degas y picasso coinciden en el burdel

Transcripción

degas y picasso coinciden en el burdel
DEGAS Y PICASSO COINCIDEN EN EL BURDEL
por Félix de Azúa
Picasso sintió fascinación por la visión de Degas del mundo
femenino, desde las escenas de baño al ambiente espeso de las
prostitutas. El Museo Picasso de Barcelona muestra el voyeurismo
de dos maestros.
No sé si fue el azar o la dolorosa necesidad lo que intervino para que la
exposición Picasso ante Degas del Museo Picasso de Barcelona sea en realidad
una exposición sobre las mujeres. Cabe decir que en ella se accede a dos
juicios adicionales sobre la aparición de la mujer moderna, ya que ambos,
Degas y Picasso, pertenecen al siglo XIX, por mucho que el segundo se diga la
figura más valiosa de la pintura del siglo XX. Cuando digo "la mujer moderna"
me refiero al prototipo revolucionario que accederá a la vida autónoma, usará
su propio dinero y será dueña de su vida amorosa, a cambio de convertirse en
la segunda fuerza de trabajo después del proletariado y en mercancía sexual
absoluta. Cualquiera que se dé una vuelta por los quioscos de prensa, los
comercios de DVD o las agencias de publicidad constatará que junto a las
mujeres que trabajan hay una gigantesca cantidad de mujeres que están
siendo trabajadas.
Una exposición sobre dos miradas masculinas sobre la femineidad es algo
inusual. En nuestros días, cualquier posición pública sobre el mundo femenino
ha de ser cosa de hembras. Si la expresa algún macho será de inmediato
fulminado por meterse en un ámbito donde es indeseable, está mal visto, y
carece de conocimientos. ¿Cómo va un hombre a decir algo relevante sobre
las mujeres? Solo las mujeres pueden hablar de las mujeres. De los hombres
más vale no hablar.
Sin embargo, dos artistas como Degas y Picasso pueden permitirse una
exposición en la que aparece su entendimiento del mundo femenino porque
son de una época en la que la mujer actual comenzaba a hacer eclosión.
Desde luego, Picasso vivió su vida sexual en términos patriarcales y Degas
apenas tuvo vida sexual. Son, por tanto, dos valiosos testigos sobre algo que
podríamos llamar "la prehistoria de la mujer de hoy".
En el recorrido de la muestra pueden separarse cuatro ámbitos. Es muy
notable, primero, la fascinación que ejercen sobre ambos pintores las mujeres
bajo la luz artificial. En ese inicio emancipatorio se desvela la alianza entre
sociedad nocturna, invento de finales del siglo XIX, y mujeres. Dicho de modo
resumido: es de sospechar que sin mujeres, en la modernidad no habría
habido vida nocturna. La noche había sido un tiempo exclusivo de hombres,
fueran guerreros, salteadores, sabios, criminales, monjes o políticos. Ni
siquiera la prostitución necesitaba iluminación, como puede observarse en la
pintura flamenca, donde aparecen tabernas y prostitutas a la luz del día, o
bien, si es de noche, reducidas a la alcoba con velón.
El segundo aspecto es el de las mujeres en tanto que divinidades menores,
antecedente de las actuales modelos, actrices y cortesanas mediáticas. Se
reúnen aquí algunos de los centenares de maravillosas pinturas y pasteles de
Degas sobre el mundo de la danza clásica y también sus equivalentes
picassianos. La figura heroica de las mujeres eternizadas en una postura, a la
manera antigua, cristalizan en esa turbadora escultura llamada Joven
bailarina de 14 años en cuarta posición, uno de los mejores ídolos del
moribundo siglo XIX.
Quizá el capítulo más emocionante, sin embargo, es el que documenta
aspectos de la vida íntima de las mujeres, con dos actividades dominantes, la
higiene y el peinado. Una vez más será la agudeza de Degas, su ojo
implacable, el que adapte ese universo antiquísimo a su condición moderna.
Al cual se añaden las producciones de Picasso inspiradas por Degas.
Finalmente, el mundo cerrado, asfixiante, del burdel, ilustra sobre las
mujeres como mercancías y el valor incalculable que adquirirán en la
economía moderna, tanto por medio de la prostitución como de la publicidad
y los medios de entretenimiento masivo. También instruye sobre la paradoja
de una sexualidad sin fertilidad adoptada masivamente a partir del siglo XX.
Los hombres que figuran en estas piezas, atraídos en enjambre hacia los sexos
abiertos de las mujeres, parecen nubes de insectos desnortados que se
precipitan en mortíferos simulacros de genitividad. Tantas toneladas de
semen infecundo cautivaron a Degas y a Picasso hasta hacer del burdel un
templo que, como veremos, tiene algo de cenotafio.
Aunque se llevaban casi sesenta años, el clasicismo de Picasso, uno de los
últimos pintores con educación académica rigurosa, lo aproxima a Degas, pero
hay otro factor de mucho mayor calado, y es que ambos eran extraordinarios
dibujantes. Picasso sintió desde muy joven la virtud que le unía al viejo
Degas: ambos pensaban dibujando. Ni el uno ni el otro se caracterizaron por
sus ideas, su intuición teórica, su interés por la literatura o la música. Eran,
por así decirlo, cerebros vacíos que leían el mundo mediante el dibujo. No hay
datos que nos permitan saber qué pensaban. Degas fue antisemita durante el
affaire Dreyfus, y Picasso fue estalinista. Es todo lo que sabemos, pero es
poco, porque Picasso no tuvo recato en recibir, tratar y comerciar con nazis,
así como Degas nunca actuó de antisemita. La unidad de visión en algo tan
particular y enigmático como el dibujo los emparenta en profundidad. Basta
comparar dos admirables estampas del comienzo de la exposición, ambas
ejercicio de academia sobre relieves en yeso, sendos caballos montados por
jinetes sin estribos. Por paradoja, el de Picasso es más sensual, más
ochocentista, más romántico que el de Degas.
La moderna vida nocturna y la iluminación artificial van de par, una es
origen de otra. A la novedad de un cromatismo chocante, frío en las calles
iluminadas por el gas, casi siempre fúnebre en los cafés, caliente y sombrío en
los teatros, se une la nueva fauna de esos ámbitos. Si hoy ciertos sociólogos
han visto en los "no-lugares" el índice de nuestra actualidad, los cafetines y
teatruchos del París fin-de-siècle eran los que la determinaban entonces.
Ya Rusiñol y Casas, hacia 1890, habían imitado de los franceses este nuevo
paisaje urbano. Diez años más tarde, Picasso insiste en lo mismo, pero
tomando como escenario el barrio chino de Barcelona, lo que en realidad es
enteramente distinto. Los nocturnos de Degas, aunque muy anteriores (de
1878 es la espléndida Chanteuse de Café), coinciden con el malagueño en otro
orden de cosas. No es solo la novedad lumínica y espacial lo que le interesa,
sino también la fauna humana tan literaria que allí se reúne, la bohème del
ochocientos. Es otro aspecto romántico que se mantiene vivo en Picasso y que
le hace mirar con nostalgia al pasado una y otra vez.
Para muchos espectadores, el mundo del ballet clásico, tal y como lo
construye Degas, ha de parecer una antigualla algo cursi. Estos tales han de
loar la suprema técnica del pintor, pero prescindir de otros valores. Sin
embargo, es posible ver en estas figuras fantasmagóricas, quemadas por una
luz irreal, suspendidas en un instante inseguro, uno de los últimos aspectos
totémicos de la figura femenina. Aunque los sociólogos del arte hablan de la
promiscuidad de las bailarinas, del carácter venal de las jovencísimas rats,
creo que es una reducción innecesaria ver en estos soberbios pasteles y óleos
una estampa de la vida sexual parisina. Muy al contrario, a mi entender,
Degas quería dar cuenta de la transfiguración que se produce cuando bajo una
luz potentísima e irreal, el cuerpo de una adolescente se hace escultura viva,
muchas veces con el vientre y el pubis envueltos en una nube de tafetán o
seda amarilla, blanca, verde, azul, que convierte su zona genital en un
estallido lumínico. ¿Sexualidad en las bailarinas de Degas? Sin duda, pero no la
de Afrodita, sino, en todo caso, la de Melusina.
Sobresale entre estas peligrosas muchachas la escultura mistérica de la niña
de 14 años en la cuarta posición, idolillo más cercano a las terracotas de los
arcanos etruscos que a la pederastia. En ella y en sus cientos de variantes,
apenas vistas en vida de Degas, hay un enigma que requiere un tiempo del
que ahora carecemos. Ella desdice, desde su intangibilidad, a las bailarinas de
Picasso que solo le interesaron en 1918 tras su matrimonio con Olga Khokhlova
y los decorados para Diagilev. Dibujos a lo Ingres en los que las bailarinas
aparecen como ocas grotescas de rostro imbécil, aunque hay una posibilidad
de que la figura de la izquierda de Les demoiselles d'Avignon sea
reelaboración de la niña en la cuarta posición (Kendall).
Relacionadas con esta idolatría femenina y sin duda la parte más religiosa de
la misma, se exponen en Barcelona abundantes estampas de vida íntima que
remiten a tópicos famosos: la moza que lava su cabello en el arroyo, el niño
que arranca una espina del pie, la sirvienta que sostiene el espejo del ama.
Una vez más, la potencia lírica de Degas recuerda un topos clásico y lo trae a
la modernidad. Los cuerpos desnudos que se lavan los pies, los muslos, los
grandes senos, las axilas, los glúteos, las vulvas sonrosadas, en cuartos
cerrados, sobre un barreño de estaño o de rústica tabla, son cuerpos que nos
niegan. Estas mujeres absortas en su purificación no admiten injerencias.
Degas dibuja en ángulos a veces sorprendentemente fotográficos, como si solo
osara acceder al gineceo por medio de un ojo mecánico. No hay invitación
alguna a la lujuria, a pesar de que algunos expertos (Cowling) creen ver en
estas piezas una excusa de voyeur. A mi entender, es todo lo contrario, aquí
las mujeres rechazan cualquier acceso masculino, afirman su capacidad, como
las bailarinas, para ser entes autónomos y admirables, pero sin someterse a la
predación sexual.
Donde sí hay sexo y de modo oceánico es en nuestro último apartado, el
burdel. Aquí las mujeres aparecen encarnando su futuro papel como materia
mercantil de primer orden en la vida moderna. Este es el aspecto con mayor
desarrollo comercial y social en nuestros días. Sin embargo, hay que hacer de
inmediato una corrección. El burdel era un espacio del romanticismo con
caracteres enteramente distintos a las actuales empresas de prostitución.
Hasta que los hombres liberaron sexualmente a las mujeres, muy entrado el
siglo XX, el burdel era lugar de iniciación de todo varón de la burguesía. La
prostitución callejera pertenecía al proletariado. Muchas mujeres casadas que
al cabo de un par de años repugnaban la copulación conyugal veían en el
burdel una espita de alivio que las libraba de la imposición marital. Las
autoridades cívicas, además, creían que era un modo de evitar la violencia
doméstica y el crimen sexual que comenzaban a extenderse. De modo que las
escenas de burdel de Degas y Picasso hay que verlas como el complemento
espacial de todo lo anterior. Aquí sí estamos en el refugio nocturno
propiamente masculino. Este no es un ámbito sagrado, sino estrictamente
profano.
Aunque no del todo. A poco que se observen con detenimiento los increíbles
monotipos de Degas, imitados sumisamente por Picasso, se verá que también
en este reducto masculino la dominación física es claramente femenina. Ellos
mandan porque pagan, ellos se pavonean entre mujeres desnudas que abren
sus piernas y exhiben sus grandes culos, pero no hay que ser muy agudo para
ver que las auténticas propietarias de la sexualidad son las rameras, las cuales
incluso muestran en alguna estampa la tierna dedicación al macho bigotudo
que tendría una madre con su hijuelo.
Es especialmente estremecedor el último capítulo de la exposición, los
terroríficos grabados de Picasso llamados Suite 347 y Suite 156. El artista
estaba al borde de la muerte, la cual le tomaría entre sus muslos un año más
tarde. Y escribo "muslos" porque el final de Picasso nos devuelve a esa
sacralidad del sexo que en sus últimos años se le mostró en su abismal
hondura. A partir de 1958, el pintor había comprado hasta 12 de los
monotipos sobre burdeles que Degas había mantenido fuera de la luz pública y
que solo se vieron a su muerte. Al principio, y con la habitual frescura, imitó
tan solo el aspecto, digamos, sureño y levantino del burdel, su ludibrio, la
juerga de toreros y señoritos. Poco a poco, el burdel se fue haciendo más
sombrío. Al acercarse la muerte, las potentes hembras que atacan con sus
sexos abiertos o que humillan a los ridículos machos con sus enormes cuerpos
toman el control de los grabados. Y entonces sucede algo milagroso. En esos
burdeles donde Picasso desea morir devorado por las grandes madres hay un
testigo, un caballero perfectamente vestido, serio, sereno, que observa la
escena o toma notas en un cuaderno desde un rincón del grabado. Es Degas.
Última encarnación del espíritu, Picasso sitúa en su tumba genital al
impasible, al inaccesible, al estrictamente ocular Edgar Degas, el artista que
alcanzó a ver, quizá por última vez, a las divinidades femeninas en su
monstruosa adaptación a la vida moderna.
Tomado de la El Pais.com

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