los sueldos de los grandes directivos, la devolución de las jubilaciones millonarias. Los futbolistas exigían ser mileuristas, los actores de Hollywood cerraban contratos con nóminas irrisorias. En las gasolineras se pagaba la voluntad. La vida empezó a mejorar para todos. La balanza se equilibró. Desaparecieron las diferencias y con ellas el malestar social. Sólo quedó un grupo de millonarios dolientes, enfermos crónicos, que incapaces de desprenderse del dinero que destrozaba su salud, se arrastraban con denuedo hasta sus limusinas blancas. Vivían enchufados a botellas de suero, conectados a máquinas de diálisis, convertidos en desechos humanos, garabatos agarrados a su pobre y triste dinero. Podridos. VOLUME 28, NUMBER 1 177