MMMM - La Mirada de los Jovenes

Transcripción

MMMM - La Mirada de los Jovenes
Segundo premio
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U
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por Dolores Battaglia
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El recreo es mi parte favorita de la escuela. Bah, ya no tanto. Hace poco sacaron todos los bancos y los maceteros
con plantas. Dijeron que era peligroso, que
los chicos nos podíamos lastimar. A mí
me encanta hacer equilibrio y los bordes
de los maceteros eran perfectos. Ahora
el patio es sólo un cuadrado de cemento.
No quedó ni un lugar para escondernos.
Todos a la vista. Hasta se dan cuenta si tenemos los cordones desatados y
viene una maestra a avisarnos para que
no nos tropecemos. Tampoco podemos
correr. Y los juegos sin correr son bastante aburridos. Así que no, el recreo
ya no es mi parte favorita. Pero es que
dan unas ganas. Tanto lugar libre, sin
tener que estar sentado... Y a mí eso de
no moverme mucho no me sale fácil. A
veces me choco con otros chicos. Dicen
que no presto atención, que ando mirando para cualquier lado.
Después hay que entrar a clase y se acabó. Todos sentados en sus sillas. Juro que
hago un esfuerzo y muchas veces me sale
bien, pero otras… ¡Qué difícil es quedarme
sentada! Yo trato de dejar la cola en la
silla, pero mis pies son otra cosa. Bailan
para todos lados. Zapatean un poco, se
amontonan uno arriba del otro. No lo
puedo evitar. Pasa que me vienen unas
cosquillitas en los pies. Sí, empieza por los
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pies y después es todo el cuerpo el que no se puede quedar quieto.
Me parece que cuando inventaron las sillas, no pensaron en mí.
Cada dos por tres me mandan a Dirección. Y ahora también a
la psicóloga del colegio. Y llaman a mi mamá. Y todos hablan.
Habla mi mamá. Habla la maestra, la directora, la psicóloga. Yo no hablo mucho. Yo las miro desde acá abajo.
La directora combina tan mal la ropa que distrae.
Encima los anteojos que usa tienen unas
cadenitas de colores y de un lado le
faltan unas pelotitas. Y yo estaba
pensando en eso, si se le habrán
perdido, si se rompieron o qué.
Entonces no escuché bien lo que me decía. Y cuando le pedí que
me repitiera, medio que se enojó.
Ahora parece que tengo un problema. No sé, creo que el problema lo
tienen ellas que no saben qué hacer conmigo. Como que molesto.
Mi mamá está cansada y se pone un poco nerviosa. “¿Tanto te cuesta
ser normal?”, me dijo el otro día. Qué se yo. Hago lo que puedo.
Por suerte este año está con más trabajo y no puede buscarme
a la salida del colegio. Entonces viene la tía Ine y vuelvo a casa
con ella. La tía siempre me trae alguna sorpresa: una mandarina para ir comiendo en el camino, una pulsera que hizo con
hilitos de colores, una piedra con forma de corazón que encontró en la plaza. Y me hace reír. La tía Ine es buena con eso. Y
no le molesta si voy saltando al lado de ella. A veces jugamos
a ver quién salta más alto. Además le gusta ir por caminos
distintos. “Muchas maneras. Las cosas se pueden hacer siempre
de muchas maneras”, me dice. Entonces doblamos en cualquier
esquina y caminamos por cuadras que no conozco. Y yo encuentro árboles nuevos, miro vidrieras, me subo a los bordes de
los canteros y hago todo el equilibrio que en el colegio no me
dejan. La tía Ine no me apura. Nunca me apura.
Fue en una de esas vueltas a casa que lo descubrí. Era un
ventanal enorme y desde afuera se podía ver el
piso de madera y espejos en las paredes. Me pegué
al vidrio y miré. Un montón eran, todas con sus
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rodetes prolijos y polleras que flotaban. Levantaban las piernas y se paraban en puntas de pies, giraban, saltaban, estiraban los
brazos y daban otra vuelta más. No podía
dejar de mirarlas. Y pasó lo que no pasa
nunca. Me quedé quieta. Congelada.
Ni sé cuánto tiempo estuve así. Sólo podía concentrarme en la musiquita que se
escuchaba a través del vidrio y esos pies
que no paraban de moverse.
”Yo quiero eso”, alcancé a decir.
La tía Ine se rió.
“¡Claro que querés eso!”
Entramos y ella preguntó. La semana si-
guiente podía ir a una clase de prueba.
Jueves a la tarde. Me dieron un folletito
y nos fuimos a casa. Después le contamos a mamá y la idea no le pareció
tan mala. Dijo algo así como que iba a
ayudarme en la postura y la disciplina y
a hacer algo útil, en lugar de estar moviéndome por todos lados porque sí.
Esa semana fue larguísima. La escuela
estuvo más aburrida que nunca y yo sólo
pensaba en cuántos días faltaban para
poder ir a mi primer clase de baile.
En el recreo practiqué un poco y levanté
mis piernas alto para ver hasta dónde
llegaban. Primero una y después otra.
Las balanceaba para adelante y para
atrás. No duré mucho. No porque me
haya caído, que casi pasa, sino porque
enseguida vino una maestra a decirme que pare, que le podía
pegar a algún chico. Siempre tan atentas las maestras.
Pero un buen jueves, llegó el día. Tía Ine me había comprado
una malla y me hizo una colita alta para que no me moleste
el pelo. Ella y mamá me acompañaron y se quedaron sentadas
en un banquito al costado del salón.
Entré corriendo y me paré cerca de las otras chicas. Estaba
nerviosa, pero más estaba contenta. Me dolían los cachetes
de tanto sonreír. Por fin un lugar donde saltar,
girar y que nadie me rete si no estoy sentada.
La maestra de baile era alta, tenía puesto un
vestido negro, todo el pelo tirante para atrás
y caminaba bien derechita. Parecía un pájaro, como una cigüeña, un flamenco o
un pavo real, pero flaco. Puso una música de fondo y empezó la clase. Nos
estiramos y después nos pidió que
pongamos los pies así como ella.
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Eso no me salió. Ni cerca. Mis pies no se parecían a los suyos ni
a los de las otras chicas. Y mi cuerpo menos. Primera posición,
segunda, tercera y así. Yo no entendía nada.
¿No vamos a bailar?
Entonces vinieron las cosquillas otra vez. Esas que no controlo. Y
mis pies se empezaron a mover. Ni primera, ni segunda ni cuarta. En cualquier orden, en cualquier posición. Cerré los ojos y sin
querer empecé a caminar en puntas de pies. Sólo escuchaba la
música de fondo. Los brazos se me levantaron y me puse a girar.
Saltaba para todos lados. A veces iba al piso y rodaba. Y me
volvía a parar y seguía saltando. Bien alto. Volaba. Daba vueltas
y más vueltas. Me hacía chiquita y después bien grande. Estiraba
los brazos. Por momentos iba lento y otras más rápido. Mis pies
me llevaban y yo me dejaba llevar. No me importaba nada.
De pronto, apagaron la música. Abrí los ojos y vi que todos
me estaban mirando. Me quedé quieta. En silencio. La maestra
pájaro con la cara seria, ni pestañeaba, como enojada y confundida al mismo tiempo. Parecía que quería retarme pero no
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le salían las palabras. Las otras chicas me señalaban como si
fuese un bicho raro. Algunas se reían. Me dio mucha vergüenza.
Agaché la cabeza y miré de reojo el banquito al costado del
salón. Mi mamá se tapaba la cara con la mano. Quería irme
corriendo de ahí. No sabía qué hacer. Nadie sabía que hacer.
Pero entonces, la tía Ine se paró y empezó a aplaudir. Fuerte.
Era lo único que se escuchaba en todo el salón. Me miraba
a los ojos sonriendo.
No paraba de aplaudir y desde lejos me repetía bajito:
“Muchas maneras.”
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fin

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