Norman Lewis Crónicas de Viaje, 3 UN VIAJE EN DHOW, LA TRIBU

Transcripción

Norman Lewis Crónicas de Viaje, 3 UN VIAJE EN DHOW, LA TRIBU
Norman Lewis
Crónicas de Viaje, 3
UN VIAJE EN DHOW,
LA TRIBU QUE CRUCIFICÓ A JESUCRISTO
Y OTROS RELATOS
traducción de NuRIA SALINAS
© The Estate of Norman Lewis.
A Voyage by Dhow © Norman Lewis, 2001.
“Un viaje en dhow”, “Los supervivientes”, “La tribu que crucificó a Jesucristo”, “En Rusia”.
To Run across the Sea © Norman Lewis, 1989.
“La quema de los árboles”.
© De la traducción: Nuria Salinas, 2011.
© De la entrevista: Albert Padrol, 2012.
© De la fotografía de cubierta: Ernestina Lewis / Archivo de Ito Lewis
© De esta edición: Revista Altaïr, S. L.
Eduard Maristany, 372-374
08918 Badalona
www.altair.es
Impresión: Romanyà Valls
Depósito legal: B-8991-2012
ISBN: 978-84-939274-4-8
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Para Cass, Jack y Scott,
con la esperanza de que otros los sigan
Sumario
Un viaje en dhow
Los supervivientes
La tribu que crucificó a Jesucristo
11
59
87
En Rusia
109
La quema de los árboles
141
Apéndice
Un recuerdo y una breve entrevista por Albert Padrol
161
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Un viaje en dhow
I
En mi juventud, mi interés por la fotografía y los idiomas, en
particular el árabe, llamó la atención de un tal Rex Stevens, del
Ministerio de las Colonias. En la primavera de 1937, me visitó para
preguntarme si estaría interesado en hacer un viaje a Yemen, país
que hasta entonces apenas había sido visitado por viajeros occidentales, y del cual poco se sabía.
Habiendo conseguido despertar mi interés, Stevens me remitió
al Ministerio de Asuntos Exteriores, donde un funcionario esbozó
los inconvenientes de la clase de modesta expedición que tenía en
mente. Los desconfiados y xenófobos gobernantes del país consideraban tales incursiones un acto de espionaje que debía castigarse con la decapitación del transgresor. «Hasta ahora solo dos ingleses han viajado por el país. No hay carreteras tal como nosotros
las concebimos. No hay electricidad, y la comida le resultará repulsiva. Le recomiendo encarecidamente que vuelva a hablarlo con
Stevens antes de comprometerse.»
Cuando vi de nuevo a Stevens, él se encogió de hombros.
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Un viaje en dhow y otros relatos
—Esos hombres son unos pesimistas profesionales —me
dijo—. ¿Cree que aún podría apetecerle seguir adelante? —Le
contesté que probablemente sí—. En tal caso, deberá conocer a
Ladislas Farago. Viajará con nosotros.
—¿No es el autor de ese libro sobre Abisinia?
—Sí, en efecto, y si no lo ha leído, tengo un ejemplar aquí.
Stevens rebuscó en su maletín, y extrajo un ejemplar de Abyssinia
on the Eve, que en aquel entonces se encontraba en todas las librerías.
—Es el libro más extraordinario de su género que he leído nunca. Absolutamente cautivador. Farago es un hombre notable. ¿Por
qué no se anima a hacer el viaje? —preguntó Stevens—. Le resultaría
de enorme interés, se lo aseguro, y viviría aventuras asombrosas.
—Puedo imaginarlo —contesté.
Al final, decidimos que haría lo posible por que conociera a
Farago, y ese mismo día, más tarde, recibí una llamada telefónica
de Stevens para informarme de que había concertado el encuentro para el siguiente viernes.
Eso me daba un par de días de margen para leer el libro, así
que me acomodé y me sumergí en el relato del extraordinario
año que Farago había pasado en Abisinia.
Farago era periodista y trabajaba para la Associated Press. Era
húngaro de nacimiento; un gran avaro y farolero. Le encontré extravagante y nada fidedigno. Le habían enviado a Abisinia un par
de años antes, la víspera de la invasión italiana. Allí descubrió un
país que nunca se había liberado de la Edad Media —ni tampoco
había querido hacerlo—, gobernado por Haile Selassie, su emperador, y una diminuta aristocracia que disfrutaba del poder absoluto. En Abisinia habían prescindido incluso de las cárceles. Si un
hombre mataba a otro, el guardia armado que estuviera más cerca
lo ejecutaba al instante, y había látigos de piel de búfalo y hierros
de marcar dispuestos en la calle para ser utilizados contra los delincuentes menores. Los mentirosos demostrados eran azotados, y
a los deudores se les encadenaba a sus acreedores. En las ciudades
más remotas existían los mercados de esclavos, y Farago describía
a presos desnudos de ambos sexos siendo exhibidos para su venta.
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Un viaje en dhow
Según lo acordado, el viernes tuvo lugar el encuentro con Ladislas Farago en el despacho de Stevens. La primera impresión que
me causó fue favorable. Al leer su libro me había visto arrastrado
por un saludable sentido del humor y, en su presencia, me impresionó su modestia, enormemente encomiable en un escritor de
éxito. Era evidente que había experimentado un alivio considerable al poder, al fin, dejar atrás Abisinia. En su opinión, en la
historia de Europa no había existido nada comparable a las condiciones en que vivían los pobres de ese país.
Así pues, ¿finalmente le había dado la espalda a aquel lugar?,
preguntó Stevens. Farago alzó la mirada al techo.
—No tengo planeado volver —contestó.
Stevens abordó el proyecto de Yemen, del que obviamente se
había hablado antes de mi llegada.
—Entonces, Ladislas, asumo que, por tanto, te satisface lo sugerido —dijo.
Farago rió.
—Algo tengo que hacer para ganarme la vida. ¿Quién nos va a
proporcionar todos los detalles?
—Nadie, excepto yo, me temo —respondió Stevens—. Se
trata de un país cerrado. No hay nadie con quien podamos hablar,
salvo con algunos beduinos que comercian al otro lado de la frontera. No sabemos nada de lo que sucede en las altas esferas, que es
lo que nos interesa. Partimos de cero.
—¿Cuándo está previsto que partamos? —pregunté.
—En cuanto sea posible —contestó Stevens—. Sir Bernard
Reilly, nuestro hombre allí, nos va a entregar una carta para el rey,
y he conseguido pasajes en un dhow que zarpará de Adén. Lo primero que haremos cuando lleguemos será ver al capitán, que nos
pedirá que firmemos un documento admitiendo que creemos en
Dios. Pasará aproximadamente otra semana antes de que recojan
a todos los pasajeros, y entonces podremos partir.
—Las cosas van despacio —comenté.
—Sí, pero pronto se acostumbrará —repuso Stevens—. El único puerto de Yemen es Hodeidah. Se tarda entre cinco y quince
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Un viaje en dhow y otros relatos
días en llegar allí, en función del tiempo que haga. Lo que ocurrirá después solo el cielo lo sabe.
—Y, una vez más, ¿cuál es el objetivo de la expedición? —pregunté. Fue una pregunta que arrancó una de las sonrisas furtivas
de Stevens.
—La respuesta —dijo— es que obtendremos información
valiosa. Usted estará ocupado con su cámara, y Ladislas, no me
cabe duda, escribirá otro libro excelente. Piense solo en las posibilidades fotográficas. Todavía es ilegal hacer fotografías en Yemen,
¿lo sabía? —preguntó.
—No, no lo sabía.
—Tiene algo que ver con la prohibición de las estatuas por parte del Profeta. Así las cosas, imagino que deseará fotografiar
prácticamente todo lo que vea.
—Por supuesto.
Poco quedaba por acordar después de eso. Stevens habló con
su agente de viajes, y una semana después embarcamos en el
S. S. Llansteffan Castle. Llegamos a Adén al cabo de nueve días.
II
Adén era uno de los grandes destinos del mundo. Ubicada en el
centro de la ruta comercial con India, tenía una inmensa importancia estratégica y había sido gobernada por los británicos desde la década de 1830. Un torrente constante, casi incontrolable, de
viajeros fluía por ella, como a través de un filtro cósmico, procedentes de todos los rincones de los mundos oriental y occidental.
Los recién llegados atravesaban una atmósfera de desconcierto,
frustración, esperanza, alivio y desesperación antes de encontrar la
salvación en la neutralidad de un hotel.
Aunque llegamos a una hora tardía, el calor era aún insufrible.
Afortunadamente, el Marina Hotel, al que nos llevaron, tenía
una terraza habilitada en la azotea en la que ya estaban alineadas
y preparadas las camas para la noche. Desde allí, se veía a lo lejos
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Un viaje en dhow
lo que nos aseguraron que era la última de las «Torres del Silencio»,
con buitres revoloteando sobre ella alrededor de un cadáver abandonado a su merced. Los rezongos y graznidos de animales nocturnos acabaron con cualquier esperanza de dormir, de modo
que me levanté y bajé al bar, que seguía abierto. Allí se me acercó
al instante un amable joven, y me tendió una tarjeta de visita que
llevaba impreso su nombre, Joseph, y su profesión: Proxeneta del
Director General. Charlamos un rato sobre su ocupación, y me aseguró que entre Adén y otras ciudades más pequeñas del protectorado había en total ocho mil prostitutas, y que las que trabajaban
bajo su amparo no solo eran de una belleza y un encanto excepcionales, sino que además poseían la educación necesaria para
hacerlas partícipes, por un precio razonable, de cualquier celebración familiar. Varias podían llevar a cabo algunos trucos y ardides
en tales eventos, consiguiendo incluso que los enemigos de los anfitriones desaparecieran para no volver a ser vistos, aunque, obviamente, en este caso exigían una tarifa superior.
Stevens enseguida se ocupó de todas las disposiciones. Tras una
visita a sir Bernard Reilly, el gobernador, le fue entregada una carta
dirigida al imán Yahya, en aquel momento a punto de recibir reconocimiento oficial como rey yemení. Sir Bernard confiaba en
que nuestra visita pudiera contribuir a mejorar la algo delicada
relación que había existido entre Gran Bretaña y Yemen en los últimos años. No obstante, obtener nuestro permiso resultó difícil.
El dinero podía proporcionar una diversidad de entretenimientos
en Adén, pero cuando se trataba de tomar un dhow con destino
a Yemen, incluso la solidez económica quedaba por debajo de la
fe religiosa.
Pronto nos aseguraron que, por un insólito e inmenso golpe de
suerte, un dhow acababa de arribar a puerto y podríamos viajar
en él. En breve estaría cargando mercancías destinadas a diferentes puntos del mar Rojo, entre ellos Hodeidah. Desafortunadamente, había topado con una tempestad en el trayecto de vuelta
desde Al Mukalla, y necesitaba someterse a reparaciones que requerirían un número indeterminado de semanas. Nos llevaron a
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Un viaje en dhow y otros relatos
verlo y nos recibieron a bordo. Tenía el nombre de El Haq (Verdad),
y había sido amarrado con cierta indolencia en un flanco del puerto.
Olía a aliento rancio, y un hombre con una chaqueta amarilla del
estilo de las de uso obligatorio ante la sospecha de un brote de peste rociaba el muelle con desinfectante que llevaba en una lata, mientras que otro se había retirado a un rincón para cumplir con la oración vespertina. El cadáver hinchado de un perro pasó de largo
arrastrado por una corriente perezosa. El dhow era más pequeño
de lo que esperábamos, y habría mejorado mucho con una capa de
pintura. Resultaba imposible pasar por alto la silla inmensa y de tosca confección colocada dentro de una jaula y conocida en árabe
como «lugar de alivio», que sería izada en la amura, sobre las olas,
en cuanto la embarcación zarpara.
Aquella zona segura en una costa desprotegida de las inclemencias del tiempo había garantizado la riqueza de una de las ciudades
de la Tierra más prósperas de entre las que vivían únicamente del mar.
Con todo, en el camino de vuelta al centro de la ciudad nos encontramos en calles en las que dos o en ocasiones tres edificios habían
sido embutidos en los huecos que había dejado otro derruido. Las
viejas casas blancas del puerto estaban salpicadas por el barro que
arrojaban los vehículos al pasar a toda velocidad, y desde ventanas
de la primera y la segunda plantas se derramaba agua a la calle sin
ningún tipo de escrúpulo. Detenidos en un embotellamiento, no
hubo modo de rehuir la visión de un grupo de niños que se habían
congregado para lapidar a un cachorro de tres patas atrapado en un
portal. Adén estaba camino de convertirse en la capital de Oriente
Medio, pero, fuera de la joya que era su centro urbano, cargado de
riqueza como estaba, tenía cierta cualidad repugnante y cruel.
III
Para el final de la sexta semana de estancia en Adén, ya nos habíamos
familiarizado mucho con su situación. Inspeccionando la ciudad,
habíamos identificado, no sin preocupación, a muchos soldados
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