PRIMER CAPÍTULO

Transcripción

PRIMER CAPÍTULO
PRIMER CAPÍTULO
Bella malicia
La Medianoche de El Aleph
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Rebecca James
Bella malicia
Traducción de Manuel Manzano
El Aleph Editores
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primera parte
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No fui al funeral de Alice.
En aquel momento yo estaba embarazada, loca y violen­
tamente dolorida. Pero Alice no era el motivo de mi dolor.
No, en aquella época yo odiaba a Alice y me alegré de que
estuviera muerta. Alice fue quien me arruinó la vida, arreba­
tándome lo mejor que había tenido nunca y rompiéndolo en
mil pedazos. No lloraba por Alice sino por su culpa.
Pero ahora, cuatro años después y en un momento feliz
de mi existencia, por fin asentada en una vida cómoda y
rutinaria con mi hija Sarah (mi pequeña Sarah, tan dulce
y tan seria), en ocasiones, después de todo, me gustaría ha­
ber ido al funeral de Alice.
Lo que ocurre es que a veces veo a Alice: en el supermer­
cado, en la puerta de la guardería de Sarah, en el bar donde
Sarah y yo vamos a comer algún menú barato de vez en cuan­
do. Con el rabillo del ojo veo destellos del cabello rubio plati­
no de Alice, de su cuerpo de modelo, de su ropa llamativa, y
entonces me paro a mirarla, mi corazón late desbocado. Tar­
do un instante en recordar que está muerta, que es imposible
que sea ella, pero hago un esfuerzo por acercarme y asegurar­
me de que su fantasma no ha vuelto para darme caza. De
cerca, esas mujeres a veces se le parecen, aunque nunca, nunca
son tan guapas como Alice. Muy a menudo, por el contrario,
tras una inspección de cerca, no se parecen a ella en nada.
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Me doy la vuelta y sigo adelante con lo que estuviera
haciendo antes, pero una ola de calor me ha invadido la cara
y los labios, y en los dedos me hormiguea desagradablemen­
te la adrenalina. La situación, invariablemente, me estropea
el día.
Tendría que haber ido al funeral. No habría tenido que
llorar, o fingir desesperación. Podría haberme reído con amar­
gura y escupido en su tumba. ¿A quién le hubiera importa­
do? Si hubiera visto descender el ataúd en la fosa, si hubiera
visto la tierra cubriendo el féretro, tendría la certeza de que
está realmente muerta y enterrada.
En lo más hondo de mi interior me gustaría saber que
Alice se fue para siempre.
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—¿Quieres venir? —Alice Parrie me mira desde arriba, y
sonríe. Es la hora del almuerzo y estoy sentada bajo un ár­
bol, sola, absorta en un libro.
—¿Perdón? —Me protejo los ojos del sol y alzo la mira­
da—. ¿Adónde?
Alice me da un trozo de papel.
Lo cojo y lo leo. Es una fotocopia en colores brillantes de
una invitación para la fiesta de cumpleaños de Alice. Cum­
ple dieciocho. ¡Corre la voz! ¡Tráete a tus amigos!, leo.
¡Champán gratis! ¡Comida gratis! Sólo alguien tan popular
y tan segura de sí misma como Alice puede ofrecer una invi­
tación así; cualquiera más normal se sentiría como si estu­
viera rogando a la gente que fuera a su fiesta. ¿Por qué me
invita a mí?, me pregunto. Conozco a Alice, todo el mundo
conoce a Alice, pero nunca había hablado con ella hasta
ahora. Es una de esas chicas: guapa, popular, imposible de
olvidar.
Sostengo la invitación en mi mano y asiento.
—Lo intentaré. Pinta divertido —miento.
Alice me mira durante unos segundos. Suspira y se deja
caer a mi lado, tan cerca que su rodilla presiona la mía con
fuerza.
—No vendrás —dice ella sonriendo abiertamente.
—Probablemente no.
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—Pero yo quiero que vengas, Katherine —dice ella—.
Realmente significaría mucho para mí.
Me sorprende que Alice sepa mi nombre, pero es aún
más sorprendente —de hecho, bastante increíble— que quie­
ra que yo vaya a su fiesta. En el instituto Drummond High
soy casi una desconocida, y no tengo amigos íntimos. Voy y
vengo discretamente, sola, y me dedico sólo a estudiar. Evito
llamar la atención. Lo hago bastante bien, pero mis notas no
son excepcionales. No hago deporte, no formo parte de nin­
gún club. Y aunque sé que no puedo seguir así para siempre
—viviendo mi existencia entera como una sombra— por
ahora me va bien. Me escondo, lo sé, soy una cobarde, pero
en estos momentos necesito ser invisible, ser el tipo de perso­
na que no despierta la curiosidad. Así nadie tiene que saber
quién soy realmente, o qué es lo que me pasó.
Cierro el libro y empiezo a guardar mis cosas del almuerzo.
—Espera. —Alice me pone la mano en la rodilla. La miro
tan fríamente como puedo y ella la retira—. En serio. Me
gustaría mucho que vinieras, de verdad. Y creo que lo que le
dijiste a Dan la semana pasada fue fantástico. A mí me en­
cantaría poder decir cosas así, pero no sé hacerlo. No soy lo
suficientemente rápida. Sabes, yo nunca habría visto así los
sentimientos de esa mujer. No hasta que se lo dijiste a Dan.
Quiero decir, estuviste genial, lo que le dijiste estuvo muy
bien, y le demostraste lo idiota que es.
Enseguida sé a qué se refiere Alice: a la única vez que he
bajado la guardia, olvidándome de mí misma por un mo­
mento. Porque ya no suelo enfrentarme a las personas. Hago
un verdadero esfuerzo a diario por evitarlo. Pero la manera
en que Dan Johnson y sus amigos se habían comportado dos
semanas atrás me molestó tanto que no pude aguantarme.
Vino una oradora para hablarnos sobre la planificación de
nuestras carreras y de la admisión en la Universidad. Es cier­
to que el discurso era aburrido, habíamos oído aquello mi­
llones de veces antes y la mujer estaba nerviosa y balbuceaba
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y vacilaba y hablaba de un modo confuso, dando vueltas a
lo que decía, y la cosa empeoró aún más cuando la multitud
empezó a hacer ruido y a inquietarse. Dan Johnson y su es­
peluznante grupo de amigotes se aprovecharon de ella. Fue­
ron tan crueles y premeditadamente perversos que la mujer
se fue humillada, hecha un mar de lágrimas. Cuando acabó
todo, yo estaba detrás de Dan en el pasillo y le di un golpe­
cito en el hombro.
Dan se volvió con aires de superioridad, esperando reci­
bir algún tipo de aprobación por su conducta.
—¿Se te ha ocurrido pensar —empecé en un tono de voz
sorprendentemente duro, cargado de ira— en todo el daño
que le has hecho a esa mujer? Esta es su vida, Daniel, su
carrera, su reputación profesional. Has estado patético, tu
escenita para llamar la atención ha sido toda una humilla­
ción para ella. Lo siento por ti, Daniel, en tu interior debes
de ser muy triste y pequeño si sientes la necesidad de maltra­
tar así a alguien, alguien a quien ni siquiera conoces.
—Estuviste increíble —continuó Alice—. Y te lo digo
sinceramente, me dejaste absolutamente sorprendida. Quie­
ro decir, creo que todos nos sorprendimos. Nadie le habla
así a Dan. —Negó con la cabeza—. Nadie.
Bueno, yo sí lo hice. Pero creo que también me hablo así
a mí misma. Al menos, mi yo real lo hace.
—Fue admirable. Valiente.
Y esa es la palabra que lo provoca: «Valiente». Necesito
ser valiente. Necesito que la cobardía que hay en mí sea borra­
da, vencida y destruida, porque no puedo soportarla más.
Me levanto y me echo el bolso al hombro.
—De acuerdo —digo sorprendiéndome a mí misma—.
De acuerdo, vendré.
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