Los perros no dejan de ladrar.
Transcripción
Los perros no dejan de ladrar.
Revista Econofilia ExpresArte No. 1 Enero-Marzo 2011 Los perros no dejan de ladrar. Fernando de la Cruz1 Era la tercera vez que cambiábamos de casa. El anuncio lo vio Lila en internet. Era un departamento un poco raro, pensé la primera vez. Para llegar había que subir por unas escaleras en el interior de la sala del casero. Cuando llevábamos una semana en el lugar apenas me estaba acostumbrando, era incomodo pasar en silencio cuando llegaba de trabajar. Nunca me dijeron nada, pero aún así era incomodo. A pesar de estar arriba, no entraba mucho el sol, porque un edificio nos lo tapaba. Pero era más o menos cálido. Lo único realmente molesto eran los perros. En la azotea había dos enormes perros, que hacían mucho ruido. A veces se movían en la noche, arrastrando sus cadenas y ladrando muy agitados. Me desperté muchas veces, a mitad de la noche, por culpa de los ladridos. En aquel entonces yo trabajaba en una librería, en la que me pagaban muy poco por hacer cosas que no necesariamente estaban en el contrato. Pero nadie más quería contratarme. Me habían rechazado en muchos sitios. Pedí trabajo en almacenes, farmacias, tiendas de ropa y hasta en una juguetería. Solo me cansé. Recibí el clásico “nosotros te llamamos”. En la librería me aceptaron como vendedor, aunque el anuncio debió decir “carga cajas”. Me ponían a acomodar cajas, que llegaban puntuales cada semana. Primero las bajaba del camión y pasaba el resto de la semana acomodándolas, hasta que llegaba otra vez el camión, con cajas nuevas. 1 Estudiante de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México. Revista Econofilia ExpresArte No. 1 Enero-Marzo 2011 Por alguna razón me pagaban por repetir el acto una y otra vez. Lo malo era que no me pagaban horas extras y constantemente las solicitaban. Lila iba a la universidad. Ingresó seis meses después de que comenzamos a vivir juntos. Estudiaba química y aunque no se le daba muy bien, hacía como que sí. Yo le seguía el juego y a veces le ayudaba con su tarea. Siempre me esperaba despierta. Lo que más recuerdo de esos días es que siempre estaba cansado. Es raro pero pocas veces recuerdo haber comido más de una vez al día en esa época. Aunque sé que desayunaba, solo puedo recordar la cena. Me gustaba llegar con galletas, que compraba en una de esas tiendas que abren las veinticuatro horas. Galletas y leche. Esa era la rutina cada noche. Intentaba quitar la cara de cansancio, pero no siempre era sencillo. Una noche decidí cambiar un poco la rutina. Compré una botella de vodka en vez de una caja de leche. También compré chocolates, de esos que tienen una cereza por dentro. -Te ves molesto. -Solo necesito dormir. Lila acomodaba los cubiertos, mientras yo sacaba dos vasos. -¿Compraste Vodka? Se veía contenta. Dejó los cubiertos y se sentó. Le serví medio vaso con un poco de jugo. -Me gustan los chocolates -A mi también, ¿qué tal tu día? -Pesado, pronto hay exámenes. ¿No tienes que dormir? -No, mañana descanso. Revista Econofilia ExpresArte No. 1 Enero-Marzo 2011 Mentí. Iba a dejar el trabajo. Estaba harto de las cajas, de las órdenes sin sentido y del sueldo miserable. Tenía que encontrar algo mejor, en alguna parte. -Veamos una película en la computadora. Apagamos las luces y nos acomodamos frente a la computadora. Le puse el volumen bajo, para no molestar a nadie. No podía con el cansancio, me quedé dormido sin darme cuenta. -Levántate, escuché un ruido. La cara de Lila en la oscuridad se veía grave y enfermiza. Me levanté y la seguí a la ventana. Entonces escuchamos un grito. En el patio, el casero había atrapado a un muchacho. Un ladrón. Los inquilinos de abajo salieron a ver. El casero le gritaba insultos y amenazaba con soltarle un perro encima. El muchacho no dejaba de llorar. Tenía como catorce años y se veía aterrorizado y miserable, como una cucaracha que sabe que por más que se agite morirá. Una voz de mujer hacía eco en el callejón. Le gritaba al ladrón, que decía que solo había entrado por un pan. -¡Pide, si un pan es lo que quieres, pide! ¿Por qué no pides? ¿Quién te abrió la puerta? La sombra del casero se dibujaba absurda y temible. La gente comenzó a juntarse en el callejón. -¿Por qué traes una lámpara? El muchacho ya no hablaba. Solo lloraba temblando. -¡Cálmate Raúl, no bajes a los perros! La luna rasgaba el cielo de noviembre, mientras lloraba sobre nosotros una luz fría y lúgubre. Revista Econofilia ExpresArte No. 1 Enero-Marzo 2011 -No te vas a ir, aquí te quedas. ¡Es la segunda vez que te metes! Sé quién eres. Te voy a matar a golpes. La sangre comenzó a manchar el patio. No me di cuenta de cuantas personas le estaban pegando. Eran las personas que me daban los buenos días cuando iba al trabajo. Que regaban sus plantas a las siete de la mañana. Las personas que a veces acompañaban a Lila a la parada del camión. No quise ver más. Me senté y me terminé mi trago. Lila se sentó junto a mí. -¡Lárgate! Es la última vez que te veo en mi vida. Pasos apresurados en el callejón. El muchacho intentaba correr. Me acerqué a la ventana y le vi alejarse. Alguien disparó una pistola al aire. Es raro, pero cuando todo comenzó me imaginé una escena completamente distinta. Imaginé que los policías subían a interrogarme. Pensé que me acusarían por dejar la puerta abierta. Era el último en entrar cada noche. Pero no pasó nada. -Lila, pensaba dejar el trabajo. Pero me quedaré con el unas semanas más. Me siento triste por decirte que nos cambiaremos de casa. -Está bien, de todos modos no me gusta esta colonia. El resto de la madrugada quise dormir. Pero no pude. Los perros no dejaban de ladrar.