ECOS Hace algunos años, viajé por primera vez a Buenos Aires

Transcripción

ECOS Hace algunos años, viajé por primera vez a Buenos Aires
ECOS
Hace algunos años, viajé por primera vez a Buenos Aires. Familiares y amigos me
sugerían lugares para visitar, pero sólo uno era el sitio que me desvelaba. El viejo Hotel
de Inmigrantes ejerció siempre sobre mí una extraña fascinación; tal como las sirenas
atraen con su canto aun a los más avezados marinos, así me sentía yo, llamada por esta
reliquia de una era dorada. Su voz me susurraba a través de satinados folletos, de sus
fotos de color sepia, de relatos que resucitaban los muros refulgentes de promesas.
La mañana en que llegué a la Capital, subí con urgencia a un taxi y le pedí al
conductor que me llevara al Museo de la Inmigración. Aunque se lo indiqué así, en mi
interior continuaba siendo “el Hotel”.
Cuando bajé del vehículo frente al monumental edificio, quede deslumbrada. Lo que
veía era mucho más grande que lo que había concebido. Sin embargo, en unos segundos
pasé del encandilamiento a la decepción. Allí no existía el esplendor imaginado. Al
mirar esa construcción, eclipsada por la desidia y por el paso de los años, me sentí
abrumada por la pena. La voz tan familiar permanecía silenciosa, amordazada por mi
desencanto. Debí esforzarme para franquear la puerta y solicitar el permiso para una
visita que, súbitamente, se me antojaba desdichada.
Me paré en medio del enorme comedor; cerré los ojos para recobrar el antiguo
ensueño, para aspirar la esencia del lugar, para impregnarme de ecos olvidados y,
entonces, sucedió. A mi alrededor, todo se oscureció y me llegó el estruendo de los
enormes portalones al cerrarse.
Aunque no sentí temor, un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando centenares de
figuras incorpóreas inundaron el salón. Fastidiados, sacudían su tedio por las largas
horas diurnas que pasaban refugiados en los pisos altos, cuyo estropicio los mantenía a
salvo de los intrusos.
En el vago reflejo de interminables filas de mesas y bancos de madera, el entrechocar
de platos y cubiertos acompañaba el resonar de un coro de voces que hablaban cien
lenguas en babélica confusión. En las gastadas escaleras de mármol, cansinos pasos
subían y bajaban, enfundados en zuecos de madera, seguidos por el lento arrastrar de
pesados baúles. De las encaladas paredes, me llegó el borboteo del agua que corría por
oxidadas cañerías.
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Sobresaltada, me asomé por una ventana que miraba al patio cuando, en el silencio
del desembarcadero, resonó la potente bocina de un barco. Por la planchada empezaron
a bajar miles de aventureros, de ilusionados, de desdichados con su pobreza a cuestas. A
la luz de la luna, tambaleantes aún por el vaivén de la nave, recorrieron las carcomidas
veredas rumbo a las oficinas donde registrarían su ingreso. Más allá, un campesino con
su mujer en brazos fue guiado hacia la enfermería por un solícito empleado; llegaban
con el tiempo justo para alumbrar al primer vástago en la tierra prometida.
Desafiando las indicaciones recibidas subí, con el aliento contenido, hasta un
dormitorio del primer piso. Allí se alineaban centenares de esqueletos de metal y lona;
camas marineras preparadas para brindar descanso a tantos seres fatigados. Acurrucado
en una de ellas, se lamentaba un niño que había viajado solo, encomendado a un
familiar que no se había presentado. Más allá, otro reclamaba la presencia de su madre;
la mujer había sucumbido a los rigores de la travesía y yacería para siempre en el mar.
No sólo los niños; hombres mayores, insomnes, poblaban el silencio con suspiros y
se revolvían, inquietos, interrogando al Cielo por el destino próximo.
Poco a poco, las luces del alba despuntaron por los resquicios de los amplios
ventanales y los lentos pasos se dirigieron, otra vez, hacia los últimos pisos; comprendí
que era para no espantar a los curiosos que llegarían atraídos por una tibia propaganda y
para no espantarse ellos con la cotidianeidad de los trabajadores, sólo anhelantes del
final de la jornada.
Abrí los ojos cuando la voz de un empleado irrumpió en mi mente:
—O yo estoy estresado, o este trabajo me está volviendo loco. Juraría que, ayer, el
registro –señaló el grueso tomo que daba testimonio del ingreso al país de millares de
familias inmigrantes- estaba abierto por la “J”. ¡Y mirá: ahora está en la “S”!
—Seguro que son figuraciones tuyas –respondió el conserje, mientras zarandeaba
una escoba-. Lo que sí te puedo decir son las pavadas que hace la gente. ¿Quién habrá
sido el chistoso que tiró este botón acá en el suelo? ¿De dónde lo habrá sacado? ¡Debe
tener como cien años!
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