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EL FORTÍN
Era un pequeño edificio cuadrangular, con ventanucos de tronera en la primera planta, sólo dos ventanas para ventilación del
dormitorio en la segunda, almenas en la azotea y dos esquinas en
forma de torre adosada al estilo de las viejas fortalezas. Con la fachada principal orientada hacia el mar, estaba justo donde las arenas
costeras acaban y empiezan las colinas cubiertas de resecos arbustos y grandes rocas pulidas por el viento, la reverberante inmensidad
perdida en brumas de lejanía bajo un sol de justicia.
Tiempo no les había faltado a los muchachos para acicalarlo,
sin que el sargento tuviera que dar muchas órdenes. La franja gris
sobre la rasante del suelo había sido pintada y repintada, y las paredes lucían de arriba a abajo en impecable color ocre claro hasta la
cornisa y las almenas, también retocadas cuidadosamente de gris.
Un tubo bastante grueso sobresalía en lo alto de la fachada para
drenar la azotea cuando lloviera. En aquella atmósfera de fuego, el
previsor optimismo del arquitecto militar era motivo de frecuentes
bromas desde que llegaron, con zumbonas preguntas al sargento de
si había que subir a limpiar el desagüe, no fuera a sorprenderlos un
diluvio.
Aquella rutina comenzaba a parecerle a Andrés demasiado
larga, cuando todavía, según el calendario, no hacía un mes que les
habían dejado allí. Sería porque había tenido tiempo de sobra para
rumiar la idea de su mala suerte. Los enfrentamientos con los nativos
de la colonia comenzaron justo cuando estaba a punto de licenciarse,
y encima había sido uno de los veteranos nombrados cabos para
adiestrar a los reclutas en los rudimentos de una práctica militar que
detestaba. El colmo había sido que lo hubieran enviado con su patrulla a aquel apartado puesto de primera línea. Lo único bueno había
sido que les hubiera tocado aquel lugar al extremo de la frontera, en
apariencia olvidado de todos, y lejos de las zonas de escaramuzas.
Su categoría de cabo, además de estudiante, motivó que el
sargento Torres le permitiera ciertas libertades, como la de pasear
libremente en horas francas por las cercanías del fortín. Siempre le
chocaba la extraña relación del edificio con su entorno. Si lo miraba
desde el desierto, le parecía un extravagante chalet situado en una
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costa de impresionantes dunas y el propio mar, a pesar de su vasta
soledad, le resultaba de alguna manera amable, quizás porque sabía
que allá, detrás del horizonte, aguardaban las costas de su isla natal.
Si lo miraba desde la playa, el edificio tomaba un aire de castillo de
juguete vanamente enfrentado a un gran mundo oscuro y hostil, y le
parecía que el reverberar del aire hirviente sobre el desierto lanzaba
un mensaje de odio contra la línea de alambre de espinos de la frontera, situada a menos de media milla. Cosas así sólo se le ocurrían
cuando el fresco de la tarde, al hundirse el fulgurante sol en el océano, daba una tregua al constante embrutecimiento defensivo de la
mente.
Transcurría el tiempo y no llegaba en ansiado enlace. Ya les
hartaba a todos el absurdo acicalamiento del fortín y las chifladuras
del sargento, el cual les hacía barrer una y otra vez de los pisos el
polvo siempre presente en el viento y desmontar, limpiar y montar
sus rifles mañana y tarde, porque hacerlo, según les decía, no solo
estaba en las ordenanzas, sino que servía para recordarles que eran
soldados y estaban allí para defender la civilización frente a la barbarie. Pero los inquietos reclutas asediaban al sargento a preguntas
sobre el prolongado abandono. “Esto es un puesto avanzado de primera clase,” les respondía;” tenemos intendencia para meses. ¿Que
se aburren? A ver: ¡Dos a limpiar la explanada, y dos a por agua!;
los demás, ¡a sacudir los petates!” Así se evadía el sargento del
compromiso: manteniéndolos ocupados para que olvidaran de momento su preocupación, y no se fijaran en la suya propia.
La prolongada convivencia producía cada vez más frecuentes
estallidos de ira por nimiedades, pero también algunas claras amistades, como la de Andrés y Ariel, un voluntario casi adolescente.
Aunque el desenfadado joven no parecía tomar en serio la experiencia del veterano, Andrés admiraba, aparte de su salud y fuerza, el
que no pareciera compartir en nada la inquietud que todos llevaban
en el cuerpo, aquella ligereza manifestada en constantes juegos y
bromas, que a veces llegaba a irritar a los demás. Había simpatizado
con él desde antes de que los destacaran allí, cuando fue asignado a
la patrulla durante los días de instrucción en el campamento. Ahora
con el más cercano trato, llegó a notar que también caía en repentinos estados de profundo desaliento. No le duraban mucho pero,
cuando lo veía retraído, procuraba hacérselos pasar hablándole de
cosas de la patria chica como si estuvieran en una playa de Puerto
Naciente y no en un lugar en medio de la nada.
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El frescor de las aguas del mar los atraía a todos desde que
llegaron. Por fin Ariel, con su desparpajo de benjamín del grupo, se
atrevió una tarde a pedirle permiso al sargento para bajar a bañarse.
De entrada, Torres se encolerizó.”¡ Pero es que crees que estamos
aquí de veraneo, cretino!”, estalló,” ¿Quién te dice que ahora mismo
no esté el enemigo acechándonos desde esas dunas? En cuanto te
alejes de aquí podrían hacerte picadillo; esa gente es mala y traidora;
no hay que bajar la guardia.” Pero pasaron los días y la calma siguió
siendo absoluta. Otros se unieron a la petición de Ariel, hasta que el
sargento los dejó bajar, pero con armamento y por parejas para que
uno vigilara mientras el otro estuviera en el agua, estableciendo
además un vigía en la duna más alta, a medio camino del mar.
Se agruparon según las preferencias; Andrés bajó con Ariel,
que se fue riendo de las ocurrencias de Torres por el camino y
haciendo reír también a Andrés. En cuanto llegaron a la playa, el
joven se quitó el sudado uniforme con sorprendente rapidez, y corrió
hacia el agua; Andrés se sentó en la arena, mirándolo mientras desataba los cordones de las botas. La costa baja lo hizo vadear bastante trecho antes de poder nadar un poco. No tenían mucho tiempo, y
Ariel salió enseguida chorreando; en el sol de la tarde su cuerpo
húmedo parecía una brillante estatua de bronce. “¡Vamos Andrés,
ahora tú, “le gritó alegremente;” vas a ver que en esta tierra del diablo también puede sentirse uno en la gloria!” Aquello fue visto y no
visto, así que en lo sucesivo, a pesar de la orden del sargento, se
metían juntos en el agua para tener más tiempo. En aquellos minutos
de libertad, el espíritu de Andrés se llenaba de ensoñación; quizás el
paraíso fuera así, gozar de la amistad, de la saludable belleza de sus
cuerpos, en una luminosa costa irrealmente solitaria e infinita. Después en el fortín, pasada la hora de silencio, todos cuchicheaban de
jergón a jergón y cualquier tontería era suficiente para que estallaran
risas ahogadas. Torres, que había pasado más de media vida en las
guarniciones del desierto, comprendía y transigía hasta cierto punto;
luego los callaba con un rugido desde su camastro.
Las provisiones se fueron acabándo sin que llegara el camión
de intendencia. Por fortuna no faltaba el agua en el pozo; el sargento
insistía, por si acaso, en que mantuvieran siempre llenos a tope los
depósitos interiores. Los soldados comenzaron a sentir temor y
cuando limpiaban los fusiles ya no los trataban como un cargante
juguete, sino como una cosa viva cuyo contacto los tranquilizaba. Se
hacían conjeturas sobre lo que podía estar pasando y los oídos estaban alerta, tratando de captar algún rumor de guerra sobre el ince-
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sante susurro del viento. Torres mantenía un obstinado silencio; se
limitaba a pasear hasta la cerca de alambre y observar largamente
con los prismáticos las oscuras colinas; barría una y otra vez el horizonte tratando de detectar algún movimiento y terminaba mirando las
evoluciones de los buitres en la lejanía. La inquietud se le notaba
más en un endurecimiento del lenguaje, en una redoblada insistencia
en la disciplina y en que cuando los amonestaba tenía una expresión
casi feroz en los ojos.
****
Una mañana después del escaso desayuno, cuando la bandera del fortín caía ya quieta en el aire tórrido, el sargento salió, rifle
en mano, a dar su breve paseo exploratorio hasta la alambrada. Andrés estaba de guardia en la azotea, y observaba aburrido el diario
ceremonial de los prismáticos. Sonó entonces una seca detonación,
potente y lejana al mismo tiempo, que se mantuvo resonando en el
sopor universal después de que Andrés viera como el sargento, en
principio erguido aunque los prismáticos hubieran rebotado al otro
lado de la alambrada, se fue derrumbando hacia adelante con una
extraña pasividad, extendiendo los brazos sólo en el último instante
como para protegerse el rostro de las púas antes de quedar colgado
de los cables; dobló después la pierna derecha, arrastrando el pie
torcido, como en un supremo esfuerzo por incorporarse y escapar, y
quedó inmóvil.
Andrés salió de su estupor y comenzó a apretar el gatillo disparando a ciegas contra las colinas, pues a nadie veía en los desperdigados matorrales. Abajo aparecieron tres muchachos corriendo.
— ¡Le dieron al sargento; tráiganlo adentro, rápido¡ — les gritó.
Se precipitaron hacia la alambrada pero se desató una descarga atronadora, un enjambre de silbidos cruzó el aire en todas direcciones y las balas rebotaron contra los muros del fortín y azotaron
la tierra, formando una barrera mortal entre ellos y el cuerpo de Torres.
— ¡Atrás, atrás; no se puede hacer nada — ordenó Andrés —;
adentro y atranquen la puerta¡
El pequeño Luís no hizo caso y siguió corriendo hasta que una
bala lo tumbó. Sin cesar de disparar, Andrés vio con el corazón en un
puño como Ariel salía a por él y lograba traerlo a rastras.
Atrancada la puerta, todos comenzaron a disparar desde las
troneras del piso bajo. Por el ruido de los tiros y un brillo entrevisto
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entre las matas, Andrés pensó que aún les disparaban de lejos, emboscados en los cerros más elevados, y que sería mejor apostarse
en las almenas de la azotea para evitar el asalto. Entonces una figura
oscura, apenas entrevista, avanzó a la carrera entre dos lomas.
— ¡Vamos arriba; que se nos vienen encima! — gritó.
Todos subieron en tropel y tomaron posiciones. Luís quedó solo en su jergón, muy pálido, apretándose el vientre empapado de
sangre. Una nueva descarga silbó entre las almenas y rebotó como
una granizada contra los muros del fortín. Andrés se sorprendió pensando en lo que diría Torres si pudiera levantarse y viera como estaba quedando en unos minutos su querida pintura. Otro hombre se
desplomó con un grito. Bajó a ver a Luis.
El muchacho lo miró con expresión aterrorizada.
— Agua, dame agua — murmuró.
Andrés miró indeciso la mancha roja que seguía extendiéndose en el pantalón, cuando elevó los ojos se encontró con la mirada
de Luís, extrañamente fija y serena. Le cerró los párpados y subió a
seguir disparando.
Los enemigos no tenían prisa; eran buenos tiradores disponían de buenas armas, quizás con excelentes miras de aumento. “Deben haber roto el frente; estamos copados, no tenemos escapatoria,
“pensó Andrés,” y a él mismo le extrañó su indiferencia. Pero luego
se acordó de Ariel. Estaba una almena más allá; en la vecina había
otro hombre derribado contra el muro, con el fusil aún entre las manos agarrotadas. Disparaba pausadamente, observando primero
atentamente las parduscas colinas. Se cruzaron sus miradas y Ariel
le habló.
— ¿Por qué luchamos; por qué nos estamos matando?
— Porque para eso nos trajeron — respondió Andrés —, y seguro que a esos de ahí afuera también.
— Pero al menos están en su país.
— A alguien de muy arriba le interesan estas condenadas tierras.
— Por mí que se las queden... ¡ y el pobre Torres decía que
con esto traíamos la civilización! — murmuraba Ariel palmeando la
culata de su arma.
Una andanada los interrumpió. Aunque sudaban como condenados, el impacto de las balas en el cuerpo inerte del vecino de almena les causaba escalofríos. Otro hombre rebotó junto a Ariel con
un grito. Andrés miró de reojo mientras disparaba: tenía todo el rostro
cubierto de sangre. Oyó la voz trémula de Ariel.
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— Le falta media cara pero respira el infeliz; me está mirando.
¡Y todavía no sé si le he dado a uno sólo de esos hijos de puta!
Un instante después se acercó a gatas al amigo del herido.
— Sufre mucho, ¿hay morfina?
Andrés dijo que no; en el botiquín no había más que algodón,
vendas y desinfectante. Miró la altura del sol: en una hora sería de
noche. Dispuestos a aprovechar la luz, los enemigos arreciaron el
fuego; otro hombre cayó con el cuello atravesado pero nadie supo si
fue larga su agonía. Hubo una calma.
— A esos demonios les sobra munición — dijo Ariel —; mira
como tienen la bandera.
Andrés levantó la vista: en el mástil astillado, la tela se caía en
jirones.
— ¿La arriamos?
— Baja y pregúntale a Torres
Ambos miraron abajo, a la figura colgada de la alambrada como un muñeco. El que se hubiera mantenido así todo el día bajo el
sol, sin moverse un palmo para aliviar su posición, le daba una medida de la impasibilidad de la muerte.
Bajaron a las troneras cuando ya casi era de noche, y ráfagas
de frío barrían la azotea. Desde allí quedaron vigilando el paisaje envuelto de nuevo en mortal silencio bajo la frígida luz del claro de luna.
Quedaban cuatro: uno para cada punto cardinal. Andrés se dedicó a
recoger las cantimploras de los muertos, procurando no mirarles la
cara. Los enemigos no parecían todavía tener intención de venir a
por ellos. Aunque no se veía resplandor alguno, se los imaginaban
en cuclillas alrededor de un fuego escondido, aguardando la mañana
para seguir cazándolos; ¿para que arriesgarnos ahora en el llano a
recibir un tiro de esos condenados sin esperanza?, se dirían.
Mientras los demás dormitaban, Andrés subió a la terraza y
sudó a pesar del mordiente frío devolviendo los muertos a las almenas y forzándoles los fusiles entre los yertos brazos. A Luís, rodeado
ya de una incipiente pestilencia, lo dejó en paz en el camastro.
Al alba subieron tiritando a la azotea, con las cantimploras llenas y unas cajas de munición. Se quedaron sorprendidos al ver a los
muertos en las almenas.
— Así no podrán saber cuántos quedamos en realidad — explicó Andrés.
Encaró duramente las miradas de reproche
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— ¡Malditos hipócritas de mierda; ésos ya no sienten nada y
ustedes quieren salvarse. Aún tienen una esperanza, ¿no? ¡Pues a
sus puestos!
Estaba ya alto el sol cuando comenzaron de nuevo a silbar las
balas. Respondieron disparando como locos de almena en almena
contra cada matojo, pero sin percibir jamás ni un grito ni una queja.
No temían a la muerte, no podían pensar en ella; Ariel hasta bromeaba entre tiro y tiro.
— ¡Apunta bien, legionario!
— ¿Pero qué dices chalado? — le gritó Andrés, aunque se
imaginaba la respuesta.
— ¿No te enseñaron ellos ese truco? — respondió el muchacho señalando a los inmóviles ocupantes de las almenas.
A Ariel también debían gustarle las películas viejas. Andrés
sonrió ante su entereza, pero en seguida, por aquella misma razón,
sintió desfallecer la suya. Era el olor lo que más le hacía sufrir ahora,
el olor de los hombres apoyados en los muros, el del pequeño Luís
pudriéndose en el camastro, el del sargento ya grotescamente hinchado contra la alambrada.
Crisanto tuvo suerte; mascaba despacio su seca ración de
campaña cuando un tiro aislado le atravesó el corazón. Por la tarde
cazaron a Alejo de dos tiros cruzados: uno le destrozó el hombro, y
casi al mismo tiempo una bala de rebote se le metió en el vientre.
Sufría mucho. A Ariel las lágrimas le abrían dos surcos claros, en el
rostro lleno de mugre, mientras le vertía unas gotas de agua en los
labios agrietados entre los últimos suspiros. Volvió dando tumbos
junto a Andrés, y descargó el fusil lleno de rabia contra las inexorables colinas.
Las balas dejaron de silbar cuando el gran globo rojo del sol
se acostaba, una vez más, en su lecho de nieblas violáceas sobre el
océano. Comenzaba el frío pero aún permanecían apoyados en el
parapeto, sin ánimos para moverse hacia el lóbrego interior.
— Nunca debimos caer en este infierno — musitó Andrés —;
yo vine obligado, y tú por pura ignorancia; pero, pase lo que pase,
quiero que sepas que si mañana nos rescataran y nos sacaran de
aquí por esa condenada pista de la costa, siempre llevaré conmigo
los recuerdos felices de nuestros ratos en la playa.
Ariel, con la cabeza inclinada, guardó silencio.
— ¿Y tú, los recordarás también? — insistió Andrés.
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Le empujó el hombro y el muchacho se volvió sin resistencia;
en sus ojos, muy fijos y abiertos, todavía se reflejaban las últimas
luces del ocaso.
Andrés permaneció en la azotea, con el rifle dispuesto, insensible al frío, hasta que la luna despuntó en el horizonte. Entonces
arrojó el arma, depósito un beso de despedida sobre la frente helada
de su amigo y bajó dando tumbos a la hedionda planta baja. Desatrancó la puerta a duras penas, cogió aliento y echó a andar, inerme
y resignado, por la blanca senda hacia la playa.
Llegar a la orilla le tomó tiempo. La luna marcaba ya un ancho
camino de plata sobre el mar. Se libró lentamente del sucio uniforme
empapado de muerte y entró desnudo en las aguas, hasta quedar
flotando en el mar en calma.
Aún trató de moverse, antiguo delfín nadando como un perro
herido por la senda lunar que le llevaría hasta la isla, la isla madre
que presentían siempre justo detrás del horizonte.

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