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El caso del bar Balto
Joël, alias Jojo, alias Bola de billar
Me llamo Joël Morvier y he decidido contar yo mi propia
historia. Hace treinta años que vivo entre periódicos, o sea,
que a mí ésos no me la juegan. Veo muy bien cómo deforman la realidad. Prefiero dar mi versión.
Hubiera cumplido sesenta y dos años en abril, el día
12. Lo digo como información, porque no he celebrado un
cumpleaños en mi vida.
Parece ser que soy un hombre antipático. Yo diría, más
bien, que he recibido menos amor y compasión de los que
merecía. Me calumnian. No soy racista. Tengo mis valores y
está claro que eso molesta.
Soy tal y como la fábrica naturaleza me ha elaborado.
Me tienen por insensible, pero al principio no tuve opción
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entre otras posibilidades y, a pesar de todo, la maquinaria ha
seguido tirando. Fabricación francesa, querría precisarlo.
Si se sigue la corriente general, uno debería enternecerse
por cualquier niño violado.
Yo también miro las imágenes de la televisión: los atentados, los accidentes, los huracanes y los viejos que estiran la
pata por una ola de calor. Nada que hacer. A mí me resbala.
Perdí a mi padre cuando era bastante joven. Tampoco
soy el único. Los padres se mueren un día u otro. No lo
cuento por hacerme el quejica, sólo para que conste.
He vivido algunos años con mi tío Louis en el apartamento encima del bar. Después, él también la cascó. Un cáncer. Mi viejo tuvo una muerte tan absurda como su vida. Un
accidente de caza. En realidad, todo lo suyo fue accidental.
Hasta yo mismo.
Estamos en Joigny-les-Deux-Bouts1 desde hace más de
cincuenta años. Un pueblo de 4500 habitantes en el extremo
de una línea de RER.2 Un lugar donde, con seguridad, nunca pondréis un puto pie.
1. Topónimo inventado que juega con la expresión francesa Joindre les deux bouts, expresión referida a las dificultades para que el salario
alcance hasta fin de mes. Algo así como «Villa Canutas», «Casas Sialcanzo». (Todas las notas son de la taductora).
2. Réseau Express Regional: red de trenes de cercanías del área parisina.
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Aquí, todo el mundo me conoce. Jojo o «Bola de billar» para los clientes habituales. Me pusieron este mote por
mi calvicie, llamémosla avanzada. Aunque esto es nuevo; de
adolescente ¡vaya greñas! Por detrás, como Dalila. En plan
nostálgico, conservo el pelo largo, pero rematado por una
cima despoblada. Yo era el dueño del café Balto. Desde luego, no se devanaron los sesos para bautizarlo. Es el bar-estanco-quiosco del barrio. El pulmón del pueblo. Y el lugar
donde vomitar.
Durante años he jugado a hacer de psiquiatra de
guardia. He pasado cantidad de noches escuchándoles sus
mierdas y sus historias de polvos. Comparado con mi bar,
Sainte-Anne3 es un salón de té. Por mucho que yo intentara
subir el nivel de las conversaciones, no lograba elevarlo por
encima de las prestaciones del seguro.
Cada vez que miraba hacia la izquierda, allí mismito,
estaba Claudine, con los codos apoyados en la barra. Ya ni
la veíamos, de tanto rato que se pasaba en el mismo sitio.
Todos la llamaban la Viuda Negra. Cuentan que envenenó al
marido a las pocas semanas de la boda. Parece ser que le echó
insecticida en la sopa de calabaza. Cada vez que el alcohol se
le subía a la cabeza, tenía la manía de desnudarse y siempre
empezaba por las medias. Me portaré bien y os ahorraré los
detalles.
3.
Conocida institución psiquiátrica cerca de París.
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A quien le asqueaba especialmente era a Yves Legendre,
el yerno del alcalde de Joigny. No es broma, se llamaba Legendre4 de verdad. Ya no podía soportar más estar a la sombra de su suegro. Un día me confesó, en tono de confidencia,
que nunca lo había votado. Yo era el único que sabía que
Legendre votaba comunista.
En una ocasión, a principios del verano pasado, me hizo
encargar un abono a una revista de musculación. Una de
ésas para los maníacos, marcando bola, con páginas enteras
de anuncios de proteínas, de las que les dan a los bueyes de
concurso. Y, claro, un montón de fotos de tíos musculitos y
bronceados, que se embadurnan aceite por todo el cuerpo.
Legendre se enganchó enseguida. Le chiflaban. No quise saber nada más. Otro marica, pensé.
Mi único momento agradable del día era hacia las siete
de la tarde, cuando pasaba Madame Yéva a comprar los Gauloises rubios. Divinamente pertrechada. Una mujer guapa,
ya lo creo. Al pasar, dejaba siempre un rastro de perfume,
como una gran nube rosa, una nube de amor. Un olor dulce
que detenía el tiempo en el bar. Y no es que yo sea un sentimental, pero es que Madame Yéva es especial. Es el tipo de
mujer que inspira. Un par de veces llegué a ponerle discretamente la mano en el trasero. Se lo tomó verdaderamente
mal. Me defendí diciendo que no lo había hecho a propósi4.
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Legendre, literalmente en francés: «El yerno».
to, pero ella me montó un escándalo. Mientras me gritaba
de todo menos bonito, yo pensaba que menudo carácter el
suyo y eso me atraía aun más. Vive con tres hombres a cuál
peor. Dos hijos: un criminal con gorra y un mongólico. Y un
marido ludópata, que lleva chándal a todas horas. Y si no lo
deja, debe de ser por sus heroicidades en el catre, no le veo
otra explicación. Vaya, que hay que echarle imaginación.
Mi Yéva, será lo único que voy a echar en falta ahora.
Nado en mi propia sangre, en bolas, en una postura
increíble. Creía que vería pasar mi vida como si fuera una
película, pero eso son tonterías. Sólo oigo voces.
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Tanièl, alias Tani, Quetur o Inútil total
No soy turco.
No quieren captar la diferencia. Se empeñan en llamarme «Quetur».5 Pero no soy turco. Soy armenio. Al menos
por parte de madre.
Me llamo Tanièl. Mi vieja me suele llamar Inútil total o
Desperdicio. Según la escuela, mi nombre es Daniel y para
los colegas soy simplemente «Quetur». Si el abuelo los oyera,
saldría de su tumba y les partiría la jeta bien y pronto. No
tengo nada en contra de los turcos, porque no me han hecho
nada. Pero a mi familia no les gustan mucho, aunque nunca
me han explicado el porqué. Cuando mi vieja no quiere hacer alguna cosa, suelta: «Antes me acostaría con un turco», y
5.
En argot francés, «quetur» suena como «turc» al revés.
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puedes apostarte algo a que no lo hará, porque eso debe ser
para ella peor que palmarla. Está como una cabra, la mujer.
Estoy harto de eso de «Quetur». Cuando vamos a zamparnos un kebab a la estación, si el cocinero se equivoca en
el pedido, los colegas me dicen que le hable en turco pero,
¡joder!, yo no sé hablarlo. El caso es que tampoco hablo armenio.
Me tienen envidia porque me ligué a la Magalie, la rubita de la calle Acacias. Estaban todos colgados por ella. Sobre
todo Alí. Él es nuevo, pero como es árabe y viene de los barrios del norte de Marsella, se hace respetar. Le gusta demasiado burlarse de la gente. No soy idiota, sé que lo hace para
que no se metan con él. Desde luego, a nivel de físico, Alí lo
tiene crudo. Las tías no hacen más que reírse de la napia que
tiene. Dicen que la nariz se ha apoderado de su cara, que su
nariz ha dado un golpe de estado. De ahí le viene el mote:
«Dictador».
A pesar de todo, se ha metido a todo quisque en el bolsillo. Es que sabe darle al pico. A mí también me gustaría saber
hablar, pero me cuesta. Hasta lee libros y todo. Es flipante.
Creo que a las tías les van los pavos que leen, los que se hacen
los interesantes. No hablo de tíos como el Bola de billar, que
se las da de intelectual porque lee Le Parisien cada mañana.6
6. Periódico populista y sensacionalista de París, pero con varias
tiradas regionales.
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La cacatúa de mi madre odia a Alí. Es al que más odia
de todos mis colegas, creo. Tiene una fijación con él: dice
que tiene toda la pinta de desenterrar muertos para vaciarles
los bolsillos. Le llama «el cojoncillos». Cuando me silba desde la calle, la vieja le escupe: Alí está traumado. Un día le soltó un buen escupitajo. Alucinante: no se lo podía creer. Este
episodio circuló por todo el barrio. Una vez más di la nota
por culpa de la vieja. Me tiene harto. Sí, mi vieja es verdaderamente vulgar... Se tiñe los pelos de negro azabache como
las adolescentes y se pinta los labios de rojo vivo. Tope rojo.
Y después se pinta un lunar al lado de la boca. Se cree Cindy
Crawford, la pobre. Sé lo que dicen cuando la ven pasar. Se
parece, un poco, a las mujeres que hacen las aceras detrás de
la estación. Además, no se le puede decir nada, no se le puede hacer el más mínimo comentario, porque, si lo haces, es
la guerra. Suelta discursos feministas, del estilo «hago lo que
quiero», «soy una mujer libre». La verdad, en eso estoy de
acuerdo con ella, pero también hay mujeres libres que se visten normalmente, ¿o no? ¿Es que sólo es libre para embadurnarse la cara de pintura y ponerse faldas justo hasta el culo?
Preferiría que se pareciera a la madre de Alí. Para mí, eso es
una madre de verdad. Un poco gorda. Con vestidos largos.
Sin maquillar. Que sólo huele a jabón y que te pregunta qué
quieres comer. De las que se preocupan cuando llegas tarde.
Y que te cuida cuando estás enfermo. Una madre respetable.
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Siempre recordaré la vez que Alí pilló la gripe, fui a verlo y su madre le ponía agua de azahar en la cara, el pecho y
la nuca para bajarle la fiebre. La mía no lo haría nunca: ella
es de las del cigarrillo en los morros, que pasa dejando un
rastro de perfume que tira de espaldas y te hace un gesto con
el dedo si le tocas las narices. Le priva hacerlo. Levantar el
dedo. No hace falta que le haga un dibujo, porque ya debe
saber a qué dedo me refiero. Lo pone bien tieso y dice: «Jódete, ¡y que te den!». Se pasa.
Soy un buen hijo, creo, aparte del desorden en mi habitación y el ruido; pero, claro, eso es lo de todos. Lo digo
porque, al menos, podría escucharme cuando hablo. Se pone
faldas supercortas. ¡Caray!, es una vieja, se le ven los muslos
blancos desde bien lejos. En las fotos de Armenia no iba vestida así. Su padre la debía de mantener bien a raya.
No tiene ni pizca de buen gusto. No me gustan ni sus
vestidos, ni el papel pintado de la sala de estar, ni las cortinas.
Me da vergüenza invitar a casa a Magalie: no quiero que vea
a mi vieja, ni los manteles, ni el sofá a rayas, ni a mi viejo
repantigado en él.
He crecido con los chavales del suburbio; aunque no me
dejaran, cada anochecer cruzaba mi barrio y me iba a su territorio. Lo pasábamos pipa. Claro, mi madre prefería que saliera
con los vecinos, los payasos de las casitas de al lado. Ésos son
de los que tapan su examen con el codo para que no les copies.
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Al principio, los tíos del suburbio pensaban que yo tenía pasta, porque vivo en una casita. Les parecía chulo vivir
ahí. Me decían: «Por lo menos tenéis la estación al lado, y
también el centro de la ciudad». ¡Ya ves! No sé si a esto podemos llamarlo siquiera ciudad. El mercado de la plaza, el
ayuntamiento, correos, la farmacia, la panadería, la comisaría, el Balto. Más o menos es todo lo que hay. Para estar seguro de que estás en 2008, tienes que coger el tren y alejarte
un buen cacho. Es en el RER donde me agencié a la Magalie.
Ya la tenía fichada hacía dos o tres semanas. Me había parecido que estaba buenorra. Una noche la seguí hasta su calle
y la abordé. Luego la llevé a tomar un trago al Balto. Joël, el
muy jodido, la ridiculizó. Dijo que su padre no estaría nada
contento. Ella le contestó que le importaba un pimiento, y
que mejor haría en mirarse al espejo, porque no le gustaban
los feos. El cabrón empezó a gritar que todos tenían razón al
decir que era una cualquiera. Magalie estaba a punto de llorar y nos largamos. Le hubiera dado una buena paliza al tipo,
pero era el primer día con ella y no quería que me tomara
por un salvaje. Joël es realmente el tipo de imbécil con el que
te cruzas dos o tres veces en la vida como mucho. Magalie
lo odiaba tanto después de esto, que durante una semana
estuvo yendo a orinar delante de la puerta del bar justo antes
de que abriera. Es verdad que a ella le falta un tornillo, pero
a todos nos falta alguno, bien mirado.
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De cualquier manera, la reputación de las rubias es por
algo. No me costó demasiado metérmela en el bote. Dos o
tres zalamerías al oído y hecho. En el fondo, no es tan difícil
seducir a una tía. Lo que les mola, fijo, es ser la primera en tu
vida. La que lo ha hecho mejor, más que las demás. Si le dices,
por ejemplo: «De todas las tías que he conocido, eres la única
que me trastorna, no me había pasado nunca, es la primera
vez que me siento así...». En fin, burradas de ese tipo... ¡les
encanta! Mandas un montón de sms los primeros días, y caen
como tontas, porque las chicas creen que los sms son románticos. En el fondo, sólo son baratos. Además los puede volver a
leer por la noche y alucinar con tu careto; y mientras ella flipa
pensando en ti, tú evitas salirte de la franja de la tarifa plana.
He perfeccionado la técnica. Bueno, acaba llegando el día en
que te dice que ya no le escribes como antes y entonces tienes
que estar preparado para contestar que prefieres verla en vivo
y en directo. Pasemos a la fase B: vas programando las citas
íntimas en buenos escondrijos. Tipo aparcamientos de noche.
Si superas esta fase, eres el rey del mambo.
Bueno, Magalie no es sólo eso. Tengo que reconocer
que paso buenos momentos con ella, tiene un pelo rubio
muy bonito, los dedos finos, su piel huele a limón y su voz
es dulce.
Lo de la voz dulce es importante, porque estoy hasta los
huevos de la voz aguda de mi vieja, que emite en una jodida
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frecuencia de lo más irritante, que se pega a las paredes. Si
un día le pilla en casa, le puede provocar un cáncer de tímpano.
Ni mi hermano lo soporta. Yeznig es un poco retrasado
mental, pero no se fíe de las apariencias: la cacatúa está diez
mil veces más tarada que él. Mi hermano hace cosas que no
son normales. Repite todo lo que oye, casi palabra por palabra. Una memoria increíble. No habla muy bien, pero si se
trata de repetir, joder, lo borda. Nunca le he puesto la mano
encima al pequeño, nunca le he pegado, excepto una o dos
veces en el jardín, de críos. La última vez que le zurré a alguien fue precisamente por el lío del insti. Bueno, sí, tengo el
pequeño problema de que me enciendo de golpe. Por eso me
he quedado sin poder ir a la escuela. Le casqué al de orientación escolar, al Sr. Couvret. Lleva dos meses de baja. Ahora
lo siento, lo reconozco. Ni siquiera me ha denunciado. Mi
padre me dijo: «Has tenido suerte: ¡debe de ser de izquierdas!». Sea como sea, espero que le arreglen los dientes. Me
enviaron a un educador especializado para que me buscara
otro insti, pero no hay ninguno en un radio de unos cuantos kilómetros. Me tenía que tragar media hora de tren y he
pasado de todo. Hasta mi hermano pequeño trabaja. El otro
día le birlaron la Game Boy con su juego preferido. ¡Me puse
rabioso! Encontré a los chavales y les casqué. Uno a uno. No
me gusta que se burlen de él.
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No es idiota, mi hermano, sólo tiene algunas manías.
Por ejemplo, se cuenta los dientes cada vez que acaba de
comer: tiene miedo de tragarse alguno, distraído. También
necesita tener un rincón especial para las cosas importantes,
como el cajón repleto de pilas en su escritorio. Son para la
Game Boy. El problema es que mezcla las pilas nuevas con
las usadas. Esto vuelve loca a la vieja, que las tiene que probar
una a una. Pero cuando se trata de Yeznig, nunca le grita. Es
«su bebé».
Me da mucha pena; pasa muchos ratos solo y, entonces,
se pone a comer. Engorda y juega al flipper del Balto a todas
horas. Por su retraso mental, no tiene noción del tiempo.
Confunde antes y después, el pasado y el futuro. Mi madre
se preocupa y me envía a buscarlo. El cabrón de Joël no nos
avisa nunca. A veces nos lo trae la policía. Lo conocen y se
portan bien con él. Querría hacer algo por Yeznig, pero ni
siquiera consigo hacer gran cosa por mí. Mis padres tampoco saben que ya no voy a la escuela. Cada mañana salgo de
casa a las siete y media con mi mochila Von Dutch, pero sin
libros ni bolis dentro. Sólo llevo la PSP, el tabaco, el papel y
el chocolate.
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