antología de cuentos realistas. tema 6

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antología de cuentos realistas. tema 6
LITERATURA UNIVERSAL 1º BACHILLERATO
CURSO 2015-2016
ANTOLOGÍA DE CUENTOS REALISTAS
LEON TOLSTOI. POBRES GENTES
En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana,
remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen,
rompiéndose en la costa... La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso;
pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo
de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida
todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina
blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El
marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía.
La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.
Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once... Juana
se sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con
frío y tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el
resultado?, apenas les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los
pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos; no les alcanza para
comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de
centeno. La base de su alimentación es el pescado. "Gracias a Dios, los niños
están sanos. No puedo quejarme", piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la
tempestad. "¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él", dice,
persignándose.
Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso
pañuelo por la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado
el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su
marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto
contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había
querido visitar a la vecina enferma. "No tiene quien la cuide", piensa, mientras
llama a la puerta. Escucha... Nadie contesta.
"A lo mejor le ha pasado algo", piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de
par en par. Juana entra.
En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde
está la enferma. Lo primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente
a la puerta. La vecina yace boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana
acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido
muestra la inmovilidad de la muerte. Su pálida mano, sin vida, como si la
hubiese extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de paja, y
cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras
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regordetas y rubios cabellos rizados, duermen en una camita acurrucados y
cubiertos con un vestido viejo.
Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les
ha echado por encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila,
uniforme; duermen con un sueño dulce y profundo.
Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a
su casa. El corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo
único que le consta es que no puede proceder de otra manera.
Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos;
y echa la cortina. Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia.
"¿Qué me dirá? Como si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños... ¿Es él?
No, no... ¿Para qué los habré cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido... Ahí
viene... ¡No! Menos mal..."
La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.
"No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo lo voy a mirar a la
cara ahora?" Y Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en
reflexiones.
La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el
mar ruge, lo mismo que antes.
De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de
frío aire marino; y un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas
redes rotas, empapadas de agua.
-¡Ya estoy aquí, Juana! -exclama.
-¡Ah! ¿Eres tú? -replica la mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la
vista.
-¡Vaya nochecita!
-Es verdad. ¡Qué tiempo tan espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?
-Es horrible, no he pescado nada. Lo único que he sacado en limpio ha sido
destrozar las redes. Esto es horrible, horrible... No puedes imaginarte el tiempo
que ha hecho. No recuerdo una noche igual en toda mi vida. No hablemos de
pescar; doy gracias a Dios por haber podido volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho
sin mí?
Después de decir esto, el pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación;
y se sienta junto a la estufa.
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-¿Yo? -exclama Juana, palideciendo-. Pues nada de particular. Ha hecho un
viento tan fuerte que me daba miedo. Estaba preocupada por ti.
-Sí, sí -masculla el hombre-. Hace un tiempo de mil demonios, pero... ¿qué
podemos hacer?
Ambos guardan silencio.
-¿Sabes que nuestra vecina Simona ha muerto?
-¿Qué me dices?
-No sé cuándo; me figuro que ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente
se le desgarraba el corazón al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños...
Uno ni siquiera sabe hablar y el otro empieza a andar a gatas...
Juana calla. El pescador frunce el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y
preocupada.
-¡Vaya situación! -exclama, rascándose la nuca-. Pero, ¡qué le hemos de hacer!
No tenemos más remedio que traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos
con la difunta? Ya saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.
Juana no se mueve.
-¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué te pasa, Juana?
-Están aquí ya -replica la mujer descorriendo la cortina.
CHARLES DICKENS. EL AUXILIAR DE LA PARROQUIA
Había una vez, en una diminuta ciudad de provincias bastante alejada de
Londres, un hombrecito llamado Nathaniel Pipkin, que trabajaba en la
parroquia de la pequeña población y vivía en una pequeña casa de la Calle
High, a escasos diez minutos a pie de la pequeña iglesia; y a quien se podía
encontrar todos los días, de nueve a cuatro, impartiendo algunas enseñanzas a
los niños del lugar. Nathaniel Pipkin era un ser ingenuo, inofensivo y de
carácter bondadoso, de nariz respingona, un poco zambo, bizco y algo cojo;
dividía su tiempo entre la iglesia y la escuela, convencido de que, sobre la faz
de la tierra, no había ningún hombre tan inteligente como el pastor, ninguna
estancia tan grandiosa como la sacristía, ninguna escuela tan organizada como
la suya. Una vez, una sola vez en su vida, había visto a un obispo... a un
verdadero obispo, con mangas de batista y peluca. Lo había visto pasear y lo
había oído hablar en una confirmación, y, en aquella ocasión tan memorable,
Nathaniel Pipkin se había sentido tan abrumado por la devoción y por el miedo
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que, cuando el obispo que acabamos de mencionar puso la mano sobre su
cabeza, él cayó desvanecido y fue sacado de la iglesia en brazos del pertiguero.
Aquello había sido un gran acontecimiento, un momento fundamental en la
vida de Nathaniel Pipkin, y el único que había alterado el suave discurrir de su
tranquila existencia, hasta que una hermosa tarde en que estaba completamente
entregado a sus pensamientos, levantó por casualidad los ojos de la pizarra donde ideaba un espantoso problema lleno de sumas para un pilluelo
desobediente- y éstos se posaron, inesperadamente, en el radiante rostro de
María Lobbs, la única hija del viejo Lobbs, el poderoso guarnicionero que vivía
enfrente. Lo cierto es que los ojos del señor Pipkin se habían posado antes, y con
mucha frecuencia, en el bonito semblante de María Lobbs, en la iglesia y en
otros lugares; pero los ojos de María Lobbs nunca le habían parecido tan
brillantes, ni las mejillas de María Lobbs tan sonrosadas como en aquella
ocasión. No es de extrañar, pues, que Nathaniel Pipkin fuera incapaz de apartar
su mirada del rostro de la señorita Lobbs; no es de extrañar que la señorita
Lobbs, al ver los ojos del joven clavados en ella, retirara su cabeza de la ventana
donde estaba asomada, la cerrara y bajase la persiana; no es de extrañar que,
inmediatamente después, Nathaniel Pipkin se abalanzara sobre el pequeño
granuja que antes le había molestado y le diera algún coscorrón y alguna
bofetada para desahogarse. Todo eso fue muy natural, y no hay nada en ello
digno de asombro.
De lo que sí hay que asombrarse, sin embargo, es de que alguien tan tímido y
nervioso como el señor Nathaniel Pipkin, y con unos ingresos tan
insignificantes como él, tuviera la osadía de aspirar, desde ese día, a la mano y
al corazón de la única hija del irascible viejo Lobbs... del viejo Lobbs, el
poderoso guarnicionero, que podía haber comprado toda la ciudad de un
plumazo sin que su fortuna se resintiera... del viejo Lobbs, que tenía muchísimo
dinero invertido en el banco de la población con mercado más cercana... que,
según decían, poseía incontables e inagotables tesoros escondidos en la pequeña
caja fuerte con el ojo de la cerradura enorme, sobre la repisa de la chimenea, en
la sala de la parte trasera... y que, como todos sabían, los días de fiesta adornaba
su mesa con una auténtica tetera de plata, una jarrita para la crema y un
azucarero, que, según alardeaba con el corazón henchido de orgullo, serían
propiedad de su hija cuando encontrara a un hombre digno de ella. Y comento
todo esto porque es realmente asombroso y extraño que Nathaniel Pipkin
hubiera tenido la temeridad de mirar en aquella dirección. Pero el amor es
ciego, y Nathaniel era bizco; y es posible que la suma de esas dos circunstancias
le impidiese ver las cosas como son.
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Ahora bien, si el viejo Lobbs hubiera tenido la más remota o vaga idea del
estado emocional de Nathaniel Pipkin, habría arrasado la escuela, o borrado a
su maestro de la faz de la tierra, o cometido algún otro desmán o atrocidad de
características igualmente feroces y violentas; pues el viejo Lobbs era un tipo
terrible cuando herían su orgullo o se enojaba. Y, ¡podría jurarlo!, algunas veces
soltaba tantos improperios por la boca, cuando denunciaba la holgazanería del
delgado aprendiz de piernas esqueléticas, que Nathaniel Pipkin temblaba de
miedo y a sus alumnos se les erizaban los cabellos del susto.
Día tras día, cuando se acababan las clases y los alumnos se habían ido,
Nathaniel Pipkin se sentaba en la ventana que daba a la fachada y, mientras
fingía leer un libro, miraba de reojo al otro lado de la calle en busca de los
brillantes ojos de María Lobbs; y no transcurrieron muchos días antes de que
esos brillantes ojos apareciesen en una de las ventanas del piso de arriba,
aparentemente enfrascados también en la lectura. Era algo maravilloso que
llenaba de alegría el corazón de Nathaniel Pipkin. Era una felicidad estar
sentados allí durante horas, los dos juntos, y mirar aquel hermoso rostro
cuando bajaba los ojos; pero cuando María Lobbs empezaba a levantar los ojos
del libro y a lanzar sus rayos en dirección a Nathaniel Pipkin, su gozo y su
admiración no conocían límite. Finalmente, un día en que sabía que el viejo
Lobbs se hallaba ausente, Nathaniel Pipkin tuvo el atrevimiento de enviar un
beso con la mano a María Lobbs; y María Lobbs, en lugar de cerrar la ventana,
¡se lo devolvió y le sonrió! A raíz de esto, Nathaniel Pipkin decidió que, pasara
lo que pasara, comunicaría sin más demora sus sentimientos a la joven.
Jamás un pie más lindo, ni un corazón más feliz, ni unos hoyuelos más
encantadores, ni una figura más hermosa, pisó con tanta gracia como María
Lobbs, la hija del viejo guarnicionero, la tierra que embellecía con su presencia.
Había un centelleo malicioso en sus brillantes ojos que habría conquistado
corazones mucho menos enamoradizos que el de Nathaniel Pipkin; y su risa era
tan alegre que hasta el peor misántropo habría sonreído al oírla. Ni siquiera el
viejo Lobbs, en el paroxismo de su furia, podía resistirse a las carantoñas de su
preciosa hija; y cuando ella y su prima Kate -una personita traviesa, descarada y
cautivadora- querían conseguir algo del anciano, lo que, para ser sinceros,
ocurría a menudo, no había nada que éste fuera capaz de negarles, incluso
cuando le pedían una parte de los incontables e inagotables tesoros escondidos
en la caja fuerte.
El corazón de Nathaniel Pipkin pareció brincarle dentro del pecho cuando, una
tarde de verano, divisó a aquella atractiva pareja unos cientos de yardas por
delante de él, en el mismo prado donde tantas veces había paseado hasta el
anochecer, recordando la belleza de María Lobbs. Pero, a pesar de que, en esas
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ocasiones, había pensado frecuentemente con cuánta rapidez se acercaría a
María Lobbs para declararle su pasión si la encontraba, ahora que
inesperadamente la tenía delante, toda la sangre de su cuerpo afluyó a su
rostro, en claro detrimento de sus piernas que, privadas de su dosis habitual,
empezaron a temblar bajo su torso. Cuando las jóvenes se paraban a coger una
flor del seto, o a escuchar un pájaro, Nathaniel Pipkin hacía también un alto, y
fingía estar absorto en sus meditaciones, lo que sin duda era cierto; pues
pensaba qué demonios iba a hacer cuando se dieran la vuelta, como ocurriría
inevitablemente, y se encontraran frente a frente. Pero, a pesar de que temía
acercarse a ellas, no podía soportar perderlas de vista; de modo que, cuando las
dos jóvenes andaban más deprisa, él andaba más deprisa y, cuando se detenían,
él se detenía; y habrían seguido así hasta que la noche se lo impidiera, si Kate
no hubiera mirado maliciosamente hacia atrás y hubiese animado a avanzar a
Nathaniel. Había algo irresistible en los modales de Kate, así que Nathaniel
Pipkin accedió a su deseo; y después de mucho ruborizarse, mientras la
pequeña y traviesa prima se desternillaba de risa, Nathaniel Pipkin se arrodilló
en la hierba mojada y declaró su determinación de quedarse allí para siempre, a
menos que le permitieran ponerse en pie como novio formal de María Lobbs. Al
oír esto, la alegre risa de la señorita Lobbs resonó a través del aire sereno de la
noche... aunque no pareció perturbarlo; su sonido era tan encantador... Y la
pequeña y traviesa prima se rió más fuerte que antes, y Nathaniel Pipkin
enrojeció como nunca lo había hecho. Finalmente, María Lobbs, ante la
insistencia de su rendido admirador, volvió la cabeza y susurró a su prima que
dijera -o, en cualquier caso, fue ésta quien lo dijo- que se sentía muy honrada
con las palabras del señor Pipkin; que su mano y su corazón estaban a
disposición de su padre; y que nadie podía ser insensible a los méritos del señor
Pipkin. Como Kate declaró todo esto con enorme seriedad, y Nathaniel Pipkin
acompañó a casa a María Lobbs, e incluso intentó despedirse de ella con un
beso, el joven se fue feliz a la cama, y pasó la noche soñando con ablandar al
viejo Lobbs, abrir la caja fuerte y casarse con María.
Al día siguiente, Nathaniel Pipkin vio cómo el viejo Lobbs se alejaba en su viejo
pony gris y, después de que la pequeña y traviesa prima le hiciera
innumerables señas desde la ventana, cuya finalidad y significado fue incapaz
de comprender, el delgado aprendiz de piernas esqueléticas fue a decirle que su
amo no regresaría en toda la noche y que las damas lo esperaban para tomar el
té exactamente a las seis en punto.
Cómo transcurrieron las clases aquel día es algo de lo que ni Nathaniel Pipkin
ni sus alumnos saben más que usted; pero lo cierto es que, de un modo u otro,
éstas llegaron a su fin y, cuando los niños se marcharon, Nathaniel Pipkin se
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tomó hasta las seis en punto para vestirse a su gusto. No es que tardase mucho
tiempo en elegir el atuendo que iba a llevar, ya que no había dónde escoger;
pero, conseguir que éste luciera al máximo y darle los últimos toques era una
tarea no exenta de dificultades ni de importancia.
Lo esperaba un pequeño grupo, formado por María Lobbs, su prima Kate y tres
o cuatro muchachas, juguetonas y afables, de mejillas sonrosadas. Nathaniel
Pipkin comprobó personalmente que los rumores que corrían sobre los tesoros
del viejo Lobbs no eran exagerados. Había sobre la mesa una auténtica tetera de
plata, una jarrita para la crema y un azucarero, y auténticas cucharitas de plata
para remover el té, y auténticas tazas de porcelana para beberlo, y platos a
juego para los pasteles y las tostadas. Lo único que le disgustaba era la
presencia de otro primo de María Lobbs, un hermano de Kate, a quien María
llamaba Henry, y que parecía acaparar la compañía de María Lobbs en uno de
los extremos de la mesa. Resulta encantador que las familias se quieran,
siempre que no lleven ese sentimiento demasiado lejos, y Nathaniel Pipkin no
pudo sino pensar que María Lobbs debía de estar especialmente encariñada con
sus parientes, si prestaba a los demás la misma atención que a aquel primo.
Después de tomar el té, cuando la pequeña y traviesa prima propuso jugar a la
gallina ciega, por un motivo u otro, Nathaniel Pipkin estuvo casi todo el tiempo
con los ojos vendados; y siempre que cogía al primo sabía con seguridad que
María Lobbs andaba cerca. Y, a pesar de que la pequeña y traviesa prima y las
otras muchachas le pellizcaban, le tiraban del pelo, empujaban las sillas para
que tropezara, y toda clase de cosas, María Lobbs jamás se acercó a él; y en una
ocasión... en una ocasión... Nathaniel Pipkin habría jurado oír el sonido de un
beso, seguido de una débil protesta de María Lobbs, y de unas risitas de sus
amigas. Todo esto era extraño... muy extraño... y es difícil saber lo que
Nathaniel Pipkin habría hecho si sus pensamientos no hubieran tomado
bruscamente otra dirección.
Y las circunstancias que cambiaron el rumbo de sus pensamientos fueron unos
fuertes aldabonazos en la puerta de entrada; y quien así llamaba era el viejo
Lobbs, que había regresado inesperadamente y golpeaba la puerta con la misma
insistencia que un fabricante de ataúdes, pues reclamaba su cena. En cuanto el
delgado aprendiz de piernas esqueléticas les comunicó la alarmante noticia, las
muchachas subieron corriendo al dormitorio de María Lobbs, y el primo y
Nathaniel Pipkin fueron empujados dentro de dos armarios de la sala, a falta de
otro escondite mejor; y, cuando María Lobbs y su pequeña y traviesa prima
hubieron ocultado a los jóvenes y ordenado la estancia, abrieron al viejo Lobbs,
que no había dejado de aporrear la puerta desde su llegada.
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Lo que, desgraciadamente, sucedió entonces es que el viejo Lobbs, que estaba
muerto de hambre, llegó con un humor espantoso. Nathaniel Pipkin podía oírlo
gruñir como un viejo mastín con dolor de garganta; y, siempre que el
infortunado aprendiz de piernas esqueléticas entraba en el cuarto, tenía la
certeza de que el viejo Lobbs empezaría a maldecirlo del modo más sarracénico
y feroz, aunque, al parecer, sin otra finalidad u objetivo que desahogar su furia
con aquellos superfluos exabruptos. Finalmente le sirvieron la cena, que
hubieron de calentar, y el viejo Lobbs se abalanzó sobre la comida; después de
comérselo todo con rapidez, besó a su hija y le pidió su pipa.
La naturaleza había colocado las rodillas de Nathaniel Pipkin en una posición
muy cercana, pero, cuando oyó que el viejo Lobbs pedía su pipa, éstas se
juntaron con fuerza como si pretendieran reducirse mutuamente a polvo; pues,
colgando de un par de ganchos, en el mismo armario donde se escondía, había
una enorme pipa, de boquilla marrón y cazoleta de plata, que él mismo había
contemplado en la boca del viejo Lobbs con regularidad, todas las tardes y
todas las noches, durante los últimos cinco años. Las dos jóvenes buscaron la
pipa en el piso de abajo, en el piso de arriba, y en todas partes excepto donde
sabían que estaba, y el viejo Lobbs, mientras tanto, despotricaba del modo más
increíble. Finalmente, recordó el armario y se dirigió a él. No sirvió de nada que
un hombre diminuto como Nathaniel Pipkin tirara de la puerta hacia dentro
mientras un tipo grande y fuerte como el viejo Lobbs tiraba hacia fuera. El viejo
Lobbs abrió el armario de golpe, poniendo al descubierto a Nathaniel Pipkin
que, muy erguido dentro del armario, temblaba atemorizado de la cabeza a los
pies. ¡Santo Dios! Qué mirada tan terrible le lanzó el viejo Lobbs, mientras lo
sacaba por el cuello y lo sujetaba a cierta distancia.
-Pero ¿qué demonios se le ha perdido aquí? -exclamó el viejo Lobbs, con voz
estentórea.
Nathaniel Pipkin fue incapaz de contestar, de modo que el viejo Lobbs lo
zarandeó hacia delante y hacia atrás durante dos o tres minutos, a fin de
ayudarlo a aclarar sus ideas.
-¿Que qué se le ha perdido aquí? -bramó Lobbs-; supongo que ha venido detrás
de mi hija, ¿no es así?
El viejo Lobbs lo dijo únicamente para burlarse de él; pues no creía que el
atrevimiento de Nathaniel Pipkin pudiera llegar tan lejos. Cuán grande fue su
indignación cuando el pobre hombre respondió:
-Sí, señor Lobbs, he venido detrás de su hija. Estoy enamorado de ella, señor
Lobbs.
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-¿Usted? ¡Un rufián apocado, enclenque y mal encarado! -dijo con voz
entrecortada el viejo Lobbs, paralizado por la terrible confesión-. ¿Qué
significan sus palabras? ¡Dígamelo en la cara! ¡Maldita sea, lo estrangularé!
Es muy probable que el viejo Lobbs hubiera ejecutado su amenaza, empujado
por la ira, de no haberlo impedido una inesperada aparición: a saber, el primo
de María que, abandonando su armario y corriendo hacia el viejo Lobbs,
exclamó:
-No puedo permitir que esta persona inofensiva, que ha sido invitada aquí para
el regocijo de unas niñas, asuma, de un modo tan generoso, la responsabilidad
de una falta (si es que puede llamarse así) de la que soy el único culpable; y
estoy dispuesto a reconocerlo. Quiero a su hija, señor; y he venido con el
propósito de verla.
El viejo Lobbs abrió mucho los ojos al oír sus palabras, aunque no más que
Nathaniel Pipkin.
-¿Ha venido usted? -dijo Lobbs, recuperando finalmente el habla.
-Sí, he venido.
-Hace mucho tiempo que le prohibí entrar en esta casa.
-Es cierto; de otro modo no habría venido a escondidas esta noche.
Lamento contar esto del viejo Lobbs, pero creo que habría pegado al primo si su
hermosa hija, con los brillantes ojos anegados en lágrimas, no le hubiera
agarrado el brazo.
-No lo detengas, María -exclamó el joven-; si quiere pegarme, déjalo. Yo no
tocaría ni uno de sus cabellos grises por todo el oro del mundo.
El anciano bajó la mirada tras ese reproche, y sus ojos se encontraron con los de
su hija. He insinuado ya en una o dos ocasiones que los tenía muy brillantes, y,
aunque ahora estaban llenos de lágrimas, su influjo no era menor. Cuando el
viejo Lobbs volvió la cabeza, para evitar que esos ojos lo convencieran, se topó
con el rostro de la pequeña y traviesa prima que, medio asustada por su
hermano y medio riéndose de Nathaniel Pipkin, mostraba la expresión más
encantadora, y no exenta de malicia, que un hombre viejo o joven puede
contemplar. Cogió zalamera el brazo del anciano y le susurró algo al oído; y, a
pesar de sus esfuerzos, el viejo Lobbs no pudo evitar sonreír, al tiempo que una
lágrima rodaba por sus mejillas. Cinco minutos más tarde, sus amigas bajaban
del dormitorio entre remilgos y risitas sofocadas; y, mientras los jóvenes se
divertían, el viejo Lobbs descolgó la pipa y se puso a fumar; y se dio la
extraordinaria circunstancia de que aquella pipa de tabaco fue la más deliciosa
y relajante que había fumado jamás.
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Nathaniel Pipkin creyó preferible guardar silencio y, al hacerlo, consiguió
ganarse poco a poco la estima del viejo Lobbs, que con el tiempo le enseñó a
fumar; y, durante muchos años, los dos se sentaban en el jardín al atardecer,
cuando el tiempo era bueno, y fumaban y bebían muy animados. No tardó en
recuperarse de su desengaño, pues su nombre figura en el registro de la
parroquia como testigo de la boda de María Lobbs y su primo; y, según consta
en otros documentos, parece que la noche de la ceremonia la pasó entre rejas,
por haber cometido toda clase de excesos en las calles en un estado de absoluta
embriaguez, ayudado e instigado por el delgado aprendiz de piernas
esqueléticas.
EMILE ZOLA. UNA VÍCTIMA DE LA PUBLICIDAD
Conocí a un chico, fallecido el año pasado, cuya vida fue un prolongado
martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se había hecho este
razonamiento: «El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar
las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz,
me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y
hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la
verdadera sabiduría, la única felicidad posible». A partir de aquel día, Claude
adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código de vida.
Éstos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no
compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la
voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico
infierno.
Claude adquirió un terreno formado por tierras de aluvión donde sólo pudo
construir sobre pilotes. La casa, construida según un sistema novedoso,
temblaba cuando hacía viento y se desmoronaba con las lluvias tormentosas. En
su interior, las chimeneas, provistas de ingeniosos sistemas fumívoros,
humeaban hasta asfixiar a la gente; los timbres eléctricos se obstinaban en
guardar silencio; los retretes, instalados según un modelo excelente, se habían
convertido en horribles cloacas; los muebles, que debían obedecer a
mecanismos particulares, se negaban a abrirse y cerrarse.
Tenía sobre todo un piano que no era sino un mal organillo y una caja fuerte
inviolable e incombustible que los ladrones se llevaron tranquilamente a la
espalda una hermosa noche invernal.
El infortunado Claude no sufría sólo en sus propiedades sino también en su
persona: La ropa se le rompía en plena calle. La compraba en esos
establecimientos que anuncian una rebaja considerable por liquidación total. Un
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día me lo encontré completamente calvo. Siempre guiado por su amor al
progreso, se le había ocurrido cambiar su cabello rubio por otro moreno. El
agua que acababa de usar había hecho que se le cayera todo el pelo rubio, y él
estaba encantado porque -según decía- ahora podría usar cierta pomada que,
con toda seguridad, le proporcionaría un cabello negro dos veces más espeso
que su antiguo pelo rubio.
No hablaré de todos los potingues que se tomó. Era robusto pero se quedó
escuálido y sin aliento. Fue entonces cuando la publicidad empezó a asesinarlo.
Se creyó enfermo y se automedicó según las excelentes recetas de los anuncios
y, para que la medicación fuera más efectiva siguió todos los tratamientos a la
vez, hallándose confuso ante la idéntica cantidad de elogios que cada producto
recibía.
La publicidad tampoco respetó su inteligencia. Llenó su biblioteca con libros
que los periódicos le recomendaron. La clasificación que adoptó fue de lo más
ingeniosa: ordenó los volúmenes por orden de mérito, quiero decir, según el
mayor o menor lirismo de los artículos pagados por los editores. Allí se
amontonaron todas las bobadas y todas las infamias contemporáneas. Jamás se
vio un montón de ignominias semejante. Y además, Claude había tenido el
detalle de pegar en el lomo de cada volumen el anuncio que se lo había hecho
comprar. Así, cuando abría un libro, sabía por adelantado el entusiasmo que
debía manifestar; reía o lloraba según la fórmula. Con ese régimen, llegó a ser
completamente idiota.
El último acto de este drama fue lastimoso. Tras haber leído que había una
sonámbula que curaba todos los males, Claude se apresuró a ir a consultarla
acerca de las enfermedades que no tenía. La sonámbula le propuso
obsequiosamente la posibilidad de rejuvenecerlo indicándole la forma para no
tener más de dieciséis años. Se trataba simplemente de darse un baño y de
beber determinada agua. Se tragó el agua, se metió en el baño y se rejuveneció
en él de tal manera que, al cabo de media hora, lo encontraron asfixiado.
Claude fue víctima de la publicidad hasta después de muerto. Según su
testamento, había querido ser enterrado en un ataúd de embalsamamiento
instantáneo cuya patente acababa de obtener un droguero. En el cementerio, el
ataúd se abrió en dos, y el miserable cadáver cayó al barro donde tuvo que ser
enterrado revuelto con las planchas rotas de la caja. Su tumba, hecha de cartón
piedra y en imitación de mármol, empapada por las lluvias del primer invierno,
no fue pronto nada más que un montón de podredumbre sin nombre.
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O´HENRY. EL REGALO DE REYES
Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en
céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el
verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de
vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan
obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al
día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y
llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se
compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda
etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho
dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero
ciertamente la policía lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un
timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También
pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James
Dillingham Young".
La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un
anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares
semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las
letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando
seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor
James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían
"Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a
quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó
de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que
caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y
ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un
regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el
resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían
sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con
ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado
muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de
calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera
digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo
de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo
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entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil
podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales.
Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se
alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente,
pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus
cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso
orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su
abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el
departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera
fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y
los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos
sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que
hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de
envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una
cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió
como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y
rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras
un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo
de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió
y bajó las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases".
Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande,
demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.
-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.
-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.
-Démelos inmediatamente -dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón
por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del
regalo para Jim.
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Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio
había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una
cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor
sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal
gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del
reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para
Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a
ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta
y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la
hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se
veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que
usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y
sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los
estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea
tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y
apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró
su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
"Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que
parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho?
¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?."
A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa
para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la
punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba
siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por
un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias
por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense
que sigo siendo bonita".
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre
muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener!
Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha
descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su
mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni
de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que
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ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una
expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no
podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa,
verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz
Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te
tengo!
-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse
cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es
cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.
-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí,
eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás
alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y
seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne
al fuego? -preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia.
Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún
objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál
es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una
respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor,
pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más
adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un
peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese
paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer
momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se
escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino
cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el
inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del
departamento.
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Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de
otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina
de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus
bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella
cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su
corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la
menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas
destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con
ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
-¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la
abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz
del brillante y ardiente espíritu de Delia.
-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla.
Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj.
Quiero ver cómo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su
nuca y sonrió.
-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son
demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para
comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron
los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que
también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser
cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy
torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un
departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos
tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy
en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos
los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia.
Ellos son los verdaderos Reyes Magos.
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