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Jorge Guzmán Deus machi Capítulo VIII Fray Lorenzo regresó hacia la ruca después de cumplir sus devociones matinales junto a la belleza de un árbol ribereño frondoso y grande. Escapaba de la visión fugaz de una india muy joven y hermosa que estaba entrando desnuda en el río. Se cruzó al pasar con varias mujeres y hombres que bajaban a bañarse y apresuró el paso hacia la casa para alejarse de lo que su confesor en Valladolid llamaba “la tentación invencible”. Trató de mantener el pensamiento fijo en sus deberes de misionero; llevaba días sin poder atenderlos, y tampoco podría ni hoy ni mañana. En tiempos normales, los niños mapuche le pedían recién levantados que siguiera enseñándoles los rezos católicos y la doctrina. Incluso el joven Lientur asistía a las lecciones. Pero había llegado la estación de los cultivos y nadie tenía tiempo para otra cosa. La comunidad de Painemal llevaba varios días preparando las cavas de septiembre, y en casa del dueño de los trabajos la rutina diaria estaba completamente trastrocada. Toda la familia, mujeres y hombres, niños y adultos, se afanaba en estabular los animales que beneficiarían, fabricar jaulas de cañas donde meter gallinas, alistar tinajas y tiestos para la chicha, disponer los asadores junto al campo de cultivo, revisar las palas y los tridentes de madera endurecida al fuego para asegurarse de que estuvieran operables. Estos trabajos y otros mantenían a todos en continuo movimiento. El primer día de labores, fray Lorenzo vagaba de un grupo de trabajo a otro. Nadie lo invitaba a participar o se hacía cargo de su presencia. Ayudó a unos niños que pillaban gallinas a atar en la jaula su puerta de varillas. Pero el mayor del grupo no esperó siquiera a que se alejara para deshacer 85 los nudos y cambiarlos de forma y de lugar. No tenía sitio entre los indios. Había entrado en una ridícula crisis de aislamiento. Y siguió en lo mismo por horas, incapaz de encontrar en nada la isla de sosiego que anhelaba. Fue y vino por la ribera sin alejarse mucho de las chozas. Le reapareció su conciencia misionera, pero en forma de culpa: no la había tenido clara en todos sus días de cautiverio. Tal vez su labor nunca sirvió y nunca serviría para nada. Entre los 70.000 mapuche que había bautizado con fray Luis de Saldivia, debe haber habido muchos de los que aniquilaron la expedición del Gobernador y ahora lo mantenían cautivo a él. Y entonces estaba lleno de fe y entusiasmo. ¿Qué obtendría ahora con el ánimo decaído y una vocación tropezante? Necesitaba mucho un guía espiritual a quien recurrir con su confusión. Pero no lo había, y los jesuitas tenían su camino en la fe en Dios, las enseñanzas de los fundadores y la acción orientada por ellas. Se propuso aprovechar su marginalidad para observar a los indios y aprender de lo que viera. Trató de robustecer ese propósito. Quizá hasta podría escribir un libro de gramática mapuche y de instrucciones para convertirlos. Contrastaba continuamente su propio desconcierto con el ánimo entusiasta en que los mapuche preparaban sus trabajos. El espíritu en que laboraban era igual al de los españoles cuando aprontaban iglesias, decoraciones de alcorza, andas, estandartes, incienso y ceras para sus fiestas religiosas. Fue como si se hubiera tendido una trampa a sí mismo; esa comparación le trajo a la memoria los terribles recuerdos de las faenas que esos mismos cristianos imponían a los indios. Trabajar era una verdadera maldición para los mapuche cautivos, hambreados, aislados, enfermos, medio desnudos, laborando para el provecho de otros y sometidos a su violencia y hasta su capricho malvado. Quería desayunar y darse la mañana entera para meditar lejos de las continuas rencillas diarias de las mujeres y recobrar el dominio de su pensamiento. Pero entró en la ruca y se le olvidaron las desnudeces del río y también los pensamientos con que trataba de sacárselas de la cabeza. María, la mayor y más bella de las mujeres de Painemal, de unos treinta años, no se había levantado de la 86 cama, y Fresia estaba encendiéndole su fogón. María podía estar enferma de verdad si dejaba que la segunda encendiera y manejara su fuego. Cada esposa mantenía celosamente el dominio del suyo y mucho más la de mayor jerarquía. Pero a lo menos la enfermedad la mantenía en silencio. Normalmente imponía sin cesar su dominio sobre las demás y cualquier desobediencia desencadenaba enojos suyos excesivos y sonoros. Nadie se preocupaba de la enferma. El fraile entendía que las otras mujeres del cacique hallaran razón de contentamiento en el malestar que sujetaba a María quieta en su cama. Pero Painemal no tenía motivo para mostrarse tan feliz por la enfermedad de su preferida. Para él guardaba María todas las finuras y delicadezas que negaba a los demás. Tan contento estaba el cacique, que honró al fraile invitándolo a trabajar con ellos en las cavas, como si hubiera pertenecido a su comunidad. De camino hacia el lugar de los trabajos, iba pensando en las dos mujeres solas en la ruca vacía y en la indiferencia del cacique. Todas las familias vecinas habían respondido a la convocatoria de Painemal, los hombres a labrar la tierra y sus mujeres a preparar alimentos y bebidas. Al llegar al terreno labrantío, recibió una pala de madera de manos del propio Painemal. Lo escandalizó el orgullo alegre con que el indio se movía con varias palas y tridentes al hombro, repartiéndolos y hablando sin cesar como un borracho contento. Le dijo que le daba pala, porque el manejo del tridente era más pesado y más complicado, y agregó ¿has visto, pátiro, has visto? María va a tenerme otro hijo, ¿has oído cómo se queja? siempre hace lo mismo; es la única de las mías que tiene bascas y mareos al principio de cada embarazo, y siempre teme que alguien le haya hecho mal; debe ser porque creció entre españoles, y sus mujeres se ponen terribles cuando se preñan, dicen. Pero le dura solo cuatro lunas, agregó, dicen que las españolas son así, ¿tú has hecho cavas? Nunca, pero vi alguna en Andalucía, siendo niño. Huencupil te dirá qué hacer, dijo, y siguió repartiendo palas y tridentes. Fray Lorenzo se acercó a pedir ayuda de un visitante joven. Llevaba un tridente algo mayor que el de los demás y lo recibió con 87 entusiasmo, yo te diré, pátiro, yo te diré. Huencupil trabajaba un poco hacia atrás y a la derecha de ellos. Al verlos juntos se acercó calmadamente y apartó al fraile tomándolo del brazo, ven conmigo a comer algo y tomar un sorbo de chicha. Antes de llegar al asador le dijo, ten cuidado, estás con un mapuche que te detesta; sabe que le gustas a Liuipán y que ella está tratando de que la manden aquí con otras dos mujeres a comerciar, por verte lo hace, y éste la quiere por mujer; los mapuche somos muy celosos; algunos hasta matamos por eso; el tridente ha ocasionado heridas muy feas en los trabajos ¿no quieres una de estas maravillosas longanizas, pátiro? Fray Lorenzo volvió saciado a su labor, pero perturbadísimo. Varias veces en su vida de fraile se le habían insinuado mujeres y una sola actuó abierta y repetidamente, pero ninguna estuvo nunca tan decidida como para emprender un viaje esforzado a encontrarlo. Se confesó, consternado, que recordaba a la muchacha y que lo halagaba su decisión enamorada. Su descontrol parecía no tener cura. A falta de alguien que lo guiara, los celos del indio podían servirle para no olvidar sus deberes sacerdotales. Comió y bebió cada vez que quiso; con su pala en la mano iba hasta donde las mujeres servían carnes y chicha a quien los quisiera; de ahí regresaba a la faena, atento al celoso, y no le quedó ninguna duda de que en uno de sus regresos, le tenía preparada una trampa, potencialmente mortal. Yacía de espaldas el mapuche, con los ojos cerrados, y un paso más allá se veía su tridente, metido en la tierra por el mango y con los tres agudos dientes de madera durísima en el aire. Fray Lorenzo no pasó por donde el indio pudiera hacerle una zancadilla que lo precipitara contra el instrumento. Lo rodeó y siguió con su trabajo, deshaciendo los terrones que había levantado el celoso y aplanando el suelo para dejarlo mullido y listo para la siembra de las mujeres. Antes de lo que toma decir un Padrenuestro, despertó el indio, lo saludó amistoso, retiró su tridente y siguió clavándolo en el suelo duro y levantando terrones. Fray Lorenzo conservó todo el día sus temores y sus extrañezas, la mayor fue terminar satisfecho por su desempeño con la pala. Ni siquiera el fuerte dolor de espalda por las muchas horas de trabajar agachado le aminoró la tonta aprobación de 88 sí mismo. No podía comprender su alegría por haber laborado como un moro o un gañán, vestido como los indios y descalzo. Y también se aprobaba por haber evitado la burda trampa del celoso. Al volver a casa, listos a seguir comiendo, bebiendo, y a empezar el baile y canto de la noche, hallaron que María seguía metida en su cama, de espaldas a todo el mundo. Había llegado al extremo de humillarse ante Fresia y pedirle ayuda, porque no tenía fuerzas para levantarse y la hacía sufrir su barriga hinchada y un dolor grande en la cabeza. Fresia se apiadó. Se hizo cargo de su jerarquía de mujer segunda y trató de preocupar a Painemal. El cacique la mandó severamente regresar a sus obligaciones y atender a los trabajadores, porque el embarazo no era enfermedad y ellos eran los dueños de la cava, encargados de mantener contentos a todos. Habiendo trabajado con ellos de la mañana a la noche, fray Lorenzo se sentó a comer y beber sobre una hermosa estera en la rueda de los importantes de la comunidad. Tal vez Painemal tuviera razón y fuera una sana preñez lo de María. Volvió a sus extrañezas. Cierto que labrar la tierra era un trabajo de villanos, no de hidalgos ni de hombres doctos, y que a él personalmente debía humillarlo haber pasado el día desollándose las manos. Pero la fama de ociosos y negligentes que les daban a los mapuche no se compaginaba con la diligencia que mostraban los de esta comunidad. Preparaban la tierra tan bien como cualquier villano español, pero con más esfuerzo, porque aún no utilizaban bueyes ni caballos en los cultivos. Había pasado el día entero tratando de comprender la lógica india del trabajo, pero no había tenido el sosiego necesario para darle forma a su pensamiento y hacerse cargo de su tranquilo ritmo de labor, de su libertad para descansar, comer o beber en cualquier momento, de sus cantos espontáneos mientras labraban la tierra. Comiendo con Painemal, Huencupil y otros seis jefes de familia, se le transformó todo lo visto en un discurso interior escandaloso: ¡para estos indios el trabajo mismo era fiesta y no una maldición divina, como para los cristianos! Él era maestro de novicios, expositor de Santo Tomás y de su fundamento, Aristóteles. Debía escandalizarlo que los indios estuvieran contradiciendo con sus acciones el relato santo del Paraíso 89 Terrenal y el primer pecado. Dios había echado a Adán de su jardín de delicias a ganarse el pan con el sudor de su frente, es decir, para los cristianos el trabajo manual implicaba dolor. Pero él no veía que esta manera contenta de esforzarse fuera un regalo del demonio a los mapuche. No contradecían al Señor laborando con alegría. Pero cuando se les terminaba la luz del cielo y empezaba el reinado de las tinieblas, no podía venir de Dios que prolongaran el placer del trabajo con más comida, más bebida, y agregaran la música, el baile y la desvergüenza de las parejas que se perdían en la oscuridad tomados de las manos cuando se les antojaba. Abrumado, fray Lorenzo escogió escapar por el camino del sueño a la danza y a los cantos que comenzaban. Pidió permiso para retirarse a dormir, porque no tenía, dijo, costumbre de trabajar tanto y la excelente comida y la chicha le pedían descanso. No mentía. Lo alegraba estúpidamente haber cumplido una tarea vil, pero útil, entre hombres libres y contentos. ¡Y había comido con gusto cada vez que quiso y bebido alegremente la excelente chicha! Encontró su cama hecha, no lejos de la mujer que Painemal pronunciaba dichosamente sana y embarazada. Esa misma noche los quejidos de ella probaron que el marido se equivocaba, pero nadie les prestó atención, excepto fray Lorenzo. En otro ánimo, el cansancio lo habría hecho dormir aun con la monotonía estruendosa de los cantos, las trutrucas, los cultrunes y las trompetas golquín, pero lo desvelaban sus pensamientos, entremezclados con su atención piadosa a los quejidos de María. Cerró los ojos fingiendo dormir, sin poder concentrarse en la oración para tranquilizar el alma. A falta de otro auxilio, pasó gran parte de la noche rezando su desconcierto y su preocupación por la mujer y por sí mismo, necio capaz de gozar de la alegría de los indios en un trabajo despreciable. Si estaba en pecado por todo eso, debía salir al campo y disciplinarse hasta recobrar el ánimo de hijo obediente de la Santa Madre Iglesia. Pero seguía el baile, el canto y la comida y no quería llamar la atención de los mapuche ni menos encontrarse afuera con parejas enamoradas y escandalosas. Además, el propio fundador de la Orden tenía prohibido dañar el cuerpo con azotes excesivos, y solamente un dolor muy fuerte podía sacarlo de su confusión. 90 Al amanecer, por fin la familia se levantó preocupada por María. Painemal volvió sobre su certeza del embarazo y mandó a buscar un machi, porque su mujer más querida estaba medio inconsciente y gemía como un animal herido, dijo. Para sorpresa del fraile, el cacique y los adultos de la familia iniciaron el nuevo día lo mismo que el anterior, junto a los demás trabajadores, nadando en el río. Y luego volvieron a sus labores: las mujeres a cocinar y repartir alimentos y chicha; los hombres, a terminar el trabajo. Fresia se quedó de nuevo sola con la enferma, porque a los niños de pecho los llevaban sus madres a las cavas y los mayorcitos iban por curiosidad. Al caer la tarde, la familia preparó lo que el machi había ordenado: una rama grande de canelo con sus hojas, plantada en el suelo; un cultrún colgando de ella; también dos palitos secos aguzados, como de una cuarta de largo; un banco de una sola pieza con una quita encendida encima y un mazo de tabaco. Huencupil completó los preparativos trayendo el cordero vivo que el machi quería atado de patas a la cabecera de la sufriente. Las mujeres de la casa agregaron dos tiestos grandes de madera, y todas las fuentes de luz que pudieron reunir: varias teas empapadas en resina y algunas velas. Las dejaron sin encender esperando al machi. La noche estaba serena y el dueño de la fiesta decidió que la celebración de las cavas siguiera bajo las estrellas, mientras la familia y los visitantes que quisieran participar asistían a la cura de María. Fray Lorenzo abandonó la ruca, pero no se sumó a la fiesta. Permaneció junto a las canoas mirando hacia la casa. También alcanzaba a ver algo del campo en cultivo y del ajetreo de los mapuche que revivían los fuegos, reponían la chicha en las tinajas, preparaban nuevas carnes para los asadores. Lo abrumaba tanto movimiento y pensar que en poco rato un hechicero convocaría a los demonios hasta esa ruca enorme donde él dormía cada noche y tomaba diariamente sus alimentos. Dudaba si unirse a los celebrantes de afuera, volver adentro y tratar de que lo admitieran los indios o permanecer donde estaba, rezando por ellos y por sí mismo. Escogió los rezos, pero algo de resplandor salía por la puerta y no podía dejar de echarle ojeadas para ver si aumentaba la luz, señal de la llegada del machi. 91 Unas dos horas se le fueron entre oraciones y miradas hacia los fuegos de la celebración y hacia la ruca. Se hacía esperar el oficiante del demonio. Al aumentar la luz que salía por la puerta de la ruca, emergió Huencupil, se dirigió directamente hacia él y lo invitó en español a regresar, porque el machi había aceptado su presencia, a condición de que no participara en nada y no se acercara a la ceremonia. En el silencio del fraile notó su reticencia, y trató de convencerlo un poco burlescamente de que aceptara; él era misionero y podía beneficiarlo ser testigo del rito, y para estimularlo le dio una noticia que hizo saltar de alegría el corazón del fraile: estaban muy adelantadas las diligencias de su rescate y quizá no volvería a tener ocasión de presenciar cómo curaba un gran machi a sus enfermos. No lo siguió por persuadido, si no por pura dicha; qué podía dársele el ver tonterías medio sucias y grotescas antes de regresar ¡volver a su mundo, entrar en casas, iglesias, calles, dejar sus vergonzosas vestiduras indias, calzar botas, dormir en una cama española y hablar en su propia lengua! Le pareció ridículo el hechicero, aparatoso, moviéndose lento entre un grupo de mujeres sentadas en el suelo con pequeños cultrunes en sus manos y un círculo de hombres también sentados, cabizbajos y silenciosos. Dos indios que fray Lorenzo no conocía montaban una especie de guardia a cada lado de la enferma. El machi esperó a que el invitado se perdiera hacia el fondo de la ruca. Cuando lo vio desaparecer entre los tiestos y depósitos que servían de almacén más allá del sector en que comía y dormía la familia, oculto por la sombra entre tinajas de chicha y grano, grandes talegas de cuero, tiestos, mazos de tabaco, cecinas colgadas y armas, hizo un ademán imperioso hacia las mujeres y ellas empezaron a cantar lamentaciones y a batir los cultrunes. Los hombres siguieron en silencio, inmóviles, y fray Lorenzo se quedó sentado sobre la más grande de las tinajas graneleras. Apenas establecido le apareció una preocupación: ¿qué contestará el hechicero si le preguntan quién ha dañado a María? Podía culparlo a él, o a uno de los caciques cordilleranos, lo que daba lo mismo: el ofensor tenía que estar vengando en María la protección que Painemal le daba al fraile. Las enfermedades no existían para 92 los mapuche. Toda descompostura de la salud venía de los manejos mágicos de algún enemigo que metía un mal espíritu en el doliente o hacía que alguien le administrara algo malo: veneno, embrujos de los que se dan a comer. Painemal podía perfectamente imaginar que él era la razón de las desgracias de su mujer preferida. Seguía el canto triste: hablaba de la maldad de quien había hecho el daño, de las maravillosas cualidades de María como labradora, tejedora y paridora de los hijos de Painemal. El machi echó tabaco en la quita y con ella en la mano recorrió varias veces en distintos sentidos el espacio vecino a María. Aspiraba el humo por un cañuto metido en su nariz y lo soplaba sobre la rama de canelo, sobre los objetos cercanos a la enferma y sobre el cordero que balaba casi en la oreja de la mujer, y se agitó al aproximarse el hechicero. Dejó de sacudirse cuando el machi se distanció para reponer la quita sobre el banco y empezó a batir un cultrún más pequeño. Las mujeres se callaron. Él sacó de entre sus ropas un cuchillo, hizo una seña a sus acólitos, que tomaron al cordero y lo sostuvieron sobre la batea mayor hasta que el oficiante cortó las sogas que le ataban las patas, y lo abrió del vientre a las costillas con un solo tajo. Fray Lorenzo no se extrañó de la destreza con que metió la mano en el pecho del animal y sacó el corazón. Estaba acostumbrado a ver degollaciones y evisceraciones en los mataderos callejeros de las ciudades españolas y en las calles y las casas chilenas, pero le producía asco espiritual este manejo de la sangre y de una víscera que seguía moviéndose fuera del cordero y arrojaba chorritos de sangre que chupaba el brujo. Aquietado el corazón, lo atravesó el machi con una de las ramitas aguzadas y lo dejó colgando del canelo junto al cultrún mayor. Los hombres seguían callados y también las mujeres. Pero las cosas se pusieron peores para el fraile. El ritual continuó con un brusco tirón que desnudó a María del cuello a las rodillas. ¡Y fray Lorenzo la encontró hermosa! Extrañamente, ella no se quejaba más ni bullía de mano ni pie, y siguió inmóvil y callada cuando el machi le abrió a ella el vientre con el mismo cuchillo con que sacrificó al cordero, y dejó al descubierto tripas, hígado y estómago. Tal como había hecho con el corazón, los chupó para sacar el mal, que luego escupía sobre el suelo. Repitió 93 los chupetones más que nada sobre las tripas y el hígado. Otra vez sosteniendo la quita, sopló humo en el vientre abierto de María prolijamente, luego repitió el sahumerio sobre el canelo y procedió a cerrar con sus manos los labios de la enorme herida. Fray Lorenzo sentía erizados todos los pelos del cuerpo. El machi cubrió la desnudez de la mujer, que seguía silenciosa e inmóvil, con los ojos abiertos y tranquilos perdidos en el techo de la ruca. No pareció darse cuenta de que su sanador había sacado el gran cultrún de la rama de canelo y lo golpeaba haciendo que las mujeres cantaran de nuevo y batieran sus cultrunes pequeños. Bailó largo rato alrededor de María, al ritmo de los tambores. Pronunció algunas frases incomprensibles con voz muy ronca, y de pronto cayó de espaldas en el suelo y el cultrún a su lado. Las mujeres callaron de nuevo. De la garganta del machi yacente e inmóvil, salía un sonido continuo y en tono casi de mujer, como si alguien lo estuviera usando de instrumento. La culminación tuvo a fray Lorenzo muy cerca del desvanecimiento: machi y cultrún, sin que nadie los tocara, fueron levantándose lentamente en el aire. Se detuvieron como a una yarda del suelo, el machi horizontal y el cultrún a su misma altura. Una confusión de pensamientos sacudió hasta los huesos del fraile. Santa Teresa de Ávila contagiando su levitación a un grupo de monjas que trataban de sujetarla, pero se elevaban con ella. El subprior de un convento franciscano en Murcia, que levitaba en todas las misas y molestaba al prior, obstruyéndole la visual del altar, porque jamás levitaba derecho y siempre inclinado hacia su superior. La fuerza del espíritu divino hacía ingrávidos a los santos y a los benditos. Él hubiera imaginado que el demonio retorcería al machi o lo haría rebotar grotescamente sobre el suelo, pero que lo elevara en tranquila paz junto con su instrumento diabólico, se veía como una monstruosidad. Fray Lorenzo rezaba con desesperación, frenéticamente. En medio de sus rezos, machi y cultrún descendieron con suavidad hasta posarse de nuevo sobre el suelo. El hechicero tenía los ojos cerrados y un gesto de serena dulzura que fray Lorenzo no pudo odiar como había odiado toda la ceremonia. En estado de completa ausencia, el machi fue interrogado por uno de sus acólitos si curaría la enferma, y en voz tan delgada y 94 acariciante como la de una niña, respondió que sí, que el mal había salido de su cuerpo. A la pregunta de si sabía quién era el responsable de la enfermedad, respondió con voz varonil que sí, pero que no lo nombraría, porque era mejor para todos no saber. Después de largos momentos de silencio inmóvil en que hasta las llamas de las teas y las velas parecieron paralizarse, se levantó el machi como si despertara de un buen sueño, colgó el cultrún en la misma rama de canelo, e incensó de nuevo todo su entorno con humo de tabaco. 95 Índice Capítulo I 9 Capítulo II 19 Capítulo III 29 Capítulo IV 41 Capítulo V 53 Capítulo VI 63 Capítulo VII 75 Capítulo VIII 85 Capítulo IX 97 Capítulo X 107 Capítulo XI 119 Capítulo XII 129 Capítulo XIII 139 Capítulo XIV 147 Capítulo XV 159 Capítulo XVI 169 Capítulo XVII 177 Capítulo XVIII 185 Capítulo XIX 195 Capítulo XX 205