El Servicio Público y la Ética de la Responsabilidad

Transcripción

El Servicio Público y la Ética de la Responsabilidad
Revista
APORTES
para el Estado y la
Administración Gubernamental
EL SERVICIO PÚBLICO Y LA ÉTICA DE LA RESPONSABILIDAD
Aníbal Y. Jozami*
La cuestión de la ética pública se ha instalado desde hace tiempo en el centro del debate cotidiano de los argentinos. La ética
pública -o su carencia- se ha transformado a la vez en una de las demandas sociales más arraigadas y en uno de los lugares
comunes de los discursos políticos. Justamente, quienes protagonizan la política desde los partidos o el Estado, son aquellos a
quienes precisamente el sentido común de la calle suele indicar como los verdaderos y exclusivos responsables de la ausencia de
esa clase de virtud cívica en nuestra vida pública.
Si bien ese nivel de la discusión puede resultar altamente rentable para los políticos decididos a usar la cuestión de la ética pública
como su principal escalera hacia la cima del poder público, el sentido común nos muestra claramente que la indignación moral,
como estado de ánimo dominante, no es la mejor consejera a la hora de producir las transformaciones necesarias como para
elevar los niveles de la ética pública hasta el umbral de regenerar la confianza del público en quienes tienen el mandato y el deber
de gestionar el espacio del Bien Común.
Nada serio se podrá construir si no partimos de la evidencia de que la desconfianza es el estado de ánimo que define precisamente
las relaciones entre los ciudadanos y los servidores públicos ( tanto los elegidos, como los contratados). Esa desconfianza está
sustentada sobre la sospecha de que inevitablemente quien ocupa un cargo público está usando su posición para enriquecerse de
una manera ilícita e impropia.
Se sabe que la sospecha es una pésima consejera para quien busca solucionar cualquier problema porque suele actuar, ante todo,
como un inhibidor en la búsqueda de la verdad.
En el caso de la sociedad argentina, con una historia tan contundente en materia de vivir fuera de la Ley, ese tipo de sospecha
generalizada y difusa es también un excelente agente catártico a la hora de poner afuera aquello de la propia conducta que nos
molesta y nos disgusta.
Está claro que nadie quiere negar la existencia de conductas incorrectas. El punto crítico consiste precisamente en asumir con
claridad que la mejor manera de defenderse contra ese tipo de procedimientos, reside en generar las herramientas legítimas y
eficaces para manejar las crisis derivadas de esos problemas de modo tal de recrear y consolidar los mecanismos de control y
legitimidad social.
Porque más allá de la base empírica de comprobación que pueda tener ese particular tipo de sospecha, el hecho es que los medios
de comunicación a través de sus mensajes cotidianos la refuerzan todos los días hasta transformarla en certeza auto comprobada.
Actualmente, parecería que los medios de comunicación compiten en la tarea de buscar casos de funcionarios públicos de todos
los niveles que aceptan ser corrompidos y en todos los casos la conclusión obvia del mensaje consiste en que no se trata de una
conducta desviada individual, sino que se trata de un sistema de corrupción estructural que seguramente estaría instalado en todos
los niveles de la administración.
En nuestra cultura, la denuncia es más importante socialmente que la comprobación, y por eso mismo resultan más importantes
los mecanismos que demuestran la veracidad de la sospecha original que los sistemas que puedan arrojar certezas acerca de las
conductas impropias a través de los mecanismos institucionales correspondientes.
Las consecuencias visibles de ese mecanismo perverso son por lo menos cuatro:
• Quienes tienen la responsabilidad de gestionar las decisiones públicas comienzan a percibir que su tarea es evaluada por la
sociedad en términos de lo que no hacen (corromperse) antes que en términos de eficiencia de la gestión.
• La eficacia de gestión que debe mostrar toda organización estatal en su tarea cotidiana se resiente ante la evidencia de que es
posible incidir sobre las decisiones a partir del sistema de la sospecha, dejando de lado cualquier otro parámetro.
• El mecanismo de la sospecha pública es también altamente funcional a la tarea de quienes buscan influir sobre las decisiones
públicas en beneficio propio, porque fácilmente se pueden condicionar esas resoluciones con un manejo inteligente de los medios
de comunicación y sus mensajes.
• En tanto las sospechas y denuncias apuntan solo a una de las partes necesarias de la corrupción (el servidor del Estado) y no al
particular que es parte ineludible (recordemos que para la corrupción y el amor siempre hacen falta dos) esto aumenta el
deterioro de la función pública, a la vez que sirve para ocultar el resto de las corrupciones e irregularidades que se dan en nuestra
sociedad.
Las paradojas apuntadas, como todas, sirven para poner el foco con mayor precisión en el verdadero problema de la ética pública.
Habitualmente los políticos y algunos líderes de opinión buscan asimilar la ética pública a la ética privada, buscando solamente la
oportunidad de aparecer como líderes morales ante la opinión pública a partir de la condena de los casos individuales.
Está claro que nadie cree que los servidores públicos deben aplicar en su gestión cotidiana criterios morales diversos a los
consagrados por el ordenamiento legal argentino y por sus propias convicciones.
Pero lo cierto es que la definición de la ética más esencial alude a la conducta que se debe seguir para perseverar en el camino
correcto. Y en el caso de la tarea de los servidores públicos, el camino correcto no es otro que el que lleva al cumplimiento pleno,
cabal y eficaz del mandato recibido por la sociedad que es, en última instancia, el verdadero mandatario de la tarea.
En el caso de la función pública, la siempre requerida ética de la responsabilidad, alude directamente a la necesidad de cumplir
con la propia tarea de la mejor manera posible atendiendo a las prioridades y a las necesidades que indica la necesidad de
establecer la relación correcta entre los individuos y el Estado.
Es sabido que cumplir con esas prioridades implica desde el comienzo entender que cuestiones tales como que no es serio ni
razonable suponer altos niveles de integridad con niveles salariales en descenso, o conviviendo con estructuras de decisión donde
el ciudadano aparece absolutamente alejado de la gestión y de las decisiones.
Por eso mismo nadie puede asegurar seriamente que está dispuesto a luchar por la consolidación de altos niveles de ética pública
en la vida argentina si no es capaz de trabajar duramente en crear sistemas e instituciones a partir de cuya vigencia queden
aseguradas dos situaciones:
• la extrema dificultad para que puedan ejercer prácticas corruptas aquellos que ya decidieron hacerlo y
• la extrema facilidad de funcionamiento de los mecanismos de gestión, de modo tal de garantizar al ciudadano la máxima eficacia
y eficiencia posibles en el manejo del poder público, a través de mecanismos efectivos que, propiciando la transparencia, se
transformen en instituciones de la participación directa de los ciudadanos en la gestión pública.
Está claro que elegir ese camino implica renunciar a la posibilidad de ganar notoriedad y de ganar fama a través de la invocación
mediática y cotidiana a la lucha contra la corrupción. Al contrario, el camino propuesto implica el trabajo duro y sistemático de
crear, consolidar y sostener valores e instituciones que en muchos sentidos pueden transformarse en una verdadera revolución de
las costumbres argentinas. Ese el verdadero desafío que tenemos por delante.
Francamente, no es serio creer que a través de una combinación contundente entre el reclamo acerca de la vigencia de virtudes
morales individuales, y la persistencia en una estrategia de denuncia constante contra las instituciones se va a poder derrotar a la
corrupción. Ese tipo de mecanismo de acción política puede ser altamente rentable para el político que desee usar a la ética
pública como su mecanismo de ascenso, pero su misma naturaleza presenta una dificultad esencial: necesita de la supervivencia y
de los éxitos de la corrupción para justificarse a sí mismo.
Los servidores públicos argentinos están en el centro de ese sistema de fuerzas y presiones convergentes. De hecho la prédica de
algunos políticos y la práctica de otros, los ha puesto en la mira de las sospechas de los ciudadanos desde hace tiempo.
Junto con eso la década de los noventa significó también la aparición y la consolidación de todo un sistema de valores y creencias
tendiente a demostrar que el Estado, como organización de gestión del bien común, es una entidad intrínsecamente peligroso y
perversa. La idea de atribuir todos los males de la vida pública argentina a la gestión de las organizaciones estatales es
absolutamente funcional a la estrategia de obligar al Estado a abandonar el espacio de lo público, dejándolo en manos de quienes,
por su propio poder económico concentrado son capaces de imponer sus condiciones tanto a la sociedad civil como al sistema
político de decisión.
Un país donde se produzcan tales fenómenos inevitablemente habrá de padecer una sociedad desarticulada, herida por las
exclusiones e incapaz de ser el tejido vital de una nación.
Esa es tal vez una de las principales razones por la cual, la cuestión de la lucha por elevar los niveles de la ética pública debe ser
uno de los soportes centrales de la tarea de los administradores públicos.
Básicamente por que se trata de una tarea cuya razón de ser esencial será restaurar canales genuinos de comunicación entre la
sociedad civil y el segmento de sus dirigentes que manifiesta vocación –y a veces capacidad—para conducir los asuntos públicos.
En ese sentido el trabajo de crear y consolidar instituciones y sistemas con la capacidad reconocida de elevar los niveles de la ética
pública es, también, una cuestión clave para el fortalecimiento de nuestro sistema democrático en un momento histórico dónde no
son pocos los latinoamericanos que se atreven a hacerse la pregunta si con la democracia tradicional alcanza para responder a las
necesidades e inquietudes de los millones de ciudadanos de la región que se sienten definitivamente marginados del progreso
individual y social.
El sentido de esa tarea no podrá ser otro que el de la creación y la consolidación de esos sistemas institucionales de control de la
gestión que por un lado acerquen claramente a la sociedad a todo aquello que significa conocer con precisión el manejo de los
fondos públicos. Pero, por otro lado esos mismos sistemas e instituciones deberán contemplar la necesidad de recrear el sistema
de gestión en el sentido de privilegiar la resolución de las demandas y las inquietudes de los ciudadanos por sobre las necesidades
de cualquier maquinaria burocrática.
Quienes han elegido el servicio público como carrera profesional, expresan habitualmente una vocación de servicio muy intensa.
Sobre todo en estos tiempos de desprestigio público de las actividades estatales. Esa vocación de servicio debe ser el combustible
necesario para crear esas nuevas instituciones y esos nuevos sistemas capaces de acercar el Estado a la sociedad, bajo la premisa
de poner las estructuras del gobierno al servicio del ejercicio pleno de la libertad y la responsabilidad de los ciudadanos.
*Rector de la Universidad Nacional de Tres de Febrero

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