breve glosario razonado de la comunicación y la información
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breve glosario razonado de la comunicación y la información
1 BREVE GLOSARIO RAZONADO DE LA COMUNICACIÓN Y LA INFORMACIÓN Libro: 18 Ensayos Sobre Comunicaciones. Antonio Pasquali JUSTIFICACIÓN Las siguientes explicaciones de los términos más relevante aparecen en textos, resoluciones y declaraciones vinculados a los procesos de comunicación y de información son apenas un ayuda-memoria destinado a recordar lo medular de cada concepto, actualizar criterios interpretativos y ayudar -en toda la medida de lo posible- a que desde diferentes horizontes culturales se puedan usar términos aceptablemente unívocos cuando se discutan temas de comunicación o información. No pretenden pues imponer definiciones o proponer una hermenéutica más que otra, sino sugerir marcos de referencia que permitan evitar malentendidos y editar en algo el mutuo entendimiento. A las jóvenes ciencias o disciplinas de la comunicación y de la información — cuyas aplicaciones tecno-industriales evolucionan a ritmo irrefragable- no les ha sido fácil elaborar un vocabulario propio, por lo que se vieron obligadas a expresar varios de sus conceptos esenciales con términos sacados a préstamo de otras ramas del saber, los cuales quedan frecuentemente impregnados de su anterior carga significante. Y no es todo. Dichas significaciones tampoco han sido siempre y necesariamente unívocas; ellas provienen de diversas latitudes lingüísticas y ocultan a veces, bajo un mismo término, profundas variedades connotativas, por lo que el fenómeno «torre de Babel» o de inadecuación significante/significado es en nuestro ámbito más frecuente de lo que sería deseable. Varios debates internacionales de los años 70 y 80 sobre «libre circulación de la información», por ejemplo, terminaron siendo verdaderos diálogos de sordos porque sus interlocutores manejaban, a menudo sin concientizarlo, distintas y hasta divergentes nociones de información y sobre todo de libertad; empleaban iguales palabras pero pensaban en cosas diferentes. Esto, sin mencionar más deliberadas manipulaciones de términos ya de por sí ambiguos, lo que añade confusión y ruido. En los actuales momentos, sirva este otro ejemplo, la supuesta necesidad de controlar informaciones por razones de seguridad o de lucha antiterrorista es disfrazada bajo anodinos clichés verbales del género information security o network security, vaguedades terminológicas para no llamar por su verdadero nombre el espionaje masivo de mensajes. Términos de radical importancia, tales como información o acceso, entre otros, siguen siendo hoy, como dirían los semiólogos, altamente polisémicos, y hubiera sido deseable, por ejemplo, que la secretaría de la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información, CMSI (Ginebra 2003-Tunez 2005), hubiese previsto la confección de un vocabulario terminológico consensual a distribuir entre los actores de la reunión, a fin de reducir por adelantado los niveles de confusión semántica. La definición de información que privilegia la UIT, vaya este último ejemplo, no coincide con la que se maneja comúnmente en otros organismos intergubernamentales, ni con la de los informáticos puros, ni con la de quienes trabajan con la noticia. La multiplicación de canales comunicantes y la digitalización de todos los códigos existentes, la mundialización e instantaneidad de la mensajería electrónica, el creciente peso económico, militar, político y cultural de los procesos de información y comunicación, con sus incesantes cambios en producción, conservación, difusión, 2 vectores, codificación y controles de los mensajes, vuelven siempre más complejos dichos procesos, aumentando nuestros niveles de babelización y nuestra fragilidad ante la manipulación semántica. Ojalá puedan las reflexiones siguientes aportar las premisas de alguna univocidad terminológica, propiciando un mejor entendimiento mutuo y una mayor y una mayor comprensión de lo que queremos realmente decirnos cuando dialogamos de comunicación e información. RELACIÓN HUMANA Esta noción universal y compleja, para nosotros capital, no se emplea con la frecuencia deseable; nada extraño que no figure, o comparezca como al azar dentro de algún considerando, en los documentos finales de la CMSI, una asamblea que sin embargo evaluará y hasta incidirá sobre ciertos parámetros hoy fundamentales de la relación humana tal como la concebimos y practicamos los contemporáneos. El imponderable y lógicamente indefinible concepto de relación ocupa, con unos pocos más, el empíreo del pensar. El humano saber es fruto de adecuadas relaciones entre el entendimiento y las cosas pensadas, y todas las cosas son comprendidas por la razón en la medida en que logramos relacionarlas con otras cosas o conceptos. Las filosofías occidentales ubicaron la relación entre las formas supremas del entendimiento clasificadas como «categorías» y se dedicaron, mediante procesos descendientes llamados de esquematización, a ordenar los diferentes compartimientos en que subdividieron la totalidad de las cosas, según el modo en que se manifiesta en cada uno de ellos la relación. Desde un comienzo, el microcosmos del hombre es percibido como reino de la relacionalidad mejor lograda. El ser humano es tal (y es único, superior a todos los demás y hasta rujo de Dios) porque es el solo que sabe relacionarse inteligente y conscientemente con sus semejantes y formar comunidad. Comunidad pasa a llamarse así el modo como se manifiesta la relación en el compartimiento de los seres racionales. Llena de asombro aún hoy constatar que el primero en indagar el problema, Demócrito de Abdera, determinó de una vez por todas, en el siglo V a.C., que el homínide había abandonado su condición bestial y la manada sólo el día que pudo dar con la invención comunicante del lenguaje. Sentenció pues por los siglos de los siglos que sin una relación de comunicación nunca hubiésemos pasado de la bruta copresencia entre animales a la coexistencia, que implica la conversión del otro en prójimo y la convivencia con él, accediendo así a esa forma superior y racional de la relación que es la koinonía o comunidad (cum-munis es compartir cargas, obligaciones, lenguaje, creencias, etc). Aseveró, pues, hace veintiséis siglos, que sin comunicación no hay comunidad posible. Felizmente, casi todos los idiomas modernos han conservado los mismos radicales kóinos, común, y kói-nesis, comunicación, o communis, communitas, communi-catio, a fin de recordarnos para siempre la inherencia de comunicación y comunidad. De aquella imperecedera aseveración muchos corolarios se desprenden. Retengamos éste: si es cierto que sin función comunicante no hay comunidad posible, igual certitud existe de que toda modificación espontánea o inducida en el comportamiento comunicacional de un grupo social genera cambios en el modo de percibir, sentir y tratar al otro, en el ejercicio de la relación humana y, por ende, en el 3 modelo vigente de comunidad. Hablar de comunicación e información es pues referirse sin circunloquios, siempre y necesariamente, a la esencia de comunidad y relación humana, lo que hace inaceptable cualquier reducción de aquéllas al lecho de Procusto de una tecno-economía interesada en descalificar y minimizar las repercusiones sociales del factum comunicante. Por el contrario, a la sociedad le asiste más bien un permanente e irrenunciable derecho ontológico de mirada y control sobre toda decisión que afecte el comunicar y el informar, por ser la esencia de lo social, de lo comunitario, de la humana relación. El orden mundial actual tiende inversamente a privilegiar los intereses políticos y económicos que buscan más bien pilotear el ser y el devenir social mediante controles comunicacionales e informativos. Tan innatural y abusiva inversión terminará por chocar de frente contra la creciente lucidez con que la comunidad internacional mira hoy hacia fundamentales contratos sociales aún no estipulados, entre ellos el relativo a quién corresponde ejercer la autoridad en comunicaciones, la función más consustanciada con la convivencia humana. La relación comunicante genera y altera pues relaciones comunitarias, lo que hace que toda sociedad sea fiel reflejo de sus redes comunicantes. La aseveración no es ideológica, pero vuelve ideológicamente sospechosos los intentos de privilegiar discursos asépticos y desocializados del comunicar y del informar, reduciendo tales procesos a dimensiones semiológicas, científico-técnicas o mercantiles. Lo que antecede no es un teorema pesimista, una remota hipótesis. Vivimos una delicada transición histórica, la neoliberal, en que mucho poder decisional es deliberadamente sustraído a sus órganos naturales -generalmente de la familia de las Naciones Unidas- y confiado a nuevos centros de poder. Desde hace decenios no cesa el intento de desacreditar y vaciar de sustancia a las Naciones Unidas («no una buena idea mal aplicada, sino sencillamente una mala idea», seguía sentenciando el Washington Post en marzo de 2003), como premisa a su reemplazo por un más controlable sistema paralelo. En el nuevo mega-club patronal FMI/BM/OCDE/ OMC/G8, de competencias cada día más amplias, el generoso principio multilateral de un país-un voto es reemplazado por un gerencial voto ponderado (en el FMI el voto del país más rico pesa 1.322 veces más que el del más pobre). Problemas como los de la propiedad intelectual o de la asbesto-•s son ahora materias de la OMC; el del agua -cuesta creerlo- ha pasado a ser de la competencia del... Banco Mundial. Mucha capacidad de decisión en materia de comunicación e información ha sido igualmente forzada a emigrar a instancias cada vez menos intergubernamentales, más privatizadas y propensas a privilegiar los enfoques tecno-económicos de quienes pretenden encarnar l'esprit du sérieux y la profesionalidad mientras descalifican los enfoques sociales. A ese respecto, la sociedad civil no habrá de olvidar que en tales ejercicios de mudanza y amputación se suele perder en racionalidad y en moralidad social todo lo que se llevan de ganancia las partes interesadas. La emigración forzada del gran tema de la comunicación a la UIT, reducido además al subcapítulo información (nos referimos a la ya citada Cumbre), es con verosimilitud uno de tales casos. La UIT se auto-define como un «organismo especializado en las tecnologías de la información y de la comunicación» (su sola competencia es pues el hardware), y es una de las partes del sistema de las Naciones Unidas cuya privatización está más avanzada. De su inédito e importante Reform Advisory Panel (RAP), creado en Minneapolis, forman parte la Cámara de Comercio Internacional, Cisco, AT&T, Nortel, etc., y en la lista de sus «invitados» han figurado WorldCom, Global Crossing, Qwest, AOL Time Warner o Xerox, empresas en parte 4 desaparecidas, o en bancarrota fraudulenta, o pesadamente endeudadas, que llegaron incluso a recomendar de auditor oficial de la UIT a la empresa norteamericana... Arthur Andersen, hoy desaparecida por fraudes múltiples. La UIT de hoy es un organismo aún formalmente intergubernamental, el cual proclamó con orgullo en marzo 2002, desde Istambul, que «the new telecommunication world is one that can be characteri-sed as prívate, competitive, mobile and global». Este es el organismo (que ya nada tiene que ver con el que publicara en 1985 el esperanzador Informe Maitland: el eslabón fallante) al que ha confiado el secretario general de la ONU la organización de la Cumbre Mundial, con el mandato «de desempeñar en ella un rol capital», y que pudiera buscar allí resultados satisfactorios a los ojos de su RAP para alejar el espectro aparecido en su Plenipotenciaria de octubre 2002: una baja importante de la contribución de los países del Norte a su presupuesto. Entre los futuros resultados de la Cumbre hospedada por la UIT cabe pues imaginar, por ejemplo, que sólo producirá etéreas declaraciones de principios, las cuales dejarán intactas todas las macro-realidades del sector, o que logrará con astucia revigorizar el gigante industrial/mercantil de las telecomunicaciones, hoy debilitado por las recaídas de dos catastróficas especulaciones, las de Internet y del UMTS, que se verán en capítulo sucesivo (durante las PrepCom, varias ONG creyeron percibir una tendencia a convertir la Cumbre en «una promoción de Internet»). Los escenarios pueden variar, o resultar sorpresivos, pero una cosa puede darse por descontada. Mientras discute de ayudas al desarrollo, gigabytes, costos, derechos, frecuencias, digitalización, densidades, seguridad, códigos, accesos, Internet o confidencialidad, la Cumbre -al presagiar nuevos patrones comportamentales en la llamada sociedad de la información- estará facilitando decisiones a futuro que tarde o temprano modificarán, para bien o para mal, la relación comunitaria. Quienes se preocupan por una teleología de relaciones más justas entre seres humanos, y luchan por el advenimiento de una familia del hombre razonablemente pacificada y concorde, no dejarán de ponderar -contra las dominantes reducciones- los trabajos y resultados de la Cumbre, y de las reuniones que le seguirán, en términos de sus repercusiones sobre la humana relacionalidad. DEONTOLOGÍAS, MORALES, ÉTICA Una discreta cacofonía, no exenta de cierta comicidad, reina hoy en el disminuido vocabulario moral de la humanidad, apabullado por los glamorosos diccionarios tecnológicos y económicos que todos quieren hablar. Jefes de Estado, managers y líderes pregonan por doquier la necesidad de un rescate ético y moral, fórmula en la cual no se entiende bien qué es ética y qué es moral, si la más respetable ética está ahí para realzar un poco la mala imagen que tiene la moral, si se trata de un conjunto incongruente de significados latinos y sajones, o si son lo que los franceses llaman mots de paresse, que suenan bien (como la aldea, global de los años sesenta) y que los líderes de opinión han adoptado sin tantas preguntas. Un mínimo de claridad terminológica se impone aquí. Pero, ¿por qué aclarar conceptos propios de la filosofía moral en estas reflexiones sobre los términos de mayor uso en comunicación e información? Principalmente por dos razones: 5 1. Porque tanto comunicación como moral versan sobre nuestra co-presencia y trato con el otro, y son las dos subcategorías de la Relación más emparentadas a escala antropológica, tanto en sentido histórico como conceptual. Tras hallar en la comunicación el comburente de su sociabilidad, el grupo humano se vio pronto obligado, si quería sobrevivir, a asegurarse un mínimo de concordia, lo que logró mediante pacto social, dándose normas de convivencia (no extrañe pues que durante milenios la humanidad haya considerado a la justicia, el convivir armonioso, como suprema virtud moral). Toda posterior normativa o nomotética humana tiene su origen en un originario plexo moral, y a la moral vuelve por ejemplo el Derecho en busca de nuevos principios cuando de enfrentar inéditas crisis se trata. El comunicar es un hecho moral, de relacionamiento interpersonal, aun antes de ser un hecho político, de construcción social. Comunicación y normas de comportamiento para la convivencia: dos maneras primigenias, esenciales y emparentadas de referirse a la relación humana. 2. Porque ninguna compulsión foro exteriore -démoslo por cierto- logrará dar vida a un uso éticamente más justo de las funciones de comunicar e informar, esto es, a más pluralismo, reciprocidad y genuina democracia. Sólo una nueva moral del comunicar, adoptada foro interiore por la mayoría de los sujetos de la comunicación, más concretamente una nueva moral de la intersubjetividad que conciba normas superiores de comportamiento comunicacional e informativo, podrá derrumbar con el tiempo las verticalidades, injusticias, controles e inmoralidades actuales que padecen incluso sociedades consideradas liberales. En cambio, una nueva moral del comunicar sí puede ser poderosamente acelerada en su advenimiento por un coherente derecho a la comunicación que democratice los actuales derechos consuetudinarios en comunicaciones, plagados de autoritarismos. Como quiera que nunca faltan referencias a la dimensión moral del comunicar, conviene aclarar cuando menos el sentido de los tres términos siguientes: Deontologías: pese a su aspecto culterano, es un vocablo a recuperar y reintroducir pronto en el lenguaje moral de todos los idiomas, lo que evitará más de un malentendido. Deontologías (o «morales profesionales») son conjuntos coherentes y puntuales de normas autrorreguladoras, de autoestima, buen ejercicio y respeto al beneficiario de actividades o profesiones específicas, desprovistas de sanciones en sentido jurídico. Suelen expresarse en códigos deontológicos (el del médico Hipócrates es su arquetipo), siendo a proscribir la fórmula demasiadas veces empleada en su lugar: «código de ética», por generar tremendas confusiones. Las deontologías pueden prestarse a alguna deshonestidad moral cuando, en nombre de libertades o intereses grupales, pretenden sustraer dichos grupos a la necesaria función de watch-dog que corresponde a la sociedad, a su moral social y a sus códigos legislativos, ofreciendo reemplazarlos por autovigilancia y tibias sanciones internas. Un mundo de la praxis regido por puras, contradictorias y asistemáticas deontologías o micro-normas sectoriales, sería un mundo moralmente anárquico y políticamente hobbesiano, sin moral y sin Leyes. Las deontologías pueden pues asegurar una útil y más fina regulación comportamental cuando añaden una sobrenorrmatividad a preexistentes y respetadas normas morales y jurídicas, o pueden convertirse en coartada cuando pretenden eludirlas esquivando la sanción jurídica administrada por el Estado. 6 Morales: así en plural, porque mientras sobrevivan las fecundas diversidades culturales que los Estatutos de la Unesco piden salvaguardar, no hay posibilidad de que prospere, gracias al cielo, una moral única y universal. Las morales son conjuntos coherentes, genéricos, históricos y sistematizables de normas en constante evolución, destinadas a proporcionar, a comunidades con creencias y principios compartidos, criterios axiológico-prácticos para todo tipo de acción. El hecho de que todos los grupos humanos, sin excepción, se doten de normas morales, codificadas o ágrafas, sencillas o complejas, confirma la cartesiana imprescindibilidad de una concepción práctica del mundo. La sistematicidad la no contradicción y alguna jerarquización axiológica entre normas son rasgos sine qua non de un verdadero sistema moral (un refranero popular, mezcla de abigarradas y frecuentemente contradictorias protonormas morales, aún no es una moral). La tan maltratada moral social, citada en las Constituciones de casi todos los países, expresa en los términos menos imperfectos posibles el hecho muy real de que cada sociedad -nacional en este caso- se acoge a un grupo de valores, normas y deberes más que a otros, por lo cual aquello que resulta debatible o condenable para una moral social (control de natalidad, respeto a preferencias sexuales, eutanasia, etc.), resulta normal y aceptable para otra. La vigencia de las morales en el tiempo depende de su capacidad de seguir asegurando patrones de recto comportamiento aun en situaciones inéditas; al fallar en esto, su credibilidad merma y la moral social comienza a: a) secretar respuestas amorales ante estímulos por ella desconocidos; o b) buscar más principios incluyentes que permitan comprender moralmente lo nuevo. La ciencia, la tecnología y la economía, en bulliciosa evolución, generan y diríase que favorecen hoy comportamientos amorales (primer paso en el breve camino a la desmoralización y la inmoralidad), más que preocupadas búsquedas de superiores principios morales. En comunicaciones e informaciones, este fenómeno es evidente: se cultiva el encandilamiento tecnológico en busca de consensos a-morales y para obviar estorbosos cuestionamientos sobre autoridad y contenidos, así como se invocan los códigos deontológicos para no responder por contenidos ante la sociedad. Moralismo, por su parte, puede indicar: a) en sentido fuerte y positivo, la propensión a someter toda realidad, situación o comportamiento a la interrogante moral básica: cuánta felicidad pueden proporcionar a todos, o cuando menos a la mayoría de los hombres; y b) en sentido laxo y negativo, la propensión a expresarse constante y desatinadamente, o fuera de propósito, en forma sentenciosa y pedante. Ética: este término debe reservarse con carácter exclusivo y excluyente a la filosofía de la moral, que es una sistematización metafísico-gnoseológica de las morales reales e históricas (la definición kantiana de ética como metafísica de las costumbres morales sigue siendo impecable). La ética sólo brota cuando la razón se pregunta por qué hay morales, cuáles son los principios supremos, universales e intemporales que recorren todas las morales, por qué el hombre es el único ente moral, cuál es el origen de los grandes principios morales. No hay pues éticas, sino como partes coherentes de algún sistema filosófico; cualquier otro uso de este término es inapropiado y confusionista. Podemos pues hablar de la ética de Hume o de la Escuela de Frankfurt, de la moral del pueblo griego o del nazismo, de la deontología de médicos o comunicadores. 7 El término ética debiera emplearse sólo en congresos de filosofía; las deontologías resultan a veces sospechosas cuando sus defensores son a la vez portadores de grandes intereses extramorales; la moral necesita una fuerte reactualización semántica y práctica, so pena de ver sus grandes principios abandonar uno tras otro la escena, reemplazados por otros -e origen económico, militar, político, científico o tecnológico (para más detalles, ver infra Cap. II). INFORMAR, COMUNICAR Numerosas son las acepciones de estos dos fundamentales conceptos, así como sus definiciones. Comunicación es un término que las modernas ciencias sociales y naturales han rescatado del olvido y el desuso hace poco más de un siglo apenas, obligadas por el advenimiento de sustantivos progresos en medios de comunicación «reverenciemos de paso el conocido elogio que en 1630 Galileo dirige a ... aquella mente eminente que imaginó la manera de comunicar sus más recónditos pensamientos a cualquier otra persona, aun alejada por larguísimos intervalos de espacio tiempo (...) mediante diversos ensamblajes de unos i^einte caracterzuelos sobre una hoja de papel...). Pero «progreso» no connota aquí la genérica multiplicación de canales artificiales y su crecimiento cuantitativo en la era industrial, sino tres fenómenos muy precisos que han transformado cualitativamente la humana relación: a) la masiva reproducibilidad técnica de los mensajes; b) la progresiva irrelevancia de la variable «distancia» espacial y temporal; y c) la codificación de lo antes incodificable, como sonidos e imágenes. No fueron, en efecto, ni la anotación musical de Guido d'Arezzo ni los caracteres móviles de Gutenberg los que indujeron a desempolvar el muy genérico término comunicación, sino un encadenamiento de invenciones como el daguerrotipo, la rotativa, el telégrafo alámbrico, el fonógrafo y el cinematógrafo, que hicieron posible a partir del siglo XIX una mutación cualitativa en las relaciones humanas. Información, por el contrario, es un término que puede rastrearse casi ininterrumpidamente desde la época clásica, cuando florece como concepto filosófico destinado a connotar la compenetración o imposición de una forma, idea o principio, en una materia que queda así «in-formada» o «formada», como en los plexos estatuamármol o alma-cuerpo (un vetusto pero irremplazable sentido que nos sigue ayudando a mejor comprender relaciones más concretas, por ejemplo entre información y opinión pública). Luego, durante largos decenios, su uso fue prácticamente acaparado por el periodismo. De nuestros tiempos, como señalamos, la polisignificancia de información, más las irresueltas ambigüedades fronterizas entre comunicar e informar, crean una cierta babelización a la hora de definir consensualmente, por ejemplo en conferencias internacionales, el deber-ser ideal de una sociedad de la información. Existe la información del informático (el quantum matemáticamente medible de imprevisibilidad en el mensaje), del cibernético (la señal-orden que alimenta y retroalimenta sistemas programados), del ingeniero en telecom (lo digitalizable/transmisible), del defensor de derechos y libertades humanos (cualquier conocimiento hecho del dominio público y accesible) o del periodista (esencialmente lo noticioso). Pero la confusión va más allá aún. La venerable Reuter dice hoy de sí misma en su borne page: -best known for our expertise in journalism, we are also one of the largest information providers in the world, with annual sales of L. 3.6 billions», descalificando el viejo uso de información 8 como noticia para privilegiar ahora un empleo de información» reducido a sinónimo de información económica. Sea como fuere, una cumbre mundial a ella dedicada que no se convierta en ocasión para un cierto esclarecimiento terminológico, corre el riesgo de no cumplir con uno de sus objetivos implícitos. Construir una plataforma de entendimiento conceptual que resulte aceptable, en la que cada quien pueda ver de alguna manera reflejada la definición que más le convence, es factible a condición de retroceder a la genericidad y abstracción de ambos conceptos, al puro comunicar e informar, para luego regresar a lo real concreto con mayor claridad. Para construir tal plataforma, hemos forzosamente de volver a la categoría o concepto supremo más comprensivo de que disponemos en nuestro campo, el de relación, anteriormente comentado, y preguntarnos qué tipo de relación, cuánta relación y qué calidad de relación asegura a los humanos la información y la comunicación. Dicho en otros términos, qué modelo de relación humana tienden a privilegiar la información y la comunicación. Esta operación puede conducirse de varios modos; la que sigue adopta, grosso modo, un modelo cuando menos confiable, el kantiano. Kant no llegó a esquematizar sus categorías de la relación para los distintos niveles antropológicos, pero determinó con meridiana claridad que tales categorías eran, para todas las esquematizaciones posibles (las definiciones entre paréntesis son suyas, y son a retener): la inherencia (relación substancia/accidente), la causalidad (relación causa/efecto), y la comunidad (acción recíproca entre agente y paciente). Descendidas al ámbito comunicacional, ellas resultan esquematizables de la siguiente manera: inherencia = comunión causalidad = información comunidad = comunicación La primera de ellas, comunión, no parece prestarse para ser prédica de la comunidad de los seres humanos en ninguno de sus modos comunicantes, pues connota una inherencia absoluta de una cosa en otra que borra toda distancia entre sujetos fusionados y sin identidad. Dicha relación de inherencia es más bien predicable de lo inanimado (el blanco inherente a la nieve, la dureza a la piedra) o de lo supra-mundano (la comunión de los santos), y sólo metafóricamente es empleable para referirse, por ejemplo, a los instantes de éxtasis místico o amoroso justamente definidos de «anonadamiento» y pérdida de sí en otro, esto es, como irrelacionalidad. En tanto que nivel cero de la relación, comunión denota un estado más que un proceso, lo que la vuelve inaprovechable para conceptualizar relaciones comunicacionales que siempre y en todo caso implican alguna distancia y distinción entre sujetos y partes en juego. La esquematización de la relación a nivel comunicacional revela entonces que información y comunicación son las dos principales categorías, o conceptos fundamentales, que explican las relaciones comunicantes entre hombres. Como categorías que son, y partes de una tríada, la dialéctica que las une es insuprimible (la 9 segunda de ellas es siempre la negación de la primera, y la tercera su síntesis). Hablar de información remite siempre y necesariamente a comunicación, y viceversa. Irracional sería más bien el intento de comprender uno de tales procesos con total abstracción del otro, puesto que se explican mutuamente. En virtud de la citada dialéctica, propia de todo sistema categorial, resulta apodícticamente cierto que, en la praxis, todo incremento del quantum informativo genera necesariamente una merma del quantum comunicativo, y viceversa. Información está ontológicamente emparentada con causalidad: connota el mensaje-causa de un agente emisor que busca generar en un paciente receptor un efectocomportamiento inmediato o remoto. Comunicación está ontológicamente emparentada con comunidad: connota el mensaje-diálogo que busca generar respuestas no programadas, reciprocidad, consenso y decisiones en común. Información expresa pues categorialmente una relación comunicante imperfecta que comunicación, por cuanto tiende a generar más verticalidad igualdad, más subordinación que reciprocidad, más competitividad complementaridad, más imperativos que indicativos, más órdenes que diálogo, propaganda que convicción. más que que más Los anteriores son apenas esquemas conceptuales destinados a clasificar o incluir cada situación comunicante en su respectivo género. En el mundo real e histórico del hombre sería imposible hallar una relación que fuese de pura información (como de termostato a calentador de agua) o de comunicación pura, tan imposible como hallar justicia, belleza o verdad en estado puro. Pero dichos esquemas son los que permiten definir y calificar la relación comunicante, aseverar con fundamento que en tal o cual relación se manifiesta o predomina el componente informativo o el componente comunicacional. Para dar razón de dicha relación entre seres humanos sólo nos quedan pues, de la tríada kantiana, los binomios información-causalidad y comunicación-reciprocidad. Añadamos a lo anterior los siguientes complementos de definición: Información, o mensaje predominantemente informativo, es aquél en el cual uno de los polos de la relación funciona siempre o prevalecen de receptores. Allí, el polo emisor tiende a institucionalizar su capacidad emisora, una manera de institucionalizar y congelar en el polo opuesto una muda función receptora; el receptor confronta así dificultades crecientes o queda inhabilitado para convertirse a su vez en emisor, impidiéndose el establecimiento de alguna reciprocidad, o disfrazándola como pseudo interactividad, o dejando al receptor desprovisto de canales de retorno inmediato. El emisor institucionalizado termina entonces esgrimiendo una predominante intención causativa y no dialogal hacia un receptor alejado e incapacitado para convertirse a su vez, a su talante y en forma inmediata y no desfasada, en emisor. Esta relación más causativa que dialogal hace que el mensaje informativo se vuelva parcial o totalmente incuestionable, que tienda a convertirse -pese a las mejores intenciones- en mensaje tendencialmente epitáctico, «informativo» en sentido impositivo clásico, enmudecedor 10 del receptor, ordenador o propagandístico. A esta relación tendencialmente informativa pudiera igualmente llamársele cibernética o piloteada (ku-bernetés en griego es piloto, cibernética es la ciencia del pilotaje, y el título de una obra de N. Wiener, padre de la cibernética, es The Human Use of Human Being, justo por la connotación impositiva (del lado del emisor) y pasiva (del lado del receptor) del término. Ningún soporte etimológico autoriza en cambio el uso muy impropio y confusionista de «cibernético» como sinónimo de «a distancia» en compuestos muy á la mode como ciberespacio, cibernauta, ciberaprendizaje, cibergobierno, ciberseguridad, cibercrimen, ciberaprendizaje, ciberdelito o cibersanidad, allí donde el prefijo télos sería casi siempre el más apropiado. Dos corolarios: a) la moderna mediatización ha favorecido grandemente, aunque no siempre, el mensaje-información, debido al predominio de canales sin retorno inmediato, que han alejado física y temporalmente a emisor y receptor y elitizado al emisor mientras masificaban a los mudos receptores. Algunos medios (más propiamente algunos canales artificiales de comunicación, como la radio o la televisión), al actuar como diodos, esto es, al canalizar el flujo de mensajes en un sentido y no en sentido contrario, refuerzan en efecto la institucionalización del emisor y por ende el carácter causativo de la relación informativa, esto es, el efecto-propaganda de los mensajes masivos (su perversa consecuencia es que un necio con micrófono puede influir hoy en la opinión pública infinitamente más que un sabio hablando con sus vecinos en la esquina de casa). Y b) la relación de información puede ser fruto de un pacto social no escrito. Muchas y buenas relaciones de información (lectura, contemplación del arte, educación, etc.) son consensuales; el receptor desiste a priori y voluntariamente de hacer uso de su poder emisor, y asume conscientemente un rol receptor que intuye no le alienará su poder dialogal; calla porque sabe que la fuente emisora no lo quiere enmudecer («sólo en el genuino hablar es posible el genuino callar», decía Heidegger). Comunicación, o mensaje prevalentemente comunicativo, o genuino diálogo, es aquél en el cual ambos polos sintetizan la precedente configuración arriba/abajo o causa/efecto y comparten en principio un idéntico poder emisor y receptor, una idéntica capacidad de metamorfosearse instantáneamente de emisor en receptor, o de receptor en emisor; es aquel mensaje que respeta al receptor sin pretender in-for-marlo u obtener respuestas inducidas, sino suscitar en él una comprensión racional de ideas y hechos en un ambiente de reciprocidad; aquél que concede a todos sus actores un mismo rol protagonista y un mismo uso del mismo canal, debiendo por consiguiente privilegiar canales que aseguren la bidireccionalidad instantánea (la cesión vicarial y contractual de alguna capacidad comunicante a un portavoz no infringe esta regla); aquél que en lugar de persuadir u ordenar, persigue alcanzar en el diálogo una verdad superior a la inicial o adoptar una decisión no preconcebida, compartida y con-sensual. Comunicar implica siempre guardar una «distancia» óptima respecto al interlocutor, lo que significa respetar su alteridad, no intentar fagocitarlo o cosificarlo reduciéndolo a efecto de un mensaje causativo, estar abiertos ante él y sus proposiciones. Comunicarse es lograr una relación bien temperada que permita a la armonía germinar, aunque ningún intento definitorio logrará mejorar la perfecta y sintética definición kantiana de acción recíproca entre agente y paciente. Estos fundamentos se prestan a su vez a muy numerosas deducciones o esquematizaciones derivadas. Por ejemplo: 11 En ámbito socio-político: se desprende de lo anterior que sólo comunicaciones genuinas y abiertas pueden generar una masa crítica de reciprocidades capaces de dar vida a comunidades auténticas, abiertas y libres. Todo intento de incrementar y racionalizar la relacionalidad informativa no generará en cambio sino una ulterior acumulación de privilegios en el emisor y una correspondiente merma de comunicabilidad, reciprocidad, sociabilidad, pluralismo y democracia. En otros términos: sólo manteniendo en vida, sin desmayo, ámbitos de suficiente reciprocidad comunicativa es posible imaginar la supervivencia de la genuina democracia, un irrenunciable modelo de relación humana que moriría asfixiado en un universo todoinformativo. Y no puede ser de otra manera: todo intento de reemplazar el diálogo ínter pares con más eficientes pero desocializantes paquetes informativos conduce a inevitables desestructuraciones del plexo social. En este orden de ideas, la fórmula sociedad de la información es apenas una cosmética contradictio in adjecto (sólo la comunicación crea sociedad), así como la fórmula comunicación social es una tautología (la comunicación es por esencia social). En ámbito instrumental e institucional: la panoplia de canales artificiales de comunicación o Medios, en constante evolución cuantitativa y cualitativa, así como las instituciones humanas que los utilizan, pudieran y debieran jerarquizarse por su capacidad de vehicular y favorecer la comunicación o la información. Hoy por hoy, dicha jerarquía estaría sin duda encabezada por Internet y la telefonía (en este orden, porque Internet ha llenado la última laguna que le quedaba a la telefonía: el no poderse dirigir simultáneamente a muchos receptores), los dos grandes instrumentos de la bidireccionalidad abierta, un mismo uso simultáneo de un idéntico canal, en una palabra, cíe la reciprocidad y la democracia, y tal vez concluiría con la televisión, pero sobre todo con las agencias de prensa, un manojo cada vez más exiguo de emisores siempre más poderosos y sembradores urbí et orbi, con sus 40 millones diarios de palabras, de un «pensamiento único», que encarnan históricamente todo lo que de univectorial, causativo, manipulador, impositivo y propagandístico tiene hoy la relación de información. Lo anterior vuelve racionalmente transparentes, moralmente justos y políticamente deseables los intentos que se hagan por: a) favorecer la comunicación, generadora de más reciprocidad para una mejor comunidad, por encima de los aún necesarios mecanismos de información, a los que debe exigírseles, en toda la medida de lo posible, un empleo tendencialmente comunicativo y siempre conforme a los principios de un derecho a la comunicación; b) privilegiar el uso de canales facilitadores de bidireccionalidad, o que impongan menos restricciones tecnológicas y económicas al usuario acumulando ventajas en el emisor; y c) aumentar en lo posible el coeficiente de pluralismo, transparencia y democracia entre las instituciones que hoy acaparan excesivo poder tecnológico, emisor y de vigilancia sobre infraestructuras, canales, códigos y mensajes. DERECHO A LA COMUNICACIÓN De todo lo anterior se desprende que siendo comunicación, gnoseológicamente, la categoría sintética y más perfecta de toda relación comunicante, y ontológicamente la ratio essendi de la relación humana, el derecho a la comunicación pertenece al grupo de 12 derechos humanos primigenios y orgánicos, como aquél sin cuyo pleno disfrute se vería el ente racional impedido de acceder a la sociabilidad en tanto que animal político, de seleccionar el modo de estar-con-el-otro que más le plazca y de garantizarse el mayor grado posible de reciprocidad. Sólo con mucha buena voluntad internacional y prolongados esfuerzos se logrará dar forma a este esencial y aún ágrafo capítulo de los derechos humanos. Razón tenía Jean D'Arcy de quejarse, en los años 80, de que «ningún principio de derecho internacional relativo a las comunicaciones haya sido aún establecido», y razón tiene hoy el movimiento Communication Rights in the Information Society (CRIS), al aseverar que «el derecho a la comunicación es un derecho humano universal que supone y está al servicio de los demás derechos humanos». Si realmente desean que todos disfruten de una libertad hoy privilegio de pocos, nada habrán de temer de este nuevo derecho ni quienes preferirían derivarlo de algún derecho ya existente, en lugar de verlo nacer como un derecho nuevo, ni los partidarios de una desregulación global, quienes insisten en que no hay absolutamente ninguna necesidad de declaraciones internacionales sobre el derecho a la comunicación. Pese a los intereses creados, y salvo poner las cosas -lógica y ontológicamentecabeza abajo, ningún específico derecho ya existente en la materia puede dar vida a un más genérico y abarcante derecho a la comunicación. Los viejos derechos atinentes a comunicaciones vienen de períodos históricos que no habían entendido aún el rol capital de la comunicación en la relación humana, y se originaron en épocas monomediáti-cas, que no imaginaron siquiera cuánto poder utendi et abu-tendi encarnaría a escala universal el llamado cuarto poder (E. Burke, 1774), que nada sabían de mundialización o de las imposiciones de los medios a los mensajes, y poco de connivencias político/mediáticas, ni de los cientos de millardos de dólares de inversión publicitaria sin los cuales el entero sistema mediático hoy colapsaría. La falta de normativa internacional en comunicaciones y en el subsector de la información es hoy, es el caso de decirlo, el más palpitante y pertinente ejemplo contemporáneo cíe que hay libertades que esclavizan y leyes que liberan (B. Fontenelle, 1686). Hecho significativo: esa macroscópica anomia es defendida a capa y espada por el patronato mediático y sus grandes bufetes de abogados para seguir favoreciendo los intereses de los poderosos en el marco de una inaceptable visión asocial y mercantil de la comunicación, y ya sabemos por ejemplo lo que ha significado -en términos de laissez faire- el hecho de que la Unión Internacional de Telecomunicaciones, anfitriona en 2003 y 2005 de la CMSI, venga actuando sin toda la sindéresis y la ponderación que muchos desearían... por no tener ella misma estatutos que le impongan, por ejemplo, respetar principios fundamentales de equidad. Contamos, obviamente, con utilizables aunque incoherentes fragmentos de un futuro y coherente derecho a comunicar. Los grandes principios ya sancionados por la comunidad internacional, en el marco de las Naciones Unidas, sobre libertad de expresión, libre empleo de cualquier medio para ejercerla y prohibición de molestar a quien la practique, pese a su insuficiencia para cubrir toda la casuística actual, siguen :endo muy sólidos ladrillos para la construcción de un fundamentante derecho a comunicar. Todos los demás derechos vinculados a la relación comunicante, en primer término el derecho a la información (impropia y limitativamente llamado en muchas partes acceso a la información), deberán considerarse subsidiarios de aquél, y cualquier 13 principio o imposición en ellos contenidos que contradiga los principios primigenios del derecho a comunicar habrán de considerarse írritos. Episodios como los ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, en que una potencia ocupante prohibía a los habitantes del país invadido el uso del idioma nativo, esto es, de la función comunicante prístina y fundamental, pre-mediática, del estar-unocon-otro, pueden catalogarse entre las violaciones más absolutas y brutales de aquel fundamental e imprescriptible derecho a la comunicación. Contra las interesadas miopías mediáticas del presente, el episodio muestra hasta qué punto un futuro derecho a la comunicación habrá de cubrir un espacio de la praxis comunicante mucho mayor que el de los artículos XIX tanto de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre como de los Pactos Internacionales Relativos a los Derechos Civiles y Políticos, o de la muy totemizada pero decimonónica «libertad de expresión» (la cual se vuelve poco menos que virtual, en época hipermediática, cuando no la acompaña una congruente «libertad de comunicación»); un espacio pues de la praxis comunicante, que no es en absoluto reducible a la menuda casuística económico-político-mediática en la que se le suele encajonar, ni a la sempiterna diatriba patronal contra el Estado legislador, leviatán y supuesto enemigo por antonomasia de las libertades. Sólo el día que se haya codificado tal derecho a la comunicación habrá quedado satisfecho el postulado con el que D'Arcy iniciaba en 1969 un famoso ensayo: «La Declaración de los Derechos Humanos que (...) establece por primera vez en su artículo 19 el derecho del hombre a la información, habrá de reconocer un día la existencia de un derecho más amplio: el derecho del hombre a la comunicación...». En esta etapa de transición hacia una siempre mayor claridad en la materia, sobrevive una comprensible inclinación a mezclar principios del derecho a la comunicación y del derecho a la información. Conforme a lo que precede, dichos principios debieran, sin embargo, clasificarse en primigenios (comunicación) y en derivados (información), una diferenciación que generará a la postre mayor claridad y distinción. No es este el lugar ni el momento para esbozar siquiera tal diferenciación. Enunciemos sin embargo aquellos pocos fundamentos del derecho a la comunicación que pudieran desprenderse en línea directa de lo enunciado hasta aquí: a) comunicación es el proceso mediante el cual el ente racional, actuando unus ínter pares y concediendo total reciprocidad al interlocutor, vectorializa hacia él, en códigos convenidos, un saber o un sentir convertido en mensaje; b) los seres humanos, dotados como ningún otro para la codificación/emisión y la descodificación/recepción de señales complejas, adquieren al nacer el inalienable derecho de saber-uno-del-otro mediante intercomunicación en códigos y canales por ellos elegidos. Del libre ejercicio de tal derecho a la relación comunicante depende su capacidad de interactuar y su carácter de entes comunitarios o políticos; c) siendo la reciprocidad el concepto definitorio por antonomasia de comunicación, un derecho a la comunicación ha de garantizar en primer término a todos los sujetos de una relación comunicante, y en toda la medida de lo posible, el carácter isodinámico de dicha relación, vale decir, una misma e idéntica capacidad práctica de 14 codificar, seleccionar canales, emitir y recibir mensajes, una suerte de hipóstasis del derecho de réplica que impida a una relación de comunicación quedar degradada a relación de información. Subsidiariamente, ese derecho establecerá las condiciones de una cesión parcial, vicarial y consensual de tales prerrogativas y capacidades a personas o instituciones llamadas a actuar de portavoces (ver infra); d) las sociedades humanas, en una jerarquía ideal de abiertas a cerradas, son el reflejo de las relaciones de comunicación en ellas imperantes, de cómo ejercen los ciudadanos MIS derechos a la comunicación; todo cambio de modelo comunicacional induce cambios sociales; todo desequilibrio comunicacional genera degradación de comunicación a información; toda traba impuesta al libre ejercicio de tal derecho a nivel de códigos, canales, contenidos, momento, lugar: elección de receptores, es un atentado contra la naturaleza relacional de los humanos y debe considerarse delictiva; e) los derechos individuales y los derechos sociales a la comunicación tienen igual dignidad y deben armoniosamente conciliarse; f) los derechos comunicacionales son inalienables y voluntariamente delegables en comunicadores vicariales; pero la real politik que desfiguró la justa delegación y permitió a poderes políticos y económicos acaparar sin consenso democrático la mayoría de tales derechos (legalizando incluso el inmoral y prevaricador principio del primer llegado, primer servido), debe revisarse en su integralidad. Los abusos y conculcaciones del derecho a comunicar individual y grupal están de hecho llegando a su nivel de ruptura, y una verdadera devolution se impone, capaz de restituir a las sociedades humanas un derecho confiscado, y a la comunicación, el máximo posible de pluralismo y libertad. Algunos aspectos del subsidiario derecho a la informaron son analizados infra, en acceso y participación. LIBRE CIRCULACIÓN DE LA INFORMACIÓN El free flow of information llegó a inflamar los ánimos y las asambleas y conferencias generales en los años 70 y 80 del pasado siglo, cuando los abanderados de un Nuevo Orden Económico Mundial (NOEI), y posteriormente de un Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación (NOMIC), postularon la necesidad de balancear los grandes desequilibrios informativos y de abrir espacios a los débiles en comunicaciones. La inmediata respuesta fue una dura defensa del free flow, declarado por las potencias occidentales (Foster Dulles ya lo había hecho veinte años antes) principio irrenunciable y piedra de toque de la democracia. La Guerra Fría de aquellos años convirtió el debate en diatriba maniquea: todo lo que no fuera puro y simple free flow era estatismo de la peor especie, con los tercermundistas en roles poco heroicos de cómplices o de manipulados por uno u otro bando. El más emblemático y objetivo documento de aquella temática y de aquella época sigue siendo la Resolución 4/19 de la Conferencia General de la Unesco, que conviene releer. En cuestiones de libertad (vaste sujet!, dirían los franceses), una aristotélica prudencia se impone. Nosotros y las generaciones sucesivas seguiremos debatiendo este complejo y metafísico tema, y todo el que pretenda disponer de la fórmula libertaria 15 perfecta en la esfera comunicacional, y además quiera imponerla, es un ignorante, un prepotente o un asalariado. La libertad de expresión y de circulación, se afirma por ejemplo, tiene sus únicos límites en la moral pública y la seguridad, que es tanto como decir que no tiene límites fijos, por tratarse de nociones en permanente devenir e interpretables a placer, como justamente está sucediendo en materia de seguridad. El free flow concierne básicamente al uso del canal: aboga por que noticias, datos, opiniones, ficciones o informaciones, o sea cualquier mensaje, disfruten de la más absoluta e irrestricta libertad de circulación, máxime transfronteriza, sin obstáculos mediáticos, geopolíticos, tecnológicos o jurídicos de ninguna naturaleza, salvo los expresamente prohibidos por leyes y tratados internacionales. Como tal, defiende la existencia de un universo informativo sin censuras ni impedimentos de tránsito, de libre acceso a todos, lo cual explica la capital importancia que le asignó Occidente en los decenios de la Guerra Fría, cuando sus transmisiones hacia los países de la cortina de hierro iban desmoronando la fe de la aer.re en el socialismo, y la Unión Soviética consumía mil millones de kw anuales, inútilmente, para interferirías. La Guerra Fría terminó y podemos mirar hacia atrás y hacia delante con ánimo más sereno. Lamentablemente, una irrefutable conclusión se impone hoy: la confrontación Este-Oeste ha concluido oficialmente, los viejos desequilibrios Norte-Sur subsisten y se han incluso agravado. En los hechos, la inclusión de éstos bajo el rubro «Guerra Fría» no hizo más que encubrir durante decenios una estructural y superviviente disparidad Norte-Sur. Al concluir dicha guerra, los comunicadores fuertes tenían más poder que antes y los comunicadores débiles menos peso específico, según lo confirman todos los indicadores. Ello hace que un halo de comprensible suspicacia siga rodeando la percepción que se tiene de aquella noción teóricamente impecable, pero fácilmente explotable para más terrenales intereses hegemónicos. Y no es para menos: los defensores del free flow eran las grandes ciencias, de cuyas fábricas de la comunicación/información salía a la sazón el 85 por ciento de los despachos de agencia, el 70 por ciento de la producción de TV, el 80 por ciento de las inversiones publicitarias en medios, el 75 por ciento de los largometrajes y el 90 por ciento de las tecnologías de comunicación (hoy día, con la desaparición de más agencias de prensa, cinematografías, pequeñas industrias culturales y fabricantes de hardware y software locales, y con una Internet que es prácticamente de la propiedad de un solo país, todos aquellos indicadores serían de revisar al alza). Viniendo pues de semejante pulpito, el sermón del free flow se parecía siempre más a un tratado de libre navegación que los Estados Unidos o China quisieran imponer a Bolivia o Suiza para que éstos posean otro bello principio libertario y aquéllos el control total de la navegación mundial. En esos años, para mayor abundamiento, las más encendidas defensas verbales del free flow eran sigilosamente acompañadas por una musculosa o diplomática pero siempre exitosa labor de demolición de cuanta agencia de prensa, industria cultural, ley de cine o servicio público se intentara crear en el Sur del mundo (so pretexto de que podían servir a los intereses enemigos). El Sur era declarado libre mientras se le depauperaba de los instrumentos para ejercer tal libertad; el mal ejemplo dado en 196 a.C. por el procónsul romano Tito Quincio Flaminio, quien declaró libre a Grecia mientras la sometía, nada ha perdido de su charme inspirador. Hoy, el concepto de free flow asume inéditas y más sutiles complejidades, debido a tecnologías, códigos, canales y sistemas de vigilancia que por un lado han 16 ensanchado las libertades personales de cada quien (un blackout informativo total es de difícil a imposible en la era de los satélites y de Internet, el instrumento del free flow doméstico), mientras que por el otro alimentan la siempre mejor fundada presunción de que tanta libertad lleva en su reverso una mayor vulnerabilidad al espionaje, actividad esta última que los expertos en la materia definen como robo sistemático de información. Del lado del reforzamiento del free flow, inéditos problemas surgen a cada instante. Quienes cultivan ingenuas visiones libertarias estiman, por ejemplo, que cada nueva tecnología abre un nuevo Par West a conquistar para la libertad, y pretenden no entender que si la pedofilia o la apología del nazismo son delitos prohibidos por los códigos, mal pudieran volverse lícitos cuando se dan en Internet. Del lado de las sospechas, no sobra recordar que: a) cada nueva tecnología de comunicaciones incrementa (frecuentemente por solicitud de los gobiernos a los fabricantes de equipos) las posibilidades de posicionar al usuario, de interceptarlo, vaciar sus memorias numéricas o copiar sus mensajes; b) el libre uso tanto de códigos confidenciales como de códigos abiertos (más difíciles de espiar y controlar) es hostigado cada día más; c) el país propietario de GPS, Internet y doscientos satélites de comunicación y espionaje es el único con capacidad unilateral de bloquear las comunicaciones de una parte o de la entera humanidad, mientras despliega sus mejores esfuerzos para que otras naciones no dispongan de sistemas GPS propios; d) la información, precursora del poder, es hoy uno de los bienes no sólo más codiciados, sino también más manipulados en sus más recónditos vericuetos (J.E. Stiglitz ganó el Nobel con sus trabajos de economía de la información sobre «asimetría de la información», generada por agentes económicos que acumulan dolosamente más información que otros); d) el espionaje electrónico universal es una eficientísima realidad, máxime desde el 11-S (por los sistemas norteamericanos Echelon, Carnivore, Fluent, Oasis, etc.); la sombra de una Total Information Awareness (TÍA), se extiende, so pretexto de la lucha antiterrorista, sobre la humanidad, mientras la Oficina de Influencia Estratégica del Pentágono, un verdadero 007 de la información, actúa con permiso oficial para mentir. Todos deben entender que esta poco simpática libertad manipulada o vigilada ya forma parte integrante, y lo será siempre más, de nuestra sociedad de la información; una sociedad que -pese a las solemnes declaraciones libertarias- está convirtiendo la privacidad en valor sospechoso y en vía de extinción. Un argumento a esgrimir, junto con otros que se verán, cuando los panegíricos a dicha sociedad alcancen niveles de estridencia. Pese a todo, el del free flow es de por sí un hermoso y positivo principio que todos debemos defender en conferencias y en la vida real y cotidiana, aunque no nos gusten ciertos usos y abusos concretos perpetrados en su nombre. Infinitamente peor sería que no hubiese free flow para nada. Cuando no se limite a ampulosas declaraciones estilo años 70, el principio debe defenderse hasta las últimas consecuencias, pero siempre bajo una condición: que incluya el criterio comunicacional de la reciprocidad, y que se ayude a los débiles en generación informativa a ser tan libres como los poderosos. Una libertad que no libera es egoísmo y privilegio. El doble discurso de una información libre en abstracto, y en lo concreto manejada con principios mercantiles que admiten liquidar la competencia, es relacionalmente y comunicativamente deshonesto. ACCESO, PARTICIPACIÓN 17 Estos dos términos antónimos (la Unesco les dedicó una conferencia internacional en 1974) son igualmente fuente de numerosas confusiones, con serias consecuencias prácticas por: 1) involuntario y frecuente uso del primero en lugar del segundo; 2) deliberado y superabundante empleo del primero e insuficiente del segundo; y 3) usos ideológicos del segundo en la época de los socialismos reales. Tomémonos la licencia de leer, por ejemplo, en sendos documentos preparatorios de la CMSI, las dos sentencias siguientes: I: «El acceso a la información y a los medios de comunicación en tanto que bien común público e internacional, debe ser participativo, universal, abarcador y democrático»; y II: «Key principies: 1. Access to information and free flow of information are fundamental human rights» (el término «participation» no aparece en ninguno de los 10 principios enunciados en el documento oficial que citamos, con la excepción del 8, pero en sentido de «participantes»). Tenemos, en el primer caso, un acceso que se desearía fuese participativo. En el segundo -en que los sujetos de la comunicación son vistos principalmente como «users of communication and information networks and the media- sus autores a) no emplean en ningún momento el término participación y b) dan implícitamente por negadas todas las definiciones generales del presente glosario, más concretamente las relativas a derecho a comunicar y libre circulación de la información, por considerar, como en los años de la Guerra Fría, que los dos derechos humanos fundamentales en materia comunicacional son el acceso a la información y el free flow. Para los ámbitos cultural y comunicacional se sugiere asignar a dichos términos los significados siguientes: Acceso: disponer de capacidad personal, institucional o social para recibir (descodificar, conocer, descubrir, investigar, exigir, recuperar y hacer del dominio público) mensajes de cualquier naturaleza, con eficacia (suficiencia de recursos) y eficiencia (empleo óptimo de éstos). Participación: disponer de la capacidad personal, institucional o social de producir y emitir (generar, codificar, vehicular, difundir, diseminar, publicar y transmitir) mensajes de cualquier naturaleza con igual eficacia y eficiencia. Llevar una orquesta sinfónica a un barrio popular es facilitar el acceso a la música culta (recepción pasiva); abrir en el mismo barrio una escuela de música es generar un proceso de participación en la vida musical (emisión activa). Los países (y hasta pudiera decirse continentes) cuyos medios informativos viven exclusivamente del acceso a fuentes informativas exógenas, sin participar con agencias y corresponsales propios en la generación de información, pierden toda capacidad endógena de comprender e interpretar autónomamente el mundo. Se produce entonces la siguiente ecuación: 18 Acceso _________ Recepción = participación ____________ emisión Se entiende fácilmente que: a) entre acceso y participación se produce (como en el caso del binomio información/ comunicación) un abanico completo de complementariedades, interdependencias o negaciones recíprocas, b) una creciente facilidad de acceso dificulta y puede inhibir la participación, generando más dependencia, paternalismo y cibernetización social, lo cual explica por qué en los discursos patronales y hegemónicos abunda el acceso y escasea la participación; y c) la salud cultural y comunicacional de una sociedad y de la entera humanidad puede también medirse en términos de complementariedad y sano equilibrio entre la pluralidad y calidad de la mensajería a la que tiene acceso, y su cuota-parte de participación en la generación y emisión de mensajes. Tal como sucede con la comunicación dialogal y la información epitáctica, en el presente caso tampoco se trata de polarizar axiológicamente acceso y participación, ni de imaginar que los daños causados por alguna ingeniería social del lado del acceso tengan su remedio en un «todo participación», sino más sensatamente de asegurar adecuados balances y equilibrios. Existe, sin embargo, evidencia empírica de que los mentores políticos y patronales de la sociedad de la información, de sus canales, códigos y mensajes verbales e icónicos, suelen emplear la misma pasión con que defienden el free flow para pregonar el acceso (aun donde ya es suficiente o superabundante), mientras cometen perseverante pecado de omisión cuando de participación se trata, justo como lo haría un comerciante precavido que trata de aumentar sus ventas mientras obstaculiza toda coparticipación de otros en el negocio. El acceso que el patronato pregona se limita así a los productos, decodificadores y mensajería por él producidos, controlados y vehiculados, mientras mantiene el embargo sobre lo que pudiera facilitar procesos participativos: software libres, estándares universales, fuentes abiertas, codificaciones libres, generosidad en dominio público y propiedad intelectual, etc., habiéndose llegado por ejemplo a la reciente, grotesca y violatoria prolongación por veinte años del copyright a una empresa californiana de cartones animados. Esta sutil ingeniería del desequilibrio ha terminado por volver creíble a los ojos de las mayorías la interesada falacia de que la abundancia de medios de acceso, de receptores, equivale a más comunicación e información, cuando es lo contrario; pero saturar hasta el dumping el acceso rinde altísimos dividendos, en primer término por desalentar e inhibir la potencial voluntad participativa de los receptores. Abunda la experimentación para elevar más y más el umbral del acceso, para medir el tanto de mensajería que el usuario aún pudiera ingerir (como la conducida en barrios urbanos norteamericanos que fueron dotados de hasta quinientos canales de TV), cuando un modesto fenómeno participativo como una pequeña estación de TV de proximidad, libremente administrada por la propia comunidad, haría lo que ninguna sobredosis de acceso logrará jamás: mejorar la relacionalidad, generar participación y comunicación genuina. Hasta leyes nacionales sobre derecho a la información como el reciente Freedom of Information Bill de un gran país asiático (cuyo objetivo esencial es definido así: «empower every citi-zen with the right to obtain information from the governe-ment») restringen prácticamente tal derecho, desde su primer artículo, al anverso acceso, a garantizar a los ciudadanos, bajo ciertas condiciones, la potestad de 19 conocer y usar informaciones oficiales (muchas fuentes privadas, dicho sea de paso, también impiden el acceso a la información), y ni siquiera mencionan el reverso positivo, activo y participativo (que debiera a fortiori garantizarse) de generar y emitir informaciones bajo ciertas condiciones. En los documentos oficiales de la CMSI, la propia UIT se autoasigna la tarea de (asegurar acceso universal a la sociedad de la información», mientras el PNUD actual asevera que «el acceso a las nuevas tecnologías hace avanzar la globalización». El producto final de tanta imprecisión o astucia semántica (por no hablar de sus motivaciones) es que hasta en la importante pareja de documentos de Prepcom II: WSIS/PC-2-DT/2 y 3 (proyectos de declaración y de plan de acción), el término acceso figura 47 veces y participación 6, aunque siempre con sentidos ajenos al aquí indicado (en dos oportunidades se trata de «la .participación del sector privado»), por lo que podemos tranquilamente hablar de un 47 a 0. Es así como la noción de información, ya de por sí limitativa y desocializante respecto de comunicación, recibe una segunda limitación al reducírsele a un mero acceso a mensajes ajenos, amputándola de su mitad participativa, creadora y emisora de mensajes propios. Hay importantes momentos de la relación comunicacional interhumana en que el sujeto opta libremente por ser puro receptor, por informarse nomás. Pero una reducción institucional del fenómeno informativo al recibir, leer, ver, escuchar y bajar conocimientos y opiniones ajenas, sin contrapartida, representa un salto atrás cualitativo, institucionaliza la mudez, lo cual conviene a las concepciones meramente economicistas de la comunicación, para las que sólo cuentan el receptor-cliente, el costo-benefício, las economías de escala, los targets y el retorno de la inversión publicitaria, criterios de los cuales se ha apropiado paulatinamente la política. Nuestra sociedad, por añadidura, es de la información en la medida de su conectividad, y sus inducidos comportamientos pro acceso están generando gastos considerables y repetidos tanto para la adquisición y reposición de terminales decodificadores (teléfonos fijos y móviles, fax, radios, televisores, computadoras, scanners, antenas, conexiones, etc.) como para los vectores de telecom, cuyas tarifas seguirán desproporcionadamente elevadas, máxime en el tercer mundo, hasta tanto sus proveedores reabsorban las pérdidas de las gigantescas especulaciones de final de milenio. Son pues grandes intereses económicos y políticos los que alimentan en primer término el discurso proaccesivo: la búsqueda de más economías de escala en equipos y programación, la revitalización y consolidación de mercados, el mantenimiento de hábitos consumistas en el usuario aun en escasez de tecnologías realmente nuevas, o más simplemente el intento de recuperar pérdidas económicas que resultaron ser las más grandes de la historia de la economía mundial (casos de Vi-vendi, AOL Time Warner, France Telecom, Global Crossing. Deutsche Telekom, Vodafone, etc., etc.; algunas de dichas empresas, como vimos, miembros de o cercanos al Reform Advisory Panel de la UIT). Es así como el término participación ha quedado práctica y peligrosamente barrido del vocabulario de la comunicación y de la información. La cumbre mundial es buena ocasión para recuperarlo y convertirlo en idea-fuerza que ayude a contrarrestar las hipertrofias de acceso, inductoras de graves atrofias participativas. En el gran escenario de la información, objeto de tantos panegíricos un poco desaforados (la propia UIT ha usado expresiones como «evolución alucinante>, o «la mayor revolución de la humanidad»), las sociedades no deben resignarse a un papel coral o de meros 20 espectadores, sino asegurarse algún rol protagonista y participativo, con lo que de paso estarán salvando de extinción la democracia. En un ámbito de tanta anomia como el de la comunicación, desprovisto de contratos sociales fundamentales, queda espacio para imaginar formas originales y up to day de participación. Otras ya han sido inventadas y bastará aplicarlas o reforzarlas, por ejemplo: a) puesto que la mayoría de los gobiernos tiende a generar formas malsanas de connivencia entre el poder político y el comunicacional a espaldas de sus respectivas sociedades, lo que equivale a una «des-republicanización» oligopólica del fatum comunicante, las sociedades civiles deben denunciar con insistencia ese mutuo apoyo antipluralista, y solicitar de los demás poderes democráticos iniciativas que aseguren más participación no ficticia (que no sea un «más de lo mismo») en producción/emisión de mensajes; b) en nombre de un libre flujo capaz de convivir con otros flujos -por ejemplo, los endógenos con los exógenos-, cabe salvaguardar sin desmayo las diversidades culturales y la llamada «excepción cultural» por ser ésta del interés de la humanidad entera (quien defiende la gastronomía francesa está preservando ese valor tanto para los franceses como para el resto de la humanidad), lo que se traduce muy concretamente en: 1) asegurar suficiente y adecuada participación, esto es, presencia en medios, al creador, productor y emisor local de mensajes (esta es una dura batalla a nivel internacional, máxime cuando es llevada en el seno de instituciones culturalmente incompetentes como la OMC) y, 2) negociar donde sea posible la coproducción o la reciprocidad; c) puesto que la mediatización tecnológica del hecho comunicante vuelve hoy económicamente inalcanzable para muchos aspirantes a emisores el co-participar en producción y emisión de mensajes, cabe asegurar mediante justa tasa que quienes lucran a título privado con la info/comunicación gracias al uso en concesión de bienes públicos como las frecuencias radioeléctricas, financien aunque sea parcialmente la info/comunicación no lucrativa de interés público. En el mismo orden de ideas, deben profundizarse los esfuerzos para asegurar a todo partícipe del hecho informativo, en tanto que emisor, el libre e igualitario acceso a insumes y tecnologías que ciertos poderes constituidos pudieran otorgar selectivamente para favorecer a unos y no a otros (hecho frecuente para el caso del papel periódico). En el ámbito internacional, no deben obstaculizarse sino facilitarse los esfuerzos de los países en desarrollo por crear y desarrollar capacidades propias en hardware y software; d) aún queda por garantizar a muchas sociedades civiles y usuarios del mundo entero, incluso en países de vieja democracia, su presencia participativa, un importante derecho de mirada y un significativo poder decisional en y ante las instancias internacionales, regionales, nacionales y locales de la comunicación y de la información, desde los órganos de las Naciones Unidas y los entes reguladores internacionales y nacionales, hasta los consejos del audiovisual, las instancias supervisoras de concesiones radioeléctricas, los servicios radiotelevisivos públicos y ciertos comités deontológicos, bajo forma de genuinos y no manipulados representantes de usuarios. Este precepto participativo se vuelve siempre más urgente e indispensable en la medida en que instancias otrora intergubernamentales o públicas han venido incorporando en su seno a 21 representantes de las industrias privadas de la comunicación y la información, reproduciendo a escala internacional las señaladas connivencias nacionales entre instancias de gobierno y sectores patronales. Esta novedosa y un tanto inmoral situación en que las fronteras entre órgano regulador y sector regulado se esfuman, confiere carácter de necesidad a una función de watch dog que la sociedad civil es la única instancia ahora en condiciones de ejercer. La UIT.organizadora de la cumbre, pudiera a ese respecto dar el buen ejemplo, creando en su seno una suerte de Control Advisory Panel (CAP), enteramente compuesto de usuarios, que haga de contrapeso al Reform Advisory Panel (RAP), totalmente confiado al sector patronal. En el universo comunicacional del ser humano y en su infoesfera, prevalece la conducción lucrativa o ideológica de los grandes aparatos mediáticos, poco o nada dispuesta a conceder una participación ciudadana independiente en sus órganos deliberantes. Por tanto, asegurar una mayor participación ciudadana activa en procesos comunicacionales pudiera conducir, ínter alia, al redescubrimiento de la noción y de las ventajas de los servicios públicos en comunicaciones. Bien concebidos y administrados, éstos siguen constituido el mejor ejemplo posible de genuina participación, en el triple sentido hasta aquí señalado de asegurar congruentes espacios para la creación y la diversidad cultural, de ser mayoritariamente financiados con dineros públicos (en algunos casos, de los propios usuarios), y de admitir ex officio en sus órganos deliberantes a representantes independientes y electos de los usuarios. Existen países y continentes, sobre todo del Sur, que nunca vivieron la experiencia de servicios públicos en comunicaciones, o si la tuvieron no fue positiva, o degeneró en servicio de propaganda gubernamental, por lo cual corresponde a las sociedades que conocen las ventajas de buenos servicios públicos (postales, de telecom, radioeléctricos, etc.), aun en convivencia armoniosa con los privados, ejercer una labor pedagógica a escala mundial ante los menos afortunados. En momentos en que la privatización de «la empresa mundo» parece haber alcanzado su techo y exhibido sus límites e inconvenientes, no sería paradójico que en la Cumbre Mundial se planteara una magna y temida cuestión: ¿no habrá acaso llegado la hora de que ciertos servicios informativos y comunicacionales geográfica y socialmente mal repartidos, costosos, oligopólicos, antipluralistas y nada participativos, se conviertan o reconviertan en servicios públicos de nueva generación, bajo estricta supervisión de la sociedad civil, o incluso en coopetivas de usuarios? SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN En buena lógica (ver supra), quienes luchan por el advenimiento de una verdadera sociedad de la comunicación deben seguir denunciando sin desmayo la fórmula «sociedad de la información» por ser una contradicción en los términos, una manera de embellecer la desocializante «información» con un sustantivo noble y fuerte, «sociedad», que en realidad sólo se emparenta con comunicación. Cabe sin embargo reconocer con realismo que poco puede hacerse a corto plazo contra un estereotipo forjado y en circulación, ya convertido en lugar común, que debe adoptarse bajo reserva, manteniéndolo mentalmente entre comillas. Para un máximo de coherencia posible, digamos entonces, a título provisional, que sociedad de la información connota aquel segmento o momento de una sociedad de la comunicación en que por convenio pragmático predominan relaciones de información, pero en el cual conservan plena 22 vigencia los valores y normas del comunicar expresables en un derecho a la comunicación. Más que una sociedad de la información, la nuestra es en realidad una civilización informatizada o info-dependiente, a niveles directamente proporcionales a la riqueza de las naciones. Sobre crecimiento y democratización de los conocimientos en el último medio siglo, casi no quedan dudas. La codificación numérica unificada ha permitido auténticos milagros en producción, conservación y difusión de los saberes. Internet ha satisfecho, incluso, lo que representó durante decenios la principal frustración de los telefónicos en busca de una ulterior democratización de la telefonía: poder levantar la bocina y dirigirse simultáneamente a «n» receptores. La red no sólo lo ha logrado, sino que ha puesto al alcance de cualquiera la más eficiente e inimaginable oficina de correos, o la posibilidad de fabricarse su propio periódico electrónico, el blog, y de exhibirlo en un kiosco llamando mundo. Esta es la «leyenda dorada», que todos obviamente suscribimos aunque sin dejarnos encandilar en demasía. Pero una cumbre mundial es ocasión casi única de cotejarla con la «leyenda negra»; una vez más, no para que ésta reemplace aquella (sería infantil), sino para buscar esa razonable medianía que proteja a la humanidad de engañosos encandilamientos y le permita convenirse sobre un modelo de «sociedad de la información» aceptable para unos y otros, consensualmente decidida, clara en su teleología y sin trucos en los métodos para alcanzar las metas establecidas. Lo primero que cabe constatar al respecto es que la llamada Ley de Pareto se ha reproducido o esquematizado puntualmente en el ámbito comunicacional (milagroso sería que no lo hubiese hecho). Según aquella ley, el 80 por ciento de las riquezas del mundo siempre tiende a acumularse, independientemente del sistema político, en el 20 por ciento más favorecido de la sociedad; añádase, por precisión, que la humana codicia ha perforado actualmente ese techo, acumulando en el quintil privilegiado no ya el 80 sino el 87 por ciento de las riquezas de la Tierra. Las comunicaciones (ya la Ley de Jipp acerca de la relación densidades telefónicas/PTB lo había indicado claramente decenios atrás) siguen hasta con excesiva fidelidad la misma curva: en 2000, el 91 por ciento de los usuarios de Internet se acumulaba en el 19 por ciento de la población mundial de países OCDE; en los meses en que Luxemburgo trepaba a una densidad telefónica 170 x 100 hab., Niger descendía a 0,21 x 100 (la relación es de 800 a 1). Esto significa, cuando menos, cinco cosas de la mayor importancia, que Ginebra y Túnez deberán forzosamente sopesar: a) en las dosis, niveles tecnológicos y momentos adecúalos, las comunicaciones sociales y la informatización sí mejoran, y de manera indiscutible, la calidad de vida de la gente; pero sería culposo ignorar que las dramáticas prioridades obsolutas de cuando menos 60 por ciento de la humanidad siguen siendo las proteínas, el agua, un poco de salud y de educación, más que una conexión a Internet; a estas alturas del humano empobrecimiento, los panegíricos sobre las soteriologías tecnológicas ya no son aceptables; b) no se puede ir forzadamente, y pretender además que se actúa en buena fe, contra los determinismos económicos: la conectividad continuará siendo básicamente 23 una variable dependiente del PIB; hay que sacar primero a la humanidad de su miseria crítica, y mejorar concomitantemente su acceso a la info/comunicación; c) todo intento por violar esa determinación ha demostrado ser un error llamado «desarrollismo», fracasado en los años 60 cuando se pensó que bastaría saturar con gadgets de los ricos el universo de los menesterosos para que éstos comenzasen a actuar «como si» no lo fuesen, lo cual mejoraría mecánicamente su estatus; d) el Tercer Mundo es el último reservorio aún no saturado de accesos (y de participación casi nula, sin capacidad de generar competencia), el único donde una fuerte expansión del mercado sigue siendo posible, y a la vez la zona de tarifas telecom comprobadamente más elevadas de la Tierra; un explosivo coctel de ingredientes que explica tantas presurosas atenciones por dotarlo de más y más terminales de acceso; y e) de los entrelazados universos en que se mueve la relacionalidad humana (comunicacional, religioso, político o económico), el que exhibe menos pluralismo y democracia en absoluto, el peor ejemplo de relacionalidad, es hoy por absurda paradoja el comunicacional. Una paradoja además perversa, producto de una excesiva confiscación y concentración de poderes comunicacionales, que debe cesar, porque comunicación es la relación que da fundamento a todas las demás, y porque dicha relación comunicante vehicula y filtra hoy segmentos siempre más importantes de lo religioso, lo político y lo económico, tiñéndolos siempre más de su propio autoritarismo. Toda decisión que no democratice la info/ comunicación por los dos lados de la moneda, acceso y participación, debe descartarse. De no sopesarse honestamente estas realidades, el esfuerzo por «asegurar acceso universal a la sociedad de la información» pudiera asumir una vez más el risible semblante de una venta de abalorios a los pobres, eternizando la caricatura del ranchito aplastado por una antena parabólica más grande que él. El segundo y ya señalado aspecto de la «leyenda negra» es el de la anomia comunicacional, lo que hace que los intentos por hacer avanzar una sociedad de la información y simultáneamente su desregulación y el vacío jurídico, se presten a ser percibidos como un campo minado para los débiles y una alfombra más para los fuertes. Uno de los principales compromisos a asumir es precisamente el de conducir la cumbre a aprobar una primera Declaración Universal sobre el Derecho a la Comunicación, de la que ya circula un buen proyecto. Limitémonos a subrayar aquí uno de los aspectos claves del problema, el de la función vicarial en comunicaciones. Desde que el ágora, el lanzamiento de la piedrita u óstrakos a la cabeza del condenado, y la comunicación presencial pasaron a mejor vida por obra de medios, mediadores o intermediarios que expandieron y a la vez alteraron la interpersonalidad, la casi totalidad de las comunicaciones humanas se hizo «mediatizada», despersonalizada, por canal interpuesto. Hubo así quien mantuvo los «medios» a su alcance y quien quedó alejado de ellos, quien pudo hablar más que ruchos otros y quien se quedó callado de por vida, quien se volvió autoridad y quien súbdito; los medios trajeron a la relación humana su expansión y el desequilibrio comunicacional a la vez. En los terrenos de la religión, la política o la economía, la investidura de auctoritas (ejercida por un enviado de Dios, un elegido a tiempo determinado o un comanditario 24 de accionistas), y asimismo la legitimación, duración y traspaso de poderes, están codificados. En comunicaciones, la «legitimación» es o bien el hecho de haber llegado primero o el de disponer de suficientes poder político o recursos económicos para adquirir un «medio», obtener una concesión, y usarlos. Aunque parezca inverosímil, ningún contrato social, ningún pacto internacional rige el ejercicio del cuarto poder; una constatación que no responde a deseos ocultos de restar a dicho poder esta o aquella de sus libertades, sino, como diría Fontenelle, al de garantizar una misma y plena libertad a todos, sin privilegios. De Adam Smith a Habermas, la mejor reflexión ha confirmado y reconfirmado la función de guardián y contralor de los demás poderes públicos que el poder mediático debe asegurar, pero la hora ha llegado de preguntarse, ante demasiado casos de complicidad y manipulación, quis custodiet ipsos cus-todes, quién vigilará a los propios vigilantes. Somos seis millardos y pronto seremos diez; la hipótesis de que todos quisieran por ejemplo ser radiodifusores (alguien lo sugirió una vez), con la misma facilidad con que un ateniense iba al ágora a conversar, es obviamente una pesadilla. La aceptación de pocos emisores vicariales, que comuniquen e informen en nombre de muchos, responde así, en principio, a una lógica de economía social, de distribución del trabajo. Sin embargo, al ciudadano sin capacidad comunicacional mediática real -aquí reside el problema- debe seguírsele considerando como depositario permanente de ese mismo e irrenunciable poder (es el «callar no quiere decir mudo» de Heidegger), un depositario que renuncia por voluntad propia y lógica distributiva a hacer uso de ello, confiando a otros la función vicarial de hacerlo en su nombre. Un derecho a comunicar debe establecer, pues, parámetros y garantías para el ejercicio de la vicarialidad comunicacional -que no entren, obviamente, en conflicto con otros derechos humanos fundamentales-, para evitar los hoy frecuentísimos abusos de posición dominante en info-comunicaciones, tanto de origen mercantil como gubernamental. Tal necesidad resulta muy evidente cuando los vicarios hacen, además, uso de bienes otorgados en concesión (frecuencias, infraestructuras públicas, etc.), esto es, de bienes públicos, mundiales o nacionales o colectivos, en cuyo caso la comunidad está en el pleno derecho democrático de imponer al comunicador vicarial, y en primerísimo lugar al Estado y a sus servicios públicos, precisos pliegos de obligación y normas de calidad que impidan abusos, degeneraciones o prevaricaciones, y garanticen a la comunidad la prestación del servicio que ella desea darse. En tercer lugar, las sociedades humanas habrán de declarar con suma claridad y sin temores -la cumbre es su gran ocasión- si aceptan que la «sociedad de la información» sea estructural y permanentemente una sociedad de la sospecha, la vigilancia y el espionaje al amparo de criterios de seguridad y de lucha antiterrorista no universalmente compartidos. En cuarto lugar, conviene recordar que una «sociedad de la información» no es una entelequia a consagrar o confirmar en congresos internacionales; ella existe ya, tiene antecedentes y dueños (Mc Luhan había soñado su «aldea global» sin caciques, como un pacífico reino de reciprocidades), ha dado amplias pruebas de sus posibilidades y límites, y lo que los congresos debieran más bien hacer es presentar balances estratégicos de sus méritos y deméritos, para indicar cuáles son sus impasses y sus aperturas, los errores a no repetir y los Aciertos a reforzar. Entre los antecedentes de nuestra actual «sociedad de la información», por ejemplo, existen algunos muy próximos a lo que en derecho serían «antecedentes penales»: las dos burbujas especulativas con las que se intentó nacer de Internet (en los EE UU) y de la telefonía 25 UMTS (en Europa) las madres de todas las especulaciones. Hasta marzo de 2000, la especulación bursátil en Internet generó lo que se definió como «la más grande creación de riqueza de la historia de la humanidad»; menos de tres años después se habían volatilizado miles de millardos de dólares en un ecrack clasificado como «la más grande destrucción de riqueza en tiempos de paz», pagado por millones de ahorristas estafados por gerentes deshonestos, con venta de pseudonecesidades, graves delitos de iniciados, engaños en cadena y delictuosas complicidades de bancos y empresas de análisis, auditoría y consejo financiero. En Europa, un poderoso lobby industrial convenció en 1998 a Bruselas de que los países de la Unión Europea ya podían licitar licencias UMTS, lo que varios codiciosos gobiernos se apresuraron a hacer, recabando en pocas semanas 314 millardos de dólares. La tecnología, que no estaba lista y sólo ahora es cuando da sus primeros e inciertos pasos (ver infra capítulo XV), fue pagada en países ya telefónicamente saturados a precios más desorbitados que los tulipanes holandeses del siglo XVTI (en Inglaterra alcanzó el estrafalario precio de 652 dólares x hab., cuando enteros sistemas nacionales sedientos de telefonía estaban siendo privatizados a precios de entre 50 y 75 dólares x hab.). El costo de ambas especulaciones fue transferido al usuario; se calcula que por una generación más pagaremos servicios Internet y telefónicos a precios artificialmente elevados, para permitir a las empresas recuperar sus pérdidas (un hoy hipotético pero necesario Tribunal Internacional para los delitos económicos contra la humanidad ya hubiera tenido mucho que indagar en la llamada sociedad de la información)/Engañosas burbujas del género Internet, especulaciones maliciosas tipo UMTS, quiebras fraudulentas modelo Global Crossing, sospechosas supercherías como el ya olvidado Millennium Bug en computadoras...; será mejor que una cumbre mundial consagrada a la «sociedad de la información» ponga todo esto sobre el tapete, haga catarsis y honorable enmienda, o cumpla siquiera con el elegante y poco costoso ritual de pedir perdón. Nota: En este último párrafo que esta resaltado en amarillo Antonio Pasquali hace una precisión final que no aparece en la edición de Gedisa “Comprender la Comunicación”.