07Maraton - Danielezpeleta

Transcripción

07Maraton - Danielezpeleta
VI R B O J
MARATON
EDICIÓN
PA R A
INTERNET
Derechos de edición reservados para el Autor: VIR BOJ
N.º registro: NA-0196/ 06
Diseño y Maquetación: CÍCERO
EDICIÓN
PARA INTERNET
A los disminuídos físicos y síquicos.
Los atletas desarrollan sus músculos mediante
un intenso entrenamiento. La terapia génica permitiría
obtener una musculatura más voluminosa
en menos tiempo
PEDAGOGÍA
El periodista Satokato Miramoto, cansado de muertos e hipocresía,
aspiraba a rusticar en tierras de labrantío, surco, canal y regadura, de
donde procedía.
Una mala pasada en la investigación sobre droga y dopaje le hizo el
gran favor: lo convirtió en Centauro.
Ahora añora las cosas sencillas entre el bambú y osos Panda.
El joven periodista consiguió llegar a la frontera de Ventimiglia, no
sin sudor y quebranto. Nada nuevo para él, que pasaba la vida entre
fronteras, entre la vida y la muerte. Ventimiglia (Ventimilla) es uno de
los puntos fronterizos entre Galia e Italia. Pasada la línea fronteriza se
deja de ver gendarmes, si procedes de la parte gala, carabinieri si de la
italiana, agentes que antaño (y hogaño) vigilaban personas y capital,
piezas clave en el funcionamiento de un país o territorio, objeto de deberes y derechos, según reza en manuales de derecho internacional de la
universidad que lo hizo reportero.
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Pasaba por Mónaco hacia Italia. Su destino final no era Italia sino
Grecia; por lo que previamente debía cruzar Galia, el norte de Italia y lo
que antiguamente llamaban Yugoslavia.
Las razones de este largo periplo eran sencillamente el deseo de visitar lugares míticos para él. Comprobar si Florencia, Verona y Venecia
seguían en su sitio, y, si lo que fue Yugoslavia había cambiado algo después de tanto muerto y de tanta guerra; y de esta manera constatar si era
cierto, y creía a pie juntillas, algo que había aprendido del único profesor de quien grabó algún esquema de funcionamiento para su vida: “Las
guerras no sirven para nada. Son simple demostración de la evidente,
patente y necesaria estupidez humana.”
Como todo ciudadano de a pie había tenido que tragar estopa en noticiarios; y como estudiante, en clase de redacción, más peroratas de
profesores de política económica, sociología, filosofía, derecho internacional, y así, hasta treinta y cuatro asignaturas, obligado a aprobar, contestando satisfactoriamente (para los profesores) a las mismas preguntas
básicas, vistas desde treinta y cuatro puntos.
Para evitar la presión intelectual, moral y sentimental que el joven
sufrió en las aulas y en la televisión, decidió dedicarse, primero, al periodismo de guerra; y más tarde, al deportivo. Suponía que en la guerra
y en el deporte no se vería obligado a escribir sobre el paro, emigración,
políticos, atentados terroristas.
Ni la reproducción de intrascendentes peleas de patio de colegio,
como son, habitualmente, las discusiones parlamentarias.
En aquella facultad no existía asignatura de periodismo de guerra ni
deportivo.
Lo más cercano al deporte, la asignatura Deporte, optativa, que no
eligió, porque, a decir verdad, aunque a primera vista semejaba atleta,
portaba cuerpo bastante torpe, patilargo, culiestrecho y ancho de espaldas, zarpas amplias y pies como capazos, que no ayudaban en nada a
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correr, saltar el plinto o pegar patadas al balón, a lo que jugó alguna vez
de niño, limitándose a esperar que pasaran la pelota por la banda izquierda, y cuando la recibía, la lanzaba de un patadón a la portería contraria y en ocasiones le acompañó la suerte y metió gol.
Podría haber jugado como mucho al baloncesto, deporte que consideraba, desde cualquier punto de vista, absurdo, a no ser que fuera para
negros de dos metros; y aun así, a su entender, deberían cambiar normas
de juego y subir un metro la cesta, porque al paso que va la humanidad,
en el plazo de un lustro, con lo que crecen los niños, para encestar tendrán que mirar hacia abajo, y habrá que cambiar el apelativo de este deporte, “la canastilla”. Se supone que está pensado para lanzar una pelota
a un cesto que no se llega por diferencia; "tal que el tenis, que, en hombres, termina siendo partido de saque a más de doscientos kilómetros
hora, ya que, la altura del contendiente, la largura del brazo, el salto en
el aire, convierte la altura de la red en ridiculez manifiesta", se hablaba
en sus pensamientos.
A él le gustaba el deporte, porque, como a todo el mundo, le gusta y
admira lo que no puede hacer, lo que Naturaleza niega; menos el baloncesto, que consideraba disciplina de zafios que convierten en esperpento
lo que fue sinfonía de belleza de cuerpos y almas en movimiento, donde
la armonía humana, mens sana in corpore sano, se patentiza con elegancia y distinción, como debe ser, apostillaba, en su ardiente imaginar, recordando que cuando jugaba de pivot, al ser el más bajo y el más joven,
lo machacaban a codazos, pisotones, escupitajos, porque, sin querer,
metía el balón en la cesta desde seis o siete metros.
En definitiva, que el reportero no estaba dispuesto a romper a
sudar por nada del mundo y sacaba cualquier excusa para no practicar
deporte alguno, aparte del ajedrez. Pero como casi todo en esta vida
tiene explicación, el reportero encontró la suya para su falta de estímulo en el deporte.
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Desde su más tierna infancia fue una criatura encantadora. No tenía
que hacer ningún esfuerzo para sonreír. Era la sonrisa hecha niño. Su
arma natural para sobrevivir a las trampas y empujones de su hermana,
que se sintió desplazada del trono de reina cuando él nació, fue la sonrisa. El tontorrón de él imitaba a su hermana en todo, y ella, avispada y
cruel, como cualquiera que ve peligrar el trono y la poltrona, utilizaba
toda clase de argucias y acrobacias para que el niño hiciera lo que ella, y
se descalabrara y quedara con los huesos rotos; y, si fuera posible, mejor en el cementerio. El niño se descalabraba, pero reía del ruido de su
culo, de su espalda, de sus panzadas y de sus moretones. Hasta durmiendo sonreía.
De la abuela aprendió a perseguir y matar moscas con trapo y sin él,
al vuelo, con acierto difícil de imaginar. La abuela se sentía molesta y
picajosa con una sola mosca en casa, y la perseguía hasta matarla. Él
copiaba, la imitaba, y desde los primeros meses de su existencia, las cazaba al vuelo, y las mataba, sonriendo.
Es por eso que el riesgo y la muerte fueron para él, desde niño, un
juego.
Esta abuela, a la que adoraba, fue la causa indirecta, no la culpable,
pues ocurrió por descuido, de su falta de entusiasmo por la práctica del
deporte. Otra cosa hubiérase pensado si en ese momento crucial de su
vida hubiera estado junto a él su tirana hermanita.
Un buen día, la abuela salió a pasear con la criatura, quien ya había
aprendido a correr por los pasillos, calles y por plazas, como un torpedo. Para comprar un helado era preciso cruzar la calle. Se detuvieron
en el borde de la acera. La abuela miró a izquierda y a derecha, para
comprobar si se aproximaba algún coche. El niño vio un perro al que
quiso acariciar y se soltó de los dedos de la abuela. Bajó de la acera, y
un coche que iba a todo gas por la curva, lo atropelló. El mismo coche,
a bocinazo limpio, llevó a la abuela y al niño al hospital, y, afortunada8
mente, sólo tenía roto, además de magulladuras y rasmazos por todo el
cuerpo, el fémur de la pierna izquierda.
La abuela casi muere del susto y el chofer le pidió perdón y que no
hubiera denuncia, ya que corría peligro de que le quitaran el carnet de
conducir, y, con él, el puesto de trabajo y el sustento: era chofer del autobús escolar. No hubo denuncia, y, a consecuencia de ello, problemas,
ya que la Administración del Hospital exigió a la familia del siniestrado
el pago de costas de la operación, asistencia sanitaria y estancia.
El niño sobrevivió a este incidente y, pasados los años, a otros tan
definitivos para su continuidad en este cochino mundo.
En las revisiones médicas de la escuela secundaria detectaron que
andaba un poco torcido. Tras pruebas y radiografías determinaron
que la causa era la soldadura del fémur roto: al soldarse, el fémur había
aumentado de tamaño milímetros suficientes para una cojera incipiente.
Había que corregir el defecto en edad de crecimiento para evitar que se
viciara la columna y acabara, de mayor, con los huesos fuera de su
punto de equilibrio, chepa prematura, mirando al suelo, contra el gobierno, por efecto de espina dorsal en escalestric. El doctor recetó plantilla. Al año siguiente, en la revisión ordinaria, el doctor que había recetado la plantilla observó que el niño cojeaba más. Inmediatamente
apreció que el ortopédico había colocado el calce, la cuña, la plantilla,
en el pie largo, el operado, cuando tenía que haber sido en el corto, en el
que no había fractura, para de esa manera hallar el punto medio de
apoyo y equilibrio en el cuerpo del muchacho. Todavía estaba en edad y
tiempo suficiente para corregir y enderezar el entuerto. Corrigió el defecto de inclinación, pero eso no evitó que permaneciera el desinterés
por el deporte.
Nadie se explicaba por qué un joven tan activo, fuerte y bien parido,
no practicaba otros deportes que el senderismo (con buen tiempo) y ajedrez. Él lo explicaba de manera contundente:
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–El cuerpo no me sigue. No le sigue a mi alma. De pequeño tuve un
accidente, y me colocaron una plantilla en el pie equivocado. Me quedé
agarrotado por dentro.
Servía de razonamiento y se zanjaba la cuestión. Pero esta no era la
autentica razón. Años más tarde la descubrió cuando una novia provisional que se ferió en la universidad, porfiaba:
–Andas igual que tu tío.
–¿Y cómo anda mi tío?
–Con los pies casi a rastras.
Perplejo, marchó a visitar a su tío, se puso a caminar junto a él, sin
decir nada, y comprobó que era cierto. Parecían gemelos.
–Tío, ¿por qué andas casi a rastras?
–Porque tengo los pies planos.
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La terapia génica mantendría el vigor muscular
durante un periodo más largo y sin necesidad
de esfuerzo adicional
TELÉFONO
El reportero, que respondía al nombre de Satokato Miramoto por peregrinas y curiosas razones (no era su verdadero nombre ni apellido), en
esta ocasión no viajaba solo. Lo acompañaban dos personajes indescriptibles. El más alto, si se dirigían a él por el nombre de Segis, respondía
amablemente. Por Segismundo, no. Creía que le tomaban el pelo. Flaco,
huesudo, nervioso, canoso prematuro, breve de pelo en la frente y amplia melena lateral en coleta, sujeta por cinta de organdí, seda o terciopelo; Segismundo poseía las eses del nigromante (SS): sabio, solo, solícito y secreto. De profesión oftalmólogo, devenido fotógrafo, por no
calificarlo de artista. Consiguió que el periodista accediera a su compañía en el viaje, con una condición:
–Ni alcohol ni mujeres hasta la llegada a Atenas.
–De acuerdo.
Segimundo, cuando bebía alcohol o ingería estupefacientes, no podía evitar completar y disfrutaba de sexo, perdiendo el sentido de
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tiempo y espacio, con el consiguiente trastorno y quebranto en su actividad profesional.
En esas circunstancias, olvidaba los compromisos de reportaje de
boda o la apertura del estudio, negocio que, en más de una ocasión, le
acarreó serios y desaforados disgustos.
Alguna vez no llegó a tiempo a la ceremonia en la iglesia o ayuntamiento, o lo hizo sin rollo fotográfico, y, como consecuencia, obligado a
devolver el dinero cobrado por adelantado; costumbre que en su negocio era regla de oro, desde que, en tres ocasiones, no pudo recibir el estipendio correspondiente, a causa de que la pareja recreada en el reportaje nupcial terminaba el viaje de novios reñida, enemistados y
separados; y el uno por el otro, la casa sin barrer. El fotógrafo se quedó
con el albun de fotos sin recoger. Y sin cobrar.
Todos lo llamaban Segis.
Quien le apelaba con el sonoro y rumboso nombre de Segismundo,
recibía como respuesta una retahíla que lo dejaba pasmado: recitaba de tirón los reyes godos y visigodos como respuesta, empezando por Recadero, seguido de Wamba hasta el último, como aprendió en la escuela, donde se reían de él los compañeros de clase, menos Satokato y Ananías.
El tercer elemento de la expedición ateniense respondía al nombre
de Ananías, de quien también se rieron en la escuela. No sólo por el
nombre, sino porque era una "albóndiga con patas" y cuando se ponía
rojo de rabia y vergüenza, se convertía en "escarabajo de la patata".
Para contrarrestar toda esa influencia negativa se hizo ingeniero de
sonido y consiguió dar en las narices a los de clase, que salvo Satokato
y Segismundo no pasaron (los más brillantes, al negocio familiar) de picapleitos. Ananías era un ser manso y afable, pero tenía un punto criminal peligroso, cuando creía que le tomaban el pelo o abusaban de él. En
una ocasión clavó, a un compañero de clase que se reía de él, un tenedor
en la cabeza sin darse cuenta.
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Estos tres amigos llegaron a Mónaco en flamante coche amarillo, de
fabricación gala, pasado de moda, y que llevaba guardado como oro en
paño en el garaje del padre del ingeniero más de veinte años como pieza
de museo.
En el itinerario no estaba contemplado Mónaco; pero Segismundo se
emperró en que se hiciera parada, aunque no fuera más que un par de
horas. La ilusión de su vida era haber casado con la princesa Estefanía,
que para él era la mujer más hermosa nacida de madre; pero ya que eso
parecía difícil, al menos quería sacar fotos donde ella pisaba, y respirar
el aire que ella respiraba para vivir, para dormir o hacer el amor con el
guardaespaldas o con quien fuera preciso, que él no era celoso.
–Dos horas –sentenció el periodista, jefe de la expedición–. Si paramos en todos los lugares caprichosos, no llegaremos nunca a Atenas.
–Si quieres quedarte con Estefanía, o con su hermana, que a mi entender está tan buena o más que ella, quédate –terció Ananías–. Dormiremos en Ventimilla, en la pensión fronteriza. Si llegas antes de marchar, iremos juntos; de lo contrario, conoces las direcciones de la
pensión de Florencia, Verona y Venecia. Y si tampoco, ya sabes, el día
de Luna Llena, en la Acrópolis de Atenas. Si te lías con una de las princesas, mejor que mejor. Menos peso para el coche.
–¡Sacrílego indecente e inhumano! No profanes el nombre de mi
amada ni de su hermana –replicó Segismundo–. De acuerdo. Dos horas.
Pero dejadme antes que coloque encima del coche la pancarta que he
preparado.
Segismundo extrajo de su mochila una sábana blanca con cintas cosidas a los lados y en las esquinas, que ató en el vehículo.
La sábana cubría por fuera todo el techo. Le ayudaron a realizar la
operación y Satokato leyó en alto el texto, mientras reía y grababa la genial idea del fotógrafo enamorado:
“Estefanía te amo”. “WWW. segis@. com.”
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Aparcaron frente al palacio real.
El periodista y el ingeniero aprovecharon el tiempo que el fotógrafo necesitaba para satisfacer sus sueños, para almorzar. Mientras tanto, Segis hacía guardia junto al coche, saludando a las ventanas de
Palacio.
Finalizado el ágape, y como el enamorado no llegaba al restaurante,
decidieron comprar un bocadillo vegetariano para alimentarlo.
Cerca de la tartana amarilla comprobaron que había desaparecido la
pancarta y el enamorado.
Se acercaron y tampoco se hallaba dentro. Una pitada soberana de
cláxones les hizo mirar hacia la calzada y vieron el intenso tráfico estancado por un yelmo y una coraza, portadora de pancarta blanca: “Estefanía te amo”. “WWW. segis@. com."
Corrieron y llegaron, sin respiración, antes que los guardias de
asalto.
Satokato los tranquilizó haciéndose responsable del enamorado, con
la inapelable excusa de que el interfecto se encontraba en periodo de recuperación psiquiátrica, y lo llevaron a la tartana amarilla. Le despojaron de yelmo y coraza y menos mal que llegaron a tiempo para evitar
desgracias mayores: las altas temperaturas del mediodía, superiores a
cuarenta grados, hicieron mella en piel y cerebro del encartelado, presentando, en cabeza y brazos, color más tirando a chuleta a brasa que a
carne sin guisar.
Intentaron introducirlo en el coche, pero no pudieron; en el interior
descansaba el colgador que, supuestamente, sostuvo el yelmo y la coraza en algún lugar. Extrajeron el colgador de madera del interior del
vehículo, colocaron el yelmo y coraza en la percha de madera e introdujeron el fiambre, que no soltaba la pancarta ni a tiros, en los asientos traseros del vehículo amarillo.
–Dame la pancarta –dijo melosamente Ananías–. Voy a cubrir con
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ella tu moreno cuerpo, de hierro forjado y plata; voy a dejarte frente a la
puerta de Palacio. Ella bajará a buscarte.
Ante tan amoroso y tierno requerimiento, Segismundo soltó la pancarta y se sentó.
El ingeniero forró el yelmo y la coraza, colocados en el colgador,
con la sábana, y lo llevó unos metros más adelante. Volvió al coche y
gritó a Satokato:
–¡Arranca! ¡Vamos, vamos!
El reportero salió volando, con el vuelo rasante que podía levantar
un Citroen dos caballos de museo, lleno de maletas y mochilas.
–¿De dónde coño has sacado semejante espantapájaros? –inquirió,
enfadado, Satokato.
–De la tienda de recuerdos, junto al restaurante que almorzabais
–respondió, compungido, el fotógrafo.
–¿Has robado la coraza?
–La he tomado prestada.
–¡La madre que te parió! Si denuncian, nos van a perseguir todas
las policías de Europa.
–El cuerpo del delito está en la plaza. Nosotros no tenemos nada
que ver.
–¿Y la pancarta con el correo electrónico? Servirá de pista a la
policía.
–Si nos detienen, ella me indultará.
Ananías reía por no llorar.
–Duerme un rato, bonito. Descansa.
Segismundo se tumbó en los asientos traseros y durmió hasta la
frontera con Italia, que, oficialmente, no es desde que Europa dicen que
es Europa de euro.
Pero allí estaban los gendarmes y los carabineros, que no hicieron
caso de la tartana amarilla, en cuyo interior se encontraban tres que de15
bieron pertenecer a la generación de los setenta por las pintas de macarrillas desfasados de medio pelo. No pidieron documentación, pero era
evidente que indagaban algo; buscaban a alguien que no debía parecerse
a tipos que ocupaban diligencia de museo.
–Nos están buscando –dijo, tapándose el rostro, Segismundo.
–Qué más quisieras tú –respondió Satokato, que no las tenía todas
consigo.
–Por si acaso, alejémonos de aquí cuanto antes –añadió Ananías.
–Me estoy meando. Para, o me meo –farfulló, sofocado, el fotógrafo.
–Allí hay servicios. Vamos al baño y salimos pitando de aquí.
Segismundo ya había abierto la puerta y quería tirarse en marcha del
coche. El reportero lo vio por el espejo retrovisor y paró en seco.
–Sal. Desaparece de mi vista. Voy a dejarte aquí a tu suerte.
Cuando reportero e ingeniero alcanzaron los servicios, el fotógrafo
salía con la cara limpia de cremas y emplastos, sonriente y feliz. Había
puesto su cuerpo en orden y parecía otro.
–Vigila el coche mientras entramos al baño. Por aquí hay mucho
manguta, mucho contrabandista y mucho vendedor de baratija.
–Déjalo de mi cuenta –Satokato, replicó Segismundo.
Entre los puestos de venta instalados en la explanada, dos llamaron
poderosamente la atención del enamorado de princesa monegasca: un
camión de melones y sandías, y una alfombra de relojes Rolex, Cartier
y marcas suizas famosas.
Sin perder de vista el carruaje, pardo amarillo, el fotógrafo se aproximó al camión de melones y señalando la sandía más grande, dijo:
–Esa. ¿Cuánto?
El vendedor la pesó con dificultad, más grande de lo que parecía,
y contestó:
–Niente. Regalo. Forza!
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Segismundo se quedó clavado, de una pieza, sorprendido. Recogió
la sandía con embarazo y gritó:
–¡Gracias! ¡Muchas gracias! Lo sé. Me has visto en la tele. La princesa ha solicitado que me traten a cuerpo de rey, amor no correspondido. Me habrá enviado un mensaje electrónico. Voy a comprobarlo.
Llegó, con dificultad al bajel amarillo, y descargó la sandía.
Como todavía no daban señales de vida los compañeros, se acercó al
vendedor de relojes y pidió el Rolex que más le gustaba.
–¿Cuánto?
–Diechi.
–¿Diez? –preguntó abriendo las dos palmas de la mano, enseñando
todos los dedos. ¿Euros?
–Sí –contestó el vendedor, ataviado de mercader veneciano.
Extrajo diez euros de la cartera, los entregó, tomó el reloj y pensó:
"A éste no lo ha enviado mi princesa; está loco, o lo ha robado, y quiere
quitárselo de encima enseguida.” Miró hacia la calabaza amarilla y vio
la puerta cerrada con alguien dentro, y se dijo: "Ya han llegado esos
quejicas. Voy a ojear un poco este bazar."
Se dirigía a un tenderete de estatuas de santos, vírgenes de escayola
y esculturas romanas y griegas, clásicas, cuando oyó un alboroto en dirección a la cuadriga amarilla de cuatro ruedas y vio cómo sus compañeros apretaban el cuello a dos individuos que soltaron las cuatro ruedas
y la radio, pudiendo evitar el espolio. Salió corriendo a ayudar a los colegas, pero no pudo hacer nada, pues los ladrones pusieron pies en polvorosa, dejando la carrocería del bajel sobre cuatro pilas de ladrillos.
–¿Dónde te has metido?
–Allí. Hay auténticas gangas. Me han regalado una sandía y mira
qué reloj. ¿Cuánto crees que me ha costado?
Colocaron las ruedas en su sitio, y sin mover labio ni decir palabra
alguna, ascendieron al velero amarillo.
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Satokato observó que una pareja de carabineros se acercaba a ellos,
alarmados por el revuelo de los ladrones, y gritó:
–Vámonos. Nos persiguen.
Arrancaron el velero amarillo, soltaron amarras y Ananías, hombre
manso, tranquilo y reposado, dijo:
–Ve despacio, como si no pasara nada. Así no llamarás la atención.
Satokato le hizo caso y no pasó nada, por el momento.
Camino de Florencia nadie pronunciaba palabra.
Segismundo supuso que los compañeros de viaje estaban enfadados
y tramaban deshacerse de él, vivo o muerto, en la primera ocasión que
la suerte les brindara.
–¿No queréis un poco de sandía? –preguntó.
Satokato se desvió en la primera área de servicio de la autopista y
comieron en silencio la enorme sandía.
Ananías, que para cortar las rodajas hundió el cuchillo en la sandía
hasta el fondo, con aire asesino –interpeló:
–¿Has pensado por qué te regalaron la sandía?
–Premiaron mi valentía. Nadie se atrevía con semejante sandía tan
grande. Era una prueba de mi Estefanía.
–Ya. ¿Cómo puedes ser tan inútil? ¿No te das cuenta de que era el
señuelo de los ladrones para que nos robaran?
–No entiendo.
–Déjalo –replicó Satokato, que este, si no bebe, no responde a los
estímulos de la gente normal.
–¿No me estarás llamando anormal?
–No. Te está llamando alcohólico anónimo.
–Bueno, si es nada más que eso, vale. Ya iba a llamarte piojoso.
Se zamparon media sandía de una sentada y el resto la guardaron
para mejor ocasión. Antes de sentarse al volante, Satokato propuso
cambio de rumbo:
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–Creo que debiéramos ir directamente a la antigua Yugoslavia. Me
da que en Italia podemos tener problemas.
–¿Por qué?
–Por tu culpa. Cada vez que paramos nos creas un problema.
–Si es por eso, me bajo y continuáis solos. Si soy un estorbo, me
quedo aquí. Ya me las arreglaré.
–¿Cómo vas a arreglártelas solo, pedazo de inútil, si es la primera
vez en tu vida que sales de las faldas de tu madre?
–No quiero ser una carga.
–Si haces caso, no serás una carga. Y ni se te ocurra pensar que vas a
quedarte solo. ¿Entendido?
–Entendido, Satokato. ¿Qué sería yo sin ti?
Algo de razón tenía el fotógrafo. El reportero era su mejor cliente,
porque era su mejor amigo. Le proporcionaba bodas, reportajes y en
cuanto necesitaba revelar, ampliar o manipular fotos, el encargado de
hacerlo, Segis; que aunque desastre como persona, como amigo y como
fotógrafo era un fenómeno.
Tras minuciosa ponderación de pros y contras, decidieron dirigirse
directamente a la frontera de la antigua Yugoslavia, con intención de visitar Split, a la vuelta de Atenas; y de ida, Dubronic, ciudades donde Satokato, años atrás, había vivido buenos ratos, y guardaba buenos recuerdos.
Descendieron del balandro amarillo en Trieste.
El ingeniero aconsejó acampar en las cercanías de la ciudad y dejar
descansar a los bravos caballos amarillos, que por muy descansados
que hubieran estado durante casi treinta años, los kilómetros son los
kilómetros.
–A estas latitudes no puede llegar la Interpol en un día –comentó
Satokato.
Segismundo no decía nada. Dormía y fumaba marihuana; fumaba
marihuana y dormía. Fumaba en sustitución de alcohol y mujer.
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A media noche hallaron camping; instalaron la tienda de campaña
canadiense azul de cinco plazas; apenas tumbados, durmieron como
troncos.
Cuando despertaron, descubrieron un maravilloso bosque de pinos
abetos centenarios.
Segis alzó su cuerpo el primero de los tres, cosa lógica, porque era
quien menos esfuerzo había realizado y más había dormido.
Sin saber qué se iba a encontrar a la puerta de la tienda, se levantó
para ir al baño y asearse, cubierto con camiseta talla XXL de los juegos
olímpicos, toalla y neceser.
Dos hembras de aquí te espero contemplaban la góndola amarilla y
la acariciaban como a caballo de carrera guapo, árabe, recién lavado y
peinado, claveles engarzados en crin larga y suave.
Segismundo no pudo evitarlo.
Se acercó a ellas y, sintiéndose potranco, se empalmó cual semental
cenizo.
Tuvo que darse prisa para que la toalla y el neceser cubrieran las
partes pudendas, que aunque la camiseta fuera XXL, las mayores del
mercado, y en su cuerpo pareciera chilaba corta, por lo ancha, el instrumento procreador adquirió un tamaño inusual, tal vez por falta de ejercicio e intensa necesidad de desahogo en los últimos años.
–Buenos días –dijeron ellas, sonrientes, morenas de piel, guapas, en
topless.
–Buenos días –respondió él, ojeroso, legañoso, privado de lentes,
destartalado y nervioso.
–Bonito coche.
–Sí, muy bonito.
–¿Es tuyo?
–Sí. Pero espera un poco. Enseguida vuelvo… es que…
Y miró a la parte que tapaba el neceser.
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–Voy al baño.
Ellas sonrieron y vieron cómo el dueño del maravilloso bergantín
corría al baño enseñando el trasero por la presión delantera. El culo
del hombre las excitó y se miraron relamiéndose los labios diciendo al
unísono:
–Este para mí.
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Este tipo de terapia génica
facilitaría el sueño de los atletas
proclives al dopaje: burlar los controles
GENES
El cielo estaba encapotado y una brisa húmeda anunciaba lluvia. Las
primeras gotas gordas caídas del cielo que golpearon la lona despertaron definitivamente del sopor a los dos restantes.
–Llueve –dijo Ananías, mirando fijamente al saco de dormir del fotógrafo, vacío.
–Parecen gotas fuertes. Será tormenta de verano.
– Segis no está.
–Habrá salido al baño a ducharse y lavarse el sarro de la marihuana
de los dientes.
Dicho esto, Satokato se incorporó.
–¿No se habrá marchado sin decir nada?
–Este es incapaz de ir solo a ninguna parte. Lo raro es que haya ido
solo al baño.
–Pues ya tiene sus añitos para ser mayor.
–El soltero de oro.
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–Ni que lo digas.
–Bueno, ya sabemos que el pobre todavía está casado, pero no vive
con su mujer desde hace dos años. Lo peor es que está convencido de
que ella va a volver con él.
–Eso le pasa por vivir con la madre. Ella ha escapado, más que de él,
de su madre.
–Eso creo yo, también –añadió Satokato, mientras, de rodillas, abría
la cremallera y sacaba la cabeza despeinada, y revuelta, y contemplaba
las muchachas que acababa de abandonar el fotógrafo.
–Hola, buenos días –saludó una de ellas.
–Hola –respondió Satokato, que por la necesidad de hacer el pis mañanero estaba más armado que el caballo de Atila.
–¿Quién es? –preguntó Ananías, rascándose la cabeza.
–Mira y verás. ¡La madre de Dios, qué susto!
–¿Quién es?
–Asómate y verás.
Satokato se retiró y Ananías sacó la cabeza. Al ver a menos de un
metro unas terribles tetas puntiagudas, cascos de bárbaro, metió la cabeza, bajó la cremallera de la tienda de campaña y gritó:
–¡Hostia!
–No cierres. Déjalas que entren.
–¿Estas loco o qué? Estoy en pelotas.
Pues tápate con el saco de dormir o con las botas.
Y abrió la cremallera.
–Buenos días –dijeron ellas, a menos de metro de distancia, donde
quedaron clavadas, no se sabe si por la reacción de Ananías, o por el
fuerte olor a macho cabrío, a choto descansado, que despedía la tienda
sin ventilar.
Satokato salió con toalla y neceser por delante, sin camiseta, cubriéndose con pantaloneta deportiva, reclamo publicitario de la revista
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donde colaboraba como informador deportivo, intentando disimular el
bulto mañanero.
–Buenos días –contestó él, mientras Ananías se envolvía en el saco
de dormir y gritaba nervioso perdido:
–¡Pasa, pasa, que estoy sola!
Ananías exclamó aquello, nervioso y en broma, pero la rubia de las
tetas duras debía tener tantas ganas de cariño, que se metió en la tienda
y en el saco de dormir para dos cuerpos, y a Ananías no le quedó otro
remedio que cumplir con furor y gritos desgarradores, que animaron
a la otra vikinga, y al bardo Satokato, a sumergirse en el aeróscafo amarillo y, entre truenos y centellas, destrozarse, no precisamente a cara
de perro.
Una hora más tarde, cuando había escampado, Satokato oyó tras los
cristales cubiertos por el vaho golpes suaves y una voz quebrada por el
frío, que decía:
–Se puede. Estoy chirriándome. La tienda está ocupada.
Era Segismundo, que al jarrear, esperó a que escampara; y como sus
compañeros no llegaban a ducharse, le invadió un pánico mortal de necesidad, pensando que se habían marchado a Atenas sin él.
–Pasa. No te quedes ahí como un pasmarote.
–Pero si estáis en plena faena…
–Qué más da. Tú, aplaude.
–Yo no aplaudo.
–Pasa, que es broma. Estamos hablando de nuestro viaje.
–¿Desnudos?
–Pues claro, ¿cómo quieres que estemos?
–Si no te vistes, yo no entro.
–¡Ananías! –gritó Satokato, sacando la cabeza por la ventanilla del
coche –, ¡Segis necesita entrar a vestirse!
–¡Que pase!
24
–¿Estas en condiciones? –gritó el fotógrafo.
–¡En perfectas condiciones de revista, mi capitán!
–Entra en la tienda y no hagas preguntas tontas –ordenó Satokato,
desde la ventana.
–¡Señor, sí señor! –gritó, cuadrándose, Segismundo, que semejaba
pingajo sin escurrir.
Subió la cremallera de la tienda de campaña, penetró con los ojos
cerrados, y, segundos más tarde, se oyó: ¡¡¡Ahhhhh!!!
Estaban fornicando. Él encima de ella. La espalda ancha y peluda, el
culo prieto, y las piernas de pelos, impresionaron a Segismundo de tal
manera, que gritó electrocutado del susto, y, acto seguido, se desmayó.
Era muy sensible a imágenes fuertes.
La lluvia arreciaba fuera, y el calor de la conversación, dentro del
bajel amarillo.
Después del primer desfogue pasional, hablando creció la confianza
entre Satokato y la musa de origen croata.
–Vamos a Roma en visita al Santo Padre –explicaba–. Somos católicas. Nuestro abuelo huyó en tiempos del nazismo, con sus hijos, de
Croacia a la Unión Soviética. Con la caída del muro de Berlín, nuestra
familia volvió al lugar de origen, a un pequeño pueblo cercano a Dubronic, de donde procede mi familia.
Las ganas y entusiasmo con que explicaba la muchacha su vida y
la de sus antepasados, unido a lo insólito del encuentro y a la rapidez de fundición pasional, hicieron temer a Satokato el hallazgo del
amor de su vida.
La química era exagerada. Parecía que se conocieran de toda la vida.
–Es una pena que vayáis en dirección a Roma. Nosotros vamos a
Atenas, a los Juegos Olímpicos.
–¿De vacaciones?
–Mis amigos, sí. Yo, no. Voy a trabajar.
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–¿Qué trabajo?
–Reportajes. Soy periodista deportivo.
Esas pocas palabras cautivaron más a la rubia alemana de origen
croata y los grandes ojos verdes se tornaron dulce miel y volvió a besar
a Satokato, que ya no sabía qué hacer con aquel cuerpo lleno de flujo
amoroso. Y se puso tierno y esta segunda vez amó, que la primera fue
sólo puro desahogo pasional contra hembra buenorra.
La lluvia arreciaba casi al compás de su entrega pasional. El suelo
empezaba a encharcar. Un vendaval furibundo con aparato eléctrico se
desató y ramas de árboles centenarios se desgajaron y cayeron al suelo.
En el camping cundió el pánico y ocupantes de tiendas y bongalows
se refugiaron en los coches y en las instalaciones.
Ananías salió con la rubia a refugiarse en la calabaza amarilla, un
poco asustado, entre el chapoteo de los charcos.
–Esto es el diluvio universal. Se va a inundar la tienda.
Las hermanas desnudas y los amigos desnudos se vieron de repente
juntos y se rieron de la escena.
–¿Y Segis?
–No sé si está dormido o muerto. No se ha movido en todo el rato.
Está más quieto que un mazo.
–Habrá que despertarlo. Se lo va a llevar la corriente.
–Lo despierto y traigo los sacos de dormir y algo de ropa. Empieza a
hacer fresco –dijo Sakomato, mientras saltaba del coche y corría los
diez metros de distancia a la tienda. Un relámpago tremebundo, seguido
de trueno seco y cruel casi inmediato desplazó por los aires a Satokato y
lo lanzó contra el suelo. Un rayo cayó a pocos metros y ramas de un árbol milenario se precipitaron sobre docena y media de tiendas de campaña cercanas. Negro de barro, entró en la tienda de campaña donde Segis, recién despertado del desmayo, preguntó:
–¿Qué pasa?
26
–Llueve.
–¿De dónde sales tan negro?
–Del cielo.
–¿Dónde estamos?
–En el infierno. Vístete, que te espera Lucifer.
–Yo no he hecho nada malo adrede.
Segismundo alucinaba en cuatro dimensiones. Pero el peligro era
realmente considerable.
–Vístete. ¿No ves que se está inundando la tienda?
En ese preciso momento, una tromba de agua azotó la tienda de
campaña, que aguantó el embate, protegida por un gran árbol de dos
metros de ancho.
–Deprisa, deprisa, salgamos.
–¿Adónde?
–Adonde cagó el conde. Calla, y sal deprisa al coche, con el saco de
dormir y tu ropa.
Segismundo se adelantó a Satokato y entró en la parte trasera del
coche donde halló, riendo y desnudos, a Ananías y a las jovenzuelas
sabrosonas.
–¡¡¡Ahhhhhhh!!!
Satokato echó los sacos y la ropa encima de los hermosos cuerpos
desnudos, agarró a Segismundo del cuello y lo metió en el asiento del
copiloto.
Se colocó al volante. Le dio al contacto y arrancó.
–Nunca falla –dijo orgulloso su propietario.
El agua corría a raudales.
–¿Podremos llegar al edificio central? –preguntó el chofer.
–Y al fin del mundo –contestó el dueño del balandro amarillo.
Esta diligencia está pensada para pobres, malas carreteras, y lo que
haga falta.
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En esa ocasión, el vehículo demostró que era cierto.
Llegaron al edificio central del camping y se refugiaron en él hasta
que cesó la tormenta.
Milagrosamente y por suerte, la tienda de campaña no sufrió ningún
daño. Estaba húmeda por dentro. El agua había penetrado por un pequeño agujero que apareció al rasgarse el punto de apoyo de una de las
clavijas, pero nada grave que no pudiera solucionarse.
Las niñas no tenían problemas de pensión. Habitaban un bungalow,
alquilado para dos noches.
Todavía pudieron disfrutar de dos noches de conversaciones largas,
placer, y fuego amoroso.
De mutuo acuerdo, Ananías pernoctó con una de las dos beldades
en el Bungalow de madera, con la aquiescencia de Segismundo, a
quien habían ofrecido la posibilidad de ocuparlo, en compensación a la
falta de compañía. En principio aceptó, pero al encontrarse solo en el
bungalow, sentarse, husmear y fotografiar efectos personales de las
ninfas, sintió que algo extraño ocurría, y cedió el puesto a Ananías,
para que disfrutara a pierna suelta con su croata, alemana, espía, o lo
que fuera.
Mientras ellos folgaban y refocilaban, reveló fotos con las cortinas
opacas del carruaje amarillo extendidas, fumó porros y ordenó lo revelado.
En resolución, Ananías ocupó el Bungalow y Satokato, la tienda,
reparada y seca, instalada de nuevo tras la tormenta en lugar agreste
bajo pinos.
Y todos contentos.
Las jóvenes croatas hicieron prometer a los amantes bardos rendir
visita a los abuelos paternos, residentes en un villorrio, cercano a Dubronic, para entregar Vaticano y Papa, de alabastro, más rosario, de
cuentas y crucifijo de cristal, y un quinqué, sustraído en la tienda del
28
Camping. Intercambiaron teléfonos y despidieron, prometiendo reencontrarse en Croacia, a la vuelta de Atenas.
Ananías no salió tocado del corazón, pero sí de bajos.
Satokato salió tocado de los bajos, pero más del corazón. Y, tal vez,
ella también.
Segismundo salió más tocado de pelota, por sospechas fundadas de
espionaje; cuando, al clasificar las fotos reveladas, comprobó que las
católicas pecadoras estaban leyendo la misma revista científica que Satokato, donde se hablaba del "Dopaje Génico".
Ellas, como más tarde se supo, además de necesitadas de amor,
aprovecharon el tiempo para actividades secretas. Lo que semejaba casual inocente arrumaco y frirteo, no lo era del todo.
Jóvenes, liberales y hermosas, no tenían problema para tomar contacto con personas controladas por los servicios secretos.
Satokato describió con detalle a Alejandra, que así decía llamarse la
maciza, los motivos del viaje y el itinerario, sin pensar en más, ni mucho menos que podía ser cebo.
29
Se trata de técnicas que regeneran músculos,
aumentan su resistencia y los protegen de la
degradación. Ya han entrado en
ensayos clínicos con humanos
METRO
En la frontera de Croacia, el documento de identidad bardo no era
suficiente para los policías y solicitaron el pasaporte.
Presentaron el pasaporte, el policía revisó las fotos, comparándolas
con los viajeros del coche amarillo. El otro guardia de la cabina salió a
contemplar de cerca la joya amarilla, y, sonriendo, hizo un gesto con el
dedo pulgar hacía arriba, en señal de victoria, dando la enhorabuena a
los poseedores del tesoro. El guardia que revisó los pasaportes, también
sonriente, se acercó a Satokato y devolvió sólo dos pasaportes; el de sus
compañeros, pero no el suyo.
–Caput, finito. No legal.
–Caducado –comentó apesadumbrado el reportero–. ¡Qué desastre!
Tendremos que volver atrás, cruzar todo Italia y viajar en ferry para pasar a Grecia. Soy un burro. No se me ha ocurrido comprobar la fecha de
caducidad del pasaporte.
Se disculpó del policía y mostró el documento de identidad.
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–Un momento –dijo el policía.
Llamó por teléfono desde la cabina y salió con un documento, que
entregó a Satokato para que rellenara sus datos personales.
–Estos quieren ficharme.
Y dirigiéndose al policía –añadió–: no se preocupe, nos volvemos a
casa. Otra vez será. Pensábamos pasar las vacaciones en su país, pero
¿qué le vamos a hacer? Ya decía mi abuelo: “El que no tenga cabeza
que tenga pies.”
El policía contestó:
–Es el permiso con el que puede permanecer en nuestro país treinta
días. El impreso cuesta cinco euros.
Largó cincuenta euros, y el policía devolvió el visado, sellado, con
una sonrisa.
–Buen viaje.
–Muchas gracias.
–Hasta al más santo varón se le escapa un pedo –dijo Segismundo,
satisfecho de haber pillado en falta a su amigo.
–Te mereces un palizón –añadió Ananias.
–Tienes más razón que un santo –replicó el reportero–. Me merezco
cualquier cosa.
Lo cierto era que él sabía que lo tenía caducado, pero no lo había renovado por otras razones.
Presentó el pasaporte entre los otros, por si colaba. Al parecer, la Interpol no llegaba hasta allí con eficacia.
Satokato estaba implicado en un asunto turbio, consecuencia de una
investigación que llevó a cabo un año antes en el Tour de Francia.
Hubo chivatazo de un ciclista importante, que proporcionó pruebas
de un nuevo y desconocido truco, dopaje génico, y otros sistemas como
transfusiones de sangre propia y píldoras de diseño. Técnicas modernas
y píldoras elaboradas por un científico en un laboratorio de la antigua
31
Unión Soviética, por encargo de un importante grupo financiero americano, que patrocinaba grandes figuras del deporte. Él mantenía parte de
las pruebas en su poder. Esto lo hacía, no sólo sospechoso y presa de la
ley, sino de grupos a desenmascarar.
Máxime, cuando estaban a pocos días de llevarse a cabo los Juegos
Olímpicos de Atenas.
Campeones de las distintas disciplinas deportivas lo eran porque se
inoculaba en ellos, con tiempo, sin saberlo en la mayoría de los casos,
una sustancia que actuaba y potenciaba el músculo, potenciando el máximo esfuerzo, no detectable por métodos en uso, convirtiéndose en vapor y sudor.
Había que encontrar la pista del responsable, del preparador físico
y alimentación.
Detrás de todo, un personaje, o grupo, apodado “Doctor Pastilla”,
que debía desenmascarar.
Le importaba un pimiento que los profesionales se drogaran o no,
porque estaba claro que se ponían hasta las cejas, que cambiaban de
musculatura y hasta de mente. Prestó atención a este asunto, porque
necesitaba un buen reportaje, y dinero para gozar de lo que más le
gustaba: pasear entre los cuerpos de ensueño y mentes armoniosas,
machos y hembras, concentrados en las olimpiadas, y disfrutar de
alguno.
Para ello, y sin saberlo todavía, estaban con él sus dos amigos: uno,
fotógrafo; y el otro, ingeniero. Cada uno de ellos iba a realizar su cometido en el trabajo de investigación, grabar imágenes y sonidos en los lugares más insólitos y de las formas mas descabelladas. Lo importante, la
ubicación y captura del centro de operación génica y distribuidores
principales. Trabajo para el que Satokato tenía pistas que sin buscar
había descubierto a lo largo de su vida profesional.
Abandonada la Europa del euro, se encontraban libres de la presión
32
amorosa de las croatas, que a pesar de ser católicas practicantes, según
se declaraban, pecaban como demonios.
Todos por igual, sin hembra; que la situación rayaba en injusticia flagrante y sangrante, a causa de que sólo dos de tres gozaban del amor.
A punto estuvo Segismundo de ligar con un mancebo que le cucó el ojo
mientras se duchaba en los servicios del camping; y eso no hubiera supuesto incumplir compromiso, ya que Satokato había prohibido trajinar y
refocilar con mujer, no con hombre; y lo que el avisado reportero no sabía, era que, en caso de extrema necesidad, el fotógrafo estaba dispuesto
a probar el amor de hombre, porque “o jugamos todos o se rompe la baraja”, se repetía con pertinaz contundencia en su íntima flagelación. "Estas
croatas no son trigo limpio. Mezcla extraña y explosiva. Hablan cubano.
Muy curioso: comunistas católicas recicladas en Cuba. Entregadas al
vicio y a la perdición a primera vista. Ocultan algo."
La educación en colegio de frailes se resentía, quebraba por todas
partes y aceleró súbitamente los mecanismos mentales de defensa:
"Ahora comprendo por qué Fidel es amigo de los comunistas. Los rusos
tomaron Cuba como nido de reciclaje de espías. Del frío de Siberia a la
exuberancia del Caribe. Los cubanos vendieron Cuba a Rusia a cambio
del petróleo y ayuda técnica que les negaban los americanos, de igual
manera que los alemanes han comprado las islas guanches a cambio del
calor y del sol. Un lío.
"Lo que está claro, diáfano, absolutamente transparente, es que las
croatas buscan algo más que sexo. ¡Coincidencia! El artículo que Satokato estudiaba en ratos libres, coincide con la revista que una de ellas
escondía en el cajón de la mesa del bungalow del camping: Dopaje
Génico; y además una católica no peca a botepronto, y más, camino de
Roma, para recibir la bendición urbi et orbi. O quizás pecaron por
eso…, porque, con confesarse ante Dios en la Plaza del Vaticano que
habían pecado a gusto… con la bendición apostólica, pecados perdona33
dos, y ¡hala!, a correr y a pecar al día siguiente otra vez cual fiera en
celo. Aunque estas católicas, venidas del régimen comunista, tal vez no
pecan, o, más exacto, el sexo no es pecado, sí virtud, gozo, placer, bienestar, felicidad y amor.
"Recuerdo que la mayor comentaba con Satokato (que es un cabrón
redomado), y él le explicaba que los bardos somos, oficialmente, católicos; y que unos pecan y otros no; y él estaba en el bando de quienes no
pecan haciendo el amor, que así llamaba el sinvergüenza al fornicio y
cutre refocile, exagerado y prematuro, con moza recién conocida.
"Llegar y mojar, ¡hala!, sin más miramiento…
"Estas buscan algo más. Preguntaron, sin más, sin venir a cuento,
como quien no dice nada, si fumaba porros o alguna pastillica, ya sabes,
para mantenerse en forma en el ejercicio, y yo, que como soy tan inútil
y mentecato, pensé que me lo preguntaban por deportista; pero seguro
que lo decían por lo del folleteo… que no pararon día y noche.
"Pero tampoco debe ser por eso, porque también hablaban mucho
sobre otros temas.
"Pero, en fin, lo que está muy claro es que algo más se traen entre
manos estas beldades; pero sean lo que sean, espías o golfas, están más
buenas que el pan. Y yo aquí, como un tonto, a dieta."
El paisaje verde de los montes, y la brisa del Mar Adriático los sumió en el relax que necesitaban tras el ajetreado tramo último del viaje.
Las croatas habían señalado en el mapa el itinerario más rápido y
hermoso hasta llegar a casa de sus abuelos, y la forma más cómoda de
cruzar Croacia. Del resto se encargarían su abuelo y su padre.
Decidieron evitar ciudades, grandes centros urbanos, y limitarse a su
itinerario. Si todo iba como estaba previsto, volverían a deshacer el camino, una vez finalizados los Juegos Olímpicos, y entonces dispondrían
de tiempo para la visita turística de ciudades, museos, monumentos y altas montañas, ruinas de guerra, fosas comunes y cementerios.
34
Un pinchazo quebró la alegría, pero sirvió para que el fotógrafo Segis iniciara el destape de su arte, su gracia y su sal.
Para evitar mancharse las manos en el rudo trabajo del cambio de
rueda, sacó la cámara, y fotografió todo lo que se movía y estaba quieto:
el aire, las olas, el ocaso y el bosque. Embrujado por lo que creyó
ciervo, cruzó la carretera, penetró en el bosque, y persiguió con su cámara al escultural animal, y no paró hasta que no encontró la luz y la
postura artística. En un riachuelo, cruzado por los últimos rayos del sol,
abrevaba mansamente el hermoso cervatillo.
Lo fotografió tantas veces y de tan diversos ángulos, que se le acabó
el carrete.
Satisfecho de su trabajo, respiró profundo y escuchó el sonido del
agua y de la tarde, cual manto de seda de colores al viento, como los
que su madre lo tapaba de pequeño en la cuna del prado, donde dormía,
vigilado por su perro pastor para que ni una mosca se acercara. Esa sensación lo relajó tanto que se hizo de noche sin percatarse de que se hallaba en un país llamado Croacia y que seguramente sus compañeros de
aventura estarían acordándose de todos sus muertos, pues, de nuevo, había desaparecido. Y no se equivocaba mucho. Orientado por la brisa del
mar y por la cuesta abajo que antes había sido cuesta arriba, llegó cerca
de la carretera, y como no se le ocurrió otra manera de evitar que lo majaran a palos, introdujo una estaca en la pernera del pantalón, y gritó:
–¡Auxilio, auxilio! ¡Haced merced y beneficio! ¡Tengo rota una
pierna!
Los compañeros, que lo habían dejado por imposible y habían decidido montar la tienda cerca del lugar del siniestro, junto a una pequeña
playa, oyeron el tenebroso lamento y, mientras Ananías se partía de risa,
Satokato, con harto dolor de sus huesos, respondió:
–¡Lástima te hayas roto la cabeza, el tronco y las extremidades,
cabrón!
35
Fueron a recogerlo y el herido se dejó llevar a hombros por su amigo Satokato, que era más duro que un roble y más grande que un día
sin pan.
Le quitaron los pantalones y el palo, y Ananías preguntó:
–¿Dónde está la rotura, mendrugo?
–No sé. Puede que en la planta del pie.
Se miraron, y echaron a reír, por no matarlo. Eso salvó de un par de
guantazos bien dados al niño caprichoso. Se libró de paliza, pero no de
desnudez integral, sabedores de que el fotógrafo tenía pánico a la visión
de su cuerpo en cueros, con luz, que ni para bañar en casa se desnudaba,
utilizando chilaba de raso para ocultar sus pellejos o traje de baño. Lo
desnudaron y lo lanzaron al mar.
Al Segis le gustó tanto lo de estar desnudo, que desde ese momento
tuvieron el problema contrario: no hubo forma de taparlo ni de que saliera del agua para cenar. Lo abandonaron a su suerte entre las olas del
mar y volvieron a preparar la cena.
Prepararon el camping gas y frieron berenjenas y huevos. El olor
abrió el apetito del fotógrafo y, en pelota, la oveja extraviada volvió al
redil, con más hambre que Dios talento. Con un par de tragos de vino, y
unos porros, durmieron como los ángeles, acunados por el sonido mimoso de la mar.
El trino de pajarillos mañaneros despertó al fotógrafo. Amanecía. La
suave brisa del mar y el olor a sal llamó al fotógrafo a la orilla con su
cámara para registrar aquel amanecer.
Y así lo hizo.
La marea baja, la bruma de las rocas, las gotas saladas que saltaban
a sus pies, reventando la luz y lanzándola al infinito en millón de arco
iris diminutos, llenaron la retina de sus ojos.
A completar la belleza del momento ayudaron las formas de los
cuerpos desnudos sobre la arena de tres parejas que habían dormido y
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amado, cruzados, como si de una danza de gimnasia rítmica con pelota o cinta, se tratara. Se sentó frente al mar y pensó: “La vida es bella.
Sólo faltan tostadas, mantequilla, mermelada y café negro del Caribe.
Y mulata.”
Cuando se hartó de mañana tempranera, se acercó a la tienda, y esperó a que sus colegas despertaran, y conforme salían con la cara rajada
por el sueño, los inmortalizó en blanco y negro, que era como le gustaba
fotografiar a las personas, porque, en su opinión, aunque el alma del
cuerpo es la sangre, y es roja, en las fotos, el alma sale en negro.
Segis sabía destapar el alma de objetos, personas y paisajes. Era
un artista.
En el estudio hacía maravillas con cuerpos de modelos callejeros,
que elegía al azar, cuando algo veía en su rostro o en sus manos mientras les hacía la foto del carnet de identidad, de conducir, de armas o
para biblioteca. No digamos nada en señorita casadera, que enviaba al
matrimonio convertida en reina, princesa, amante de amor imposible,
soñado, pero nunca realizado. Les hacía sentir lo que desearan ser en
ese momento y el día de mañana.
Las sesiones de Segis eran composición, óleo, escultura, un lecho,
un prostíbulo y la selva virgen. Los cuerpos lo volvían loco. Los de los
hombres más. Pensaba que eran más bellos. Esa era la razón por la que
su esposa se marchó de casa y no otra; que amando, Segis, era artista de
primera categoría, caribeño, otentote o zulú, lo que a su chata viniera en
gana; que para eso tenía maestras de amor de primera calidad, con pedigrí. Sus modelos fotográficos no eran sólo de club de alterne, no, también posaban dulces muchachitas que parecían vírgenes antes del matrimonio, pero que contaban en su haber con más kilómetros de vicio que
solteronas de barrio, que se insinúan, mientras desnudan con la vista,
comiendo y chupando caramelos con palo. Y los novios, la mayoría mozalbetes imberbes que creen conquistar el mundo y son simples como
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alpargatas de esparto; lo que hacía pensar a Segis que un hombre sin
mujer no es nada, como una cometa sin cuerda o una campana sin badajo. Y lo sentía de verdad.
Y golpes de cama bisexuales. Y el amor pasional de homosexuales.
Y su abundante promiscuidad. Todo eso, y mucho más, grababa en su
retina y en sus cámaras digitales o sencillas, de las de antes de la guerra,
con trípode de madera y todo, que guardaba como un tesoro, y que le
servían para sacar lo mejor de sí y de sus modelos, bien pagados y con
las cosas muy claras.
Más tarde, sus clientes de Internet agradecían las imágenes, y alguno
pagaba fuertes cantidades de dinero. Otros le enviaban a sus mujeres,
maridos, novias y novios, con notas parecidas a la última: “Todo tuyo.
Devuélvemelo como le gustaría ser.”
Y Segis lo devolvió en cama de a tres, en solitario con hombre y en
solitario con mujer. Y él no participaba casi nunca, pero alguna vez dejaba que la máquina grabara sola y satisfacía las exigencias del cliente,
vestido de romano, con peñacho multicolor en testa, coraza y pancarta
legionaria o indio comanche, en taparrabos y plumas varias de color de
cabeza a rodilla; pero, solamente, con persona muy de misa y rosario,
que eso le daba un morbazo que no podía aguantar. Segis era un sacrílego en eso del amor. Pero se lo pedían y suplicaban gentes importantes
de hábito, sotana y uniforme. La cosa era por demás. Así estaba de desgastado para sus años. Entre el porro, el alcohol y el sexo, sin maquillar,
parecía el cuadro del grito, el insomnio y la desazón. Pero bien maquillado, sin prisa, era el terror de las nenas. Poseía un algo, un tiznado de
abandono y desamparo que arrancaba de las hembras el toque maternal,
y le sacaban el pecho a los pocos minutos de posar.
Y tras los primeros lametones, el otro; y así, hasta el final del deseo.
Segis era un amor. Siempre respondía a las solicitudes.
Pura solidaridad. “La necesidad de cariño es universal” era su lema,
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y ese principio hacía de él la ONG del amor y del placer. “Así es la
vida”, decía, resignado a tanta desventura.
Ananías surgió de la tienda de campaña el primero de los que permanecían dentro. Lo fotografió tal como era, un pedazo de pan cabezón
sin gafas, con los ojos gordos, legañas y carraspera, tapándose las pupilas para que la luz fuerte del Adriático no las dañara, sonriendo a Segis,
mientras decía: “Sácame por el lado bueno.”
Satokato, percatado de la jugada, salió de espaldas, sin ropa a partir
de donde la espalda pierde su honesto nombre. Al instante se oyó:
–¡Cabrón, ponte bien!
El artista consideraba una ordinariez y pendencia mostrar el trasero,
aunque fuera por razones reivindicativas, porque “las nalgas son lo más
hermoso del cuerpo, los carrillos del alma.”
El gesto del reportero le cortó de cuajo la inspiración y, se rebotó,
gritando todo lo que él consideraba miserias de su amigo:
–¿Y te extraña seguir soltero y sin compromiso? ¿Quién va a enamorarse de un ser tan ordinario, tosco y zafio como tú? No sé como
puedes escribir cosas tan bonitas, y poesías, con esa cabeza tan trastornada y esas trazas de mostrenco y sacapotras. Ya me decía tu última novia, antes de marcharse con el médico: “Es un guarro, no quiere más
que hacer el amor. No me deja en paz. No me deja ni soñar con otros
que me gustan tanto o más que él.”
Satokato lo miraba asombrado del efecto invernadero que había causado en el artista su sorpresa. Sabía que lo del trasero le sabía a demonios y por eso se lo hizo, pero no creyó que fuera para tanto.
–Segis, no te pases, que te va a sacudir –insinuó, cariñosamente,
Ananías–. No te vengues con sátiras y libelos.
–Cállate, que esto no va contigo.
Segis no esperaba la revancha de su amigo Satokato que pronunció
la palabra clave para sacarlo de sus casillas.
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–¡Segismundo, ser inmundo!
Y lo volvió a repetir con recochineo:
–Segismundo, eres un Segismundo.
–Cabrón. ¿Te recito los reyes godos?
–Se te han olvidado. Ya no te los sabes.
–Segismundo, Recaredo, Wamba, Alarico, Ataulfo, Teodorico, Eurico, Clodoveo, Leovigildo, Hermenegido…
–¡Basta, basta –gritó Satokato, que te sacudo!
–¿No ves? –respondió Segis, en declamación teatral, aprendida en el
colegio–.¡Puedo colegir, hermano en el Señor, que asaz violencia colma
tu pecho embrutecido! Con razón decía Mercedes, cuando posaba para
las pruebas de la boda, que tomabas el amor como pugilato, como lucha
libre, cual Discóbolo de Mirón. A ver quien lanza más lejos el platillo
amoroso, el deseo y el sexo. Siempre amor con sexo. Eres incapaz de
estar abrazado diez minutos sin besar y sin meterla, guarro, indecente,
pendenciero animal, que eres un animal. Y por eso se escapó con el párroco, que le daba sólo ternura y comprensión.
–¡Eso no es rigurosamente cierto! –replicó Satokato, alzando voz,
siguiendo el tono dramático, expresando con sarcasmo algo muchos
días atrás pensado y rumiado–. ¡No se presentó en la iglesia, el día de
nuestra boda, porque estaba embarazada del cura!
–Pero buen banquetazo que nos dimos –terció Ananías.
–A ver. No íbamos a malperder la comida después de estar todo preparado.
–Hiciste santamente.
–Y lo pasamos en grande. A grandes males, grandes remedios.
–Si alguna vez tengo hijos legales, les pondré nombre visigodo. Todos, menos Segismundo –terminó aclarando el reportero.
–Está claro que contigo tiene más fuerza el apetito que la razón
–concluyó el fotógrafo–. Olvídate de mí.
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–Déjalo tranquilo –suplicó Ananías al reportero, temiendo que la
conversación pasase a mayores.
–Gracias Ananías. Menos mal que tú no eres como esa bestia parda
del amor.
–Quién pudiera ser así –respondió Ananías–. No me importaría nada
ser como él.
–Vaya por Dios. Ahora me explico por qué la Juana te abandonó a ti
también.
–Ella no me abandonó. Lo dejamos de mutuo acuerdo.
–Hasta para eso eres baldragas. Con razón me decía que echando
un polvo abres sólo el ojo izquierdo, por vagancia. Y en el climaterio,
te duermes. Eso sí, sonriendo, pero te duermes. Y siempre tumbado en
el sofá, viendo la tele o en el ordenador, navegando en Internet, chateando con vete a saber quién, juegos de cartas y chorradas de música y
sonido.
–¿Qué mosca te ha picado?
–¡Vosotros!
–Lleva una semana sin emborracharse y sin probar la gracia de Dios.
–Puedo mantenerme sin conocimiento de mujer, en sentido bíblico,
el tiempo que desee, aún en contra de mi voluntad y de mi princesa Estefanía.
–Pues debes querer poco, tal como te pones.
–Si queréis, me la corto ahora mismo.
–No, por favor, que mancharás mucho.
Este razonamiento sorprendió al fotógrafo, y echó a reír. Más tarde
rompió a llorar hasta que casi seca los párpados y los pómulos. Paró en
seco cuando el periodista le dijo:
–Estás más guapo, quedo. Se te están haciendo surcos en la piel y en
la comisura de los labios. ¿Cómo vas a impresionar a bellezas olímpicas
que vas a desnudar con tu cámara?
41
–¿Volveremos a ver a las croatas de Trieste en Atenas? –preguntó
Segismundo.
–Naturalmente. Y serán todo tuyas.
–Son preciosas. ¿Son cariñosas?
–Cariñosas y muy inteligentes.
–¿Podré fotografiarlas?
–Naturalmente.
–¿Tu crees que son trigo limpio?
–Qué cosas dices, Segis. Hemos hablado largo y tendido.
–¿No serán espías?
42
DOPAGE GÉNICO
La terapia génica posee capacidad potencial para
transformar la vida de personas de edad avanzada
y las que sufren distrofia muscular.
H. Lee Sweeney
DIÁLOGO
Y era cierto. Satokato había tenido tiempo de hablar del pasado, presente y futuro con la explosiva alemana de origen croata, católica pecadora a destajo. Todo ello contribuyó a que naciera una relación profunda en muy poco tiempo. Necesitaban mantenerse en contacto.
Ninguno de los dos quería que fuese encuentro pasajero. Ella empezó
por pedir que fueran a conocer a su familia y él, por acceder. Era hermosa y de natural parlanchín. No era veinteañera, como llegó a pensar
el reportero en el primer golpe de efecto. Ya pasaba los treinta.
Pero esa piel tan fina, esos ojos tan enormes verdes, esas carnes
prietas, macizas, y ese pelo rubio de sol y de raza, la hacían más joven.
A esa edad, pensaba el periodista, no hay quien supere la belleza de una
mujer; aunque su abuelo le había dicho muchas veces, que las mujeres,
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cuando más hermosas están es cuando han parido y han cumplido los
cuarenta.
A tanto no llegaba, pero el reportero, siempre que salía a colación el
tema, confirmaba la teoría del abuelo.
–No estoy de acuerdo –dijo, firmemente, Segismundo
Y Ananías le increpó:
–Qué sabrás tú, pardillo, de esas cosas.
–A no decir que todo se sabe. En el estudio de fotografía pasan más
cosas de las que tú crees.
–No me asustes a Ananías, criatura diabólica –añadió Satokato–.
Nunca me has hecho ninguna proposición deshonesta…
–¿No sabes hablar de otra cosa que de sexo? Eres un obseso –replicó
Segismundo.
–¿Prefieres que hablemos de guerras, de violaciones, de torturas,
del paro, del trabajo precario, de maltratos de pareja, del Vaticano, de
la ley que autoriza la tortura en Israel, de las madres bomba de Palestina, de la invasión de Irak, de los numerosos genocidios africanos, de
la mutilación del clítoris, del SIDA, de los cinco millones de niños que
mueren de hambre, de la Rusia que masacra georgianos, chechenos y
a sus mariachis? ¿O del modelo USA democrática imperial, que condenada a muerte y mata a su gente y encierra, y tortura, en cárceles
ilegales fantasma, fuera del país, a presos de todos continentes, traficando con ellos y subcontratando torturadores? "Si quieres que desaparezcan, llévalos a Egipto; si quieres que canten, a Siria; si esto y
más, legalmente, a Israel", me explicaba y confesaba el otro día un
agente secreto.
–Habla de deportes, que es lo tuyo, y déjate de pamplinas.
–Me paso la vida hablando y escribiendo sobre el deporte. Es mi trabajo. ¿Puedo descansar al menos una semana al año?
–Bueno, bueno, habla de lo que quieras.
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Menos mal que llegaron al cruce que les había marcado en el mapa,
desde donde a solamente cinco kilómetros se encontraba el pueblo y la
casa de sus abuelos.
La estrecha carretera de montaña los llevó a una explanada enorme,
a sus ojos como una aparición.
–Este país engaña. Está junto al mar y es montañas.
–Más de la mitad es montañoso. Pero ya ves qué explanadas y qué
prados.
–Y qué casas rurales. Yo pensaba que era un país pobre. Por la construcción, se puede colegir que este pueblo es una zona residencial de
chalets.
–Alejandra me dijo que era un pueblo de campesinos.
–Lo diría para tomarte el pelo.
–No, no. Es muy seria. Me dijo que el pueblo es una cooperativa de
labradores desde los tiempos del socialismo de Tito.
–No puede ser. A esto que contemplan nuestros ojos, en la Europa
civilizada, se le denomina chalet de piedra y madera noble, en zona residencial, por lo que se paga al menos un millón de euros.
–Zona rural sí que debe ser. Y cooperativa. Mira aquel pastor debajo
de aquel árbol solitario, en medio de ese inmenso prado donde pastan
vacas, caballos y ovejas. No hay vallas en ninguna parte.
–Esto es un misterio. Parece el cuento de Alicia en el país de las maravillas.
–El abuelo de Alejandra nos lo explicará. Todo en la vida tiene una
explicación.
–Menos amor y muerte –remató Segismundo, mirando absorto el
verde del prado y las ovejas, mientras tarareaba–: "Tengo una ovejita lucera, que de campanillas le he puesto un collar.”
El fotógrafo pidió detener el coche y descendió con su cámara de vídeo. Tumbado y de pie, decúbito supino y en cuclillas, saltando y con45
torsionándose cual bailarina con el aro y maza, gravó paisajes. Sudoroso, el artista atendió a los requerimientos de Ananías:
–Príncipe encantado, hazme una foto junto a mi novia amarilla.
–Lo siento, se ha acabado la batería.
–Otra vez será.
El abuelo Luka y su esposa, avisados de la visita, esperaron en el
porche del chalet caserío.
Un hombre afable y una mujer cariñosa y simple, amor tierno de
ochenta años.
Los recibieron cerca de una gran caldera de bronce sobre llamas, en
cuyo interior hervían botes de cristal, y coligieron que embotaban tomate que acercaba otro hombre maduro, tal vez el padre de Alejandra e
Ingrid, y un muchacho más o menos de su edad, que podría ser el hermano de Alejandra e Ingrid.
–Buenas tardes, Satokato –dijo el abuelo, estrechando la mano del
periodista.
Los tres fueron pasando por las manos de los hombres sudorosos, y
por los besos de la abuela, que también saludó a los tres por sus nombres propios.
Desde el primer momento se encontraron tan bien que no se dieron
cuenta de que los interpelaban por sus nombres propios sin haberlos
visto nunca jamás.
–Sentaos y tomad una cerveza –dijo el abuelo–. Hace calor.
Se sentaron y refrescaron, mientras la familia finalizaba el trabajo
del tomate, se aseaban, y se acercaban a la mesa para cumplir con los
visitantes.
Los visitantes, tras sentarse, depositaron sobre la mesa cuanto portaban. Segismundo, cámaras de filmar y fotografiar; Satokato, los regalos;
y Ananías, la cartera raída que contenía el ordenador personal y artilugios mil, que no dejaba más allá de diez metros de sí.
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Tomaron cerveza y disfrutaron de su frescura y agradable sabor.
Les supo tan buena, que Segismundo, que nunca había tenido el
menor sentido del ridículo ni de la oportunidad en sus actuaciones,
preguntó:
–Abuelo, ¿a que esta cerveza la ha fabricado usted?
–Efectivamente. La hemos elaborado mi esposa Nadia y yo.
–Se nota. Estas cosas sólo las saben hacer los viejos de antes y
en casa.
Ananías, que era el traductor de Segismundo en esa ocasión, antes
de traducir, se dirigió al fotógrafo y le interpeló cariñosamente:
–Segis, cuántas veces he de decir que viejos son los trastos, no las
personas, y mucho menos abuelos como estos.
Tradujo cambiando las palabras y el abuelo agradeció, llenando de
nuevo las jarras de cerveza.
Satokato miró a Segismundo, a quien se le estaba llenando la cara de
felicidad por el alcohol que estaba entrando en sus venas con las cervezas, y le dijo:
–La última. Da cualquier excusa, pero no bebas más.
–¿Y cómo voy a decir que no quiero más después del piropo que le
he echado al abuelo?
–Muy sencillamente; diciéndole que eres alcohólico anónimo.
–Y tú, un cabrón.
–No empecemos. ¿No ves? Ya está haciéndote efecto en la cabeza la
primera cerveza.
–Si me la he tomado de un trago.
–Por eso. ¿Te crees que el abuelo no se ha dado cuenta?
El abuelo, oyó perfectamente lo de "alcohólico anónimo", que es parecido en casi todos los idiomas, aparte de tener conocimientos de cubano, y dijo:
–Si alguien prefiere agua, traigo ahora mismo.
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–Este –respondió Satokato, indicando a Segismundo–. Ha tenido
descomposición esta mañana y no le va a sentar bien más cerveza.
Segismundo, que no había entendido ni una palabra de inglés, pero
adivinaba las intenciones, preguntó, agarrando con fuerza el asa de la
jarra, rebosante de cerveza:
–¿Qué has dicho?
–Que no te encuentras bien. Y ahora, con disimulo, levántate, tropiézate y haz que esa cerveza caiga al suelo o digo que eres alcohólico anónimo y violador de menores.
Segismundo hizo caso, no sin atravesarlo con la mirada, con rabia,
deseándole la muerte; se levantó y mientras cantaba, simulando estar
borracho:
Apañando tomates
te he visto el culo.
No he visto tomatera,
que eche tanto humo.
Se tropezó y derramó toda la cerveza encima de Satokato.
–Cabrón –farfulló el periodista al fotógrafo, que, con cara de niño
que nunca ha roto un plato, añadió:
–Perdón, amor mío.
La abuela se apresuró a dar un paño limpio de cocina a Satokato, y
secó su pelo, sus orejas y su cara.
–Gracias, abuela.
Ananías se tapó el rostro para que no se notaran sus carcajadas; y
quienes resultaron ser padre y hermano de Alejandra e Ingrid, se apresuraron a llenar de nuevo la jarra, y el abuelo les dijo:
–No quiere más.
Más relajados y sonrientes, brindaron, levantando las jarras, por la
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familia y por los visitantes, tantas veces como personas había en la
mesa, que eran siete, chocando las jarras rebosantes de cerveza, menos
la de Segismundo, vacía y seca.
Convencido de que no tomarr bebida alcohólica era lo mejor para él,
antes de cada brindis repetía:
–Os estáis embruteciendo con las drogas y con el alcohol.
Mientras, para olvidar, fotografiaba aquellos inolvidables momentos, como él sabía hacer cuando estaba borracho de belleza.
Y aquel lugar, aquella familia y sus amigos, lo eran.
Satokato entregó los regalos del Vaticano y el Papa de Roma al
abuelo. Lo pasaron de mano en mano, no sin antes besar, y santiguarse,
la abuela.
La abuela Nadia le había dado al jarro tanto como los demás y se notaba que estaba emocionada por la presencia del Papa en la fiesta.
Desde ese momento no bebió más, y se dedicó, hablándose sola, en
ruso, a poner comida y vodka, como para un ejército.
Comieron y bebieron hasta reventar.
El fotógrafo, entre trago y trago de zumo de melocotón, melón, sandía, pera, albaricoque o manzana, a elegir, casero, fotografió los rostros
en estado de euforia, como lo hubiera hecho Durero con el pincel, al detalle, sacando del sótano las almas a volar.
El abuelo convocó a sus vecinos y vecinas, que se acercaron con instrumentos de música: violín, bandurria, acordeón, tronbón de varas;
piano no, porque el abuelo tocaba el suyo. Con la música vino la noche.
La abuela preparó las camas con olor a manzana en sus sábanas, y a
rosa en la estancia.
Segismundo se quedó sentado en el porche, a la luz de la luna creciente y sonora, junto a una muchacha que le entendía y que tampoco
bebía alcohol porque era diabética.
–¿De dónde eres?
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–De Beijing, Pekín. Voy camino de Atenas, a Juegos Olímpicos. Estoy pasando unos días en casa de amigos de mi padre, que es preparador
físico, y es amigo del señor que toca el violín. Vivió en nuestra casa en
tiempos de la Unión Soviética.
Segismundo no había entendido la mitad de la mitad, porque la
china hablaba cubano, y le pareció bien, ya que era la única persona que
desde el principio no bebía alcohol. Y aunque era china, algo tenían en
común.
Cuando constató que lo entendía, se sintió salvado. Ella, para aliviar
penas del fotógrafo por no poder acompañar a sus amigos en la borrachera, comentó:
–Estar rodeado de borrachos que cantan, y no probar ni gota de alcohol, es un problema serio, si no estás convencido de que si bebes puedes
morir o pasarlo muy mal; tan mal que no merece la pena.
–Se pasa bien observando la cantidad de tonterías que hace uno
cuando está contento, eufórico y mamado, tres estadios de la escala Baco.
–Los antropólogos tendrían menos duda del origen simio de la Humanidad si lo estudiaran en estado de embriaguez –dijo la china, sonriendo a Segis, que no oía lo que le decía por el ruido y por el embeleso
que le producía una china de las de verdad, de la China, pieza de porcelana, ojos rasgados, piel de polluelo, naricilla breve en su sitio, ojos y
pelo negro, hirsuto, manos alargadas, finas, como mandarinas, retrato
de acuarela que nunca había tenido la ocasión de ver tan cerca.
La miraba, sonreía, y la hacía fotos, mientras se enamoraba una vez
más sin respuesta buena aparente.
En la fiesta, la china miraba continuamente a Satokato, quien no se
enteraba de la misa la media, porque cantaba y bailaba abrazado a quien
se pusiera a su alcance, sin reparar en sexo o edad, pero, sobre todo, con
el abuelo, feliz con aquel muchacho grande como autobús de dos pisos.
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Ananías no se movía de su asiento, sin parar de comer, de beber y de
sonreír. En un arranque de fiereza, se levantó y gritó:
–¡Satokato, saca a bailar a Li. El inútil de Segis la tiene aburrida
perdida!
Este entendió “que vayas allí”, no hizo caso, y bailó con la abuela el
chachachá y un vals de Stravinski, o de algún ruso, que el abuelo y los
vecinos entonaron cuando vieron a la abuela feliz bailando con el periodista, tal vez rememorando tiempos jóvenes, cuando el abuelo era tan
fornido y tan bailarín como el joven, que la llevaba en ese momento casi
en volandas, como cuando era bailarina del Bolshoi.
Segismundo, picado por la indirecta de Ananías, le gritó:
–¿Por qué no sales a bailar tú, bola de sebo?
–Porque ella no me lo pide –dijo apuntando con el dedo a una mujer
entrada en años, hermosa de formas, desinhibida de maneras, que enseñaba sin pudor la regata de los pechos hasta el ombligo.
Li preguntó a Segis:
–¿Bailas?
–No sé bailar.
–No importa. Yo te enseño.
Segis siguió los pasos de la china con terrible dificultad, recogiendo
con los pies todas las migas de pan, corchos, papeles y servilletas caídas
al suelo, amontonándolas bajo sus pies, cual replegadera de grano en era
de trilla.
Ella aguantó los pisotones durante tres piezas, hasta que consiguió
colocarse cerca de Satokato, final de sus intenciones.
–Cambio de pareja –gritó el periodista, nada más contemplar la cara
con la que le miraba la china. Tomó a la china en sus brazos y Segismundo se quedó con la abuela, quien, al ver que no podía mover aquel
cuerpo rígido, como palo de escoba, se sentó junto al abuelo, y Segis
aprovechó para respirar junto a Ananías.
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–Vaya ambiente que tienen en este pueblo.
–Ni que lo digas.
–Y es día de labor. Si llega a ser fiesta, vienen hasta con fanfarria.
–Estarán de vacaciones.
–Tal vez.
Después de bailar, reír y hablar un rato, Satokato llevó a Li junto a
Segismundo y Ananías, diciendo:
–Voy al baño.
El fotógrafo aprovechó la ocasión para invitar a pasear a la china y
ella se lo agradeció porque le empezaba a doler la cabeza.
Ananías permaneció sentado, y bostezó, presa del sueño. Cuando el
reportero volvió del baño, roncaba sobre el pecho peludo, y dándole
palmadas cariñosas en la cara, Satokato le cantó:
Vamos a la cama,
que hay que descansar,
para que mañana
podamos madrugar.
Buenas noches.
Le dio un beso sonoro y Ananías, autómata mimoso, se levantó, y,
apoyado en su amigo, echaron sus cuerpos borrachos al catre.
A la mañana siguiente, cuando despertaron, el sol estaba alto. Era
mediodía. Olor de asado se colaba por las ventanas y ese despertar les
alegró el cuerpo. Después de asearse y desayunar leche de vaca de la de
verdad, de la de casa, con nata, el abuelo los llevó a un cobertizo donde
asaba cordero a fuego lento.
El hermano de Alejandra e Ingrid daba vueltas pacientemente a la
manivela del pincho, que ensartaba al animal, ya en punto de cómeme.
Mientras se turnaban a manivela, hablaron de todo. Sobre todo abuelo y
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nieto, ante el asombro de visitantes, que descubrieron cosas inauditas e
inverosímiles.
Salvo el reportero en viajes de guerra, la vida había transcurrido sin
más preocupación que su ombligo, y algún fracaso sentimental.
El cobertizo lo presidía una bandera roja con la hoz y el martillo. La
bandera daba mucho al ojo y, como es natural, la primera mirada después de saludar al abuelo y a su nieto, atentos al cordero, fue a la bandera.
–No os preocupéis –dijo el abuelo–. Es la bandera comunista. Es la
bandera del tercer batallón al que yo pertenecí. Los comunistas no nos
comemos a nadie.
Segismundo, para arreglar las cosas, respondió:
–No se preocupe abuelo, mi abuelo es todavía una cosa peor, es
anarquista.
El ingeniero y el periodista se miraron, y Ananías dijo:
–De perdidos al río.
Y tradujo al pie de la letra, mientras Satokato insinuaba:
–¿Por qué no piensas antes de hablar?
–¿Y ahora qué pasa? Es verdad. Mi abuelo dice que es anarquista.
–El ser anarquista no es ni malo ni bueno –replicó el abuelo, en cubano. Lo importante es pensar y ser algo, lo que sea. Lo horrible es ser
nada, masa informe, carne de cañón. Como esta juventud de ahora, que
no es “ni chicha ni limoná”.
–Abuelo, no empecemos –replicó el nieto–. Que no me he metido
contigo. Que no he abierto la boca.
Los visitantes constataron que aquel viejo era un guerrero, y que le
encantaba provocar. Satokato se apercibió la noche anterior cuando entonaba canciones revolucionarias y la mitad de los asistentes a la fiesta
no sólo no seguía la canción sino que gesticulaba en contra, pero terminaban aplaudiendo el furor y el fervor de los viejos del lugar.
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Segismundo comentó por lo bajo:
–A mí, si me pregunta qué, le contestaré, por si acaso, que más que
él, que soy terrorista.
–Contesta lo que te dé la gana, pero a mí déjame en paz –respondió
Ananías.
–¿Qué os parece la caída del muro de Berlín? –inquirió el viejo.
–Bien, contestó el nieto.
–A ti no te he preguntado –replicó el abuelo–. Les pregunto a ellos.
–Y si no quieren contestar, ¿qué?
–¿Por qué no van a querer responder? Son libres. Vamos a suponer
que piensan como tú, y dicen que bien –prosiguió el abuelo–. Entonces,
lo más probable, como la mayoría de la parte occidental, pensarán que
la unificación de Alemania fue un acierto. Y yo pregunto: ¿dónde están
los “paisajes floridos” que prometió el presidente Helmud Kohl?
¿Dónde están los puestos de trabajo de millones de alemanes del Este
(los Ossis), que están sin trabajo y sin vivienda? ¿Dónde está la sanidad
gratuita y eficaz como la de antes de caer el muro? Obras son amores y
no buenas razones.
Diecisiete millones de personas saben que la RDA no era sólo la
Stasi (policía) y los coches Trabant. Aquí tienes jóvenes que saben admirar lo antiguo –siguió diciendo el abuelo, señalando la tartana, el bajel amarillo, aparcado frente al corral–. Aquí tienes jóvenes que aprecian lo que el pueblo ha utilizado para trabajar y disfrutar.
Esta razón, dicha con entusiasmo de luchador de batallas en la segunda guerra mundial contra los nazis, abrió los ojos de los viajeros.
Ahora se explicaban la razón del entusiasmo de sus amantes en el camping: el coche amarillo. Y que el abuelo hubiera invitado a vecinos y
amigos a conocer a los amigos de sus nietas.
El viejo comunista siguió explicando sus opiniones, entusiasmado, a
pesar de que el nieto sonreía, susurrando:
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–Abuelo, otra vez la batallita, no; por favor, ten piedad de mí y de
estos extranjeros, que no tienen la culpa de que nazis y comunistas hayan existido. Que a nuestra generación nos importa un pito.
–Ya sabemos que el comunismo, en manos de los soviéticos, se convirtió en burocracia de los trabajadores –prosiguió el anciano–, pero con
ese régimen, las gentes de traza hablaban entre ellos, se reunían, cantaban y bailaban juntos, como lo hicimos anoche, y lo haremos hoy. No
hacía falta competir más que para hacer mejor el trabajo. La gente vivía
tranquila.
–Y los siete millones de fichas de la Stassi, ¿qué? –preguntó, alzando la voz el nieto, visiblemente molesto.
–Diecisiete millones de personas hemos vivido la experiencia de los
dos lados del muro, y podemos opinar con conocimiento de causa. En
esos tiempos te llevaban a la cárcel por decirle cerdo al presidente. Pero
si le decías cerdo a tu jefe de trabajo, no pasaba nada. Aquí, en la democracia del oeste, si le dices cerdo al presidente, no pasa nada; pero si se
lo dices a tu jefe de trabajo, quedas sin empleo. Y no sé qué es peor, estar sin empleo y sin dinero en un lugar donde sin moneda no se es nada,
un cero a la izquierda, o ir a la cárcel por desahogarte.
–Eres un nostálgico, abuelo.
–Un poco, sí. Pero no olvides que gracias a ello vives bien en esta
parte del muro.
–Vivo de mi trabajo.
–Tu trabajo, recuerda que es una agencia de viajes que monté yo
para que los nostálgicos satisficieran su sentimiento viajando en coche
Trabant, escuchando canciones de época y discursos de los antiguos dirigentes, visitando casa museo con todos los elementos que usábamos
en aquellos tiempos, etc., etc.
–Cierto. Tú también ganaste y ganas un buen dinero con ello.
–Pero somos cuatro, quienes han tenido una idea y han podido se55
guir adelante y ganarse la vida en este lado. De periodista hubiera ido
al paro directamente. Amigos míos, profesores de institutos y universidad, terminaron lavando coches en el otro lado del muro, en Rusia y
en las Repúblicas de la ex Unión Soviética. O emigrando, para comer
un trozo de pan negro. El nuevo gobierno democrático no tenía dinero
ni para pagar a los funcionarios. De repente, las riquezas del país más
rico del mundo desaparecieron como por encanto: ¡Viva la Democracia capitalista!
Satokato empezaba a sentirse afectado por la brutalidad manifiesta
de las declaraciones del abuelo, temas de los que había oído hablar, pero
que no había prestado atención, como tantas cosas que se oyen cada día,
que de tanto oír, es como quien oye llover.
El reportero, metido de voz y de coz en la pendencia, recordó que se
había dejado en el tintero una pregunta:
–Abuelo, estas casas, estos chalets, ¿desde cuándo están hechas?
–Se hicieron en tiempos, cuando Tito era presidente de Yugoslavia.
Viviendas dignas para campesinos que trabajan la tierra. Eso son obras
y amores y no sólo buenas razones.
En aquel momento apareció por la soleada puerta del cobertizo la silueta de Li, que no podía aguantar más sin ver a los extranjeros, sobre
todo a Satokato, que la había dejado con los ojos chiribitas, cuando al
despedirse le dio un beso tonto. Y ella, como respuesta le dijo: "me gustas mucho". Pero como no estaba segura de si la había oído con el ruido
de la música o porque con lo tímida que era casi no le salió la voz de la
garganta, estaba dispuesta a decirlo hoy más alto y más claro; y si hiciera falta, más intimo, que no había podido dormir en toda la noche
pensando en ese tipo tan extraño y a la vez tan atractivo para ella.
–Aquí está el futuro de la Humanidad –dijo el abuelo, señalando a la
muchacha–. Mira qué hermosura.
–Buenos días –dijo Li– saludando con la mano en alto.
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–Buenos días, hermosa criatura –respondió el abuelo, mientras dejaba el vaso de vino en la mesa.
Segismundo, que estaba dando vueltas al cordero, cuando vio a la
muchacha china paró y la carne empezó a oler a chamusquina.
Ananías le relevó, diciendo:
–Bebe agua, que tienes sed.
–¿Quieres sentarte y tomar un aperitivo? –preguntó el abuelo.
–Bueno –respondió ella, tomando asiento junto a Satokato, frente al
abuelo.
–¿Queso y un poco de vino o cerveza?
–Prefiero agua.
–Como estaba diciendo, aquí tenéis el futuro de la Humanidad.
El nieto cantó una canción minera que había aprendido del abuelo
brigadista:
quel futuro e muy oscuro,
quel futuro e muy oscuro…
ahahahahah…
trabajando en el carbón.
–Chis pum –finalizó Ananías.
–No debes tomar a broma lo que digo, querido nieto. Ella todavía
vive en el sistema comunista chino, que evoluciona lento, como es
costumbre en China, desde tiempo inmemorial. El pueblo chino es un
pueblo sabio. No como el ruso (sus dirigentes), que todo lo quieren resolver con, como se dice ahora, “terapia de choque”, que es, ni más ni
menos, la prisa por arrancar a dentelladas las inmensas riquezas de
Rusia y países satélites, comprando al precio que sea a dirigentes;
echando toneladas de miles de millones de dólares en los bolsillos de
nuevos dirigentes y las mafias, para romper el cerco de la Rusia co57
munista, que se podría como los peces, desde la cabeza, desde sus dirigentes, desde la burocracia.
–Abuelo, tenemos hambre.
–No te vayas por los cerros de Úbeda y escucha –dijo Satokato a Segismundo, que ya no escuchaba al abuelo, embelesado por el busto de la
china–. Saca una foto de este momento, por favor.
Segismundo se puso de hacer fotos como una manga. Hasta que terminó el carrete. Mientras, el abuelo finalizó su discurso:
–Ellos aprenderán de nuestros errores y enseñarán a la Humanidad
lo bueno del comunismo, despiojado de burocracia. El motor de la sociedad del futuro no será el consumismo sino el Conocimiento. La competencia no se convertirá en navajazo trapero y se repartirá más y mejor.
Atentos. Ella es el futuro. Y hay mil trescientos millones como ella en
China. ¡A comer!
–Menos mal –remató el nieto, pidiendo ayuda a Satokato para transportar el cordero asado, que presentaba pintas de desmayo.
–En conclusión –replicó Segismundo, que no había abierto la boca
desde hacía mucho rato y esta vez acertó la medida (metro) exacta de
las palabras–, que lo de antes no era tan malo y lo de ahora no es tan
bueno. Que, como dice mi abuelo, no es lo mismo predicar que dar
trigo. También dice que los alemanes del Este son alemanes de segunda
porque son pobres; y que, en esta vida, lo único que no se puede ser es
pobre, porque te putean hasta los que dicen que te quieren.
Asombrados sus colegas por la brillantez del fotógrafo, aplaudieron
con entusiasmo y el abuelo también.
Los vecinos acudieron al banquete. Aportaron la especialidad de
cada familia, convirtiendo aquella mesa, y la cocina, en un festival gastronómico.
Li tuvo la destreza femenina de colocarse entre Ananías y Satokato,
frente a Segismundo.
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Comieron, bebieron, cantaron, bailaron y hablaron. Para evitar a Segismundo, que no hacía más que mirar a las tetas de la china, de vez en
cuando, Ananías animaba al fotógrafo:
–Saca unas fotos de estos acontecimientos. Fechas memorables que
pasarán a anales de la Humanidad. Serás testigo y notario que dará testimonio de tales epopeyas.
Y él, que se sentía eso y mucho más, fotografiaba a ancianos y ancianas, niñas y niños, adolescentes, casaderas y solterones; padres y madres, viandas y mobiliario, que a todos desnudaba de alma, como era
costumbre, con su innata destreza.
Pero a quien mimaba con la mirada de su cámara era a Li, que lo tenía en un sin vivir. Ella sonreía con la sonrisa de los domingos, mientras
acariciaba el muslo de Satokato bajo la mesa, que tuvo que llevarla al
bosque cuando todos estaban agotados de cantar, de reír y beber, con
permiso de Segismundo, que entendió el mutis por el foro, porque le explicó que ella tenía que contarle un secreto sobre el dopaje de los deportistas de élite.
Al día siguiente, marcharon hacia Dubronic acompañados de Li, que
decidió ir con ellos hasta Atenas.
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Pero, ¿podrá el dopaje génico
cambiar la naturaleza del deportista?
JRONOS
Por aquella pintoresca ciudad pasó el tiempo (jronos) dejando el
poso de lo bello, de la piedra tallada, del diseño de calles señoriales para
el comercio. Los blasones y pendones asombraron los ojos del fotógrafo
y sacó fotografía, uno a uno, con intención de hacer álbum y mostrar a
vecinos y comerciantes de su barrio, para que aprendieran a trasformar
una calle medieval en museo y comercio, en incunable, en pergamino,
en monje dedicando la vida monacal a ilustrar papiros traídos de Egipto
o Mesopotamia, liviano negocio el lugar de procedencia del papiro, si el
resultado es convertir calle de piedra labrada en antesala y paseo de
cielo y mar. "¡Musas, diosas y sirenas están nerviosas por escapar de las
redes para pasear por esta ciudad hecha de ensueños despiertos!", declamaba el fotógrafo, mientras colocaba a Li, de modelo, en todas y cada
una de las instantáneas.
–¿Estás casada? –le preguntó el fotógrafo a bocajarro, sin previo
aviso, después de fotografiar el atardecer.
Y ella contestó:
–¿Y tú?
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–Sí, pero no.
–No, pero sí –añadió ella.
Esta ambivalencia calculada de la respuesta lo dejó perplejo, y ya no
disparó más fotografías. Quedó pensativo, no sabiendo que traza dar a
su relación con la china.
–Aunque sé que la alabanza propia envilece, puedo decir que soy un
buen fotógrafo.
–Estoy segura de ello. Amas tu profesión.
La palabra amor le produjo calambre y para evitar el rubor de la desesperación, cayó en un profundo silencio. Ella marchó hacia la playa y
él se reunió con sus amigos.
La noche anterior, Ananías estuvo al tanto de todo movimiento,
hasta que se durmió sobre el pecho, y fijó en la memoria y retina todo lo
que se movía a su alrededor como una cámara oculta.
El fotógrafo no creyó al periodista cuando le dijo que no había pasado nada con Li, que sólo habían hablado de deporte, de dopaje y de
técnicas modernas para los futuros Juegos Olímpicos de Pekín (Beijing), que apuntaban hacia células madre. Satokato aseguraba que había
sido contacto profesional:
–Sólo estuvimos cogidos de la mano, con los dedos entrelazados.
–¿Y nada más? –preguntó Ananías, con cara de broma, mientras Segismundo ponía cara de pocos amigos y de no creer palabra.
–Nada más.
–¿Y cómo aguantaste? –prosiguió Ananías.
–No necesitaba más –respondió el reportero.
–¿Y ella?
–Tampoco.
–Voy a probar, dijo Ananías, ante la mirada atónita del fotógrafo–. A
ver cómo responde.
–Ni se te ocurra –replicó Segismundo.
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–¿Por qué? Ayer, en varias ocasiones me acarició por debajo de la
mesa –afirmó Ananías.
–¿A ti también? –inquirió el reportero, sonriendo.
–Entonces, ¿qué busca de nosotros? –preguntó el fotógrafo.
–Me parece un poco tonto que nos provoque a los tres, sabiendo que
somos amigos y que antes o después vamos a saberlo –concluyó el reportero.
–¿No será que las chinas son así? –analizó Segis–. ¿No será que necesitan tocar y acariciar a dos manos y para ellas no es pecado ninguno?
–Déjate de pecados ni tonterías. Esta, lo que quiere es enfrentarnos a
los tres, dividirnos –replicó Satokato.
–¿Para qué? –preguntó Ananías.
–Será masoquista –concluyó el reportero.
–Será espía– afirmó el fotógrafo.
–Deja que esta noche duerma conmigo en un hotel y mañana te lo
diré. Hay que obligarla a hablar –sugirió el periodista.
–Buena idea –confirmó el ingeniero.
Ananías se acercó a Satokato y bajó la voz, aunque Segismundo ya
se había distanciado un buen trecho para no escuchar lo que él consideraba imaginaciones de Ananías para picarlo y ponerlo de mala leche; en
broma, pero a él esas bromas lo cabreaban mucho. Dirigió la mirada al
horizonte del mar para relajar su inquietud amorosa, oteó a la china camino de la playa y fue corriendo en su búsqueda.
–Yo me encargo de tranquilizar a Segis. Le diré que ella tiene una
información valiosa para ti, documentos importantes, que necesita mostrar esta noche. Que la policía secreta del Canadá está tras ella.
–No le digas que la policía secreta del Canadá está tras ella, porque
se va a mosquear, y va a pensar que es mentira. De la policía del Canadá
se dice la policía Montada, no, policía secreta.
–No. A este le gustan mucho las películas del oeste y de espías. No
62
te has fijado que muchas veces grita: ¡Yuju! ¡Viva la policía Montada
del Canadá! Si ahora, además de montada es secreta, le va a encantar.
–Allá tú con tus películas. Yo iré al hotel con esta pájara, a ver qué
pretende.
–Será una costumbre china.
–Y dale con las costumbres chinas. Será puta.
–¡Qué burro es! No debía haber dicho que me metió mano a mí
también.
–Calla, que me sublevo. Yo que pensaba que me estaba enamorando
por primera vez en la vida.
–Lo mismo dijiste de la nieta del abuelo croata. Esta será Geisha.
–Calla. Esas son las japonesas.
–¿Le viste ayer los pies?
–Creo que sí. Hubo un momento que se quitó las sandalias.
–¿Te has fijado si tiene los pies reducidos?
–Como tú la molondra, cabezón.
–¡Uy, chico!, qué fuerte te ha dado. Perdona. No pienso hablarte más
de ella.
Poco más tarde, se acercó Segismundo con ella de la mano, como
Romeo y Julieta.
–Bonita tarde, ¿eh?
–Preciosa –contestó el fotógrafo.
–¿Qué habéis hecho? –preguntó Ananías.
–Fotografías en la playa y en la mar, al crepúsculo –contestó ella–.
Es un artista consumado.
–¿Desnuda? –inquirió Satokato.
–Qué cosas dices –respondió el fotógrafo–. La virginidad no se desnuda hasta el matrimonio.
–Como aquella que no fue a la boda porque estaba preñada del cura,
¿no? –comentó Ananías, con aviesa intención.
63
–¿A quien le ocurrió? –demandó ella.
–A Satokato –respondió, sin pensarlo, Segismundo.
Ella se enterneció, y echándose al cuello de su periodista favorito,
con mochila china y todo –dijo, abrazándolo–:
–Pobrecillo oso Panda.
Satokato la abrazó, y se despidió de sus amigos y compañeros de
aventura.
–Segis –dijo Ananías–, no pongas esa cara de bobo y cierra la boca,
que te van a entrar moscas.
–Se marcha con ella. ¿Por qué, si a quien ama es a mí? Me ama.
–Está disimulando que está enamorada de él, y van a pasar la noche
en el hotel, porque ella tiene un secreto muy gordo que contarle, y como
teme que la policía secreta del Canadá la descubra y la secuestre, se
ocultarán en el hotel como si estuvieran casados, bajo el nombre de Satokato Miramoto.
–No se dice policía secreta del Canadá. Se dice policía Montada de
Canadá, con mayúsculas. ¿Tú crees que vendrán, con uniforme y caballo, los policías montados del Canadá?
–No lo sé. Pero si vienen en misión secreta, igual no.
–Ah, bueno.
La china, de porcelana templada, y el periodista, enfilaron al hotel
más cercano, como si tuvieran prisa por declararse.
Ella entró al baño y él se relajó en el sofá individual, cuyo respaldo
sólo alcanzaba a la mitad de su espalda.
Desamparó la nuca en suspenso para relajar vértebras. Ella observó
la tensión cervical, y le susurró al oído, mientras acariciaba su espalda:
–Mis masajes corporales son milagrosos. Si esto no es suficiente,
aplicaremos acupuntura.
–Haz lo que quieras conmigo.
–Túmbate desnudo en la cama.
64
Satokato se tumbó en el lecho florido, tripa arriba, desnudo, con
principios de alzamiento de miembro reproductor, en estado de emergencia.
Ella, inmutable, al menos a primera vista, vestida con albornoz
blanco, ordenó:
–Boca abajo. La espalda está en el otro lado.
–Es verdad. Se me había olvidado.
La sesión de masaje corporal empezó suave, con las manos, y terminó a gritos con manos y pies. Cuando Satokato estaba tierno y relajado cual higo maduro, ella susurró:
–Ahora, toca bañera.
–Lo que quieras, mi amor.
En el cuarto de baño había, además de bañera, un banco de madera
ancho y largo. Ella lo tumbó en el banco y empezó a sobarlo como la
masa de un pan cabezón, meneándolo y dándole vueltas de aquí para
allá, de allá para acá, de costado, de frente, de cabeza, de pies, de lomos; de nuevo: costado izquierdo, costado derecho, y el pobre periodista terminó de tal manera que no sabía si lo había relajado o dado un
palizón de muerte.
–Ahora, ducha y a la cama. Allí te colocaré las agujas de acupuntura. Todavía te noto un poco tenso.
–¿Te gustan los hombres así, majados, y a la brasa? –preguntó el periodista en estado de embriaguez lírica.
–Me gustas de cualquier manera.
–¿Y no podríamos dejar la acupuntura para mañana?
–No. El placer exige relajación total.
En ese momento sonó el teléfono de la habitación, y ella dijo:
–Cógelo tú. Será para ti. Nadie sabe que estoy contigo.
–¿Diga? –preguntó el periodista entre sonámbulo y excitado–. Aquí,
“reportajes a domicilio”.
65
–Aquí, la dirección general de seguridad del Estado– contestó la voz
al otro lado.
El periodista despertó de inmediato y dijo, sobresaltado:
–Se ha confundido. Es la lavandería.
Y colgó el aparato. Intentó vestirse, y ella aplicó llave de judo para
inmovilizar. Y lo consiguió.
Sonó de nuevo el teléfono.
–Coge tú –dijo él–, que a mí me da mucha risa.
Ella tomó el teléfono y dijo:
–¿Miiiiii?
–Estamos en la habitación de al lado –respondió la voz al teléfono.
Hemos decidido acompañar por si os pasa algo.
Ella colgó de forma seca, sin decir ni palabra, y él preguntó:
–¿Quién es?
–Segismundo. Está en la habitación de al lado y quiere pasar.
Satokato se cubrió con el albornoz blanco, abrió la puerta, salió al
pasillo, y en la puerta adyacente de la derecha pegó puñetazos como
para tirarla abajo. Salió una viejecita, que, toda sonriente, preguntó:
–¿Ya es hora de desayunar?
–No, es hora de dormir.
En la puerta del lado izquierdo, aporreó de la misma manera y gritó:
–¡¡¡Abre, que te mato!!!
Al otro lado de la puerta se oyó tímidamente la voz de Ananías:
–Relájate, que ya lo he reducido y está en la ducha. Hasta mañana.
Satokato se tumbó de nuevo, esta vez boca arriba y rezongó:
–No digas que me vuelva boca abajo y ven aquí de una puñetera
vez. Dame un beso ahora mismo.
–Primero, las obligaciones; luego devociones –respondió, mientras
colocaba las agujas en los puntos neurálgicos del cuerpo.
–¿En China, a esto lo llamáis hacer el amor?
66
No respondió, y siguió colocando agujas.
Cuando las extrajo, Satokato estaba convencido que ella dormiría en
la esterilla del suelo, porque en la película que se había montado la
china, para él, sólo faltaba eso. Se dio media vuelta y se puso a dormir,
sin capacidad de reacción.
Ella pasó al lado donde él había colocado los ojos en blanco y dejó
caer el albornoz que cubría su cuerpo hermoso y pidió permiso para
acostarse junto a él.
Satokato la besó en los labios suavemente, y antes de que a ella se le
ocurriera alguna otra idea de relajación, se colocó encima de ella, pero
sin presionar, temeroso de romper la porcelana.
Ella esperaba la penetración como el hambriento el pan.
Como él no se decidía, por temor a la virginidad, ella cogió las nalgas de su amado y las apretó, de forma que Satokato cayó en el pozo
chino como cae el coche al que quitan el gato, después de cambiar la
rueda pinchada, hasta el fondo.
Sonó el teléfono de nuevo. Lo descolgó, convirtiendo el auricular en
micrófono del placer hecho gemido. Los amantes no hicieron caso del
llanto y crujir de dientes que había al otro lado del teléfono y de la pared.
Ella respondió a los requerimientos de él, que repetía una y otra vez
de forma sonámbula “ataca tú, que te toca a ti"; y ella repetía, turnándose, "ataka tú ke te toka a tí”. Al otro lado del teléfono descolgado
continuaban gemidos, llanto y crotaleo de dientes, y gritó:
–¡Sayonara, córtasela!
Se oyó:
–¡Clonc, clonc!
Y se cortó la comunicación hasta el día siguiente.
En el comedor del hotel, los clientes pasaban en riguroso orden ante
la fruta, compota, huevos y alimentos varios que compone un bufé bien
67
equipado. Ananías y Segismundo aguardaban a la pareja para desayunar
juntos. Tomaban café. Pasaba el tiempo y se agotaba la posibilidad de
desayunar. Cerraban el comedor a las once de la mañana.
–Estos se han quedado dormidos –repetía una y otra vez el fotógrafo–. Voy a despertarlos. ¿Les habrá pasado algo? Ayer se oía mucho
gemido y jadeo por el teléfono. ¿Tú crees que se habrán liado? ¿Ella habrá perdido la virginidad? ¿Se habrá quedado embarazada? ¿Qué van a
decirle sus padres? ¿No oías tú como si estuviera matándose a besos y
ñiquiñaca?
–Habrían puesto un vídeo porno y subido el volumen para no ser escuchados por la policía secreta del Canadá.
–Se dice la policía Montada de Canadá.
–¿Y si es secreta?
–Entonces, el servicio secreto de la policía Montada o miembros del
servicio secreto de la policía Montada de Canadá.
–Ah, bueno.
–Yo tengo hambre. Voy a desayunar y coger fruta para el viaje.
–¿Qué viaje?
–¿No nos vamos hoy?
–Depende de los servicios secretos de la policía del Canadá.
–Ah, vale.
Aunque Ananías ya había engullido tres panecillos con queso y
fiambres varios, dijo:
–Tengo hambre. Desayunemos; ya darán señales de vida cuando
quieran.
Desayunaron y dejaron la llave en Recepción.
El recepcionista, mientras daba una nota del casillero a Ananías,
preguntó:
–¿Van a continuar hoy en el hotel?
–Depende de los servicios secretos de la policía Montada de Canadá
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–respondió, instintivamente Segismundo, mirando lo que estaba escrito
en la nota.
–Ah, muy bien –contestó el recepcionista, sorprendido, ya que en
largos años tras aquel mostrador, nadie había dado una razón tan peregrina y tan contundente como aquella.
Ananías cerró el papel, y sin hacer caso de Segismundo, dijo:
–A las doce y media en la catedral. Falta una hora. Desenfunda metralletas y vamos hacia allá.
Ananías apelaba metralleta a las máquinas de fotografiar, que en
manos de Segismundo semejaban arma automática por el traqueteo frenético a que sometía el disparador.
–Señor, sí señor –respondió el fotógrafo, cuadrando militarmente, cual
marine americano o, tal vez, mejor, cual policía montada del Canadá.
El recepcionista, obsesionado por las noticias de los telediarios del
día anterior, se lanzó al suelo en plancha tras el mostrador, por si hubiera algún atentado en ese momento.
A las doce en punto estaban en la catedral: Ananías, apostado en el
pórtico gótico; y Segismundo, espiritualmente desaparecido entre arcos
de ojiva.
Con ventanales góticos, rosetones y vidrieras, le pasaba como con
los cuerpos de mujer, se volvía loco y disparaba a diestro y siniestro la
máquina de fotos como si los arcos de ojiva fueran pájaros y las bóvedas cestos de mimbre plagados de flores.
Y no digamos si sonaba el órgano, como en esta ocasión. El recinto
se llenaba de mariposas mil y de árboles en flor. No lo podía evitar. Lo
curioso era que en las fotografías aparecían sus alucinaciones y esto era
difícil de entender; pero como era así, lo daban por bueno.
Fieles y coristas de la catedral abarrotada salmodiaban canciones
gregorianas. Doce sacerdotes rodeaban el altar mayor, oficiando el culto divino.
69
Segismundo apareció entre los curas en plena Consagración.
Los fieles se arrodillaron, y dejaron al descubierto a Ananías, que
buscaba a Segis, y en ese momento lo encontró.
Ananías salió al pasillo, se acercó al altar, y susurró con voz suave
de confesionario:
–Segis, Segis, ven.
Y con gesto de cabalgar –añadió: La Policía Montada.
El micrófono se encontraba cerca de Ananías, y se oyó, como una
insinuación amorosa, por todo el recinto: “la policía montada”.
–Señor, sí señor –respondió Segis, resonando el eco: "Señor, sí señor", por todo el recinto sagrado, entre música suave de Bach: ”Señor,
sí señor”.
El sacerdote, al menos obispo o arzobispo por el gorro amarillo
brillante, largo y picudo que portaba, levantó la hostia consagrada,
diciendo:
–El cuerpo de Cristo.
–Hace tiempo que no te he visto –respondió Segismundo.
Ananías lo tomó de la mano y salieron con prisa, por miedo a que el
fraile arrodillado en el banco de la derecha, más grande y más ancho
que Satokato, les sacudiera un buen puñetazo en los morros, por desacato a Dios y a sus representantes en la tierra.
–Eres la hostia –gritó, casi enfadado, Ananías–. ¿No te das cuenta de
que están en misa mayor?
En aquel preciso instante aparecieron los tórtolos. Viendo la cara de
Ananías, el periodista preguntó:
–¿Y ahora qué ha hecho?
–Nada de particular. Y vosotros, ¿qué tal?
–Bien, muy bien –respondió la china, que estaba más guapa que el
sol que traspasaba su vestido de seda, insinuando todo su cuerpo.
–Nos vamos a la tarde en el ferry a Atenas –anunció el reportero.
70
Segismundo no escuchaba la conversación, miraba fijo a un punto
brillante, a la cabeza de un alfiler pequeño, de diamante, que los rayos
del sol descubrían en la oreja izquierda de Satokato:
–Te ha salido una espinilla de diamante en la oreja izquierda–susurró Segismundo–. Es señal de que los dioses te han visitado esta noche.
–No alucines, criatura. Es un regalo de Li. Se ha empeñado en colocarme ese pendiente diminuto. Para los chinos de su dinastía es muy importante. Es para los tres. Lo llevaremos a turnos.
–Casi no se nota –dijo Ananías.
–Yo no me coloco esas mariconadas –añadió Segismundo.
–No estás obligado –dijo Li.
–Bueno, si es porque tú lo deseas, me lo instalaré. Y si te gusta una
anilla más grande en la nariz, como los terneros, y como esos chinotes
grandes y gordos que salen en las películas de Gengis Khan, también.
–No es necesario, pero si te apetece, a mí no me molesta.
–¿Dónde los implantan?
–Allí, un poco más abajo. En una tienda china que vende faroles y
vestidos de seda chinos. Como este –dijo, mostrando unos pechos prietos bajo la seda al sol–. Si os apetece, os atenderán bien. Con mi tarjeta
de visita os hará precio especial.
Segismundo se quedó clavado ante las tetas de ella y Ananías lo cogió de la mano y dijo:
–Bonito, vamos a colocarte el pendiente en la nariz.
Li escribió unas letras en chino mandarín detrás de su tarjeta de presentación y se la dio a Ananías.
–Dentro de una hora nos vemos aquí.
–De acuerdo. Hasta luego.
A la hora en punto aparecieron: Ananías con un alfiler en la oreja
como el de Satokato; y Segismundo, con un aro en la nariz, más grande
que un llavero de anilla.
71
–Queda perfecto –dijo ella, tirando del aro, creyendo ser broma–.
Pero no, era un aro de verdad.
–¡Ahhhhhhhh! –gritó el fotógrafo, secándose copiosas lágrimas que
produjo el dolor de la herida fresca de la nariz.
–Comemos y nos marchamos a Atenas –dijo el periodista.
–Voy a preparar mi maleta –añadió el fotógrafo.
–No hace falta –respondió el reportero–. Nos vamos nosotros dos,
ella y yo, en el ferry. Nos encontraremos el día de luna llena en la Acrópolis de Atenas.
–¿Cómo dices? –demandó el fotógrafo.
–Que Li y yo nos marchamos dentro de dos horas en el ferry a
Atenas.
–No te lo crees ni harto de vino –replicó Segis–. Eso sí que no. Yo
me marcho contigo. No me aparto de ti ni muerto. Mi madre me hizo
prometerlo, y yo, si no cumplo promesas, me muero.
–Pues ya puedes empezar a morirte.
–¿Y quien va a impedir que suba al ferry que te lleva a ti a Atenas?
Satokato se rascó la cabeza y, volviéndose a Li, dijo:
–Será mejor que vayas sola.
–Os espero. Día de Luna llena en la Acrópolis –respondió ella–. Estaremos en contacto.
Dicho esto, saludó y desapareció.
72
Los genes controlan, a través
de señales químicas, el desarrollo
y la reparación musculares
ESTRATEGIA
Camino de Split, el coche amarillo se portó como debe ser. Los llevó
despacio, pero seguros; a pesar de las rocas que caían a la carretera.
Como todo arreglo y solución de los pedruscos, aparecían en las cunetas señales de tráfico: “Atención: desprendimientos.”
Split es una de esas ciudades donde se demuestra la teoría de Satokato, que asegura: " pasado, presente y, sobre todo, el futuro, está donde
hay cruce de caminos, movimiento, negocios y viajeros. Donde no, la
historia se para".
Él, que se había hecho periodista porque le gustaba viajar y meter
narices donde no le llamaba, ilustraba su teoría con dos ejemplos: "París, ciudad viva; Roma, ciudad muerta."
Split es ciudad viva. Comunicada por tierra, mar y aire. Cargada de
historia y monumentos, demuestra la ajetreada vida que han soportado
sus habitantes a lo largo de la historia; lugar de paso. Pero además de
todo eso, Split fue sede de Juegos Mediterráneos de Verano, y allí vi73
vían personas muy entendidas en deporte y lo que rodea a ese fantástico mundo.
El periodista sabía que no podía marcharse con Li a Atenas sin pasar
por Split. Todo lo ocurrido esos días con Li y sus amigos, estaba calculado; aunque pareciera casual, no lo era. A Li la hizo creer que no la dejaría nunca más, y, para demostrarlo, le dijo que le acompañaría a Atenas, y después a Pekín, y, más tarde, adonde quisiera.
Él sabía cómo iban a reaccionar Segismundo y Ananías.
Hizo demostración de querer largarse con ella, y no servir de nada.
No podía obligarla a soportar un pelma, un musgo, un obseso, como el
fotógrafo, que le comía las tetas con los ojos día y noche.
Ella marchó al puerto y él, liberado, a Split, a visitar al hombre clave
en su investigación, al biólogo que lo esperaba para analizar muestras
que le había proporcionado el famoso ciclista.
Cerca del Palacio de Diocleciano, en una pequeña pensión, había habitación reservada para él. Encima de la mesa, una nota escrita con mayúsculas y un número de teléfono.
Ananías y Segismundo alquilaron un pequeño apartamento cerca del
puerto. No sabían cuánto tiempo iba a durar la visita.
Satokato se instaló en la pequeña pensión, todavía con servicios
yugoslavos, de tiempos de la Yugoslavia de Tito, cuya fotografía presidía edificios públicos, panaderías y pescaderías, considerados servicio público.
El olor a lejía de la vieja pensión le trajo a la memoria aquellos tiempos que tuvo la suerte de conocer porque entre los profesores de la escuela de periodismo enseñó un croata de los tiempos en que Croacia fue
satélite nazi.
Envuelto en recuerdos, decidió describirlos en el ordenador portátil,
mientras llegaban sus compañeros de fatiga.
Cuando llamaron, abrió la puerta y penetraron. Se sentó a finalizar
74
recuerdos y, Segismundo, por naturaleza “curioso inmundo”, según pareado de su amigo, husmeando cual perro de caza entre los folios, lo
acribilló a preguntas:
–¿Los croatas eran nazis?
–El gobierno. Hubo gobierno nazi. Los nazis, vencidos, desaparecieron del globo terrestre como por arte de magia. Tanto países vencedores
como vencidos, y colaboradores de ambos, dieron cobijo y refugio a numerosos nazis. Contrataron a los intelectuales y científicos nazis más
aventajados. Tanto dictadores fascistas como demócratas los recibieron
con los brazos abiertos y los ocuparon en labores de educación, unos; y
de investigación, otros, como es el caso de mi profesor.
–Entonces, ¿tu profesor era nazi?
–Naturalmente.
–¡Qué lujo, un profesor nazi! ¿En qué se le notaba? Llevaría las gafas blancas como en las películas de la resistencia.
–Sí, llevaba gafas como las tuyas, con cristales y varilla blanca.
Ahora están de moda.
–Oye, tú, ¿no querrás decir que soy nazi, por las gafas modernas?
–De modernas nada. De moda. Están de moda.
–Aparte de las gafas, se le notaría en algo más, ¿no?
–Tenía odio cerval a comunistas, y a todo que oliera a popular y democrático. Lo suyo era ordeno y mando. La pureza de la raza y el orden. Todo en lo que interviniera alguien del pueblo llano, votaciones,
consultas y cosas por el estilo, lo odiaba. Pensaba que el mando de la
sociedad lo debe ejercer el ejército y un líder, un dictador. De esa manera todo está en orden.
–Y ¿cómo te las arriesgaste para venir a su país, regentado como estaba por los comunistas? Te suspendería.
–Todo lo contrario. Él nos sugirió que viniéramos para ver cómo se
vivía en el régimen comunista. En estos países no había tiendas con pro75
ductos de diferentes marcas para elegir, tanto en alimentación como en
vestido y calzado. Todos vestían de igual manera; veían la misma televisión, no se editaba más que un periódico y cosas de este pelo.
–Tampoco se perdieron mucho –añadió Ananías–. Para lo que hay
que leer. Ahora hay muchos periódicos, pero en el fondo dicen lo mismo.
Existe un pacto "democrático" de ocultación, de silencio del rebelde, del
crítico; y a todo lo bautizan de terrorismo. Y mucha comida basura.
–Y cuando vinisteis ¿qué os pareció?
–Era cierto lo que decía el profesor, pero no hablaba más que de lo
negativo del sistema comunista. No hablaba de que no hubiera paro, de
la vivienda accesible, como las casas chalet que vimos. En fin, no hablaba de lo que explicaba el abuelo Luka el otro día. A la gente se la
veía relajada, tranquila y muy amable. Nos lo pasamos en grande.
–¿Ligaste?
–No. Entonces no me preocupaba lo más mínimo. Tenía novia, que
estudiaba conmigo.
–¿Vino al viaje contigo?
–¿Y por qué eres tan verdulero y tan alcahuete?
–Me gustan los detalles. Cuenta, cuenta.
–Se acabó la historia. Ahora marcha a preparar bien las máquinas de
filmar. Tú, Ananías, prepara cámaras y micrófonos ocultos; y tú, Segis,
las cámaras nocturnas y demás artilugios que tú sabes. Los vamos a necesitar. El doctor vendrá dentro de dos horas. Hoy será entrevista previa. Estad preparados por si se precipitan los acontecimientos.
Abandonaron el cuarto y Satokato esperó al biólogo que, en teoría,
le aclararía muchas dudas.
El plan, no entregar las muestras en la primera entrevista, diciendo
que no las tendría en su poder hasta el día siguiente, que es cuando sus
técnicos lo acompañarían con todos los medios más modernos de espionaje, comprados y preparados por el ingeniero Ananías.
76
Cuestión de seguridad y principio de la investigación.
Todavía faltaba una hora para la entrevista, cuando sonó en la puerta
unos golpes de nudillos, no de picaporte.
Se acercó, dudando si abrir o no, ya que no era la forma convenida.
Pensó que podía ser la casera, para cambiar sábanas, quitar polvo o alguna de esas labores que las señoras de la limpieza realizan en las habitaciones de los huéspedes.
–Toc, toc –volvió a sonar–. Toc tototoc toctoc.
–Un momento, por favor.
Abrió la puerta, y los ojos se le salieron de las órbitas.
–¿Qué haces tú aquí?
–Nada.
Era Li, la china Li. La novia Li. La amante Li. El trastorno Li.
–¿Qué tienes que ver tú en todo esto?
–¿En qué?
–En qué va a ser, en la investigación.
–No sé de qué me hablas.
–¿Cómo me has encontrado?
–Cuando me dejaste en Dubronic, subí al ferry hacia el norte. Hizo
escala en Split. Entonces decidí bajar y seguir contigo.
–¿Y cómo me has localizado en una ciudad tan complicada como ésta?
–Secreto. Olfato chino.
Satokato no creyó lo que decía y quedó más mosca que otra cosa.
–Deja la maleta y ve a dar una vuelta por la ciudad. Dentro de media
hora tengo una entrevista importante. Espérame en una terraza de la
plaza. Cuando termine voy a buscarte.
–¿Los chicos dónde están?
–En el apartamento que han alquilado o paseando. Acaban de
marcharse.
77
Dejó la maleta, le dio un beso y se marchó.
Aquel beso le sentó como poema agridulce, "que también los hay
–pensaba–; la poesía y el amor no son sinónimos de dulzura".
Alexander llamó a la puerta de la habitación de Satokato a la hora
prevista, ni un segundo más ni uno menos. Un tipo serio en el trato, afable y educado en maneras. Pómulos salientes, señales de haber pasado
alguna enfermedad de piel (hacía años que observó ser signo corriente
en soviéticos), atlético, ojos claros, hundidos, pero sin exceso. Aspecto
duro, expresión dura, todo matizado por una sonrisa final y unos comentarios jocosos de las cosas más serias.
Satokato sacó la conclusión de que podría ser de fiar, si pasaba las
pruebas. Suponía que el eslavo necesitaba dinero para despegar definitivamente de la penuria, y haría lo que hiciera falta y más en el mundo
mafioso en el que se movía, no sólo desde la caída del muro de Berlín,
sino desde siempre, ya que el sistema soviético era contrario a cualquier
negocio, considerado como pecado social “las cosas no se compran, se
consiguen”, la única forma eficaz era el soborno, la prebenda, los privilegios, lo que se hace bajo manga para que no se note, que en sistema
capitalista se hace con dinero e información privilegiada; y en el comunista, con dólares y favores, que es la moneda oficial de compraventa de
voluntades en todas las partes del mundo.
La pregunta no era si corrupto o no, en el vocabulario hipócrita de
los medios oficiales deportivos, sino hasta dónde estaba dispuesto a
llegar.
Hablaron largo y tendido. Estaba claro que en la entrevista ambos
buscaban lo mismo: descubrir de qué pie cojeaba el contrario. Y a fe
que lo consiguieron: mintieron como bellacos, con premeditación y alevosía, pero al final de la conversación lo dejaron claro:
–Tú me pagas los dólares que yo te diga y después haces lo que de la
gana –afirmó con rotundidad Alexander.
78
–Tú guardas el secreto –remató Satokato–. De lo contrario te rebanarán el pescuezo, las pelotas o los dos. Y te aseguro que no seré yo,
sino alguien que enviará quien me ha encargado el trabajo.
Finalizaron la entrevista con un apretón de manos sincero.
Los dos tenían manos grandes, fuerza en los dedos y determinación.
Ese era el último test al que había sometido al eslavo.
Satokato hubiera dejado de negociar en el mismo instante en que el
interlocutor le hubiera saludado con una mano algo lacia, sudorosa o
blandengue. En cualquiera de estas formas no era de fiar. Norma de oro.
Hasta a los mayores sinvergüenzas que había conocido, aceptaba, si
eran francos en el saludo.
Sobre todo en la despedida. La mirada también contaba mucho en
ese definitivo momento.
El problema con Alexander era el ojo izquierdo, bizco, no mucho,
pero lo despistó en el primer momento y al final.
No miraba de frente, miraba contra el gobierno.
Naturalmente no era culpa del eslavo, y tampoco podía, mientras
conversaba, sujetarle el ojo y colocarlo derecho con el dedo; pero ese
simple hecho dejó insatisfecho al periodista, para quien los ojos son el
espejo del alma y lo más hermoso; de la misma manera y con la misma
intensidad que, para el fotógrafo Segismundo, las nalgas, mofletes del
alma. Pero la naturaleza había destruido la prueba de cargo, y despistado al reportero.
Consciente el eslavo de su déficit natural, trató de minimizarlo en la
entrevista diciendo que poseía un don extra sensorial: la visión de aura.
Diferente en intensidad y color, que mostraba la verdadera catadura del
interlocutor.
–¿Y a mí como me ves?
–Al revés –respondió el biólogo.
El reportero no quiso avanzar por veredas y entresijos, no fuera que
79
aludiera a la posesión de facultades adivinatorias y complicara la impresión positiva del encuentro.
Necesitaba un científico, no un brujo.
–Hasta mañana.
–A la misma hora.
–Iré con mi equipo de técnicos. Dos o tres personas.
–Perfecto.
Terminada la entrevista, salió de casa y a pocos pasos se topó de
bruces con Segismundo.
–¿Qué haces aquí?
–He fotografiado con rayos infrarrojos hasta el carnet de identidad.
–Lo habrás hecho con disimulo, ¿no?
–Con trípode y todo. Bien a la vista. Seguramente habrá pensado
que estaba rodando una película del oeste.
–Que estamos en Split, no en el oeste americano.
–Es igual.
–¿Y Ananías?
–Lo ha seguido a ver dónde se mete.
–¡Qué desastre! ¿Queréis hacer el favor de dejar de jugar a espías?
–Mira, ahí viene.
Efectivamente, Ananías, vestido de espía hawaiano, gafas de sol,
sombrero de fieltro y camisa amplia, suelta, estampados de melones y
sandías abiertos por la mitad, ascendía por la cuesta.
Satokato no pudo menos que reírse y dijo sin más comentarios:
–Vamos. Tenemos sorpresas de última hora.
–¿Traga? –curioseó, Segismundo.
–¿Quien?
–El ruso, quién va a ser.
–¿Qué tiene que tragar?
–El anzuelo.
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–¿Qué anzuelo?
–El que le has puesto.
–Mañana lo sabré. No sé muy bien de qué anzuelo me estás hablando, pero sí. Mañana lo sabremos. Iremos juntos a la entrevista. Los
cuatro.
–¿Qué cuatro?
–Tenemos compañía.
–Ella ha vuelto ¿no? –interpeló Ananías, sonriente.
–¿Cómo los sabes?
–No hace falta ser muy listo para adivinarlo. La tienes muerta.
–Lo que no me explico es cómo se ha enterado de dónde estaba mi
habitación.
–Los chinos son así –añadió Segismundo.
–¿Y tú qué sabes cómo son los chinos?
–La prueba está en que lo ha adivinado.
–¿No le habréis dicho vosotros?
–Yo, no.
–Yo, tampoco. Y además, ¿cómo íbamos a hacerlo si ni tan siquiera
sabíamos que estaba aquí?
–No me lo explico.
En la plaza mayor, ella, radiante, tomaba refresco de limón.
Los muchachos se acercaron, la besaron, contentos de tener una porcelana como aquella de compañera.
–No puedes pasar sin nosotros, ¿eh? –susurró Ananías.
–Así es. Con vosotros me siento feliz.
Ciertamente era gente divertida, pero el fregado en el que estaban
metidos no era cosa de risa.
El periodista se sentía muy bien con ella, pero era consciente de que
corría riesgos graves. Y quería evitar que ella los corriera.
Su inesperada aparición lo desconcertó y no sabía qué hacer.
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Como tampoco sabía cuánto tiempo iba a necesitar el biólogo para
analizar, decidió esperar la respuesta definitiva del científico, que no
podía estar lejana, ya que habían fijado la entrevista para el día siguiente.
En la comida surgió la conversación del trabajo y la consiguiente
preparación técnica. El jefe de la expedición no puso reparos en que se
hablara delante de ella sobre asuntos delicados. Había decidido integrarla en el grupo y, si todo marchaba bien, ir con ella a Pekín.
China tomaba el relevo a Grecia y organizaba los juegos olímpicos
siguientes.
Ella abriría el difícil camino de China. Aprendería chino, y, tal vez,
hasta tendría un chinito y una o dos chinitas como ella; y dejaría de andar dando vueltas por el mundo, creando una familia y siendo un padre
y esposo modelo, sedentario hombre de casa.
Ya se veía en casa con sus niñas y niños, jugueteando por el suelo a
caballitos, cuando se encontró frente a la Torre Gótica Veneciana y el
museo etnográfico.
La visita al museo etnográfico y la torre gótica veneciana mareó a
Segismundo. Fotografió con saltos y panzadas al suelo, en silencio, cantando, quieto, boca arriba y boca abajo.
Lo dejaron disfrutar de su trabajo, pero luego tuvieron problemas serios para su localización. El museo había cerrado puertas a la hora prevista y Segismundo no daba señales de vida.
Ananías revisó el apartamento. Volvió sin respuesta. Satokato y Li
marcharon a la pensión, mientras Ananías esperaba a la entrada del museo. Lo habrán secuestrado, pensaba. El periodista y Li tardaron un rato
en volver, porque ella, apenas entraron en la habitación, estaba tan encendida por dentro, sin que apenas se notara por fuera, que lo agarró del
brazo y lo tumbó en la cama con una llave, y con todo lo grande y pesado que era, cayó a plomo.
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–Espera un poco. Vamos a encontrar a ese loco y venimos a dormir.
–Quiero uno rápido, contestó ella mientras quitaba los pantalones,
calzoncillos y camisa del periodista.
En un santiamén tuvo a la gata furiosa ensartada en su cuerpo, tumbado en aquel jergón del año maricastaña, que metía más ruido que un
elefante en una cacharrería.
Poco más tarde, se enfundó la ropa de calle y salió a buscar al eterno
despistado. Ella quedó relajada en el florido lecho.
El polvo rabioso del reportero libró de muerte por estrangulamiento
al fotógrafo. El amante de la china, dispuesto a matar de golpe en la
nuca, como a un conejo, y descansar de aquella pesadilla artística, respiró hondo y se relajó.
–No está –informó Ananías a Satokato–. ¿Dónde se habrá podido meter?
Una luz iluminó al periodista y contestó:
–¿No se habrá quedado dormido en el museo?
Llamaron a las puertas del museo a puñetazos; el guardia jurado escuchó la historia. Buscaron por galerías, estancias y servicios y gritaron
su nombre por los rincones. No respondió.
Pidieron disculpas y abandonaron la pinacoteca.
–Ya está bien ¿no? –gritó Segismundo, apoyado en el quicio de la
puerta del museo... ¿Dónde coño os habéis metido? ¡Qué poca formalidad!
–¡La madre que te parió! Haz el favor de callar, o te estrangulo aquí
mismo –gritó Satokato, trincándolo del cuello y rechinando los dientes.
–Déjalo, déjalo. No lo mates, por favor –insistió Ananías–. No ves
que no tiene remedio. ¿Dónde te has metido, pedazo de acémila?
–Cuando entrabais al museo –terció el fotógrafo, tras frotarse el
cuello rojo–, vi pasar al biólogo con unos tipos muy raros, y lo seguí
hasta una casa de campo a las afueras de la ciudad. La fotografié por
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dentro y por fuera. Lo malo que para entrar tuve que matar a los
perros guardianes.
–¿Cómo los mataste?
–Con los dardos de la cámara de simulación y defensa.
Se miraron el ingeniero y el periodista y se encogieron de hombros.
–Hay laboratorios en el sótano –prosiguió Segis– y muchos polvos
de todos los colores. Creo que son agentes del cárter de Medellín.
–Tú si que eres agente del cárter de la policía montada del Canadá.
Marchaos al apartamento. Mañana, a las nueve a desayunar.
–Hasta mañana –respondió Ananías tomando de la mano a Segis,
mohíno y discreto, quien no comprendía el enfado de su amigo.
Ella esperaba, sentada como Buda, encima de la cama nueva.
La dueña de la pensión atendió su solicitud. Li explicó a la señora
dueña que iban a entrevistar a personas importantes del Gobierno.
Habían elegido ese lugar por razones de seguridad, y por calidad de
servicio.
La dueña, ante semejante razón, cambió de sillas y sofá. Instaló televisión digital, aparato DVD y compacdisc; y frigorífico nuevo, repleto
de comida y bebida, que, aunque desentonaba con el conjunto del mobiliario, armarios de madera y colcha, era buena solución para pasar una
semana sin salir de la habitación haciendo el amor, que, al parecer, era
cuanto la china silenciosa deseaba con todas las fuerzas de su alma y de
su hermoso cuerpo.
Había abandonado el matrimonio tres meses antes por razones que
todavía no explicó y se encontraba en un momento difícil, de soledad, e
insatisfacción sexual repentina.
Cuerpo y alma reclamaban justicia; y no era cuestión de satifacerse a
sí misma cuando tenía a mano macho "capitán de la manada", de alto
calibre. No merecía la pena malperder la ocasión. El milagro de encontrar a aquellos tres terneros en edad adecuada para satisfacer a cualquier
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ninfómana, más la alegría y el humor reinante en la cuadrilla barda, hicieron que su corazón solitario y lacerado por matrimonio venido a menos por fuerza de drogas en el deporte, se abriera como una granada, se
esponjara y recuperara sus anhelos sexuales. Estaba en celo. No podía
aguantar. Sin más explicaciones, tumbó al periodista, sin acupuntura ni
arte marcial, y lo destrozó por partes.
Vaciaron el frigorífico repleto de víveres, reserva para la semana, en
la noche. Una catástrofe amorosa se avecindaba y el periodista no hizo
por evitarlo. Era la primera vez en su vida que una mujer había tomado
la iniciativa en todos los terrenos del amor y estaba tan sorprendido que
se dejó querer de todas y cada una de las formas y maneras escritas en el
kamasutra y en la filosofía tántrica, que le daba igual, que le daba lo
mismo.
Todo iba a necesitar para sobrevivir.
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El músculo que se pierde por la edad o la enfermedad
puede reemplazarse mediante la inserción
de un gen sintético que estimule o
bloquee dichas señales químicas
T E AT R O
La finca en la que el día anterior había matado los perros el fotógrafo coincidía con la dirección en la que el reportero había quedado
para la entrevista.
Satokato quiso que el científico se sintiera seguro en su propio terreno, y así, descubrir lo más posible del personaje. Segismundo, sin saberlo, había adelantado trabajo. Había realizado un reportaje fotográfico
de primer grado, de espionaje científico.
Había arriesgado porque se sentía colaborador de la policía secreta
Montada del Canadá. Eso, unido al deseo de contentar a su amigo, a
quien no daba más que sobresaltos y disgustos, hicieron de él el Zorro,
el Espadachín Enmascarado y el Guerrero del Antifaz, que, a pesar de
estar más rancios que el tocino rancio, a él le gustaban esos tebeos,
que su padre, psiquiatra de profesión, utilizaba para curar enfermos de
depresión, obsesión, persecución, paranoia y demás, defectos sociales
que dañan y desequilibran a personas sensibles como él. Segis heredó
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la colección completa al morir su padre tres años atrás; y los leía asiduamente.
Los tres hombres y la china llegaron a la hora convenida al portalón
de la finca, cercada por muro de más de dos metros y alambre de espino
electrificado.
Segismundo, al parecer, no había matado del todo a los perros o tenían recambio. Tres enormes perros negros con collar de pinchos de
alambre espino, apostados en la puerta de la mansión, ladraban fieramente, hasta que Segismundo sacó la máquina de la funda e hizo una
fotografía con flash. A la luz de la máquina, huyeron.
–¿Estos eran tus amigos de ayer? –preguntó con disimulo Ananías.
–Si no son los mismos, son hermanos gemelos. Los habrán clonado.
–¡Bienvenidos a casa! –saludó Alexander, desde la balaustrada regia, flanqueado de hembra digna de narcotraficante, deportista de elite
con fichaje y sueldo multimillonario, presidente divorciado en época
tardía, en terceras nupcias, y gente de buen bolsillo.
–Buenos días –dijo ella, saludando con la mano izquierda, cual reina
consorte o princesa en activo.
Segismundo se quedó con la boca abierta, rígido como un gato de
escayola.
Ananías, acostumbrado a liberarlo de letargo repentino, le propinó
con disimulo una patada en el tobillo y el fotógrafo dijo:
–Esta pieza no estaba ayer en el museo.
La puerta se abrió, mecánicamente, y Alexander levantó su cálida
voz, diciendo:
–Adelante, adelante, sin miedo. Son cachorrillos inocentes.
Los visitantes se acercaron, y se presentaron mutuamente de forma
ceremoniosa, como en banquete y ceremonia real.
Satokato lucía traje blanco con botones color miel, donde Ananías
había instalado cámaras digitales microscópicas y micrófonos que
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transmitían información nítida al ordenador que portaba en su raído
maletín.
Ananías, para no desentonar con la cartera, vestía pantalón corto y
camisa azul a rayas, azul de mecánico de coches.
Li, cubierta de seda de color ocre y flor de pitiminí, más parecía el
nacimiento de Venus que ser vivo en porcelana.
Segismundo lucía zamarra de reportero gráfico de trinchera, con cartucheras múltiples en bolsillos delanteros y traseros; pantalón sandinista, sobrado de tres tallas, que le hacían arrastrar el borde del dobladillo despeluzado por el suelo, caído de cintura, ombligo al descubierto,
mostrando borde superior de calzoncillo negro.
Alexander lucía moreno en rostro, brazos y piernas. Atuendo de tenista cubría su atlético cuerpo.
En traje de baño estrecho, apretado y justo, marcando material, servían mesa, esplendorosa de mariscos, fiambres y bebidas mil, dos sirvientas, quienes casi hacían sombra a la bella acompañante, anunciada
con el nombre de Anastasia, y que más tarde se supo que periodista,
con título de “mujer más encantadora del año”, blasón ganado entre
varios personajes, por votación popular, gracias al programa nocturno
que presentaba en la radio de lunes a Viernes, de doce a tres de la madrugada.
Cuadro perfecto para negocio de cocaína o estupefacientes.
Segismundo se lió a fotos a su estilo y si no le dice Alexander que
prefería que no lo hiciera por razones de seguridad, hubiera gastado todos los carretes de las cartucheras. Las camareras le sonrieron y susurraron algo al oído, que no entendió, pero él quiso entender que a la
tarde nos vemos en la playa y esta noche en el baile Tahití. Él respondía
a todo: yes, yes.
Tras los primeros aperitivos y hecho el primer brindis, Alexander
propuso:
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–Mientras disfrutan de un paseo por la finca y de la brisa del mar, de
la mano de Anastasia, nosotros trabajaremos un poco.
–Yo no me voy de aquí –dijo Segismundo.
Ananías le cucó el ojo, insinuando:
–Acompaña a estas bellas damas a dar un paseo. Inmortaliza sus figuras con tu arte. Yo, mientras tanto, diseñaré el sonido e imagen de
este teatro con el ordenador.
Li entendió rápidamente las insinuaciones del ingeniero y se acercó
al fotógrafo, tomándole las manos y acercándolas a sus pechos, sugirió:
–Acompaña a las damas, por favor.
El fotógrafo perdió la facultad de pensar y preguntó a Li:
–¿Te encuentras bien?
–Siento que me está bajando la tensión –respondió ella. Necesito un
azucarillo.
Y se desmayó en los brazos del fotógrafo.
–¡Rápido, un azucarillo! –gritó Segismundo.
Todavía está consciente.
Anastasia se acercó y puso en boca de Li un pastel de chocolate. Li
saboreó suavemente el dulce y poco a poco recobró la consciencia, quedando en su frente prietas gotas de sudor que, cual diamantes, descompusieron los rayos del sol en colores, y aceleró el perfume de esencia de
rosas con que levemente había perfumado su cuello, y sonriendo a Segismundo, dijo:
–Llévame a pasear con Anastasia y sus sirvientas.
–A tus pies, reina.
Ananías, con voz enérgica –añadió:
–Segis, las damas te están esperando.
–¡Señor, sí señor! –contestó, cuadrándose, el marine secreto del
cuerpo de la Policía Montada del Canadá.
Iniciaron el paseo las dos damas y las dos sirvientas, y el fotógrafo
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plasmó la belleza del paseo, la belleza y la coquetería de las damas, que
no sabían qué hacer para estar más sugestivas y sensuales a los ojos de
la cámara.
–¿Eres diabética? –preguntó Anastasia.
–Sí.
–Yo, también.
Segismundo, que en ese momento llevaba a las dos jóvenes por la
cintura, se percató de la situación y salió de espaldas, enfocándolas,
mientras gritaba:
–Los diabéticos somos gente guapa, gente inteligente, tanto que nos
volvemos dulces como el azúcar.
En un instante se descubrieron los tres diabéticos, que se inyectaban
cuatro veces al día insulina, que sabían que no debían tomar dulces ni
alcohol, comer de todo, pero con moderación, y hacer ejercicio físico
todos los días, y llegarían a los cien años, hasta que llegara el desarrollo
de las células madre.
La china Li explicó a la bella Anastasia, que su abuelo, el mandarín
Txuli-pi, también diabético, había llegado a los ciento dos años, no por
sabio, que lo era, sino porque como él decía: "estoy obligado a hacer
ejercicio físico, pasear; hago vida ordenada y austera, porque, de lo contrario, me muero".
Las sirvientas no eran diabéticas y podían beber y comer de todo sin
moderación. Es lo que hacían junto a Ananías, que con un guiño las
convenció para que no lo dejaran solo mientras las bellas damas paseaban con el caballero.
A la vuelta del paseo, el fotógrafo realizó sesión de fotografía a las
sirvientas entre arbustos, abrazando y besando árboles y flores, a troche
y moche.
El revelado de fotos era instantáneo y pudo verse a las ninfas en poses provocativas, o dulces y acrobáticas, según iba señalando el fotó90
grafo, que con la cámara en la mano se convertía en un ser de goma, saltimbanqui, titiritero, bufón o arlequín.
Satokato y Alexander se sentaron en el despacho y hablaron largo y
tendido, copas de champán en ristre, saboreadas lentamente, que reponía
el eunuco apostado en un ángulo de la estancia a la señal de su dueño.
Repasaron la problemática del deporte y de los juegos. El espíritu
del “más alto, más fuerte y más rápido” fue el punto de arranque. Convinieron en que las drogas deberían respetar tres principios básicos: no
ser nocivas para la salud, no resultar tramposas (ventaja a unos y otros
no); y tercero, ayuden a mantener la forma y mejorar el rendimiento de
los atletas.
Ahora bien:
–¿Dónde está el límite? ¿Quién pone cascabel al gato? ¿El doping
genético dónde lo encuadramos? ¿Las transfusiones de propia sangre
oxigenada qué son? ¿Los nadadores tratados serán carne o pescado?
¿Serán Minotauros? ¿Los corredores serán caballos o personas? ¿Se
convertirán en Centauros? ¿Kafka fue visionario del futuro inmediato al
convertir al hombre en insecto? ¿Metamorfosis? ¿El deporte se convertirá en el mecanismo de evolución del hombre hacia otro nuevo ser? Al
menos, algo tiene de positivo: une a los pueblos.
Todas estas preguntas sin respuesta, y muchas más, dejaron en el
candelero el científico Alexander y Satokato.
Satokato observaba al científico con cara de cemento, mientras pensaba: “¿Y a mí qué me cuentas? Yo no he venido aquí para hacer filosofía sino a que me digas hasta dónde pueden llegar estas píldoras. Este
tipo, para ser científico, tiene muchos pájaros en la cabeza.”
Sin embargo, el periodista, convencido de que estaba realizando el
reportaje de su vida, cambió de repente de expresión cuando el biólogo añadió:
–Imagínate a esa hermosa mujer china con escamas o con pelo en el
91
pecho, dentro de cuatro años, en las olimpiadas de Pekín. No es nada
nuevo, ya es público y notorio que una atleta que se llamaba Heidi,
ahora se llama Andreas. ¿Son héroes o muñecos mecánicos?
–Para eso estamos nosotros. Para averiguarlo.
Satokato mostró un pequeño bote de plástico negro, de carrete de fotografías, y se lo entregó.
–Voy a confiar en ti. Toma. Analízalo. ¿Cuánto tiempo necesitas?
El biólogo abrió la tapa plástica y dijo:
–Para un cultivo fiable necesito más muestras.
–De momento, arréglatelas como puedas con esto. Por ahora no hay
más. Si obtienes algún resultado, traeré más.
–Necesitaré dos días. Iré a tu apartamento a las doce de la noche
dentro de dos días.
–De acuerdo. Allí te esperaré.
–¿Y el dinero?
–¿Cuanto?
–Un millón de dólares al inicio, y dos millones si las pruebas son
positivas.
–¿Tiempo?
–Será rápido. Los trabajos de doping genético los tengo muy avanzados. Pasado mañana a las doce. Si todo va bien, después de las olimpiadas, es decir, el día treinta y uno de Agosto, nos veremos con propuestas definitivas con vistas a las olimpiadas chinas. Y si no es
posible, para las siguientes, en París o Londres.
–Por qué dices París o Londres.
–Ya han comenzado a negociar, el intercambio de cromos: a comprar votos.
–¿Cómo los sabes?
–Lo sé.
Se dieron la mano en señal de acuerdo y salieron al patio donde el
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cuadro era de embeleso. Las ninfas posaban en las escaleras ante el fotógrafo y Ananías se desprendía de los auriculares y cerraba el ordenador personal.
Con un último brindis se marcharon y dejaron a Anastasia y a las
sirvientas con mirada nostálgica. Alexander saludó desde el porche, respiró hondo, sabiendo que estaba a punto de ser rico.
Camino del apartamento, disfrutando del atardecer, al ritmo de
Ananías, a quien le gustaba "pasear y no correr", como siempre recriminaba al periodista, que andaba deprisa, "como una moto", Segismundo preguntó:
–¿Qué tal la entrevista con el pájaro pinto ese?
–En principio, bien.
–El tío es millonetis –añadió Ananías–. Tiene amante de película, y
sirvientas de potentado americano. Sólo le falta la cocinera negra.
–No tiene un dólar. Todo era puro teatro –continuó Li–. Ni ella es su
amante ni ellas son sus sirvientas. Y, seguramente, la casa y la finca
tampoco.
–¿En qué te basas para decir eso? –preguntó el fotógrafo.
–Cuando reveles fotos, analízalas; aumenta las que hiciste ayer y
verás. No hay más que verles la cara. Y los perros son cachorros
asustadizos.
–Eso mismo pienso yo –añadió Satokato–. Pero, a lo nuestro. A la
playa. Allí nos relajaremos de la intensa jornada.
–Yo me voy al apartamento. Tengo que analizar la entrevista –dijo
Ananías.
–Yo, también. Voy a revelar las fotos y analizar. Si es un farsante, le
meto los rollos de fotos por el culo –concluyó Segismundo.
–Hasta mañana, chicos.
El fotógrafo reveló los carretes de fotos, pero su cuerpo no aguantó
más y se quedó dormido antes de analizar nada. Muchas emociones pe93
saban sobre su espíritu y su propio cuerpo se negó a trabajar más ese
día. Se despertó a media noche y comprobó que Ananías no estaba en el
apartamento.
–Estará paseando, pensó en alto.
Se puso en pijama y se metió en la cama.
El ingeniero había revisado sus grabaciones de imagen y sonido y
comprobó que sus dispositivos electrónicos y electromagnéticos grabaron a la perfección, tanto que hasta los efluvios amorosos del periodista
hacia la china aparecían en baja frecuencia.
Esto le sorprendió, y, sonriendo, pensó: “El amor emite señales fuertes. Esta china es un imán”.
Con este pensamiento, y como no tenía sueño, decidió dar una
vuelta por la ciudad o por el puerto.
Siempre le habían gustado las ciudades más de noche que de día. Le
gustaba observar a quienes iban a trabajar de noche. Admiraba a los barrenderos, a los recogedores de basura, y a los repartidores de pan y leche. Pero a quien más admiraba era a las cabareteras y trabajadoras del
sexo. Siempre pensó que esta gente era la sal de la vida, la alegría del
vivir; seres humanos a quienes debe agradecerse arte y pedagogía. Pensaba que existirían menos guerras y menos desgracias que las previstas
por los grandes organizadores de masacres, matanzas, asesinatos, si gracias a ellas, el mundo relajara la tensión de malos, ricos y mafiosos, y
hasta de los buenos.
Los pescadores de bajura y altura eran punto y aparte. Ellos estaban
fuera de toda consideración o valoración, fuera de valores humanos.
Los pobres pescadores trabajan antes de la salida del sol, con la misma
fuerza y alegría que si fuera mediodía, descargando pescado, metiéndolo en cajas y transportando a la Lonja, donde, pesado y subastado,
cubrirán de escamas de hielo. Seguidamente repartirán el dinero, proporcionalmente, entre el propietario del barco, capitán, oficiales de má94
quinas y peones, en escala descendente, mientras los señores y señoras
subastadores venderán a los pescaderos al doble del precio que han pagado, sin más trabajo que poner el precio y pagar; y los pescaderos subirán el pico suficiente para mantener su negocio a flote.
Los consumidores a callar, y pagar cinco veces más, que es lo suyo.
Aunque la cadena de intermediarios debe tener máximo cuidado,
porque como el consumidor se entere del detalle de la jugada y decida
no comprar, se acabó el invento; se acabó el trabajo, la especulación y el
negocio –se decía en su pensamiento.
Los puertos eran su debilidad nocturna. Esa gente que sale a la mar
cuando la noche empieza, con luna o sin luna, con estrellas o sin ellas,
llueva, nieve o haga calor, son verdaderos héroes, y por eso tienen derecho a que cerca de los puertos estén los mejores clubs nocturnos de las
ciudades, las señoras más sabias, las putas, que disfrutan haciendo su
trabajo, para dejar contentos a los parias de la tierra y de la mar.
Pensando esto se dio de bruces con un gran letrero intermitente que
decía en rojo: I love you.
Sin pensar, contestó: “Yo también te quiero.”
Entró, se sentó en taburete alto, apoyándose en el mostrador para
conseguir la altura.
Se acercaron al taburete dos rubicundas muchachas, saludándolo extremadamente cariñosas, en topless, muy sonrientes.
–Buenas noches.
–Hola, buenas noches –contestó Ananías.
–¿No nos conocemos de algo? –preguntó una de ellas.
Ananías, que tenía grabadas en la memoria las imágenes que los botones de Satokato habían recogido en la finca –contestó–:
–Sí, hemos bebido champán, juntos, esta mañana.
Las ninfas habían olvidado el trabajito extra que les había solicitado
el jefe y se manifestaron contentas por el encuentro.
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–¿Dónde has dejado al fotógrafo?
–En la cama.
–Es un hombre encantador.
–Lo es.
–Ahora que sabes dónde estamos, ¿nos traerá las fotos que nos hizo?
–Seguramente, mañana. Quería que posarais para él.
–Encantadas. Cuando quiera.
Un mastodonte, con gorro negro, clavos y remaches blancos de
adorno hortera, pasó junto a ellos y carraspeó fuertemente para que las
ninfas supieran de su presencia.
–Invítanos a una copa. Es el jefe. No puede soportar que estemos hablando con los clientes sin que hagan gasto.
–¿Qué queréis tomar? –demandó Ananías con voz potente, alzando
la voz, para que se escuchara en todo el recinto, mientras fijaba su mirada en el tipo del gorro.
–¡Champán!
–¡Dos copas de champán para las señoritas! –dijo mirando al jefe,
que con un toque en el ala del sombrero sonrió al ingeniero.
–Y ahora ¿cuánto tiempo os permite estar con el cliente por valor de
una copa?
–Máximo diez minutos, si no entramos al tostadero.
–¿A qué tostadero?
–Ya sabes, al chikichiki. A lo que viene aquí la gente.
–¿Cuánto vale una hora dentro?
–Oficialmente, para extranjeros, la tarifa es libre.
–¿Cuánto le dais a él por el servicio?
–Diez dólares. A partir de ahí, todo es beneficio para nosotras.
Esa sinceridad agradó mucho al desconfiado Ananías, que nunca había hecho esas preguntas tan indiscretas.
Pero como con aquellas había tenido a la mañana otra relación, le
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salió así; y ellas contestaron como si estuvieran con un amigo, más que
con un cliente.
–Entonces, ten ciento cincuenta dólares y vamos los tres. ¿Es posible?
–Encantadas de la vida.
Una vez en la habitación con cama de matrimonio, y antes de que
atacaran y desnudaran su orondo cuerpo –Ananías dijo:
–Sólo quiero que poséis desnudas y que hagáis lo que mejor sepáis,
para que el fotógrafo se anime a venir. Es un artista renombrado en todo
el mundo. Sus fotografías son famosas. Sobre todo de guerras.
–¡Qué excitante! ¡Qué morbo! ¿Es reportero gráfico de trincheras?
–Trabaja con el periodista.
–¿Con el novio de la china?
–Sí.
–Y la china ¿qué hace mientras él está en la guerra?
–Deporte. Es medalla de oro olímpica de gimnasia rítmica con aro,
maza, cinta y pelota.
–¡Qué lástima!
Mientras ellas se desnudaban con parsimonia y desfilaban ante él de
formas y maneras que el ingeniero ni podía imaginar, acariciando con
sus manos sus matorrales, sus rosas centrales y altas, flor de abeja, él
sacó toda la información que quiso sobre el biólogo, sobre el dueño del
club y de la finca, donde habían bebido champán la mañana anterior.
–¿Os gusta el oficio?
–Yo disfruto. Soy una auténtica puta.
–Yo sufro muchísmo. Preferiría ser ginecóloga. Pero no me queda
otro remedio.
–¿Hacemos lo mejor para que se lo cuentes al fotógrafo?
–Adelante.
Se extendieron en el lecho y se amaron con tanta pasión que él hizo
mutis por el foro en el cénit de la relación.
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Se estaba poniendo malo. Se acordaba de su chica, de su última
chica, que le salió rana.
Dejó un billete de cien dólares en la mesilla, de propina, y la dirección del apartamento.
Amanecía. El sonido de olas se mezclaba con trinos sordos de las
primeras gaviotas y ronroneo de motores de barcos, que se alejaban en
el horizonte. Un borracho cantaba, zigzagueaba tras la lata de cerveza
vacía que le servía de pelota o de cabeza cortada, nunca se sabe.
El camión de la basura hacía más ruido que los barcos.
Hombres cabizbajos caminaban con bolsas colgadas del hombro, seguramente con fiambreras de comida y ropa de trabajo. El aire no levantaba brizna de paja y anunciaba día de chicharras acribillando pinares.
El sueño y la nostalgia se iban apoderando de Ananías y marchó al
apartamento. Entró sin hacer ruido y se durmió.
Dos horas más tarde, el fotógrafo puso la radio a tope mientras se
duchaba y tarareaba O Sole mío, canción con la que atronaba los oídos
de Ananías, que metió la cabeza bajo la almohada, no sin antes gritar:
–¡Baja la música, cencerro!
El fotógrafo no oyó el grito desde la ducha ni de los que aporreaban
la puerta. Cuando hubo terminado su aseo se dirigió a la cocina y se
apercibió de que alguien llamaba a la puerta:
–¡Ya va! ¡Vas a tirar la puerta abajo!
Abrió, y en un abrir y cerrar de ojos se vio vestido y, esposado, camino de una comisaría, con las máquinas de fotografiar en poder de los
policías.
Lo sentaron frente a una mesa, en un cuarto del sótano, después de
soltarle las esposas.
Cinco minutos más tarde, un comisario de cara seca, ceño fruncido y
cicatriz en comisura de labio inferior, preguntó a las tres personas que le
acompañaban:
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–¿Es este?
–No, pero es amigo del otro. Este es amigo nuestro. Va a hacer una
sesión de fotografía con nosotras. El que estuvo anoche en el club
es otro.
Segismundo estaba a punto de que le diera un ataque de histeria, de
ansiedad, de locura y otro de hipoglucemia.
Para salvar la vida, fuera de sí –gritó–:
–¡Soy diabético! ¡Necesito insulina! ¡Voy a morir!
El policía entendió lo de insulina y diabético y preguntó:
–¿Diabetes? Yo, también.
–Sí, diabetes –contestó el fotógrafo.
El comisario se abrazó a Segismundo, y dijo:
–Diabetes, no criminal.
Recogió las máquinas de fotografiar, se las entregó a su dueño,
y dijo:
–Usted, puede marchar; vosotras dos, también. Tú, Ojo Pipa, quédate. Tendrás que explicar qué has hecho entre las cuatro y la seis de la
mañana.
–¿Por qué?
–Porque tu socio ha sido acribillado a balazos esta noche. Lo único
que ha quedado de él sano ha sido el sombrero. El gracioso que lo ha
ejecutado ha dejado una pluma de aguilucho cenizo en la cinta del sombrero, después de haber escrito con su sangre en la pared: ”El próximo
serás tú, Sinforoso.”
–¿Y quien es Sinforoso?
–Sinforoso soy yo, pedazo de animal.
Y cerró la puerta de la sala de interrogar de un portazo, mientras el
fotógrafo y las niñas que habían pasado la noche con Ananías salieron
llenos de satisfacción por haberse vuelto a encontrar, aunque fuera en
circunstancias tan desagradables como esas.
99
–¿Desayunamos juntos?
–¿Encantadas? ¿Y después?
–Lo que queráis.
–¿Fotografías?
–Encantado.
Marcharon al apartamento. Ananías roncaba como un tractor oruga
ascendiendo un camino forestal, en monte empinado.
Ello no impidió para que desayunaran desnudas, abriendo boca de la
sesión fotográfica.
Segismundo, nervioso y recatado, dijo a la ninfa que se declaró puta
redomada:
–La sesión, más tarde. Primero, desayuna tranquila.
–Unas instantáneas con el bollo en la mano no estarían nada mal–
insinuó ella.
–Eso, eso –añadió la otra, mordiendo un bollo salado.
Desde ese momento, el fotógrafo sólo hacia gestos, y de vez en
cuando sorbía un poco de leche con sacarina, y mordía una rodaja de
melón cuando no podía más. En vez de saltar encima de aquellas salvajes, se hacía de la picha un lío, y mordía melón. Eso le ayudaba a cumplir con la promesa de no conocer mujer hasta llegar a Atenas, ni beber
alcohol, por el bien de su salud mental y física.
Horas más tarde, Satokato empujó la puerta que el fotógrafo y las
modelos habían olvidado cerrar; penetró en la estancia con Li, y encontraron el cuadro de la maja desnuda de Goya por duplicado; una, con
pepino en mano y la otra sin nada.
Satokato aplaudió, exclamando:
–¡Bravo, Segis!
–No interrumpas. Estamos en el momento profundo –respondió el
fotógrafo, bañado en sudor.
Li se adelantó, tomó el pepino de la mano de la modelo, y añadió:
100
–Haz dos copias para mí, por favor.
El fotógrafo disparó el flash y, dando palmas, gritó.
–¡Basta por hoy! La sesión ha terminado.
Las niñas se vistieron, se despidieron, y Satokato, asombrado de la
eficacia de su amigo, comentó:
–No pierdes el tiempo, ¿eh?
–Se hace lo que se puede.
–¿Cómo te las has arreglado para traer a estas muchachas aquí?
–Si te lo cuento no te lo vas a creer.
–Eso, seguro.
Acercándose al oído de su amigo –susurró, para que ella no oyera–:
son putas.
–¿Y Ananías? –preguntó Li.
–Aquí estoy –contestó él– apoyado en el quicio de la puerta del salón, muerto de sueño. Este tío pone la música a tope y no deja dormir a
nadie en diez kilómetros a la redonda. No he pegado ojo.
–Es mediodía, Ananí –dijo, sonriente, Li, al corriente de que era difícil de acostar, pero más difícil de despertar de mañana.
Ananías se aseó y estudiaron las fotografías y grabaciones del día
anterior. No necesitaron mucho esfuerzo para descifrar lo grabado en
secreto después de que Segismundo preguntara a Ananías:
–¿Ayer a la noche dónde estuviste?
Y Ananías, con las manos en alto, cantó por bulerías:
¿Dónde estuviste anoche,
que mis ojos no te vieron?
Ahaáh ahahaaaaaaa,
pim pam
(palmas acompañadas de taconeo)
que mis ojos no te vieron.
101
–No me da risa ni ganas de cantar. Mientras dormía, tú estabas de
putas. Y poco más tarde, mientras tú dormías, yo estaba con tus putas
declarando en un calabozo; y con el biólogo, que ha quedado allí, porque esta noche han acribillado a balazos a su socio, que era el dueño del
club y de la mansión de la entrevista.
–Tú alucinas.
–Vete a comisaría y dile al comisario jefe: he sido yo quien ha
escrito en la pared: "Tú serás el próximo, Sinforoso", y verás que
alegría le das.
A Ananías le dio un ataque de risa que salió al balcón a tomar aire,
y secarse las lágrimas.
–No me hagas reír que tengo el labio partido –repetía entre sofoco
y sofoco.
102
Los atletas podrían recurrir a esa misma técnica
para aumentar el tamaño, el vigor y la resistencia
muscular; dicho "dopaje génico"
sería indetectable
DODECAEDRO
De un tirón, sin parar ni a llenar el depósito de gasolina, por si las
moscas, arribaron a la frontera con Grecia.
Los europeos pasaron sin problemas; pero a la china la revisaron
hasta los pliegues y adornos del sombrero de fieltro.
Ella explicó a los policías, por activa, por pasiva, y por perifrástica,
que tenía pasaporte diplomático y que interpondría queja ante el Ministro de Asuntos Exteriores por el trato recibido. Los policías de paisano
respondieron que haría muy bien en presentar quejas, pero que también
el agente secreto de la CIA Bin Laden de Al Qaeda, y muchos de sus
colaboradores, tienen pasaportes diplomáticos y se llevan por delante
“a Cristo y su Madre”, y se santiguaban con la señal del cristiano, ortodoxa, cada vez que pronunciaban aquellos sacrosantos nombres de
forma irreverente, ya que fueron educados y graduados en la escuela de
alto nivel "Investigación policial" para impresionar a musulmanes.
Ella salió libre tras comprobar, vía satélite, en el Pentágono, en Jeru103
salén y en la embajada australiana de Yakarta, que no era musulmana
sino china, atea, y miembro del Comité Olímpico Internacional Chino,
y, por tanto, comunista, posible espía, pero no suficientemente probado.
Li abandonó el cuarto del interrogatorio, impertérrita, como si nada
hubiese ocurrido con ella. Los policías de paisano la acompañaron hasta
la puerta. Segismundo, cámara en ristre, fotografió el andar suelto y airoso de la princesa imperial china. Uno de los policías secretas de la
aduana corrió hacia Segismundo, pensando que hacía fotografías a los
servicios secretos norteamericanos, pero se detuvo cuando Li posó al
estilo de modelo de revista de moda, tomando, con soltura y donaire, el
pliegue bajo de seda de la falda estampada, adornada con paraguas multicolores, pagodas, dragones y puentes de madera chinos.
Segismundo, con aquella cara, con aquella anilla en la nariz y con
aquellas gafas, aparentaba medio tonto; y eso acabó de convencer al policía de que no había malicia en el fotógrafo; y como ya habían molestado bastante a la china, sin poder informar nada más que presentaba
gran parecido físico con la "tigresa", terrorista afamada en círculos de
inteligencia, desistió de romperle la cara, las gafas y la máquina de fotografiar; y de arrastrarlo de la anilla como a una pieza de caza, de terrorista talibán. Los tres europeos aplaudieron la gracia de Li y montaron
el chicharrero amarillo, descapotado, para que el fotógrafo plasmara
toda belleza griega.
Los tres europeos decidieron, por unanimidad, recorrer Grecia por
carreteras secundarias, con el fin de hacerse idea de la Grecia real, de la
Grecia profunda, de verdad, que de la otra, la aderezada en televisión,
tendrían tiempo sobrado.
La tenue porcelana amarilla china viajó súbito hacia Atenas en tren.
Tenía trabajo.
Segismundo parecía un niño con zapatos nuevos que va por primera
vez a la escuela y descubre el misterio de las letras, la belleza de los nú104
meros, los ríos y los montes, las religiones, la magia y la poesía, el cielo
y las estrellas, la rotación de los planetas, la inmensidad del mar, la función de la clorofila y la luz solar en la savia de las hojas.
Ananías lo adoctrinaba con lecturas sobre los dioses griegos, héroes
mitológicos, viajes, guerras y batallas, extraídas de libros que había estudiado antes del viaje. Arquímedes ya era de la familia.
El universo griego, la compostura y la ficción de los genios ociosos,
surgieron con la fuerza de las suposiciones populares científicas, fantasmagóricas, de los dioses creados para el uso, sin inmortalidad ni atribuciones infinitas.
Segismundo las fotografió:
–¡Mira, mira, Polifemo!
–¡Sácale una foto!
Y un gigante con un solo ojo en la frente salía en la foto
–¡Mira, mira, un cíclope!
–¡Sácale una foto!
Y el individuo en cuestión se rascaba el único ojo, apoyado en una
muralla ciclópea.
Tras la descripción detallada de genios marinos con cuerpos de pez,
Segismundo fotografiaba a Tritón, Ninfa y Nereida; en el aire, a Sílfides; en los árboles, Dríadas. Las musas revoloteaban como mariposas al
oído de Satokato, soplando aire azul y rosa, y a raíz de eso, se sentía
inspirado.
Una mañana tuvo el capricho de fotografiarse frente al espejo y al
revelar comprobó que estaba cubierto de evidentes signos de raza caprina: era un Sátiro.
Ananías comprendió el fenómeno, pues a él le ocurría parecido.
Cuando se sentaba en el auténtico trono de los reyes para llevar a cabo
sus necesidades fisiológicas, fijaba la mirada en los azulejos que cubrían la pared del baño de su casa.
105
En los momentos de concentración contemplaba cómo las filigranas
del azulejo se convertían en lo que pensaba o imaginaba en aquel momento: melodías, su padre, la madre, el tío o cualquier persona o cosa
con quién hablaba mentalmente.
Y permanecían, y se movían frente a él, sentado con los ojos fijos en
el azulejo. Su mente movía las filigranas y creaba seres.
Satokato ni se inmutó ante los razonamientos de Ananías ni ante las
fotografías de Segismundo. Se limitó a decir:
–Son las formas a priori de Kant.
–Si tú lo dices –replicó Segismundo. No sé quién es ese tipo ni lo
entiendo, pero si tú lo dices.
–Es un filósofo alemán.
–No interesa –añadió Ananías. Seguro que antes que al alemán se le
ocurrió a un griego. Por ejemplo, a Platón. Estoy convencido que
cuanto se ha dicho y dirá, ya lo dijeron los griegos.
–Si tú lo dices –remató Segismundo.
Los tres días que costó llegar a Atenas los guardó en la memoria, y
en fotografías, que, con las que le quedaban por hacer, se convertirían
en el álbum más preciado, valioso testigo de relatos, monumentos y
quebradas, olivares, barbechos y mitos escapados de leyendas, refugiados en la cinta fotográfica. Álbum color sepia y azafrán que rellenaba y
guardaba, a pesar de los modernos sistemas de almacenaje electrónicos,
informáticos.
Sobre todas las cosas le gustaba repasar fotos, sentado en el sofá, página a página.
Llegaron a la eterna Atenas, sudando tinta. El calor húmedo de la atmósfera aceleraba la sensación térmica.
Doce días antes de las olimpiadas trabajaba hasta el apuntador.
Los voluntarios y profesionales, los tontos y los listos, los militares y
los popes, los políticos, y hasta los banqueros, trabajaban para tener a
106
punto el espectáculo. La revolución era tal, que hasta los pobres ganaban dinero.
En ese ambiente de frenesí y alboroto olímpico cayeron de pleno los
caballeros andantes del Citröen dos caballos amarillo, negros, mojama
de sol, renegridos, cual “cartagenera morena, dorada con luz de luna”,
que canturreaba Ananías a Segismundo.
Li se adelantó. Sus obligaciones la reclamaban. Debía sumarse a la
delegación china, que preparaba lo necesario para que los atletas chinos,
preparadores físicos y mentales, tuvieran todo en perfecto orden. Pertenecía al equipo de expertos que debía tomar nota de todo lo sucedido
hasta la toma del testigo, la bandera olímpica y antorcha olímpica, por
el alcalde de Beijing (Pekín), al cierre de las olimpiadas.
Desde ese momento en adelante tendría poco tiempo para algo que
no fuera trabajar y trabajar, cual hormiga china.
La burocracia gubernamental china debía demostrar al mundo que
servía para algo.
China, durante los próximos cuatro años, debía demostrar al mundo
entero que los mil trescientos millones de chinos podían comérselo con
palillos, y, si fuera necesario, merendárselo con los dedos. Convertirían
el mundo en escudilla de arroz y palillos. China debía demostrar que el
dinero no lo es todo, aunque sin dinero no se pueda hacer nada en un
mundo como la Europa del euro, la América del dólar, del petróleo y
sus guerras.
Li era la demostración de la capacidad de China para cambiar el
mundo para bien.
El vigor, fuerza interior, pasión interior disimulada, el liderazgo sin
aspavientos ni engreimientos vanos. Eficacia. Mujer dominadora de la
situación tanto en el trabajo como en el amor. Eso era lo que más gustaba a Satokato de ella. Tomaba la iniciativa.
Mientras ella trabajaba día y noche, el periodista, el fotógrafo y
107
el ingeniero se las ingeniaban para hacer nada, o lo menos posible:
pasear, investigar, grabar, escribir, revelar y colgar en páginas Web el
trabajo realizado, sin prisa pero sin pausa, como dicen los políticos y
Ananías hace.
Al fotógrafo, ahora que habían levantado veda de mujer y un poco
de alcohol, no le apetecía ni una cosa ni otra.
Se pasaba el día sudando la gota gorda, resoplando, quejándose hasta
de sus apellidos, porque no terminaba de coger el punto, que él llamaba
“filipino”. Tenía que aclimatar su sensibilidad a aquel nuevo mundo, pasado por agua de sudor, chirriado de pies a cabeza, con la boca seca día y
noche, a pesar de que llevaba una botella de agua colgada al pecho como
si del biberón de un bebé se tratara. El segundo día de estancia en Atenas
llegó a una conclusión drástica y fenomenal, al pie de las ruinas del Partenón, cuando Satokato le explicaba cómo Fidias había esculpido el atrio; y
la historia de Atenas, para que él amasara las ideas y sacara brillo al templo, al monte y a la sombra de las columnas:
–Estos griegos con todo lo listos que eran, tuvieron que hacer alguna
cosa para sudar poco. Esas piedras y esos mármoles tan perfectos, como
si nacieran y crecieran aquí mismo con molde, como si fueran árboles y
plantas de mármol, no se pueden inventar con tanto sol en la cabeza. Estos trabajaban durante la primavera y otoño. En verano, dormían de día
y diseñaban de noche. En invierno, los esclavos arrastraban mármol
hasta aquí para sacar el frío, haciendo patinar las moles de mármol por
el hielo sobre troncos, apoyados por el viento. En conclusión: hay que
trabajar de noche.
–Estás de vacaciones –insistía Satokato–. Puedes hacer lo que te
plazca. El único que debe trabajar soy yo. Ananías y tú no tenéis obligaciones. Tenemos por delante quince días de competiciones a todas las
horas del día y en todas las disciplinas. Y diez días, antes de que suceda,
para dormir y pasear.
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–Yo creo que donde mejor se ven los juegos es en la televisión, sin
sudar, con un buen refresco a la sombra.
–Para eso te podías haber quedado en casa con todas tus máquinas
de fotos.
–No, no, no. Yo quiero oler el sudor de las atletas, en vivo y en directo. Quiero revolcarme entre tanta fuerza y entre tanta hermosura.
–Podrás echarte una novia con medalla de oro. ¿Cómo te gustaría
que fuera?
–Como Li.
–¿China?
–A ser posible china, pero si no puede ser, que sea mulata o negra
maciza de esas que bailan en los carnavales y corren los cien metros vallas, que imagino saltando y salvando dificultades, compitiendo entre
ellas, para merecer mis favores, mis besos, mi cama suave y fresca, mis
fotos y mi desesperación.
–Satokato –dijo Ananías –vámonos a la sombra, que a este le está
cogiendo el sol.
–A partir de hoy, saldré a la noche. Para cuando comiencen los Juegos habré dormido tanto que saldré a fotografiar héroes, heroínas, y familiares, noche y día, que algo deberán tener de especial los padres y las
madres de los fenómenos de la naturaleza.
–Yo iré con Satokato a grabar toda la podredumbre que hay bajo este
mundo tan maravilloso, que, por lo que he atisbado en Split, aquí hay
mucho dinero de por medio, a costa de estos pobres deportistas.
–Tú siempre husmeando carroña.
–Todo se andará si el palo no se rompe –terció el periodista–. Lo que
sí es seguro, que tendremos emociones fuertes. Ahora deberíamos comer algo ligero y echar la siesta. Se nos van a derretir los sesos mientras
no nos aclimatemos a este calor húmedo. Hay que estar en forma para
las olimpiadas.
109
Comieron ensalada y nada más. Eso sí, una ensalada griega, con todos los ingredientes de hortalizas mediterráneas, queso y aceite de
oliva, tan grande, como decía Ananías satisfecho del espectáculo y en
recuerdo del amigo gitano Zankas, “que no se la salta un gitano”, que ya
es decir.
Satokato estaba pendiente de una llamada del biólogo de Split.
El incidente del asesinato y la consiguiente detención, le obligó a
abandonar Croacia, por si salpicaba, sin el resultado de las pruebas que
se iban a realizar.
Todos estos hechos confirmaron la teoría del periodista: “Alexander
no tiene un duro y ha querido impresionarnos para sacar una buena tajada, una tajada de tres millones de dólares.”
En verdad creía que lo valía, y algún empresario o político pagaría
gustoso eso, y más, si las pruebas resultaban positivas; pero ese dinero
debería pasar por sus manos para repartir, para comprar voluntades,
para ocultar muertes, que seguro iban a producirse. En sus cavilaciones,
pensaba que si todo se ponía muy feo, siempre podía escaparse con Li a
China, que allí, entre tanto chino, sería muy fácil pasar desapercibido y
huir de mafias que controlan las drogas de los deportistas, que son mucho más peligrosas que el cárter de Medellín y las mafias rusa y americanas juntas.
Si el científico croata fallaba en el diagnóstico, tenía otros contactos
con los que trabajar a partir de ya; tras descansar un día, huiría del calor
húmedo.
En todo caso, podía echar mano del padre de Li, según ella, uno de
los máximos responsables de preparación física de atletas chinos. Los
chinos saben un rato largo de deporte, alimentación, ejercicio, de control y de drogas, fumadores de opio y torturas; que en eso de las torturas
también eran famosos en el mundo entero por aquello de las cañas de
bambú entre las uñas, por decir algo.
110
Esas imágenes hicieron que su cuerpo se estremeciera y prefiriera
pensar lo que Li había dicho de su padre: “mi padre piensa que la mejor
droga es entrenar ocho horas diarias, trabajar, como hacen los trabajadores, y quitar de la cabeza que ser medalla de oro nos hace diferentes solamente en el trabajo bien hecho. A veces ganamos, no por ser los mejores, sino porque los contrarios fallan, tienen un mal día, dormido mal o
alguien ha introducido en su alimentación algo para que la gastroenteritis, descomposición, o un mal aire, se lleve sus fuerzas por el agujero
del retrete.”
Estos pensamientos trajeron a su memoria la imagen de la hermosa
criatura y se durmió pensando: “¿dónde estará?”
La china no tenía ese problema. Sabía en todo momento dónde se
encontraba él y, sin que el periodista supiera, podía localizarlo y pillarlo
infraganti en cualquier situación, como lo había demostrado cuando
apareció tan campante en la puerta de la habitación que había reservado
el científico.
Sin previo aviso, y tras marchar en barco en la ciudad de Dubronic,
fue capaz de localizarlo en una ciudad tan misteriosa y complicada
como Split.
Milagro. Telepatía. Cosas chinas. Poderes extra sensoriales. Magia.
Budú. Servicio secreto. Conexión a bandas narcotráfico. Espionaje.
Monje del Himalaya o, simplemente, vidente enamorada.
Satokato no encontraba la explicación, y eso que lo había pensado
de todas las formas posibles de deducir. Le había dado vueltas por
arriba, por abajo y de costado. Como hizo ella con él el primer día de
relación amorosa, sin un beso.
Sus amigos tampoco ayudaban en nada a resolver el enigma. Lo tomaban a broma. Pensaban que él lo había descubierto, sin darse cuenta,
en el furor marital, tal vez en sueños. Segismundo pensaba que quizá las
chinas se comunican en sueños con sus amantes y hacen el amor donde
111
quieren, cuando quieren y como quieren, sin contacto carnal, sentadas
en esterilla de bambú, mientras se pasean por el mundo; o frotándose la
nariz como el mago de la lámpara de Aladino, que concede deseos imposibles, si no es por su mediación; que nunca se sabe de estas cosas
maravillosas, que te cuentan como cuentos chinos, pero luego resulta
que son verdad, porque los chinos son muy chinos y llevan miles de millones de años luz de avance al resto de los mortales. Los países capitalistas piensan que los chinos están atrasados en el desarrollo de la economía y que allí, en la China, puede ganarse mucho dinero, mientras se
ponen los chinos al día, y para eso hace falta maquinaria moderna que
no producen y tiene que comprar. Aunque los capitalistas piensan eso,
los chinos se ríen por dentro y dicen en su pensamiento: “naranjas de la
China”, pues saben que el verdadero rico y el verdadero sabio no es
quien más cosas posee, sino quien tiene menos necesidades; así como
no es más limpio el que más limpia sino el que menos mancha.
Todo esto se explicaba a sí mismo, y al mundo entero, el fotógrafo
frente al cristal, pensando en alto, intentando entender las crónicas
para periódicos y revistas del intrépido e inefable periodista, su amigo
Satokato. Segismundo filtraba y asimilaba con dificultad los conceptos
y expresiones de economía, finanzas y estadística, que mezclaba con
fantasías.
El periodista y sus “chicos”, como gustaba llamarlos, confirmaron
una vez más que ella, la china, conocía su paradero con pelos y señales,
con dirección, piso y puerta de apartamento.
Al día siguiente de llegar a Atenas sonó el timbre, abrió la puerta
Segismundo y gritó:
–¡Satokato, un muchacho con gorra visera al revés, te llama!
El periodista firmó la entrega y recogió un sobre con una flor de
loto, incluida nota colgada de una cinta amarilla: ”Hay alguien que
piensa en ti. Firmado: Li.”
112
El reportero se llenó de gozo y sus colegas de envidia.
–Así cualquiera –refunfuñaba el fotógrafo, que no encontraba en su
ser el deseo de mujer.
–Unos nacen con estrella y otros estrellados –repetía una y otra vez
Ananías, a cuenta del ramo de flor de loto que debía apartar de la mesita
baja para colocar su jarra de cerveza.
Ananías decidió ir por libre mientras el jefe no requiriera servicios
electrónicos.
Se impuso disciplina, horario no rígido, pero orientativo. Desayuno
a las siete de la mañana. Paseo por la Villa Olímpica al punto de la mañana, cuando el sol no calienta; hasta las doce de mediodía, que empieza a apretar. Comida, a ser posible en casa, ligero de ropa o en pelota, dependiendo de si Segismundo estaba despierto o no. Siesta sin
horario limitado, mientras el sol quema a los turistas, deportistas y bicho viviente que trabaja al aire libre. A la tarde, lectura de Historia de
los Griegos, que había iniciado meses atrás y lo tenía cautivado. Se decía y repetía a sí mismo, cuando cerraba el libro: “Los de Ciencias somos analfabetos perdidos. No sabemos de casi nada. Nos decimos científicos, como si la Ciencia estuviera exclusivamente ligada a la Física, a
la Química o a las Matemáticas.
"Somos analfabetos por no conocer Pericles, Fidias, Solón o Safo,
por poner un ejemplo.
"Como muestra, un botón: Segismundo, o yo. Segismundo, óptico
devenido en fotógrafo sin tacha, nunca ha reflexionado sobre el misterio
de la luz, con la que los griegos quemaron flotas de barcos enteros.
"Lo aprendido tampoco corresponde a la realidad.
"Por ejemplo, Tales de Mileto fue a Egipto a estudiar matemáticas y
astronomía y enseñó a los egipcios a medir pirámides de la forma más
simple: midiendo su sombra sobre la arena en el momento que él mismo
proyectaba la misma longitud que su cuerpo. Lo que quiere decir que
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Tales de Mileto utilizó la proporción bastante tiempo antes de que Euclides, supuesto padre de la geometría, hubiera nacido.
Y así se escribe la Historia."
Cosas como éstas, que desconocía por completo, lo entusiasmaban;
y devoraba aquel libro, que contaba cómo los habitantes de aquel territorio donde ahora él sudaba como un ternero, regalaron a la Humanidad
sapiencia y conocimiento a espuertas. Se sentía nuevo. Se sentía griego
y le daba un poco de pena no serlo de verdad. Llegó al convencimiento
de que cuanto más leía, más griego se hacía. Por eso llevaba consigo el
libro a todas partes y cuando se sentaba, leía; y cuando leía, se bebía
una botella de agua de un litro, que no la orinaba porque la gastaba toda
por los poros del cuerpo.
En estas labores andaba el ingeniero, sentado en la terraza de un bar,
a las doce, pensando en comprar ingredientes para la ensalada potente
que pronto iba a engullir, cuando un grupo de supuestos músicos, rusos
por la vestimenta que hicieron gala e instrumentos que desplegaron, se
apostó junto a la terraza, al sol, con la evidente intención de recrear los
oídos de los turistas y sacar unos euros.
Los músicos, rusos; las bailarinas, se suponía que también; pero si
hubiera duda habría desaparecido cuando montaron tenderete con matriuscas, huevos de madera, tarros y cucharas fosforescentes. Eran rusos. Sonó la música de Casachov, y Ananías terminó de convencerse de
que eran rusos. No era tan fácil convencer al orondo ingeniero por la
mera percepción visual. Él era de los convencidos de que las apariencias engañan, y mucho.
Escuchar música no era lo que más le apetecía en ese momento, ni
menos rusa, porque, estando en Atenas, deseaba sentir el sirtaki y música griega, músicos griegos, “pero desde la caída del muro de Berlín,
rusos y rusas, soviéticos en general, han inundado Europa (no tengo referencias de América u Oceanía) y les han comido el terreno a autócto114
nos en cualquier parte donde aterrizan, amerizan o simplemente llegan,
como dicen en mi pueblo, en el carro de San Fernando, que no es ni más
ni menos, que un rato a pie y otro andando” –pensaba, repantingado en
la silla de aluminio.
Una vez instalados, los rusos comenzaron a cantar, bailar y sonar los
instrumentos, por este orden, y la verdad que no lo hacían mal. A la segunda canción una rusa guapa, rubia, con ojos verdes, talle y tobillo
fino, se acercó a los espectadores en pie y sentados, en la terraza, con un
gorro bordado con hilos de colores azul y rojo, solicitando voluntad en
forma de euro.
Algo no funcionó bien en aquel vivaz espectáculo cuando una de las
bailarinas se paró de repente y salió corriendo hacia los porches. Ananías se sorprendió, pero poco más tarde entendió lo que se estaba cociendo en aquella extraña estampida, seguida de bailarín. La policía municipal hizo acto de presencia en la plaza, habló con quien parecía jefe
de todos, que no debía ser por el bigote, ya que otro, el de la balalaica,
lucía mostachos más largos.
Silenciaron la música. El policía algo dijo al ruso, y, en minutos, recogieron el tenderete, y se marcharon. Ananías pensó que quienes habían huido de la quema temían les pidieran los papeles necesarios para
permanecer en el país o temerosos de detención inmediata por alguna
otra razón. Por los gestos del policía, Ananías supuso que los vecinos
habían llamado a la policía para pedir que se marcharan, porque estaban
hartos de músicos a todas horas.
Minutos más tarde aparecieron otros, esta vez griegos, con toda la
parafernalia de instrumentos, sin artículos de venta, a diferencia de los
rusos, y con ganas de amenizar la mañana.
Ananías lo sintió por los músicos rusos, pero le pusieron en bandeja
la música y danza griega. Pensó que estos eran subvencionados por el
Ayuntamiento, como atracción turística.
115
No todos eran felices con el espectáculo, ya que una vecina de la
casa de enfrente, se asomó al balcón con un cubo de fregar lleno de
agua, amenazando chirriar a los músicos, con gritos estentóreos, que
aunque Ananías no entendía por hacerlo en griego, supuso que estaba
harto de que cada día durante diez horas se apostaran bajo su balcón
músicos, buenos y malos, rusos, rumanos o griegos que a la pobre mujer
la estaban volviendo loca con la contaminación acústica; y él que era ingeniero de sonido, lo sabía perfectamente, como también era consciente
de que el ruido, la música, el sonido, en general, era usado como tortura
en lugares especializados y se enseñaba en las escuelas militares para
arrancar declaraciones a los detenidos, y muchos terminaban volviéndose locos.
Si a esto se añade el ruido del vehículo de limpieza que en ese
mismo momento pasaba bajo el balcón de la señora, el compresor de los
operarios que levantaban adoquines, el motor del dumper que transportaba losas y un saco de cemento, era comprensible que aquella señora
gritara desesperada. Los municipales se apostaron bajo el balcón y hablaron con ella. La calmaron, subieron a la casa y al parecer le informaron de la ley vigente, ofreciéndole aparatos para medir el sonido, porque
ya está todo legislado. Y si pasaban los decibelios autorizados en horarios prohibidos y sin autorización oficial podía presentar una denuncia.
Por los gestos en el balcón, entendió que la señora nunca denunciaría a
los músicos, solamente pedía que tocaran suave y cambiaran de lugar,
que Atenas es muy grande y estaba harta de escuchar desde el punto de
la mañana hasta el anochecer, música, buena o mala, que le obligaba a
mantener el balcón cerrado, subir el volumen de la televisión, si quería
escuchar el telediario, y los vecinos otro tanto, y así los unos por los
otros creaban un zumbido en toda la casa que no había quién aguantara.
Y a ella también le apetecía abrir el balcón y asomarse o no, porque a
fin de cuenta aquella era su casa.
116
Una muchacha solicitó permiso para sentarse en una de las sillas libres, y él, muy gustoso, accedió con un gesto. Él contemplaba, intermitentemente, a músicos y a señora del balcón; la muchacha lo miraba de
forma discreta. Ananías se dio cuenta, pero hizo caso omiso, más que
nada por temor a no entenderse en griego.
Le entraron dudas sobre si la muchacha buscaba algo más que sentarse y dialogar. Pensó que tal vez podía ofrecer encantos y él no estaba
por la labor, porque había que hacerse el simpático y hablar y explicar
algo de su vida y sonreír, aparentando agradable, dulce, inteligente, ingenioso, trabajador, que se gana bien la vida y todas esos menesteres; y
para él era mucho trabajo.
Los músicos griegos finalizaron la canción, y entonaron un sirtaki.
La joven se levantó y bailó espontáneamente con personas que paseaban; y lo hacía francamente bien. Hubo pausa, la muchacha se acercó a
Ananías y le invitó a bailar.
Entonces, al tener frente a frente su rostro, se percató.
–Hola –dijo ella.
–Hola –respondió él.
–¿No te acuerdas de mí?
–Creo que sí. ¿Eres Anastasia?
–La misma que viste y calza.
–Con esa indumentaria no te había reconocido.
–Hoy no tengo que hacer de acompañante.
–¿Qué haces aquí?
–Acompaño al grupo. ¿Tus compañeros están contigo?
–Sí, están trabajando.
–¿Y la china?
–Supongo que también. No la hemos vuelto a ver.
–Me gustaría ver al periodista. Podría informarle de algo de su
interés.
117
–¿Dónde puede encontrarte?
–Por aquí. Estaré por aquí. ¿Bailas?
–Aparte de que no sé bailar danzas griegas, tengo que marcharme.
Me están esperando. Toma mi asiento y disfruta de la mesa. No hay otra
libre en toda la terraza.
–Gracias. Muchas gracias.
Se despidió y ella se sentó en la mesa libre.
A pesar del fuerte calor, el hambre empezaba a llamar a las puertas
del estómago. No podía bailar con ella, que además de ser preciosa y
llamar la atención por eso, bailaba como los ángeles, se movía al ritmo
de la música como un nardo, y él, en contraste con ella, era un saco de
patatas.
Con buen sentido del ritmo, eso sí, no como Segismundo, rígido y
“malmovido” a izquierda y a derecha, pies de cemento y falto de flexibilidad. No, él era ágil y vivo, y hasta saltaba sobre la punta de los dedos de los pies en ocasiones, pero sudaba y sudaba enseguida. Los efectos visuales iban a resultar como una espiga al ritmo de un saco de
patatas. Y eso no queda bonito.
Al final se convenció de que había hecho lo mejor aunque no pudo
quitarse de encima la idea del placer que hubiera supuesto bailar con
ella, sentir su cintura, seguir sus cadencias, sus movimientos y sentir el
latido de su corazón si llegaban a bailar abrazados, sin más, sólo bailar,
sin pasar a mas zarandajas de sentir algo, que estaba claro que también a
ella le gustaba Satokotato.
"Es griega. No es croata. Para bailar así hay que ser griego, se decía.
¿Qué hace aquí de acompañante de músicos? ¿Por qué no he tirado más
de la cuerda y preguntado más? ¿Si aquel, el biólogo, no era su marido,
a cuya conclusión ya he llegado de una forma clarividente, qué pintaba
esa beldad en aquel embrollo? ¿Por qué no se lo he preguntado directamente? Tal vez ella estaba deseando confesarse y liberarse del terrible
118
peso de la conciencia. Tonterías. Eso son cosas de viejas y pusilánimes.
Soy idiota. No sé aprovechar las ocasiones. Todo no está perdido. Sé
dónde va a estar. No. Quiere intimar con Satokato. No sé qué les da, que
se fijan en él antes que en ninguno de nosotros. Debe tener azucarillos
en los morros.
"La verdad es que yo no hago nada por ligar y Segismundo lo caga
todo con las patas de atrás. No me extraña."
Cuando entró en casa los compañeros discutían.
Segismundo estaba asustado de cifras que manejaba el periodista.
En la crónica diaria escribía de billones de dólares para echar andar el
evento deportivo ateniense.
Billones de dólares, con B, en infraestructura, billones de dólares
por todos los lados. Al fotógrafo nunca se le habían dado muy bien los
dineros y si millones ya le daba mareo, lo de billones lo dejaba fuera de
combate.
–Has debido confundirte. ¿Tú sabes lo que estás diciendo? ¿Cómo
van a pagar todo eso?
–Con lo recaudado de “hadas madrinas” patrocinadoras, derechos de
televisión, entradas, camisetas, aportaciones de la Comunidad Europea,
etcétera.
–¿Y si no venden, y si no van a los espectáculos, porque he visto el
precio de las entradas y son caras, y en la tele se ve tan ricamente, qué?
¿Quién paga?
–Los griegos, ¿quién si no?
–Billones de dólares. Estos griegos están locos. Billones de euros…
A Ananías el hambre no le dejaba discurrir, y para que pensaran y lo
dejaran comer y dormir tranquilo, salió con unas frases curiosas:
–Segis, no te preocupes. Los griegos nunca admitieron la existencia
del cero. Eso les causó muchos problemas a la hora de usar los números. Como cero es igual a nada, no existe. Es nada. Y no te cuento lo de
119
los números negativos: menos diez, menos quince, menos que cero, menos que nada.
El fotógrafo que no entendió lo del cero, miró al ingeniero, como diciendo: “¿Y ahora a qué viene esa chorrada?” y prosiguió:
–¿Quién va a pagar todo esto?
–Los griegos. Grecia prestigiará su imagen ante el mundo. Se moderniza. Hace infraestructuras nuevas como el metro, estadios, carreteras, etcétera.
–Me parece muy bien, pero cuánto cuesta todo esto. Creo que este es
un país rico en Historia, pero pobre en moneda, comparando con los ricos de Europa –repetía Segismundo, que, con lo poco que sabía de economía y de dineros, se le antojaba, y el sentido común le decía, que allí
fallaba algo.
Satokato también albergaba dudas; creía que seguramente era más
rentable para las ciudades que organizan Juegos Olímpicos gastar esos
dinerales en escuelas y hospitales, pero terminaba siempre de la misma
manera, escéptico:
–Qué le vamos a hacer. El mundo está montado así; el honor, el
prestigio, la apariencia.
–Pero a pagar el que va al curro cada mañana.
–A ver…
–Pero eso, aquí y en la China.
–A propósito de la China, ¿has tenido noticias de Li?
–No ha vuelto a dar señales de vida desde lo del ramo de flores.
Ananías, rematando la ensalada potente, había matado la primera rabia y tenía fuerza para hablar como las personas, y preguntó:
–¿A que no sabéis con quien me he encontrado esta mañana?
–¿Con ella?
–No. Con otra. Con la que hacía de querida del científico.
–¿Dónde?
120
–En la plaza.
–Me gustaría hablar con ella.
–Lo mismo me ha dicho. Tiene interés en conversar contigo.
–Mientras no sea nada más que conversar –terció Segismundo–. No
sé que les das que enseguida las metes en la cama.
–Mira quién fue a hablar. El que se las lleva por pares y, encima, con
numeritos, posturitas y vete a saber qué más.
–Me dijo que estaría por la Plaza Mayor a mediodía. Acompaña a
una fanfarria griega.
–¿Y qué pinta esa mujer en una fanfarria?
–Debe estar liada con el de la guitarra. Dice que conoce algo que te
conviene saber.
–¿Me acompañas mañana?
–Bien.
–Yo, también.
–De acuerdo. Pero a las doce en punto en la puerta de casa. Si estás
dormido, te dejaremos durmiendo y nos marcharemos Ananí y yo.
–Estaré cinco minutos antes de las doce.
121
Las moléculas implicadas en el dopaje génico son
indistinguibles de sus homólogas naturales y se
generan exclusivamente en el tejido muscular
OLIMPIA
Encontraron a Anastasia en la misma silla en la que la había dejado
Ananías el día anterior, como un cuadro fijo sobre el que la noche y el
día no influyen.
Los vio llegar, saltó de gozo y se lanzó en brazos de Satokato, cual
amante distante durante un año.
Los otros se miraron y se encogieron de hombros. Segis murmuró:
–No hay derecho. Unos tanto y otros tan poco.
Sin mediar palabra, dirigiéndose al periodista, Anastasia dijo:
–Tengo que hablar contigo.
–Ya estás hablando conmigo.
–En privado.
–Si quieres, paseamos por los porches y hablamos. Dentro de un
rato voy a Olimpia.
–¿En el coche amarillo?
–No. En el tren.
–Si vas en el coche amarillo, te acompaño.
122
Ananías miró a Satokato y contestó a la mirada del periodista:
–¿Si te apetece?
–Habrá que sufrir un rato al sol –respondió Satokato.
–Toma las llaves del tigre amarillo –terció Ananías, cucando el ojo
al periodista, mientras le mostraba un estuche que, supuestamente, contenía una tapa de radio–. Y la tapa del radiocaset.
Satokato y Anastasia se levantaron y marcharon en busca del tigre
amarillo, que gracias a que el sol todavía no daba de lleno, pudieron
sentarse sin demasiado quebranto para los bajos.
–Los asientos de eskáy, bajo el sol ateniense, tienen la virtud de
“chocarrar”, achicharrar, piel, bello, posaderas y adláteres, comentó el
reportero mientras se sentaba al volante. Me recuerda la matanza del
cerdo.
–Cómo eres. Me encanta el calor del verano –replicó ella, mientras
se sentaba cómoda, sacudiendo su vestido rojo, corto y escotado.
–A mí también, pero en la playa, con una cerveza a la sombra. Lo
mejor del sol es la sombra, querida.
–Te preguntarás qué hago aquí contigo.
–Mi vida profesional es un continuo interrogante. Soy periodista.
–También yo.
–Es un placer. Entre colegas nos entenderemos mejor.
El cielo oscurecía gracias a nubes procedentes del mar.
Brisa suave comenzó a sentirse, efecto de la velocidad y del tiempo
cambiante.
–Te preguntarás por qué estoy en Atenas.
Satokato respondió sin palabras alzando cejas y hombros en gesto
mohíno y deslavazado. Ella prosiguió:
–Estoy porque soy periodista y de origen griego. Mis padres son
griegos, aunque nací en la antigua Yugoslavia y me eduqué en Moscú.
Hablo griego y ruso. Retransmitiré la Olimpiada por radio: no la parte
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deportiva, que para eso están otros colegas, sino la parte humana que
rodea al gran evento.
–Todo muy lógico, hasta ahora.
–He venido sola.
–¿Quién debía acompañarte? ¿Tal vez, Alexander?
–Vas pronto al grano, ¿no?
–El tiempo es oro.
El cielo se cubrió de nubes. Truenos y relámpagos se adivinaban a
pocos kilómetros. El aire se convirtió en vendaval repentinamente. Las
primeras gotas recias cayeron en el parabrisas.
–Se acerca una tormenta.
–No está mal. Refrescará un poco la tierra.
–Y a nosotros.
Una pequeña aldea mostraba todo su esplendor blanco de cal en violento y deslumbrante contraste con el verde de sus alrededores, plagados de olivos, cargados de aceitunas.
En los altos, pinares enseñoreaban orgullosos. Paisaje griego total.
Píndaro, Agamenón y Euclides, paseaban por la orilla de los cielos,
transfigurados en rayos y truenos por la mente del bardo.
–Amo esta tierra. Me siento bien en ella.
–Es normal. Si tus padres son griegos, tus genes reclaman su lugar.
Es un hermoso paisaje. Un poco caluroso para mí, pero bello.
–¿Tienes prisa?
–No. Ninguna prisa. Debo hacer una entrevista a última hora del día.
Y si no llego a tiempo, mañana por la mañana. ¿Y tú?
–Ninguna en particular hasta el día de la inauguración. He grabado
programas para cinco días.
–Faltan diez.
–Espero que me dejarás libre para grabar los cinco que me faltan.
–¿Cómo se llama tu programa?
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–Poliedro.
–Por lo de griego.
–No. Porque intento hacer ver a oyentes de la noche, que la vida es
poliédrica, no es plana, ni de dos ni de tres dimensiones.
–Al menos de doce. Dodecaedro. Muy interesante.
Ella lo miró. Él sintió su mirada agradecida por la distensión que
proporcionaba al encuentro, sin mostrar ansia en saber el papel que representó con Alexander.
–Entremos en esa pequeña aldea. Hay una iglesia católica y quiero
entrar a rezar. ¿Te importa?
El chofer miró con gesto de sorpresa a su acompañante y respondió:
–Si no vas a rezar toda la tarde, vale.
–No, será un momento.
Entraron en el pueblo. Fueron hasta la puerta de la iglesia. Ella descendió, se acercó al portalón del templo, empujó y no se abría. Estaba
cerrada. Pocos metros más allá, una puerta abierta; entró, bajando la cabeza, obligada por el bajo dintel; al momento salió acompañada de una
paisana ancha y simpática, que abrió de par en par la puerta de la iglesia
y sonrió saludando al chofer del coche amarillo, como si lo conociera de
toda la vida. En diez minutos, Anastasia cumplió con Dios y, un minuto
más tarde, el dios de las tormentas envió sobre aquel hermoso villorrio
de piedra y cal una tromba de agua, acompañada de rayos y viento, enviado por Eolo, que descargó toda su potencia, que los meteorólogos
llaman gota fría, y los griegos clásicos, ira de los dioses, poniendo en
peligro la vida del bajel amarillo y al patrón.
La griega hacía aspavientos llamando a Satokato, y Anastasia se
acercó al coche, mojada hasta los tuétanos, marcadas por el agua todas
las curvas del cuerpo, y poniendo al conductor en un aprieto, porque por
mucha tormenta, si una mujer así, presentándose con cabellos, rostro,
pechos, caderas, nalgas y patorras, de esa manera, como estatua de már125
mol templada en manos de Fidias, “lo mejor es permanecer en el coche
y procrear como si estuvieras en el arca de Noé, en el diluvio universal”, pensó Satokato.
Salió de la mano y la señora griega los introdujo en la cocina, les
proporcionó ropa para que se mudaran, y toalla grande a cada uno para secar.
Cuando volvieron de las habitaciones, donde colocó a cada uno por
separado, en la mesa de la cocina brillaba, bajo la luz de las velas, yogur
casero, queso, pastas de manteca, nueces, avellanas, higos, sin fin de
frutos secos, sin contar sandía y melón a rajas. Leche y vino. Y aceitunas verdes, negras, arrugadas y lisas. Mucho miedo y velas.
Cada trueno y cada relámpago hacían santiguar a la bendita mujer,
por el pánico a las tormentas, y para más desgracia, se encontraba sola.
Desenchufó todos los cables de la casa, cerró las ventanas y ventanales,
y encendió más velas. Era de la convicción de que los rayos penetraban
en las casas por los cables y ventanas. Sonreía de miedo y del placer de
verse acompañada. Con un hombre en casa, consideraba que ya no había peligro.
Mientras llenaba vasos de vino tinto, explicó, de un tirón, cómo sus
hijos habían marchado a la capital, voluntarios de la organización de los
Juegos Olímpicos, para echar una mano en lo que hiciera falta.
A su marido habían conseguido llevar, tras mucha presión y ruegos
del alcalde del valle, a una reunión de aceituneros, que no era dado a
reuniones y cosas de esas oficiales.
Anastasia traducía. Satokato escuchaba. El periodista flotaba como
un corcho, escuchando a aquella abuela que le representaba su tía. Además estaba vestido con ropa que su tía de niño guardaba en el armario
para las vacaciones, cuando corría por las calles del pueblo con los amigos, al río a pescar, a la huerta a coger frutas y verduras y al taller del tío
Celedonio: un bombacho azul con bolsillo de cremallera en el peto, con
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tirantes y bolsillos en las perneras, goma elástica en la cintura y lazo
azul para atar, sustituyendo a la correa o cincha; pero lo que más ilusión
le hizo fue el bolsillo del pecho con cremallera.
–Si nos cuida tan bien, no nos marcharemos, señora…
–Pancracia.
A Satokato le sentó la respuesta como un bombazo en las orejas. Su
tía del pueblo también se llamaba Pancracia.
–No es posible.
La señora Pancracia, al ver la cara del hombre de la casa, añadió:
–Por estas tierras en cada pueblo hay por lo menos una o dos Pancracias. Y eso es por culpa de los benditos juegos olímpicos. Pancracia
es una forma de lucha griega.
Las dos horas largas que duró la tormenta se convirtieron en uno de
los momentos más gratos que recordaba el periodista, meses más tarde,
cuando hizo recuento de buenos, malos y peores.
La abuela Pancracia tenía tanto miedo, que no paraba de hablar. Se
preguntaba y se contestaba ella misma:
–Hija mía, ¿crees que tanta agua y tanto relámpago puede traer algo
bueno? Creo que no. Lo mismo que todas estas celebraciones. Tanto
gasto en cosas de poca sustancia. Tanta recepción, tanta gente importante… que esos no hacen más que gastar en hoteles de lujo, champán y
jerigonzas, a costa de los pobres… y lucirse en la televisión y venga comidas por aquí y comidas por allá… y reinas y reyes y gente que no trabaja y que no produce, que por no dar no dan ni pena… no sé, no sé… a
vosotros que sois jóvenes y entendéis más ¿qué os parece?
–Que tiene usted mucha razón, señora Pancracia –afirmó Satokato,
mientras comía aceitunas negras arrugadas, que su tía del pueblo le
daba en verano.
–Come, come. Son de casa.
Se acercó a la ventana, abrió un poco el ventanillo y prosiguió:
127
–Este hombre no viene. Ya debería estar en casa. No habrá podido
salir del hotel ese nuevo a donde lo han llevado, por la tormenta. Inauguraban el hotel donde se reunían y hacían fiesta. Mucha fiesta. Todo es
fiesta. Parece que la gente se ha vuelto loca. Como si fuéramos millonarios. No sería mejor hacer menos fiesta y gastar esos dineros en caminos
y carreteras, que las tenemos estrechas y muy pobres y este país está
lleno de montes y la gente no pone negocios porque todo está lejos y todos van a la capital, que no sé dónde se van a meter tanta gente… ya sé
que han hecho muchos hoteles y línea de metro nueva…, pero cuando
se marche todos los que han venido a las Olimpíadas ¿qué van a hacer
con tanto hotel vacío?
Una y otra vez insistía, como su tía Pancracia:
–Come, come. No has comido nada. Prueba este queso. También es
de casa. Lo hace mi marido. Y el yogur. Es de la leche de casa. Prueba,
prueba… echa un trago de vino. Hay más en el frigo. A mi marido le
gusta meterlo en el frigo. Incluso en invierno. Es lo único que bebe. Es
de la cooperativa del pueblo. Dicen que el clarete es mejor, pero él bebe
siempre tinto. ¡Ay, Señor, cuánto tarda este hombre! Os quedaréis a dormir, ¿no? ¿Adónde vais a ir con este temporal? Os puede caer un rayo
en cualquier momento y electrocutaros. ¡Hay, Dios mío, Señor! –clamaba al cielo, santiguándose, principalmente, cuando los truenos y relámpagos sonaban encima de casa y cerca del pueblo.
Pasadas tres horas, la tormenta remitió y el esposo, señor Solón,
hizo acto de presencia, mojado. Manifestó su alegría por la visita e inmediatamente abrió ventanas y apagó velas.
–Ya ha pasado la tormenta. No tengas miedo.
–Siempre me dices lo mismo.
El señor Solón cabeceaba con aquella cabeza de griego de estatua y
llenaba los vasos con manos duras, callosas, nervudas, de agricultor que
nunca se ha puesto guantes para trabajar en el campo ni con los animales.
128
Se escanció un vaso y se lo bebió de un golpe. Tenía sed. Volvió a
llenar el vaso y probó un poco de queso. Invitó a Satokato a beber más y
él respondió:
–Tengo que conducir hasta Olimpia y ya llevo cuatro vasos. Voy a
terminar borracho.
–Este vino no emborracha. Es natural. Está muy oscuro. Es mejor
que hagáis noche aquí y mañana será otro día.
–No puede ser. Tengo una entrevista esta noche.
–No sé si podrás pasar. El río está creciendo.
–Entonces, vámonos ya.
–Tenemos la ropa mojada –dijo Anastasia.
–Pídele que nos preste la ropa puesta y a la vuelta entramos y se
la devolvemos.
–¿Si te parece?
Explicó a la abuela Pancracia y ella rogó que se la llevaran y ya devolverían cuando pudieran.
Pero opinaba, como Solón, que era mucho mejor que se quedaran
a dormir.
Satokato insistió y salieron vestidos de campo, y se marcharon, no
sin antes recibir sonoros besos y un fuerte apretón de manos de los
abuelos griegos Pancracia y Solón.
–Gente encantadora –comentó Satokato. Yo también tengo una tía
así, que además también se llama Pancracia.
Y echó a reír como el niño travieso que recuerda con cariño a la tía
del pueblo.
–¿De verdad?
–Tan cierto como que voy en carruaje amarillo con una princesa escultural viva, griega, preciosa.
Los piropos le gustaron a Anastasia y respondió con mirada dulce y
palabras, que casi eran susurro o confesión:
129
–Contigo me siento bien.
El periodista creyó haber oído eso mismo antes y contestó:
–Yo, también.
El aire era terso y luminoso. Caía la tarde.
Satokato había dejado el teléfono en el coche.
Había varias llamadas perdidas de Ananías y mensaje de Li: “Esta
noche estaré en el número de teléfono grabado. Llámame.”
Se notó en su cara la sorpresa del mensaje y ella preguntó.
–¿Alguna buena noticia?
–Sí. Tengo mensajes de mis compañeros. Voy a llamar.
Paró. Descendió, haciendo ver que buscaba mayor cobertura, con intención de alejarse, para poder escuchar y hablar con libertad, y marcó
el número de Ananías.
–Ananí, soy yo. ¿Qué ocurre?
–Estoy grabando todo lo que habláis. Pero hay algo extraño en las
señales. Una señal fuerte se acerca a ti cada vez más. Alguien te busca.
No proviene de Anastasia. Proviene de afuera, de radio de más de diez
kilómetros. Es la misma frecuencia con la que aparecía Li en la falsa
casa del biólogo. O te quiere tanto que rompe barreras naturales o es un
fenómeno extraño.
–Acaba de dejarme mensaje y número de teléfono para que llame
esta noche. La llamaré. Te tendré al corriente. ¿Qué tal Segis?
–Como siempre, como una cabra. Se ha liado con un músico al que
apodaba Zorba. Ha llovido y los músicos han tenido que dejar de tocar;
lo ha cogido por banda y lo fotografía en los porches de la plaza con los
instrumentos en todas las posturas posibles. Toda la tarde, Zorba para
arriba, Zorba para abajo. El pobre griego va a terminar tarumba.
–Aquí también ha caído un tormentón terrible. Hay peligro de que se
inunden las carreteras. Si no puedo volver, no os preocupéis.
–Tienes buena compañía. Pásalo bien.
130
–Se hará lo que se pueda. Todavía no ha soltado prenda. Es una tía
encantadora. Y está más buena que el pan.
–¿La has probado?
–No creo que llegue a eso.
–Por el momento.
–Bueno, que el tiempo pasa y todavía tengo que hacer bastantes
kilómetros.
Se sentó al volante y ella preguntó:
–¿Todo en orden?
–Todo en orden. También ha llovido en Atenas y tus amigos los músicos han tenido que dejar de tocar. El fotógrafo se ha hecho amigo de
un tal Zorba y, al parecer, lo está fotografiando con los instrumentos,
comparando la factura de cada uno con el cuerpo del artista, las columnas de la plaza, la sombra de los relámpagos y la sonrisa del pobre músico, que dará en loco o en monumento al arte y paciencia.
–Zorba es mi mejor amigo. Está bastante loco.
–Dios los cría y ellos se juntan.
131
En la terapia génica, al no entrar en el torrente
circulatorio las moleculas implicadas, de nada
sirven los análisis de sangre y orina
EROS
Con suerte llegaron al hall del hotel a tiempo para entrevistar al entrenador de un país pequeño, de quien no quiso revelar el nombre por
prudencia.
En el trayecto, ella habló largo y tendido de Alexander, a quien llamaba Alex, y despejó las dudas importantes que el periodista pudiera
tener. Efectivamente, no tenía un duro ni donde caerse muerto. Estaba
atrapado en una red de trata de blancas, prostitución y toda una serie de
delitos del hampa, no por su culpa, sino por su socio, a quien alguien se
había quitado de en medio aquella noche, pero no él. El biólogo había
entrado en el círculo mafioso por el negocio de drogas para deportistas.
La organización proyectaba “una granja de engorde” de niños para
adopción y órganos; y una escuela de atletas jóvenes, que, en cuatro
años, para las olimpiadas de Pekín, estaría a pleno rendimiento. En las
de Atenas seleccionarían al equipo de cobayas.
–Está bien. Sólo me interesa lo de cobayas. Pero ¿tú qué tienes que
ver con todo eso, y por qué me lo cuentas?
132
–Porque alguien tiene que hacer público este circulo infernal y destruirlo. Si yo no llego a llevarlo a cabo, cosa que pretendo después de
las olimpiadas, puedes hacerlo tú, si lo deseas.
–Habrá que conseguir pruebas.
–Las conseguiremos. Alex nos ayudará.
–¿Cuánto va a costar todo eso?
–Hablaste con él de dinero, ¿no?
–Sí. Pero tenía mansión de lujo, sirvientas de lujo y una querida
de lujo.
–Yo no soy su querida.
–Y yo tampoco el tonto del bote.
–Lo ayudé porque estaba muy solo. Estaba desesperado.
Había perdido a su mujer y a un hijo.
–¿Algún accidente?
–No, no, se marcharon de casa. Tú no sabes qué es sentirse solo
¿verdad?
–¿Y tú?
–Yo sí. Estuve casada y me costó mucho separarme de mi marido.
–¿Tu marido se marchó?
–No. Fui yo quien se largó.
–Entonces, quien se sentirá solo será él.
–Una persona puede estar casada y sentirse sola.
–Pero si conseguiste desaparecer, todo habrá terminado.
–Sí, pero la soledad sigue ahí.
–Necesitas otro hombre.
–Jamás volveré a casarme. Lo he pasado demasiado mal para volver
a repetir la experiencia.
–Para sentirse acompañado no hay por qué casarse, pienso yo.
–Seguramente, pero no es tan fácil encontrar a alguien con quién
convivir todos los días.
133
–Tampoco debe ser imposible. Hay muchas personas que lo hacen.
La culpa es del oficio. No somos personas equilibradas. Somos
egocéntricas. Nos creemos más importantes de lo que somos. Al final,
somos pobres diablos que trabajamos como mercenarios para quien
mejor paga.
–Nuestro trabajo de informadores es importante.
–Pero no debería tener que ver ni con el matrimonio ni con nuestro
bolsillo.
–Puede ser, pero mi matrimonio fracasó por otras razones. Mi
marido también era periodista. Todo era correcto, muy correcto entre
nosotros.
–Entonces, estabas aburrida.
–Puede ser.
–Nos estamos saliendo del tiesto. Estábamos con Alexander.
–Será mejor que nos pongamos de acuerdo nosotros en cuánto y
cómo. Yo sé cómo convencerlo. Y no me mires así, que no es cuestión
de cama. Él es una mujer dentro del cuerpo de un hombre. Es transexual. Necesita el dinero para operarse, huir y rehacer su vida en algún
nuevo lugar.
–¿Dónde lo conociste?
–Llamó a la radio una noche. Estaba desesperado. Contó su historia,
sin identificarse y colgó. En redacción proporcionaron el número de teléfono desde donde había llamado, que anotamos por razones de seguridad y por si en algún caso tienen que intervenir los servicios sanitarios
de urgencia, y llamé. No respondió. Dejé un mensaje para que si deseaba ayuda me llamara fuera de programa. Al día siguiente me llamó
fuera de programa y nos vimos. Allí empezó nuestra amistad.
–¿El que sea transexual tiene algo que ver con drogas, hormonas y el
deporte?
–No lo sé. Nunca se lo he preguntado. Lo ayudé a salir de la sole134
dad en que se encontraba. Estaba tan solo que era un extraño a sí
mismo.
–Debe ser terrible. Pero para resolver el problema, antes debemos
solventar el asunto del dinero ¿Qué propones?
–Un millón para él; otro, para ti; y el tercero, para mí. Necesitaremos para desaparecer.
–No está mal. Que él haga el trabajo, y nosotros a cobrar y a disfrutar. No es mal plan, si sale bien.
–Saldrá bien, si tú consigues a alguien que pague los tres millones.
–Déjalo de mi cuenta.
Aparcaron el coche en el parking del hotel y ella marchó a dar una
vuelta por la ciudad.
–Dentro de una hora en el bar del hotel.
–De acuerdo.
En el bar lo esperaba el preparador físico del equipo olímpico del
país pequeño. Convinieron que su nombre sería Gregor y el país de procedencia, caucásico. Eso suponía una cobertura segura, ya que un Gregor de piel blanca supone que los hay a millones.
Gregor, nervioso, no hacía más que mirar a los lados.
Satokato pensó que debía ir al grano rápidamente y despedir a aquel
individuo lo antes posible. La gente insegura lo ponía frenético.
En un cuarto de hora finalizó la entrevista.
Acabadas las olimpiadas hablarían de nuevo sobre detalles. El periodista anotó fechas y horas en las que los deportistas de Gregor harían
los ejercicios oficiales, el teléfono y dirección donde iba a estar con el
equipo; y el nombre del ministro de deportes con quien había que llegar
a un acuerdo, sobre todo en dinero.
Libre y con tiempo pensó llamar a Li, pero una idea le hizo frenar
sus enormes deseos de hablar con ella: “si pide que pase la noche con
ella en Atenas tendré que salir corriendo y no tendré tiempo suficiente
135
de conocer a Anastasia. Y esta es pieza clave en el plan que se está organizando en torno a la investigación. También puedo decir que es imposible por razones de trabajo”, así se hablaba en pensamiento, mientras
se dirigía a la barra del bar del hotel para escanciar a borbollones cerveza fresca.
No tuvo tiempo de llegar.
Una china deslumbrante, vestida de bailarina emperatriz, llamó poderosamente su atención. China, ojos pintados, granate y azul, pestañas
enormes, plumero de colores, vestido de hilo de oro, uñas largas azul,
zapato de tacón alto fino, grave, sin presunción, abanico multicolor,
bambú y seda, batiendo aire, porte majestuoso de actriz imperial, se
acercó a él y dijo:
–Buenas noches, mandarín.
Los ojos y la mirada descubrieron para él la identidad del ornato teatral. La sangre fría y el arrojo que había adquirido en los frentes de guerra le sirvió por primera vez en tiempos de paz y sin titubear preguntó:
–¿Tomas algo, emperatriz?
–Si es posible, después de la actuación, a ti. Habitación cuarenta y
siete. Hasta luego.
Cinco luchadores, blandiendo las espadas, y cinco vestales chinas
abrieron camino hasta el circo, a pocos metros del hotel. Los siguió con
la boca abierta.
Le entró más sed de la que tenía y volvió a la barra del bar a tomar la
cerveza fría, lo más fría posible –indicó al camarero.
Después del primer trago, reaccionó. Tomó la agenda, que llevaba
en el bolsillo del peto, y se dio cuenta de que iba vestido con el bombacho de la abuela Pancracia, y con la bragueta abierta.
Estaba claro que parecía un fontanero, un mecánico exhibicionista,
sospechoso de desviaciones inimaginables; esa imagen debió turbar al
preparador físico Gregor y ponerlo nervioso.
136
El peto denotaba claramente que el periodista iba camuflado por razones muy oscuras.
Ese razonamiento explicó los nervios del caucásico.
Pero, ¿cómo justificar que Li estuviera en Olimpia, en el mismo hotel que él, disfrazada de emperatriz? Tomó la agenda y preguntó al camarero de dónde era el número de teléfono que Li había dejado en el
mensaje.
–Ese teléfono es el de una habitación de este hotel. Puede ser de la
cuarta planta. Pregunte en recepción.
–¿Los chinos que acaban de pasar, llevan muchos días en el hotel?
–No. Han llegado esta tarde.
–¿Vestidos así?
–No. Al menos, yo no he visto a nadie vestido de esta guisa, hasta
ahora. Y llevo aquí desde mediodía.
–¿Ese circo chino es muy antiguo?
–El terreno lo han alquilado para las olimpiadas. Supongo.
–Gracias por la información.
–Es un placer ayudarle.
Pagó la cerveza, dio una buena propina, y salió a la calle a esperar a
Anastasia, mientras oteaba el horizonte callejero.
Anastasia llegó a la hora indicada con atuendo campesino, lo que la
hacía más atractiva y más hermosa. Llegó riéndose a placer.
–¿Te has dado cuenta de que vas de campesino griego? El peto te
cae perfecto. Estás muy guapo.
–Lo mismo te digo, aceitunera.
La tomó por la cintura y caminaron en dirección contraria al circo.
–¿Nos cambiamos de ropa o seguimos así?
–Con este bombacho me siento feliz.
–Y yo con esta ropa –añadió ella, mientras pasaba su brazo por la
cintura de él, quien, al tacto, impulsado por resorte divino, recitó versos
137
que ella no conocía, pero que le sonaron a canción de cuna, a romance
moruno:
Aceituneros altivos
Decidme en el alma
¿De quién son esos olivos?
Cuántos siglos de aceituna,
los pies y las manos presos
sol a sol y luna a luna
pesan sobre vuestros huesos,
andaluces de Jaén.
No los levantó la nada
ni el dinero ni el Señor
si no la tierra callada,
el trabajo y el sudor.
Unidos al agua pura,
a los planetas unidos,
los tres dieron la hermosura
de los troncos retorcidos.
Andaluces de Jaén.
El poema llenó sus carnes prietas de gozo, inclinó su cabeza sobre el
hombro de su trovador y susurró:
–Me siento bien contigo.
–También yo.
–¿Qué tal la entrevista?
–Bien. Hemos de continuarla después de las olimpiadas.
–Tengo hambre.
–También yo. He localizado un restaurante italiano. ¿Te gusta la comida italiana?
138
–A mí me gusta todo lo que sea comer bien.
–¿Y beber?
–Me gusta el vino, aunque sea malo.
–A mí me entusiasma el champán. Lo que pasa que esta maldita diabetes no me permite beber a menudo. Sólo lo puedo hacer en ocasiones
especiales.
–Considéralo hoy como ocasión especial.
–En verdad que lo es. Beberé una copita. Brindaremos por el éxito
de nuestro plan.
Cenaron espagueti carbonara y ossobuco. Bebieron champán, y para
finalizar, café y grappa.
–Me estoy pasando de rosca. Un día es un día. Hacía tiempo que no
pasaba una velada tan agradable. Me está entrando un sueño terrible.
Dicho esto, Anastasia cayó en los brazos del reportero.
Menos mal que, junto a la trattoría, había un hotel, pequeño pero
muy coqueto. El reportero pidió habitación doble. El recepcionista debía estar muy acostumbrado a escenas como esa, porque, muy sonriente, lo acompañó hasta la puerta de la habitación y después de
abrirla, preguntó:
–¿Puedo ayudarle en algo?
–No, gracias, muy amable. No es necesario.
Desnudó a Anastasia, la introdujo en la cama, dejó una nota en la
mesilla y salió hacia el hotel donde Li debía estar, observando que un
chino que cenaba en el restaurante, seguía sus pasos a distancia.
La puerta de la cuarenta y siete la abrió un forzudo chino, que se
inclinó ante Satokato cuando este preguntó:
–¿Está Li?
Pasó al interior, y contempló al séquito que la había acompañado en
la entrada del hotel, en posición reverencial, haciendo pasillo hasta la
emperatriz.
139
–Buenas noches, mandarín.
–Buenas noches, emperatriz de las Chinas Imperiales socialistas
–contestó el reportero.
El periodista, después de las guerras a las que le había tocado asistir
y relatar, había llegado a una conclusión vital para sobrevivir al desengaño: “piensa mal y acertarás”, conclusión que había tenido la virtud de
curar su natural, inocente y bondadosa forma de ver la vida. Hasta entonces, siempre que pensó bien, se equivocó. Aunque en esta ocasión no
sabía si aquel recibimiento era bueno o malo.
–Pasa y siéntate en el suelo.
Chinos y chinas, a un gesto de Li, desaparecieron por la puerta que
daba a la habitación contigua a la suite que ocupaba su mandataria.
–¿Me estás tomando el pelo o qué?
–O qué –respondió, sonriente, mientras se deshacía del capirote
lleno de plumas, uñas postizas y parte alta del vestido, quedando en vestimenta de guerrero de la dinastía Qin.
–¿Has querido impresionarme, o meterme el miedo en el cuerpo?
–No creo que sea tan fácil. Pero sí. Mi deseo, impresionarte, demostrarte que estaré donde tu debilidad te haga fallar en el deseo de mi
compañía.
–Nunca he deseado tanto a una mujer como a ti. Las artes eróticas
chinas son nuevas para mí. Te aseguro que has conseguido ponerme
al límite.
–Vamos a comprobarlo.
Apagó las luces y encendió velas de olores afrodisiacos. La noche
los esperaba y los encontró. Satokato vio una veleta paseando por encima de su cuerpo, de pie, presionando, demostrando que era quien dominaba, y él, sumiso, sentía que alguien, por primera vez en su vida, lo
llevaba a los límites de la eclosión con palillos, fustas, cueros y elementos de mandato y dominio.
140
Se sintió bien, muy bien, extremadamente bien. El paroxismo llegó
cuando ella, desnuda de atuendo militar, se tumbó de cuerpo entero sobre el tatami y repitió la frase que tanto entusiasmo creó la sesión primera a orillas del Adriático y que había grabado en las nalgas:
–Ataka tú, que te toka a tí.
Satokato perdió el sentido de la realidad y contestó a gritos, como si
de sesión de tortura se tratara, a todo lo que la hermosa china quiso preguntar… “Esa rusa, yugoslava, griega, cubana, es peligrosa para ti.
Quiere que la ames. Tiene aficiones lésbicas. Está sola, se siente sola y
necesita amor tuyo y del mío, que es tuyo… necesita robar nuestra felicidad, como los sacerdotes aplacar la ira de los dioses con sangre de niños y vírgenes… ámala, amémosla, poseámosla en nuestro círculo, antes de que sea poseída por el espíritu del mal y nos transmita los
espíritus malignos.”
–Sí, mi amor. Nos está esperando.
–Tráela mañana aquí, a esta hora. Prepararemos la ceremonia del día
treinta, luna llena, día de sacrificio a los dioses del Olimpo en la Acrópolis.
Un grito desgarrador de placer los unió en la fantasía. Un latigazo de
orgasmo quemó sus cuerpos y un fuerte olor a azufre y sándalo los
acompañó, una segunda piel, flores nacidas del mismo tallo.
141
Insertar un gen determinado en un tejido concreto
constituye una de las mayores dificultades
de la terapia génica
LESBOS
Cuando Satokato despertó, no había nadie en la suite. Miro el reloj
y comprobó que era ya casi el mediodía. Salió corriendo, vestido con
el peto.
El tigre amarillo lo llevó hasta donde abandonó a la diabética.
Ella esperaba relajada y contenta, en el hall, leyendo la prensa del
día, vestida de hortelana.
–¿Qué ocurrió anoche?
–Nada. Te dormiste en mis brazos.
–¿Y esta mañana?
–Nada. Salí a pasear. Parecías un ángel dormido. Vámonos.
–¿A qué viene tanta prisa?
–No he podido aparcar el coche y lo he dejado encima de las vías del
tranvía. Puede llegar en cualquier momento y crear un colapso en la circulación de la ciudad. Puede organizarse una marimorena de padre y
muy señor mío.
142
–Cariño, eres imprevisible.
–No me llames cariño, que todavía no soy tu cariño, expresiones
como esa me hace daño.
–¿Pasa algo? Pareces otra persona.
–En el trabajo me transformo. Monta en el coche y te cuento.
–No he dejado de soñar contigo en toda la noche.
–Y yo de tener alucinaciones. Ayer nos drogaron.
–¿Quién?
–Alguien que nos quiere bien.
–No entiendo nada.
–Ni falta que hace.
Se montaron en el coche, y un relincho de caballo salvaje salió de
las ruedas de los dos caballos amarillos.
–Nos va a pillar el tranvía –prosiguió él.
–En Olimpia no hay tranvía –respondió ella.
–Pues el tren, que es más grande.
A la salida de la ciudad, Satokato paró el coche al inicio de un camino solitario y dijo a Anastasia:
–Abrázame y dame un beso virginal.
–¿Y eso qué es?
–Un beso de adolescente.
–¿Estás bien? Dices cosas muy extrañas.
–Mujer, contéstame con sinceridad y sin rodeos.
–¿Qué?
–¿Estás enamorada?
–Un poco sí.
–¿Eres lesbiana?
–Un poco sí.
–Un poco, sí… un poco sí. ¿No sabes decir otra cosa? O se está enamorado o no se está. Se es lesbiana o no se es. ¡Joder!
143
–Sin joder. De guerras y deporte sabrás un montón, pero de sexo no
tienes ni idea.
–¡Vaya por Dios! Mira quién fue a hablar de sexo, la locutora nocturna de radio quitapenas.
–Esta locutora de radio oye muchas cosas que se ocultan durante el
día y salen a la luz por la noche, listo, más que listo. Esta locutora aprendió a diferenciar homosexual masculino (maricón) y femenino, lesbiana
(tortillera), y bisexual (le gusta hombre y mujer) y heterosexual (sólo hombre o mujer); entre travesti, a quien le gusta disfrazarse de hombre, si es
mujer, y de mujer, si hombre (puede ser heterosexual y los hay muchos) y
transexual, quien rechaza a la comunidad gay, porque, generalmente,
no son homosexuales. Si lo son, se trata de lesbianas, sobre la base de
identidad de género femenino e interés por otras mujeres. ¿Enterado?
–¿Y las “locas”?
–Ese término es peyorativo. Mejor, “imitadores femeninos”. Pero
estos son un subgrupo. Dentro de la comunidad homosexual, son grupo
aparte; hombres afeminados. Reinas. Qeens.
–¿Y qué más?
–Me siento muy bien contigo.
–Eso ya me lo dijiste ayer.
–Y tú me contestaste: “Yo también.” Por el momento, no quiero
más. Me basta. Me haces feliz. Soy la mujer más feliz del mundo.
–Menos mal.
–Desnúdate y cámbiate de ropa –dijo la bella Anastasia, mientras se
despojaba de la suya.
–¿Qué parte del cuerpo te pide guerra ahora?
–Ninguna. Hemos de devolver, tú, ese peto, que te convierte en lo
que eres, un albañil del sexo; y yo, esta ropa de hortelana.
–Que con ese tanga rojo que luces te sienta como a Jesús Cristo dos
pistolas, lesbiana mía.
144
–No te pases.
–Y tú, tampoco, pichón.
Se mudaron de ropa y a continuación se dirigieron a casa de Pancracia y Solón.
Un kilómetro antes de la llegada al pueblo, una señal de atención
“Disminuya la velocidad: inundación”, anunciaba la caída sobre el pueblo de una tromba de agua fenomenal.
Pocos metros más adelante, policías, bomberos, agricultores con
tractor, ayudaban a evacuar a vecinos en peligro.
Descendieron del vehículo, preguntaron qué había ocurrido, y un
bombero, sudoroso, contestó:
–Se ha inundado el pueblo.
Tomaron la ropa que prestó Pancracia, y Anastasia preguntó a un
tractorista joven si podía llevarlos hasta casa de Pancracia y Solón:
–Son mis padres, contestó el joven.
–¿Se encuentran bien?
–Sí, achicando agua y barro.
Los dejó en la puerta de casa, y Pancracia, al verlos tan relimpios,
les dijo:
–Mejor será que os marchéis. Os vais a manchar la ropa.
–Qué cosas dices, tía Pancracia. Queremos ayudar.
–Pues tajo ya hay, si queréis echar una mano –añadió Solón–. Ahí
dentro podéis cambiar de ropa y encima de la mesa de la cocina hay botas de goma.
Se volvieron a vestir de hortelana y albañil y recogieron más agua y
barro que Noé después del diluvio universal.
A la tarde noche ya no quedaba más que la iglesia del pueblo por
achicar. La luz eléctrica se restableció y dejó al descubierto el agua y el
barro que había penetrado en la iglesia donde flotaban bancos y toda
clase de santos.
145
Hijos e hijas de Pancracia y Solón, Anastasia y Satokato, agotados,
frente a la puerta de la iglesia, se sentaron en el banco de piedra.
Solón dijo:
–La casa de Dios para mañana. Todos los santos están flotando.
–¿Cómo vas a dejar flotar a los santos toda la noche? –espetó doña
Pancracia.
–Estos no se ahogan. Están bendecidos –contestó Solón, con cara de
pocos amigos.
–No digas esas cosas de los pobres santos –continuó diciendo doña
Pancracia, mientras daba un paso al frente.
–¿Adónde vas? –preguntó Solón.
Ella se paró, miró a la iglesia, y volvió, diciendo:
–Nuestros padres dirían: “La tormenta está del Señor… está del Señor…” No sé, no sé, si el Señor puede querer una cosa así.
–¡Pero qué Señor ni qué niño muerto! –gritó, con cara de malas pulgas el viejo Solón–. La culpa la tienen los políticos, los ingenieros y los
que han organizado los Juegos. Han hecho autopistas cortando salidas
naturales de agua. Se lo he dicho cuarenta veces al alcalde, a los ingenieros y al gobernador: “No tapéis esa vaguada, que por allí pasa el
agua y los animales, las ranas, los conejos, los jabalíes.” Todos me miraban con desprecio como diciendo: “Qué sabrás tú, pastor ignorante.”
Han taponado, y el agua, que no perdona, porque tarde o temprano recupera su terreno, se ha desbordado. La culpa la tienen los que han cortado los árboles, los pinos, los matorrales, las encinas, para hacer casas
y chalets, para lo que, antes, han quemado intencionadamente el monte.
El agua no ha encontrado árboles y matorrales que sujetan la tierra y se
ha llevado por delante todo esto que nos ha inundado. Este barro es tierra fértil del monte. La culpa la tienen los que mandan, compinchados
con los de los dineros, y les importa una mierda todo lo demás.
–Solón, habla un poco mejor.
146
–¡O un poco peor!
Volvieron a casa reventados, dejando a los santos flotar hasta el día
siguiente.
Se quedaron a dormir en casa de Pancracia y no tuvieron tiempo ni
de pensar que el colchón de lana, recién vareado, fue quien mimó sus
cuerpos mientras descansaban exhaustos de achicar agua y barro.
El unicornio amarillo los transportó con donosura y determinación a
la capital al día siguiente. Ella saludó a los colegas del reportero y
quedó para otro día. No dio dirección. Cada día estaría a las doce en la
plaza. Cuando los machos cabríos quedaron solos, Segismundo, con
sonrisa picarona, dijo:
–Enhorabuena, campeón. Te has portado como un hombre. Así me
gusta, que dejes la bandera, la marca de la casa, bien alta.
Ananías sonreía también mientras abría el ordenador personal.
–¿A qué vienen esas risitas y ese cachondeo? ¿No habéis visto
nunca una mujer guapa?
–Mira lo que se ha grabado, y escucha:
“Ataca tú, que te toca a ti”… Y ahora, qué… Se pueden hacer más cosas…las mujeres tenemos más puntos dónde… ¿Cómo lo has hecho? Si
mi marido se da cuenta del moretón en el pecho, ¿qué le digo? Puedo
tener problemas… Dile que te lo ha hecho tu sobrino jugando… ¿O sea
que estás casada?… Es para excitarte… Sí, lesbiana mía… pichón.
El reportero escuchó unos segundos más y gritó:
–¡Maldito gordinflón, has grabado todo!
–No sé dónde llevabas la “petaca”, pero ha grabado perfectamente.
–En el bolsillo del peto.
–¿De qué peto?
–Déjalo. Otro día os lo explico.
147
Se recurre al método habitual de un vector vírico.
Los virus se propagan y sobreviven en la célula
huésped. Una vez en el interior del núcleo, se
sirven de la maquinaria celular para replicar
sus propios genes y sintetizar proteinas
M É TO D O
“Las delegaciones deportivas llegan a Atenas a cuentagotas. Los
más ricos, con tiempo suficiente para ensayar y hacer turismo. Los más
pobres, el día anterior a la inauguración y la abandonarán al siguiente.
"Los mandatarios, pobres o ricos, con la excusa de los juegos olímpicos, llegan diez días antes a conspirar, pactar, negociar, a enredar,
mientras disfrutan de buena comida y buenos paseos, yates de lujo, señoritas y señoritos de lujo; salvo algunos, contados con los dedos de la
mano derecha, pasean por plazas y caminos donde nació la sabiduría
que consume diariamente el mundo entero. Muchos ignoran que palabras como teléfono, poesía, erótica, ágora, democracia, lesbiana, metro,
estrategia, dodecaedro, olimpiada, teatro, eureka, anarquía, etc. etc. son
palabras griegas…”
Así inició Satokato el primer artículo para su revista. Los días precedentes a la inauguración de la olimpiadas eran cruciales para su trabajo.
148
Los preparadores físicos proclives al dopaje estaban más relajados, drogaban más y mejor a sus pupilos, para saber qué dosis era más eficaz
bajo esa presión atmosférica y aquel sol de justicia. Él lo sabía, pero no
podía decirlo aun con pruebas. La revista donde escribía estaba financiada por empresas patrocinadoras, insertando anuncios, de tabaco, ropa
deportiva, vehículos, bebidas y demás suministros de materiales deportivo y sanitario, que proporcionan dinero a los fabricantes y a los operarios, a los distribuidores y a los inversores, a periodistas y a las señoras
de la limpieza, productores de papel, de tinta, y una cadena de ondas expansivas producida por la pedrada en el lago opaco de la información
deportiva.
–Mañana empezaremos pronto a la caza y captura de información.
Preparad vuestros equipos. Ponedlos a punto.
Segismundo se frotaba las manos de gusto cuando oyó decir estas palabras.
Había hecho pinitos y conocía perfectamente aquel laberinto de pasillos, vestuarios, baños, pistas e instalaciones deportivas donde se realizaban pruebas. También hoteles y apartamentos de la villa olímpica
donde residían los atletas. “Cuerpos de muerte” intituló su primer día de
fotógrafo. El segundo: “Vicio total.”
Había comprobado la promiscuidad que reinaba entre ellos. Le parecía normal que se enredaran. Era normal que aquellas mentes, aquellos
cuerpos, aquella fuerza, hermosura de dioses, se disfrutara mutuamente
sin cortapisas. La atracción era brutal.
Y más para él, que andaba escaso. El muy bandido, a pesar de la
acreditación como periodista gráfico, que Satokato consiguió para los
tres, pocos días más tarde sustrajo dos acreditaciones más. Una, a una
señora de la limpieza; y otra, a un guardia de seguridad, mientras los fotografiaba. Los falsificó, y al día siguiente, depositó lo robado cerca del
puesto de trabajo de ambos para que no tuvieran problemas. Días más
149
tarde hizo lo propio con un bombero. De esta manera, cuando que quería conseguir algún reportaje y pensaba en cómo era más fácil, robaba,
para él y Ananías, que era incapaz de llevarse un trozo de papel higiénico del retrete, la acreditación que más convenía y, eso sí, la devolvía.
De esta forma y modo llegó a ser camarero de hotel, capitán de barco,
juez de natación y de siete disciplinas más, entre otras cosas. Segismundo no tenía el menor sentido del ridículo ni de culpabilidad; ni
miedo a las consecuencias de sus actos.
Para él, de familia fronteriza y antepasados contrabandistas, es decir,
que se ganaban la vida de esa manera porque no había otra, ir contra la
legalidad vigente era un reto que lo llenaba de satisfacción y morbo.
Cuanto más delinquía, si no lo pillaban, más feliz era. Y si lo pillaban,
se zafaba como podía, tiraba lo robado y a correr por los pasillos y saltar por ventanas traseras de retretes, "a mí que me registren" –terminaba
diciendo–.
Sin embargo, era incapaz de matar una mosca. Era superior a sus
fuerzas. La muerte no le parecía ni bien ni mal. Era una cosa natural,
pero nada estética. Comprendía que todos tenemos que morir tarde o
temprano, pero, también, que a la mayoría de los mortales no le viene
bien casi nunca morir; un poco, por tristeza de la despedida y otro poco,
por estética. Y para él la estética, don supremo, estaba por encima del
bien y del mal. Creía en Dios porque es La Belleza por antonomasia. Si
Dios llegara a ser feo, en su personal manera de entender la belleza, dejaría de creer en Él. Y cuando se detenía a reflexionar sobre Jesús
Cristo, crucificado, le entraban dudas terribles y migrañas.
Miraba para otro lado, para no tener que plantearse problemas
de fondo.
Satokato había confeccionado una lista de personajes que quería
investigar.
A la gran mayoría los engatusaba diciendo que era corresponsal por
150
libre (free lance) de las revistas y periódicos más importantes del
mundo. Prometía grandes titulares, y primeras páginas a todo color,
junto a “medallas de oro” si eran hombres; “de oro y plata”, si eran mujeres. En sus años de experiencia había comprobado que cuanto más
lujo y dinero hay de por medio, mejor se portan, y largan por la boquita
mucho más de lo conveniente.
Con ofertas sexuales y contactos sociales de influencia también se
conseguía bastante información, pero últimamente la cosa estaba turbia,
mezclada, oscura: se producían sorpresas increíbles; cuando pensaba
que un forzudo lanzador de discos, levantamiento de pesos o jabalina,
desearía pasar noche torera con la velocista más afamada de cien, doscientos o mil metros valla, negrotas preciosas, macizas, diosas de ébano
y maderas nobles, salía plumífero feroz o travestón barriobajero, que
para él antes era lo mismo, pero con la lección de Anastasia sobre diccionario sexual había empezado a distinguir y a afinar los tiros.
Quien cogía al vuelo la ocasión para fotografiar y ligar era Segismundo, que se convirtió en experto reportero a puro de ver escenas escabrosas en diferentes escenarios: desgarros, felaciones, coitos anales y
otros, masoquismo, pederastia; cópulas, en salto mortal con tirabuzón,
en el agua, de espaldas, a braza y en submarinismo, en los pasillos, escaleras, piscinas y en alta mar; en vestuarios y en retretes a puerta
abierta o cerrada, subido a hombros de Ananías (grababa sonidos) que
estaba potente como un mulo para sujetar los huesos largos, las gafas y
la anilla en la nariz del mejor y más osado fotógrafo del mundo.
Los reportajes eran de ensueño.
Este material sirvió de chantaje a potentados, preparadores físicos,
médicos, políticos de pro, directivos de alto plumero, con el único y exclusivo fin de encontrar la pista de drogas de diseño de futuro, cambios
en ADN, con células madre o con algo que se iba en esa línea y que todavía Alexander no había sabido responder.
151
–Esta noche tenemos cita importante. Anastasia nos va a llevar al
paradero de Alexander. Hay que estar bien preparados. Va a presentar
pruebas. Para más seguridad, he alquilado un piso en la parte vieja,
cerca de aquí. Tú, Segis, que le caes bien a Anastasia, llegarás a la hora
convenida a la terraza del bar de la plaza, donde estará ella. Llevarás
la “petaca” para que Ananí sepa en todo momento donde estás y grabará
todos los sonidos. Dirás que ha habido cambio de planes. Llevarás ropa
de monja y disfrazarás a Alexander. Ananías y yo os esperaremos en el
piso franco. Llevarás auricular y micrófono incorporado. Iremos indicándote a dónde debes dirigirte una vez salgas con Anastasia y Alexander disfrazado. Hasta que no haya absoluta seguridad es mejor que no
sepas dónde está ubicado el piso de la reunión.
–¿Cuándo es la cita? –preguntó excitado, Segismundo, por el plan
tan retorcido que el jefe había planeado.
–Dentro de media hora.
–Tengo que salir ya.
–Toma el auricular, el micrófono y el disfraz de monja.
–¿Y si no se siente a gusto con el disfraz?
–Se sentirá feliz. Es transexual.
–¿Y eso qué es?
–Otro día te lo explico.
–¿Y si se desconecta el auricular y perdemos contacto?
–No te preocupes, yo estaré controlando a vista de pájaro.
–¿En helicóptero?
–No, en parapente.
–¡Ah! ¿Armado?
–Sí, con un kalasnikov.
–¿Es muy potente?
–Sí. Mil disparos al minuto y sesenta mil por hora.
–Cuando quieras, el soldado Segis está preparado.
152
–¡Comandante Segis! –gritó Ananías–, ¡al ataque!
–¡Señor, sí señor! –contestó, cuadrándose y haciendo el saludo militar con la mano izquierda, no porque fuera zurdo, que lo era, sino porque no hizo el servicio militar, por ausencia manifiesta de hervor miliciano, lo hacía con la mano que en el momento tenía libre.
El fotógrafo se puso en marcha y, al cabo de una hora, siguiendo instrucciones precisas por el auricular, entraba con la monja y con la locutora de radio en el piso alquilado en la parte vieja.
Alexander, vestido de monja, estaba completamente radiante, como
la novia del cielo.
–Estás preciosa, sor Alexandra –dijo Satokato, mientras abrazaba al
científico.
Esas palabras entusiasmaron más al biólogo y con gesto de madre
superiora, preguntó:
–¿Crees que me sienta bien?
–Divinamente, madre –contestó Segismundo–. Con el talle un poco
más fruncido quedaría perfecto.
Alexander miró al fotógrafo para comprobar si se pitorreaba de él,
pero pudo comprobar que lo decía muy serio y convencido.
–Sácale unas fotos –insinuó Satokato.
–Encantado.
Anastasia miraba con mimo al científico y sonreía; el periodista había dado en el clavo para hacer feliz al transexual profundamente religioso. En este mundo, Dios era su único sostén y salvación. El equipo
estaba al corriente de que el científico quería el dinero para operarse y
poder trasformarse en novicia casta y pura, pagar dote, y ofrecer su vida
al Señor, dueño de cielo y tierra.
Terminada la sesión fotográfica, el científico entregó un sobre a Satokato con sello lacrado: top secret.
Dentro había documentos que el reportero leyó detenidamente.
153
–Resumiendo: se trata de un activador energético, necesitado de estímulo auditivo eléctrico, para ampliar el potencial humano en momentos de máxima tensión; amén de componentes generadores de desarrollo
muscular génico a medio plazo. Puedes hacer la prueba con cualquier
persona. Pero eso es mejor que lo hablemos en privado.
Pasaron solos a una habitación y el científico propuso hacer la
prueba con sus compañeros, en concreto con el fotógrafo, sin que él
lo supiera.
–¿Seguro que no tiene efectos secundarios graves y no cambiará de
carácter ni de forma de ser?
–Absolutamente. Las dosis preparadas son fuertes, extremadamente fuertes; pero si se toma una pastilla en seis partes, los efectos son
llevaderos.
–¿No será mejor que lo hagamos con algún deportista de élite?
–Como tú quieras. Digo con un compañero tuyo para que no tengas
dudas de la eficacia. De cualquier forma, me temo que rusos y norteamericanos lo están experimentando o están a punto de hacerlo.
–¿Cómo lo sabes?
–Lo sé. De momento lo guardo en secreto. Es parte de mi garantía.
El científico añadió las explicaciones oportunas, manifestando que
había otras propiedades de la píldora que debía explorar, y salieron a
reunirse con el resto de los integrantes del grupo antidroga.
–Me gustaría pasear con este disfraz por las calles. Otro día os lo devuelvo.
–Puedes quedártelo. Es un regalo.
–Gracias, muchas gracias.
–¿Quieres que te acompañe? –preguntó la locutora.
–Prefiero ir sólo. Podréis encontrarme en la dirección que está escrita en el sobre. Gracias por todo. Hasta pronto. Me olvidaba: necesito
alguna muestra más.
154
Satokato las tenía preparadas en otro tubo de carrete de fotos y se
las entregó.
El científico lo abrazó agradecido, y, con los ojos cargados de lágrimas, introdujo las manos en las mangas del hábito monacal y salió, cabizbajo, escaleras abajo, rezando letanías. En el último tramo de la escalera del piso franco se cortaba el silencio.
En cada peldaño, exhalaba una invocación: Salus infirmorum, Refu gium pecatorun, Consolatis aflictorum, Virgo vírginum, Spéculum justi ciae, Domus aurea, y Segis, tembloroso de emoción, respondía a garganta abierta: Ora pro nobis!
Anastasia se enterneció y temblaron sus carnes prietas. Los colores
subieron a su rostro moreno y el fotógrafo inmortalizó ese momento y
el siguiente, cuando ella se abrazó a Satokato, diciendo:
–Gracias, muchas gracias. Eres un monstruo, corazón.
Él le acarició el pelo, el cuello y la espalda, y Ananías gritó dando
palmas como un niño:
–¡Se van a casar, se van a casar!
–Por hoy, el trabajo ha terminado. Vámonos a comer.
Y marcharon a un restaurante típico griego a disfrutar de la comida griega.
A los cinco minutos de sentarse en la mesa del restaurante, apareció
un chino, musculoso como un toro azul belga, de los que hacían la corte
a Li en Olimpia, y desde la puerta, con risa de bebé en brazos de madre,
saludó al reportero. El reportero correspondió al saludo y a la sonrisa.
–¿Lo conoces? –preguntó ella.
–Es mi guardaespaldas nocturno –contestó él.
–Vaya lujos que te permites –replicó ella.
–Para algo tiene que servir tener una novia china.
Esa frase no gustó nada a Anastasia y cambió de tema con la clara
intención de picarlo.
155
–Hoy propongo visitar la Torre de Comunicaciones y el estudio
donde trabajo.
–Estupendo.
–¿Podemos ir nosotros también?
–Mejor otro día –respondió ella.
Comieron. La pareja marchó por un lado y los técnicos del equipo
por otro. Antes de marcharse, Satokato dio al fotógrafo una caja y
le dijo:
–Ponlas a buen recaudo.
–Señor, sí señor –respondió, cuadrándose, el fotógrafo.
Ella sonrió, tomó la mano de su acompañante y caminaron hacia
el mar.
En el camino hallaron músicos, y ella lo abrazó para bailar, y bailaron despacio, muy despacio. Solamente se oía el sonido del corazón y la
música melancólica del Pireo.
–Me siento bien contigo.
–Y yo contigo.
Camino del apartamento, Segismundo dejó caer su largo y huesudo brazo en hombros de Ananías y, como buenos amigos, caminaron
calle arriba.
–Deberías ducharte más a menudo ¿no? Hueles a oveja.
–Y tú, a perro.
–Yo me ducho todos los días.
–¿Cuándo?
–Cuando termino de revelar las fotos, mientras tú duermes.
Yo no necesito ducharme todos los días. Es perjudicial para la salud.
De tanto lavarnos estamos perdiendo las defensas del cuerpo. Y, además, me salen manchas rojizas cuando me ducho; así que debo hacerlo
en fechas señaladas.
–Comprendo. Sólo mojas el cuerpo cuando mojas el pizarrín.
156
–Más o menos.
–Y por curiosidad, ¿cuántos años hace que no has hecho el amor?
–Los mismos que tú.
–Yo lo hago todos los días.
–¿Con quién?
–Te dejo que lo adivines.
–Adivina, adivinanza. El que pierde paga.
–Empiezo yo, que para eso soy el que no se ducha todos los días.
–Vale.
–Me fui a Berbinzana y me tiré a tu hermana.
–Me fui a Cascante y me tiré a tu mujer.
–Eso no rima.
–No rima, pero es verdad.
Y el fotógrafo salió corriendo para que el ingeniero no lo pillara y le
sacudiera un puñetazo en las gafas.
En la carrera se le cayó la caja que le había dado Satokato y tuvo
que pararse a recoger las pastillas que en ella se guardaban. Las recogió
una a una y se metió una a la boca, instintivamente, y se la comió mientras llegaba Ananías tranquilo y panzurrón. El sabor y olor de las pastillas eran de caramelo de eucaliptus y el fotógrafo no se enteró que se
había tomado una de las pastillas de los deportistas que había analizado
el biólogo.
Los contendientes hicieron las paces y continuaron camino de casa.
Echaron una larga siesta y cuando se levantaron –dijo Ananías–:
–Voy a bañarme a la playa.
–Pero antes tendrás que ir a limpiar el fusil, ¿no?
–Naturalmente.
–Te acompaño.
–Como quieras.
–¿No será mejor que nos bañemos antes de limpiar el fusil?
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Las chicas lo agradecerán.
–Tienes razón. Nos bañaremos antes.
Montaron la fiera amarilla y fueron a la playa más cercana.
Se bañaron, y, con el olor a sal, fueron a limpiar el fusil.
Limpiaron el fusil y fueron a un bar, cercano al apartamento, a tomar
la espuela, de agua mineral para el fotógrafo, ya que su condición de
diabético no le permitía pasarse, y antes de limpiar el fusil había tomado
Whisky doble para animar el cuerpo triste que arrastraba como un jamelgo lleno de huesos.
En el bar se hallaba un muchacho fuerte, descamisado y un poco borracho. Por el aspecto, algún atleta norteamericano que se había tomado
también el día parrandero.
Segismundo portaba melena sujeta con goma, lucía cola de caballo
graciosa, moderna, que le daba aire de artista bohemio.
El muchacho descamisado, rapado al cero, se fijó en la coleta del fotógrafo y se acercó a acariciarla.
Segis, que tenía muy malas pulgas para esos negocios, se volvió y lo
empujó despacio diciéndole que lo dejara en paz. Ananías reía con disimulo. El muchacho insistía, y Ananías, en un inglés muy fino, le repetía
una y otra vez:
–Déjalo en paz que se va a enfadar.
Segis se enfadó, se volvió, le lanzó al americano un escupitajo en
plena cara, y salieron del bar. Era de noche. Estaban a cincuenta metros
de casa y el Segis no volvía la cara para evitar enfrentamiento. Hasta
que el norteamericano gritó con toda su alma y con todas las letras:
–¡Hijo de puta!
Segismundo se desembarazó de la máquina de fotos que llevaba en
bandolera; se la dio a Ananías. Se despojó de camiseta y gafas y se las
entregó a Ananías. Se lanzó contra el norteamericano, que giró alrededor del fotógrafo como púgil de peso medio.
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Segismundo, cinturón negro de karate, se puso en guardia y soltó
golpes secos y ultra rápidos en manos y brazos del contrario como un
loco. El joven atleta sangraba de un dedo. La sangre manchó el niki de
punto blanco que lucía con marca asterisco, de categoría, y esto lo enfureció más. Intentó machacar a puñetazos al fotógrafo, pero este, hábilmente, consiguió esquivarlo. Ananías se dio cuenta de que el cuerpo
seco y alargado de su amigo se trasformó y la piel se convertía en cuero
duro de silla de montar. Lo miró a los ojos y los tenía en blanco. Se colocó en el lado del norteamericano y le dijo muy amablemente:
–Pídele disculpas por lo de su madre, porque si no, te va reventar.
El muchacho hizo caso omiso y se lanzó contra Segismundo, que
aprovecho la fuerza del ataque para dar un golpe en el hígado del atleta
americano y otro en la mandíbula. El muchacho gritó:
–¡Ahyayayyy!
Y se apoyó en la pared.
–Pídele disculpas por lo de su madre, por tu bien –volvió a decir Ananías.
El muchacho alargó la mano a Segismundo, diciendo:
–Disculpas.
–¡De rodillas! –gritó el fotógrafo, fuera de sí.
El muchacho se puso en cuclillas y repitió:
–Disculpas por lo de tu madre.
–¡De rodillas… y perdón! –repitió Segismundo, dando un salto en
el aire de dos metros, mesándose los cabellos.
El americano se arrodilló y pidió perdón con la cabeza inclinada.
Segismundo dio un giro completo sobre sí mismo en el aire y entró
en el portal.
Satokato contempló el espectáculo, aterrorizado, desde el balcón.
Había seseado varias veces para exigir silencio, pero no lo oyeron. Había dejado a Anastasia en su trabajo de noche y el día feliz que había
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disfrutado, se nubló con aquel desagradable incidente. “Qué poco dura
la alegría en la casa del pobre”, dijo, en el pensamiento, mientras cerraba el balcón y salía a buscar a su amigo.
El fotógrafo cayó en el sofá, respiró hondo, y sacó del bolsillo la
caja de caramelos que le había dado el reportero. Le molestaba en el
bolsillo. De los ejercicios realizados en la batalla y alguna patada del
americano, la caja estaba plana y escachada. Satokato la tomó sin pronunciar palabra, pues el momento requería silencio absoluto. Contó las
pastillas y como si no hubiera contemplado nada desde el balcón y nada
supiera, dijo:
–Falta una.
–Me la he comido yo. Se cayeron al suelo y al recogerlas me he metido una a la boca. Tienen sabor a eucalipto.
El reportero se marchó a dormir y dejó para el día siguiente los comentarios de la truculenta noche. Durmió tranquilo y empezó a creer a
Alexander.
Segismundo, jamás protagonizó altercado alguno en los días de su
vida, hasta ese momento. Fisiológicamente era la negación de la violencia, más bien, cueva y refugio del desamparo.
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En la terapia génica se saca provecho de esta habilidad
de la maquinaria celular: se introduce el gen
sintético de interés en el genoma vírico y se
eliminan los genes que ese virus pudiera usar
para causar enfermedades o autoreplicarse
A L FA B E TO
El día de la inauguración estaban agotados.
Habían trabajado duro y prefirieron ver los actos desde casa, en la
tele. Sabían que el espectáculo estaba montado para impactar a miles
de millones de espectadores de todo el mundo, a través de televisión.
Espectáculo pensado para la televisión.
Por si se dormían, lo grabaron. Y Segismundo se durmió. Las pesquisas para saber quién era el individuo que arrodilló y que casi mata
fuera de sus casillas, le llevó dos días agotadores, pero lo localizó.
Tomó nota del país, especialidad y fechas en que actuaba. Aquella siniestra noche cambió su carácter. Se volvió taciturno y Ananías estaba
preocupado. No tanto Satokato, que creía efecto pasajero de la droga.
Alexander le había advertido:
–Es como la viagra.
Al día siguiente de la aciaga noche, más relajados, en el desayuno,
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preparando entrevista con la delegación china, Satokato comentó, como
quien dice nada importante:
–El caramelo que tomaste ayer era viagra.
Segismundo miró sorprendido a su amigo y añadió:
–No me digas que para animarte con Anastasia necesitas viagra. No
es fea. A mí no me ha hecho efecto. No noto nada.
Ananías, que no sabía que el fotógrafo hubiera tomado pastilla, se
percató al instante del comentario del reportero, y preguntó:
–¿La viagra es una droga?
–Naturalmente. Como el tabaco, la aspirina o cualquier medicamento. Y el alcohol.
–Entonces, más de medio mundo está drogado –añadió con su simple y peculiar inocencia, el fotógrafo.
–Como tú ayer. Casi matas a ese pobre americano.
–¿Pobre?
–Si no hubieras tomado ese caramelo no hubieras actuado así. Tú no
eres un asesino. Y ayer lo eras.
–Fue un momento. Ahora no siento nada. Como si nada hubiera
pasado.
–Deberías hacerte análisis de sangre.
–Yo no me saco más sangre. ¿Te parece que me pincho pocas veces
al día para hacerme las glucemias de la diabetes?
–¿Dónde está la tira que has usado esta mañana?
–Envuelta en una servilleta de papel, en la papelera.
–Voy a darle a Alexander para que la analice.
Rebuscaron en la papelera y hallaron la tira. A mediodía fueron al
bar de la plaza en busca de Anastasia. Le entregaron la muestra de sangre del fotógrafo para que el biólogo la analizara. Le explicaron los hechos acaecidos la noche anterior y ella los abandonó a los pocos minutos con la muestra de sangre, por si fuera contagioso. Como ninguno de
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los cuatro sabía a ciencia cierta si podía influir, optaron porque ella corriera a encontrarse con el científico, y analizara la muestra.
Una vez más, un chino, toro azul belga, enorme, magro, saludó a Satokato desde una esquina de la terraza con una sonrisa.
–Encuentro chinos por todas las partes –comentó Ananías–. Parece
que nos persiguen.
–Es que nos persiguen –afirmó el fotógrafo–. He clasificado a seis
en fotografías de distintos días y lugares. Siempre salen al fondo de
las fotos.
–Creo que los envía Li para protegernos.
–¿Cómo nos localizan? Aparecen en los sitios más insospechados.
El otro día, grabando menage a trois de atletas africanos, japonesas y
rusas, se coló de rondón el gordo ese que te ha saludado. Se puso morado y repartió cariño y sexo cual nene de teta amamantándose. ¡Que
criatura más deliciosa!
–¿Cuándo ocurrió eso?
–Mientras te entrevistabas con el padre de Li.
–A propósito –terció Ananías– ¿Qué tal te fue con él?
–Fenomenal. Es encantador. ¡Que tío más elegante! No me extraña
que haya hecho una hija tan guapa.
–¿Ella estaba en la entrevista?
–Nos presentó y se marchó. No fue problema. Aquel hombre sabía
de mi vida más que yo.
–Le habría contado su hija.
–Sabía montones de cosas que yo no había contado a nadie.
–Y eso ¿cómo lo hacen?
–Los chinos tienen telepatía –concluyó Segismundo.
–Algo así tendrá que ser. Además de servicios de información más
potentes de lo que podemos imaginar.
–Me propuso cosas impensables. Tenemos que comentar porque,
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si decidimos llevarlo a cabo, vosotros seréis parte fundamental del
equipo.
–¿De qué se trata?
–El hombre tiene unos problemas terribles. Es el responsable de organización del Comité de los Juegos de Pekín. Los países árabes, y los
países en los que la mayoría de ciudadanos profesan religión musulmana, anuncian su retirada de los juegos olímpicos, entre otras medidas,
si Israel no se retira de Palestina, firma armisticio, y Estados Unidos no
paga a los palestinos, con efecto retroactivo, el setenta y cinco por
ciento de los miles de millones de dólares que dona a Israel cada año.
–Entonces es mejor que no se celebren los Juegos. Más de la mitad
son de religión musulmana.
–El asunto se complica, porque los europeos también apoyarían la
incitativa.
–Si es así, los juegos olímpicos se convertirán en una guerra o no se
celebrarán.
–No se celebrarán. Los judíos no se casan ni con Dios.
–Pero sí con el dinero de Estados Unidos. Sin ello no serían nada.
Serían como los palestinos, pobres.
–Será la guerra. Los juegos olímpicos se van a convertir en arma
de guerra.
–Siempre lo ha sido. Quiero recordarte que los americanos boicotearon los de Moscú y puedo recitarte un rosario de casos de boicot –añadió Satokato, buscando papeles documentados.
–¿Y nosotros qué pintamos en eso?
–Quiere formar un equipo de profesionales para frenar el boicot y
negociar.
–Eso lo tiene bien fácil –afirmó Segismundo–. Que los judíos se
vayan a su casa y dejen en paz a los palestinos, que cuando quiera es
hora. Si los americanos pegan un puñetazo encima de la mesa y les
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dicen a los israelíes que ya basta, que no les van a dar un duro y que
destruyan las armas de destrucción masiva que almacenan, se arregla
todo en una mañana.
–Eres un genio. No sé si te has dado cuenta, pero para eso quieren
que les echemos una mano. De todas formas, si no nos gusta, todavía
podemos tomar otro.
–¿Qué otro?
–Descubrir los países que pagan, y cuánto, a los votantes del Comité
Olímpico Internacional para que se celebren en su capital.
–Muy largo me lo fías, colega.
–Según informaciones de BBWZ, se encuentran en plena campaña
de captación de votos.
–Nos pueden cortar el cuello.
–En cualquiera de los dos casos.
–¿Quién dijo miedo? –preguntó, levantándose de la silla, como una
explosión, Ananías, que de repente le dio el punto criminal que ocultaba
en su flemático ser.
–Los apóstoles dijeron el Credo –contestó Segismundo, sin venir a
cuento la respuesta.
–Credo, no. Miedo –insistió Ananías–. Vamos a salir del anonimato,
del puto anonimato, de una vez por todas. Seremos delincuentes. Usaremos métodos ilegales, involuntariamente. Nos denunciarán, nos llevarán a juicio, nos ganarán y nos condenarán a costas, daños y perjuicios;
y a prisión. Pero como somos pobres nos declararán insolventes; y
como no tenemos antecedentes penales, seremos libres y distinguidos
con la medalla de honor de la delincuencia. La gloria es de los osados.
Satokato, preocupado por discurso y reacción de Ananías, fue a su
habitación y comprobó si le faltaban pastillas. Y faltaban dos.
–¿Has tomado alguna pastilla?
–Una –contestó Ananías.
165
–Y yo, otra –remató Segismundo–. ¿Sabes lo bien que se siente uno
cuando lo insultan y, sin darse cuenta, salta como un pequeño saltamontes y se come las orejas y el pescuezo del enemigo?
–¿Así te sentías la otra noche?
–Sí, señora.
–Señorita, que soy soltera.
–Tómate tú otra pastilla y nos convertiremos en el equipo A, B y C
–insistió el fotógrafo.
–Eso es. Seremos el comando reportero Baldomero, chico guapo y
sin dinero, de sobrenombre o apodado ALFABETA y Cia, con letras
grandes, como en las Vegas.
–Dejáos de chorradas y hablemos en serio.
–Yo, me apunto –dijo Ananías.
–Y yo, también –añadió Segismundo.
–Y tú, terrible reportero de guerras ruines y entreguerras, te has
acobardado –afirmó Ananías, agarrando de la solapa de la camisa a su
amigo Satokato–. Si no tomas la pastilla te enseñaré los dientes, bellaco. Tragarás el polvo del camino y te despreciaré con el látigo de mi
indiferencia.
–Suéltame que me haces daño.
–Eres un cobarde, compañero.
–Si todavía no he dicho nada…
–Tómate la pastilla de eucaliptus y demuestra redaños. El mundo es
nuestro. Acabaremos con la miseria humana. Destruiremos el eje del
mal, el demonio y sus aliados capitalistas.
–Hablas como Matojo, que además de bobo, es flojo –respondió Satokato, quien pensó que si no tomaba pastilla y se ponía a tono con sus
compañeros de aventura, podía ocurrir alguna desgracia irreparable.
–Como Fidelito el cubanito –contestó Segismundo, blandiendo un
puro habano en una mano y un plátano en la otra.
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–Aparta de mí tus sucias manos, bellaco gordinflón –respondió Satokato, desde el sofá, levantándose con rabia–. Voy a tomar pastilla, y te
vas a enterar de lo que vale un cuenco.
–Un peine.
–Un cuenco, te digo.
–¿Qué es un cuenco?
–Un cuenco es el que habita en la cuenca, territorio regado por un
río. Mikel Gurea, alias Indarra, es cuenco. Vive en la cuenca del río Argonauta.
Entró en su habitación, sacó de la caja una pastilla, y con ella en la
mano, ante sus compañeros, dijo con voz ronca de capitán de barco alcoholizado:
–Llena hasta sobrar ese vaso de ron añejo cubano, compañero. Comamos y bebamos, que mañana moriremos.
–Amén, contestaron los otros arrodillándose y santiguándose.
Satokato cumplió con el rito, tomó la pastilla, bebieron los tres
toda la botella de ron cubano, con solidaridad drogadicta, y así, acabaron los tres drogados por partida doble: por eucaliptus morboso y
por ron de caña.
Planificaron, con celeridad y brillantez, las nuevas batallas.
–Nosotros dos, Ananías y yo, apoyados por Li, que será el cuarto
miembro del comando, haremos entrevistas a todos los mandatarios
mundiales, grabando en secreto sus palabras e imágenes. Como la calidad de imagen del personaje puede estar distorsionada, nosotros derramaremos un fluorescente que sólo es detectado por célula que incorporaremos a tu cámara; y tú, Segis, fotografiarás al personaje que indique
el sensor, desde lejos, con teleobjetivos, filtros, rayos infrarrojos, alta
tecnología que Li proporcionará. Ella será el apoyo oficial. Pero todo
cuanto se haga y se diga, será secreto. Si nos pillan, nadie nos conocerá.
Nadie se hará cargo. Seremos númerus clausus, nada, no existimos. Ro167
bots a quienes culparán de lo sucedido. Maquinaria para la chatarra social. Basura. Piltrafa humana. Apestados de quien hay que huir con disimulo. Bicho feo y raro, contagioso, poco o nada de fiar. Muerto social.
Se echarán a un lado de nosotros, perros sarnosos, aunque nosotros vayamos con la cara bien alta. Recordad antes de decidir, que la gente que
nos rodea es así.
–Favor que nos hacen. Los miserables se eliminan solos.
–Si esto ocurre, sabremos quien merece la pena y quién no.
–Entonces, ¿estáis de acuerdo?
–Estamos de acuerdo.
–En la investigación sobre la droga no avanzamos. Los entrevistados
callan como muertos. Nadie sabe nada. Nadie se atreve a decir nada.
Todos echan la pelota al tejado del otro. Los rusos a los chinos; los americanos a los europeos y a los chinos, estos a todos. No hay forma de sacar nada en claro. Los gobiernos no cometen delitos, solamente errores.
Los ejércitos no asesinan, se defienden. Los cuerpos de inteligencia no
son violentos, usan guante blanco, la hipocresía criminal.
–Mientras Alexander no aclare algo, estaremos bloqueados. Entre
tanto podemos iniciar los otros dos asuntos.
–¿Ella está dispuesta?
–Iremos a verla esta tarde a su guarida. Nos llevará hasta ella el chinote de turno que nos espía.
–¿Tú crees que ir con una china tan elegante nos puede ayudar? –demandó Segismundo–. Llamaremos la atención. Todos se la querrán tirar
y no pensarán más que en eso.
–Cortina de humo. Nos ayudará en todos los aspectos. Mientras admiran su belleza y sueñan con llevársela al huerto, nosotros actuaremos.
Pensarán que todos los chinos son guapos, y por guapos, bondadosos; la
población identifica la belleza con la bondad, aunque sobre el éxito de
los deportistas chinos pesan serias sospechas de dopaje. Los chinos in168
terpretaron como desprecio que las olimpiadas del tercer milenio no se
celebraran en China. Su influencia y arte diplomático han hecho que el
Comité Olímpico Internacional (COI) rectifique, y se celebren en Pekín
tras Atenas. Nos proporcionarán pistas definitivas, fórmulas eficaces,
mucha información y puntos débiles del sistema. Y en tercer lugar, si
llega a producirse boicot por la guerra entre palestinos y judíos, China
prohibirá la entrada de productos e inversión de Estados Unidos y circulación del dólar. Será la guerra. Como sabes, el déficit brutal de EEUU
se sostiene, entre otras cosas, porque el dólar es moneda de compra del
petróleo y los bancos nacionales como China poseen montañas de dólares. Más pronto que tarde el Euro eclipsará al Dólar, como en su día,
tras un periodo larvado, el Dólar sustituyó a la Libra Esterlina, moneda
dominante y de cambio en tiempos del Imperio Británico. EEUU envía,
en primer lugar, empresas de comida y bebida basura a nuevos mercados. Se apodera de los centros neurálgicos, plazas, fachadas, espacios
publicitarios en radio, prensa y televisión, dibujando la democracia con
sonrisas de mujer joven comiendo hamburguesa, y espera. Detrás envía
la flota y los marines para defender “sus intereses”. Más tarde satura a
empresas, escuelas, hogares y gobiernos de maquinaria electrónica marcada con chips, para controlar cada fotocopia o mensaje que se escribe o
emite, desde satélites.
–Al final, todo es político. Y espionaje.
–El COI es una organización no gubernamental, una ONG, como
cualquiera otra de misioneros para leprosos o médicos sin fronteras,
cosa que da mucha risa porque sus miembros son ciento quince (115)
países y durante muchos años lo dirigió un ex dignatario fascista, aunque, también hay que decir que trabajó activamente para evitar la anulación de los juegos olímpicos de Moscú. En Atenas compiten diez mil
quinientos atletas, que representan a 201 Comités Olímpicos Nacionales. Más que la ONU, que consta de 191 países miembros. Se prevé que
169
las pruebas olímpicas sean seguidas por más de 4.000 millones de espectadores. El COI tiene un presupuesto de 2.800 millones de dólares,
que financia con el dinero pagado por la televisión para retransmitir las
pruebas y el patrocinio de "hadas madrinas", multinacionales de productos de consumo.
–¡Ya estamos con los millones! –gritó Segismundo, flamante descubridor de la terrible belleza de los números, deslumbrado por un número
seguido de cuatro o cinco ceros, y más al cuadrado, loco por falta de
comprensión global de los dineros.
Su mente estaba educada en dirección contraria, en micras, en dioptrías, y no conseguía dar vuelta al calcetín de su mente.
Imaginaba el espanto que produce la visión de las estrellas y el choque de galaxias en un telescopio y la invasión de energía, el temblor de
átomos en descomposición, explotando. Le aterrorizaba pensar en tanta
gente ante un televisor.
–Está claro que las grandes potencias han rivalizado en llegar antes a
la Luna, cabezas nucleares y en obtener más medallas en juegos olímpicos que el contrario.
Segismundo, que nunca había pensado en esas evidencias, añadió
boquiabierto.
–Ahora que lo pienso, pues, es verdad. Está más claro que el agua.
Es la guerra. Antes de meternos en semejante berenjenal, pido una tregua para trabajar con el único animal racional de los juegos olímpicos.
Sorprendido, Ananías preguntó:
–¿De quién se trata?
–Del caballo. Adoro los caballos.
–Concedido –añadió Satokato, riéndose por la brillante ocurrencia
de su socio–. Pero ten cuidado, no vayan a darte una coz.
–Estoy descubriendo tantas cosas estos días, que no doy abasto.
–¿Qué es lo que más te ha impresionado? –preguntó Ananías.
170
–Los caballos, las coronas de olivo en cabezas hermosas de dioses y
diosas, y las ánforas griegas. Me dan ganas de meterme dentro de ellas.
–Hazlo con las fotos.
–En eso estamos.
El primer día de entrega de Medallas, Segismundo confeccionó una
corona de olivo y la colocó en su medio calva testa; y caminó por entre
gimnasios con su cámara en ristre, fotografiando cuerpos, en los que penetraba por la luz de su flash y de su mirada. Pronto era conocido por
todos los deportistas como el dios de la Luz, que es lo que Fotos quiere
decir en griego.
Tras la importante deliberación, el comando salió y se dirigió al chinote magro, que disimulaba haciendo como que leía el periódico en la
terraza del bar. El reportero le dijo sin mediar palabra:
–Llévanos ante Li.
–Ya está en camino. Dentro de media hora en la Acrópolis –contestó
el chino, sonriendo de oreja a oreja, diciendo en chino y apoyando con
gesto de brazo y mano–: Chúpate esa, María Teresa. A un chino como
yo no lo sorprendes.
–Vamos allá.
Ascendieron a la Acrópolis, mientras se preguntaban cómo se las
arreglaba la compañera de trabajo para adivinar los pensamientos y los
movimientos de los tres, sobre todo del reportero.
–Voy a investigarlo. Déjalo de mi cuenta –dijo Ananías, mosqueado
tanto o más que Satokato.
–No le des más vueltas al asunto –comentó, sofocado, el fotógrafo–,
esta china es una bruja enamorada.
Llegaron a la cima de la Acrópolis y allí estaba la bruja china, bella
como ella sola.
–Madre mía que guapa está –suspiró Ananías en la distancia.
–Está porque es –añadió Satokato.
171
La fuerza motriz del cuerpo.
En un individuo sano adulto de treinta años
el músculo esquelético corresponde
a más de un tercio de
la masa corporal
POESÍA
Sentada en un capitel, protegida del sol radiante por un paraguas
chino de mil colores sobre fondo blanco, semejaba una pagoda de seda
y membrillo en taller de escultores clásicos.
Asombraba tanto como las cariátides y las ruinas.
Los turistas japoneses, con su manía de fotografiar cuanto se mueve
y no se mueve, rodearon a Li, creyendo que era una diosa oriental,
puesta por el COI en honor de Oriente, para regocijo de los ojos.
Segismundo se encaramó a otra columna dórica rota y como quien
espanta a gorriones que quieren comerse el trigo de su propiedad, extendió los brazos con aspavientos, y gritó:
–Li, ¡no te muevas! Y vosotros, japoneses del Japón, ¡fuera, fuera de
aquí! ¡Estamos filmando, estamos grabando!
Y mostró la cámara más grande y se golpeó con ella en el pecho
172
como los orangutanes cuando defienden lo suyo, antes de atacar al posible usurpador de su predio.
Nadie entendía las palabras que pronunciaba, pero sí los gestos. Mejor que nadie los chinotes musculosos y magros, discretamente en un
segundo plano. Visto lo visto, y a una señal del chinote que parecía jefe,
quien portaba peineta color butano, diferente al resto, rodearon a Li, y
espantaron como a gallinas a los turistas japoneses, que marcharon refunfuñando cuesta abajo, protestando, porque, se supone, lo que está al
aire libre es de todos.
Ananías y Satokato desternillábanse de risa. No Segismundo ni Li;
ni mucho menos los chinotes.
Finalizó la sesión, con Li fotografiada en escorzo, de espalda, de
costado y en posiciones imposibles para cualquier mortal, álbum de
boda de reina, princesa o manual de yoga. Segismundo anunció que el
reportaje era de los que realizaba en exclusiva para las revistas más afamadas del mundo de ropa interior, arquitectura y poesía. Aprovechó la
presencia de los chinos en aquel marco incomparable de belleza y los
puso en montón, en círculo, en fila de a dos, en fila india, boca a bajo y
boca arriba, Y más tarde, en posición libre, como cada cual se inspiró; y
resultó un racimo multicolor de músculos, glúteos (tanga china de luchador), fuerza y sonrisas, cabezas grandes como sandías, con coleta y
peineta, de porcelana. El sol y la sombra ayudaron a sacar el alma de
aquellos modelos, y Segismundo se metió dentro como en ánfora (más
bien tinaja de gran tamaño) y dio vida a soldados chinos de terracota en
movimiento, que tiempo atrás contempló en el museo Gugenmhein
de Bilbao.
Ananías se colocó de rodillas frente a la diosa china, y recitó un poema que su maestro de literatura de bachillerato les hizo aprender y que
todavía mantenía viva en el desván de su memoria:
173
Poesía para el pobre,
poesía necesaria
como el pan de cada día…
El poema, en ese momento, no pegaba ni con cola, pero Li supo
apreciar las revoluciones cerebrales del poeta, la buena voluntad e inspiración, y bajó del pedestal, besó a Ananías en el moflete derecho
y dijo:
–Gracias. Eres un amor.
Segismundo inmortalizó el momento y Satokato besó sus labios,
mientras respiraba profundo el intenso y sabroso olor a membrillo que
despedían sus cabellos y su mirada.
El sol brillaba en los diminutos diamantes que los dos portaban en
sus orejas y los rayos se descompusieron como abanicos de seda.
–¿Cómo está la reina de la China comunista?
–Esperando al emperador –contestó ella, mientras cerraba los ojos negros que brillaban como brasas de lava, huyendo del fondo del volcán.
El brillo de sus ojos y el tacto de su cintura activaron en Satokato la
pastilla y entonó una canción.
En el bis continuaron al unísono los tres bardos, luchadores de la información:
Mi vida limita al Norte
con la muerte.
Al Sur,
con mi madre herida.
A la derecha mi amo,
contabilizando el hambre;
A la izquierda, tu sonrisa,
amiga de amar, amante.
174
La repitieron mientras descendían a la ciudad, y los chinotes se abrazaron entre ellos como escarabajos peloteros, terminando en circulo, rodeando en pórtico a sus trovadores y a su reina, llorando y aplaudiendo
sin piedad, acción tibia que expandía la sal de sus lágrimas y convertía
en espejos poliédricos al viento. Paroxismo y felicidad sin límites, que
aprovecharon todos, como quien sorbe un elixir, sabedores de que todo
se necesitaría para salir del atolladero en que acababan de meterse, para
encontrar la gracia de vivir en paz o por lo menos, sin muertos.
La pastilla de eucaliptus y la seda de la sonrisa de Li, provocaron en
Satokato una reacción incontrolable que desde ese momento le acompañaría siempre: vería a Li como una casa, una Venta en el camino, a
donde se va y de donde se viene, donde vive su alma, su recuerdo y
donde se recortan rosas y claveles para regalar al amor, trova popular,
que continuaron cantaron los tres bardos bajando la cuesta de la Acrópolis de Atenas.
El marco, los personajes y Atenas no eran para menos. La belleza
del lugar hacía crujir la historia y Atenas necesitaba demostrarlo no
sólo en la Villa Olímpica, cargada de hermosos cuerpos, sino en la
Acrópolis.
La Acrópolis sentía envidia y llamó a Li para que hiciera nacer la
flor de loto, el nardo y magma del volcán que oculta en sus entrañas y
en su mármol, tallado sobre la colina, con el perfil más hermoso del universo. Ruina bella, inacabada.
El padre de Li los esperaba en el patio de la embajada china para conocer su decisión; y los integrantes del comando, cuyo nombre secreto
sería en adelante “Poema”; y el oficial, “Meta ta Fisiká” (“Metafísica”:
más allá de la Física).
La hermosa china todavía reservaba otra sorpresa.
Cuando pasaron a la sala donde iban a estudiar el plan previsto, corregirlo, enriquecerlo con ideas que cada uno de los componentes podía
175
aportar, dos personas conocidas los esperaban sentados ante uno de los
ordenadores.
–Buenos días a todos –dijo el padre de Li.
–Buenos días –contestaron Alexander y Anastasia.
–¿Qué hacéis vosotros aquí? –preguntó, sorprendido, Satokato.
–Lo mismo que vosotros.
Y a continuación, Anastasia remató la respuesta, añadiendo algo que
había aprendido de él, que archivó en el cacumen, para, en sus sesiones
radiofónicas nocturnas, hacer sonreír a sus oyentes ante las desgracias
cotidianas de un día sin pan:
–Lo mismo que tú, el ridículo.
El plan era complejo, pero fácil de entender. Había que seguirlo
paso a paso; la conclusión, evidente:
–El Comité Olímpico Internacional, el COI, es la base de nuestra investigación.
Los miembros del COI serían invitados a un acto protocolario. No
todos a la vez, sino en grupos, durante los siete últimos días del campeonato.
Grupos de treinta representantes, convertidos en sesenta, ya que
también serían invitadas sus parejas respectivas.
La embajada solamente pedirá como condición el nombre de los
asistentes y el año de nacimiento de ambos.
El padre de Li, encargado de protocolo, cursó las invitaciones y respondieron cumpliendo con los requisitos exigidos.
Asistirían gustosos el día fijado y hora indicada.
En cada invitación personal figuraba el signo del zodíaco chino correspondiente a cada invitado. En hoja aparte, el programa de fiesta, seguido al inaugural acto protocolario: "Entrega de regalos y fotografías
con máquinas chinas de daguerrotipo. Cena, música y baile."
En la invitación no figuraba a cargo de quién corría cada una de las
176
partes del programa, pero fue la siguiente: la presentación corría a cargo
de Li. La entrega de premios, de Anastasia y Satokato; una breve alocución sobre la historia de la medicina en el deporte, a cargo del científico
Alexander; fotografías, a cargo de Segismundo; y Ananías, vestido para
ocasión, colocaría en el cuello de damas, colgante con el signo del zodíaco chino, personalizado; y en solapa de frac de caballeros, insignia de
los juegos olímpicos de Beijing (Pekín) con su signo del zodiaco chino.
Además, Satokato y Anastasia entregarían a los invitados un kit compuesto de una pluma estilográfica y bolígrafo, con punta de oro; relojes
de las marcas más afamadas del mercado (sin falsificar, auténticas), para
señoras y caballeros, y diversos perfumes chinos; pañuelos de seda, para
señoras y caballeros; y mecheros de marcas importantes, para todos.
El equipo asumió su responsabilidad, ensayaron en ropa de calle el
programa, y al día siguiente, en ropa oficial de protocolo.
Salió bordado. Segismundo, que nunca había estado metido en fregado de tamaño espesor, gozaba como pulpo en un gran garaje, contemplando cómo se desenvolvía Ananías, quien, con la pachorra y sonrisa
habitual, realizaba su trabajo lentamente como profesional que hubiese
estado toda su vida colgando collares a damas de alta alcurnia y colocando insignias a la realeza mundial. Él, por otro lado, de momento, no
tenía más que poner a punto máquinas daguerrotipo y disparar, como
prueba, a todos y cada uno de los componentes del equipo, que como ya
conocía sus rostros y sus lados buenos y mejores, no sólo no le costó
ningún esfuerzo el manejo de máquinas centenarias, sino que gozó más
que un pato en un campo plagado de caracoletas.
El primer día salió todo tan bien que hasta Segismundo bailó con la
esposa de un mandatario de una isla remota del Caribe, la última que fotografió, a quien su esposo cedió gustosamente el vals inicial.
El comentario unánime entre invitados, recogido por micrófonos secretos que todos portaban incorporados en los regalos, fue:
177
–Estos chinos están tirando la casa por la ventana.
Otros, más prácticos, pensaban (hasta los pensamientos captaban los
servicios de traducción de gestos y ritmos cardíacos de los comensales)
y comentaban:
–Aquí hay dinero. Aquí hay dónde rascar. Hay que organizarse para
sacar una buena tajada.
Alguno de los comensales sabía, pero no todos, que los regalos eran
donación de empresas madrinas, sponsor, grandes multinacionales,
quienes, a través de políticos, sacan tajada de la gloria y esfuerzo de los
dioses que corren, sudan y llevan al ser humano a los límites de la belleza, esfuerzo y coordinación entre fuerza e inteligencia. Para unos, la
gloria; para otros, la bolsa; para unos, corona de olivo; para otros, faltriquera. Y todos contentos. Pero lo que nadie sabía, salvo los componentes de “Metafísica" (Meta ta Fisiká), que todos los regalos estaban manipulados y que contenían detectores, cámaras, sensores, receptores de
imagen, que controlan desde sus aficiones religiosas hasta las actuaciones en el baño y en la cama.
Mucho más en los despachos, a través de chisqueros, mecheros, relojes, colgantes, plumas, bolígrafos e insignias.
“Los chinos son más de mil trescientos millones de habitantes, un
habitante de cada siete del planeta es chino, y poseen un ejercito de dos
millones de soldados. Sus almacenes nucleares están bien abastecidos;
están creciendo económicamente como la espuma, aunque con riesgo de
inflación galopante; comunistas inteligentes que van poco a poco creando un sistema mixto, que es lo que la Humanidad precisa.” Estas sensatas palabras, a juicio del padre de Li, fueron grabadas a uno de los
miembros más destacado del COI.
–Encárgate de él. Aprovecha su energía positiva y cáptalo para nuestra causa.
–A sus órdenes, mi general –contestó Satokato.
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–¿Ves claro los objetivos?
–Creo que sí. El fin del festival está claro: a través de la inocente
ONG Comité Olímpico Internacional, llegaremos a los ministerios de
deportes, ministerios angelicales, casi fuera de la política; por mediación de ellos, a los consejos de ministros de los países que componen la
ONU; más todavía, a países que ni tan siquiera pertenecen a la ONU, ya
que la Organización de Naciones Unidas la componen 191 miembros y,
en Atenas, están representados doscientos un (201) comités olímpicos
nacionales.
–Vas por buen camino.
–Pero tengo una duda.
–¿Qué duda?
–Dejamos a la mejor prenda sin lazo.
–No te entiendo.
–¿Qué hay de aquellos setenta miembros del COI, intitulados “cooptados, a título individual”, colocados a dedo, más cerca de la jet set que
del deporte.
–Creí que nadie de vosotros se iba a percatar de esa carencia y lo habría considerado fallo grave de organización. Me alegro que seas tú
quien lo haya detectado. Todo está previsto. Estos, que han sido elegidos a dedo por los miembros de la sociedad y, como tú dices, están más
cerca de la jet set que del deporte, piezas medievales, aristócratas, los
citaremos con los disminuidos físicos en la paraolimpiada. Para entonces tendremos mucha información de los otros miembros y podemos
afinar nuestras armas e instrumentos.
Las veladas fueron de una belleza indescriptible. Gente guapa y elegante de cinco continentes se concentró en los salones chinos, sobrios
pero elegantes, preparados para que la belleza de mujeres como Li y
Anastasia brillaran en todo su esplendor, más las acompañantes de magnates del COI, que en eso tienen buen gusto. Además de magnates ma179
cho, ensortijados de pavoneo, a quienes Segismundo en vocabulario
particular llamaba “alicate”, fotografió a los acompañantes, descubriendo, con fino olfato y tacto, relaciones y deseos inconfesables.
En primer lugar fotografiaba a la pareja de invitados; seguidamente,
a cada uno en privado, sin la presencia del otro. Y allí “marcaba el ganado”, para él y para sus socios, aflorando, con insinuaciones y posturas
de libre inspiración, los adentros de divas y divos, según viniera al caso.
Hizo una colección preciosa. La selva más espesa y salvaje rivalizaba
con envidia la galería de instinto, fuerza, poderío, bellezas frescas y
morbos mohosos, que posó en las pupilas del daguerrotipo. Reventaban
los hongos y setas bajo el muhus tibio, asomando con violenta gracia su
color pardo, blanco, verdinegro, amarillento o rosado, desde el interior
de la tierra espesa de sus cuerpos, con deleite carnal, cual mamarracho o
cual niño travieso, curioso de sus posibilidades de gozo.
Su princesa Estefanía no hizo acto de presencia, pero pudo darse por
enterado de que además de su adorable y nunca bien ponderada infanta,
existían hermosas hembras, que si no le hacían sombra porque para él
era la más hermosa criatura nacida de madre, hay también seres que
quitan el hipo a cualquiera. Y él devino en ser privilegiado por excelencia, ya que todas y cada una pasaron por sus manos, por sus pupilas y
objetivos.
Segismundo era un ser que emitía luz propia, como las luciérnagas.
Él, que no había salido de su pequeña ciudad en los días de su vida, descubrió cosas que nadie había visto jamás, porque nadie ve el alma de las
cosas mejor que un fotógrafo que las sabe ver.
Ananías no sentía su pesado cuerpo. Varias de sus admiradoras le
mostraron sin tapujos su deseo de bailar y más tarde pasear entre olivos
y palmeras, en los jardines, mientras sus acompañantes bebían, fumaban, trapicheaban sus influencias y maquinaciones.
“Este hombre no sabe disfrutar del amor.” “No sabe más que hablar
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de dinero.” “Este hombre no sabe más que hablar de política.” “No sabe
más que hablar de coches y de fútbol.”
Estas penas recogió de las hembras más hermosas del baile sin hacer
nada por merecerlo. El frac y la sonrisa, en su rubicundo y pacífico rostro, obligaban a meretrices y esposas fatigadas sin amor a desahogar ansias de consuelo; y, prendadas de lo que leían en el rostro de Ananías,
en sus labios y porte, en su sonrisa, preguntaban:
–Tú serás trovador y poeta con tus amores, ¿no?
Y él era tan feliz, que respondía con sinceridad:
–No señora. Soy ingeniero de sonido, pero saboreo un caramelo de
eucalipto, y canto y recito versos de mi tierra.
–Además de ingeniero ¿eres poeta y trovador? Resulta una mezcla
inusual.
–Será que usted alterna poco y no sale. Si viene de juerga, y más en
parranda nocturna, con nosotros, encontrará de todo. En mi pueblo hay
hasta un astrofísico poeta. Allí todos somos poetas y cantamos versos:
Por montañas y altozanos,
serrijones y colinas,
encinas, pardas encinas,
humildad y fortaleza.
Somos bardos por plazas, calles y bares. Y a las chicas guapas, al
amanecer, bajo el balcón de su casa, cantamos la duermenvela. Y a las
monjicas, Hermanitas de la Caridad. Y en navidad, a locos y enfermos.
Hable con Satokato y verá.
–¿Quién es Satokato? ¿Algún japonés?
–No. Es aquel. El del matasuegras y confeti.
–Parece un poco golfo.
–Pues claro. Es lo que usted necesita, señora o señorita.
181
Y así conseguía deshacerse de las que menos le gustaban por su incontrolable ansiedad. A Ananías le gustaban violentas pero no pelmas.
De esta manera consiguió que Satokato, el cual no hacía ascos a casi
nada, se citara con setenta y cuatro y aumentara a setenta y cuatro millones de veces los celos de Anastasia y de Li, que no le perdían de vista ni
a sol ni a sombra, sabiendo, como sabían, que arpías elegantes y distinguidas pasan más hambre que Karrakuka, quien, al parecer, pasaba mucha hambre de amor, y otras viandas.
Ni Anastasia ni Li hacían carrera con Satokato; al final de la noche
lo dejaban por imposible y se dedicaban a pasear por los jardines.
El padre de Li, Xung, disfrutaba observando a su hija. Pero, visto lo
visto, esperaba en cualquier momento una reacción extemporánea de la
niña de sus ojos y fue a avisar a Satokato:
–Atento, en cualquier momento puede haber tormenta con granizo.
182
Las células del músculo esquelético difieren de la
mayoría de las que componen los otros tejidos:
constituyen cilindros alargados (pueden
alcanzar hasta treinta centímetros)
y cuentan con múltiples núcleos
EUREKA
En cada jornada ocurría prácticamente lo mismo.
Dormían hasta mediodía, menos Segismundo, que ya no dormía ni
de noche ni de día. Se había convertido en ángel. Unas incipientes alas
se marcaban bajo sus huesudos y marcados hombros. Ananías, en un
arranque, asustado, le gritó:
–¡Segis, te están saliendo orejas en la espalda!
–No me digas, torete –contestó el fotógrafo, despreocupado–. A ti
cuernos en la frente, con raíz en parietales, occipitales y esfenoide.
Satokato observó con detenimiento la frente amplia del ingeniero y
la espalda del fotógrafo y confirmó:
–Pues es verdad. Será el eucaliptus.
–¿Tú, no notas nada?
–No. Nada. Lo único que noto es que me crecen mucho las uñas. A
183
la noche consultaremos a Alexander. Ayer comentó que él empezaba a
sentirse distinto. Y que también Anastasia estaba cambiando.
–La pobre no hace más que aguantar y sonreír amablemente a pelmas del COI. Le han ofrecido matrimonio más de veinte personajes.
–¿Y a Li?
–No sé por qué, pero con la china no se atreven. Será porque está
con su padre.
–Bastante que les importa a esa cuadrilla que esté con su padre o con
el diablo. Al ser oriental, su belleza se escapa de su campo de acción y
dominio.
Segismundo escuchaba a sus dos amigos y no atendía. No fijaba la
atención. Pensaba en los Juegos y en el trabajo.
Preguntó, como quién pregunta a las estrellas:
–¿Qué decíais?
–Nada –respondió Ananías. No te enteras de la misa la media.
–El trabajo es el trabajo –contestó.
–Vas a terminar peor que mal. No duermes, y no dormir perjudica la
salud –replicó el reportero, bostezando.
–Si no tengo sueño, ¿cómo voy a dormir? Me encuentro perfectamente. ¿Tú comes cuando no tienes hambre?
–Las personas no pueden vivir mucho tiempo sin dormir y sin comer. Tarde o temprano caerás. Al tiempo.
Bostezó nuevamente y cerrando los ojos –dijo lentamente:
Me voy a dormir.
–Yo, también –terció Ananías.
–Yo voy a dar una vuelta con Anastasia por los tenderetes que hay
alrededor del estadio.
–¿Con Anastasia? –preguntó Satokato.
–Ella tampoco puede dormir.
–Dale recuerdos de mi parte. Hace más de diez días que no la veo.
184
–Pues está con nosotros y contigo todas las noches en la embajada.
–No sé dónde se mete.
–Deberías hacerle un poco más caso. Creo que no duerme pensando
en ti.
–Hasta la noche. Dale recuerdos de mi parte.
–Dáselos tú.
–De acuerdo. Se los daré.
El amanecer del mar Mediterráneo deslumbraba y descomponía al
fotógrafo Segismundo, que era de tierra adentro. La luz, la brisa, la mar,
era cada mañana un regalo diferente. No le importaba no sentir el sueño
cotidiano. El encuentro con Anastasia era a mediodía. Había dicho que
ella no dormía, pero no era del todo cierto. Dormía, pero poco.
Mientras llegaba la hora de paseo por aledaños de la gran Feria del
Deporte, él paseaba entre atletas contemplando ejercicios, oyendo
aplausos, fotografiando los movimientos, los gestos, tics previos al ejecutar el ejercicio, signo de identidad del diamante en bruto que cada uno
lleva dentro y que cada deportista pulía y sacaba brillo, frotándose las
manos, piernas o cuello, soplando o temblando músculos. Gestos previos, personales e intransferibles.
Amuletos, jaculatorias y signos religiosos, convertían al atleta en talismán, piedra labrada, talla de olivo, mármol o esfinge de raza y temperamento. En la prueba definitiva, a puro de concentración, de esfuerzo y
técnica, lograban el salto al límite de destrezas.
–Toda la vida preparando el mismo ejercicio, durante ocho horas,
para venir y jugárselo a una carta, en fracción de minuto, segundo o milésima –rumiaba el fotógrafo en su pensamiento.
El paseo entre los deportistas se le antojaba caminar entre joyas nuevas, estrellas, lluvia de desierto, riego etéreo en barbecho.
La visión de Anastasia, la bella, como él la llamaba, lo bajaba a
la tierra.
185
Ella echaba de menos el contacto con los desheredados de fortuna,
pobres y parias de la tierra, desesperados, que cada noche en sus emisiones radiofónicas echaba al coleto de su alma delicada y suave, convertidas en vicio; añoraba sus angustias, mientras repartía sonrisas y miradas guapas entre magnates y esposas, que más de una le invitó a pasar
el verano en el yate, y en la finca, no se sabe muy bien por qué ni para
qué, pero a ella no le importaba las razones, sorprendida de hallar tanta
tristeza y pena entre los ricos.
Comprendía la soledad en la riqueza; comprendía la pobreza y la
tristeza en la parranda, a pesar de hallarse rodeada de bienes. Y comprendía la necesidad de cariño que adivinaban en la locutora de radio
como la fuente que mana a borbotones. Anastasia transmitía paz, sosiego y morbo.
Este día estaba contenta porque ya sólo faltaban dos noches para terminar con aquel juego nocturno de gente guapa, tedioso, aunque los primeros días fuera o pareciere excitante.
–Los ricos son muy aburridos. No saben divertirse si no tienen cosas
–comentó el fotógrafo, mientras se acercaba a uno de los puestos de la
feria, tirapichón, donde daban como premio piruletas, caramelos y muñecos de trapo.
–A mí me parecen divertidos –replicó ella–. Yo los veo como niños
caprichosos, ansiosos.
–¿Quieres montar en los autos de choque?
–Vamos.
Condujo ella. Los trompazos les arrancaban carcajadas enormes.
Los niños iban contra ellos por mayores, intrusos, por profesores que se
meten en su terreno. Los niños atacaron con ganas.
Salieron del auto de choque como pudieron, saltando rápido al estribo, porque empezaba la siguiente tanda. El dueño del negocio no perdió tiempo: habiendo niños esperando, el tiempo de salida era corto.
186
Ella tropezó al saltar y el tobillo se hinchó con el esguince, pero siguieron adelante.
Continuaron por el jardín entre borrachos tirados por los suelos y
prostitutas de bajo precio; merodeando el parque, turistas con cara de
despiste; y el violinista de todos los días, que no tocaba ni a muerto, en
su esquina, como si de un puesto de trabajo se tratara. Segismundo recordó al violinista contrahecho que tocaba en garitos nocturnos del barrio, a quien el personal que visita esos andurriales apodó “Serruchini”,
por lo parecido del sonido y la dentera que producía su violín con el que
producen los dientes de una sierra o tronzadora, frotados con un hierro.
Al griego lo apodó, en memoria de su paisano, Serruchini; y con Serruchini se quedó para siempre. Lo inmortalizó en una foto tridimensional:
Serruchini tocando, Seruchini enfundando el violín en bolsa de plástico,
Serruchini con tortícolis; artista en reposo, tras tocar el violín; genio, caminando quién sabe adónde.
Serruchini procedía de algún país de Este.
Con Anastasia habló algo algún día, pero Segismundo no se enteró,
porque sacaba o buscaba el perfil bueno de otro harapiento que disfrutaba de los juegos olímpicos tanto cuanto algún transeúnte le regalaba
alguna moneda para beber hasta caer redondo en el cartón que hacía de
colchón bajo la marquesina que protege de sol y lluvia los servicios públicos, al lado de una parada de autobús, frente al parque.
Esa mañana había algo especial junto al parque: tanquetas militares
paseaban por calles y plazas con la clara intención de avisar a terroristas
musulmanes y cristianos, que estaban para poner orden, dueños de la
violencia blanca, legal, enviados nada menos que por la OTAN, con orden de tirar a matar a todo sospechoso que se moviera en calles o plazas, controlando manifestaciones, paseo de recreo, escuela o trabajo, armados hasta los dientes, con experiencia probada en fedayines y
palestinos en entifada.
187
Helicópteros con misiles, barcos de guerra, fragatas y toda clase de
ruido militar rondaban la Feria del Deporte.
Segismundo crió nervios. Y ella también.
–Vámonos a otro lugar –sugirió ella–. Me estoy poniendo nerviosa.
Tanto militar por todas partes me desespera –añadió, furiosa, bajando el
primer peldaño de una empinada escalinata, con tan mala fortuna que el
siguiente paso lo dio en falso, y rodó hasta el primer escalón.
Segismundo la auxilió, pero ella no podía mover el lado izquierdo.
–Me he roto el brazo. He oído un chasquido. No me lo muevas.
Segismundo llamó a un taxi, y se presentó en urgencias, obligando
al taxista a pasar semáforos en rojo, tocando la bocina, mientras él blandía pañuelo blanco desde la ventanilla. Dos horas más tarde salieron a
pie; ella, brazo izquierdo en cabestrillo, sonriente, con muestras de haber pasado un mal rato; él, orgulloso de servir para algo útil.
–Tengo el radio roto.
–Locutora guapa con radio roto. No podrá trabajar hasta que la
arreglen.
–Llévame a casa, por favor –solicitó ella.
Un pequeño desmayo asomó en su rostro.
Otro taxi los llevó a un apartamento de lujo en las afueras de la ciudad. Ella se acostó y pidió a Segismundo:
–Dile a Satokato que venga esta noche. Necesito hablar con él.
–De acuerdo. Haré todo lo posible. La fiesta la dominamos. Entre
Ananías, Li y yo, haremos lo que sea preciso.
–Que procure que no se entere Li. Se pondrá celosa.
–Si decide venir a verte no le importará que se pone celosa o no.
Es así. No quiere que nadie se meta en su vida ni dar explicaciones.
Descansa.
–Gracias por todo. Eres un cielo.
Acarició la cara del fotógrafo, quien en Anastasia sólo apreciaba be188
lleza y amistad. A pesar de la hermosura, no era su tipo. La sentía tan
bella, tan perfecta, que no la pensaba en estado de excitación amorosa,
una melodía de color.
Tenía tiempo. Decidió pasear, sin ánimo de sacar fotos, preocupado
por Anastasia.
Al ayudarla a desnudarse para ir al lecho, observó una especie de escama en costados y pies, más propio de una serpiente cambiando piel
que una belleza como aquella. “Será alérgica a algo o psoriasis nerviosa”, pensó, y se olvidó.
Llegó al apartamento con gran dificultad, perdiéndose en múltiples
ocasiones. Todos dormían. Preparó comida para llenar el estómago por
pura obligación, pues no sentía hambre. El ruido de sartenes despertó a
Ananías y Satokato. Se levantaron preguntando por qué había vuelto tan
pronto, y él contestó:
–Son las siete de la tarde. Hora de levantar. Anastasia ha tenido un
accidente grave.
Esta frase los desveló del todo y preguntaron:
–¿Qué le ha ocurrido?
–Ha muerto.
–¿Qué?
–Se le ha roto la radio.
–¿Qué radio?
–La del brazo.
–El radio, querrás decir.
–Eso. El radio.
Cuando ya había conseguido ponerlos en vilo, explicó con detalle el
incidente y terminó diciendo:
–Te espera esta noche, sin que se entere Li.
Se ducharon y volvieron al salón a desayunar. El fotógrafo preparó,
cual madre maternal, tostadas, mermelada, café, mantequilla y miel.
189
Ananías, después de tomar el café, propuso a Satokato:
–Quiero hacer un experimento. Si vas a visitar esta noche a Anastasia, vamos a cambiar nuestros pendientes.
–Y ahora ¿qué tripa se te ha roto? –inquirió el reportero.
–Tú haz lo que te digo y mañana te explico. Esta noche vamos a la
recepción. Hacemos acto de presencia. Que nos vean todos. Sobre todo
a ti. A la media hora, sales a escondidas y te marchas.
–¿A qué viene tanto misterio?
–Come y calla.
Comió, calló, se intercambiaron pendientes y fueron a la recepción,
ataviados de frac y pajarita, pingüinos guapos. En esa ocasión, Ananías
demostró que cuando decidía mandar, mandaba.
La presentación de la fiesta quedaba un poco coja sin Anastasia.
Pero como los nuevos comensales no sabían de la presencia o ausencia
de la bella, no pasó nada. Sólo la echaron en falta Alexander, Li y su padre, que mostraron preocupación, pero el fragor del trabajo pronto hizo
que todo pareciera normal. Satokato desapareció sin dar explicaciones a
nadie y todo transcurrió sin que nadie lo echara de menos. Ni tan siquiera Li. Ella había visto a Satokato y a Alexander hablar largo y tendido, como de costumbre, sin dar importancia al hecho. Efectivamente,
Satokato explicó a Alexander las reacciones físicas que parecían mostrarse en los que habían tomado las pastillas; y Alexander llegó a la conclusión de que había que analizar sangre y hacer una pequeña biopsia para determinar si empezaba a manifestarse algún tipo de cambio
fisiológico.
–Yo también empiezo a notar algo extraño –confirmó Alexander.
–¿Qué cosa?
–Prefiero no decir nada hasta obtener los resultados de las pruebas
que estoy haciéndome. Para no alarmar. Que nadie del equipo tome más
pastillas ni inyecciones.
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–Hemos tomado todos. Incluida Li.
–Hablaré con ella y le explicaré. Del resto del equipo te encargas tú.
–De acuerdo.
Al finalizar la velada, Alexander habló largamente con Li. Ella no
había notado ningún cambio especial, salvo que las uñas le crecían con
rapidez; pero eso lo consideraba positivo ya que le encantaba tener uñas
largas. Preguntó por su reportero amoroso y nadie supo dar respuesta.
–Se habrá liado con alguna pelandrusca –dijo en plan jocoso, el fotógrafo.
A Li no le hizo ninguna gracia la sugerencia, y, para calmarla un
poco, añadió:
Habrá ido a visitar a Anastasia en el lecho del dolor.
–No creo. Si fuera así, yo lo sabría –contestó, no de forma muy amable, más bien seca, cosa poco habitual en ella.
–Mañana lo sabremos –comentó Ananías, con una sonrisa de satisfacción.
Se despidieron hasta mañana, y, como cada día, cada mochuelo se
fue a su olivo. Esa noche el ingeniero gordinflón y rechoncho no cupo
en sí de felicidad. Daba saltos por la calle y Segismundo tuvo que increparle y preguntar:
–¿Se puede saber qué pasa hoy, que bailas solo?
–¡Eureka! ¡Lo hallé! ¡Eureka! ¡Lo encontré!
–¿Qué has descubierto? ¿La fórmula de la pastilla? ¿Alexander te ha
dado alguna pista?
–No. Mírame la oreja.
El reportero se paró, sujetó la oreja izquierda, se la estiró, miró por
dentro, y Ananías gritó:
–¡Ahhhhhh! Que me haces daño.
–No veo nada.
–¡Ahhhhhhh! Me haces daño. En la otra, animal. En la otra.
191
El fotógrafo pasó al otro lado. Volvió a inspeccionar la oreja derecha, y sin estirar tanto como con la izquierda, dijo:
–No veo mas que pelos y, al fondo, cerumen.
–Tú sí que eres cerumen. Más que cerumen, cenutrio de cacumen.
–No veo nada.
–¿No ves un pendiente?
–Sí, pero eso no es de la oreja.
–Ahí está el secreto.
–¿Qué secreto?
–Es el pendiente de Satokato. Li no está preocupada porque piensa
que él está controlado. Lo tiene controlado desde el principio con el
pendiente. Es transmisor-emisor electrónico de última generación.
–Si es cierto, cuando se entere, se va armar la marimorena. Ya nos
podemos despedir del proyecto. La va a mandar a hacer puñetas con cajas destempladas.
–Antes tendrá que dar alguna explicación. Tal vez sea por su bien.
–No sé si será por su bien o su mal, pero, conociendo a Satokato,
mucho bien tiene que ser para que no la mande a la mierda.
–Mañana lo sabremos. Ahora estará echándose algún revolcón con
Anastasia. Se lo come con la mirada.
–Y Li se da cuenta de eso.
–Seguro.
–No creo que Anastasia esté esta noche para muchos revolcones. Cuando la he ayudado a meterse en cama, no estaba para muchas
fiestas.
–No te habrás aprovechado de las circunstancias para meter mano.
–¿Tú crees que soy como tú o qué?
–¿Yo? ¿Cuándo me has visto a mí aprovechar la desgracia de los demás para llevarme al huerto a nadie?
–Yo admiro a Anastasia, pero como amiga. Nada más.
192
–¡Ah!
–Hoy voy a dormir a gusto –anunció Segismundo.
–Menos mal. Empezaba a pensar que la pastilla convierte a los fotógrafos en murciélago, en vampiro.
–¿Por eso duermes con ese crucifijo tan grande en el pecho?
–Exactamente.
–Qué poca confianza tienes en los amigos.
–Por si acaso, draculín. Nunca he tenido un amigo vampiro y no sé
cómo se comportan.
El fotógrafo le revolvió los pelos, le soltó la pajarita y salió
corriendo:
–Maricón, el último.
Para cuando Ananías llegó a casa, Segismundo roncaba a pierna
suelta.
Mientras tanto, en el lujoso apartamento de Anastasia, Satokato suspiraba. El brazo escayolado de Anastasia no era la mejor ayuda para
caer en los brazos de una mujer herida por dentro y por fuera. Ella creía
que él no se acercaría a la noche a su apartamento. No tanto por él como
por Li. Ella, Anastasia, sabía, como buena mujer, que Li mantenía una
lucha intestina por dominar el territorio que también interesaba a ella.
La lucha eterna por el terreno común. La lucha por la que las guerras se
llevan a cabo, por lo que muere y mata el vecino, el pariente y el amigo.
El terreno de la verdad. El terreno donde se decide quién es bueno o
malo, perverso o no. La hora de la verdad.
Pero Anastasia era mujer que ya había sufrido por deshacerse de un
hombre celoso, que terminó aburriéndola y algo más. Con Li y Satokato
la cuestión no era tan simple como celos. Su corazón estaba abierto,
pero desconocía hasta dónde era capaz de ceder. Ella, a pesar de su juventud, había entendido que la vida no es sí o no, negro o blanco, alto o
bajo, no: ella había aprendido que la vida es un poliedro de muchas ca193
ras. Era lo que cada noche trataba de meter en el corazón y mente de radioyentes desesperados que llamaban para pedir auxilio. Auxilio material y espiritual. Sabedora y consciente de que no se anda bien de ánimo
y espíritu cuando tienes las manos vacías, la cesta vacía, la despensa vacía, si tienes la suerte de al menos poseer casa, cesta y manos. Si no tienes ni casa ni trabajo, las cosas del amor y del vivir se complican más:
la rebelión o el suicidio llaman a la puerta insistentemente.
Anastasia sabía que en su caso particular, en su miseria particular, a
los celos había que añadir varios elementos más. Había que añadir que
Satokato no se sentía terreno de nadie. Había que añadir que ellas dos se
sentían, en parte, terreno propio.
Lo que estaba fuera de discusión era que los tres tenían objetivo común: la ilusión de materializar unas ideas, el objetivo de sacar adelante
un proyecto, que les podía costar la vida.
Ella permanecía sentada en cama desgranando estos pensamientos,
torso bello al aire, porque el calor pedía frescura, y porque ella sabía
que esa postura de estatua de Milo tumbada, entre natural y sugestiva,
turbaba a cualquiera, macho o hembra, y le daba cierta ventaja sobre el
contendiente amoroso.
Él, tumbado en el suelo, desnudo, cubierto con la toalla húmeda que
había utilizado para duchar.
Nada más llegar al apartamento, y tras comprobar que estaba más
fresca que las rosas, sin que el brazo roto pareciera haberla afectado ni
en la belleza ni en la alegría, pidió permiso para ducharse y quitar de
encima el agobio del calor, del sudor, y la presión exterior de personajes
engominados que había tenido que soportar aquella noche.
Ella hablaba y analizaba en alto pensamientos, pros y contras de la
relación, deseos, relaciones anteriores, novios y novias, formas y maneras de comportamiento, pensando consigo misma, en catarsis, y reía
cuando recordaba algo. Él escuchaba, y de vez en cuando preguntaba.
194
Ella soltó amarras y deshizo toda su historia personal, o, al menos, lo
que más le interesaba, en palabras suaves, olas ligeras que van y vienen
en playa solitaria. Él escuchaba. Mientras tanto, un retumbar suave iba
naciendo y creciendo dentro, hasta que empezó a convertirse en volcán
activado, en maremoto, y explotó, diciendo:
–Dame un beso.
Ella respondió:
–Ven.
Se levantó, fue a darle el beso, y, en ese preciso instante, ella se desvaneció, dejando su brazo escayolado colgando de la cama, torso bello
erguido, mármol moreno, con venas ligeras.
Sustrajo la sábana para colocar el cuerpo en forma más cómoda, introduciendo el brazo por la cintura.
Colocó el cuerpo cálido y hermoso, de belleza animal irresistible, y,
al cubrirlo, cayeron escamas sobre la sábana.
En los costados aparecían marcas rosadas de piel seca de serpiente
mudando. Tapó el cuerpo y esperó.
Pensó en el desmayo como bajada de tensión, hipoglucemia o algo
por el estilo. Fue a la cocina, abrió el frigo y contempló una bandeja de
pasteles griegos, chinos y árabes; y pensó que habría comprado para celebrar el encuentro nocturno. Y champán fresco. Destapó el champán,
puso dos copas, escanció el líquido, bebió un sorbo, y tomó un pequeño
pastel de almendra y crema.
Colocó todo en bandeja y se sentó junto a ella. Ella, a la explosión
del tapón, despertó como si saliera de un sueño maravilloso, lo besó y
tomó el pastel que le ofreció.
–Toma este pastel. Estás baja de azúcar.
Horas más tarde, los despertó un timbrazo suave, repetido a ritmo de
las notas de la marcha nupcial de Mendelshon. Ta ta tatá, ta ta, tatá, lalalará la la ra lalará.
195
Satokato saltó de la cama, se vistió de mala manera y preguntó:
–¿Quién es?
–Alexander, Alex para los amigos.
Abrió la puerta y dejó pasar a un Alex radiante, con un ramo de rosas amarillas de escándalo.
–¿Dónde está mi reina?
Se acercó a ella, que de nuevo se había sentado en la cama con el
torso bello desnudo, y contestó:
–¡Hola, mi amor!
Alex le entregó las rosas y se dieron un beso en los labios. Satokato
buscó un jarrón y lo encontró. Introdujo las rosas en él y se sentó a contemplar a los amigos, cogidos de la mano; Alex, acariciándola con ternura, se lamentaba del tropezón y sus consecuencias.
Satokato nunca había contemplado escena más tierna y los dejó solos
mientras preparaba un espléndido desayuno, que ya debería servir de almuerzo, porque eran las doce de mediodía del día treinta de Agosto, día
de Luna Llena.
Desayunaron mirando al mar y mientras recogía platos y tazas para
llevarlos al lavavajillas, Alexander anunció:
–Tenemos buenas noticias. Tengo resultados de las pastillas.
–¿De qué se trata? –preguntó ella.
–Ahora os lo explico.
Extrajo papeles de la cartera y mostró dibujos de sección de los músculos para mostrar el funcionamiento de la fuerza motriz de un músculo:
detalle del haz de una fibra muscular, de fibras lentas, fibras rápidas, del
núcleo, la miofibrina, el sarcómetro en reposo y contraído, la fuerza generada por contracciones de los sarcómetros; y un detalle de la matriz
extracelular, la membrana celular, el filamento de actina y la distrofina.
–Más vale que nos expliques. Ese vocabulario médico no es fácil de
entender.
196
–Los dibujos los explican muy claramente. Mira.
El científico explicó el proceso despacio y con detalle, y la enferma
locutora y el reportero entendieron a la primera. Siguió mostrando otras
láminas con dibujos donde mostraba los genes que vigorizan los músculos, detalles de los núcleos, las fibras musculares y una sección transversal de una fibra. Y por último, la terapia génica.
–Estamos hablando del dopaje génico, de la potenciación génica del
músculo. Una técnica que permite doparse sin ser detectado, al no entrar
el gen en el torrente circulatorio. De nada sirve a los responsables del
control los análisis de sangre u orina.
–¿Eso quiere decir que estamos en el buen camino?
–Efectivamente.
–¿Y las pastillas que nosotros hemos tomado son para eso mismo?
–Para eso mismo y mucho más. Quien preparó este componente es
una mala bestia. Hay dosis para matar o resucitar un caballo. Algunas
peculiaridades del compuesto todavía no he identificado. Tienen algo
que ver con la potenciación de memoria, con la transformación física
apoyada por la mente, elementos químicos que están en estado de
prueba, pero todavía no con la raza humana.
–Entonces, estamos atrapados –dijo ella.
–Más o menos.
–Pero ¿estamos en el buen camino?
–Estamos en el buen camino.
–A trabajar –dijo Satokato, satisfecho–. Por primera vez en este negocio tengo la sensación de que no vamos a salir trasquilados tras buscar pan de trastrigo por el mundo. Voy a casa. Seguro estarán pensando
que me he largado a la feria con alguna señora de esas de copete, de alta
cuna y de baja cama; y me buscarán por la montaña rusa, el laberinto,
sala de espejos o el tirapichón. Hasta la noche. No olvidéis, hoy es luna
llena. A los invitados del COI, esta noche los va a atender su abuela.
197
–Li no te dejará.
–Li hará lo que yo te diga. Y si no, que le den dos duros.
Le dio un beso de despedida a Anastasia mientras le decía:
–Tú descansa. Esta noche vendremos a buscarte para celebrar en la
Acrópolis la belleza de Atenas, la belleza del Partenón, la belleza de
la luna:
Luna, luna, luna.
En tiempos de la aceituna.
Luna, luna, luna.
Señor alcalde
en el pueblo,
las mozas miran la luna.
Luna, luna, luna.
–Te espero –contestó ella.
–Y a mí, ¿qué? ¿Que me parta un rayo?
Satokato dio un beso en la boca a Alexander y mientras cerraba la
puerta gritó:
–¡Que te parta un rayo!
Para cuando Satokato llegó al apartamento había saludado a cinco
chinotes, apostados en las cinco esquinas del edificio. Pensó: “Ya está
aquí la emperatriz pidiendo explicaciones y tributos. Estará encendida
en cólera."
Se sorprendió gratamente cuando encontró una emperatriz relajada,
sonriente, cariñosa, con dulzura de mirar tibio como su vestido, que representaba un amanecer entre azahar y flor de abeja entre jaras.
–¡Qué sorpresa más agradable!
–Hola, mi amor. ¿Estás cansado?
–Un poco, pero puedo resistir.
–¿Puedo hablar un momento contigo? –preguntó Ananías.
198
–Si es para explicar lo del pendiente, no es necesario. Yo misma lo
explicaré.
Segismundo estaba más tenso que un soldado en posición de revista
y miraba de reojo a Li y a Satokato, quien todavía no se había enterado
del eureka de Ananías. Movía los ojos con la velocidad de los lentes articulados electrónicos. Pis pas, pis pas, pis pas, pis pas.
–¿Has desayunado? –preguntó, para relajar la tensión.
–Estupendamente –respondió el periodista en seco–. No trates de
despistar. Vamos a ver. ¿Qué está pasando aquí?
–A mí que me registren –respondió el fotógrafo–. Yo llevo un pendiente mucho más grande que el tuyo. A mí ni me va ni me viene. Es
por comentarlo.
Li rió con la risa de los cascabeles, y, acercándose por detrás a Satokato, lo rodeó con sus brazos y dijo:
–El chino de Dubronik que te colocó el marcapasos en la oreja es
agente secreto de los servicios chinos. Chu Linazo, el vecino que tiene
una tienda en tu calle, también. Él envió a los servicios secretos el itinerario que ibais a hacer hasta Atenas y puso un detector en el coche amarillo. Lo hizo a requerimiento de mi padre, informado de que un periodista bardo había escrito sobre el dopaje en el deporte, en el Tour de
Francia, en revistas especializadas. Dio la orden y se organizó la búsqueda y captura de dicho elemento. Lo que no estaba en sus planes era
que su hija, que soy yo, se enamorara de dicho elemento peligroso para
China y la sociedad en general.
–Repítemelo desde el principio que me mareo.
–¿Cómo lo quieres, con música o sin música? –preguntó ella.
–Yo con música –respondió Segismundo, y salió disparado como
una bala a poner música para relax: El bolero de Ravel, pieza musical
de la que gustaba sobremanera y llevaba siempre a cuestas para escuchar en ratos libres.
199
–Siéntate ahí y calla –gritó Satokato.
–Sí, Uana. Uana, mí, no.
Li se colocó frente al reportero, abrió las piernas, se sentó en los
muslos, le rodeó con sus brazos, y tras frotar su naricilla con la hermosa
poma de Satokato, dijo:
–Toda la culpa es mía.
El reportero no sabía por donde salir ante aquellos ojos grandes,
que, abiertos, le recordaban flores silvestres, frescas y naturales, y el
amanecer del tomillo, del romero y la lavanda; y susurró:
Érase una vez
un príncipe malo,
una bruja hermosa
y un pirata honrado.
Todas esas cosas
había una vez
cuando yo soñaba
un mundo al revés.
Se besaron, Ananías y Segismundo se abrazaron a ellos, arrastrados
por la belleza primitiva, la belleza del instinto.
200
Genes que vigorizan los músculos.
Un gen sintético simula una señal de lesión que
fomenta la actividad recreadora de las células
madre, de forma que las fibras musculares
crecen más fuertes y voluminosas
ACRÓPOLIS
Los últimos invitados del COI a la fiesta la celebraron en la Acrópolis, borrachos como cubas y drogados. Segismundo se las ingenió para
echar unos “polvos de la Madre Celestina y del Padre Cucharón”, como
él llamaba, en el champán de los comensales y, después de hacerles la
foto, los convenció mirándolos fijo y diciendo:
–Y ahora este niño va a ir a cantar a la luna. Y esta niña bonita, también. Nos vemos en la Acrópolis, ¿verdad?
Colocaba en su testa una corona de papel, los regalos en bolsa, amuletos en cuello y solapa, los proveía de matasuegras entre dientes, otra
bolsa de papel con confeti y cintas de colores, y los dirigía a la puerta de
salida. En hora y media liquidó a todos, con alegría y buen humor.
Así pudieron celebrar la fiesta solos.
201
Mientras tanto, liberado del yugo de control electrónico chino, Satokato recogió a Anastasia. Li lo acompañó.
Marcharon juntos a la Acrópolis, y al pie del Partenón encontraron a
los miembros del COI desnudos, lascivos y muelles, entre guarrerías y
exquisitez. Los célebres invitados disturbaron la paz de la noche serena.
Ponderados los hechos, presuntamente delictivos, fueron arrestados,
esposados, y puestos a buen recaudo, en coche celular policial, por escándalo público, sevicia, malicia, estulticia, con nocturnidad y alevosía,
a pesar de que la luna estaba tan llena que se sobraba.
Los chinotes, puestos en sosiego, dejaron de ser pesadilla amorosa,
sentados en círculo, alrededor de Li, quien, trasformada en diosa china,
diosa egipcia, diosa persa, diosa griega, convocó a todo el equipo técnico al pie de la primera columna del Partenón, entrando a la izquierda.
Predijo acontecimientos importantes mientras imponía cadena de
oro con amuleto dorado: a cada cual su signo zodiacal. El amuleto constituía una figura articulada. Representaba el signo zodiacal chino, año
de nacimiento de cada uno.
Faltaba Segismundo. Se había despistado.
A Alexander le llamó la atención, en la ascensión a la Acrópolis,
la carga que transportaba Segis. Lo vio con mochila a la espalda y le
preguntó:
–¿Adónde vas con semejante carga?
–Son mis cosas –contestó el fotógrafo.
El científico sonrió y comentó a Ananías:
–Este, como es luna llena, debe llevar un telescopio a cuestas.
–Déjalo –dijo Ananías–. No tiene remedio. Es así.
Sin esperar a que Segismundo diera señales de vida, Li inició el
exordio oficial:
–Ponderando que dentro de cuatro años es el año lunar de la rata,
los chinos nos sentimos felices. Año de olimpíadas. La rata en occi202
dente es vista como animal repulsivo. Pero para nosotros, los chinos,
los orientales en general, la rata es animal que representa la vida.
Donde hay ratas hay vida. Será año de grandes beneficios para mi
país. Pero hay que trabajar y estar preparado. Nosotros debemos
aportar nuestro grano de arena y convertirlo en granero colmado de
trigo, en lagar sobrado de vino, en templo, quejumbre y requiebro de
espíritu. Si conseguimos el objetivo, unos juegos olímpicos limpios,
auténticos, donde la inteligencia, la fuerza y la destreza, llevadas hasta
límites por propios medios, sin engaños, sin fraudes, sin drogas que lo
conviertan en mentira, en saco de interés, seremos libres. Y ahora,
paso a imponer a cada uno su signo.
En el momento de imponer la cadena y la figura de un caballo articulado en el cuello de Satokato, como el que ella portaba, un río sonoro invadió el Partenón de música de Mikis Theodorakis, y del canto:
Ligna Koritsia:
De espaldas al mar recogías la sal.
Pasó una barca con la vela al viento.
Os ofrecía un vestido blanco,
que habríais visto,
volviéndoos hacia el horizonte.
La vela ennegreció de pena mientras se alejaba.
Volvieron sus rostros hacia el fresco nacedero de semejante río de
hermosura sonora. Contemplaron a Segismundo, desnudo, abrazado a
las estrías de la última columna del atrio del Partenón, cubierto de luna,
cobrizo, acompañando a la música que nacía del aparato que había instalado con grandes altavoces para cantar a la luna llena.
Los policías de seguridad fueron a por él para reducirlo, pero, como
un milagro chino, se incorporaron los chinotes magros, rodearon la co203
lumna, e impidieron atrapar al fotógrafo, que, finalizado el canto, soltó
la columna.
Se clavó de rodillas, y, con los brazos abiertos ante la luna, se elevó
suavemente con ligero aleteo.
Con un kikirikí armónico y sonoro, descendió al suelo, y se reunió
con sus compañeros.
Li le impuso la cadena: un gallo articulado.
Segismundo era gallo para la cultura china. Había nacido en el año
lunar del gallo. Era gallo.
–El gallo es orgulloso –relató Li–, trabajador, romántico, curioso, sibarita, buen amante.
E impuso la cadena con el signo, en el cuello desnudo del fotógrafo.
Los asistentes a la ceremonia, aplaudieron, incluso los guardias que
querían arrestarlo. El jefe de la guardia le entregó la ropa y dijo en un
griego muy claro:
–Vístase, que desnudo da mucha risa. Y no se eleve más, que los
bomberos están ocupados vigilando vestales y hachas encendidas. Los
griegos tenemos bastantes dioses antiguos y, por el momento, consideramos que son suficientes. Si se empeña en más, nos va a crear problemas. Guárdelo para los juegos de China, que a los chinos no les importará tener dioses, porque son ateos, comunistas, y rojos perdidos, tan
rojos que hasta la bandera tiene roja. Por favor, vístase.
Li continuó la ceremonia de iniciación e impuso a Anastasia la
serpiente; a Satokato, caballo; a Ananías, el búfalo, y a Alexander, el
dragón.
La luna hizo de testigo fiel y el Partenón tembló con el máximo de
temblores de belleza.
La bailarina china saltó al capitel que la esperaba para bailar la
danza del sable.
Bailó, y cayó en brazos de su amado, en cursi escena romántica.
204
Segismundo lloró las lágrimas que no había derramado desde niño,
presa de la emoción; y Ananías lo consoló para que no se secara tan
pronto, recordando que todavía había mucho trabajo que hacer.
Finalizada la danza, Li los colocó en corro, sentados en el suelo, y
explicó signo y sino.
Semejaban niños de escuela alrededor de maestra. En ciencia astral,
era la de más conocimientos con ventaja.
Ninguno de los asistentes al rito era heredero de agricultores.
En Anastasia, el padre, militar; en el caso de Alexander, panadero;
en el de Ananías, músico; en el de Segismundo, psiquiatra el padre, y
decoradora de interiores, la madre; y en el de Satokato podían haber
sido agricultores, porque sus abuelos, tanto por vía materna como paterna, eran de caserío; pero los nuevos tiempos los hicieron funcionarios: el padre, de Hacienda; y la madre, educación infantil.
En resumidas cuentas, que la vena de agricultores y ganaderos, que
la mayoría de miembros del género humano lleva en la sangre, estaba
un poco oxidada en esa generación.
Li preguntó sobre el oficio de padres, abuelos y bisabuelos y llegó a
la misma conclusión:
–Vuestros ancestros campesinos están adormecidos en vuestras
almas. Si preguntarais a vuestros abuelos o bisabuelos sobre la relación entre luna y cultivos, sabríais que vuestros antepasados han sido
astrólogos. Los campesinos saben mucho de la relación que tiene la
luna con la tierra. Saben por experiencia que, si plantan patatas cuando
la luna se encuentra en fase creciente, las patatas tendrán hojas espléndidas, pero muy poco fruto. También saben que, si plantan tomates
en luna menguante, las tomateras tendrán poderosas raíces, pero también poco fruto.
–Mi padre decía –intervino Segismundo –que en la vida emotiva y
psíquica influye mucho la luna. La luna menguante proporciona mucha
205
vida interior y la luna creciente exuberancia exterior. Y que soy lunático, porque con la Luna llena me vuelvo extraterrestre.
Todos asintieron con la cabeza, mirándolo.
–¿Tu padre era psiquiatra?
–Eso decía, pero estaba como una regadera.
–Él sabría mucho de la luna.
–Y de las estrellas. Siempre estaba en Babia.
–Como tú –añadió Ananías.
–Calla, siéntate, escucha –ordenó Satokato, agarrando al fotógrafo
del largo y huesudo brazo, ya erguido para lanzar una perorata, Dios
sabe sobre qué.
–Satokato y yo, somos caballo –prosiguió Li–. Él nació doce años
antes que yo, pero eso no importa. Cada doce años se renueva el calendario solar chino. Los caballos somos bastante incompatibles unos con
otros, pero si somos yegua y caballo, y nos respetamos, podremos llegar
a tener potrillos en primavera, y pasear por prados y bosques, juntos,
hasta el fin de nuestros días.
–¿Y si hay yeguas que reclaman? –preguntó Anastasia de forma inocente y simple.
–Tendrá que cumplir con la fuerza de la naturaleza. Pero tú eres
serpiente; y las serpientes, con quien mejor armonizan son con el gallo
y el búfalo. La serpiente, en la cultura cristiana, tiene fama, por las
connotaciones bíblicas, de engañosa, por el asunto de la manzana en el
paraíso terrenal; pero en nuestra cultura, serpiente es sinónima de sabiduría y belleza. El mayor piropo que un chino puede decir a una
china es serpiente.
–Y los búfalos, ¿qué? –preguntó, impaciente, Ananías–. Me duele el
trasero de estar sentado en este suelo.
–Debes acostumbrarte a sentar y dormir en el suelo, si quieres ser un
buen oriental.
206
–Yo no quiero ser ni oriental ni occidental, quiero estar cómodo.
–Haz gimnasia –dijo, empujándole Segismundo, y haciendo que cayera al suelo como una muñeca rusa con los bajos en arco.
–Levantaos y no enredéis. Parecéis niños –dijo, sonriente, Li.
–Es que lo son –añadió Satokato.
–Y tú, ¿qué? –respondió el fotógrafo, señalando al reportero.
–¿No ves?
–Calma muchachos –dijo la maestra de párvulos.
–Antes de que finalice en travesura del niño que llevamos dentro o
como el rosario de la aurora, quiero decir unas breves palabras sobre los
efectos de las pastillas –anunció Alexander.
–¿Podemos escucharlo de pie? –preguntó Ananías.
–Por supuesto. Que cada uno se coloque lo más cómodo posible.
–Yo me pido de rodillas –dijo Segismundo, dando un bote, como si
fuera de goma, y haciendo reír al resto.
–Lo cierto es que más que comando metafísica que puede cambiar el
mundo, parecemos la familia Cebolleta.
–¿Y qué tiene eso de malo?
–Nada, nada.
–Al grano, Alexander. ¿Cuándo os convertís en paloma mensajera o
rinoceronte? –preguntó Segismundo.
–He realizado pruebas en mí mismo, y, si no se estanca el proceso,
dentro de un mes tendremos resultados fiables. Después de las pruebas
para-olímpicas sabremos exactamente en qué va a devenir este proceso.
He de practicar una pequeña biopsia a cada uno de vosotros y os daré
los resultados lo antes posible. Entre tanto, a trabajar, que estamos en el
buen camino.
–Si te transformas en animal, ¿tú, en qué te convertirás? –preguntó
Segismundo, que no podía parar quieto ni callar, rascándose la espalda
y los genitales, como los niños y adolescentes.
207
–Los síntomas parecen de dragón –respondió el científico.
–¡Coño, qué bien! Te cambio.
–¿Y tú sabes en qué te vas a convertir? –preguntó Ananías.
–Está claro ¿no? Él es dragón, pues se convertirá en dragón. Yo soy
gallo, me convertiré en gallo. Y tú, signo zodíaco búfalo, en Búfalo.
Muuuuuuuuu.
Ananías se incorporó y lo persiguió no por la pradera sino entre las
columnas.
–Son como niños.
–¿Esto también será efecto de las pastillas? –demandó Anastasia.
–Algo debe influir. No sé cuánto afecta, pero tiene efecto sobre el
comportamiento, refuerza la memoria y afecta al desarrollo cerebral.
Son tres efectos de última generación en la misma píldora. Quien ha diseñado y compuesto sabe mucho de medicina moderna. Está a la última.
Esperemos que sea para bien.
–Esperemos, contestaron todos al unísono.
Lo tomaron a broma, pero el semblante de Alexander denotaba preocupación.
Satokato se acercó a él y preguntó:
–Es serio, ¿no?
–Sí. Es serio, muy serio.
208
La activación del gen de la miosina 2B,
silente en el hombre, transforma una
fibra lenta en rápida
SOFÍA
Los juegos, oficialmente, llegaron a su fin con la prueba estrella: el
Maratón.
La prueba olímpica por antonomasia que, a través de la televisión,
nadie quiso perderse, mucho menos Segismundo, fotógrafo preclaro en
infamias, oprobio y vituperio, gozos y sombras, noches alegres, mañanas tristes, simple de corazón y turbado de entendimiento por la belleza.
En el balcón del apartamento, antes de amanecer, disfrutaba de la
fina lluvia que se dignó hacer acto de presencia en escasa nube de luna
llena. Como buen gallo, se sintió hermano del cielo y le habló:
–A las cuatro de la mañana del primero de mes, cuando todos duermen, me has visitado hermana luna; estabas llena de blanco…
Las palabras le pedían poner broche y barajó para la rima vocablos
como duna, pluma o cuna, pero dejó que la noche se durmiera en la
duna y tarareó:
La luna se está peinando
En los espejos del río,
209
y el toro la está mirando,
Entre la jara escondío…
Ananías lo escuchaba en la cama, creyendo que deliraba, pero no:
planeaba captar la carrera en todo su esplendor desde fuera y desde
dentro.
Para su seguimiento echó mano de todo su ingenio, y de Ananías.
Fotografió a los atletas al inicio, los filmó cada kilómetro, y al final.
Ananías hizo de chofer en el jamelgo amarillo, en el que instaló una antena de televisión, una sirena luminosa y cruces blancas con un letrero:
Cruz Roja.
Eso le permitió ir por calles paralelas a la carrera.
Cuando surgía alguna dificultad, sonaba la sirena y dejaban paso; el
artista descendía, fotografiaba y volvía al bólido amarillo de Cruz Roja.
Nadie advirtió nada anómalo porque lucían bata blanca con cruz roja a
la espalda y, por delante, galleta de periodista deportivo.
En el último tramo de la carrera casi arrestan al fotógrafo porque
coincidió en el punto donde uno de tantos espectadores, vestido de irlandés, o algo parecido, bloqueó al primero de los atletas de la carrera,
brasileño, y la policía pensó que Segismundo tenía que ver con ello. Se
zafó rápidamente, y, ante la confusión, fotografió de cerca a los perseguidores del corredor brasileño, que pasó a tercer puesto tras el bloqueo.
De allí fue al estadio como si fuera de asistencia sanitaria, y gozó
con la prueba y con los rostros y almas de los contendientes.
Sudoroso y feliz se presentó en la unidad motorizada sanitaria cruz
roja, informativo amarillo.
Ananías contempló tranquilamente la carrera y el estadio, sentado en
la parte trasera, frente a la televisión que había instalado.
–¿Has hecho algo de fundamento? –preguntó Ananías al sudoroso
fotógrafo.
210
–Total. Ha sido total. Héroes de primera. Esos son héroes y no
los otros.
–Respira, que te va a dar algo. Toma un trago de agua.
Bebió agua y se tranquilizó mientras se acercaban a casa.
El fotógrafo había estado el día anterior en el Maratón de mujer y
quedó poco satisfecho.
Tuvo ocasión de tocar a las tres vencedoras y arrodillarse ante ellas.
Y fotografías. Antes de tocarlas pedía permiso para hacerlo como si de
diosas de verdad se tratara. Diosas de verdad eran para él, pero a las
diosas, en su opinión, no se les debe tocar, profanar; y es por ello que
pedía permiso.
Ante el resto de ganadoras de medalla sólo se arrodillaba mientras se
santiguaba, con la mano izquierda, para que saliera la señal del cristiano
como a los ortodoxos, que se santiguan del lado contrario a los católicos. Pero él no conseguía que le saliera bien con la mano derecha, así
que lo hacía con la izquierda. Lo ensayó miles de veces con Ananías y
Satokato, y resultó que lo dejaron por imposible.
Con los únicos que se santiguaba con la derecha sin arrodillarse era
con los caballos y yeguas, por quienes sentía especial devoción y no se
sabe a causa de qué, los veía más católicos.
No se perdió ni una de las pruebas hípicas y a la campeona la fotografió en las cuadras y le dio su tarjeta de visita para que le llamara, sin compromiso, y se pusiera en contacto con él cuando tuviera tiempo. Hasta
el momento no había recibido su llamada, pero estaba seguro que lo haría. En su tarjeta de visita se anunciaba como fotógrafo personal de la
realeza, y cómo no, de la princesa Estefanía, y manager de Hollywood.
Al caballo vencedor le dio un beso y lo bendijo como si fuera un arzobispo de Roma con cruz y corona. Los caballos lo volvían loco y se
daba por satisfecho y recompensado con fotografiarlos en escorzo, y besando a su yegua favorita en las cuadras.
211
Terminada la feria del deporte olímpico decidieron no trabajar más y
analizar "el tremendo efecto que produce en las masas el fenómeno del
deporte”, último artículo de Satokato en la prensa especializada. En él
desarrollaba los efectos positivos de unidad entre los pueblos del orbe y
el entusiasmo por luchar por ser el mejor, más fuerte, más rápido, más
alto, sin humillar ni matar a nadie, en comunión laica, en abrazo.
Rechazó ofertas importantes para la radio y la televisión.
Estaba agotado.
Cobraron espléndidamente del padre de Li y de las revistas a las que
enviaron reportajes y fotografías, y decidieron descansar a orillas del
mar Egeo.
Había que esperar a las olimpiadas de minusválidos, y reponer fuerzas. Para ello, y para huir de la presión femenina, decidieron marchar al
monte Athos: sagrado lugar donde está prohibido, por ley, a seres vivos
del género femenino hacer acto de presencia.
Esa era su intención, pero no lo consiguieron. Para entrar en la península, blindada por tierra, mar y aire, había que solicitar una serie de
permisos y papeleos, pero no estaban por la labor. Y así lo dejaron, al
menos por el momento.
Anastasia tuvo que marchar al trabajo nocturno y Alexander a analizar muestras de núcleos de fibra muscular: el vector de gen sintético, el
receptor de miostatina, el bloqueador de miostatina, miostatina, y ADN.
Li estaba empeñada y emperrada en que Satokato la acompañara a
China. Él sacó una excusa absurda, argumentó un batiburrillo, que ella
creyó porque no le quedó más remedio.
Le regaló un sombrero de fieltro con rosas secas y razonó de forma
atarantada:
–Cuando terminen los juegos para-olímpicos me iré contigo para
preparar la próxima olimpiada. Ahora no puedo. No puedo dejar la investigación del dopaje génico. Y queremos ir al monte Athos a rezar
212
con monjes en la soledad del espíritu. Haremos un reportaje memorable
que hará historia.
Ella ponderó la respuesta y dijo:
–Iré con vosotros.
–Las hembras tenéis prohibido el paso.
–Yo conseguiré permiso.
–No es cuestión de influencia; es cuestión de sexo.
–Lo comprobaré.
–Perderás el tiempo.
–¿Pensarás en mi?
–Te convertiré en mi pesadilla.
–Habla en serio.
–En serio. Llámame todos los días desde la embajada en Pekín. Que
pague el Gobierno.
–En Pekín no hay embajada china. Beijing es la capital de China.
–Es verdad. Entonces, cada semana. Una tú y otra yo.
–Si nunca llevas el teléfono encima.
–El teléfono móbil ataca a los testículos, al oído interno y al cerebro,
pero no importa. Envíame mensajes. A la noche los leeré, y a la semana
siguiente, contesto todos a la vez.
Li se dio por enterada del enredo, ni convencida ni satisfecha, pero
antes de marchar tuvo que soportar la última impertinencia:
–¿No me habrás metido en el cuerpo alguna aguja de acupuntura
para saber qué hago, qué digo, y dónde me acuesto?
Ella no respondió, pero la mirada fue suficiente. Lo besó y dijo:
–Prométeme que te acostarás solo.
–No puedo prometer eso.
–¿Por qué?
–Porque desde pequeño me acuesto como me enseñó mi abuela.
–¿Cómo?
213
–Con Dios me acuesto, con Dios me levanto; con la Virgen María y
el Espíritu Santo.
–¡Amén! –respondieron, alzando la voz a una, los tres amigos,
mientras se santiguaban cabizbajos, besando el índice al finalizar la señal del cristiano.
–¡Bandidos!
Se despidieron, y fueron a casa de Anastasia.
Li, al imponer la insignia del horóscopo chino a Anastasia, había definido la serpiente sinónimo de sabiduría (sofía) y belleza. Todos estaban de acuerdo. Anastasia era fina, inteligente, suave, amable y hermosa. Todas esas virtudes la hacían bella; la naturaleza hizo de ella
beldad: sus ojos, sus labios, sus pechos y su cintura, sus canillas y sus
pies mareaban. Todas estas virtudes las derramaba en los demás como
el panal derrama la miel cuando madura en la roca.
Sin embargo, algo estaba cambiando en ella.
Satokato tenía sensación de algo nuevo. No sabía expresarlo con
exactitud, pero se le figuraba bolsa de plástico etéreo de líquido amniótico, todo transparente. En el interior de la bolsa, un feto sin desarrollar, sentado en el líquido, o más bien curvado, una especie de
extraterrestre embrionario, un ET incipiente, un ser sin hacer, sostenido por una mano sin cuerpo ni rostro, que lo arrojaba suavemente a
un espacio invisible; podría ser contenedor de basura, el vacío daliniano de relojes escurridos, abandonados a su flacidez, nunca espacio,
vacío vital como el de Jorge Oteiza.
Visión nueva de sí mismo y de Anastasia. Esa mano los desposeía de
cuanto habían sido hasta ahora, del ser propio que construyeron para vivir y desarrollarse en el mundo donde habían sido echados como todo
viviente. La bolsa se diluía por abajo con la presión del líquido y se derramaba mientras se difuminaba en el vacío. El feto también desaparecía sin más. Fuera de la mano sin brazo, cuerpo ni cabeza, nacían estre214
llas; y una bruma blanca de polvo galáctico, fecundado por la luz tenue,
creaba un Satokato y Anastasia nuevos.
Habían conseguido liberarse de su construcción humana y al fondo
de la nada aparecía el auténtico ser.
La clave estaba en que se sentían bien en compañía mutua. Ese clímax creaba un nuevo ser en cada uno de ellos. Satokato lo tenía claro,
mas no sabía hasta dónde ella; ni si tenía la misma sensación que él.
Estaba claro que se sentía bien con él, porque en cada momento delicado, momento íntimo, lo había dicho y repetido.
Satokato necesitaba saber si ella tenía la misma sensación de
ser nuevo.
La cuestión no era de amor o falta de amor. Era cuestión de cambio
en el vivir, trabajo y desarrollo. Todavía no lo sabía explicar, pero lo
sentía. Lo veía nítido: nueva vida, nueva forma de plantearse la vida había nacido para él. Necesitaba saber, si también para ella. Si era sí, habría que saber qué relación iban a tener. Si era no, tampoco pasaba nada.
Seguirían las cosas como hasta ahora, en la distancia; y con el tiempo,
cada uno desarrollaría su propia vida, tratando que la corriente no los
llevara por derroteros que no pudieran dominar. También era posible
que el cambio no tuviera nada que ver con la relación mutua.
En su pensamiento esa hipótesis era la más probable.
Anastasia los aguardaba en su apartamento luminoso y amplio,
fresca y lozana en mañana griega, con yogur, frutas frescas y zumos naturales. Uvas, melones rajados, sandías abiertas, frutas tropicales y café.
Satokato se adelantó a sus compañeros, porque Segismundo, como
siempre, se retrasó en el revelado de fotos y necesitaba que Ananías lo
llevara al apartamento en coche; él no sabía cómo llegar solo. Su sentido de orientación en grandes ciudades era nulo. Se perdía. Nunca llegaba a lugares o puntos de cita convenidos, si no apuntaba en papel y
preguntaba docenas de veces a viandantes, guardias y turistas, que,
215
como es natural, no eran nativos, y en Atenas, había más turistas que
nativos, en conclusión: Segismundo nunca llegaría al apartamento de
Anastasia si Ananías no esperaba y lo llevaba.
–Estás tan espléndida como la mañana.
–Y tú tan guapo como el sol –contestó, vestida de lino blanco.
Esa sensación era sincera y mutua. Nada artificial. Producto del bienestar que se donaban el uno al otro.
–¿Café?
–No te preocupes. Me sirvo yo. Estás inválida.
–Lo cierto es que no te das cuenta de cuántas cosas se hacen con una
mano y con un brazo, hasta que falta.
Puso café para los dos y demandó si le cortaba la fruta, el melón, la
sandía, los aguacates, los melocotones.
–Sí, corta una raja de melón y otro poco de sandía. Con el brazo escayolado no puedo.
–Me quedaré junto a ti para darte de comer como a los niños, mientras estés escayolada.
Esa espontaneidad, dicha con inocencia juvenil, era lo que a ella la
envolvía en ternura y la cubría de amor. Sabía que si era necesario, y si
lo pedía, lo haría; aunque tuviera que dormir en el suelo como un esclavo. Para ella era un rey, un amante ideal, al que es mejor tener en la
distancia, pero lo suficientemente cerca, como la fruta, para sentir su
olor, como un café…y saborearlo sin prisa, antes de que se pase, antes
de que se enfríe, a la temperatura adecuada para que no queme, llenando la sangre de aliento, ciencia que dominaba, pero con él no necesitaba esforzarse ni un ápice ni calcular: emanaba de su propio ser en sus
palabras, en el movimiento de sus manos, en su mirada.
–Debo marcharme pronto. La radio me reclama. Es mi vida.
–¿Estás segura? El deporte y su entorno también es vida para mí,
pero tengo sensaciones que me resultan nuevas. Nuevas vibraciones.
216
Algo está cambiando en mí. Algo me pide cambiar. Más que cambiar,
nacer de nuevo.
–Tenemos una tarea importante que realizar. Alexander investiga las
píldoras. Debemos, mejor dicho, tú debes investigar el boicot de los países árabes y europeos a los juegos olímpicos y el pago de votos para
designación de sedes olímpicas. Yo te ayudaré en lo que pueda.
–Y si necesito que me ayudes cada día, ¿dónde te encontraré? ¿Y si
necesito que estés junto a mí para desvelar esos misterios? ¿Y si no lo
podemos hacer porque tenemos que huir?
–¿Estás pidiéndome que viva contigo?
–No. Estoy diciendo, que si te necesito ¿dónde estarás?
–Contigo. Y si yo te necesito ¿dónde estarás tú?
–Donde tú me digas.
Ese era el justo medio que ella y él esperaban el uno del otro.
Ese podía ser el nuevo polvo de galaxia que los mantuviera en su
mundo, en el nuevo mundo, sin necesidad de fundirse en uno si no hacía
falta, y fundiéndose si la fuerza de rotación o traslación, o simplemente
la temperatura y el movimiento, creaban otra vida nacida de los dos. Y
no necesariamente debía ser por vía sexual.
–Volveremos a vernos el próximo mes en las para-olimpiadas; veremos cómo evolucionan las cosas.
–Tendremos información a toneladas. Los radares de Ananías están
a tope. Las insinuaciones que fui haciendo en las cenas a los magnates
del deporte están dando fruto. Londres y París se perfilan con preferencia en los intereses de los delegados. Se ve que son los que más pagan y
quienes más influencias tienen en el ámbito diplomático.
–Y de los árabes, palestinos, americanos y judíos, ¿qué me dices?
–Durante toda mi vida profesional he huido de temas políticos, pero
reconozco que ese asunto es clave para el mundo en la hora actual. Si
ayudamos a forzar una solución, me doy por satisfecho.
217
–He de decirte una cosa, para que no te enteres por fuera. Yo soy
judía.
–¿Y eso qué tiene que ver para que trabajemos? El problema está
ahí. Hay que abordarlo. Lo único que espero es que no seas del MOSAD y pases toda la información.
–¿Y si lo fuera? ¿Qué cambiaría en nuestra relación?
–No trabajaríamos juntos.
–¿Nada más?
–Nada más. Al menos por mi parte. Me siento demasiado bien contigo para que pueda evitarlo.
–¿Te casarías conmigo?
–No. Ni contigo ni sin ti. El matrimonio me parece una broma de
mal gusto, un compromiso inútil. Si fundamentas la relación y la seguridad del amor en el contrato y en los bienes, más parece un negocio que
un fruto del amor.
–En eso estoy de acuerdo contigo.
–Entonces, ¿para qué casar?
–La sociedad funciona paralela a los sentimientos.
–A los sentimientos y a muchas cosas más.
–Así es. Cada noche conecto el micrófono para hablar de la vida y
escuchar el pálpito de quienes llaman a la emisora, y me aterrorizo. Me
siento inútil. Lo más cercano a la realidad que sé decir, para generar esperanza, es que “cada día amanece”. Soy consciente de que eso no mitiga nada, pero el mero hecho de decirlo y de que alguien lo escuche,
sirve para que al menos alguno de los oyentes sienta que alguien le
acompaña en la desesperación. A mí, la noche me deja desvalida, como
si cada día se murieran de hambre en mis brazos niños y niñas. Y no
puedo hacer nada.
–Lo sé. Tengo la misma sensación cuando analizo contratos multimillonarios de payasos que juegan bien al fútbol o a cualquier otro de218
porte. Los miro y me doy cuenta de que con lo que cuestan los lazos de
las zapatillas que calzan, se podría dar un litro de leche a diez niños. Y
no digamos cuando veo el telediario y veo aviones que matan, helicópteros que matan, campañas electorales, y los ríos de dinero que los ricos
despilfarramos. En fin, para qué seguir. No sirve para nada.
–Algo debemos hacer.
–Si no funciona nuestro plan, me marcharé a Africa a vivir en un
poblado con los pobres. A enseñarles a leer y escribir y a aprender de
ellos a vivir.
–Mientras tú enseñas, yo escribiré novelas utópicas, que cuenten la
realidad, la triste realidad. Y la alegre realidad de que cada mañana
sale el sol.
–Ave María Purísima –gritaron los dos que faltaban, mientras aporreaban la puerta.
–Sin pecado concebida –respondió Satokato, mientras abría.
–¿Se puede?
–Hasta la cocina.
–¿Estáis en condiciones de ser vistos por la muchedumbre?
–Entra y compruébalo.
Ananías portaba ramo de orquídeas blancas, que depositó en la
mano derecha de la herida. A quien sólo faltaba aquella flor para ser la
criatura más hermosa del universo.
Segismundo, acostumbrado a llevar corona de olivo en la cabeza,
como en el pueblo txapela en invierno, entró cantando y dando brincos
alrededor de la locutora nocturna, convirtiendo la filosofía (filo-sofía,
amante de la sabiduría) mañanera de los dos reporteros, en salmo, en
gracia de vivir. Comieron juntos, y a los postres, ella les hizo un regalo:
–Toma la llave del apartamento. Va a estar libre todo este mes. No
necesitáis pagar otro. Traslada vuestras cosas aquí. Este es más grande,
más amplio y más luminoso.
219
Los tres hombres se miraron y agradecieron la oferta. Y aceptaron el
regalo.
La ayudaron a hacer maletas, y llenaron el maletero y los asientos de
atrás de la diligencia amarilla. Ananías la llevó a la estación de ferrocarril.
Aparcó frente a la entrada principal de la estación, como si fuera taxi
de la Cruz Roja, para bajar las maletas y acompañarla hasta el tren.
En la estación, los mendigos, yonkis, borrachos y gente del hampa,
campaba a sus anchas.
Un joven desvencijado, cargado de razones en forma de droga,
abordó a la linda locutora pidiendo dinero para comer; y ella, con delicadeza, se negó, diciendo que fuera a los servicios sociales, que allí le
darían comida y ropa.
El drogadicto le cerró el paso y empezó a insultarla tratándola de zorra, puta, y un rosario de lindezas, que dejaron al calmo Ananías en estado criminal.
Soltó las maletas y se colocó frente al drogata. Lo miró y le espetó:
–¿Se puede saber qué te ha hecho esta mujer para que la trates así?
–A ti nadie te ha dado vela en este entierro –contestó el yonki–. Tú
no sabes con quien hablas –continuó el drogadicto, gritando y haciendo
aspavientos y alardes de matón de galería y patio de prisión.
–Antes de que me digas quién eres tú, voy a decirte quien soy yo
–respondió Ananías, a dos dedos de los ojos, clavando su mirada en la
del drogata–. A ti no te he visto en el Maco –siguió diciendo suavemente, pero con extrema dureza–. Yo he pasado ocho años de cárcel por
meterle a un mierda como tú ocho navajazos. Y ahora estoy pendiente
de un juicio porque le abrí la cabeza a otro con una barra de hierro y lo
dejé seco.
–Vale, vale, tío –rezongó el drogadicto, levantando los brazos y
echando marcha atrás–. Tampoco hace falta que te pongas así.
220
El joven huyó y Ananías respiró profundo.
Anastasia lo contemplaba con cara de asombro.
El ingeniero bonachón, añadió:
–No me lo puedo creer. Estoy temblando de dientes a tobillo.
Un escalofrío cubrió su cuerpo de piel gallina y aguja de chumbera;
y erizó sus crines como alambre de espino entre zarzas.
221
Un gen de la forma activa de la proteina
calcineurina permite conseguir
más fibras lentas
ANARKÍA
Los datos recibidos de los miembros de Comités Olímpicos de casi
doscientas delegaciones, transmitidos desde sus relojes, plumas, amuletos de horóscopo y demás artilugios, presentaban un aspecto anárquico.
Había que ordenarlos.
Los tres profesionales se pusieron a la tarea. Con mapamundi globo
luminoso, clasificaron informaciones e intercambios. No tuvieron que
esforzarse mucho para darse cuenta de que la relación de conquistador
conquistado seguía viva. Los países colonizados seguían dependiendo
de los colonizadores. Intereses políticos y económicos profundamente
entrelazados: urdimbre tejida desde la metrópoli. El análisis demostró
que Estados Unidos tenía pocas posibilidades de adjudicarse los juegos
porque con los atropellos de Irak y de Palestina no era país seguro, por
más que fuera la potencia nuclear más importante, junto con Rusia,
China e Israel. Pero su influencia económica podía ser definitiva si presionaba a países débiles y dependientes para que apoyara la candidatura
de Londres, en pago de favores de apoyo en el asalto a Irak, asalto orga222
nizado para mantener control y suministro de petróleo con Israel, como
guardián de la zona.
Por otra parte, continuaba el informe, Francia (y sus antiguas colonias) podrían llevar a su costal algunos países árabes no compinchados con Israel y EEUU, y la mayoría de europeos, por su rechazo de
la invasión de Irak.
Al final de la investigación llegaron a la conclusión de que estaban
metidos en una trampa de tamaño colosal. Los juegos olímpicos podía
ganarlos París, si Francia conseguía evitar el boicot de los juegos en Pekín, asunto difícil y espinoso de prever ya que faltaban cuatro años y en
ese periodo de tiempo podrían ocurrir muchas cosas. La guerra estaba
abierta a plazo fijo, a fecha fija.
–La única posibilidad de ganar la batalla que se está librando es
cambiar la mente de mandatarios, con dinero o sin dinero –sentenció
Satokato.
–Con dinero y sin dinero, hago siempre lo que quiero, y mi palabra
es la ley –entonó Segismundo, que en lo relativo a corridos mejicanos
era bastante agudo–. La única solución, droga. Eucaliptus. Hay que drogarlos a todos en los juegos para-olímpicos. Déjalo de mi cuenta.
–Estás loco.
–Y tú, también. De eso se trata, de volverlos locos. De esa manera,
tal vez los obliguemos a salir de la locura en la que están metidos. ¿O
no es una locura?
–Lo cierto es que tienes razón –respondió Ananías–. Puede ser
buena terapia de choque. Los volvemos locos en buena dirección, y
así, cuando se vean frente a sí mismos, exclamarán: “¡Qué locos estábamos!”
–Totalmente de acuerdo. Manos a la obra –afirmó Satokato–. De
perdidos, al río.
–¿Por dónde empezamos?
223
–Por París. Voy a París a recoger tres millones de euros, y comienza
el baile.
–Y nosotros ¿qué hacemos entre tanto?
–Recemos, que todo nos va a hacer falta.
–Yo soy ateo, por la gracia de Dios –contestó Ananías.
–Pues rézale a la atmósfera. Allí está la respuesta –añadió Segismundo.
Los colegas miraron al fotógrafo por la brillantez de sus respuestas y
Ananías dijo:
–Pareces Aristóteles. Oremos, hermano, mientras Satokato Miramoto consigue la pasta gansa.
–Sí, vámonos al Monte Athos –añadió Segis–, allí hay mucho Dios
para quien cree; y mucha atmósfera para quien cree, no cree o deja de
creer. Mientras Satokato consigue la grasa para las poleas y engranajes
de la maquinaria, nos relajamos. Pero… tenemos un problema serio.
–¿Qué problema?
–Tengo entendido que allí no hay mujeres. Está prohibido el paso a
todo mamífero hembra.
–Y que más da. Mejor. Para rezar no es preciso mujer.
–Error, craso error, hermano Ananías. La mujer es fundamental en la
vida del hombre. Queremos arreglar el mundo y, sabido es, que detrás
de cada gran hombre hay una gran mujer, y tras cada gran batalla, guerra o conquista, pelo de coño, pues como es sabido: más tiran dos tetas,
que dos carretas.
–Que soez, miserable y rastrera puede llegar a ser una persona.
¡Vade retro, Satanás!
–¿Queréis hacer el favor de callar y no decir chorradas? –terció Satokato–. Y tú, Segis, harías mejor en limpiarte las cazcarrias del pantalón, que no sé dónde te metes, que recoges todas las zaborras del suelo y
pareces un cazcarriento.
224
Mientras se sacudía los bordes del pantalón, Segismundo, continuó:
–Bueno. También podemos entretenernos drogando frailes y ermitaños, a ver si flotan o no.
Satokato miró a Segis como para matarlo y este a Ananías, quién
sentenció:
–Amén.
–Hay algo que debemos comprobar antes de marchar al Monte Athos, o al infierno –añadió Satokato.
–¿Qué cosa?
–Comprueba si hay escuchas y cámaras ocultas en el apartamento.
Hay algo que no me encaja.
–Si hay, las descubriré. Y si las descubrimos, es mejor aprovecharnos de ellas para crear confusión y miedo en quienes escuchan. Los manejaremos a nuestro antojo a partir de informaciones falsas. Los atraparemos. Harán más sencillo nuestro trabajo.
–Tú, primero, descúbrelas. Más tarde veremos qué hacemos. No coloques el carro antes que los bueyes.
–Ahora mismo voy para allá.
–Llámame en cuanto tengas algún resultado positivo. Entre tanto,
Segis y yo preparamos las maletas y demás aparatos.
–Sería bueno que Segis me acompañara para fotografiar lo que encuentre, si hubiera algo.
–Segis, vete con él, pero no lo distraigas. Al tajo.
–Señor, sí Señor –gritó Segismundo, cuadrándose como buen miembro de la policía secreta Montada del Canadá, de la que consiguió tres
sombreros en un tenderete de feria y portaba como prenda habitual tras
el fin de Los Juegos, sustituyendo a la corona de olivo.
Pasada una hora, Ananías llamó a Satokato.
–¿Qué? ¿Hay alguna novedad, o el Segis, como siempre, ha hecho
alguna de las suyas?
225
–Esto es un colador.
–¿Y eso qué quiere decir?
–Ven y verás. Top secret.
Satokato no sabía qué pensar, pero pensó lo peor. No quería pensar
lo peor, pero había comprobado que pensando bien siempre se equivocaba, y pensó lo peor. Aunque también pensó que lo peor era que sus
amigos estaban tomando gusto al juego de policías y ladrones y aquello
podía convertirse en la tragicomedia de Calisto y Melibea.
Lo esperaron en el portal de la casa, en la calle, con los labios
sellados por el dedo índice y sacudiendo la otra mano como para
sacar chispas.
–Vaya tomate –dijo Segismundo, inclinándose al oído de Satokato.
–Vamos –susurró Ananías–. Cada ladrillo oculta un micrófono. Hemos levantado la tarima del suelo y hallado una caja con micrófonos y
pilas de larga duración. Semeja caja de regalo de bodas. O Ella es espía
o la espiaban como si fuera la embajada rusa o americana.
Ascendieron al apartamento, comprobaron, en silencio, las señales
acústicas y visuales, y salieron a la calle.
–Ahí no se puede vivir. Esto una ratonera, un queso gruyere. Si
Anastasia desconoce lo que hay, cuando lo sepa, se va a pegar un susto
de muerte. Le han grabado hasta la respiración y le han fotografiado
hasta el último pelo del co… ñote.
–Segis, haz el favor de evitar palabros. Voy a estar con ella. Dame la
caja que estaba bajo la tarima. Vamos a instalarnos aquí. Tú, Ananías,
controla todos y cada uno de los micrófonos y objetivos; y prepáralos
para manipular a nuestro gusto.
–Es un trabajo de chinos.
–Nunca mejor dicho. Trabajas para los chinos. Ellos te recompensarán cuando sepan las proezas que has realizado para que el mundo sea
feliz –discurseó Segismundo.
226
Ananías lo miró fijo y calló. Satokato tomó el cajón espía, lo introdujo en su maleta y marchó camino del aeropuerto.
–Si no estamos aquí, estaremos en el Monte Athos –dijo Ananías.
–No sin antes haber neutralizado los focos de infección informativa.
–A sus órdenes, mi general –dijo Segismundo, cuadrándose militarmente.
En el avión con destino a París, el reportero sacó su libreta de apuntes y dibujó un árbol genealógico, con intención de descifrar la trama en
la que podía estar metido.
En París esperaba el Mecenas que había encargado la investigación,
dispuesto a pagar.
El Mecenas respondía al nombre Valery.
Personaje culto, deportista, estudioso; coleccionista de incunables,
arte y piedras preciosas, inmensamente rico. Propiedades en colonias,
acciones y obligaciones en bancos y empresas, con tantos dividendos
que no podía gastar los intereses que le proporcionaban. Vivía de los intereses de intereses reinvertidos. Lo que es lo mismo que decir que su
capital no sólo no disminuía sino que aumentaba, sin hacer nada por
ello. Un auténtico rico, aunque no necesitara. Retirado de la vida laboral, la pensión de ingeniero le bastaba y sobraba para sus gastos. Había
creado una fundación para que hacienda del estado no se embolsara
tanto dinero suyo. Sociedades múltiples, interpuestas, para despistar a
inspectores de hacienda. Para ello contrató a un economista especializado en ingeniería financiera. Tuvo tanto éxito con diseños financieros,
que hacienda le devolvía todos los años el dinero retenido. No sabía qué
hacer con todo aquel dinero y pensó que debería ayudar al deporte, tras
larga conversación con Satokato en el tour de Francia, años atrás.
El encuentro fue casual en el Barrio Latino. A Valery le hizo tanta
gracia que un muchacho joven recitara versos y los regalara sin pedir
nada a cambio, que lo invitó a su mansión, a una fiesta, para que reci227
tara lo mismo que en la calle. Satokato aceptó encantado, y desde entonces les une una profunda amistad, a pesar de la gran diferencia de
edad y condición. Allí conoció a princesas bellas y feas; modelos de pasarela, todas bellas, más flacas que la sarna; a magnates con gota, con
papo, más malos que la quina; y a otros con úlcera de hiato, y ojeras de
mal dormir. Todos amantes y practicantes de algún deporte, decían.
De entre aquella fauna, uno que se decía profesor universitario de
periodismo, trajo a la memoria de Satokato al compañero de clase, que
expulsaron de la universidad por la denuncia ante el rectorado del profesor croata ultracatólico. Un buen día, el susodicho profesor preguntó en
clase, a cada alumno, qué deporte practicaba. El compañero de clase, de
familia huida de la dictadura, contestó:
–Mi deporte favorito es la taringa.
Una risa sorda y sofocada se expandió por la clase.
–¿Qué deporte es ese, señor Delvulgo? –inquirió solemnemente el
catedrático croata. No tengo el gusto de conocerlo.
–Creo que sí lo conoces, bastardo croata –contestó el alumno, sabedor de que el ultracatólico profesor lo odiaba a muerte y nunca conseguiría aprobar curso en esa universidad.
–¡Responda a mí pregunta, mentecato! ¿Qué deporte es la taringa?
–Muy sencillo, zopenco: tú pones el culo y yo la minga.
Aquel recuerdo y los asistentes a las fiestas de Valery le dieron tanta
pena que decidió dejar el periodismo deportivo, y cambiarlo por corresponsal de guerra.
Cinco años más tarde tornó al deportivo. Valery le anunció, por escrito, para que no tuviera la más mínima duda: "Si no vuelves inmediatamente al periodismo deportivo, pagaré a un mercenario para que te
asesine in situ, tout de suite."
El viejo Valery estaba enamorado de Satokato hasta los hígados.
Nunca se lo dijo, pero lo sabía.
228
Satokato, para evitar males mayores, abandonó los frentes de guerra.
Valery siguió de cerca las olimpiadas de Atenas desde su finca a orillas del mar Mediterráneo. Saint Tropez era su refugio anual de final de
verano y otoño. Lo abandonó todo inmediatamente cuando Satokato lo
llamó y lo citó en París.
El periodista, en París, cambiaba de forma de ser. Recordaba sus
años mozos de estudiante, el hambre que arrastraban él y sus compañeros. Los trabajos de empapelador de habitaciones, friegaplatos, juergas
y borracheras nocturnas en la buhardilla, canto y bailes a la orilla del
Sena, de noche y de día, el amor no correspondido, el ron, la cerveza, el
queso, el primer yoghurt, el primer amor platónico, la marihuana, el
vino peleón a botella compartida, el arroz y lentejas, último recurso alimentario, composición de canciones con el estómago vacío, amigos, pobres, orgulloso de serlo, pintores y artistas hambrientos, aventureros y
ácratas desaliñados y el peligro corrido inconscientemente en las barandillas del Sena, borrachos como cubas. Recuerdos que hacían revivir su
interior y pulsar su ansia de libertad.
Hasta París llegaba el viento del sur, con olor a arena, a olivo y a
pino. Olor a fritanga, a pincho moruno, carne asada y a salsa india, flotaba por el Barrio Latino. Septiembre estaba hambriento y sediento de
sur y el bochorno regaló a parisinos, recién llegados de vacaciones, calor en los huesos y olor a silencio del Sahara.
El reportero paseaba con el Mecenas por el borde del Sena, entre
Notre Dâme y Saint Michel, y Valery hizo la eterna pregunta, con los
ojos brillantes, mirando el perfil de Satokato:
–¿Recuerdas?
Y como siempre que pasaban juntos por ese lugar hacía la misma
pregunta, respondió una vez más, con cariño:
–Recuerdo. En esa esquina me bautizaste como periodista deportivo.
Desde entonces soy Satokato.
229
Satokato fue el seudónimo que lo hizo famoso en periódicos; en los
cuales, Valery poseía acciones que su padre había comprado hacía muchos años. Eran las únicas acciones que no le daban dividendos, pero el
buen samaritano se contentaba sabedor de que compensaba pérdidas y
beneficios: “Cuanto más pierdo, más gano”.
–¿Cómo me dijiste ayer que te llamas?
Era la cantinela de Valery, cada día que paseaba frente a Satokato,
antes de ser Satokato.
Él contestaba, sonando la cítara:
–Me llamo Zarabanda, mis apellidos, Gabilondo, Azpilikueta. Soy
bardenero de Zarragaztelu.
–¿Cómo?
–Soy Zabalza, mis apellidos Etxepare Ibilzieta. De Bardenas, Zarragazteluko.
–Encore.
–Soy Txalaparta, mis apellidos Sarteneko Ezpeletaundi. Bardeneko
zaharra.
El viejo se mareaba y reía. Día tras día, la misma cantinela y mismas
risas. El joven poeta sabía que era excusa del viejo para entablar diálogo. Aquel viejo bohemio le gustaba. Era simpático, elegante, y, de vez
en cuando, lo invitaba a un trago. El día anterior al pipiripao en palacio,
zanjaron la cuestión del nombre.
–¿Cómo dices que te llamas? ¿Jato, Zato, Sato o Kato? –demandó
Valery, por enésima vez, que en labios de galo sonaba a oscura boca de
túnel, criadero de champiñón y hongo, o queso mohoso.
–Satokato. Me llamo y me llamaré, hasta el día de mi muerte, Satokato.
Y con Satokato se quedó.
Sentían admiración mutua, y nació una hermosa relación. Valery
traspasó la frontera amistosa, que trasformó en sentimiento amoroso, si230
lencioso y secreto, hermoso secreto; y en el caso de Satokato, admiración por la sencillez de un hombre rico en moneda y rico en espíritu, asceta, sombra de la muerte, rara avis.
Extraño conjunto de circunstancias que lo convirtieron en diamante
extraño para un joven que había vivido vida ordinaria, diaria, sin sobresaltos ni golpes bajos. Fue a la capital de la Galia en busca de aventura,
nuevas sensaciones, y casi no para de vivir desgracias, desde ese preciso
momento.
Ahora, tras las olimpiadas, añoraba las cosas sencillas de la vida,
como son la compañía de su madre y de su padre, de sus hermanos y la
voz de las ovejas y caballos en el monte. Su alma cansada de muertos y
de hipocresía aspiraba a volver al campo, de donde procedía. Como un
centauro.
Valery vivía todavía, pero los años habían hecho mella en él, como
lo hacen en todo el mundo que ha gastado su vida sin hijos, sin compañía fija en la cama, sin problemas diarios de buscar el pan de madrugada
para descansar exhausto por la noche.
–¿Cómo has encontrado París?
–Lo mismo que Amberes, viejo. No hay mas que viejos por todos
los lados. No hay niños. No hay madres ni padres tirando de silletas
con bebés llorando o durmiendo. Europa está triste. Ni en Grecia hay
ya niños.
–El bienestar expulsa lo que causa trabajo, esfuerzo y sacrificio. El
placer ha vencido a la sociedad.
–Voy a casarme. Voy a tener hijos.
–¿Con quién?
–Todavía no lo sé. No importa con quien.
–Si lo haces pronto, podré ser el padrino. Si tardas, no podré serlo.
–¿Por qué?
–Moriré pronto.
231
–¿Quién te lo ha dicho?
–Lo sé.
Un sol flojo y aburrido golpeó lánguidamente el rosetón central de
Nôtre Dame, y Valery cambió de conversación para que el momento no
deviniera en tristeza.
–Mañana volarás hasta Dublín –prosiguió Valery–. Una persona se
encontrará contigo en el aeropuerto en el lugar que está escrito en este
sobre y seguirás los pasos que te indiquen para llevar el dinero a su
destino. No quiero que te pase nada. Tres millones de euros son pastel
goloso. Los otros tres millones los recibirán cuando el plan esté
cumplido.
–Tengo que entregarlos en Moscú.
–Lo sé. Allí los tendrás. Deja que lo haga a mi manera. No quiero
que nadie te haga daño.
Penetraron en la catedral. Valery rezó de rodillas. Sonó el órgano y
escucharon Bach. A la salida del templo un violonchelo templado por
una mano masculina, cincuentón oriundo de Siberia, rezó en el viento,
con las crines del arco del violonchelo, la melodía del Ave María de
Gounod. Valery, que, como Nietzsche, consideraba que, sin música, la
vida no tiene sentido, depositó un billete de cincuenta euros en la caja
vacía del músico, y su tarjeta de visita: "Llámeme, por favor", rogó al
marchar. El músico, absorto en su melodía, no respondió. No se enteró
o no quiso darse por enterado.
Pasearon entre músicos y artistas que amenizaban calles del Barrio
Latino, del París eterno, entre bongos, guitarras, bailes morunos, saltimbanquis, pelotas, mazos y trovadores de color.
Se detuvieron en la boca de metro donde se descubrieron. Salieron
de allí corriendo, escopeteados, como alma que lleva el diablo, a causa
de que un tragasables lanzaba fuego y humo por boca y orejas. Valery
no soportaba el espectáculo, ya que su único hermano murió envuelto
232
en llamas, a lo bonzo, junto a su novia mulata, en protesta porque sus
familias les prohibieron estar juntos.
Cenaron con buen vino y buen champán. Brindaron por la vida, y
Valery pidió que lo perdonara por el atrevimiento de invitar a los postres a Sonia, antigua amiga de Satokato. La sorpresa fue mayúscula. Valery se despidió y los dejó a solas.
Recordaron nostálgicos.
Poco más tarde hizo presencia el compañero de ella y juntos tomaron la última copa.
Parecía que el tiempo no había pasado por aquella cara y ojos. Su
amigo no era su marido. Llevaba alianza de casada, pero el reportero no
preguntó. Lo importante era que seguía hermosa, amiga, y viva. Sus padres habían muerto. No tenía hijos.
Nunca supo por qué Valery hizo llegar a su amiga Sonia a esa cita.
Aunque lo sospechaba. Quizá, al anunciar a Válery su necesidad de paternidad lo provocó con aquella muchacha, que tanto gustó a los dos en
su momento.
Se marchó al hotel pensando por qué secreta razón habría hecho venir a su antigua amiga al restaurante. Valery era un caprichoso de la nostalgia. Vivía de eso. Pero por alguna extraña razón le había querido recordar que aquella mujer lo amó en su momento y podría haber sido
hasta su compañera, su esposa, la madre de sus hijos, si hubiera sabido
traducir sus secretos deseos. Nunca se podía predecir el comportamiento de Valery. Mucho menos cuando se trataba de Satokato al que
vigilaba y mimaba en la distancia desde hacía años como a un juguete
frágil. "¿Querrá que compare los amores juveniles con los de ahora?
¿Será alguna persona que trabaja para él en sus misteriosos compromisos de compraventa y relaciones públicas?" Ella había dicho durante la
conversación, que trabajaba en una agencia de detectives como asesora
jurídica. Lo único que le sorprendió fue la frase: "El límite del espía es
233
la muerte." Y otro detalle: del cuello colgaba una cadena con la estrella
de David. Otra duda lo atenazó: "¿Será amiga de Anastasia?"
Tras la despedida dio un paseo solitario por las orillas del río
Sena. Recordó los viejos tiempos y se fue a descansar bien entrada
la tarde.
Tomó el avión para Dublín, y en la estación, en el punto que le habían indicado, se encontró con Alejandra, la católica pecadora del camping de Trieste, la nieta del abuelo comunista.
–¿Qué haces tú aquí?
–Lo mismo que tú –respondió ella– y antes de que terminara, exclamaron al unísono:
–¡El ridículo!
Ella explicó a Satokato la trama que lo había llevado a Trieste. Después de las explicaciones que había recibido de Li, cualquier cosa le parecía normal.
El culpable de todo lo que había ocurrido hasta ese momento desde
que pensó en las olimpiadas de Atenas, era, simple y sencillamente, Valery, que se había puesto en contacto con los servicios secretos chinos
para que Satokato fuera personaje importante en las olimpiadas de Pekín, fecha que no pensaba estar vivo, y quería asegurarse del éxito profesional de quien pensaba maravilloso regalo de la naturaleza, juguete
chino frágil, etéreo, suave, como las cometas de seda y las estatuillas articuladas de porcelana fina y los jarrones chinos, que, en su día, le regaló Satokato, y que adornaban con capullos de rosas las dos mesillas
de la cabecera de su cama.
Alejandra lo llevó a la casa donde vivía con varias amigas en
Cabra Road, que lo mismo que ella, perfeccionaban inglés. Le dio un
billete de avión, y una carta cerrada. Antes de acompañarlo a la casa,
ella preguntó:
–¿Quieres tener los hijos conmigo?
234
La cara de asombro con la que el reportero miró a la hermosa pecadora hizo que continuara con la propuesta:
–No hace falta que me contestes ahora. A Valery lo haría feliz.
Al reportero, que se prometía una noche toledana antes de salir para
Moscú, se le encogieron hasta los pensamientos. Y como toda respuesta, dijo:
–Hay amores que matan. Este Valery me quiere tanto que me quiere
muerto. De esa forma no sufre. Si yo no sufro, él tampoco.
Tomó el avión a Moscú, y en el caótico aeropuerto ruso lo esperaba la dulce Anastasia, que para esas horas había finalizado su sesión
radiofónica.
Moscú estaba como siempre, terrible, enorme, un poco más limpio y
más moderno en vehículos, vestimenta y tiendas de marca conocida.
Multitud de mendigos, borrachos por los suelos y drogadictos de todas
las edades, niños incluidos: la civilización. Había llegado la democracia, o sucedáneo de algo parecido.
Satokato no creía demasiado en el montaje democrático de los bienpensantes occidentales y comprobó una vez más que exportar sistema
de capitalismo a países o imperios es como llevar religión cristiana a tribus que tienen resuelto su problema de divinidad mucho tiempo antes
que los cristianos conquistaran el mundo y lo explotaran vilmente en su
nombre. Lo llevó a hablar de EEUU, cuyos ciudadanos (los que viven
bien) y dignatarios, presumen de ser el “País de las Libertades”, con
mayúsculas, pero se olvidan de la coletilla que le falta, “donde todo está
prohibido porque mandan sectas religiosas, está permitida la pena de
muerte, matan a sus conciudadanos, cárceles ilegales, torturan fuera,
subcontratan la tortura, contaminan el planeta, invaden países sin hacer
caso ni a Dios que lo fundó, como los judíos de Israel”.
La dulce locutora intentaba comprender la visión crítica del reportero, como siempre, mirando el lado positivo de la situación, acen235
tuando los aspectos en los que la vida de los rusos estaba menos afectada por la nueva era capitalista:
–La mayoría de los rusos viven ajenos a los planes del gobierno y
mafias que lo sustentan. Votan por si algo mejor puede llegar, que peor
ya no puede ser. Mientras tanto, en las aldeas viven como siempre. Prescinden de la capital. Trabajan, van a la escuela, viven con poco, pero todavía tienen lo suficiente.
–Si tú lo dices.
Ella cometió un error calculado. Tomó su mano, mientras quería
convencerlo. Él dejó que el tenue calor de sus dedos pasara a su piel. En
un momento de silencio, él dijo:
–Quiero que me enseñes San Petesburgo. Nunca he estado allí.
Ella lo miró, le dio un beso, y respondió:
–Tomaremos el primer tren.
–¿Y tu trabajo?
–Te estaba esperando. He grabado programas para siete días. Un día
sí y otro no, atenderé las llamadas desde la radio de San Petesburgo, si
nos quedamos.
–Antes de que ocurra algo incontrolable, antes de morir, me gustaría
hacer el amor contigo.
Ella no respondió. Apretó su mano y añadió:
–Puede ser muy peligroso.
–No importa. Yo amo el peligro.
–Tengo miedo de enamorarme de ti.
E inclinó su cabeza en el hombro del reportero.
El taxista frenó en seco. Un camión salpicaba barro y cegó el parabrisas. El taxista maldijo al camionero, paró en el arcén y limpió el cristal mientras el ruido de coches, que se golpeaban por detrás en cadena,
dejó un rosario de sonidos de chapa, de frenazos y blasfemias.
Un coche golpeó el taxi, y los amantes salieron despedidos contra
236
los asientos delanteros. Ella, asustada, se abrazó a él. Él sintió sus pechos y su fuerza, y dijo:
–Tranquila. Esta noche iremos a bailar por las calles de tu ciudad.
Tomaron el primer tren, y el traqueteo del pequeño apartamento, coche cama, hizo saltar en la imaginación del reportero los plomos de la
ternura y la pasión. El reportero sintió modorra, y ella comentó, desde la
puerta del apartamento:
–Esa cama tan grande no es para dormir solo...
Poco más tarde continuó diciendo:
–Voy a saludar a unos amigos que he visto subir al tren. Como el
viaje es largo, harán juerga.
Y se marchó.
Despertó al amanecer. Ella contemplaba al bardo, sentada en el
borde de la cama. Él se aseó y llamó al camarero para que sirviera un
suculento desayuno. Ella hizo de intérprete. El camarero se negaba a entender inglés o no sabía ni palabra. También pudiera ser que la carga de
vodka que llevaba inyectada en las venas no le dejara pensar. De cualquier manera, el comportamiento del camarero sirvió para hacer las primeras risas del día.
Satokato le dio un fardo de dinero para que pagara, sabedor de que
el sueldo que ella percibía por su trabajo de locutora era menor que lo
que había costado el taxi del aeropuerto a Moscú. Y eso que lo había
contratado ella, en ruso, que si lo alquila él, como extranjero, hubiera
pagado tres o cuatro veces más, y en dólares o euros.
–Es mucho dinero.
–Tendremos que cambiar rublos y pagar lo que consumamos y compremos, ¿no? Tú serás la intérprete y tesorera. Yo no entiendo ni palabra
de ruso, y de rublos menos.
Las razones del reportero eran tan elementales que ella lo consideró
normal. Nunca había tenido tanto dinero en sus manos y eso le asustaba
237
un poco. Pero sabía perfectamente que el reportero lo hacía con la mayor naturalidad del mundo. En primer lugar, porque ya había comprobado que no era roñica, ni mucho menos apegado al dinero; y en segundo lugar, que nunca le daría dinero para impresionarla o presionar,
para acostarse con ella y hacer el amor. Era un tipo distinto.
Se había pasado la vida rechazando proposiciones de matrimonio a
magnates (y mangantes), gentes importantes de la política rusa, y de los
negocios, que iban encantados a la entrevista a su programa radiofónico.
Ella sabía distinguir muy bien las personas e intenciones. Aquel personaje que tenía delante era de otra pasta. Por eso se sentía tan bien. Por
eso tenía miedo de enamorarse. No era la diferencia de edad sino la terrible atracción lo que la paralizaba.
–Ayer entrevisté a un banquero, de los nuevos banqueros de Rusia.
¿A que no sabes qué me dijo cuando terminó la entrevista, mientras lo
acompañaba a la puerta de salida?
–¿Quieres casarte conmigo?
–¿Cómo lo has adivinado?
–No es difícil adivinar. Cualquier ser humano quisiera tener una esposa así.
–Menos tú, que proclamas a los cuatro vientos la inutilidad del matrimonio.
–Lo mismo que tú.
–Pero yo lo hago por la mala experiencia que he tenido que pasar.
–Estoy empezando a cambiar de opinión.
–¿Sobre qué?
–Sobre muchas cosas.
El tren anunció llegada a San Petersburgo. Descendieron al andén de
aquella maravillosa ciudad, residencia imperial.
238
Sólo una biopsia muscular permitiría detectar
la presencia de un gen sintético
o un vector vírico
MUSA
El río Neva recogía el rojo del sol entre las nubes. Día glamuroso.
Dieciocho grados en esa ciudad es el calor máximo anual. La sangre y
la savia hervían. La sangre, en los ciudadanos; la savia, en los árboles.
El azulado de sus caras se convertía en sonrisa rosada. Ella lo notaba en
sus venas.
Satokato miraba el discurrir del agua del río desde el apartamento familiar.
Los muebles tapados con sábanas blancas daban al apartamento aspecto de fósil. La familia de ella apenas lo usaba porque vivía en
Moscú. La siniestra idea de que ese lugar tan hermoso estuviera contaminado por escuchas secretas hizo que precipitara los acontecimientos.
Mientras ella paseaba por el salón explicando los detalles de retratos, pintados al óleo, de sus antepasados, él miraba fijamente el agua
que corría en el río sin oírla, pensando en las escuchas.
–Mi padre es militar.
–¿De los servicios secretos?
239
–¿Por qué me haces esa pregunta?
–Tengo mis razones –contestó de forma brusca.
Ella, la amabilidad en persona, extremadamente sensible al trato
violento y a las palabras duras, se acercó a él, y tomándolo por el brazo,
preguntó:
–¿Ocurre algo que yo deba saber?
Él se acercó a la maleta, la abrió, y le entregó la caja.
–Para ti. Regalo de bodas.
Ella abrió la caja y vio el dispositivo de escucha y las pilas de larga
duración.
–¿Qué es esto?
–Es parte del sistema de escuchas de tu apartamento de Atenas.
¿Te suena?
–No tengo ni idea de qué me estás hablando. Ese apartamento lo
compró mi padre a un militar americano. Mi padre estuvo adscrito a la
embajada rusa en Grecia. Sé que hizo reformas importantes en la casa,
pero nada más.
–¿Y quién hizo las obras?
–No tengo ni idea, pero puedo enterarme.
–Ese apartamento es un colador. Hay micrófonos y cámaras en todos
los ladrillos. Es una caja para grabar música.
Ella intentó besarlo, pero él, desde luego, no estaba en su mejor
momento.
–Si me mientes te cortaré el cuello –dijo, apartándola de sus brazos–. No sé qué me pasa últimamente. Mujer que me gusta, mujer que
me maneja, es espía o quiere tenerme como un objeto de su propiedad.
Y yo no soy de nadie. Ni de mí mismo.
Fuera de sí, una canción navideña salió de su garganta como un insulto, como amenaza escatológica fuera de lugar y tiempo: “Soy de la
Virgen María y del Espíritu Santo…”
240
Empezó a rugir, como una mala bestia, mientras daba vueltas en
redondo por el salón. Ella permanecía acurrucada en un rincón,
aterrorizada.
–No me pegues. Si me pegas te mataré, o haré que alguien lo haga
por mí. Mi marido me pegaba y lo maté, lo envenené a polvos.
Él paró en seco y mirándola con los ojos llenos de lágrimas, suplicó:
–Por favor, tú, no. No me hagas esto. Dime que no es verdad.
–Lo único cierto es que tengo pánico a enamorarme otra vez.
–¿Eres espía?
–¿Para qué me haces esa pregunta? Sabes muy bien que si te dijera
que no, no ibas a creerlo; y si te dijera que sí, tampoco. Ningún espía
que se precie diría a su amante que lo es. Por una simple razón: por no
preocuparlo.
–Yo no soy tu amante.
–Pero puedes serlo.
–Nos estamos volviendo locos. Yo te amenazo de muerte y tú me
amenazas de muerte. Solo falta que nos matemos de verdad.
–¿Será efecto de las pastillas?
–Eso me temo. Has confesado que mataste a tu marido a polvos. No
sé si para ti esa expresión tiene el mismo sentido que para mí. Matar a
polvos, en mi vocabulario, es matar a alguien haciendo el amor, o fornicando, si lo prefieres.
–Has entendido bien. Yo no uso ese vocabulario nunca, pero algo ha
hecho que lo dijera de esa manera, amenazándote de muerte. No he podido controlar mi cabeza.
–Nos estamos volviendo locos.
–Será mejor que salgamos a tomar el aire. Es verano. Cuando quieras, estoy dispuesta a que hagas conmigo lo que quieras. No puedo darte
más garantías. Tienes que confiar en mí.
Se acercó a ella. La desnudó con extrema delicadeza, la contempló
241
y la volvió a vestir de espaldas, palpando todas y cada una de sus
piezas de ropa.
–Todavía no estamos maduros –dijo al oído de ella, cogiéndola por
la cintura desde atrás, oliendo su fino cuello–.Vamos a dar un paseo.
Besó su nuca y pronunció una frase oscura y misteriosa:
–Todo se andará si el palo no se rompe.
–No se romperá.
–Me gustaría visitar el Hermitage.
–Todo se andará si el palo no se rompe –repicó ella, echando sus
brazos al cuello de Satokato.
Lo besó suavemente y salieron a la calle. La crisis asesina había
pasado.
–Una de las muchas virtudes que contiene el Hermitage es haberse
convertido de Palacio de Invierno, Palacio de Zares, en museo, en el
palacio más bello del universo. Así me siento yo contigo –dijo ella a
la salida de la visita.
–Eres un pecado sugestivo. ¿Cuándo podré pecar contigo?
–Nunca. Para ti no soy fruto prohibido.
–No estoy todavía muy seguro de ello.
–No tengo prisa.
–¿Dónde puedo comprar un buen marisco? Quiero celebrar nuestro
encuentro.
–Vamos. Te mostraré donde compran grandes capitalistas de este
país. Todo es muy caro.
–No te preocupes por el dinero. Mientras tengamos, gastaremos.
Cuando se acabe, no hay más.
–Me da miedo llevar tanto dinero.
Echó la mano al bolso que colgaba de su hombro para tomar la cartera y quedó paralizada.
–¿Qué pasa?
242
–La cartera. Me han robado la cartera.
–¿Dónde?
–Ha tenido que ser en el museo.
–Ya sé cuándo.
–¿Cuándo?
–Cuando nos hemos parado en el mostrador de la tienda de objetos
de regalo y tres hombres y una mujer nos han atropellado.
–Podría ser.
El silencio se apoderó de ella. Rígida, aterrorizada, rompió en llanto:
–¿Y ahora cómo te devuelvo tanto dinero?
Satokato tuvo que coger su cara con las dos manos, levantar su barbilla, para decirle:
–No pasa absolutamente nada. A fin de cuentas es sólo dinero. Y
tampoco era tanto.
–Es mucho dinero. Es más dinero de lo que me pagan en diez años.
–Olvídate. No tiene importancia.
Por mucho que dijera para quitar importancia al robo, ella no
mejoraba.
–¿Dónde hay una cafetería?
–Allí, señaló con una mano, mientras que con la otra se limpiaba las
lágrimas. Él le dio un pañuelo. Ella se sonó las narices y secó las lágrimas. Un rayo de sol llenó de luz sus ojos verdes y sus cabellos negros.
Satokato se colocó frente a ella y gritó:
–¡Estás mucho más guapa con lágrimas!
Ella intentó darle un golpe con la mano, él la esquivó, y dijo
sonriendo:
–Eres un tonto de remate.
–Y tú una guapa judía.
Ella se dejó llevar bajo el brazo, y se agarró con fuerza a su cintura.
Él la miró, y no dijo nada.
243
Bebieron un café en una pequeña mesa, y ella, una vez más, dijo:
–Me siento bien contigo.
Pasearon hasta el apartamento.
Al introducir la llave en la cerradura, se paró.
–¿Qué ocurre?
–Hay alguien dentro.
–¿Quién puede ser?
–Alexander.
Efectivamente, Alexander estaba repantingado en uno de los sofás,
dormido como un tronco.
–¿Qué hace este aquí?
–Tiene llave.
–Nunca terminaréis de sorprenderme.
–¿Qué tiene de extraño que él tenga llave? Es mi mejor amigo.
–¿Y yo?
–Mi mayor peligro.
Alexander despertó jovial:
–Al fin puedo hablar con vosotros. ¿Dónde os habéis metido? He
recorrido media ciudad buscándoos. Me he dormido. Estaba reventado. He recorrido al menos veinticinco kilómetros. Ya iba a denunciar
vuestra desaparición.
–No exageres.
–No exagero. Necesitaba encontrarte urgentemente contigo. He tenido noticias importantes. Mañana salimos de viaje.
–¿Adónde?
–A un lugar desconocido. ¿Cuándo tendremos el dinero?
–No lo sé.
–¿Tienes algún dólar o algún euro para pagar?
–Tengo diez mil euros en efectivo y tarjeta de crédito. Puedo sacar
en algún banco importante. ¿Cuándo lo necesitaremos?
244
–Mañana a la noche.
–¿De dónde salimos?
–De Moscú. Debemos volver lo más rápido posible.
–Déjame hacer una llamada de teléfono.
Satokato marcó un número grabado en el teléfono móvil y habló en
francés. La satisfacción se dibujaba en su rostro.
–¿Todo en orden? –preguntó Alexander.
–Mañana tendremos dinero.
Recogieron sus bártulos, y vuelta atrás, vuelta a Moscú. La luna de
miel que la naturaleza estaba preparando para ser devorada por el reportero y la locutora se rasgó, y sangró la noche cuando las nubes la cruzaban como navajas traperas.
–Mira la luna –dijo ella mirando a través del cristal del tren, que corría como si huyera de la quema.
Sus ojos verdes se iluminaron y él la miró:
–Es como tú.
–Muchacho, descansa, que mañana tenemos día ajetreado –dijo Alexander, dándose la vuelta en la litera.
–¿Me matarías? –preguntó ella.
–Si –respondió él–. Siento un gran respeto por la vida. Sobre todo
por el dolor. Pero la muerte no me da ni miedo ni respeto. Crucé esa barrera hace tiempo. Si hay que matar, se mata. Si hay que morir, se
muere. Lo importante es no sufrir inútilmente. La muerte la huelo. En
personas y familias. Existen personas que aparentan viva pero son
muertas. Huelo su alma somnolienta, narcotizada, cauterizada por el dolor. Y tampoco creo en el dolor redentor. Es una patraña.
–Me gustaría morir junto a ti.
Satokato cucó el ojo a la bella, y se tumbó en la litera que le habían
asignado. Ella siguió mirando la sangre plácida de la luna.
En Moscú Anastasia marchó a casa, y ellos entraron en un edificio
245
en rehabilitación, rodeado de andamios metálicos y grandes redes de
plástico verde, por razones de seguridad.
El edificio debió ser hospital general. Largos pasillos. Altos techos.
Azulejos descascarillados, pavimento agrietado y desgastado por uso y
paso del tiempo. Reliquia soviética. Frío en los huesos del edificio y en
sus estancias. Hacía más frío en el interior del edificio que en la calle.
“Si las paredes hablaran”, pensaba el reportero mientras caminaba. En
el sótano, una estancia luminosa les sirvió de orientación. Antes de llegar, Alexander volvió a preguntar:
–¿Podremos recaudar hoy al menos diez mil?
–Sí. Quizá más. Necesito un par de horas.
–Las tendrás.
En la estancia luminosa aguardaba un médico con bata blanca y
una enfermera, minifaldera de espanto. Podía ser azafata, modelo o
prostituta de alto standing. Eslava perfecta que sonreía de forma
amable, sorprendente por la rapidez que pasaba de sonrisa cálida a seriedad impermeable, sentada, piernas cruzadas, tomaba notas. Azafata
de vuelo regular o despacho, entrenada para amabilidad de plástico.
Sin sentimientos.
–Tomen asiento –dijo el doctor en inglés perfecto, con acento americano. Mañana visitaremos diferentes departamentos de la fundación.
Departamentos de niños, jóvenes y deportistas. Y, por último, los transformados. Saldremos a las diez de la noche. Por razones de seguridad
serán sedados durante diez horas. El costo del viaje es de diez mil dólares. Más adelante hablaremos de dinero. La mercancía está preparada.
Buena calidad. Van a poder comprobarlo. Las píldoras dan resultados
sorprendentes. Lo comprobarán. Si tienen alguna cuestión que exponer,
ahora es el momento.
Satokato miró a Alexander, y este dijo:
–No. Ninguna objeción, por el momento.
246
–Entonces los espero a las ocho de la tarde en este mismo lugar.
Se levantaron y se dirigieron hacia la salida, acompañados por la
azafata, que se apostó al lado izquierdo del reportero y, en cuanto
pudo, miró de forma que él se apercibiera de que estaba dispuesta a
llevárselo al huerto.
“Esta será regalo de viaje por la pasta que cuesta. Está como un
tren”, pensaba el reportero.
Le vino a la memoria Anastasia y la católica pecadora, Alejandra, la
nieta del abuelo comunista. Tenía cierto aire. Parecían estar labradas del
mismo mármol de Carrara.
Alexander se marchó a sus cosas y Satokato a la calle Arbat. Allí, en
la Casa Georgiana, tenía contacto para recoger el dinero que Valery había hecho llegar. Debía preguntar por Rezo Jedrioni. Preguntó por él, y
al momento apareció un georgiano alto, gordo, cabezón, que derrochaba
simpatía. Lo invitó a comer allí mismo, en el restaurante Casa de Georgia. Comieron y bebieron, como bestias, de todo. Grupos musicales georgianos amenizaron la fiesta y, al final, cuando aparecieron muchachas
de ensueño, salvajes y hermosas como el verano, el reportero pidió el
paquete que guardaban para él, lo recogió, marchó al hotel, lo guardó en
caja fuerte, y durmió un rato. El vino georgiano y el vodka lo dejaron
groggy, calamocano y muy atontado. Despertó con la llamada telefónica
de recepción, recordándole que eran las siete.
A las ocho estaba en el cuarto luminoso del edificio en rehabilitación. Alexander entregó el dinero que le había proporcionado el reportero. Satokato extendió el brazo y la enfermera azafata inyectó en su
vena una sustancia que lo durmió mientras adivinaba unos pechos
como los melocotones de su pueblo y pezones como chupetes de caramelos el Caserío.
247
Dado que la mayoría de los atletas no querrían
someterse a una biopsia invasiva antes
de la competición, ese tipo de refuerzo
génico permanecería invisible
HIPNOSIS
Cuando despertó, estaba junto a Alexander en un jardín tropical. La
brisa de la mar envolvía las palmeras, los aguacates, los mangos y los
jardines adornados con toda clase de flores y plantas tropicales. Si existía el paraíso, aquello era lo más parecido a ello.
Tomó zumos naturales de guayaba, melón, melocotón, sandía y café
negro, con aroma a tostadero de cafetal.
Lindas muchachitas y lindos muchachos jugaban entre los árboles
como seres angelicales, sin estridencia notable ni gritos exagerados. Se
comportaban como si alguien regulase el volumen de su voz, disco girando en tocadiscos.
–Estos son de primera calidad –dijo Alexander–. Llevan tres años de
engorde y crianza.
–Como el vino –confirmó el reportero, intentando disimilar un impulso de vómito de los zumos naturales que había engullido para poner
su estómago en orden después de diez horas de descanso.
248
–No hagas comentarios y limítate a observar. No estamos solos.
Satokato miró alrededor y no vio nada sospechoso, pero entendió
perfectamente la observación.
–Este material es exportado a familias de bien, con dinero, con mucho dinero. El producto es de primera calidad. Extra. Como puedes observar, puedes elegir color de piel, ojos, tamaño, sexo, edad y temperamento. Mansos, más bravos, coléricos, sanguíneos, flemáticos y
etéreos.
–Y el desguace ¿dónde está?
–En otro lugar, junto al de recepción. Allí se selecciona, se analiza y
se decide qué va a primero, segundo o tercer grado.
–¿Y el resto?
–Para pruebas y venta de piezas para trasplantes.
–¿Habrá archivos impresionantes con demandantes y parámetros
vitales?
–Por supuesto.
–¿Dónde se venden?
–Hay una subasta cada mañana. Cotizan en bolsa cada mañana, con
distintos nombres camuflados.
–¿Dónde está el centro de almacenaje y control?
–En países diferentes. La entidad es una estructura atomizada. Se
trata de una organización multinacional con varios centros. Uno en cada
continente. Como podrás comprender, es un dragón con cinco cabezas,
pentacéfalo.
–¿Quieres decir que el cuerpo está en China?
–No lo sé. Solo sé que debemos concentrarnos en nuestro objetivo,
que es el desarrollo de la píldora eucaliptus. El resto, si ha de venir,
ya vendrá.
–Tienes razón. Y ahora, ¿qué hacemos?
–Espero órdenes.
249
–¿De quién?
–Del doctor Pastilla. Pronto dará señales de vida.
–Hemos pagado diez mil euros. ¿Cuánto más nos van a pedir?
–Un millón. Cuando los resultados sean definitivos.
–¿Y tú qué ganas con esto?
–Que me operen y me cambien de sexo. Después, desapareceré.
–¿Seguirás cooperando con ellos?
–No. Desapareceré. Y tú, ¿Qué ganarás con esto?
–La vida eterna.
–¿El premio Nobel?
–De medicina. Con salvar el pellejo, me doy por satisfecho. Es la
mejor lotería.
–¿Cuidarás de Anastasia?
–No se deja.
–Ella te ama.
–¿Cómo lo sabes?
–Lo sé.
–¿Si por efecto de las pastillas nos convertimos en monstruos?
–Tarde o temprano se conseguirá el antídoto.
–¿Y si no queremos tomarlo? Tal vez de monstruo se viva más feliz.
–Acompañar a mujeres como ella merece la pena hacerlo siendo
monstruo o sin serlo. El problema que vas a tener es otro. Tendrás que
acompañar a dos monstruos hermosos.
–¿A cuales?
–A Anastasia y a Li.
–No doy para tanto.
–Nunca se sabe.
El doctor Pastilla apareció sonriente con la azafata plastificada, con
aspecto de perro domesticado.
Satokato empezó a darle vueltas a la cabeza y veía aquella hermosa
250
criatura arrastrándose como un perro haciendo cabriolas y posturas obscenas para satisfacer al científico de bata blanca impasible, casi perfecto
en sonrisa, en modales, en compostura, bendecido por el altísimo.
–Buenos días, señores. ¿Satisfechos?
–Satisfechos –contestó Alexander.
–El doctor Alexander y yo vamos a asistir a una conferencia. Mientras tanto, la señorita Imelda mostrará nuestras dependencias y servicios
–dijo el doctor Pastilla a Satokato–. ¿Le parece bien?
–De acuerdo –contestó el reportero.
–Que lo pasen bien.
–Haremos lo posible.
Los científicos se alejaron a paso lento, y la enfermera azafata y
el reportero se sirvieron un zumo natural sentados a la sombra de un
platanero. El reportero tenía la virtud de escupir tonterías en situaciones
críticas. Lo hacía conscientemente para medir las reacciones ajenas:
–¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?
–Trabajo.
–¿Eres así por naturaleza o te han compuesto en estos jardines?
–Salvo un pequeño retoque, todo lo demás me lo dieron mi padre y
mi madre.
El cabello era corto, espeso, y, seguramente, denso al tacto. Ella
temblaba de una manera extraña. Los labios le temblaban, la mirada le
temblaba, las manos le temblaban.
Algo furioso, como un temblor de tierra lento y profundo hacía que
aquella mujer temblara en presencia del reportero.
–¿Paseamos? –preguntó ella–. Hace una hermosa mañana.
–Como tú quieras.
El paseo, entre plantas tropicales, por caminos perfectamente cuidados les llevó la mañana. Ella conocía todos y cada uno de los cultivos y
su destino final en Europa, en Holanda, en la subasta de Aalsmer.
251
–Cada día sale un avión cargado a Holanda. Allí se subasta y se distribuye por todo el mundo.
–Una vez estuve en Aalsmer y me quedé impresionado. Flores y
plantas que nunca había visto ni imaginado se exponen y venden allí en
perfecto estado. Parece imposible. El único reportaje en mi vida que no
trataba de deporte o de guerra.
–¿Eres periodista?
–Los que no sabemos hacer otra cosa nos dedicamos al periodismo.
Somos los cotillas de la sociedad.
Esa respuesta realizó una especie de milagro. La plastificación, que
empezaba a disolverse por crotaleo y temblor anterior, se rompió de un
golpe, y ella cambió de sonrisa, de rostro y de ser.
A diez metros del camino, una cabaña cubierta de cáñamo, típica de
la finca, daba sombra y ella insinuó:
–¿Tomamos la sombra?
–Con mucho gusto.
–Necesito hablar contigo –dijo, mientras se desnudaba y escondía la
ropa bajo una carretilla azul, tras darle la vuelta, invirtiéndola contra el
suelo–. Lleva micrófonos incorporados –susurró al oído del reportero–.
La tuya también. Acto seguido lo despojó de ropas de lino blanco y las
introdujo bajo la carretilla invertida. Él quedó desnudo. Ella mantenía
un braguero elástico con corchetes en la entrepierna que abre la ranura
para que la orina no moje en evacuación.
Satokato había visto esa prenda alguna vez, pero no recordaba si en
museo etnográfico o escaparate de ropa. Lo cierto era que nunca había
estado frente a una mujer cubierta de aquella prenda, y no sabía qué hacer. “Será el nuevo y moderno cinturón de castidad", pensó. No sabía
cómo comportarse. Ella lo sacó de dudas. Los temblores de labios y pechos desaparecieron de un golpe y casi se lo come de una dentellada,
cuando el reportero contestó a la pregunta:
252
–Las personas que te quieren ¿cómo te llaman?
–Satokato Miramoto.
El efecto fue tan asombroso que al macho bardo no le daba tiempo a
pensar si la tenía que meter o no. Cuando se apaciguó la tormenta pasional y pensando que tenía que hacer algo para que ella notara sus caricias, llevó la mano a la entrepierna y se encontró con el braguero con
gafetes, que no sabía cómo soltar, ya que el desconocimiento del artilugio y la mente turbia le hicieron creer que estaban soldados. Intentó meter la mano para tocar el bello púbico y fue tanta la fuerza que tuvo que
hacer para superar la presión de las gomas del braguero, que cuando
llegó a él, sintió un calambrazo de alta tensión, porque eran más duros y
espinosos que los cortos cabellos del cráneo redondo y bien formado.
Intentó sacar la mano con dificultad. El braguero apretaba de lo lindo.
En resolución, que volvió a tocar por fuera y algo bueno debía haber pasado, porque ella temblaba cada vez más, húmeda por fuera del braguero blindado.
Se comportaba como novato. En su locura sexual se comportó como
centauro que deseaba meter y no encontraba el agujero, como si la yegua estuviera en periodo de descanso con cuero elástico. En su desesperación, Satokato decía, una y otra vez, en su idioma natal:
–Si te pillo, te mato. Si te pillo, te machaco.
Como la azafata no entendía nada y veía el arrojo de la mala bestia
que había elegido para aparearse y disfrutar, decidió no soltarse los corchetes ni quitarse el braguero, porque nunca había disfrutado tanto en
tan poco tiempo. Satokato, en último estertor, la besó por primera vez y
desistió de dejar la semilla dentro.
Con los ojos rojos y escocidos, se miraron sudando como bestias
salvajes. El olor a sudor los embriagó, y ella, al fin, decidió quitarse el
braguero y mostrar el bello, erizado como escarpia reluciente de tanto
gozar. Satokato ya no podía ni con su alma. No podía ni con las coplas.
253
Después de acariciar sus pechos, su boca, y sus labios interiores, roncó
como un nene harto de mamar.
Soñó, apoyando la cabeza entre las colinas prietas de la ninfa, que
estaba rodeado de rosas negras sin espinas, cortadas, subastadas y
compradas para jardines de casas ricas de militares, terratenientes y de
gente de mal vivir. Seguidamente, rosas amarillas sin espinas, también
eran subastadas. Más tarde ocurrió con rosas blancas, cobrizas y rojas,
sostenidas en la subasta por niños y niñas del mismo color que las
rosas. Ellos y ellas entraban en el precio de la mercancía. Las hojas de
las rosas negras y amarillas eran deshojadas y se convertían en ojo, corazón, riñón, hígado, páncreas, diente o hueso, a capricho del ganador
de la subasta.
Cuando despertó, comprobó que ella lo había tapado con una sábana
de lino verde; de almohada, su braguero marrón, relleno de su ropa de
campesino caribeño. La anestesia lo embriagaba y soñó hasta el atardecer. Ella permaneció junto a él, vestida de seda suave, y susurró:
–Necesito que me ayudes. Llévame contigo. Sácame de aquí.
–Haré lo que pueda. Hemos de pensar cómo.
–Hasta Moscú no hay ningún problema. Volveré contigo. El problema está allí.
–¿Dónde estamos?
–No lo sé. A mí también me sedaron.
–¿Cuál es tu papel en este circo?
–Soy esclava.
–¿Sexual?
–No. De compañía. No le gusta el sexo. Solo la belleza. De mí dice
que soy el animal más bello de la tierra.
–¿Tomas algo?
–La semana pasada me regaló pastillas de eucaliptus. Dice que con
ello me saldrán alas, podré volar y ser libre.
254
–Has notado algo diferente en tu cuerpo y en tu forma de ser.
–A veces me siento como un autómata, como un robot que sonríe.
–¿Haces el amor?
–Soy virgen. Me dijo que lo hiciera contigo. Que eres empresario
importante y si lo hacía con braguero me contratarías como secretaria
y hasta podrías casarte conmigo.
–¿De dónde eres?
–De la Tundra.
–Le diremos que te he contratado y te vendrás conmigo a París. Allí
serás libre.
–Pero tendrás que pagar un millón de dólares. Es el precio de mi rescate. Desde que tomé eucaliptus dice que valgo más. Que me convertiré
en pieza de museo; que los científicos del mundo querrán tener ADN
mío y pagarán mucho por ello.
–Hablaré con él. Vámonos en su búsqueda. ¿Puedes conseguir una
máquina fotográfica?
–No.
–¿Has visto los lugares de selección de la mercancía y despiece?
–Sí. Es un matadero moderno y esterilizado, con carniceros especializados en sacrificio con descarga eléctrica, en cadenas de distribución
con ganchos de platino, veterinarios, sellos sanitarios y de calidad; esterilización, empaquetado al vacío, congelación y almacenaje. Algunos
miembros separados los llevan al helipuerto, que está allí mismo, en la
parte trasera de la nave, y salen volando rápidamente. Hay cola y listas
de espera de helicópteros como en hospitales y en las paradas de taxi de
aeropuertos.
–¿Está aquí?
–No. Es una zona donde hace frío. Donde nieva mucho. Supongo
que es por razones de mantenimiento de las piezas exportadas. Pero no
sé cuál es.
255
–¿No has visto algún letrero con indicaciones?
–Todo está en inglés.
–¿Has visto más cosas?
–Sí. Hay otro lugar donde hacen implantes en personas taradas, se
comportan como vegetales o animales de la selva.
–¿Qué tienen implantado?
–Orejas en la espalda, árboles frutales en los muslos y tetas en las
nalgas.
–¿Eso es todo?
–No. Hay hasta un Centauro.
–¿Qué me dices?
–Y mucho más. Hombres y mujeres con cuerpo de pez, que nadan
en piscinas olímpicas; gimnastas con brazos y piernas con grandes músculos con los que prueban la resistencia hasta que se rasgan o parten. Un
laboratorio perfecto. Hay Minotauros.
–¿Y sufren?
–Sí. También hay unas máquinas para medir el dolor, la resistencia
al dolor.
–Debe ser un infierno.
–Será mejor que no lo veas. No merece la pena. A mí me llevaron
para medir mi capacidad de asombro.
–¿Resististe?
–Me desmayé. Por eso creo que no les sirvo para ese trabajo y me
han dado el de señorita de compañía.
–¿Te has tirado a más clientes?
–Eres el primero. Y espero que seas el último. Eres el único hombre
que, sin conocerlo, muerta de miedo como estaba antes de escondernos
en la cabaña, ha conseguido poner mis carnes tiernas y desearlo.
–Te quejabas de tus pechos. Crees que son pequeños.
–Ahora ya no me importa. Tú has hecho que me guste como soy.
256
–Menos mal que algo positivo hemos conseguido juntos. Vamos
avanzando.
Alexander y el doctor llegaron del bracete, contentos.
–¿Satisfechos con el paseo? –preguntó Alexander.
–Totalmente– respondió el reportero–. Es un lugar maravilloso. Hay
hasta rosas negras sin espinas.
–¿Quieres que vayamos al lugar de selección de piezas?
–¿Está cerca?
–Debemos viajar de nuevo –dijo el doctor Pastilla–. Si quiere, lo podemos dejar para la próxima ocasión, para después de las olimpiadas
para-olímpicas. Nos veremos en Atenas. Allí podemos hablar relajadamente del negocio.
–Me parece bien. ¿Cuándo partimos hacia Moscú?
–Esta misma tarde.
–¿Nos acompañará ella?
–Sí. Es parte importante del trato.
–Quiero que se venga conmigo.
–Está en sus manos.
–Me gustaría llevar una rosa negra.
–Puede hacerlo.
Satokato dejó tierra en sus uñas después de ducharse y tomar su
ropa.
En Moscú, despertó en la habitación del hotel. Estaba solo. Sacó la
tierra de las uñas e introdujo en un pequeño frasco. Minutos más tarde
apareció Alexander.
–¿Dónde está Imelda?
–Se ha quedado como rehén.
–Necesito estar solo. He de recomponer los datos, lo que recuerdo.
–Mañana nos vemos. Ella quiere verte.
–¿Quién?
257
–Anastasia.
–La llamaré y quedaré con ella.
–Hasta mañana.
–Que pases un buen día.
–Igualmente.
Satokato llamó a la agencia de viajes y contrató dos pasajes para París. Salió hacia el edificio en rehabilitación, sin decir nada a nadie, y se
introdujo en él. Penetró en el sótano y encontró a Imelda en el lugar que
la había visto por primera vez. Ella se asustó.
–No tenemos tiempo para explicaciones. Sube al segundo piso y espérame en la primera habitación, junto a la ventana.
Ella le hizo caso y subió casi volando. Satokato se sentó en el sillón
que había junto al escritorio y conectó la radio de la mesa. Música de
fanfarre popular lo apaciguó. Violines y flautas, trombones y tambores,
chirulas y acordeones le recordaron música callejera de su tierra y como
si un resorte le hiciera cantar, vestido de guardapolvo blanco, tarareó y
bailó por los pasillos hasta el segundo piso.
Entró en la primera habitación y descendieron por los andamios colocados en la fachada para la rehabilitación. Una vez en la calle, tomaron un taxi que les esperaba con las maletas y fueron al aeropuerto. En
ventanilla, los dos pasajes a París; entraron en la zona internacional, no
sin antes pagar importante suma para que no revisaran el pasaporte de
ella, que era otro suyo. Una vez en el avión respiraron tranquilos en los
asientos de atrás. Ella lloraba mientras él la abrazaba.
En París, el otoño se había adelantado. Valery los esperaba, y se refugiaron en el castillo que el magnate poseía en las afueras de Avignon.
258
En una persona joven y sana el crecimiento muscular
se prolonga durante semanas y meses; por tanto, los
elementos de apoyo esquelético tendrían tiempo
suficiente para crecer y enfrentarse a un
crecimiento del 20 al 40 por ciento de músculo
C E N TA U R O
Ajenos a todas las estrategias del reportero, el ingeniero Ananías y
el fotógrafo Segismundo prefirieron descansar en el Monte Athos a meterse en la jaula de grillos que era el apartamento de la locutora de radio. Les daba más confianza estar rodeados de monjes y rezos que rodeados de espías rusos, americanos o judíos, ya que en ese momento no
sabían muy bien por dónde les pegaba el aire.
El reportero estaba extrañado de que no respondieran al teléfono.
Cuando llegó al apartamento, encontró una nota encima de la mesa:
“Hemos oído la voz del Señor. Jesús Cristo nos ha llamado a su compañía. Rezaremos por tu alma y la de tus antepasados. Love: Segis”. Se rió
de la broma, pero cuando se le acabó la risa, miró a su alrededor y vio
que no había ninguna maleta ni señal alguna de que estuvieran tomándole el pelo. Agotado y exhausto, se metió en la cama, no sin apagar la
luz antes de desnudarse, convencido de que su figura serrana estaba
259
siendo grabada por alguna cámara oculta y colgada en Internet. “Ya no
se puede estar solo ni en la cama. Hay cámaras en calles, edificios oficiales, bancos y jardines, en parques y hospitales, en balcones, en las
plazas, en las catedrales y en las tiendas. Te gusta una mujer, es espía.
Te gusta otra, y también. Te encuentras un bombón ruso, contaminado.
¡Menuda jaula democrática!” Y con estos pensamientos tan dulces durmió en compañía de no sabía qué ejercito legal de escuchas ilegales, y
con su soledad.
Habían pasado quince días desde que salió de París y nadie daba señales de vida. No podía llamar al Monte Athos, porque, en los monasterios diseminados por la pequeña península, sagrada para ortodoxos, por
no haber no había ni luz eléctrica.
Durante esos días se limitó a no hacer nada, paseando por la ciudad.
Llegaba de noche y no encendía la luz. Producía ruido estrepitoso con
sillas, arrastrándolas por el suelo y estrellando contra la pared, con la
sana intención de romper los tímpanos de los escuchas secretos. Así
mismo, tosía y estornudaba. Expelía con rabia ventosidades furibundas
y se alimentaba aposta de alubias con berza, verduras y hortalizas, generadoras de flatulencias marca registrada, ruidos a los que acompañaba
con grito desgarrador:
–¡Viva la Democracia!
Dos días más tarde, a sólo una semana de los juegos para-olímpicos,
tuvo noticias de los anacoretas Ananías y Segismundo, de Anastasia, y
de Li, que parecían haberse puesto de acuerdo en esfumarse y dejarse
ver al mismo tiempo. También Imelda se puso en contacto.
Todos menos de Alexander; pero no le dio importancia.
Al día siguiente, menos Alexander e Imelda, el resto se encontraron
en Atenas, rebosando alegría, felices y dichosos. Cenaron juntos en un
restaurante con el padre de Li, y reanudaron las actividades olímpicas
como si no pasara nada.
260
Anastasia dormía en el apartamento con los chicos. Consiguió convencerlos de que no existía escucha secreta, pero, por si acaso, el ingeniero utilizó técnicas modernas de desactivación precoz.
Para no perder tiempo, Li también se trasladó a casa de Anastasia y
las camas quedaron escasas. El primer día durmieron las dos juntas en
cama matrimonial. Los chicos pensaban que querían vigilarse mutuamente, pero, al día siguiente, tuvieron sorpresa: Li salió de la habitación
y durmió en la sala de estar, en el suelo, en colchón sacado de una cama
individual, equipada con dos colchones sobre tabla. Nadie pidió explicaciones. En el desayuno, la locutora dijo:
–Será mejor que durmamos en la cama de matrimonio de dos en dos,
por turnos.
–Yo no duermo con Segis –dijo Ananías–. Mete muchos ruidos.
–Por eso mismo no dormimos juntas; metemos muchos ruidos.
–¿Jadeáis mucho? –preguntó Segismundo.
Todos le quedaron mirando, y se dio cuenta de que había metido la
pata, pero él algo había oído la noche anterior e intentó rectificar:
–¿No os acopláis bien, o qué? Entre mujeres es un poco complicado,
pero el que la sigue la consigue.
–¡Segismundo! –gritó Satokato.
–¡Cabrón! –respondió Segismundo, que hacía mucho que no le había gastado la terrible broma de pronunciar su nombre entero–. ¿Te recito los reyes godos?
–Entonces dormiré yo solo –dijo el reportero, sin hacer caso de la
amenaza de Segis–. Si alguien, del género femenino, quiere acompañarme, no voy a quejarme.
–¡Racista, xenófobo, machista! –gritó Segismundo, soltándose las
melenas.
–¿Qué pasa? ¿En el Monte Athos te han convertido a la fe "maricordiana"? –preguntó, con recochineo, Satokato.
261
–Si yo te contara –dijo Ananías–. Levitaba. Tuve que atarlo a la
cama.
–Prometiste guardar secreto.
–¡Uy uyuiii…! Qué habréis hecho por allí.
–Lo mismo que tú en París y en Moscú.
–Hay señoritas que pueden sentirse molestas.
–Chicos –ordenó Li– a la mesa de reuniones. Asamblea general.
Sentados alrededor de la mesa redonda del salón analizaron datos y
resultados de las pesquisas entre miembros del Comité Olímpico y llegaron a una conclusión nítida:
–Hay que drogarlos a todos –sentenció Li–. ¿Estáis de acuerdo?
–¿Y si cometemos un error? –preguntó Anastasia.
Con espurea coordinación, respondió Segismundo:
–Si sale barbas, san Antón; y si no, la Purísima Concepción. Hay
que procurar evitar la muerte de seres inocentes, secuestros y asesinatos selectivos.
–Venta de armas, venta de droga, blanqueo de dinero en Bancos de
aspecto digno e impecable, tráfico de influencias –añadió Ananías en la
misma línea.
–Es la guerra –concluyó Satokato.
–China no es culpable del conflicto árabe israelí, ni del de Irak, ni
Guantánamo. China no lo es responsable de la podredumbre del sistema
capitalista, justificado por una democracia injusta e insolidaria, basada
en consumo masivo competitivo, explotadora de países y castillo inexpugnable para ciudadanos esquilmados. Tampoco del dopaje. No es responsable más que de su dopaje. No debemos pagar platos rotos ajenos y
hay que castigar duro a los culpables. Una última cosa. Esta decisión no
la debe saber ni mi padre. Es cosa nuestra. Solo nuestra. Del comando
Metafísica. El Gobierno de la China no sabe nada. Si alguno traiciona
esta decisión, será ejecutado. Lo convertiremos en mono titiritero.
262
–“Soy el más mono del mundo entero” –continuó Segismundo, rascándose las axilas como los orangutanes–, “soy el más mono del mundo
entero…”
–No hagas monadas –recriminó Satokato–. Es un asunto muy serio.
–¡Señor, sí Señor! –gritó el fotógrafo–. Mañana, en la fiesta nocturna, los enveneno a todos, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la
bendiga.
–Amén –remató Ananías.
–Falta Alexander –anotó el fotógrafo.
–Yo me encargo de ponerlo al corriente de compromisos. No habrá
problema por su parte.
–¿Estás segura? –preguntó Li–. Si tuviera algún problema de
conciencia, podemos prescindir de él. Ya ha hecho el trabajo que
debía hacer.
–Lo extraño es que no haya aparecido todavía.
–Está trabajando intensamente para hallar el antídoto del eucaliptus.
–¿Y si no lo logra?
–Ese es el riesgo que corremos todos los que hemos tomado la
píldora.
–Y de los que la van a tomar esta noche –añadió Segismundo.
En las olimpíadas para-olímpicas trabajaron más, y más a gusto si
cabe, que en las anteriores. “Aquellas se llevaron el fasto y los dineros,
pero en esta está la humanidad real, la dolida, la de verdad”, rezaba el
slogan que Segismundo había grabado, por delante y detrás, en las camisetas que vestía él y todo el equipo.
"Para cumplir con las apariencias, los grandes mandatarios visitaron
Atenas de una forma discreta; eso sí, todos se hicieron la foto con los
minusválidos; sobre todo con los medalla de oro. Eso vende mucho y
resulta barato.
"Para ultimar las conversaciones que habían iniciado en las prime263
ras pruebas, acudieron a las segundas olimpiadas, de forma discreta,
pero acudieron. Unos días en la costa no sientan mal a nadie. Y el
estrés de las vacaciones no puede curarse entrando a trabajar a tope.
Hay que darse margen. Y la política da mucho margen", anotaba
Satokato.
Sea como fuere y por las razones que fueren, allí estaban los mandatarios del COI, celebrando el evento en la embajada china, por turnos, y
fotografiándose ante el artista Segismundo.
Todos salieron encantados de la gracia y donaire del fotógrafo, que
más que fotógrafo ya parecía un gallo con cresta de colores, con cacareo
madrugador incluido. Para los mandatarios, disfraz curioso, propio de
artista. Celebraban con un trago de champán el final de las sesiones fotográficas, que Segis, "puta cara y resabiada" (lo calificaba su amigo
Ananías), derramaba en un cubo escondido tras la bambalina, con disimulo, para no emborracharse e infectarse, haciendo ver que le daba un
ataque de tos. El champán estaba envenenado con el eucaliptus, y la
droga debía dar una gracia especial al trago, ya que todos repetían hasta
dar con la botella.
–Antes caerán –repetía el fotógrafo cada vez que escanciaba la copa
a los invitados.
–¿Cómo dice?
–Nada. Son cosas mías. La belleza de sus rostros y el donaire de sus
figuras me vuelven loco y me hablo solo. Estoy un poco de la chaveta.
Y se estiraba de la anilla de la nariz, con mirada estrábica.
Con atletas inválidos realizó actividad agotadora. Hizo listado por
minusvalías, fotografía de detalles, con intención de suministrar drogas
necesarias, una vez contrastada la eficacia de reforzamiento en músculos y demás efectos positivos para deficientes, a quienes los accidentes
de tráfico o trabajo, la mala cabeza o mala suerte, había dejado en aquel
estado penoso y lamentable. Era quien de verdad necesitaba ayuda. La
264
ayuda que sobraba a dioses y diosas de pasarela. Le costó llegar a esas
conclusiones, pero al final lo vio claro.
Tras la cena y el baile diplomático, volvieron al apartamento, y cada
uno se dejó caer en cama individual, menos Satokato, en la de matrimonio. Estaba a punto de dormirse cuando vio que alguien se desnudaba en
el suave silencio de la seda.
–¿Anastasia? –preguntó.
–No. Soy Li.
–Solamente pongo una condición.
–¿Qué condición?
–No palizón.
–Sin palizón no hay pasión –respondió ella–. La cama es el mejor
remedio para el amor.
Y no tuvo tiempo de decir más, porque la suavidad y la violenta sensación de un pañuelo de seda ahogando y cortando la respiración bajo el
agua del placer inmenso, quitaron la palabra a la china y a su acompañante. Solamente se oyó un suspiro femenino en la esquina de la habitación matrimonial, en el sofá; y la voz de Segismundo, fuera de la habitación, quien cubriendo la cabeza con la almohada, como si quisiera
suicidarse, gritó:
–¿Queréis hacer el favor de parar ya?
Ananías rumiaba como un búfalo. Para Segismundo, bisonte; a
quien, tras la imposición de amuletos zodiacales chinos, ya no llamaba
por su nombre de pila. Siempre que se dirigía a Ananías lo apelaba "bisonte mío".
Al amanecer, Segismundo lanzó al aire, junto a la ventana abierta,
un kikirí, gracioso y tierno y un currucuqueo, que tuvo como única respuesta el relincho de reportero unido al grito:
–¿Quieres dejar a la gente dormir en paz?
Después de este grito de Satokato, Anastasia se levantó del sofá, se
265
deslizó en el tálamo nupcial y enroscó su cuerpo dúctil y maleable en el
cuerpo equino del reportero, “solamente para sentir tu calor”, susurró.
El reportero no durmió más y repasó en su memoria los amuletos
que Li había colgado en cada uno de los cuellos de los miembros
del equipo.
Todos iban transformándose indefectiblemente en la figura que
representaba la mascota.
De Alexander no se tenía noticias; ni de Imelda. Ella no había
sido distinguida con el amuleto chino, pero Alexander, sí. No recordaba cuál era.
La serpentina presión amorosa de Anastasia, le trajo a la memoria la
historia personal de Imelda, quien narró con pelos y señales, en la huida
Moscú París, su dramática biografía desde niña.
Había sido entregada a un hospicio por su madre, soltera, que no podía mantenerla adecuadamente. Sabía quién era el padre, pero no podía
descubrirlo, ya que era esposo de otra mujer. Sabía que la madre y el padre fueron juntos a entregarla al hospicio.
Un año más tarde fue donada por el hospicio a un matrimonio de
médicos que no podían tener hijos. Era tan bella que quisieron clonarla.
El doctor Pastilla era su padre adoptivo y no sabía cómo arreglar lo desarreglado, con toda la buena intención del mundo. Cuando apareció
Satokato en escena creyó llegada la gran ocasión para colocar a su hija
en matrimonio, pero existían pegas: la organización en la que estaba
metido le exigía rescate de un millón de dólares por ceder la muñeca experimento, que tanto dinero había costado a la sociedad anónima. Satokato lo arregló sacando el dinero de la caja fuerte del banco y entregando un millón al doctor, otro millón a Alexander y otro, para ella.
De esa manera todos quedaron libres de compromiso; e Imelda, bajo tutela de Valery, que la cuidó como novia formal de su protegido, para casar y procrear.
266
Satokato tenía varios compromisos amorosos por la propia fuerza de
la vida, pero en principio no contaba con Imelda para esos menesteres, a
pesar de su desahogo ciego en cuero bajo y gafete. Ella era hermosa y
pronto encontraría pretendiente. Le contó que cuando rondaba los diecisiete, un muchacho, buen bailarín, le gustaba mucho y se entregó sin reservas. Después de varios meses de relación no se sentía satisfecha,
pues ella daba todo y solamente recibía erecciones, eyaculaciones, masturbaciones mutuas e individuales, frente a frente, derrames en pechos,
felaciones con gritos desgarradores del mancebo, incomprensibles para
ella, placeres nuevos e inauditos, y forcejeo para meterla; y hasta golpes
por no completar ansias fornicadoras del berraco.
Todo ello, narrado entre risas, sollozos y suspiros, sirvió de catarsis
liberadora. Y seguramente eso no sería ni la mitad de la mitad, pensaba
el reportero en su silencio escuchador de revelaciones íntimas.
Ella tenía miedo al embarazo. El recuerdo de su madre y de su padre
natural la frenaba en el coito. Al menos eso es lo que contaba al reportero, tal vez para justificar virginidad ficticia, que él no necesitaba para
sus relaciones amorosas o simplemente sexuales. Ella rompió la relación con el hombre que le gustaba más que el pastel hojaldre. Al perder
a su amado, perdió también a la cuadrilla, porque ya se sabe que las jóvenes son quienes se acomodan a la cuadrilla del novio. Se quedó sin
cuadrilla y sin macho. Encontró una solución: bailaba en las salas de
fiesta noches de fines de semana, sola, en pistas de baile, donde encontraba oportunidad de conocer nuevos machos a elegir, y arrimar castaña,
que pedía justicia. Y cuando se sentía sola, se masturbaba horas y horas,
sin posible consuelo, con inmenso placer.
La aventura de la noche empezó a aburrirla y decidió acompañar a
su padre en los experimentos para llenar su tiempo solitario.
Y entonces apareció Satokato, que, en el calor tropical, tuvo que satisfacer los instintos de dos. Eso sí, con braguero, cual casto candado de
267
esposa investida con cinturón de castidad, cuyo regio marido lucha en
los campos de las Navas de Tolosa contra el moro infiel.
Todos esos recuerdos lo pusieron tierno y durmió ternero lechal,
pronto a ser sacrificado para comida y placer de comensales carnívoros.
Según informe secreto, "a partir de ese momento, en cancillerías,
magistraturas y consejos de ministros de toda raza y color, se oyeron
relinchos, graznidos, silbidos de áspid, caída en cascada de orín y boñiga enorme, más o menos como siempre, pero más notoriamente. Los
despachos ministeriales debieron ser equipados y habilitados para
cuadra con jaula de tigres, gatos, dragones, serpiente, caballo, cabras,
monos, gallos, perros, cerdos, ratas y búfalos. Hasta se dijo que "la última alarma en el Pentágono y en la Casa Blanca, el día que el primer
mandatario israelí pagaba visita secreta, se debió a que el judío se presentó camuflado de palestino, con cinturón cargado de dinamita. Les
dio tanta risa a los funcionarios de seguridad, que se meaban, gracias
al lacayo convertido en bufón. Pero cuando supieron que era efecto
pastilla eucaliptus, se cagaron por las patas de atrás, se abalanzaron
sobre él, por expresa orden y recomendación del jefe del Mosad", tío
de la amiga parisina de Satokato que llevaba colgada en su cadena la
estrella de David, e íntimo amigo del padre de Anastasia. Todos ellos
conectados a Valery.
"Sólo explotó la carga que llevaba en las pelotas. A pesar de ser lo
mínimo que pudo pasar, se llenó el techo de tripas. Los ojos del mandatario aparecieron uno en cada ángulo del recinto oval. No se supo públicamente ni se echó en falta, porque tenían repuesto clonado hacía diez
años; mas ese clon se les fue de las manos y resultó un poco moderno y
aprovecharon la ocasión para liberar Gaza y organizar otro partido llamado de centro, y así, disimular el fallo del clon y evitar el boicot de las
olimpiadas de China.
"Culparon de todo al negro que limpiaba los pasillos, a causa de que,
268
aunque era de confianza, le oyeron decir al paso de la comitiva: “ojalá
te entierren vivo y te coman los gusanos en la caja.”
"Tenían preparado un joven ultranacionalista, sionista radical, para
confesar, si fuera preciso, que había envenenado al mandatario.
"Los ultranacionalistas y ultraconservadores matan a quien haga
falta, en cuanto alguien quiere negociar algo."
Continua diciendo el informe:
"Momento difícil para poderosos. Los gobiernos tuvieron que investigar.
"Mientras encontraban respuestas suficientes a la pastilla, se vieron
obligados a instalar cuadras cerca de los despachos presidenciales, jaulas de hierro colado portátiles, telecámaras y proyectores emitiendo ologramas e imágenes del mandatario antes de la transformación, para que
la población no se alarmara."
"El fondo Monetario Internacional suspendió las reuniones de los
grandes por razón de agenda, porque se recibió una carta, “para general
conocimiento” que decía así: “Si no cambian de política, no les proporcionaremos el antídoto. Lo más importante no es que la economía vaya
bien, según leyes neo-liberales, si mientras tanto los habitantes de pueblos subyugados por esas economías viven mal. Lo más importante es
el ciudadano, no los números ni los gráficos.”
"Aunque no lo hicieron público, aseguraron, por Internet, en mensajes clave, que estaban convencido de la observación hecha y que en adelante cambiarían de criterios, a pesar de lo difícil que resultaba hurgar
en el bolsillo de los ricos, porque eso es ir en contra del liberalismo, que
proclama proporcionar trabajo y casa, mientras cada vez los pobres son
más pobres, y los ricos más ricos.
"Los mandatarios honestos, que se podían contar con los dedos de
una mano, adquirieron inmunidad automática. El tractor oruga clonado
decidió liberar Gaza, y maquillar su aspecto trágico, forzado por el go269
bierno norteamericano, también obligado a salvar apariencias ante ciudadanos que ya empezaban a revolver más de la cuenta."
"El eucaliptus no hizo efecto en los mandatarios honestos mas que
en la parte buena, que era nada más y nada menos que potenciar la
alegría en su trabajo. El amor por el canto se apoderó de ellos, y cada
día despertaban al canto del gallo Segismundo con coplas marineras y
ritmo cubano."
Y aquí se acabó la historia Dopage génico, sin poder contar si los
problemas se resolvieron, porque era el futuro.
Sí podemos adelantar que el gobierno israelí se marchó de Gaza para
evitar el boicot en las olimpiadas Chinas, aplazando a las próximas en
Londres, a quien se concedió la sede en perjuicio de París, para forzar el
acuerdo definitivo de retirada de Cisjordania por presión inglesa y americana, y también por miedo a que en París no pudiera llevarse a cabo
pacíficamente, mientras la Grandeur Gala aprendiera a educar su chauvinismo, integrando a los emigrantes de sus colonias (proporcionando
trabajo y casa), que amenazaban con explotar, como así ocurrió a dos
años vista de las olimpiadas chinas.
Sí podemos reseñar que el mundo musulmán estaba en efervescencia máxima porque en las elecciones palestinas ganaron los terroristas
de Hamás, y como es sabido, cuando un terrorista llega al gobierno deja
de serlo, convirtiéndose en demócrata. Ese hecho tan democrático erizó
los cabellos de los demócratas europeos y norteamericanos, colocándolos al borde del abismo, en disyuntiva trágica de negar fondos para pagar sueldos de terroristas, devenidos en policía democrática musulmana, o catástrofe.
Al clon judío, que preveía esta amenaza, le fue concedido un infarto
cerebral, para que dejara de sufrir viendo el fracaso de matar tanto.
Sí podemos añadir que Satokato se convirtió en Centauro y Li en
potranca. Tuvieron potrillos en primavera y renunciaron, por el mo270
mento, al antídoto, que Alexander encontró junto con el padre de
Imelda, Doctor Pastilla. Habitaban en las montañas chinas, entre bambú
y osos Panda, lejos del “mundanal ruído”.
Lo mismo ocurrió con el resto del comando. Anastasia, convertida
en serpiente, enroscada en árboles, contemplaba cómo se apareaban
Centauro y potranca. Cuando nacieron potrillos, vigilaba no se acercara
ningún insecto, cuadrúpedo o persona, que les pudiera hacer daño.
Segismundo se incorporó al predio como gallo jefe del gallinero del
corral de la finca, donde sesteaban el Centauro y la potranca.
Ananías compró un rebaño de búfalas y las preñó a todas, sin prisa
pero sin pausa, e instaló una quesería de Parmesano.
Imelda se convirtió en rata guapa de laboratorio de lujo hasta que
encontraron el antídoto y decidió seguir de rata blanca hasta que Satokato diera la orden de cambio para las nuevas olimpiadas o lo que fuera.
Las vacunas trataron con éxito a paraolímpicos, mientras los dioses
génicos se deshinchaban de vergüenza. Se admitía solamente ejercicio
físico y buenos alimentos. Sólo alguno de los proclives al dopage hizo
caso de la amenaza del eucaliptus; el resto hizo el ridículo más espantoso batiendo récords imposibles. En pruebas previas, ordenadas por el
Comité Olímpico, descubrieron sistemas nuevos de droga, transfusiones
de sangre, oxígeno líquido, y el dopaje génico, entre otros.
El equipo, antes de transformarse del todo en animal de horóscopo
chino, se reunió en París. Recibieron un millón de euros cada uno, de
manos de Valery. Espectáculo curioso. Al ir a tomar cada uno su bolsa
de dinero, terminaron de convertirse en el animal que estaban destinados a ser, y cada uno, en su forma nueva, contemplaba la recompensa sin poder usarla hasta que el antídoto fuera descubierto y
decidieran tomarlo.
Valery guardó las bolsas con el dinero de la recompensa.
Encargó a Alexander el reparto, ya que tomó antídoto y funcionó.
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Conservó solamente la cola del dragón, apéndice que más tarde, antes
de entrar en el noviciado, serviría para la operación del cambio de sexo.
La reunión finalizó con un suspiro de Segismundo, y un comentario
brillante y definitivo, como era habitual en él cuando no metía la pata:
–Os releo lo último que he aprendido esta mañana.
Tomó en sus manos de gallo un libro titulado “Historia de los Griegos”, lo abrió donde marcaba la cinta y leyó:
“Olvidaba decir una cosa: entre las varias competiciones que se disputaban en Grecia, no existía el Maratón. El cazador Fidípides, que para
llevar la noticia de la victoria de Maratón corrió veinte millas y dejó la
piel en la hazaña, fue el único campeón del mundo que no percibió premios, que no fue ensalzado por la prensa, que no fue inmortalizado por
la estatuaria y que no dio nombre ni a una olimpiada ni a ninguna especialidad atlética.”
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