Despertar natural_MaquetaciÛn 1

Transcripción

Despertar natural_MaquetaciÛn 1
CAPÍTULO VI
PINKY
h
VI
E
l Gordo era una mala persona. Era un cabronazo, un chulo y
un prepotente que a mí me odiaba especialmente. Me había ignorado siempre, me había faltado al respeto en muchas ocasiones,
y había hecho todo lo posible por dinamitar mi relación con su hija.
Sin ir más lejos, la última vez que había estado con él para hablar de
negocios me había tratado con arrogancia y desconsideración, sin
prestar apenas atención a lo que le había propuesto, y despreciándome como si fuera un piojoso al que es mejor no acercarse. Siempre me había caído mal, muy mal, y me sobraban los motivos para
ello. Aun así, a fuerza de escuchar una y otra vez los detalles del hostiazo que había acabado con su vida y los comentarios sobre el estado en que había quedado su sebáceo cuerpo tras el percance,
estaba empezando a sentir cierta lástima por aquel desgraciado. Sin
dar aparentemente importancia a la identidad de la persona de la
que estaban hablando, los periodistas de los más morbosos medios
ya habían dado algunos datos innecesarios y sumamente macabros
sobre el siniestro, relatando cómo sus sesos, intestinos y otras vísceras habían quedado esparcidos por la madrileña calle Segovia tras
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caer del viaducto del mismo nombre y ser aplastado a continuación
por un camión que no pudo esquivar su grueso cadáver.
Tras sentir un retortijón imaginando el macabro suceso, puse en
una bandeja el plato de ensalada que acababa de preparar en la cocina y pasé con la cena al dormitorio de Viqui, quien mando en
mano y completamente desencajada veía el enésimo reportaje sobre
la muerte de su padre.
—Fernando Gavilanes era sin duda uno de los hombres con más poder mediático del país. Controvertido y polémico, poseedor de una inmensa fortuna y
con infinidad de enfrentamientos, pleitos y enemigos en su haber, su muerte la
pasada noche ha conmocionado al país, y muy especialmente al mundo de las telecomunicaciones. Concluidas las primeras diligencias, la tesis del suicidio empieza
a cobrar fuerza –explicó desde el receptor una reportera jovencita y
de bellas facciones.
—Ya está bien, Viqui, por favor, no puedes seguir martirizándote
de esa forma, intenta relajarte y pensar en otra cosa —le dije cariñosamente dejándole la bandeja en la cama y cambiando de canal
tras quitarle el mando.
—Qué hijos de puta, se lo han cargado, está más claro que el
agua, lo sabe todo el mundo y nadie se atreve a decirlo —se quejó
Viqui entre sollozos.
—¿Lo ves? Ya estás otra vez llorando y desvariando. ¿Qué tontería es ésa de que se lo han cargado? ¿Quién iba a querer hacerle
daño a tu padre? Es impensable, con lo que quería todo el mundo
al Gordo… —mentí para tranquilizarla mientras hacía zapping y me
topaba por casualidad con una porno de Rocco Siffredi que me fascinó en su día y que no pude evitar dejar en pantalla.
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—Tirso, no me toques las narices –se quejó Viqui. —Mi padre
tenía enemigos por todas partes, lo sabes perfectamente. Y ni se te
ocurra volver a llamarle Gordo, que bastantes remordimientos tengo
por haberte dejado que le imitaras y te rieras de él todos estos años.
—Pero, ¿qué tonterías dices? Yo a tu padre lo adoraba. El Gordo,
digo Fernando, era como un padre para mí, era…
—Mira, Tirso, no tengo ganas de oír chorradas. Ni tú podías ver
a mi padre ni él te podía ver a ti; eso ya no tiene importancia, pero
no me vengas con estupideces porque no estoy de humor —me interrumpió. —Y quita esta guarrada, joder, que parece mentira que
ni en estos momentos seas capaz de portarte como un adulto —me
regañó cambiando de canal e impidiéndome disfrutar del final de
una fornicación clásica, posición misionero, tan sencilla como impecablemente ejecutada por el siempre solvente Rocco. Me disponía
a abrazar a Viqui para consolarla y, por qué no, tratar de recuperar disimuladamente con el mando el rítmico culeo del bueno de
Siffredi, cuando desde la cocina me llegó el sonido de mi teléfono,
que me había dejado allí olvidado. Fui para allá, lo cogí y vi que era
la enésima llamada de Chata. Llevaba llamándome todo el día y yo
no tenía intención alguna de hablar con ella, por lo que quité el sonido al aparato. Sin embargo, a los pocos minutos reconsideré la situación y cambié de parecer. Cuando se lo proponía, Chata podía
llegar a ser muy pesada, y si además se cabreaba era capaz de complicar mucho las cosas. Empecé a temer que se le cruzara un cable
y tratara de verme para montarme un numerito, por lo que decidí
ponerme en contacto con ella para zanjar rápidamente aquello.
Como necesitaba algo de intimidad para hablar alto y claro recurrí,
como tantas otras veces, al viejo truco del apretón de Pinky. Salí a
la terraza, agarré fuertemente por el cuello a aquel repulsivo can,
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que comía distraído una galleta, y le puse el collar de paseo, uno de
ésos que se estira y se recoge ampliando o restringiendo la autonomía y el movimiento del animal al antojo de quien lo maneja.
—Pinky, ¿qué pasa, pequeñajo? Uy, se está haciendo pipí, hay que
sacarlo —dije en alta voz preparándome el terreno.
—Qué raro, si ha hecho pis hace un rato —se extrañó Viqui
desde el dormitorio, aún con la voz llorosa.
—Ya, pero anda últimamente con el muelle flojo, debe de tener
cistitis el pobre, cuando me da así con la patita de esa forma tan graciosa no falla, tiene que echar un pis sí o sí —continué mientras atravesaba el salón y salía del piso tirando del estúpido caniche. Ya en
las escaleras, esperaba el ascensor cuando el sonido del móvil me
recordó una vez más lo contumaz que podía llegar a ser Chata
cuando quería. Cogí enfadado mi Blackberry para ponerle los puntos
sobre las íes ahí mismo y sin más dilación.
—¿Qué coño quieres? ¿No te he dicho que me dejes tranquilo
unos días? —la saludé.
—Tirso, me da igual que te cabrees, tenemos que vernos urgentemente —me dijo sin preámbulos.
—Mira, Chata, te voy a ser claro: Viqui está destrozada con lo
de su padre, me necesita más que nunca y no puedo andar perdiendo
el tiempo con tus gilipolleces, así que déjame tranquilo de una puta
vez, ¿cómo tengo que decírtelo?
—No te estás enterando de nada, tengo que contarte algo muy
importante, tengo que verte ahora mismo…
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Me disponía a colgar dando por fracasado mi intento disuasorio
cuando noté un brusco tirón en mi brazo derecho que me hizo girarme violentamente hacia el ascensor que había llamado momentos
antes y olvidado al oír el ruido de mi teléfono. Lo que entonces presencié me hizo temer lo peor: la cinta extensible de la correa salía
de mi mano y, en lugar de culminar en el otro extremo con la mascota de mi novia, tal y como cabría esperar en condiciones normales,
se veía truncada y atrapada a mitad de trayecto por las dos hojas de
la puerta automática que, unidas en el punto medio del cerco de acceso, es decir, cerradas, me impedían ver al pobre bicho, que sin
duda se había introducido tontamente en el ascensor aprovechando
su apertura automática, mi distracción y la versatilidad de la correa,
tan práctica en otras ocasiones y tan fatídica en aquélla. Un último
tirón que sacudió con fuerza mi brazo, un estremecedor ladrido del
animalillo que se oyó en todo el edificio y los histéricos gritos de
unas señoras un piso más abajo auguraban lo peor en torno a la
suerte del pequeño Pinky.
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