Quinta carabazá

Transcripción

Quinta carabazá
LAS CARABAZÁS
DEL TÍO CERILO.
(Monólogos de un campiñero)
Mª Amparo Garrigós Cerdán
QUINTA CARABAZÁ
A plegar olivas
¡Ya estoy otra vez aquí, mantes! Gracias a tos por venir a sentir to los destrellates
de este campiñero renegau que s’ha pasau a la güerta por mor de las carabazas.
Esta noche quiero rendir trebuto a una cosa que, por gracia u dergracia, en
este lugar, nos allega a tos: la temporá de la oliva. La gracia porque hamos comido to la
vida de lo que las oliveras han espolsau cada invierno, la dergracia, lo que s’ha peleau
pa que espolsaran algo. Hoy, con los adelantos qu’en d’hay, ir a plegar olivas es como
irsendé a la Verbena de la Paloma, pero antes, (al público) ¿s’acordáis? Sí, medio año
con el forcat en ristre, pasá p’arriba, pasá p’abajo a los bancales, que los de la Vall,
bien, pero las campiñas, llenas d’enganchaores, ¡menuda faenata! Y el otro medio, que
si quita rebrotines, que si cava las oliveras, ¡che, quin martirio! ¿Y to las noches
mirando al Cielo? Que si no llovía en ca que sacaran los Santos, a pagarlo, Pocarropa. Y
pa ver d’arreplegar el fruto, una buena vara, manetas ligeras pa muñir bragas y dedetes
más ligeros aún, pa plegar arrodillaus lo que en d’había caído bajo los árboles, y ¡ojito
con dejarse una o chafarla! Asina llevaras al lomo un saco de cincuenta quilos, acáchate
y vuélvete a acachar, bonico, como en el Coro Chirimbolo, pa que no se pierda na. ¿Que
tenías aguaciles? Una buena fregá con alcol. ¿Que tenías mal de riñones? Una buena
faixa morellana. ¿Que te se vía metido en el ojo alguna broceta y lo tenías colorau?
Medio güego duro bien caliente en el sitio, a dormir y al otro día nuevo. ¿Que tenías las
rodillas peor qu’un aceomo de tanto punchártelas con las piedras? Qué le vamos a her,
hijo mío, ¡gajes del oficio! ¡Joer con el oficio! Más arrastrau que este, no en d’hay
denguno: el que l’ha probau, lo sabe.
M’acuerdo muchas veces de cuando íbamos a derringlarse a una campiñeta que
va heredar mi madre en un sitio que llamábamos La Parrilla. Bien estaba el nombre si
cuando uno allegaba s’encontraba chullas, cansalá, costilletas, longaniza y botifarras
torrás al fuego esperándolo, pero no era el caso. A mí aquello más bien me parecía un
barrechau entre el Monte de los Olivos, que era lo que allí crecía, y el Monte del
Calvario que era lo que se pasaba un año detrás de otro en aquellos bancales. Lo
primero era allegar: a pateta o, con mucha suerte, a lomos del macho, porque ni camino
en d’ había, sólo una senda y alguna trocheta por medio el monte si querías atajar una
mejica, ¡y seis kilómetros hasta la meta no mu drechos, sube y abaja, abaja y sube! De
la Fuente Cáñez a la caseta de Vito Conejo y, por ahí, hasta la Cuesta de Juan Bailón,
tirar po’l barranco a la isquierda, allegar a la cueva, y el esprín final: encaramitarse en la
montañeta onde, si no va perder Cristo las espardeñas, no las va perder denguno. Y en
después de toas estas fatigas, el premio: ¡a plegar olivas tol día! ¡Me cagüen la mar,
chiquetes! Esto no es pa contarlo, es pa pasarlo y no por la zaranda. Una vez, s’en van
combollar mis padres con un matrimonio folastero al que apreciábamos mucho, pa
herse unos gaspachos y pasar el día en el penal aquel. Arreamos y, al allegar a la última
cuesta, mi padre agarra un chiquet pequeñín que tenían y se sube con él al macho;
detrás, andando, iba el marido; luego, un poco más atrás, tamién a golpe d’albarca, mi
madre, la mujer, mis hermanicos y yo. Entonces li va dir mi padre al buen hombre:
“Usté agárrese al rabo del macho que asina subirá mejor” Dicho y hecho: el pobre
animal cuesta arriba con to los aparejos, la carga, mi padre y el moñaco y, detrás, el
otro, agarrau al rabo estirando. Por fuerza y en aquel linte, a la mejica, empieza la bestia
a peer por bajo la tafarra y to lo que iba estufando de sus bajos fondos, lo iba
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empomando el santo Job que, por no her un desaire, no se soltaba d’aquella traílla
peluda. Y como contra más subía, el macho más se peía, la mujer, pixándose de risa, li
decía: “Hala, todo para ti, estira, estira que aún queda…” Y el pobret, con reproche:
“¡Pepitaaa!” Mi madre y nosotros, que s’aufegábamos por no esplotar a carcajás,
alenábamos como puercos, y íbamos rogando al Altísimo que no le diera al macho por
armar la empastrá, descargando los entestinos en la cara mirmica del que l’estiraba el
rabo. Y gracias a Él, con el pedorreo s’en va acabar el carbón pa alivio de tos nosotros.
En aquellas largas temporás de trasiego olivarero, no faltaban los enventos pa
matar la murria y el alburrimiento que, día tras día, uno detrás de otro, nos despertaba
aquel trebajoso menester. Uno mu celebrau fue el del cepet. Resulta que mi padre le
tenía mucha afición a parar cepos pa los pajaricos y, por ixo, en tenía más de mil. Pos
bueno, un día va agarrar uno flojico que ya no valía pa na, y lo va parar bajo una olivera
con una oliva, pa ver quién de tos se pillaba los dedos. Asina que, pobres abeluchos de
nosotros, oliveta a oliveta, no s’esperábamos el golpe, hasta que allega mi hermanico, li
pega un pecigo a la oliva, blinca el cepo y, en una espolsá, lo va mandar al medio la
loma. Y va cundir el ejemplo paterno de tal manera que derde aquel día había cepo
cuando menos se lo esperaba uno: hasta se lo vamos parar al noviet de mi hermanica, un
día que va venir con nosotros y, en cuenta de pillarse él, va y se pilla ella, ¡quin yongo,
madre mía! Pero el día que más vamos desfrutar de la ocurrencia, va ser uno que s’en
vamos ir a la campiña de un pariente de mi padre, no mu espabilau y bastante agarraíco,
a tirarle una maneta con la cosecha: entre su hijo y mi hermanico, li van poner el cepet
más de cien veces, y las cien, cayó quinto, ¡y quinientas que fueran, que él no se dejaba
una oliva por plegar! Otra de las ocurrencias de mi padre pa animar al personal, va ser
que, como él veía que cuando mi madre ponía el platico de las olivas adobás a la hora
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de la comida, yo siempre era el que metía la mano primero, y no pa coger la más
menudica, va descorrir plegar una oliva gorda de bajo la olivera, llustrala bien y ponerla
encima de las otras en el plato, ¡y m’en va her caer más de cuarenta veces! ¡Ché, qué
bocaus más amargos! Pero un día se van chirar las tornas y se la va poner yo a él, ¡a la
vuelta lo venden tinto! Y en ca no hamos parau de reírse de ver cómo escopía y se daba
al dimonio el que se creía más listo que denguno. ¿Y los cacaus? Tamién nos la juaba
con ellos. Torraba por la noche un buen puñau y, al otro día ya teníamos postre. Pos se
comía uno y después ajuntaba las dos partes vacías y las volvía a poner en el plato. Al
poco, ya estaba uno u otro u otra renegando porque el cacau que iba a comerse, resulta
que no tenía molla, y el muy ladrón, ¡qué risa tenía! Y asina, de picardía en picardía se
pasaba la temporá, que más que ser escuela de campiñeros, mientras se nos iba
acabando la enfeliz inocencia, era escuela de vida.
Estando en estas, no m’acuerdo que viera habido momento en mi vida en que yo
li tuviera más amor a la escuela, ¿por qué? Porque si en d’ había escuela, no íbamos a la
oliva. Pasó como con el monecillo aquel que, siendo bueno, y pasando las de Carracuca
pa agenciarse el sostento, rezaba to las noches pa que al otro día hubiera un muerto o
una muerta, porque entonces, sabía qu’en d’había convite y comía. Pos lo mirmo yo,
que no habiendo otro mejor en el arte d’her bueyes, en la temporá de la oliva pedía pa
que hasta los domingos trebajaran los maestros, ¡asina libraba! ¡Y la procupación que
tenía con el tiempo! To las noches asomándome a la ventana a ver si llovía en ca que
fuera mollisneta, porque ixo quería dir que tampoco se podía ir al bancal. Pero lo mejor
era estar plegando olivas y que s’agarrara el chaparrón que, a manera de bandera,
anunciaba el temporal, ¡qué bien! Tos a la barraqueta con un foguet chiquitín a esperar a
ver si s’aclaría el cielo, y si no, tos pa casa: uno con una manteta, otro con un saco
d’arpillera pa no mojarse y los menudos blincando porque en cuenta de arreplegar los
escarchones que s’escampaban por tol término la mayor parte del invierno, en unos
cuantos días, si la cosa era en fiestas, estaríamos bien espatarraus en la llar, como poco
hendo rosetas y en la Gloria, si en d’habían castañas. Ay, joventut, devino tesoro, ¡quién
t’ha visto y quién te ve!
Y a colación viene lo peor que pa mí tenía pasar el día entero fuera de casa, a
cielo abierto: los asuntos prevaus y éntimos. Lo de la pixera, pase, porque te plantabas
arriba d’una calzá, levantabas el dedo chuplau pa ver por onde venía el aire, sacabas el
chiulet y ya, bien colocau, derde las alturas, en dos arruixones vaciabas la bufa. Pero lo
otro, ¡ay, lo otro! Que llevaba yo mu mal el asunto de tener que aliviar el cuerpo si no
era en el común de mi casa, con lo bonico que lo tenía mi madre bien emblanquinau que
ni una tarañina, y su cortineta delante con un gancho a ca lau pa tancarla cuando estaba
uno dentro. En cambio, en el monte, primero que cualquiera te podía pillar con los
pantalones abajaus, la calva y el puro al aire y, después, to lo qu’allí se cría, que serán
creaturicas de Dios pero en aquellos tiempos a mí me ponían los pelos de punta: podía
salirme una culebra, un arraclán, una araña, un ardacho… Asina que si te rozaba una
mejica una rameta de romero el culet, blincabas como un condenau y a cagar p’adentro
hasta que volvieras por la noche a casa. Y encima, había que tapar el cuerpo del delito
porque resulta qu’en teníamos dos podenquetes que en ca no vía caído al suelo el
cagajón, si lis daba el fato, no tardaban un menuto en revolcarse en la m y si lis sobraba
algo, se lo arreaban como si fueran brescas. Por ixo, un día, que me iba yo cagau a
chorros en los dos sentidos p’al monte, paso por al lau d’unas garroferetas onde no
había ni una guerbeta, el suelo estaba como el armiño, casi no habían ni pedretas, y
m’en va dar a mí por apomponarme allí pa tener la garantía de dar de vientre tranquilo.
Termino la faena y, en tal de no herle ujeros al bancalet, le pongo encima a la obra
maestra d’aquel día una piedra y otras dos pa acabarla de tapar bien. Mi padre, que de
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cuando en cuando s’acercaba por allí a dejar los sacos d’olivas, cuando vio de largo
qu’en aquel rinconet emaculau había piedras, se va creer que, chugando, se las víamos
dejau allí mis hermanicos y yo, asina que s’enfila pa bajo las garroferas y mu
deligentemente va y arreplega el cuco de mis pecaus, encluido lo qu’en d’había debajo,
¡menuda enviscá!, ¡y a dos manos! Pa que voy a dir ya lo que vamos tener después: mi
hermanico, que yo no ha sido, mi hermanica, que yo tampoco y yo, pa no ser menos,
que no sé na. Total que, como no s’en podíamos aclarir, tos castigaus a cenar y echarse
no bien allegáramos a casa, y mut. Asina qu’a las seis de la tarde, ya estábamos en el
cuarto mi hermanico y yo, y mi hermanica en el d’al lau. “¿Qué te crees que no sé
qu’has sido tú, criminal?”, me decía despacico mi hermanico y, la otra, asomándose a
la porteta: “Buen cepo l’has puesto hoy al papa, Cerilo, ¡sin oliva ni na!” Y mi madre
que sentía el runrún, “Como suba yo ahí, ¡los ahúndo a los tres! Pero bien que se reían
ella y mi padre en la llar de la pasá, y prau que l’hamos celebrau tos a lo largo del
tiempo y lo que queda por venir.
Ahora, con to la maquinaria que se lleva, plegar olivas no es na: que si el trator, la
bufaora, la tiraora, el rodillo, la zaranda, las lonas de más de tres metros, ¡y to a
nocultivo! Por otro lau, en la Comperativa, to mecanizau, qu’en dos días se muelen los
quilos a miles y a miles salen los litros d’aceite. Y en ca se quejan los que dicen que
serán el foturo, si te los llevas dos días a aduyar una mejica. Pero a mí aún me gusta, de
cuando en cuando, tirar con la vara y plegar a mano una olivereta como antes, y pellucar
a raticos, olivas en la campiñeta, en ca que no valgan un chavo, ¡cosas de la chochera!
Si alguno s’apunta, lo convido a venir con mí una tarde d’estas, a plegar una forna y dos
o tres alfafareñas, que tienen unas solás más grandes que las eretas. Ixo sí, el que venga,
¡prevenido!, que en mis cuatro campiñetas hay que tener mucho cudiau, si t’encuentras
tres pedretas.
¡Bona nit y hasta otra!
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