breve glosario razonado de la comunicación y la información

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breve glosario razonado de la comunicación y la información
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BREVE GLOSARIO RAZONADO DE
LA COMUNICACIÓN Y LA INFORMACIÓN
Libro: 18 Ensayos Sobre Comunicaciones. Antonio Pasquali
JUSTIFICACIÓN
Las siguientes explicaciones de los términos más relevante aparecen en textos,
resoluciones y declaraciones vinculados a los procesos de comunicación y de
información son apenas un ayuda-memoria destinado a recordar lo medular de cada
concepto, actualizar criterios interpretativos y ayudar -en toda la medida de lo posible- a
que desde diferentes horizontes culturales se puedan usar términos aceptablemente
unívocos cuando se discutan temas de comunicación o información. No pretenden pues
imponer definiciones o proponer una hermenéutica más que otra, sino sugerir marcos de
referencia que permitan evitar malentendidos y editar en algo el mutuo entendimiento.
A las jóvenes ciencias o disciplinas de la comunicación y de la información —
cuyas aplicaciones tecno-industriales evolucionan a ritmo irrefragable- no les ha sido
fácil elaborar un vocabulario propio, por lo que se vieron obligadas a expresar varios de
sus conceptos esenciales con términos sacados a préstamo de otras ramas del saber, los
cuales quedan frecuentemente impregnados de su anterior carga significante. Y no es
todo. Dichas significaciones tampoco han sido siempre y necesariamente unívocas; ellas
provienen de diversas latitudes lingüísticas y ocultan a veces, bajo un mismo término,
profundas variedades connotativas, por lo que el fenómeno «torre de Babel» o de
inadecuación significante/significado es en nuestro ámbito más frecuente de lo que sería
deseable. Varios debates internacionales de los años 70 y 80 sobre «libre circulación de
la información», por ejemplo, terminaron siendo verdaderos diálogos de sordos porque
sus interlocutores manejaban, a menudo sin concientizarlo, distintas y hasta divergentes
nociones de información y sobre todo de libertad; empleaban iguales palabras pero
pensaban en cosas diferentes. Esto, sin mencionar más deliberadas manipulaciones de
términos ya de por sí ambiguos, lo que añade confusión y ruido. En los actuales
momentos, sirva este otro ejemplo, la supuesta necesidad de controlar informaciones
por razones de seguridad o de lucha antiterrorista es disfrazada bajo anodinos clichés
verbales del género information security o network security, vaguedades terminológicas
para no llamar por su verdadero nombre el espionaje masivo de mensajes. Términos de
radical importancia, tales como información o acceso, entre otros, siguen siendo hoy,
como dirían los semiólogos, altamente polisémicos, y hubiera sido deseable, por
ejemplo, que la secretaría de la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información,
CMSI (Ginebra 2003-Tunez 2005), hubiese previsto la confección de un vocabulario
terminológico consensual a distribuir entre los actores de la reunión, a fin de reducir por
adelantado los niveles de confusión semántica. La definición de información que
privilegia la UIT, vaya este último ejemplo, no coincide con la que se maneja
comúnmente en otros organismos intergubernamentales, ni con la de los informáticos
puros, ni con la de quienes trabajan con la noticia.
La multiplicación de canales comunicantes y la digitalización de todos los
códigos existentes, la mundialización e instantaneidad de la mensajería electrónica, el
creciente peso económico, militar, político y cultural de los procesos de información y
comunicación, con sus incesantes cambios en producción, conservación, difusión,
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vectores, codificación y controles de los mensajes, vuelven siempre más complejos
dichos procesos, aumentando nuestros niveles de babelización y nuestra fragilidad ante
la manipulación semántica. Ojalá puedan las reflexiones siguientes aportar las premisas
de alguna univocidad terminológica, propiciando un mejor entendimiento mutuo y una
mayor y una mayor comprensión de lo que queremos realmente decirnos cuando
dialogamos de comunicación e información.
RELACIÓN HUMANA
Esta noción universal y compleja, para nosotros capital, no se emplea con la
frecuencia deseable; nada extraño que no figure, o comparezca como al azar dentro de
algún considerando, en los documentos finales de la CMSI, una asamblea que sin
embargo evaluará y hasta incidirá sobre ciertos parámetros hoy fundamentales de la
relación humana tal como la concebimos y practicamos los contemporáneos.
El imponderable y lógicamente indefinible concepto de relación ocupa, con unos
pocos más, el empíreo del pensar. El humano saber es fruto de adecuadas relaciones
entre el entendimiento y las cosas pensadas, y todas las cosas son comprendidas por la
razón en la medida en que logramos relacionarlas con otras cosas o conceptos. Las
filosofías occidentales ubicaron la relación entre las formas supremas del entendimiento
clasificadas como «categorías» y se dedicaron, mediante procesos descendientes
llamados de esquematización, a ordenar los diferentes compartimientos en que
subdividieron la totalidad de las cosas, según el modo en que se manifiesta en cada uno
de ellos la relación.
Desde un comienzo, el microcosmos del hombre es percibido como reino de la
relacionalidad mejor lograda. El ser humano es tal (y es único, superior a todos los
demás y hasta rujo de Dios) porque es el solo que sabe relacionarse inteligente y
conscientemente con sus semejantes y formar comunidad. Comunidad pasa a llamarse
así el modo como se manifiesta la relación en el compartimiento de los seres racionales.
Llena de asombro aún hoy constatar que el primero en indagar el problema, Demócrito
de Abdera, determinó de una vez por todas, en el siglo V a.C., que el homínide había
abandonado su condición bestial y la manada sólo el día que pudo dar con la invención
comunicante del lenguaje. Sentenció pues por los siglos de los siglos que sin una
relación de comunicación nunca hubiésemos pasado de la bruta copresencia entre
animales a la coexistencia, que implica la conversión del otro en prójimo y la
convivencia con él, accediendo así a esa forma superior y racional de la relación que es
la koinonía o comunidad (cum-munis es compartir cargas, obligaciones, lenguaje,
creencias, etc). Aseveró, pues, hace veintiséis siglos, que sin comunicación no hay
comunidad posible. Felizmente, casi todos los idiomas modernos han conservado los
mismos radicales kóinos, común, y kói-nesis, comunicación, o communis, communitas,
communi-catio, a fin de recordarnos para siempre la inherencia de comunicación y
comunidad.
De aquella imperecedera aseveración muchos corolarios se desprenden.
Retengamos éste: si es cierto que sin función comunicante no hay comunidad posible,
igual certitud existe de que toda modificación espontánea o inducida en el
comportamiento comunicacional de un grupo social genera cambios en el modo de
percibir, sentir y tratar al otro, en el ejercicio de la relación humana y, por ende, en el
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modelo vigente de comunidad. Hablar de comunicación e información es pues referirse
sin circunloquios, siempre y necesariamente, a la esencia de comunidad y relación
humana, lo que hace inaceptable cualquier reducción de aquéllas al lecho de Procusto de
una tecno-economía interesada en descalificar y minimizar las repercusiones sociales
del factum comunicante. Por el contrario, a la sociedad le asiste más bien un permanente
e irrenunciable derecho ontológico de mirada y control sobre toda decisión que afecte el
comunicar y el informar, por ser la esencia de lo social, de lo comunitario, de la humana
relación. El orden mundial actual tiende inversamente a privilegiar los intereses
políticos y económicos que buscan más bien pilotear el ser y el devenir social mediante
controles comunicacionales e informativos. Tan innatural y abusiva inversión terminará
por chocar de frente contra la creciente lucidez con que la comunidad internacional mira
hoy hacia fundamentales contratos sociales aún no estipulados, entre ellos el relativo a
quién corresponde ejercer la autoridad en comunicaciones, la función más
consustanciada con la convivencia humana.
La relación comunicante genera y altera pues relaciones comunitarias, lo que
hace que toda sociedad sea fiel reflejo de sus redes comunicantes. La aseveración no es
ideológica, pero vuelve ideológicamente sospechosos los intentos de privilegiar
discursos asépticos y desocializados del comunicar y del informar, reduciendo tales
procesos a dimensiones semiológicas, científico-técnicas o mercantiles.
Lo que antecede no es un teorema pesimista, una remota hipótesis. Vivimos una
delicada transición histórica, la neoliberal, en que mucho poder decisional es
deliberadamente sustraído a sus órganos naturales -generalmente de la familia de las
Naciones Unidas- y confiado a nuevos centros de poder. Desde hace decenios no cesa el
intento de desacreditar y vaciar de sustancia a las Naciones Unidas («no una buena idea
mal aplicada, sino sencillamente una mala idea», seguía sentenciando el Washington
Post en marzo de 2003), como premisa a su reemplazo por un más controlable sistema
paralelo. En el nuevo mega-club patronal FMI/BM/OCDE/ OMC/G8, de competencias
cada día más amplias, el generoso principio multilateral de un país-un voto es
reemplazado por un gerencial voto ponderado (en el FMI el voto del país más rico pesa
1.322 veces más que el del más pobre). Problemas como los de la propiedad intelectual
o de la asbesto-•s son ahora materias de la OMC; el del agua -cuesta creerlo- ha pasado
a ser de la competencia del... Banco Mundial. Mucha capacidad de decisión en materia
de comunicación e información ha sido igualmente forzada a emigrar a instancias cada
vez menos intergubernamentales, más privatizadas y propensas a privilegiar los
enfoques tecno-económicos de quienes pretenden encarnar l'esprit du sérieux y la
profesionalidad mientras descalifican los enfoques sociales. A ese respecto, la sociedad
civil no habrá de olvidar que en tales ejercicios de mudanza y amputación se suele
perder en racionalidad y en moralidad social todo lo que se llevan de ganancia las partes
interesadas. La emigración forzada del gran tema de la comunicación a la UIT, reducido
además al subcapítulo información (nos referimos a la ya citada Cumbre), es con
verosimilitud uno de tales casos. La UIT se auto-define como un «organismo
especializado en las tecnologías de la información y de la comunicación» (su sola
competencia es pues el hardware), y es una de las partes del sistema de las Naciones
Unidas cuya privatización está más avanzada. De su inédito e importante Reform
Advisory Panel (RAP), creado en Minneapolis, forman parte la Cámara de Comercio
Internacional, Cisco, AT&T, Nortel, etc., y en la lista de sus «invitados» han figurado
WorldCom, Global Crossing, Qwest, AOL Time Warner o Xerox, empresas en parte
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desaparecidas, o en bancarrota fraudulenta, o pesadamente endeudadas, que llegaron
incluso a recomendar de auditor oficial de la UIT a la empresa norteamericana... Arthur
Andersen, hoy desaparecida por fraudes múltiples. La UIT de hoy es un organismo aún
formalmente intergubernamental, el cual proclamó con orgullo en marzo 2002, desde
Istambul, que «the new telecommunication world is one that can be characteri-sed as
prívate, competitive, mobile and global». Este es el organismo (que ya nada tiene que
ver con el que publicara en 1985 el esperanzador Informe Maitland: el eslabón fallante)
al que ha confiado el secretario general de la ONU la organización de la Cumbre
Mundial, con el mandato «de desempeñar en ella un rol capital», y que pudiera buscar
allí resultados satisfactorios a los ojos de su RAP para alejar el espectro aparecido en su
Plenipotenciaria de octubre 2002: una baja importante de la contribución de los países
del Norte a su presupuesto.
Entre los futuros resultados de la Cumbre hospedada por la UIT cabe pues
imaginar, por ejemplo, que sólo producirá etéreas declaraciones de principios, las cuales
dejarán intactas todas las macro-realidades del sector, o que logrará con astucia
revigorizar el gigante industrial/mercantil de las telecomunicaciones, hoy debilitado por
las recaídas de dos catastróficas especulaciones, las de Internet y del UMTS, que se
verán en capítulo sucesivo (durante las PrepCom, varias ONG creyeron percibir una
tendencia a convertir la Cumbre en «una promoción de Internet»).
Los escenarios pueden variar, o resultar sorpresivos, pero una cosa puede darse
por descontada. Mientras discute de ayudas al desarrollo, gigabytes, costos, derechos,
frecuencias, digitalización, densidades, seguridad, códigos, accesos, Internet o
confidencialidad, la Cumbre -al presagiar nuevos patrones comportamentales en la
llamada sociedad de la información- estará facilitando decisiones a futuro que tarde o
temprano modificarán, para bien o para mal, la relación comunitaria. Quienes se
preocupan por una teleología de relaciones más justas entre seres humanos, y luchan por
el advenimiento de una familia del hombre razonablemente pacificada y concorde, no
dejarán de ponderar -contra las dominantes reducciones- los trabajos y resultados de la
Cumbre, y de las reuniones que le seguirán, en términos de sus repercusiones sobre la
humana relacionalidad.
DEONTOLOGÍAS, MORALES, ÉTICA
Una discreta cacofonía, no exenta de cierta comicidad, reina hoy en el
disminuido vocabulario moral de la humanidad, apabullado por los glamorosos
diccionarios tecnológicos y económicos que todos quieren hablar. Jefes de Estado,
managers y líderes pregonan por doquier la necesidad de un rescate ético y moral,
fórmula en la cual no se entiende bien qué es ética y qué es moral, si la más respetable
ética está ahí para realzar un poco la mala imagen que tiene la moral, si se trata de un
conjunto incongruente de significados latinos y sajones, o si son lo que los franceses
llaman mots de paresse, que suenan bien (como la aldea, global de los años sesenta) y
que los líderes de opinión han adoptado sin tantas preguntas. Un mínimo de claridad
terminológica se impone aquí.
Pero, ¿por qué aclarar conceptos propios de la filosofía moral en estas
reflexiones sobre los términos de mayor uso en comunicación e información?
Principalmente por dos razones:
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1. Porque tanto comunicación como moral versan sobre nuestra co-presencia y
trato con el otro, y son las dos subcategorías de la Relación más emparentadas a escala
antropológica, tanto en sentido histórico como conceptual. Tras hallar en la
comunicación el comburente de su sociabilidad, el grupo humano se vio pronto
obligado, si quería sobrevivir, a asegurarse un mínimo de concordia, lo que logró
mediante pacto social, dándose normas de convivencia (no extrañe pues que durante
milenios la humanidad haya considerado a la justicia, el convivir armonioso, como
suprema virtud moral). Toda posterior normativa o nomotética humana tiene su origen
en un originario plexo moral, y a la moral vuelve por ejemplo el Derecho en busca de
nuevos principios cuando de enfrentar inéditas crisis se trata. El comunicar es un hecho
moral, de relacionamiento interpersonal, aun antes de ser un hecho político, de
construcción social. Comunicación y normas de comportamiento para la convivencia:
dos maneras primigenias, esenciales y emparentadas de referirse a la relación humana.
2. Porque ninguna compulsión foro exteriore -démoslo por cierto- logrará dar
vida a un uso éticamente más justo de las funciones de comunicar e informar, esto es,
a más pluralismo, reciprocidad y genuina democracia. Sólo una nueva moral
del
comunicar, adoptada foro interiore por la mayoría de los sujetos de la
comunicación,
más concretamente una nueva moral de la intersubjetividad que conciba normas
superiores de comportamiento comunicacional e informativo,
podrá derrumbar con
el tiempo las verticalidades, injusticias, controles e inmoralidades actuales que padecen
incluso sociedades consideradas liberales. En cambio, una nueva moral del comunicar sí
puede ser poderosamente
acelerada en su advenimiento por un coherente derecho a
la comunicación que democratice los actuales derechos consuetudinarios en
comunicaciones, plagados de autoritarismos.
Como quiera que nunca faltan referencias a la dimensión moral del comunicar,
conviene aclarar cuando menos el sentido de los tres términos siguientes:
Deontologías: pese a su aspecto culterano, es un vocablo a recuperar y
reintroducir pronto en el lenguaje moral de todos los idiomas, lo que evitará más de un
malentendido. Deontologías (o «morales profesionales») son conjuntos coherentes y
puntuales de normas autrorreguladoras, de autoestima, buen ejercicio y respeto al
beneficiario de actividades o profesiones específicas, desprovistas de sanciones en
sentido jurídico. Suelen expresarse en códigos deontológicos (el del médico Hipócrates
es su arquetipo), siendo a proscribir la fórmula demasiadas veces empleada en su lugar:
«código de ética», por generar tremendas confusiones. Las deontologías pueden
prestarse a alguna deshonestidad moral cuando, en nombre de libertades o intereses
grupales, pretenden sustraer dichos grupos a la necesaria función de watch-dog que
corresponde a la sociedad, a su moral social y a sus códigos legislativos, ofreciendo
reemplazarlos por autovigilancia y tibias sanciones internas. Un mundo de la praxis
regido por puras, contradictorias y asistemáticas deontologías o micro-normas
sectoriales, sería un mundo moralmente anárquico y políticamente hobbesiano, sin
moral y sin Leyes. Las deontologías pueden pues asegurar una útil y más fina
regulación comportamental cuando añaden una sobrenorrmatividad a preexistentes y
respetadas normas morales y jurídicas, o pueden convertirse en coartada cuando
pretenden eludirlas esquivando la sanción jurídica administrada por el Estado.
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Morales: así en plural, porque mientras sobrevivan las fecundas diversidades
culturales que los Estatutos de la Unesco piden salvaguardar, no hay posibilidad de que
prospere, gracias al cielo, una moral única y universal. Las morales son conjuntos
coherentes, genéricos, históricos y sistematizables de normas en constante evolución,
destinadas a proporcionar, a comunidades con creencias y principios compartidos,
criterios axiológico-prácticos para todo tipo de acción. El hecho de que todos los grupos
humanos, sin excepción, se doten de normas morales, codificadas o ágrafas, sencillas o
complejas, confirma la cartesiana imprescindibilidad de una concepción práctica del
mundo. La sistematicidad la no contradicción y alguna jerarquización axiológica entre
normas son rasgos sine qua non de un verdadero sistema moral (un refranero popular,
mezcla de abigarradas y frecuentemente contradictorias protonormas morales, aún no es
una moral). La tan maltratada moral social, citada en las Constituciones de casi todos
los países, expresa en los términos menos imperfectos posibles el hecho muy real de que
cada sociedad -nacional en este caso- se acoge a un grupo de valores, normas y deberes
más que a otros, por lo cual aquello que resulta debatible o condenable para una moral
social (control de natalidad, respeto a preferencias sexuales, eutanasia, etc.), resulta
normal y aceptable para otra. La vigencia de las morales en el tiempo depende de su
capacidad de seguir asegurando patrones de recto comportamiento aun en situaciones
inéditas; al fallar en esto, su credibilidad merma y la moral social comienza a: a)
secretar respuestas amorales ante estímulos por ella desconocidos; o b) buscar más
principios incluyentes que permitan comprender moralmente lo nuevo. La ciencia, la
tecnología y la economía, en bulliciosa evolución, generan y diríase que favorecen hoy
comportamientos amorales (primer paso en el breve camino a la desmoralización y la
inmoralidad), más que preocupadas búsquedas de superiores principios morales. En
comunicaciones e informaciones, este fenómeno es evidente: se cultiva el
encandilamiento tecnológico en busca de consensos a-morales y para obviar estorbosos
cuestionamientos sobre autoridad y contenidos, así como se invocan los códigos
deontológicos para no responder por contenidos ante la sociedad.
Moralismo, por su parte, puede indicar: a) en sentido fuerte y positivo, la
propensión a someter toda realidad, situación o comportamiento a la interrogante moral
básica: cuánta felicidad pueden proporcionar a todos, o cuando menos a la mayoría de
los hombres; y b) en sentido laxo y negativo, la propensión a expresarse constante y
desatinadamente, o fuera de propósito, en forma sentenciosa y pedante.
Ética: este término debe reservarse con carácter exclusivo y excluyente a la
filosofía de la moral, que es una sistematización metafísico-gnoseológica de las morales
reales e históricas (la definición kantiana de ética como metafísica de las costumbres
morales sigue siendo impecable). La ética sólo brota cuando la razón se pregunta por
qué hay morales, cuáles son los principios supremos, universales e intemporales que
recorren todas las morales, por qué el hombre es el único ente moral, cuál es el origen
de los grandes principios morales. No hay pues éticas, sino como partes coherentes de
algún sistema filosófico; cualquier otro uso de este término es inapropiado y
confusionista.
Podemos pues hablar de la ética de Hume o de la Escuela de Frankfurt, de la moral del
pueblo griego o del nazismo, de la deontología de médicos o comunicadores.
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El término ética debiera emplearse sólo en congresos de filosofía; las
deontologías resultan a veces sospechosas cuando sus defensores son a la vez
portadores de grandes intereses extramorales; la moral necesita una fuerte
reactualización semántica y práctica, so pena de ver sus grandes principios abandonar
uno tras otro la escena, reemplazados por otros -e origen económico, militar, político,
científico o tecnológico (para más detalles, ver infra Cap. II).
INFORMAR, COMUNICAR
Numerosas son las acepciones de estos dos fundamentales conceptos, así como
sus definiciones.
Comunicación es un término que las modernas ciencias sociales y naturales han
rescatado del olvido y el desuso hace poco más de un siglo apenas, obligadas por el
advenimiento de sustantivos progresos en medios de comunicación «reverenciemos de
paso el conocido elogio que en 1630 Galileo dirige a ... aquella mente eminente que
imaginó la manera de comunicar sus más recónditos pensamientos a cualquier otra
persona, aun alejada por larguísimos intervalos de espacio tiempo (...) mediante
diversos ensamblajes de unos i^einte caracterzuelos sobre una hoja de papel...). Pero
«progreso» no connota aquí la genérica multiplicación de canales artificiales y su
crecimiento cuantitativo en la era industrial, sino tres fenómenos muy precisos que han
transformado cualitativamente la humana relación: a) la masiva reproducibilidad técnica
de los mensajes; b) la progresiva irrelevancia de la variable «distancia» espacial y
temporal; y c) la codificación de lo antes incodificable, como sonidos e imágenes. No
fueron, en efecto, ni la anotación musical de Guido d'Arezzo ni los caracteres móviles
de Gutenberg los que indujeron a desempolvar el muy genérico término comunicación,
sino un encadenamiento de invenciones como el daguerrotipo, la rotativa, el telégrafo
alámbrico, el fonógrafo y el cinematógrafo, que hicieron posible a partir del siglo XIX
una mutación cualitativa en las relaciones humanas.
Información, por el contrario, es un término que puede rastrearse casi
ininterrumpidamente desde la época clásica, cuando florece como concepto filosófico
destinado a connotar la compenetración o imposición de una forma, idea o principio, en
una materia que queda así «in-formada» o «formada», como en los plexos estatuamármol o alma-cuerpo (un vetusto pero irremplazable sentido que nos sigue ayudando a
mejor comprender relaciones más concretas, por ejemplo entre información y opinión
pública). Luego, durante largos decenios, su uso fue prácticamente acaparado por el
periodismo. De nuestros tiempos, como señalamos, la polisignificancia de información,
más las irresueltas ambigüedades fronterizas entre comunicar e informar, crean una
cierta babelización a la hora de definir consensualmente, por ejemplo en conferencias
internacionales, el deber-ser ideal de una sociedad de la información. Existe la
información del informático (el quantum matemáticamente medible de imprevisibilidad
en el mensaje), del cibernético (la señal-orden que alimenta y retroalimenta sistemas
programados), del ingeniero en telecom (lo digitalizable/transmisible), del defensor de
derechos y libertades humanos (cualquier conocimiento hecho del dominio público y
accesible) o del periodista (esencialmente lo noticioso). Pero la confusión va más allá
aún. La venerable Reuter dice hoy de sí misma en su borne page: -best known for our
expertise in journalism, we are also one of the largest information providers in the
world, with annual sales of L. 3.6 billions», descalificando el viejo uso de información
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como noticia para privilegiar ahora un empleo de información» reducido a sinónimo de
información económica.
Sea como fuere, una cumbre mundial a ella dedicada que no se convierta en
ocasión para un cierto esclarecimiento terminológico, corre el riesgo de no cumplir con
uno de sus objetivos implícitos. Construir una plataforma de entendimiento conceptual
que resulte aceptable, en la que cada quien pueda ver de alguna manera reflejada la
definición que más le convence, es factible a condición de retroceder a la genericidad y
abstracción de ambos conceptos, al puro comunicar e informar, para luego regresar a lo
real concreto con mayor claridad.
Para construir tal plataforma, hemos forzosamente de volver a la categoría o
concepto supremo más comprensivo de que disponemos en nuestro campo, el de
relación, anteriormente comentado, y preguntarnos qué tipo de relación, cuánta relación
y qué calidad de relación asegura a los humanos la información y la comunicación.
Dicho en otros términos, qué modelo de relación humana tienden a privilegiar la
información y la comunicación. Esta operación puede conducirse de varios modos; la
que sigue adopta, grosso modo, un modelo cuando menos confiable, el kantiano. Kant
no llegó a esquematizar sus categorías de la relación para los distintos niveles
antropológicos, pero determinó con meridiana claridad que tales categorías eran, para
todas las esquematizaciones posibles (las definiciones entre paréntesis son suyas, y son
a retener):
la inherencia (relación substancia/accidente),
la causalidad (relación causa/efecto), y
la comunidad (acción recíproca entre agente y paciente).
Descendidas al ámbito comunicacional, ellas resultan esquematizables de la
siguiente manera:
inherencia = comunión
causalidad = información
comunidad = comunicación
La primera de ellas, comunión, no parece prestarse para ser prédica de la
comunidad de los seres humanos en ninguno de sus modos comunicantes, pues connota
una inherencia absoluta de una cosa en otra que borra toda distancia entre sujetos
fusionados y sin identidad. Dicha relación de inherencia es más bien predicable de lo
inanimado (el blanco inherente a la nieve, la dureza a la piedra) o de lo supra-mundano
(la comunión de los santos), y sólo metafóricamente es empleable para referirse, por
ejemplo, a los instantes de éxtasis místico o amoroso justamente definidos de
«anonadamiento» y pérdida de sí en otro, esto es, como irrelacionalidad. En tanto que
nivel cero de la relación, comunión denota un estado más que un proceso, lo que la
vuelve inaprovechable para conceptualizar relaciones comunicacionales que siempre y
en todo caso implican alguna distancia y distinción entre sujetos y partes en juego.
La esquematización de la relación a nivel comunicacional revela entonces que
información y comunicación son las dos principales categorías, o conceptos
fundamentales, que explican las relaciones comunicantes entre hombres. Como
categorías que son, y partes de una tríada, la dialéctica que las une es insuprimible (la
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segunda de ellas es siempre la negación de la primera, y la tercera su síntesis). Hablar de
información remite siempre y necesariamente a comunicación, y viceversa. Irracional
sería más bien el intento de comprender uno de tales procesos con total abstracción del
otro, puesto que se explican mutuamente.
En virtud de la citada dialéctica, propia de todo sistema categorial, resulta
apodícticamente cierto que, en la praxis, todo incremento del quantum informativo
genera necesariamente una merma del quantum comunicativo, y viceversa.
Información está ontológicamente emparentada con causalidad: connota el
mensaje-causa de un agente emisor que busca generar en un paciente receptor un efectocomportamiento inmediato o remoto.
Comunicación está ontológicamente emparentada con comunidad: connota el
mensaje-diálogo que busca generar respuestas no programadas, reciprocidad, consenso
y decisiones en común.
Información expresa pues categorialmente una relación comunicante
imperfecta que comunicación, por cuanto tiende a generar más verticalidad
igualdad, más subordinación que reciprocidad, más competitividad
complementaridad, más imperativos que indicativos, más órdenes que diálogo,
propaganda que convicción.
más
que
que
más
Los anteriores son apenas esquemas conceptuales destinados a clasificar o
incluir cada situación comunicante en su respectivo género. En el mundo real e histórico
del hombre sería imposible hallar una relación que fuese de pura información (como de
termostato a calentador de agua) o de comunicación pura, tan imposible como hallar
justicia, belleza o verdad en estado puro. Pero dichos esquemas son los que permiten
definir y calificar la relación comunicante, aseverar con fundamento que en tal o cual
relación se manifiesta o predomina el componente informativo o el componente
comunicacional.
Para dar razón de dicha relación entre seres humanos sólo nos quedan pues, de la
tríada kantiana, los binomios información-causalidad y comunicación-reciprocidad.
Añadamos a lo anterior los siguientes complementos de definición:
Información, o mensaje predominantemente informativo, es aquél en el cual uno
de los polos de la relación funciona siempre o prevalecen de receptores. Allí, el polo
emisor tiende a institucionalizar su capacidad emisora, una manera de institucionalizar y
congelar en el polo opuesto una muda función receptora; el receptor confronta así
dificultades crecientes o queda inhabilitado para convertirse a su vez en emisor,
impidiéndose el establecimiento de alguna reciprocidad, o disfrazándola como pseudo
interactividad, o dejando al receptor desprovisto de canales de retorno inmediato. El
emisor institucionalizado termina entonces esgrimiendo una predominante intención
causativa y no dialogal hacia un receptor alejado e incapacitado para convertirse a su
vez, a su talante y en forma inmediata y no desfasada, en emisor. Esta relación más
causativa que dialogal hace que el mensaje informativo se vuelva parcial o totalmente
incuestionable, que tienda a convertirse -pese a las mejores intenciones- en mensaje
tendencialmente epitáctico, «informativo» en sentido impositivo clásico, enmudecedor
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del receptor, ordenador o propagandístico. A esta relación tendencialmente informativa
pudiera igualmente llamársele cibernética o piloteada (ku-bernetés en griego es piloto,
cibernética es la ciencia del pilotaje, y el título de una obra de N. Wiener, padre de la
cibernética, es The Human Use of Human Being, justo por la connotación impositiva
(del lado del emisor) y pasiva (del lado del receptor) del término. Ningún soporte
etimológico autoriza en cambio el uso muy impropio y confusionista de «cibernético»
como sinónimo de «a distancia» en compuestos muy á la mode como ciberespacio,
cibernauta,
ciberaprendizaje,
cibergobierno,
ciberseguridad,
cibercrimen,
ciberaprendizaje, ciberdelito o cibersanidad, allí donde el prefijo télos sería casi siempre
el más apropiado.
Dos corolarios: a) la moderna mediatización ha favorecido grandemente,
aunque no siempre, el mensaje-información, debido al predominio de canales sin
retorno inmediato, que han alejado física y temporalmente a emisor y receptor y
elitizado al emisor mientras masificaban a los mudos receptores. Algunos medios (más
propiamente algunos canales artificiales de comunicación, como la radio o la
televisión), al actuar como diodos, esto es, al canalizar el flujo de mensajes en un
sentido y no en sentido contrario, refuerzan en efecto la institucionalización del emisor
y por ende el carácter causativo de la relación informativa, esto es, el efecto-propaganda de los mensajes masivos (su perversa consecuencia es que un necio con micrófono
puede influir hoy en la opinión pública infinitamente más que un sabio hablando con
sus vecinos en la esquina de casa). Y b) la relación de información puede ser fruto de un
pacto social no escrito. Muchas y buenas relaciones de información (lectura,
contemplación del arte, educación, etc.) son consensuales; el receptor desiste a priori y
voluntariamente de hacer uso de su poder emisor, y asume conscientemente un rol
receptor que intuye no le alienará su poder dialogal; calla porque sabe que la fuente
emisora no lo quiere enmudecer («sólo en el genuino hablar es posible el genuino
callar», decía Heidegger).
Comunicación, o mensaje prevalentemente comunicativo, o genuino diálogo, es
aquél en el cual ambos polos sintetizan la precedente configuración arriba/abajo o
causa/efecto y comparten en principio un idéntico poder emisor y receptor, una idéntica
capacidad de metamorfosearse instantáneamente de emisor en receptor, o de receptor en
emisor; es aquel mensaje que respeta al receptor sin pretender in-for-marlo u obtener
respuestas inducidas, sino suscitar en él una comprensión racional de ideas y hechos en
un ambiente de reciprocidad; aquél que concede a todos sus actores un mismo rol
protagonista y un mismo uso del mismo canal, debiendo por consiguiente privilegiar
canales que aseguren la bidireccionalidad instantánea (la cesión vicarial y contractual de
alguna capacidad comunicante a un portavoz no infringe esta regla); aquél que en lugar
de persuadir u ordenar, persigue alcanzar en el diálogo una verdad superior a la inicial o
adoptar una decisión no preconcebida, compartida y con-sensual. Comunicar implica
siempre guardar una «distancia» óptima respecto al interlocutor, lo que significa
respetar su alteridad, no intentar fagocitarlo o cosificarlo reduciéndolo a efecto de un
mensaje causativo, estar abiertos ante él y sus proposiciones. Comunicarse es lograr una
relación bien temperada que permita a la armonía germinar, aunque ningún intento
definitorio logrará mejorar la perfecta y sintética definición kantiana de acción recíproca
entre agente y paciente.
Estos fundamentos se prestan a su vez a muy numerosas deducciones o
esquematizaciones derivadas. Por ejemplo:
11
En ámbito socio-político: se desprende de lo anterior que sólo comunicaciones
genuinas y abiertas pueden generar una masa crítica de reciprocidades capaces de dar
vida a comunidades auténticas, abiertas y libres. Todo intento de incrementar y
racionalizar la relacionalidad informativa no generará en cambio sino una ulterior
acumulación de privilegios en el emisor y una correspondiente merma de
comunicabilidad, reciprocidad, sociabilidad, pluralismo y democracia. En otros
términos: sólo manteniendo en vida, sin desmayo, ámbitos de suficiente reciprocidad
comunicativa es posible imaginar la supervivencia de la genuina democracia, un
irrenunciable modelo de relación humana que moriría asfixiado en un universo todoinformativo. Y no puede ser de otra manera: todo intento de reemplazar el diálogo ínter
pares con más eficientes pero desocializantes paquetes informativos conduce a
inevitables desestructuraciones del plexo social. En este orden de ideas, la fórmula
sociedad de la información es apenas una cosmética contradictio in adjecto (sólo la
comunicación crea sociedad), así como la fórmula comunicación social es una
tautología (la comunicación es por esencia social).
En ámbito instrumental e institucional: la panoplia de canales artificiales de
comunicación o Medios, en constante evolución cuantitativa y cualitativa, así como las
instituciones humanas que los utilizan, pudieran y debieran jerarquizarse por su
capacidad de vehicular y favorecer la comunicación o la información. Hoy por hoy,
dicha jerarquía estaría sin duda encabezada por Internet y la telefonía (en este orden,
porque Internet ha llenado la última laguna que le quedaba a la telefonía: el no poderse
dirigir simultáneamente a muchos receptores), los dos grandes instrumentos de la
bidireccionalidad abierta, un mismo uso simultáneo de un idéntico canal, en una
palabra, cíe la reciprocidad y la democracia, y tal vez concluiría con la televisión, pero
sobre todo con las agencias de prensa, un manojo cada vez más exiguo de emisores
siempre más poderosos y sembradores urbí et orbi, con sus 40 millones diarios de
palabras, de un «pensamiento único», que encarnan históricamente todo lo que de
univectorial, causativo, manipulador, impositivo y propagandístico tiene hoy la relación
de información.
Lo anterior vuelve racionalmente transparentes, moralmente justos y
políticamente deseables los intentos que se hagan por: a) favorecer la comunicación,
generadora de más reciprocidad para una mejor comunidad, por encima de los aún
necesarios mecanismos de información, a los que debe exigírseles, en toda la medida de
lo posible, un empleo tendencialmente comunicativo y siempre conforme a los
principios de un derecho a la comunicación; b) privilegiar el uso de canales facilitadores
de bidireccionalidad, o que impongan menos restricciones tecnológicas y económicas al
usuario acumulando ventajas en el emisor; y c) aumentar en lo posible el coeficiente de
pluralismo, transparencia y democracia entre las instituciones que hoy acaparan
excesivo poder tecnológico, emisor y de vigilancia sobre infraestructuras, canales,
códigos y mensajes.
DERECHO A LA COMUNICACIÓN
De todo lo anterior se desprende que siendo comunicación, gnoseológicamente,
la categoría sintética y más perfecta de toda relación comunicante, y ontológicamente la
ratio essendi de la relación humana, el derecho a la comunicación pertenece al grupo de
12
derechos humanos primigenios y orgánicos, como aquél sin cuyo pleno disfrute se vería
el ente racional impedido de acceder a la sociabilidad en tanto que animal político, de
seleccionar el modo de estar-con-el-otro que más le plazca y de garantizarse el mayor
grado posible de reciprocidad.
Sólo con mucha buena voluntad internacional y prolongados esfuerzos se logrará
dar forma a este esencial y aún ágrafo capítulo de los derechos humanos. Razón tenía
Jean D'Arcy de quejarse, en los años 80, de que «ningún principio de derecho
internacional relativo a las comunicaciones haya sido aún establecido», y razón tiene
hoy el movimiento Communication Rights in the Information Society (CRIS), al
aseverar que «el derecho a la comunicación es un derecho humano universal que supone
y está al servicio de los demás derechos humanos». Si realmente desean que todos
disfruten de una libertad hoy privilegio de pocos, nada habrán de temer de este nuevo
derecho ni quienes preferirían derivarlo de algún derecho ya existente, en lugar de verlo
nacer como un derecho nuevo, ni los partidarios de una desregulación global, quienes
insisten en que no hay absolutamente ninguna necesidad de declaraciones
internacionales sobre el derecho a la comunicación.
Pese a los intereses creados, y salvo poner las cosas -lógica y ontológicamentecabeza abajo, ningún específico derecho ya existente en la materia puede dar vida a un
más genérico y abarcante derecho a la comunicación. Los viejos derechos atinentes a
comunicaciones vienen de períodos históricos que no habían entendido aún el rol capital
de la comunicación en la relación humana, y se originaron en épocas monomediáti-cas,
que no imaginaron siquiera cuánto poder utendi et abu-tendi encarnaría a escala
universal el llamado cuarto poder (E. Burke, 1774), que nada sabían de mundialización
o de las imposiciones de los medios a los mensajes, y poco de connivencias
político/mediáticas, ni de los cientos de millardos de dólares de inversión publicitaria
sin los cuales el entero sistema mediático hoy colapsaría. La falta de normativa
internacional en comunicaciones y en el subsector de la información es hoy, es el caso
de decirlo, el más palpitante y pertinente ejemplo contemporáneo cíe que hay libertades
que esclavizan y leyes que liberan (B. Fontenelle, 1686). Hecho significativo: esa
macroscópica anomia es defendida a capa y espada por el patronato mediático y sus
grandes bufetes de abogados para seguir favoreciendo los intereses de los poderosos en
el marco de una inaceptable visión asocial y mercantil de la comunicación, y ya
sabemos por ejemplo lo que ha significado -en términos de laissez faire- el hecho de
que la Unión Internacional de Telecomunicaciones, anfitriona en 2003 y 2005 de la
CMSI, venga actuando sin toda la sindéresis y la ponderación que muchos desearían...
por no tener ella misma estatutos que le impongan, por ejemplo, respetar principios
fundamentales de equidad.
Contamos, obviamente, con utilizables aunque incoherentes fragmentos de un
futuro y coherente derecho a comunicar. Los grandes principios ya sancionados por la
comunidad internacional, en el marco de las Naciones Unidas, sobre libertad de
expresión, libre empleo de cualquier medio para ejercerla y prohibición de molestar a
quien la practique, pese a su insuficiencia para cubrir toda la casuística actual, siguen :endo muy sólidos ladrillos para la construcción de un fundamentante derecho a
comunicar. Todos los demás derechos vinculados a la relación comunicante, en primer
término el derecho a la información (impropia y limitativamente llamado en muchas
partes acceso a la información), deberán considerarse subsidiarios de aquél, y cualquier
13
principio o imposición en ellos contenidos que contradiga los principios primigenios del
derecho a comunicar habrán de considerarse írritos.
Episodios como los ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, en que una
potencia ocupante prohibía a los habitantes del país invadido el uso del idioma nativo,
esto es, de la función comunicante prístina y fundamental, pre-mediática, del estar-unocon-otro, pueden catalogarse entre las violaciones más absolutas y brutales de aquel
fundamental e imprescriptible derecho a la comunicación. Contra las interesadas
miopías mediáticas del presente, el episodio muestra hasta qué punto un futuro derecho
a la comunicación habrá de cubrir un espacio de la praxis comunicante mucho mayor
que el de los artículos XIX tanto de la Declaración Universal de los Derechos del
Hombre como de los Pactos Internacionales Relativos a los Derechos Civiles y
Políticos, o de la muy totemizada pero decimonónica «libertad de expresión» (la cual se
vuelve poco menos que virtual, en época hipermediática, cuando no la acompaña una
congruente «libertad de comunicación»); un espacio pues de la praxis comunicante, que
no es en absoluto reducible a la menuda casuística económico-político-mediática en la
que se le suele encajonar, ni a la sempiterna diatriba patronal contra el Estado
legislador, leviatán y supuesto enemigo por antonomasia de las libertades. Sólo el día
que se haya codificado tal derecho a la comunicación habrá quedado satisfecho el
postulado con el que D'Arcy iniciaba en 1969 un famoso ensayo: «La Declaración de
los Derechos Humanos que (...) establece por primera vez en su artículo 19 el derecho
del hombre a la información, habrá de reconocer un día la existencia de un derecho más
amplio: el derecho del hombre a la comunicación...».
En esta etapa de transición hacia una siempre mayor claridad en la materia,
sobrevive una comprensible inclinación a mezclar principios del derecho a la
comunicación y del derecho a la información. Conforme a lo que precede, dichos
principios debieran, sin embargo, clasificarse en primigenios (comunicación) y en
derivados (información), una diferenciación que generará a la postre mayor claridad y
distinción.
No es este el lugar ni el momento para esbozar siquiera tal diferenciación.
Enunciemos sin embargo aquellos pocos fundamentos del derecho a la comunicación
que pudieran desprenderse en línea directa de lo enunciado hasta aquí:
a) comunicación es el proceso mediante el cual el ente racional, actuando unus
ínter pares y concediendo total reciprocidad al interlocutor, vectorializa hacia él, en
códigos convenidos, un saber o un sentir convertido en mensaje;
b) los seres humanos, dotados como ningún otro para la codificación/emisión y
la descodificación/recepción de señales complejas, adquieren al nacer el inalienable
derecho de saber-uno-del-otro mediante intercomunicación en códigos y canales por
ellos elegidos. Del libre ejercicio de tal derecho a la relación comunicante depende su
capacidad de interactuar y su carácter de entes comunitarios o políticos;
c) siendo la reciprocidad el concepto definitorio por antonomasia de
comunicación, un derecho a la comunicación ha de garantizar en primer término a todos
los sujetos de una relación comunicante, y en toda la medida de lo posible, el carácter
isodinámico de dicha relación, vale decir, una misma e idéntica capacidad práctica de
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codificar, seleccionar canales, emitir y recibir mensajes, una suerte de hipóstasis del
derecho de réplica que impida a una relación de comunicación quedar degradada a
relación de información. Subsidiariamente, ese derecho establecerá las condiciones de
una cesión parcial, vicarial y consensual de tales prerrogativas y capacidades a personas
o instituciones llamadas a actuar de portavoces (ver infra);
d) las sociedades humanas, en una jerarquía ideal de abiertas a cerradas, son el
reflejo de las relaciones de comunicación en ellas imperantes, de cómo ejercen los
ciudadanos MIS derechos a la comunicación; todo cambio de modelo comunicacional
induce cambios sociales; todo desequilibrio comunicacional genera degradación de
comunicación a información; toda traba impuesta al libre ejercicio de tal derecho a nivel
de códigos, canales, contenidos, momento, lugar: elección de receptores, es un atentado
contra la naturaleza relacional de los humanos y debe considerarse delictiva;
e) los derechos individuales y los derechos sociales a la comunicación tienen
igual dignidad y deben armoniosamente conciliarse;
f) los derechos comunicacionales son inalienables y voluntariamente delegables
en comunicadores vicariales; pero la real politik que desfiguró la justa delegación y
permitió a poderes políticos y económicos acaparar sin consenso democrático la
mayoría de tales derechos (legalizando incluso el inmoral y prevaricador principio del
primer llegado, primer servido), debe revisarse en su integralidad. Los abusos y
conculcaciones del derecho a comunicar individual y grupal están de hecho llegando a
su nivel de ruptura, y una verdadera devolution se impone, capaz de restituir a las
sociedades humanas un derecho confiscado, y a la comunicación, el máximo posible de
pluralismo y libertad.
Algunos aspectos del subsidiario derecho a la informaron son analizados infra,
en acceso y participación.
LIBRE CIRCULACIÓN DE LA INFORMACIÓN
El free flow of information llegó a inflamar los ánimos y las asambleas y conferencias
generales en los años 70 y 80 del pasado siglo, cuando los abanderados de un Nuevo
Orden Económico Mundial (NOEI), y posteriormente de un Nuevo Orden Mundial de la
Información y la Comunicación (NOMIC), postularon la necesidad de balancear los
grandes desequilibrios informativos y de abrir espacios a los débiles en comunicaciones.
La inmediata respuesta fue una dura defensa del free flow, declarado por las potencias
occidentales (Foster Dulles ya lo había hecho veinte años antes) principio irrenunciable
y piedra de toque de la democracia. La Guerra Fría de aquellos años convirtió el debate
en diatriba maniquea: todo lo que no fuera puro y simple free flow era estatismo de la
peor especie, con los tercermundistas en roles poco heroicos de cómplices o de
manipulados por uno u otro bando. El más emblemático y objetivo documento de
aquella temática y de aquella época sigue siendo la Resolución 4/19 de la Conferencia
General de la Unesco, que conviene releer.
En cuestiones de libertad (vaste sujet!, dirían los franceses), una aristotélica
prudencia se impone. Nosotros y las generaciones sucesivas seguiremos debatiendo este
complejo y metafísico tema, y todo el que pretenda disponer de la fórmula libertaria
15
perfecta en la esfera comunicacional, y además quiera imponerla, es un ignorante, un
prepotente o un asalariado. La libertad de expresión y de circulación, se afirma por
ejemplo, tiene sus únicos límites en la moral pública y la seguridad, que es tanto como
decir que no tiene límites fijos, por tratarse de nociones en permanente devenir e
interpretables a placer, como justamente está sucediendo en materia de seguridad.
El free flow concierne básicamente al uso del canal: aboga por que noticias, datos,
opiniones, ficciones o informaciones, o sea cualquier mensaje, disfruten de la más
absoluta e irrestricta libertad de circulación, máxime transfronteriza, sin obstáculos
mediáticos, geopolíticos, tecnológicos o jurídicos de ninguna naturaleza, salvo los
expresamente prohibidos por leyes y tratados internacionales. Como tal, defiende la
existencia de un universo informativo sin censuras ni impedimentos de tránsito, de libre
acceso a todos, lo cual explica la capital importancia que le asignó Occidente en los
decenios de la Guerra Fría, cuando sus transmisiones hacia los países de la cortina de
hierro iban desmoronando la fe de la aer.re en el socialismo, y la Unión Soviética
consumía mil millones de kw anuales, inútilmente, para interferirías.
La Guerra Fría terminó y podemos mirar hacia atrás y hacia delante con ánimo
más sereno. Lamentablemente, una irrefutable conclusión se impone hoy: la
confrontación Este-Oeste ha concluido oficialmente, los viejos desequilibrios Norte-Sur
subsisten y se han incluso agravado. En los hechos, la inclusión de éstos bajo el rubro
«Guerra Fría» no hizo más que encubrir durante decenios una estructural y
superviviente disparidad Norte-Sur. Al concluir dicha guerra, los comunicadores fuertes
tenían más poder que antes y los comunicadores débiles menos peso específico, según
lo confirman todos los indicadores. Ello hace que un halo de comprensible suspicacia
siga rodeando la percepción que se tiene de aquella noción teóricamente impecable,
pero fácilmente explotable para más terrenales intereses hegemónicos. Y no es para
menos: los defensores del free flow eran las grandes ciencias, de cuyas fábricas de la
comunicación/información salía a la sazón el 85 por ciento de los despachos de agencia,
el 70 por ciento de la producción de TV, el 80 por ciento de las inversiones publicitarias
en medios, el 75 por ciento de los largometrajes y el 90 por ciento de las tecnologías de
comunicación (hoy día, con la desaparición de más agencias de prensa, cinematografías,
pequeñas industrias culturales y fabricantes de hardware y software locales, y con una
Internet que es prácticamente de la propiedad de un solo país, todos aquellos
indicadores serían de revisar al alza). Viniendo pues de semejante pulpito, el sermón del
free flow se parecía siempre más a un tratado de libre navegación que los Estados
Unidos o China quisieran imponer a Bolivia o Suiza para que éstos posean otro bello
principio libertario y aquéllos el control total de la navegación mundial. En esos años,
para mayor abundamiento, las más encendidas defensas verbales del free flow eran
sigilosamente acompañadas por una musculosa o diplomática pero siempre exitosa
labor de demolición de cuanta agencia de prensa, industria cultural, ley de cine o
servicio público se intentara crear en el Sur del mundo (so pretexto de que podían servir
a los intereses enemigos). El Sur era declarado libre mientras se le depauperaba de los
instrumentos para ejercer tal libertad; el mal ejemplo dado en 196 a.C. por el procónsul
romano Tito Quincio Flaminio, quien declaró libre a Grecia mientras la sometía, nada
ha perdido de su charme inspirador.
Hoy, el concepto de free flow asume inéditas y más sutiles complejidades,
debido a tecnologías, códigos, canales y sistemas de vigilancia que por un lado han
16
ensanchado las libertades personales de cada quien (un blackout informativo total es de
difícil a imposible en la era de los satélites y de Internet, el instrumento del free flow
doméstico), mientras que por el otro alimentan la siempre mejor fundada presunción de
que tanta libertad lleva en su reverso una mayor vulnerabilidad al espionaje, actividad
esta última que los expertos en la materia definen como robo sistemático de
información.
Del lado del reforzamiento del free flow, inéditos problemas surgen a cada
instante. Quienes cultivan ingenuas visiones libertarias estiman, por ejemplo, que cada
nueva tecnología abre un nuevo Par West a conquistar para la libertad, y pretenden no
entender que si la pedofilia o la apología del nazismo son delitos prohibidos por los
códigos, mal pudieran volverse lícitos cuando se dan en Internet. Del lado de las
sospechas, no sobra recordar que: a) cada nueva tecnología de comunicaciones
incrementa (frecuentemente por solicitud de los gobiernos a los fabricantes de equipos)
las posibilidades de posicionar al usuario, de interceptarlo, vaciar sus memorias
numéricas o copiar sus mensajes; b) el libre uso tanto de códigos confidenciales como
de códigos abiertos (más difíciles de espiar y controlar) es hostigado cada día más; c) el
país propietario de GPS, Internet y doscientos satélites de comunicación y espionaje es
el único con capacidad unilateral de bloquear las comunicaciones de una parte o de la
entera humanidad, mientras despliega sus mejores esfuerzos para que otras naciones no
dispongan de sistemas GPS propios; d) la información, precursora del poder, es hoy
uno de los bienes no sólo más codiciados, sino también más manipulados en sus más
recónditos vericuetos (J.E. Stiglitz ganó el Nobel con sus trabajos de economía de la
información sobre «asimetría de la información», generada por agentes económicos que
acumulan dolosamente más información que otros); d) el espionaje electrónico
universal es una eficientísima realidad, máxime desde el 11-S (por los sistemas
norteamericanos Echelon, Carnivore, Fluent, Oasis, etc.); la sombra de una Total
Information Awareness (TÍA), se extiende, so pretexto de la lucha antiterrorista, sobre la
humanidad, mientras la Oficina de Influencia Estratégica del Pentágono, un verdadero
007 de la información, actúa con permiso oficial para mentir. Todos deben entender que
esta poco simpática libertad manipulada o vigilada ya forma parte integrante, y lo será
siempre más, de nuestra sociedad de la información; una sociedad que -pese a las
solemnes declaraciones libertarias- está convirtiendo la privacidad en valor sospechoso
y en vía de extinción. Un argumento a esgrimir, junto con otros que se verán, cuando los
panegíricos a dicha sociedad alcancen niveles de estridencia.
Pese a todo, el del free flow es de por sí un hermoso y positivo principio que
todos debemos defender en conferencias y en la vida real y cotidiana, aunque no nos
gusten ciertos usos y abusos concretos perpetrados en su nombre. Infinitamente peor
sería que no hubiese free flow para nada. Cuando no se limite a ampulosas declaraciones
estilo años 70, el principio debe defenderse hasta las últimas consecuencias, pero
siempre bajo una condición: que incluya el criterio comunicacional de la reciprocidad, y
que se ayude a los débiles en generación informativa a ser tan libres como los
poderosos. Una libertad que no libera es egoísmo y privilegio. El doble discurso de una
información libre en abstracto, y en lo concreto manejada con principios mercantiles
que admiten liquidar la competencia, es relacionalmente y comunicativamente
deshonesto.
ACCESO, PARTICIPACIÓN
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Estos dos términos antónimos (la Unesco les dedicó una conferencia
internacional en 1974) son igualmente fuente de numerosas confusiones, con serias
consecuencias prácticas por: 1) involuntario y frecuente uso del primero en lugar del
segundo; 2) deliberado y superabundante empleo del primero e insuficiente del
segundo; y 3) usos ideológicos del segundo en la época de los socialismos reales.
Tomémonos la licencia de leer, por ejemplo, en sendos documentos
preparatorios de la CMSI, las dos sentencias siguientes:
I: «El acceso a la información y a los medios de comunicación en tanto que bien
común público e internacional, debe ser participativo, universal, abarcador y
democrático»; y
II: «Key principies: 1. Access to information and free flow of information are
fundamental human rights» (el término «participation» no aparece en ninguno de los 10
principios enunciados en el documento oficial que citamos, con la excepción del 8, pero
en sentido de «participantes»).
Tenemos, en el primer caso, un acceso que se desearía fuese participativo. En el
segundo -en que los sujetos de la comunicación son vistos principalmente como «users
of communication and information networks and the media- sus autores a) no emplean
en ningún momento el término participación y b) dan implícitamente por negadas todas
las definiciones generales del presente glosario, más concretamente las relativas a
derecho a comunicar y libre circulación de la información, por considerar, como en los
años de la Guerra Fría, que los dos derechos humanos fundamentales en materia
comunicacional son el acceso a la información y el free flow.
Para los ámbitos cultural y comunicacional se sugiere asignar a dichos términos
los significados siguientes:
Acceso: disponer de capacidad personal, institucional o social para recibir
(descodificar, conocer, descubrir, investigar, exigir, recuperar y hacer del dominio
público) mensajes de cualquier naturaleza, con eficacia (suficiencia de recursos) y
eficiencia (empleo óptimo de éstos).
Participación: disponer de la capacidad personal, institucional o social de
producir y emitir (generar, codificar, vehicular, difundir, diseminar, publicar y
transmitir) mensajes de cualquier naturaleza con igual eficacia y eficiencia.
Llevar una orquesta sinfónica a un barrio popular es facilitar el acceso a la
música culta (recepción pasiva); abrir en el mismo barrio una escuela de música es
generar un proceso de participación en la vida musical (emisión activa). Los países (y
hasta pudiera decirse continentes) cuyos medios informativos viven exclusivamente del
acceso a fuentes informativas exógenas, sin participar con agencias y corresponsales
propios en la generación de información, pierden toda capacidad endógena de
comprender e interpretar autónomamente el mundo.
Se produce entonces la siguiente ecuación:
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Acceso
_________
Recepción
=
participación
____________
emisión
Se entiende fácilmente que: a) entre acceso y participación se produce (como en
el caso del binomio información/ comunicación) un abanico completo de
complementariedades, interdependencias o negaciones recíprocas, b) una creciente
facilidad de acceso dificulta y puede inhibir la participación, generando más
dependencia, paternalismo y cibernetización social, lo cual explica por qué en los
discursos patronales y hegemónicos abunda el acceso y escasea la participación; y c) la
salud cultural y comunicacional de una sociedad y de la entera humanidad puede
también medirse en términos de complementariedad y sano equilibrio entre la pluralidad
y calidad de la mensajería a la que tiene acceso, y su cuota-parte de participación en la
generación y emisión de mensajes.
Tal como sucede con la comunicación dialogal y la información epitáctica, en el
presente caso tampoco se trata de polarizar axiológicamente acceso y participación, ni
de imaginar que los daños causados por alguna ingeniería social del lado del acceso
tengan su remedio en un «todo participación», sino más sensatamente de asegurar
adecuados balances y equilibrios. Existe, sin embargo, evidencia empírica de que los
mentores políticos y patronales de la sociedad de la información, de sus canales,
códigos y mensajes verbales e icónicos, suelen emplear la misma pasión con que
defienden el free flow para pregonar el acceso (aun donde ya es suficiente o
superabundante), mientras cometen perseverante pecado de omisión cuando de
participación se trata, justo como lo haría un comerciante precavido que trata de
aumentar sus ventas mientras obstaculiza toda coparticipación de otros en el negocio. El
acceso que el patronato pregona se limita así a los productos, decodificadores y
mensajería por él producidos, controlados y vehiculados, mientras mantiene el embargo
sobre lo que pudiera facilitar procesos participativos: software libres, estándares
universales, fuentes abiertas, codificaciones libres, generosidad en dominio público y
propiedad intelectual, etc., habiéndose llegado por ejemplo a la reciente, grotesca y
violatoria prolongación por veinte años del copyright a una empresa californiana de
cartones animados. Esta sutil ingeniería del desequilibrio ha terminado por volver
creíble a los ojos de las mayorías la interesada falacia de que la abundancia de medios
de acceso, de receptores, equivale a más comunicación e información, cuando es lo
contrario; pero saturar hasta el dumping el acceso rinde altísimos dividendos, en primer
término por desalentar e inhibir la potencial voluntad participativa de los receptores.
Abunda la experimentación para elevar más y más el umbral del acceso, para medir el
tanto de mensajería que el usuario aún pudiera ingerir (como la conducida en barrios
urbanos norteamericanos que fueron dotados de hasta quinientos canales de TV),
cuando un modesto fenómeno participativo como una pequeña estación de TV de
proximidad, libremente administrada por la propia comunidad, haría lo que ninguna
sobredosis de acceso logrará jamás: mejorar la relacionalidad, generar participación y
comunicación genuina. Hasta leyes nacionales sobre derecho a la información como el
reciente Freedom of Information Bill de un gran país asiático (cuyo objetivo esencial es
definido así: «empower every citi-zen with the right to obtain information from the
governe-ment») restringen prácticamente tal derecho, desde su primer artículo, al
anverso acceso, a garantizar a los ciudadanos, bajo ciertas condiciones, la potestad de
19
conocer y usar informaciones oficiales (muchas fuentes privadas, dicho sea de paso,
también impiden el acceso a la información), y ni siquiera mencionan el reverso
positivo, activo y participativo (que debiera a fortiori garantizarse) de generar y emitir
informaciones bajo ciertas condiciones. En los documentos oficiales de la CMSI, la
propia UIT se autoasigna la tarea de (asegurar acceso universal a la sociedad de la
información», mientras el PNUD actual asevera que «el acceso a las nuevas tecnologías
hace avanzar la globalización». El producto final de tanta imprecisión o astucia
semántica (por no hablar de sus motivaciones) es que hasta en la importante pareja de
documentos de Prepcom II: WSIS/PC-2-DT/2 y 3 (proyectos de declaración y de plan
de acción), el término acceso figura 47 veces y participación 6, aunque siempre con
sentidos ajenos al aquí indicado (en dos oportunidades se trata de «la .participación del
sector privado»), por lo que podemos tranquilamente hablar de un 47 a 0. Es así como la
noción de información, ya de por sí limitativa y desocializante respecto de
comunicación, recibe una segunda limitación al reducírsele a un mero acceso a
mensajes ajenos, amputándola de su mitad participativa, creadora y emisora de
mensajes propios.
Hay importantes momentos de la relación comunicacional interhumana en que el
sujeto opta libremente por ser puro receptor, por informarse nomás. Pero una reducción
institucional del fenómeno informativo al recibir, leer, ver, escuchar y bajar
conocimientos y opiniones ajenas, sin contrapartida, representa un salto atrás
cualitativo, institucionaliza la mudez, lo cual conviene a las concepciones meramente
economicistas de la comunicación, para las que sólo cuentan el receptor-cliente, el
costo-benefício, las economías de escala, los targets y el retorno de la inversión
publicitaria, criterios de los cuales se ha apropiado paulatinamente la política. Nuestra
sociedad, por añadidura, es de la información en la medida de su conectividad, y sus
inducidos comportamientos pro acceso están generando gastos considerables y repetidos
tanto para la adquisición y reposición de terminales decodificadores (teléfonos fijos y
móviles, fax, radios, televisores, computadoras, scanners, antenas, conexiones, etc.)
como para los vectores de telecom, cuyas tarifas seguirán desproporcionadamente
elevadas, máxime en el tercer mundo, hasta tanto sus proveedores reabsorban las
pérdidas de las gigantescas especulaciones de final de milenio. Son pues grandes
intereses económicos y políticos los que alimentan en primer término el discurso proaccesivo: la búsqueda de más economías de escala en equipos y programación, la revitalización y consolidación de mercados, el mantenimiento de hábitos consumistas en
el usuario aun en escasez de tecnologías realmente nuevas, o más simplemente el
intento de recuperar pérdidas económicas que resultaron ser las más grandes de la
historia de la economía mundial (casos de Vi-vendi, AOL Time Warner, France
Telecom, Global Crossing. Deutsche Telekom, Vodafone, etc., etc.; algunas de dichas
empresas, como vimos, miembros de o cercanos al Reform Advisory Panel de la UIT).
Es así como el término participación ha quedado práctica y peligrosamente
barrido del vocabulario de la comunicación y de la información. La cumbre mundial es
buena ocasión para recuperarlo y convertirlo en idea-fuerza que ayude a contrarrestar
las hipertrofias de acceso, inductoras de graves atrofias participativas. En el gran
escenario de la información, objeto de tantos panegíricos un poco desaforados (la propia
UIT ha usado expresiones como «evolución alucinante>, o «la mayor revolución de la
humanidad»), las sociedades no deben resignarse a un papel coral o de meros
20
espectadores, sino asegurarse algún rol protagonista y participativo, con lo que de paso
estarán salvando de extinción la democracia.
En un ámbito de tanta anomia como el de la comunicación, desprovisto de
contratos sociales fundamentales, queda espacio para imaginar formas originales y up to
day de participación. Otras ya han sido inventadas y bastará aplicarlas o reforzarlas, por
ejemplo:
a) puesto que la mayoría de los gobiernos tiende a generar formas malsanas de
connivencia entre el poder político y el comunicacional a espaldas de sus respectivas
sociedades, lo que equivale a una «des-republicanización» oligopólica del fatum
comunicante, las sociedades civiles deben denunciar con insistencia ese mutuo apoyo
antipluralista, y solicitar de los demás poderes democráticos iniciativas que aseguren
más participación no ficticia (que no sea un «más de lo mismo») en producción/emisión
de mensajes;
b) en nombre de un libre flujo capaz de convivir con otros flujos -por ejemplo, los
endógenos con los exógenos-, cabe salvaguardar sin desmayo las diversidades culturales
y la llamada «excepción cultural» por ser ésta del interés de la humanidad entera (quien
defiende la gastronomía francesa está preservando ese valor tanto para los franceses
como para el resto de la humanidad), lo que se traduce muy concretamente en: 1)
asegurar suficiente y adecuada participación, esto es, presencia en medios, al creador,
productor y emisor local de mensajes (esta es una dura batalla a nivel internacional,
máxime cuando es llevada en el seno de instituciones culturalmente incompetentes
como la OMC) y, 2) negociar donde sea posible la coproducción o la reciprocidad;
c) puesto que la mediatización tecnológica del hecho comunicante vuelve hoy
económicamente inalcanzable para muchos aspirantes a emisores el co-participar en
producción y emisión de mensajes, cabe asegurar mediante justa tasa que quienes lucran
a título privado con la info/comunicación gracias al uso en concesión de bienes públicos
como las frecuencias radioeléctricas, financien aunque sea parcialmente la
info/comunicación no lucrativa de interés público. En el mismo orden de ideas, deben
profundizarse los esfuerzos para asegurar a todo partícipe del hecho informativo, en
tanto que emisor, el libre e igualitario acceso a insumes y tecnologías que ciertos
poderes constituidos pudieran otorgar selectivamente para favorecer a unos y no a otros
(hecho frecuente para el caso del papel periódico). En el ámbito internacional, no deben
obstaculizarse sino facilitarse los esfuerzos de los países en desarrollo por crear y
desarrollar capacidades propias en hardware y software;
d) aún queda por garantizar a muchas sociedades civiles y usuarios del mundo entero,
incluso en países de vieja democracia, su presencia participativa, un importante derecho
de mirada y un significativo poder decisional en y ante las instancias internacionales,
regionales, nacionales y locales de la comunicación y de la información, desde los
órganos de las Naciones Unidas y los entes reguladores internacionales y nacionales,
hasta los consejos del audiovisual, las instancias supervisoras de concesiones
radioeléctricas, los servicios radiotelevisivos públicos y ciertos comités deontológicos,
bajo forma de genuinos y no manipulados representantes de usuarios. Este precepto
participativo se vuelve siempre más urgente e indispensable en la medida en que
instancias otrora intergubernamentales o públicas han venido incorporando en su seno a
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representantes de las industrias privadas de la comunicación y la información,
reproduciendo a escala internacional las señaladas connivencias nacionales entre
instancias de gobierno y sectores patronales. Esta novedosa y un tanto inmoral situación
en que las fronteras entre órgano regulador y sector regulado se esfuman, confiere
carácter de necesidad a una función de watch dog que la sociedad civil es la única
instancia ahora en condiciones de ejercer. La UIT.organizadora de la cumbre, pudiera a
ese respecto dar el buen ejemplo, creando en su seno una suerte de Control Advisory
Panel (CAP), enteramente compuesto de usuarios, que haga de contrapeso al Reform
Advisory Panel (RAP), totalmente confiado al sector patronal.
En el universo comunicacional del ser humano y en su infoesfera, prevalece la
conducción lucrativa o ideológica de los grandes aparatos mediáticos, poco o nada
dispuesta a conceder una participación ciudadana independiente en sus órganos
deliberantes. Por tanto, asegurar una mayor participación ciudadana activa en procesos
comunicacionales pudiera conducir, ínter alia, al redescubrimiento de la noción y de las
ventajas de los servicios públicos en comunicaciones. Bien concebidos y administrados,
éstos siguen constituido el mejor ejemplo posible de genuina participación, en el triple
sentido hasta aquí señalado de asegurar congruentes espacios para la creación y la
diversidad cultural, de ser mayoritariamente financiados con dineros públicos (en
algunos casos, de los propios usuarios), y de admitir ex officio en sus órganos
deliberantes a representantes independientes y electos de los usuarios. Existen países y
continentes, sobre todo del Sur, que nunca vivieron la experiencia de servicios públicos
en comunicaciones, o si la tuvieron no fue positiva, o degeneró en servicio de
propaganda gubernamental, por lo cual corresponde a las sociedades que conocen las
ventajas de buenos servicios públicos (postales, de telecom, radioeléctricos, etc.), aun en
convivencia armoniosa con los privados, ejercer una labor pedagógica a escala mundial
ante los menos afortunados. En momentos en que la privatización de «la empresa
mundo» parece haber alcanzado su techo y exhibido sus límites e inconvenientes, no
sería paradójico que en la Cumbre Mundial se planteara una magna y temida cuestión:
¿no habrá acaso llegado la hora de que ciertos servicios informativos y
comunicacionales geográfica y socialmente mal repartidos, costosos, oligopólicos,
antipluralistas y nada participativos, se conviertan o reconviertan en servicios públicos
de nueva generación, bajo estricta supervisión de la sociedad civil, o incluso en
coopetivas de usuarios?
SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN
En buena lógica (ver supra), quienes luchan por el advenimiento de una
verdadera sociedad de la comunicación deben seguir denunciando sin desmayo la
fórmula «sociedad de la información» por ser una contradicción en los términos, una
manera de embellecer la desocializante «información» con un sustantivo noble y fuerte,
«sociedad», que en realidad sólo se emparenta con comunicación. Cabe sin embargo
reconocer con realismo que poco puede hacerse a corto plazo contra un estereotipo
forjado y en circulación, ya convertido en lugar común, que debe adoptarse bajo
reserva, manteniéndolo mentalmente entre comillas. Para un máximo de coherencia
posible, digamos entonces, a título provisional, que sociedad de la información connota
aquel segmento o momento de una sociedad de la comunicación en que por convenio
pragmático predominan relaciones de información, pero en el cual conservan plena
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vigencia los valores y normas del comunicar expresables en un derecho a la
comunicación.
Más que una sociedad de la información, la nuestra es en realidad una
civilización informatizada o info-dependiente, a niveles directamente proporcionales a
la riqueza de las naciones. Sobre crecimiento y democratización de los conocimientos
en el último medio siglo, casi no quedan dudas. La codificación numérica unificada ha
permitido auténticos milagros en producción, conservación y difusión de los saberes.
Internet ha satisfecho, incluso, lo que representó durante decenios la principal
frustración de los telefónicos en busca de una ulterior democratización de la telefonía:
poder levantar la bocina y dirigirse simultáneamente a «n» receptores. La red no sólo lo
ha logrado, sino que ha puesto al alcance de cualquiera la más eficiente e inimaginable
oficina de correos, o la posibilidad de fabricarse su propio periódico electrónico, el blog,
y de exhibirlo en un kiosco llamando mundo.
Esta es la «leyenda dorada», que todos obviamente suscribimos aunque sin
dejarnos encandilar en demasía. Pero una cumbre mundial es ocasión casi única de
cotejarla con la «leyenda negra»; una vez más, no para que ésta reemplace aquella (sería
infantil), sino para buscar esa razonable medianía que proteja a la humanidad de
engañosos encandilamientos y le permita convenirse sobre un modelo de «sociedad de
la información» aceptable para unos y otros, consensualmente decidida, clara en su
teleología y sin trucos en los métodos para alcanzar las metas establecidas.
Lo primero que cabe constatar al respecto es que la llamada Ley de Pareto se ha
reproducido o esquematizado puntualmente en el ámbito comunicacional (milagroso
sería que no lo hubiese hecho). Según aquella ley, el 80 por ciento de las riquezas del
mundo siempre tiende a acumularse, independientemente del sistema político, en el 20
por ciento más favorecido de la sociedad; añádase, por precisión, que la humana codicia
ha perforado actualmente ese techo, acumulando en el quintil privilegiado no ya el 80
sino el 87 por ciento de las riquezas de la Tierra. Las comunicaciones (ya la Ley de Jipp
acerca de la relación densidades telefónicas/PTB lo había indicado claramente decenios
atrás) siguen hasta con excesiva fidelidad la misma curva: en 2000, el 91 por ciento de
los usuarios de Internet se acumulaba en el 19 por ciento de la población mundial de
países OCDE; en los meses en que Luxemburgo trepaba a una densidad telefónica 170 x
100 hab., Niger descendía a 0,21 x 100 (la relación es de 800 a 1). Esto significa,
cuando menos, cinco cosas de la mayor importancia, que Ginebra y Túnez deberán
forzosamente sopesar:
a) en las dosis, niveles tecnológicos y momentos adecúalos, las comunicaciones
sociales y la informatización sí mejoran, y de manera indiscutible, la calidad de vida de
la gente; pero sería culposo ignorar que las dramáticas prioridades obsolutas de cuando
menos 60 por ciento de la humanidad siguen siendo las proteínas, el agua, un poco de
salud y de educación, más que una conexión a Internet; a estas alturas del humano
empobrecimiento, los panegíricos sobre las soteriologías tecnológicas ya no son
aceptables;
b) no se puede ir forzadamente, y pretender además que se actúa en buena fe,
contra los determinismos económicos: la conectividad continuará siendo básicamente
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una variable dependiente del PIB; hay que sacar primero a la humanidad de su miseria
crítica, y mejorar concomitantemente su acceso a la info/comunicación;
c) todo intento por violar esa determinación ha demostrado ser un error llamado
«desarrollismo», fracasado en los años 60 cuando se pensó que bastaría saturar con
gadgets de los ricos el universo de los menesterosos para que éstos comenzasen a actuar
«como si» no lo fuesen, lo cual mejoraría mecánicamente su estatus;
d) el Tercer Mundo es el último reservorio aún no saturado de accesos (y de
participación casi nula, sin capacidad de generar competencia), el único donde una
fuerte expansión del mercado sigue siendo posible, y a la vez la zona de tarifas telecom
comprobadamente más elevadas de la Tierra; un explosivo coctel de ingredientes que
explica tantas presurosas atenciones por dotarlo de más y más terminales de acceso; y
e) de los entrelazados universos en que se mueve la relacionalidad humana
(comunicacional, religioso, político o económico), el que exhibe menos pluralismo y
democracia en absoluto, el peor ejemplo de relacionalidad, es hoy por absurda paradoja
el comunicacional. Una paradoja además perversa, producto de una excesiva
confiscación y concentración de poderes comunicacionales, que debe cesar, porque
comunicación es la relación que da fundamento a todas las demás, y porque dicha
relación comunicante vehicula y filtra hoy segmentos siempre más importantes de lo
religioso, lo político y lo económico, tiñéndolos siempre más de su propio
autoritarismo. Toda decisión que no democratice la info/ comunicación por los dos
lados de la moneda, acceso y participación, debe descartarse.
De no sopesarse honestamente estas realidades, el esfuerzo por «asegurar acceso
universal a la sociedad de la información» pudiera asumir una vez más el risible
semblante de una venta de abalorios a los pobres, eternizando la caricatura del ranchito
aplastado por una antena parabólica más grande que él.
El segundo y ya señalado aspecto de la «leyenda negra» es el de la anomia
comunicacional, lo que hace que los intentos por hacer avanzar una sociedad de la
información y simultáneamente su desregulación y el vacío jurídico, se presten a ser
percibidos como un campo minado para los débiles y una alfombra más para los fuertes.
Uno de los principales compromisos a asumir es precisamente el de conducir la cumbre
a aprobar una primera Declaración Universal sobre el Derecho a la Comunicación, de la
que ya circula un buen proyecto. Limitémonos a subrayar aquí uno de los aspectos
claves del problema, el de la función vicarial en comunicaciones.
Desde que el ágora, el lanzamiento de la piedrita u óstrakos a la cabeza del
condenado, y la comunicación presencial pasaron a mejor vida por obra de medios,
mediadores o intermediarios que expandieron y a la vez alteraron la interpersonalidad,
la casi totalidad de las comunicaciones humanas se hizo «mediatizada»,
despersonalizada, por canal interpuesto. Hubo así quien mantuvo los «medios» a su
alcance y quien quedó alejado de ellos, quien pudo hablar más que ruchos otros y quien
se quedó callado de por vida, quien se volvió autoridad y quien súbdito; los medios
trajeron a la relación humana su expansión y el desequilibrio comunicacional a la vez.
En los terrenos de la religión, la política o la economía, la investidura de auctoritas
(ejercida por un enviado de Dios, un elegido a tiempo determinado o un comanditario
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de accionistas), y asimismo la legitimación, duración y traspaso de poderes, están
codificados. En comunicaciones, la «legitimación» es o bien el hecho de haber llegado
primero o el de disponer de suficientes poder político o recursos económicos para
adquirir un «medio», obtener una concesión, y usarlos. Aunque parezca inverosímil,
ningún contrato social, ningún pacto internacional rige el ejercicio del cuarto poder; una
constatación que no responde a deseos ocultos de restar a dicho poder esta o aquella de
sus libertades, sino, como diría Fontenelle, al de garantizar una misma y plena libertad a
todos, sin privilegios. De Adam Smith a Habermas, la mejor reflexión ha confirmado y
reconfirmado la función de guardián y contralor de los demás poderes públicos que el
poder mediático debe asegurar, pero la hora ha llegado de preguntarse, ante demasiado
casos de complicidad y manipulación, quis custodiet ipsos cus-todes, quién vigilará a
los propios vigilantes. Somos seis millardos y pronto seremos diez; la hipótesis de que
todos quisieran por ejemplo ser radiodifusores (alguien lo sugirió una vez), con la
misma facilidad con que un ateniense iba al ágora a conversar, es obviamente una
pesadilla. La aceptación de pocos emisores vicariales, que comuniquen e informen en
nombre de muchos, responde así, en principio, a una lógica de economía social, de
distribución del trabajo. Sin embargo, al ciudadano sin capacidad comunicacional
mediática real -aquí reside el problema- debe seguírsele considerando como depositario
permanente de ese mismo e irrenunciable poder (es el «callar no quiere decir mudo» de
Heidegger), un depositario que renuncia por voluntad propia y lógica distributiva a
hacer uso de ello, confiando a otros la función vicarial de hacerlo en su nombre. Un
derecho a comunicar debe establecer, pues, parámetros y garantías para el ejercicio de la
vicarialidad comunicacional -que no entren, obviamente, en conflicto con otros
derechos humanos fundamentales-, para evitar los hoy frecuentísimos abusos de
posición dominante en info-comunicaciones, tanto de origen mercantil como
gubernamental. Tal necesidad resulta muy evidente cuando los vicarios hacen, además,
uso de bienes otorgados en concesión (frecuencias, infraestructuras públicas, etc.), esto
es, de bienes públicos, mundiales o nacionales o colectivos, en cuyo caso la comunidad
está en el pleno derecho democrático de imponer al comunicador vicarial, y en
primerísimo lugar al Estado y a sus servicios públicos, precisos pliegos de obligación y
normas de calidad que impidan abusos, degeneraciones o prevaricaciones, y garanticen
a la comunidad la prestación del servicio que ella desea darse.
En tercer lugar, las sociedades humanas habrán de declarar con suma claridad y
sin temores -la cumbre es su gran ocasión- si aceptan que la «sociedad de la
información» sea estructural y permanentemente una sociedad de la sospecha, la
vigilancia y el espionaje al amparo de criterios de seguridad y de lucha antiterrorista no
universalmente compartidos.
En cuarto lugar, conviene recordar que una «sociedad de la información» no es
una entelequia a consagrar o confirmar en congresos internacionales; ella existe ya,
tiene antecedentes y dueños (Mc Luhan había soñado su «aldea global» sin caciques,
como un pacífico reino de reciprocidades), ha dado amplias pruebas de sus
posibilidades y límites, y lo que los congresos debieran más bien hacer es presentar
balances estratégicos de sus méritos y deméritos, para indicar cuáles son sus impasses y
sus aperturas, los errores a no repetir y los Aciertos a reforzar. Entre los antecedentes de
nuestra actual «sociedad de la información», por ejemplo, existen algunos muy
próximos a lo que en derecho serían «antecedentes penales»: las dos burbujas
especulativas con las que se intentó nacer de Internet (en los EE UU) y de la telefonía
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UMTS (en Europa) las madres de todas las especulaciones. Hasta marzo de 2000, la
especulación bursátil en Internet generó lo que se definió como «la más grande creación
de riqueza de la historia de la humanidad»; menos de tres años después se habían
volatilizado miles de millardos de dólares en un ecrack clasificado como «la más grande
destrucción de riqueza en tiempos de paz», pagado por millones de ahorristas estafados
por gerentes deshonestos, con venta de pseudonecesidades, graves delitos de iniciados,
engaños en cadena y delictuosas complicidades de bancos y empresas de análisis,
auditoría y consejo financiero. En Europa, un poderoso lobby industrial convenció en
1998 a Bruselas de que los países de la Unión Europea ya podían licitar licencias
UMTS, lo que varios codiciosos gobiernos se apresuraron a hacer, recabando en pocas
semanas 314 millardos de dólares. La tecnología, que no estaba lista y sólo ahora es
cuando da sus primeros e inciertos pasos (ver infra capítulo XV), fue pagada en países
ya telefónicamente saturados a precios más desorbitados que los tulipanes holandeses
del siglo XVTI (en Inglaterra alcanzó el estrafalario precio de 652 dólares x hab.,
cuando enteros sistemas nacionales sedientos de telefonía estaban siendo privatizados a
precios de entre 50 y 75 dólares x hab.). El costo de ambas especulaciones fue
transferido al usuario; se calcula que por una generación más pagaremos servicios
Internet y telefónicos a precios artificialmente elevados, para permitir a las empresas
recuperar sus pérdidas (un hoy hipotético pero necesario Tribunal Internacional para los
delitos económicos contra la humanidad ya hubiera tenido mucho que indagar en la
llamada sociedad de la información)/Engañosas burbujas del género Internet,
especulaciones maliciosas tipo UMTS, quiebras fraudulentas modelo Global Crossing,
sospechosas supercherías como el ya olvidado Millennium Bug en computadoras...; será
mejor que una cumbre mundial consagrada a la «sociedad de la información» ponga
todo esto sobre el tapete, haga catarsis y honorable enmienda, o cumpla siquiera con el
elegante y poco costoso ritual de pedir perdón.
Nota: En este último párrafo que esta resaltado en amarillo Antonio Pasquali hace una precisión
final que no aparece en la edición de Gedisa “Comprender la Comunicación”.

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