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LA SEDUCCION DEL ABANICO
No entiendo porqué me despierto a media noche exaltado y sudoroso, siento en mi cuerpo los signos inequívocos
que sólo consigo cuando alguien se quedó dormida junto a
mí después de compartir las delicias del amor, aunque en
este caso no haya sido consumado. Con los ojos abiertos miro el techo intentando recordar quien era la beldad que me
acompañaba en mi sueño erótico, porque tras alargar el
brazo he constatado que nadie yace a mi lado. Sin embargo,
un cuerpo tibio y desnudo había serpenteado sobre mí hacía
unos instantes, acompañándome hasta la cumbre que me
tendría que llevar a tocar el cielo, pero en vez de eso me despierto enardecido.
No recuerdo ninguna de mis amigas o acompañantes
ocasionales de tan voluptuosas curvas, redondeces exquisitas
arqueándose con tanta destreza y maestría, respondiendo a
mis deseos aún antes de manifestarlos. Repaso mis compañeras de juegos de los últimos tiempos, aquellas que me han
acompañado desde que recuperé mi libertad sentimental al
mismo tiempo que entraba en la cincuentena.
Pasada la embriaguez del primer año, intentando recuperarme de una larga monogamia, a base de múltiples y
paralelas relaciones de todo tipo, colores y edades; empecé a
1 ser más selectivo en mis conquistas. Dejaron de atraerme los
cuerpos esbeltos y modelados, adornados de preciosas cabecitas, si no iban acompañados de una personalidad interesante con quien poder compartir, no sólo un buen vino o una
cena, sino una interesante conversación que sirviese de
preámbulo y me motivase a descubrir algo más de ella. Estimulándome al juego del galanteo, deseando ser el seductor
unas veces y otras el seducido.
La mujer de mis sueños –o de mi último sueño– se
adivinaba curtida y experta en técnicas amatorias. Analizando bien la imagen que aún me acompaña, físicamente
también se descubría en ella el paso del tiempo: senos discretos pero plenos, caderas de ágiles movimientos, muslos apretados y glúteos rotundos. Posiblemente había perdido la turgencia de la juventud, pero lo compensaba sobradamente
con esa maestría que la práctica otorga y la seguridad y confianza que transmitía en cada una de sus caricias.
Me entretengo pensando dónde pude encontrar una
mujer así, seguro que si me tropezase con ella en la calle la
reconocería. Me doy una ducha rápida intentando enfriar
mi cuerpo aún enardecido y, sin tiempo para desayunar, me
dirijo corriendo a la oficina; le prometí a mi jefa que esta
mañana tendría el informe encima de la mesa y aún me faltan unos datos por repasar.
2 Maldición, ella ya ha llegado y me mira de una manera extraña, no sé si acusadora o condescendientemente. Hoy
no lleva ninguna de esas blusas que misteriosamente se abotonan y desabotonan por arte de magia cada vez que la miro
a hurtadillas desde mi mesa. A través de la cristalera de su
despacho me hace una señal para que me acerque. ¿Cuántas
veces he seguido desabrochando mentalmente esos botones
mientras ella no miraba? Pero cuando me volvía a girar éstos estaban perfectamente colocados nuevamente, desapareciendo también la huella del canalillo y las redondeces que se
insinuaban a través del escote.
Me dirijo a su despacho con el informe en la mano y
mi mejor sonrisa, si supiese lo que estoy pensando y mi estado de exaltación seguro que se ruborizaría, por suerte, los
pensamientos no son transparentes, porque en estos momentos la estoy desnudando con la mirada, lo mismo que llevo
haciendo los dos últimos años.
–Hola jefa, ya estoy aquí –la llamo jefa porque me
siento culpable de mis exaltados pensamientos y prefiero
mantener las distancias.
–Pasa Luís, ¿tienes listo el informe? –pregunta serena
con una sonrisa, como si supiese que no es así e intentase
ponerme nervioso, cosa que últimamente consigue con bastante facilidad.
–Lo siento, me faltan unos pequeños retoques, pero
acabo en un momento –me dispongo a salir girando sobre
3 mis talones cuando escucho su voz modulada y confiada tras
de mí.
–Luís, tráelo aquí, lo repasaremos juntos si no te importa.
–Claro que no –respondo intentando que no se aprecie
mi nerviosismo, últimamente consigue turbarme su simple
presencia, estar sentado a su lado no creo que sea la mejor
manera de centrarme en mi trabajo, y más hoy que ya vine
agitado de casa.
–Trae un par de cafés por favor, no quiero ninguna interrupción hasta que no acabemos.
–¿Con leche? –me giro para hacerle la pregunta y, sin
poderlo evitar, mis ojos resbalan a la cremallera que está
bajando y que deja al descubierto parte de su sujetador. Así
que, antes de ponerme como la grana, salgo atropelladamente.
Cuando vuelvo con los cafés se está recogiendo el cabello en un moño que sujeta con un lápiz. Al subir los brazos,
sus pechos suben también y la cremallera, sin poder soportar la presión, baja voluntariamente un poco más.
–Aquí –se levanta y coge una silla que acerca hasta la
suya y, al verla con ese vestido de punto que se adapta a su
anatomía, como si de una segunda piel se tratase, soy consciente de la feminidad que irradia y, sin poderlo evitar, mis
ojos bajan hasta la maldita cremallera abierta que, al inclinarse ella para acomodar la silla, desvelan dos medias lunas
a punto de salir de su prisión.
4 –Siéntate a mi lado –ordena, sugiere o lo que sea que
haga, porque a estas alturas yo hago cualquier cosa que ella
me pida y no soy capaz de apreciar estas nimiedades.
No sé si se ha dado cuenta de mi atolondramiento, pero sube su cremallera y vuelve a recomponer su peinado.
¿Estará coqueteando conmigo? –Me pregunto inquieto–.
Hace meses que dura este martirio, sube y baja su cremallera como si fuese algo normal, abrocha y desabrocha sus botones constantemente. Insinúa sus contornos cada vez que
alza los brazos para recoger sus cabellos en la nuca.
Me siento a su lado y me inclino sobre la mesa para
empezar a mostrarle mi trabajo, ella coge su café humeante
e inhala el aroma, se lo lleva lánguidamente a los labios y
cierra los ojos para dar pequeños sorbos. No me atrevo a
hacer ningún comentario, no soy capaz de interrumpir su
abstracción, sólo puedo mirarla embelesado como si esperase que me diese cabida en ese íntimo ritual. Con los ojos aún
cerrados deja la taza sobre la mesa y vuelve a bajar la cremallera de su ceñido vestido mientras yo la miro atónito.
Abre los ojos y busca algo en el cajón, saca un abanico y con
un diestro movimiento lo abre, pasa su mano libre por la
nuca para retirar su cabello recostándose sobre la silla mientras se abanica con destreza. Veo cómo su mano libre aparta
5 la ropa ahuecándola para permitir que el aire alcance las
partes liberadas de obstáculos.
Me vuelvo a preguntar si me está provocando, descubro sin dar crédito que ella es la mujer misteriosa que esta
noche me acompañó en mi sueño consiguiendo enardecerme,
sin poderlo evitar noto que vuelvo a inflamarme. Tal vez debería decir algo, los signos son inequívocos, ella está acalorada y, si sigue con sus insinuantes movimientos, yo acabaré
ardiendo y saltando sobre su silla antes de que abra los ojos,
que ha vuelto a cerrar como si quisiese abstraerse del lugar
donde nos encontramos.
–¿Hace calor verdad? –me atrevo a preguntar con
prudencia.
–¿Calor? –pregunta ella a su vez abriendo un solo ojo
mientras arquea la ceja interrogativa–. No, menopausia.
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