Despedidas dulces y amargas

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Despedidas dulces y amargas
Despedidas dulces y amargas
“Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo solo tendrá
una generación de idiotas.” No puedo dejar de repasar mentalmente esta frase de Albert
Einstein mientras conduzco de vuelta a casa.
Me llamo Carlos, tengo 28 años y soy ingeniero agrónomo.
Hace un año decidí que no quería seguir con la vida que tenía y me mudé a A Sariña,
una pequeña aldea de Lugo junto al embalse de Os Peares. Todos pensaron que era una
locura dejar todas las comodidades que tenía: me despedí del trabajo, alquilé mi casa a
un colega, me alejé de mi familia…y me fui a vivir allí, un sitio en el que en algunas
casas cocinan todavía con carbón y en el que sólo vivían 5 personas.
Llegue allí por casualidad, una tarde en la que decidí despejarme y salir a dar una vuelta
en coche y, el sitio me enamoró.
Al llegar una docena de vacas me cortaron el paso, así que decidí seguir a pie. Unos
metros por detrás estaba Andrés, el dueño de las reses, montado en un viejo burro. Era
un hombre de 70 años, natural de la tierra y por lo que sus arrugas y sus manos decían,
llevaba muchos años trabajados. Me enseñó el pueblo y por último, su casa, la cual, me
dijo, estaba pensando en vender junto con sus tierras y animales, pues sus hijos querían
que se mudara con ellos a la ciudad, aunque eso a él no le terminaba de convencer:
— ¿Qué voy a hacer yo allí? ¿Ver las obras y jugar al mus? Eso dicen los cabrones
de mis nietos. Al menos si ella siguiera aquí…mi Rosa — se le saltaron las
lágrimas —. Hace 4 años que se fue y no hay día que no la eche de menos. He
tenido que aprender a poner la lavadora, joder, no sabía que esa maldita máquina
tuviera tantos botones.
Pasé toda la tarde conociendo los rincones de aquel pequeño paraíso y a algunos de los
vecinos. Cuando empezó a anochecer, decidí volver a casa y justo cuando cruzaba el
puente que hay sobre el embalse, me fijé en el atardecer que se reflejaba en el agua. La
vista era indescriptible. En ese momento, sin apenas pensarlo, di media vuelta y volví a
casa de Andrés. Un par de horas más tarde ya habíamos llegado a un acuerdo y
disfrutábamos de un licor de hierbas elaborado por Avelino, otro de los vecinos.
Tres semanas después, me mudé. Andrés me recibió en la puerta de mi nuevo hogar con
un abrazo, me deseó buena suerte y se fue con sus hijos entre lágrimas. Le prometí que
cuidaría de sus chicas, como llamaba a sus vacas y de Paco, su burro y le dije que
regresara cuando quisiera verlos.
A la hora de la comida, mis 5 nuevos vecinos llamaron a la puerta, traían cocido y
dulces hechos por ellos mismos. Además de un montón de anécdotas e historias que
contar.
Esther y Antonio llevaban un merendero que sirve comidas por encargo y eran famosos
por sus guisos. Avelino, de 87 años, tenía un extenso currículum a sus espaldas:
carpintero, albañil, practicante, herrero, cantero, cestero, criados de palomas, licorero,
vendimiador y amo de casa. Juana y Fabriciano tenían un hato de unas 40 vacas y
además, hacían dulces que vendían a algunas panaderías cercanas.
Aquella noche, tumbado en la cama, mientras intentaba acostumbrarme al silencio que
había, me pregunté si no estaría loco, si realmente no llegaría el día en el que me
arrepintiera de esa decisión. Todo por alejarme de la vida tecnológica, aquella que,
según mi opinión, nos convierte en zombis.
Todo comenzó cuando apenas era un bebé. Muchos diréis que es imposible que me
acuerde de ese momento, pero para mí, parece que fuera ayer mismo.
Mi madre era blogger, youtuber o influencer, como queráis decirlo. Así que antes de
nacer ya me conocían unos cuantos miles de personas. Mi madre, conocida en las redes
como Layna, había compartido fotos de su tripa, las ecografías, ropa de bebé, chupetes y
demás artículos que compraba o le regalaban.
Cuando nací, creo que por unos pocos minutos mi madre dejó el móvil para dar el
último empujón y poder verme la cara, pero acto seguido, empezó a hacerme fotos y a
compartirlas en Internet.
El día que cumplí 6 meses de vida estábamos dando un paseo y le dediqué una gran
sonrisa. Ella capturó el momento con su móvil y lo compartió en las redes. Recortó la
foto, le puso algunos filtros y un bonito texto, acompañado de varios hashtags para
conseguir que más gente pudiera verla. De lo que ella no se percató, fue que soltó el
carrito en el que yo estaba, para poder teclear mejor y empezó a rodar calle abajo.
Cuando me había distanciado unos 200 metros, ella levantó la vista y vio que ya no
estaba a su lado. Empezó a correr y me encontró en brazos de una chica. Gracias a que
su novio había conseguido coger el carrito justo antes de que saltara a la calzada y fuera
arrollado por los coches, si no, puede que hoy no estuviera contando esto.
Dicen que en esta vida de todo se aprende. No puedo decir que mi madre aprendiera la
lección que me habría gustado, pero al menos ponía el freno al carrito cuando tenía que
utilizar el móvil.
Mi padre tampoco se quedaba atrás. Era informático en una importante empresa y, al
igual que mi madre, vivía pegado a su móvil todo el día, aunque a día de hoy ambos
todavía lo hacen. Mi padre era, y es, un gran aficionado a las carreras de coches y
motos, pero su gran pasión era y sigue siendo el futbol. De joven había sido delantero y
podría haber llegado lejos en ese mundo, pero su padre no le dejó y le hizo estudiar.
Tenía varias aplicaciones descargadas en su móvil únicamente para estar al día de las
noticias del fútbol y era lo primero que revisaba por las mañanas tomándose el café. El
grupo de WhatsApp que tenía con sus colegas, llamado “Minuto 116” en honor del gol
de Iniesta que nos hizo ganar el mundial, echaba humo las días de partido y mi padre
durante 90 minutos, se echaba pegamento en los dedos y sus ojos únicamente miraban a
la televisión, la pantalla del teléfono y su cerveza.
Yo hacía lo imposible por deshacerme de todo aquello a lo que mis padres miraban más
que a mí y que utilizaban de excusa para no jugar o hacer cosas conmigo: varios
móviles acabaron en el wáter, una pantalla de ordenador acabó rota por accidente, las
tablets se escondían solas en los cajones y no era mi culpa si el ordenador tenía sed y el
darle agua no le sentaba bien. Entonces mis padres me regañaban y me castigaban, pero
sus dedos seguían pegados a aquellos trastos.
Tuve mi primer móvil el día que hice la comunión. La verdad que no estaba del todo
mal. Podía hablar con mis primos mayores y con los pocos amigos que, por aquel
entonces, tenían móvil. Además, había juegos muy entretenidos y que enseguida me
crearon adicción. Había noches en las que me quedaba jugando hasta que la batería del
móvil se agotaba o por fin conseguía pasarme un nivel.
Cuando alguno más de mis colegas tuvo su móvil, la cosa mejoró. Nos escribíamos
durante horas, nos mandábamos cualquier chorrada que encontráramos por Internet e
incluso, como no, intentábamos ligar. No éramos muy diestros en este arte, pero se
agradecía tener una forma de poder decirle algo a una persona y evitar que fuese a la
cara.
A los 15 o 16 años estaba totalmente enganchado. El móvil era una prolongación de mi
brazo y si no, el ordenador o la tablet. No podía dormir si no tenía el móvil cerca.
Estaba obsesionado.
Con 19 años tuve uno de los peores días de mi vida —del cual ahora me rio—. Mi
móvil se quedó sin espacio. Quise descargarme un vídeo que me pasó un amigo y me
dijo que no tenía nada de espacio. ¿Qué podía hacer? No podía borrar ninguna
aplicación porque todas eran igual de importantes y las imágenes y vídeos, eso
imposible. Necesitaba las fotos con mis colegas y los videos de gente gastando bromas
o haciendo locuras. Durante varias horas —porque no era poco lo que tenía— repasé
todo lo que tenía en el móvil y nada, no podía borrar absolutamente nada. Para más
inri, ese día, mi primera novia formal, Marta, me dejó.
Desde ese día, por todas las redes sociales, donde sabían que yo lo vería, ella se dedicó a
poner cosas tristes e indirectas y sus amigas se dedicaron a ponerme verde. En Twitter
hashtags que decían #ApoyoaMarta o #ascodetios, en Snapchat subían vídeos hablando
sobre el odio que le tenían a los hombres, en Instagram compartían imágenes cuando
salían de fiesta poniendo lo mucho que se querían y apoyaban. Yo simplemente no
entendía nada, ella me había dejado, sin que yo hiciera nada —bueno puede que me
hiciera un poco el duro —. Muy a mi pesar, a día de hoy, puedo decir que sigo sin
entender a una sola mujer.
Por esta época además, mis padres no estaban mucho por casa. Las marcas invitaban a
mi madre a eventos y la ofrecían que fuera la marca de sus nuevas colecciones o
productos. Mi padre tenía un nuevo trabajo. Era tester tecnológico. Así que cuando no
estaba en alguna empresa probando productos, seguía con el fútbol o iba a ferias por
todo el mundo para conocer las últimas novedades del mundo tecnológico.
Además, yo estaba la universidad. Apuntes, exámenes y trabajos, todo por Internet. Ese
mundo que hasta ahora me había parecido alucinante, me traía horas amargas.
Entonces llegó mi punto y final a las redes sociales. Por si no tenía bastante con Marta y
las arpías de sus amigas, alguien se dedicó a crear cuentas similares a las mías y a
comentar fotos haciéndose pasar por mi e insultando a bastante gente. Mis amigos lo
denunciaron en cuanto se lo dije y finalmente, esa persona eliminó las cuentas, pero yo
decidí que no quería seguir en ese mundo. Sí, durante cierto tiempo había estado bien y
seguramente me perdí algunas cosas, como las fiestas universitarias que se organizaban
por las redes sociales y de las cuales no me enteré, pero también había cosas malas:
falsedad, discusiones, enfados…
Así que, las eliminé.
Al poco de salir de la universidad conseguí un empleo en una empresa del sector de la
agricultura como técnico de campo, me dedicaba a enviar muestras y a recopilar y
traspasar datos. Aunque tenía que trabajar con ordenadores y cada vez me desagradaba
más, disfrutaba mucho cuando me mandaban recopilar datos de campo. Podía salir de la
oficina y olvidarme de que existía la tecnología.
Mis padres seguían con sus vidas. Para entonces, por suerte, yo me había independizado
y ellos intentaban que nos viéramos cuando tenían un rato libre, pero comer con ellos
era como comer con un robot. Hincaban los codos en la mesa y se ponían a teclear en
sus móviles, cogiendo de vez en cuando los cubiertos para llevarse un bocado a la boca,
pero sin soltar el móvil de la otra mano. Hace algo más de un año, estando en un
restaurante, yo había terminado de comer y ellos seguían con los ojos clavados en las
pantallas, así que decidí hacer una prueba. Les dije que iba al servicio y me largué. Me
llamaron dos horas después preguntando dónde estaba, que la comida se enfriaba.
Preferí no contestar, les dije que hablaríamos más adelante, que necesitaba despejarme.
Así que cogí el coche y me fui a dar una vuelta. Ese fue el día que llegué a A Sariña.
Desde entonces ha pasado poco más de un año. No ha sido fácil acostumbrarse, pero ha
sido una de las mejores experiencias que he tenido.
Ahora tengo 46 vacas, 18 toros, 20 gallinas, 2 gallos, 3 perros, un gato llamado Golfo y
además, he comprado el viñedo de un antiguo vecino que hace tiempo se mudó pero
seguía viniendo a cultivar sus tierras. Creo que ha sido un año bastante fructífero.
Andrés sigue viniendo de vez en cuando por aquí y me cuenta que ahora tiene un grupo
de amigos con los que jugar a la petanca o una amiga con la que queda los domingos
para comer y bailar en el hogar del jubilado.
La semana pasada se nos fue Avelino. Había prometido ayudarle a reparar su palomar,
que tenía algún agujero y un visón había entrado y se había comido dieciocho de sus
palomas. A cambio, él me había enseñado a hacer cestas. No sabía cuántas había
llegado a hacer, pero sí sabía que sus cestas habían llegado a Francia, Italia o Estados
Unidos.
Terminaré la cesta que dejamos a medias, viejo amigo, y me tomaré una última copa de
ese licor de hierbas que preparabas.
A tu salud.

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