CRÍTICAS Tenemos que hablar de Kevin, de Lynne Ramsay
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CRÍTICAS Tenemos que hablar de Kevin, de Lynne Ramsay
SECCIÓN: CRÍTICAS Tenemos que hablar de Kevin, de Lynne Ramsay Penurias de la madre del monstruo Por Diego Agudelo Gómez Es probable que no haya necesidad de presentarles a Tilda Swinton pero antes de entrar en el mundo de esta película deben saber que gracias al personaje que ella interpreta estaremos a salvo durante esta excursión al lado oscuro de la maternidad, aunque no exentos de todos los daños colaterales que pueden desprenderse de esta historia dirigida por la escocesa Lynne Ramsay. Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, 2011) es la adaptación de la novela de la escritora norteamericana Lionel Shriver, quien desde el horror unánime que han provocado en el mundo las masacres de los spree killers, se embarca en el punto de vista de una madre que debe soportar la vergüenza y la culpa de haber traído al mundo a un agente de destrucción. Este es el primer detalle novedoso de la trama y quizá el responsable de que una adaptación hubiera valido la pena, pues otras realizaciones ya se habían ocupado de las víctimas y de los victimarios. La taciturna Eva Khatchadourian (Swinton) pisa la línea que separa esos dos mundos. Su aflicción permanente surge de emociones encontradas pues, por un lado, su actuar de madre siempre es ambiguo, incapaz de expresar ese amor insuperable que supuestamente llega por añadidura con los hijos; por otro lado, el carácter de Kevin siempre es tan dominante que escapar de su poder parece una tarea hercúlea. La película nos expone a una coalición emocional que se vuelve turbulenta con cada situación en la que Kevin tiene oportunidad de demostrar el tamaño de sus virtudes hostiles. El joven actor Ezra Miller ejecuta cada agresión –verbal, física o simbólica– como si estuviera conminado por una de las bellas artes y por eso las escenas que desnudan el carácter de este vástago maldito causan tanta repulsión como encanto. Kevin tiene la elegancia natural de los asesinos y como esta característica se conoce desde el principio de la historia, existe una curiosidad permanente por conocer cuál será ese acto sanguinario con el que inaugurará su régimen de terror. La estructura misma del filme ayuda a prolongar la agonía que uno comparte con la madre infortunada. Inicialmente, Eva aparece viviendo abnegada su expulsión del paraíso. No conocemos aún las razones. Es una mujer solitaria que por algún motivo sufre y por algún motivo calla: en su silencio se retuerce una derrota que debemos ir comprendiendo a medida que los flashbacks que cuentan su anterior vida muestran los hechos que la condujeron a su destierro. En el presente, Eva está sola, refugiada en el anonimato que da un trabajo mediocre y soportando el violento rechazo que genera entre sus compañeros y vecinos por ser la madre del monstruo. Ha perdido todas las posibilidades de ser libre. El guion de la película se sostiene en un suspenso voluble entre dos extremos. El enfoque predominante es el de la madre, que intuye el peligro en el que se encuentra pero duda de sus propios miedos. Y otras veces pasamos a ver las cosas como las observa el hijo, que conoce la inminencia de su ataque pero se deleita conteniendo sus impulsos, depredador que juega con su presa antes de engullirla. Es un juego de dominación sustentado en el lenguaje invisible de una madre y un hijo, porque ella parece ser la única persona capaz de notar la malicia de Kevin aunque él no se esmere en ocultarla. Lo que ambos saben escapa a la percepción de los demás miembros de la familia. El padre (interpretado por John C. Reilly) está del lado de su primogénito e incluso se encarga de incentivar ese talento que más tarde Kevin empleará de un modo letal, el tiro con arco. Por otro lado, la pequeña hermana es el personaje en quien se verán reflejados los primeros daños irreversibles. La vida familiar que la directora retrata es, por ende, una fachada del sueño americano. Algo que subyace en el fondo de las críticas que intentan señalar los culpables de un horror que, se supone, no debería existir en una sociedad ideal. Las masacres perpetradas en escuelas preparatorias y universidades por los spree killers no tienen un origen racional. Ninguna ciencia puede arriesgarse a identificar con acierto la cadena de eventos que empujaron a los jóvenes que suelen protagonizar estas trágicas historias hacia ese carrusel de muerte que de repente desatan sobre sus semejantes. Pero lo cierto es que cualquier intento por encontrar las razones se queda corto. La ficción es un laboratorio más permisivo para comprender este fenómeno tan televisado en los últimos años. El evento culminante de Tenemos que hablar de Kevin se escuda con razón en esas licencias. La directora no estaba obligada a filmar con realismo la masacre que finalmente Kevin comete. En el libro de Shriver puede ser muy creíble que un joven con arco y flechas someta a una multitud de adolescentes quizá más vigorosos que él, pero llevar esto a un relato visual puede hacer caer al realizador en lo inverosímil. Era mejor sugerir la tragedia con una secuencia de choque construida con tono onírico. En cambio, el trastorno de Eva al ver la obra de su hijo sí ameritaba detenerse en los detalles: perplejidad, tristeza, miedo y sobre todo vergüenza son el maquillaje para este papel con el que Tilda Swinton justifica el respeto que la crítica le tiene. Swinton ganó por esta interpretación el galardón como mejor actriz en los Premios del Cine Europeo. Puede parecer lógico para el personaje principal de una obra dramática con un tema tan delicado, pero el esfuerzo se nota en la medida en que el personaje se va degradando moralmente hasta el punto de volverse inexpresivo. Ese es un gran reto para cualquier actor, ¿no? Lograr comunicar un estado emocional intenso a partir de la inexpresividad. Pero hay detalles en los que la película flaquea. La producción está bien llevada por Ramsay, una directora con historia en el cine británico que despega dignamente en un mercado más comercial con esta producción rodada en los Estados Unidos. Sin embargo, no se preocupa por atar algunos cabos sueltos y queda una sensación de abandono con Franklin, el padre, cuya importancia en el argumento se va desvaneciendo sin justificación; y con Kevin, que hacia el final de la película deja de ser implacable y es presentado como un muchachito pusilánime del montón. La frase del final sugiere que una transformación tan radical hacía parte de la historia, pero no entregar pistas que permitan anticipar –aunque sea un poco– el giro del personaje queda como un error tonto en una obra donde es necesario que cada crimen sea perfecto y premeditado.