Prólogo Pacho O´Donnell

Transcripción

Prólogo Pacho O´Donnell
COLECCIÓN “200 AÑOS DE PENSAMIENTO NACIONAL”
TOMO II
La Independencia y la Guerra Civil
LIBERALISMO VS. PROTECCIONESMO
PRÓLOGO
Pacho O´Donnell
Escritor e historiador
Los “notables” o “decentes” de Buenos Aires concebían a Mayo como
un movimiento nacional al que debían integrarse las demás provincias pero
conservando el puerto su tradicional situación de cabeza del Estado con el
pretexto de impedir su disgregación pero con el objetivo más realista de no
perder y no compartir las suculentas rentas de la aduana y de los derechos
portuarios. Predominaba en la dirigencia porteña la concepción de que las
provincias estaban habitados por “bárbaros” condenados a la ignorancia por
los largos años de despiadada colonización por lo que su único aporte
reconocible era constituir la soldadesca de los ejércitos patriotas pero
negándoles en la práctica toda capacidad estratégica o intelectual. Salvo
aquellos provenientes de la clase dominante provincial como el del cordobés
deán Funes, en un principio, o del puntano Pueyrredón, poco más adelante,
quienes terminaron “aporteñándose”, absorbidos por los tejes y manejes de los
logistas (integrantes de la sociedades secretas ligadas a la masonería), de los
rivadavianos (unitarios luego rebautizados liberales –lo eran en lo económico
pero autoritarios en lo político–) o de los directoriales (partidarios de la
autoridad única del Director Supremo). Estas categorías se interrelacionaban
e imbricaban entre sí y se podía pertenecer a las tres simultánea o
alternadamente.
En consecuencia para muchos, que comenzaron a identificarse como
“unitarios”, la idea de la construcción del concepto de nación y la necesaria
eficiencia revolucionaria para consolidarla estaban unidas a la “inevitabilidad”
del poder político centralizado en una casta de “posibles” porteños y sus
asociados del interior. La oposición a esta actitud, perjudicial para los
intereses de las provincias, plasmó en una tendencia política, en una serie de
principios que constituyeron el “federalismo” o doctrina de los estados libres
en un estado nacional no centralizado políticamente. En íntima relación con
este surgimiento se asocia la figura de los caudillos cuyo liderazgo surgía
naturalmente de una plebe que se sentía representada por ellos.
El puerto no sólo recaudaba y no compartía sino que a su antojo podía
disponer que los productos importados no pagasen impuestos con lo que
perjudicaba a las artesanías e industrias provinciales. El Gobierno de Buenos
Aires, presionado por los ingleses y los comerciantes, autoriza en 1811 la libre
exportación de oro y de plata amonedados. Esta medida no sólo descapitaliza
al país, sino que eleva los precios de los artículos de consumo. Ya en el primer
Triunvirato, cuyo inspirador es su secretario Rivadavia, se permitirá el ingreso
al país del carbón europeo, se rebajarán los derechos aduaneros para los
tejidos extranjeros y se abrirán las puertas de la aduana a numerosos
artículos que entraban en competencia ruinosa con los productos de nuestras
industrias territoriales. Los comerciantes extranjeros eran, a su vez, igualados
en derechos con los comerciantes criollos. Se sancionaba de este modo la
preeminencia del capital comercial inglés sobre Buenos Aires y del poder
económico del puerto sobre el Interior.
Un poncho inglés de libre importación, por ejemplo, costaba tres pesos
mientras el mismo artículo elaborado en telares criollos alcanzaba los siete
pesos. Si una vara de algodón británico se compraba a un real y medio, el
chaqueño o misionero a dos y tres cuartos. “Los productos de las ferreterías de
Sheffield, de las alfarerías de Worcester y Staffordshire y de los telares de
Manchester inundaban irresistiblemente el mercado argentino, con la
imitación exacta y estandarizada de los artículos criollos” (J. Álvarez).
Esta circunstancia no era nueva, se arrastraba desde la época de la
colonia, como lo demuestra una carta del síndico del Consulado, Yánez, al
virrey Cisneros, en 1809, alegando a favor del monopolio comercial de España
y en contra de la libertad de comercio, rescatada por J. M. Rosa: “Sería
temeridad querer equilibrar la industria americana (colonial) con la inglesa.
Estos sagaces maquinistas nos han traído ya ponchos, que es el principal
ramo de la industria cordobesa y santiagueña, y también estribos de palo al
uso del país. Los pueden dar mas baratos y por consiguiente arruinarán
nuestras fábricas y reducirán a la indigencia a una multitud de hombres y
mujeres que se mantiene con sus hilados y sus tejidos, en forma que donde
quiera se mire no se verá mas que desolación y miseria”.
Lo cierto es que, producida la Revolución de Mayo y el fin del dominio
español, los “decentes” porteños no modificaron esta situación sino que
sustituyeron a la metrópoli colonial que había concentrado la salida del
comercio de todas las provincias en el puerto de Buenos Aires para de esa
manera hacer más efectivo el control monopolista. La insurrección patriota al
anular el Gobierno virreinal al que debían someterse todas las provincias y
que, bien o mal, procuraba los medios para su subsistencia y desarrollo, dejó
a Buenos Aires dueño de la totalidad de las rentas de la aduana y de los
derechos portuarios. Es decir que el puerto sustituyó a la metrópoli colonial y
colonizó al resto de las provincias privándolas de su sustento económico,
perjudicadas también por la guerra independista contra los ejércitos que
bajaban de Lima, lo que obstaculizó e impidió la ruta del comercio de gran
parte del Interior sin conexión con el río de la Plata que se internaba en el Alto
Perú y compraba y vendía en Cuzco, en Potosí, en Chuquisaca y en la capital
peruana.
El caudillo era alguien investido de poder y prestigio por los suyos que
reconocían en él a un líder que era capaz de conducirlos eficazmente en la
lucha por intereses o principios que compartían. Nuestra historia liberal,
plasmada por los unitarios vencedores en la guerra civil, los condenó al sótano
de sus “malditos”, pintándolos como bárbaros, crueles e ignorantes,
castigándolos en la memoria colectiva de argentinas y argentinos por su
oposición a los “civilizados”, en la disyuntiva planteada con su habitual
brutalidad semántica por Sarmiento. Lo cierto es que la escasa base
económica de su accionar, por las razones apuntadas, hacía que la posibilidad
de financiar sus montoneras y sus necesidades en armas, animales y
bastimentos se basara en la imposición de fuertes contribuciones obligatorias
en los territorios que dominaban, como así también al saqueo, que muchas
veces funcionaba como la paga a sus hombres.
Pero su barbarie no sería mayor que la de sus enemigos, que también
exprimían y saqueaban, y en algunos casos fueron insólitamente
humanitarios, como haber conservado la vida de su principal enemigo, el jefe
de la Liga Unitaria, José María Paz, luego de caer prisionero de Estanislao
López, quien lo enviaría a Buenos Aires para que Rosas decidiese sobre su
suerte.
La lucha de los unitarios de la ciudad-puerto que aspiraba a ser Europa
contra los provincianos fuertemente arraigados en lo criollo tenía también
claras connotaciones de lucha de clases, como lo atestiguaría el lúcido
caudillo santiagueño Felipe Ibarra el 16 de julio de 1831 al justificar un
impuesto a los “decentes” de la capital provincial “para hacer que la pensión
gravite únicamente sobre personas que espontáneamente se prestaban a no
omitir sacrificio alguno a fin de sostener la anterior administración, cuyo
manejo abolía la justicia social y destruía la especie humana”. Todo indica que
es esta la primera oportunidad en que en nuestra historia aparece el concepto
de “justicia social”.
También Sarmiento, cuya condición de vocero implacable del porteñismo
le ganaría el apodo de “profeta de la Pampa” a pesar de haber nacido en los
Andes sanjuaninos, confirmaría el clivaje social de nuestras guerras civiles, en
un discurso en el Senado en 1866: “Cuando decimos ‘pueblo’ entendemos los
notables, activos, inteligentes: clase gobernante. Somos gentes decentes.
Patricios a cuya clase pertenecemos nosotros, pues no ha de verse en nuestra
Cámara ni gauchos, ni negros, ni pobres. Somos la gente decente, es decir,
patriota”. Eran los unitarios de siempre que por entonces se habían
rebautizado como “liberales”, aunque su similitud con los liberales europeos
se agotaba en lo económico por cuanto en lo político fueron violentos y
tiránicos en la medida necesaria para imponer sus ideas y sus intereses.
Es cierto que algunos caudillos no brillaron por su formación cultural, tal
el caso de Francisco Ramírez, quien por eso mismo, quizás, hizo de la
educación una de sus grandes preocupaciones como gobernante. Otros como
Juan Bautista Bustos y Alejandro Heredia eran militares de carrera, el
segundo, además, graduado en leyes. La correspondencia de Juan Facundo
Quiroga revela un espíritu sutil y una redacción refinada. Estanislao López
estaba lejos de ser una inteligencia tosca y se propuso organizar
institucionalmente su estado y promovió en 1819 la sanción de una
constitución provincial, decididamente democrática y federal.
J. A. Ramos escribiría: “Mientras Moreno, San Martín, Monteagudo
representaban en América del Sur las tendencias del liberalismo
revolucionario y popular de que estaban imbuidas las Juntas Populares de la
revolución española, el partido de los unitarios rivadavianos, los del Carril, los
Agüero, los Manuel García, los Valentín Gómez, traducían en Buenos Aires el
estilo y los métodos del absolutismo ilustrado español, anacrónico ya en
España, a mitad de camino entre el feudalismo y el capitalismo”.
En 1819 el Congreso Nacional que sesionaba en Buenos Aires luego de
trasladarse desde Tucumán, mientras enviaba emisarios secretos a negociar
con el emperador portugués en Río de Janeiro la incorporación de las
Provincias Unidas al Imperio, también a la corona francesa urdiendo la
entronización de un príncipe europeo en el Río de la Plata, como lo veremos en
otros capítulos de este libro, sancionó la carta constitucional para las
Provincias Unidas inspirada por principios aristocráticos, monarquizantes y
centralistas.
Aunque movido por el consciente propósito de denigrarlos nadie expresó
más lúcidamente la significación de los caudillos que Sarmiento en su
Facundo: “Es el personaje histórico más singular, más notable, que puede
presentarse a la contemplación de los hombres que comprenden que un
caudillo que encabeza un gran movimiento social no es más que el espejo en
que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades, las
preocupaciones y los hábitos de una nación en una época dada d de su
historia”.
A propósito: la insistencia en consagrar a Facundo como el texto
fundacional de la literatura argentina en desmedro del genial Martín Fierro,
donde se describen las penurias de un hombre de la clase baja perjudicado
por el proyecto elitista y porteñista de la organización nacional, encubre una
proposición ideológica.
Los caudillos no fueron ángeles ni diablos. Fueron personalidades capaces
de encarnar el signo de su época: la oposición más o menos organizada de
algunas provincias contra la obsesión porteña por enviar ejércitos que las
sujetaran, por entronizar príncipes extranjeros, por dictar reglamentos y
constituciones cuyo objetivo era acerar el privilegio de Buenos Aires y privar a
los pueblos del Interior de alguna participación en los beneficios del puerto y
su aduana, por ser indiferente al perjuicio que el libre comercio y la
introducción sin recargos de mercadería industrializada en países europeos
producía en las rústicas economías del Interior. También por considerarlos
enemigos a destruir cualquier fuese el método, como fue desviar en su contra
ejércitos armados para enfrentar a los realistas como fue el caso del caudillo
salteño Miguel Martín de Güemes o llegar a inicuos acuerdos con el invasor
portugués con tal de aniquilar al oriental José Gervasio de Artigas.
Este, ya anciano, al recibir en su retiro paraguayo de Curuguaty la visita
del general José María Paz, le explicó su versión de la inquina porteña en su
contra: “Yo no hice otra cosa que responder con la guerra a los manejos
tenebrosos del Directorio y a la guerra que él me hacía por considerarme
enemigo del centralismo, el cual sólo distaba un paso entonces del orden
hispánico. Tomando por modelo a los Estados Unidos yo quería la autonomía
de las provincias, dándole a cada Estado su gobierno propio, su constitución,
su bandera y el derecho de elegir sus representantes, sus jueces y sus
gobernadores, entre los ciudadanos naturales de cada Estado. Esto era lo que
había pretendido para mi provincia y para las que me habían proclamado su
protector. Hacerlo así hubiera sido darle a cada uno lo suyo. Pero los
Pueyrredones y sus acólitos querían hacer de Buenos Aires una nueva Roma
imperial, mandando sus pro-cónsules a gobernar a las provincias militarmente
y despojadas de toda representación política, como lo hicieron rechazando los
diputados del Congreso que los pueblos de la Banda Oriental habían
nombrado, y poniendo precio a mi cabeza”.
Las caudillos provinciales vieron con claridad que la cuestión
constitucional era un problema tanto económico como político y que mientras
el Gobierno central siguiera bajo la influencia de Buenos Aires los postulados
del Interior estarían inevitablemente postergados ya que la superioridad de
recursos fiscales, financieros y militares de Buenos Aires harían que su
influencia predominase en cualquier tipo de Gobierno nacional. Por lo tanto,
para que las provincias pudieran eludir esa dominación que no pocos
consideraban aún peor que la ejercida por los españoles y lograr la autonomía
que reclamaban con justicia, era inevitable la utilización de la fuerza.
Los años de anarquía y guerras fratricidas que se extendieron a lo largo de
gran parte del siglo xix fueron de una extremada crueldad. Unitarios y
federales saqueaban, torturaban, degollaban, empalaban. Ambos bandos
hicieron una guerra sin prisioneros. Sin embargo, mientras algunos pasaron a
la historia consagrada como “bárbaros”, tal el caso de Facundo Quiroga o
“Pancho” Ramírez, otros no perdieron su condición de “civilizados”, como José
María Paz. Pero Domingo Arrieta –su oficial en la “campaña de la sierra” que
sucedió a sus victorias sobre Quiroga, las que colocaron al unitarismo en
posición ventajosa ante el federalismo– cuenta en sus Memorias de un
soldado: “Mata aquí, mata allá, mata acullá, mata en todas partes, no había
que dejar vivo a ninguno de los que pillásemos y al cabo de dos meses quedó
todo sosegado”. Se calcula que fueron 2500 los muertos y desaparecidos en
esta represión “civilizada”.
Tampoco Lavalle dejó fama de sanguinario. Sin embargo, es suya la
proclama contra Estanislao López: “¡La hora de la venganza ha sonado!
¡Vamos a humillar el orgullo de esos cobardes asesinos! Se engañarían los
bárbaros si en su desesperación imploran nuestra clemencia. Es preciso
degollarlos a todos. Purguemos a la sociedad de esos monstruos. Muerte,
muerte sin piedad”. También: “Derramad a torrentes la inhumana sangre para
que esta raza maldita de Dios y de los hombres no tenga sucesión”. Quien no
puede quedar fuera de esta lista es Domingo Faustino Sarmiento, a quien se
parcializa enalteciendo su meritoria vocación educativa. En 1840, en sus
instrucciones a Lamadrid, quien había traicionado a la Confederación rosista
pasándose al bando unitario, escribió: “Es preciso emplear el terror para
triunfar. Debe darse muerte a todos los prisioneros y a todos los enemigos.
Todos los medios de obrar son buenos y deben emplearse sin vacilación
alguna, imitando a los jacobinos de la época de Robespierre”. También: “A los
que no reconozcan a Paz (jefe de la Liga Unitaria) debiera mandarlos ahorcar y
no fusilar o degollar. Este es el medio de imponer en los ánimos mayor idea de
la autoridad” (1845). La historia oficial escrita por los unitarios vencedores ha
indultado a los suyos y cargado todas las tintas en sus adversarios…
En 1820 los porteños convocaron a San Martín y su Ejército de los Andes
para aniquilar a los caudillos, sin parar mientes en que, si el Libertador
hubiera obedecido, la campaña independista hubiese quedado trunca y la
frontera oeste desguarnecida para el paso de los ejércitos realistas. Nuestra
historia oficial machaca con que don José no quiso inmiscuirse en las guerras
civiles, pero la verdad es que lo que no quiso fue enfrentarse con los caudillos
con cuyos postulados
epistolaridad.
coincidía
y
con
quienes
sostenía
una
cálida
Las intenciones de los “posibles” de Buenos Aires son claras en la historia
argentina escrita por Vicente F. López, él mismo imbuido en esas ideas. Señala
que San Martín, “preocupado sólo por la revolución hispanoamericana” (sic del
autor), no advertía “el peligro” de los caudillos y montoneras del litoral: “Para
él, la insurrección descomunal de las masas litorales, la prepotencia de los
caudillos sanguinarios y voraces o retardatarios que las enardecían, como
Artigas, Ramírez y López, era nada más que “una simple y efímera guerra civil
en la que sería vergonzoso” (sic de V. F. López) ) que tomase parte él o su
ejército en defensa de uno de los partidos. En verdad la teoría era tanto más
extraña y sorprendente –continúa López– cuanto que uno de esos dos partidos
era nada menos que el organismo constitutivo de la nación, con su gobierno
culto, y el otro, un alboroto incoherente y caótico, de masas desorganizadas,
sin más bandera que el desorden bajo el imperio arbitrario, personalísimo y
eventual de caudillos sin cultura, sin misión y sin fines determinados. Agrega
que en su deseo de no deshacerse de parte de su fuerza militar, San Martín
pretendía que los dos partidos (como él los llamaba) arreglasen una base
conciliatoria, entre el gobierno de la ley y las bandas de forajidos que
producían el desequilibrio social –remataba el historiador– como si fuese
posible apaciguar y coordinar a autoridades y leyes, con ímpetus automáticos
y brutales que surgen del tenebroso seno de las masas”.
En otra página puede leerse: “Los caudillos provinciales que surgieron
como la espuma que fermentaba de la inmundicia artiguista eran jefes de
bandoleros que segregaban los territorios donde imperaban a la manera de
tribus para mandar y dominar a su antojo, sin formas, sin articulaciones
intermedias, sin dar cuenta a nadie de sus actos y constituirse en dueños de
vidas y haciendas”.
San Martín confiaría en los caudillos y no en los gobernantes de Buenos
Aires para organizar un ejército que avanzara por tierra sobre Lima para
tomarla en un movimiento de pinzas que completaría su ataque por mar. Su
delegado De la Fuente, quien no sólo no ha recibido la ayuda solicitada sino
que ha sido maltratado por Rivadavia, quien regía la política del puerto,
encarga dicha tarea a Güemes y a Bustos. A su vez, este se ocupa de interesar
en el proyecto al gobernador de Santa Fe, Estanislao López: “Ya habrá usted
recibido comunicaciones del Protector del Perú y por ellas sabrá el destino a
que nuevamente nos llama la Patria. Yo no omito sacrificio, por mi parte y el
de esta provincia, para llevar a cabo la empresa (…) y aportaré mil hombres
armados (…) contando con lo que faciliten los pueblos de Santiago, Tucumán,
Salta y los del Perú, mas para esta campaña faltan recursos que es
indispensable recabar del Gobierno de Buenos Aires”. Por su parte, López le
contesta a De La Fuente apoyando la idea y se compromete, si Buenos Aires
franquea los recursos necesarios, a tener seguro que “doscientos o trescientos
hombres de caballería escogida (…) tendrían el honor de aumentar las filas de
los defensores de la causa sagrada”. A su vez, desde Salta, Gorriti compromete
trescientos hombres.
El proyecto no prosperaría porque si bien estaban los hombres aportados
por las provincias federales nada sería posible sin los fondos que negó Buenos
Aires. El golpe de gracia al proyecto del Libertador sería el asesinato de
Güemes, del que nos ocupamos en el capítulo dedicado al caudillo salteño,
que no sólo significó la desaparición de quien se había echado al hombro la
organización del ejército, sino que las consecuencias serían aun más graves
porque el posterior armisticio entre las fuerzas realistas y la clase dominante
salteña permitiría que el general Olañeta y sus hombres retrogradaran hasta
Lima para reforzar su defensa ante el ataque patriota.
Es un acierto de este libro haber incluído las acciones de gobierno de don José
cuando fue gobernador de Cuyo. su obstinación recaudatoria no sólo para
financiar la Campaña de los Andes, desabastecido por Buenos Aires a pesar
de los compromisos de su Director Supremo Pueyrredón, enredado en los
tejemanejes politiqueriles de los “decentes” porteños y más interesado en
armar ejércitos para atacar a Artigas y sus aliados. El esfuerzo del Libertador
apuntaba a la construcción de un sector público con recursos suficientes para
regir la economía cuyana por encima de los intereses privados y al servicio de
las necesidades colectivas: creación de industrias, sobre todo armamentistas,
la introducción y difusión de nuevos cultivos, la confiscación y parcelización
racional de tierras, la imposición de nuevos impuestos progresivos y
patrióticos, etc. Queda claro que nuestra historia oficial, escrita por quienes
no simpatizaban con San Martín, nos ha privado de conocer al hombre de
pensamiento, de convicciones, de buen gobernante, de espíritu americanista.
Se ha criticado a los caudillos por haber sido, según la historia escrita por
sus vencedores, partidarios del “atraso”. Es que para ellos y sus seguidores el
“progreso” de la oligarquía comercial estaba asociado inevitablemente a
beneficios para Buenos Aires y postergación para las provincias. En cifras,
este panorama demográfico era el siguiente: en 1819 la provincia de Buenos
Aires tenía 125.000 habitantes, Córdoba 75.000, Santiago 60.000 y Salta
50.000. Pero donde la desproporción se tornaba evidente era en materia
económica: en 1824 los ingresos fiscales de Buenos Aires fueron de $
2.596.000, de los cuales provenían de la aduana $ 2.033.000. En cambio,
Córdoba, la segunda provincia argentina, tenía ese mismo año ingresos por $
70.200, de los cuales su aduana proveía $ 33.438. Para San Juan las cifras
eran de $ 20.000 y $ 3800, respectivamente, y Tucumán recaudaba $ 22.115
que sólo cubrían el 66% de sus gastos.
No han cambiado demasiado las cosas desde entonces, aunque desde la
organización nacional de 1853 y la capitalización de 1880, el centralismo fue
ejercido, ya no por la provincia de Buenos Aires, sino por el presidencialismo
instalado, no casualmente, a orillas del río de la Plata.
Rivadavia hizo de “la reina del Plata” una ciudad moderna y europeizada
con su alumbrado flamante, su universidad, sus colegios lancasterianos, su
empedrado, sus diques, endeudando a todo el país con un empréstito con la
banca británica Baring justicieramente sospechado. Además, para los
‘“alumbrados” del puerto, antecesores directos de prestigiosos intelectuales de
hoy, su compromiso con la civilización era admirar lo europeo y denostar lo
nacional, en dirección contraria a lo que postulaba el gran Belgrano en su
reglamento escrito para la escuelas que donara para las tierras pobres del
noroeste argentino: “Estimar en más la calidad de americano que la de
extranjero”.
No era esa la orientación de los “doctores” del puerto que privilegiaban lo
europeo sobre lo criollo como lo demuestran los despectivos juicios de
Sarmiento sobre la casa de Rosas en Palermo, una construcción de estilo
colonial argentino, a la manera de un casco de estancia edificio, que fuera
dinamitada un 3 de febrero de 1899, aniversario de la batalla de Caseros: “(…)
¡Y ojalá que el tirano hubiera sido el hijo de una sociedad culta como Luis XIV,
habría realizado grandes cosas! Rosas realizó cosas pequeñas, derrochando
tiempo, energía, trabajo y rentas, en adquirir las nociones más sencillas de la
vida, de que carecía.
“La casa de Palermo tiene sobre la azotea muchas columnitas, simulando
chimeneas (N. del A.: burlona descripción del interesante estilo colonial
argentino). En lugar de tener exposición al frente por medio de un prado inglés
con sotillos de árboles está entre dos callejuelas, como la esquina del pulpero
de Buenos Aires (…) Manuelita no tenía una pieza donde durmiese una criada
cerca de ella, los escribientes y los médicos pasaban los días y las noches
sentados en aquellos zaguanes o galpones, y la desnudez de las murallas, la
falta de colgaduras, cuadros, jarrones, bronces y cosa que lo valga, acusaban
a cada hora la rusticidad de aquel huésped, por cuyas manos han pasado,
suyo, ajeno o del Estado, cien millones de pesos en veinte años (N. del A.:
¿reprochaba Sarmiento al Restaurador no haber sido corrupto? ¿practicar la
austeridad y la sencillez?).
“Cuando Rosas haya llegado a Inglaterra y visto a cada arrendador de
campaña, farmer, rodeado de jardines y bosquecillos, habitando cottages
elegantes amueblados con lujo, aseo y confort, sentirá toda la vergüenza de no
haberle dado para más su caletre que para construir Palermo (N. del A.: es
decir: para preferir la arquitectura y la decoración criollas). ¡Oh! ¡Cómo va a
sufrir Rosas en Europa de sentirse tan bruto y tan orgulloso!” (“Campaña en el
Ejército Grande”).
Pero la europeización civilizadora alcanzaba sólo a Buenos Aires. A eso se
refirió el caudillo catamarqueño Felipe Varela en su Manifiesto de Potosí: “La
Nación Argentina goza de una renta de diez millones de duros que producen
las provincias con el sudor de su frente. Y sin embargo, desde la época en que
el gobierno libre se organizó en el país, Buenos Aires, a título de Capital, es la
provincia única que ha gozado del enorme producto del país entero, mientras
que a los demás pueblos, pobres y arruinados, se hacía imposible el buen
quicio de las administraciones provinciales por la falta de recursos (…) A la vez
que los pueblos gemían en esta miseria, sin poder dar un paso por la vía del
progreso a causa de su escasez, la orgullosa Buenos Aires botaba ingentes
sumas en embellecer sus paseos públicos, en construir teatros, en erigir
estatuas, y en elementos de puro lujo”.
Si algo caracterizó a los caudillos federales fue su popularidad entre los
humildes, aquello que los graduó de “malditos”para la posteridad, esa ciega fe
de sus montoneras que atacaban en “montón”, de allí su nombre, que les
permitió enfrentar muchas veces con éxito, en alborotado remolino de chuzas
y lanzas, a ejércitos regulares de superior número, disciplina y armamento.
Era la devoción de quienes se sentían comprendidos por su jefe, seguros de
que interpretaba sus esperanzas como nadie y que dar la vida por él era, ni
más ni menos, jugarse por lo que daba sentido a sus vidas.
El “Chacho” Peñaloza, un caudillo tardío que sería asesinado y decapitado
a instancias del “civilizador” Sarmiento, escribirá al doctor Marcos Paz,
vicepresidente en ejercicio de la presidencia en reemplazo de Mitre que
guerreaba en el Paraguay: “Esa influencia, ese prestigio (de mis hombres) lo
tengo porque como soldado he compartido al lado de ellos por espacio de 43
años, compartiendo con ellos los azares de la guerra, los sufrimientos de la
campaña, las amarguras del destierro y he sido con ellos más que jefe, un
padre que (he) mendigado el pan del extranjero prefiriendo sus necesidades a
las mías y propias. Y por fin, porque como Argentino y como Riojano he sido
siempre el protector de los desgraciados, sacrificando lo último que he tenido
para llenar sus necesidades. Así es, señor, como tengo influencia y mal que
(les) pese la tendré”. Razón tenía Arturo Jauretche cuando decía que el
“caudillo era el sindicato del gaucho”.
No negaron la necesidad de unión entre todas las provincias pero
consideraban que ella debía respetar la autonomía política y económica de
cada una de sus respectivas regiones. Ello no impidió que con frecuencia se
trenzasen en sangrientas disputas que no reconocían otro motivo que el
malentendido, el amor propio o la violencia inercial. O la sagacidad de los
políticos del puerto, que a través del soborno o la acción psicológica,
promovían disidencias entre caudillos que, al debilitarlos, aumentaban su
poder, como sucedería a raíz del Tratado del Pilar, paradójicamente después
del triunfo provincial en Cepeda.
Los “notables” de Buenos Aires les temían y los combatían como siempre
harían de allí en más los sectores dominantes contra los movimientos
populares y sus abanderados. También se encargarán de menospreciarlos:
“¿Por qué pelean los anarquistas? ¿Quiénes son ellos? (…) Los federalistas
quieren no sólo que Buenos Aires no sea la capital, sino que como
perteneciente a todos los pueblos divida con ellos el armamento, los derechos
de aduana y demás rentas generales: en una palabra, que se establezca una
igualdad física entre Buenos Aires y las demás provincias, corrigiendo los
consejos de la naturaleza que nos ha dado un puerto y unos campos, un clima
y otras circunstancias que le han hecho físicamente superior a otros pueblos
(…) El perezoso quiere tener iguales riquezas que el hombre industrioso, el que
no sabe leer optar por los mismos empleos que los que se han formado
estudiando, el vicioso disfrutar del mismo aprecio que el hombre honrado (…)
No negamos que la federación absolutamente considerada sea buena; pero los
que sostienen que relativamente a nuestras provincias es adoptable, y sin
inconvenientes deben manifestarnos los elementos con que cuentan para la
realización de su proyecto” (Gazeta de Buenos Ayres, 15 de diciembre de
1819).
La denominación de “anarquistas” les era dada porque se oponían a la ley
del puerto, por eso nuestra historia oficial ha insistido con que los caudillos
eran bárbaros que no sólo se oponían a la civilización, tal como los unitarios
rebautizados “liberales” la entendían, sino que eran enemigos de la
organización nacional. Lo cierto es que rechazaban una organización a la
medida de los intereses porteños que siempre habían sido contradictorios con
los provinciales. “El federalismo rosista construyó a su enemigo unitario como
un ser que había traicionado a la nación uniéndose a potencias extranjeras,
como un Judas que había renegado de la religión cristiana, y como un sujeto
perteneciente a las clases mercantiles que daba la espalda al pueblo
campesino. Ser federal, por oposición, significaba sostener la independencia
de la nación, apoyar a su gobierno legítimo, sostener a la Federación (es decir
a las Provincias que habían firmado los pactos federales), y bregar por la
igualdad social (en la ropa, en el trato y en el acceso la justicia)” (R. Salvatore).
La acusación de “anarquistas” tampoco se sostiene en la presunción de
que en las provincias gobernadas por los federales no funcionaban los resortes
administrativos o judiciales. En ellas era posible denunciar delitos o reclamar
derechos y existían mecanismos que juzgaban y dictaminaban, como lo
demuestran los innumerables documentos que hoy pueden consultarse en los
archivos historiográficos.
Rosas, a pesar de su compromiso con la suerte de los intereses de los
sectores populares y de las reivindicaciones provinciales, lo que le ganó el odio
cerval de la oligarquía librecambista porteña, no dejó de ser un hombre del
puerto y sostuvo su derecho a las rentas de la Aduana. Ello fue claro cuando
en julio de 1830 se reunieron en Santa Fe los delegados de Buenos Aires,
Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes para discutir los términos de lo que habría
de conocerse como el “Pacto Federal”, instancia reflejada en el excelente
estudio preliminar de Rodrigo Rojas. Su objetivo inmediato era llegar a una
alianza para oponerse a la poderosa unión unitaria que nucleaba a San Juan,
La Rioja, Mendoza, San Luis, Santiago del Estero y Córdoba, bajo el “Supremo
Poder Militar” concedido el 31 de agosto de 1830 al general José María Paz.
En la convocatoria federal se plantea el tema del
proteccionismo a la producción y a los cultivos del interior. Su principal
promotor será Pedro Ferré, gobernador de Corrientes, quien requirió a Rosas
que modificara urgentemente la política de tarifas de Buenos Aires. Ferré era
un progresista que introdujo la primera imprenta en su provincia, estableció la
circulación del papel moneda, implantó el sistema lancasteriano en la
enseñanza y creó una escuela de primeras letras en cada cabeza de partido.
También presentó la moción de nacionalizar los ingresos
aduaneros y permitir la libre navegación de los ríos, declarando que debía
autorizarse a otros puertos, además del de Buenos Aires, a operar
directamente con el comercio exterior, disminuyendo así las distancias y
costos del transporte hacia las provincias. Tales exigencias tradicionales del
federalismo fueron acompañadas por otras: Rosas debía permitir a las
provincias que participaran en el control del comercio exterior con el objeto de
reemplazar el liberalismo económico porteño por una política proteccionista
que promoviese la agricultura y la industria en las provincias prohibiendo la
importación de productos que se obtenían en el país.
No fue una coincidencia que Corrientes asumiera el liderazgo
para formular una política proteccionista porque la expansión de su tabaco,
algodón y otros productos subtropicales dependía de la protección contra la
competencia paraguaya y, más aún, la brasileña. Y se abogaba alegando la
creación de trabajo, la calidad de los productos locales, los precios
competitivos y la pérdida de efectivo metálico a través de las importaciones
extranjeras.
“Sin duda un corto número de hombres de fortuna
padecerán, porque se privarán de tomar en su mesa vinos y licores exquisitos
(...) Las clases menos acomodadas no hallarán mucha diferencia entre los
vinos y licores que actualmente beben sino en el precio y disminuirán el
consumo, lo que no creo sea muy perjudicial.
“No se pondrán nuestros paisanos ponchos ingleses, no
llevarán bolas ni lazos hechos en Inglaterra, no vestiremos ropas hechas en
extranjería pero en cambio empezará a ser menos desgraciada la condición de
pueblos enteros de argentinos y no nos perseguirá la idea de la espantosa
miseria a que hoy son condenados”. En la Argentina, todavía sin conciencia
de Nación, se comenzaban a discutir temas esenciales que aún hoy tienen
acuciante actualidad.
José María Roxas y Patrón, el delegado porteño, replicó en un
extenso memorándum afirmando la política de Buenos Aires. Los impuestos
de protección, decía, golpeaban al consumidor y no ayudaban realmente a las
industrias locales si éstas no eran competitivas y capaces de abastecer las
demandas de la nación. La economía pastoral, base de la economía nacional,
dependía de tierras baratas, bajos costos de producción y demanda de cueros
por parte de los mercados extranjeros. La protección elevaría los precios,
aumentaría los costos y dañaría el comercio de exportación. Los que podían
beneficiarse con la protección, aparte de la economía ganadera, eran una
pequeña minoría. La masa de la población dependía del comercio exterior y,
concluía, “nada podrá convencerme de que es correcto prohibir ciertos
productos extranjeros con el propósito de promover otros que, o no existen
todavía en este país o son escasos o inferiores en calidad”.
Ferré rechazó tales argumentos. En su réplica al
representante rosista censuraría la libre competencia porque las industrias
nativas no podían competir contra los menores costos de producción de los
países extranjeros. Y así se perdían las inversiones, aumentaba el desempleo y
los gastos de importaciones llevaban a la ruina. Las provincias del interior
necesitaban la protección para salvar sus economías y Ferré aclararía que él
sólo buscaba la protección para aquellas mercaderías que el país ya estaba
realmente produciendo, no para aquellas que podría producir.
El derecho porteño a la centralización aduanera sería
hábilmente defendido porque “es un hecho que Buenos Aires paga la deuda
nacional contraída por la guerra de la independencia y por la que últimamente
se ha tenido con el Brasil”.
Buenos Aires no cedió, y el “Pacto Federal” del 4 de enero de
1831 fue concertado sin Corrientes, aunque posteriormente lo firmaría. En su
cláusula 2ª se obligaban “a resistir cualquier invasión extranjera” en
momentos en que se temía una expedición española. También las de Brasil,
Bolivia y la República Oriental en ayuda de Paz.. La 3ª se refería a las
amenazas internas a “la integridad e independencia de sus territorios”.
Curiosamente este postulado difusamente autonomista sería
utilizado veinte años más tarde por Urquiza, entonces gobernador de una de
las provincias firmantes del “Pacto”, Entre Ríos, para justificar legalmente su
alianza con Brasil para derrocar a Rosas.
Años después don Juan Manuel cederá ante el reclamo
proteccionista. De otra manera le hubiese resultado muy difícil mantener su
condición de federal. Atrás quedarían los argumentos de Pedro de Angelis, uno
de los más ilustrados voceros del régimen de Rosas, quien decía que “antes de
ser manufactureros es preciso ser labradores”. Atacaba con dureza la idea de
dar protección a la industria cuyana del vino y a la porteña del calzado porque
alzaría los precios para la masa de los consumidores y distraería hacia la
industria una mano de obra que sería mejor empleada en el sector agrario.
“Una abundante cosecha de trigo sería incomparablemente más útil a la
población que todo el producto de las industrias que, a costa de inmensos
sacrificios, se procura fomentar entre nosotros”, argumentaba. Se trataba, ya
entonces, del concepto de la división internacional del trabajo que tanta
vigencia cobraría hacia fines de siglo .
En la “Ley de Aduanas” del 18 de diciembre de 1835 , Rosas
introdujo una tabla arancelaria significativamente elevada. Partiendo de un
impuesto básico de importación del 17% las cifras aumentaban para dar
mayor protección a los productos más vulnerables hasta alcanzar la absoluta
prohibición. Las importaciones vitales, como el acero, el latón, el carbón y las
herramientas agrícolas pagaban un impuesto del 5%. El azúcar, las bebidas y
productos alimenticios pagaban el 24%. El calzado, ropas, muebles, vinos,
coñac, licores, tabaco, aceite y algunos artículos de cuero pagaban el 35%. La
cerveza, la harina y las papas el 50%. Los sombreros estaban gravados en 13
pesos cada uno. Se prohibió la importación de un gran número de artículos,
incluidos los textiles y productos de cuero; también de trigo cuando el precio
local cayó por debajo de los 50 pesos por fanega.
Se esperaba una reacción negativa del campeón internacional
del libre comercio. Sin embargo el representante británico, Mr. Spouthern,
convencido por don Juan Manuel que ejercía una poderosa influencia sobre él,
pensó que la “Ley de Aduanas” iba a estimular la capacidad de consumo en la
población a través del crecimiento de la industria local y de la agricultura,
favoreciendo la colocación de productos de su país.
Rosas, hasta ese momento primordialmente hombre de
Buenos Aires, comenzaba a actuar como autoridad nacional a favor de las
clases populares urbanas y provinciales y contra los intereses extranjeros .
El país que proponía la oligarquía portuaria, que privilegiaba lo europeo
por sobre lo nacional, que daba por sentado sus derechos a apropiarse de toda
la renta aduanera y portuaria, que despreciaba la raza que habitaba el
territorio, terminaría por imponerse luego de la polémica batalla de Pavón en
la que las fuerzas provinciales al mando de Urquiza cedieron, hasta hoy, el
terreno a las porteñas de Mitre.
La acusación de que los caudillos se oponían a dar una constitución al
país, imputación que sí alcanza a Rosas, es injusta ya que “los pactos
preexistentes” a los que se refiere el Preámbulo de nuestra constitución
nacional fueron, en su casi totalidad, acuerdos interprovinciales firmados por
los caudillos en su condición de gobernadores. Lo que estos rechazaron fueron
los intentos constitucionales unitarios propuestos por los “decentes” del
puerto, en 1819 y 1826. El primero porque no disimulaba la prepotencia
hegemónica de la burguesía comercial porteña que pretendía legitimar con
letra escrita el haber sustituido a España como nueva metrópoli colonizadora
del resto de las provincias. También porque desnudaba la posibilidad de
acomodar sus cláusulas a una constitución monárquica que acompañase a la
instauración de Carlos de Borbón, duque de Lucca, si prosperaban las
negociaciones que por entonces llevaban adelante, secretamente, los
directoriales. El Director Supremo Pueyrredón fue obligado a renunciar por la
indignación popular cuando trascendieron las maquinaciones. En cuanto a la
de 1826 consagró arbitrariamente como presidente de la Nación a Rivadavia
sin la anuencia de las provincias en un acto viciado de nulidad porque el
congreso que sancionó dicha ley tenía sólo atribuciones constituyentes. Pero lo
que más indignó a los federales fue su contenido centralista que, por ejemplo,
pretendió legitimar, lo que sucedía con frecuencia por el uso de la fuerza, que
los gobernadores provincianos serían designados por el “presidente”.
Caído Rivadavia por la suma de corruptelas y arbitrariedades rematadas
por la ominosa entrega de la Banda Oriental al Brasil, asumió Manuel Dorrego
ya no como presidente sino como gobernador de Buenos Aires. Dorrego,
representante de Santiago del Estero en la Legislatura, partidario del
federalismo que había conocido y estudiado durante su destierro en Baltimore,
convocó a las provincias para darse una carta constituyente que respetase los
derechos de las provincias. Lamentablemente el ominoso asesinato de
Dorrego, de tan nefastas consecuencias para el curso de nuestra Historia,
frustró el intento.
Los pactos interprovinciales dieron alguna precaria articulación a las
Provincias del Plata y evitaron que el territorio original del virreinato se
disgregara más allá de la autonomía del Paraguay firmada el 12 de octubre de
1811, a la que seguiría, con la insólita desaprensión de los unitarios a quienes
sólo importaba el puerto y la pampa húmeda y su vinculación con Europa, la
separación del Alto Perú, hoy Bolivia, el 8 de agosto de 1825. Más tarde sería
la Banda Oriental independizada por presión de Gran Bretaña y anuencia de
los rivadavianos en 1828.
Las provincias fueron definiendo su identidad y su espacio: en 1813 y
1814 se crearon las provincias de Cuyo, Corrientes Entre Ríos, Salta y
Tucumán, en 1815 Córdoba y Santa Fe, en 1820 y 1821 Cuyo de dividió en
Mendoza, San Juan, San Luis, Santiago del Estero y Catamarca. Buenos Aires
se daría forzadas instituciones provinciales en 1820 a raíz de su derrota en
Cepeda. Al declararse autónomas casi todas ellas se dieron constituciones
escritas, propias, adaptadas a su realidad, configurando un derecho provincial
argentino que no se importó de ningún país extranjero ni tampoco fue
concebido por estudiosos de la teoría constitucional à la page. Para el espíritu
nacional de los caudillos provinciales y de Rosas nada más alejado e
inconveniente que una constitución copiada de Europa o de lo Estados
Unidos, de otras realidades ajenas a las propias. Refiriéndose al Estatuto que
López dictó para Santa Fe en 1819 opinaría A. Sampay: “Es la ley, real y viva,
para ese momento y ese lugar”. A eso los doctores de Buenos Aires y sus
aliados del Interior le llamarían “anarquía”.
La idea de Rosas era que el dictado de una constitución no sólo no
respondería a una realidad de un territorio disgregado sin referente nacional,
sino que agravaría los conflictos, como efectivamente sucedió durante los diez
años de sangrienta anarquía que siguieron a Caseros y que se resolvieron,
también sangrientamente, por la consiguiente represión militar a cualquier
atisbo de federalismo. El realismo del Restaurador lo inclinaba por los pactos
interprovinciales que tejerían una Confederación en la que los estados
garantizaban el recíproco interés en la convivencia pacífica, el derecho a la
designación de sus propias autoridades, la unidad militar ante la agresión
externa, la representación común para los asuntos exteriores, pero guardando
siempre sus propias independencias para revisar las condiciones pactadas y
denunciar los acuerdos si fuera necesario
Así lo escribió Rosas al santafesino López: “Todo lo que no se haga por
tratados amistosos en que obre la buena fe, el sincero deseo de unión, y un
conocimiento exacto de los intereses generales aplicado con prudencia a las
circunstancias particulares será siempre efímero, nulo para el bien, y sólo
propicio para multiplicar nuestros males”. Nada que fuera impuesto por los
doctores sabihondos exiliados en Montevideo, que habían abrevado en textos
de quienes eran ajenos a las especificidades de un pueblo que estaba
mayoritariamente compuesto por gauchos, mulatos, indios, orilleros y un
territorio que se extendía mucho más allá del puerto.
El respeto de la voluntad popular por parte de don Juan Manuel y que
caracterizó al caudillaje federal al que representaba fue evidente cuando,
luego de Barranca Yaco, se lo convocó otra vez para poner dique a la amenaza
de anarquía y entonces exigió que se llamase a un plebiscito del que nadie
estaría excluido de votar para consultar si el pueblo estaba de acuerdo. Su
clara intención era comprobar, también demostrar, que su designación no la
debería a los “decentes”. De 9520 sufragios sólo hubo 9 en contra. El nombre
de plebiscito era adecuado, pues por primera vez en la historia de Buenos
Aires se convocó a votar a la plebe, es decir que de él participaron todos los
ciudadanos sin distinción de clases sociales. Antes de ello ya Güemes había
convocado a elecciones sin restricciones de clases sociales para consagrarse
gobernador de Salta y Artigas lo había hecho también para consensuar
decisiones tácticas y estratégicas.
En el texto del Pacto Federal de 1831 se preveía la convocatoria de un
Congreso General Federativo de propósito constitucional pero no era intención
de Rosas convocarlo a la brevedad, como es claro en otra carta a López: “No
conviene apresurarnos. Primero es sembrar cosechar la paz y afianzar el
reposo; esperar la calma e inspirar recíprocas confianzas antes de aventurar la
quietud pública”. Sus ideas al respecto están esclarecidas en la célebre carta
de la Hacienda de Figueroa que quedó manchada con sangre cuando Facundo
fue asesinado. Y que puede leerse en el apéndice documental de este libro.
Rosas, remiso como ya se ha dicho a una constitución nacional, durante
los años de su gobierno promovió y favoreció el dictado de constituciones
provinciales y así lo hicieron Corrientes en 1838, Jujuy en 1830, San Luis en
1832, Santa Fe en 1841 y Santiago del Estero en 1835. J. M. Rosa lo explicó
así: “La estrategia federativa de Rosas abordaba lo particular antes que lo
general, porque para consolidar la Confederación se necesitaban provincias
bien organizadas. La estrategia unitaria en cambio se trazaba desde los
general hacia lo particular porque para someter las autonomías provinciales
era imprescindible organizar un poder central”.
La postergación de los caudillos federales en la memoria argentina se hace
evidente en la capital, Buenos Aires, donde ninguna de sus calles lleva el
nombre de López, Ramírez, Ibarra, Peñaloza, Varela o Bustos. Mucho menos el
de Rosas. Por que no sólo fueron derrotados en los campos de batalla sino,
fundamentalmente, en nuestra historia consagrada. A ello se refirió Sarmiento
en su carta a Nicolás Avellaneda del 16 de diciembre de 1965, desde Nueva
York:”Necesito y espero de su bondad me procure una colección de tratados
argentinos, hecha en tiempos de Rosas, en que están los tratados federales,
que los unitarios han suprimido después con aquella habilidad con que
sabemos rehacer la historia”.

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