Tierra en los zapatos - CONFIAR Cooperativa Financiera

Transcripción

Tierra en los zapatos - CONFIAR Cooperativa Financiera
CUENTOS
SOLIDARIOS
Selección y notas
Elkin Obregón S.
1
Primera edición
5.000 ejemplares
Medellín, enero del 2005
Edición especial 35 años
1.000 ejemplares
Medellín, septiembre de 2007
Edita:
CONFIAR Cooperativa Financiera
Calle 52 Nº 49-40 Tel. 5718484 Medellín
[email protected]
www.confiar.coop
ISBN volumen: 958-33-7307-9
ISBN obra completa: 958-4702-7
Ilustración carátula:
Alexánder Bermúdez Echeverri
Diseño e Impresión:
Pregón Ltda.
Este libro no tiene valor comercial
y es de distribución gratuita
2
Índice
Las tres preguntas.................................... 7
Lady Gregory
Tierra en los zapatos................................ 13
Esther Fleisacher
Seguir de pobres....................................... 19
Ignacio Aldecoa
La niña muerta......................................... 35
Gabrielle Roy
El enviado de Dios.................................... 49
Fernando Sabino
El millonario modelo
Una nota de admiración.......................... 55
Oscar Wilde
La inspiración........................................... 69
Isaak Babel
3
La corista.................................................. 77
Anton Chejov
Fragmento de un diario............................ 89
Andrés Trapiello
El emboscado............................................ 97
Laura Quintana Crelis
Arena blanca............................................. 107
Carlos Drummond de Andrade
Iniciativa................................................... 113
Dos en el Corcovado................................ 119
4
Y cuándo nos veremos con los
demás, al borde
de una mañana eterna,
desayunados todos.
César Vallejo
5
Las tres preguntas
Lady Gregory
7
LADY GREGORY (1852-1932). Isabella Augusta Persse Gregory, Lady Gregory, investigó,
estimulada por el poeta William Buttler Yeats,
los mitos medievales de su tierra irlandesa, y
también sus relatos populares de fuente oral.
Escribió al respecto ensayos como Poetas y soñadores, y recopilaciones como Visiones y creencias
en el Oeste de Irlanda, juzgada hoy una obra imprescindible para folcloristas y estudiosos de las
tradiciones irlandesas.
8
Érase una vez un pobre hombre, Jack
Murphy se llamaba. Y Llegó el día de pagar
la renta de sus tierras y no tenía suficiente
para pagarla. Y fue al propietario y le pidió
que le diera tiempo. El propietario le preguntó que cuándo le pagaría, y él contestó que
no lo sabía. Y el propietario dijo:
—Bueno, si eres capaz de responder a
tres preguntas que te voy a hacer, te perdonaré la renta. Pero si no las contestas, tendrás
que pagar de inmediato, o marcharte de tu
granja. Y éstas son las tres preguntas: ¿Cuánto pesa la luna? ¿Cuántas estrellas hay en el
cielo? ¿En qué estoy pensando?
Y le dijo que le daba hasta el día siguiente para pensar las respuestas.
Jack iba caminando muy abatido cuando
se encontró con un amigo, un tal Tim Daly,
y el amigo le preguntó que qué le pasaba, y
él le explicó que tenía que contestar al día si9
guiente las tres preguntas del propietario o
perdería su granja.
—Y no veo de qué me servirá presentarme mañana ante él —dice—; pues estoy seguro de que no podré contestar bien a las preguntas.
—Deja que vaya yo en tu lugar —dice
Tim Daly—; pues el propietario no nos distinguirá al uno del otro, y a mí se me da bien
eso de contestar preguntas, y creo que te haré salir airoso.
Así que él estuvo de acuerdo con esto, y
al día siguiente Tim Daly se presenta ante el
propietario y le dice:
—Vengo a contestar tus preguntas.
Bueno, pues la primera pregunta que hizo el propietario era: “¿Cuánto pesa la luna?”. Y Tim Daly dice:
—Pesa cuatro cuartos.
Entonces el propietario preguntó:
—¿Cuántas estrellas hay en el cielo?
—Nueve mil novecientas noventa y nueve —dice Tim.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta el propietario.
—Bueno —dice Tim—, si no me crees sal
a contarlas tú mismo.
Entonces el propietario le hizo la tercera pregunta:
—¿En qué estoy pensando ahora?
10
—Piensas que estás hablando con Jack
Murphy, y te equivocas, pues hablas con
Tim Daly.
Así que el propietario se dio por vencido, y a partir de entonces Jack disfrutó gratis de la granja.
De Cuentos populares irlandeses. Selección y
traducción de José Manuel de Prada.
Ediciones Siruela, 1998.
11
Tierra en los zapatos
Esther Fleisacher
13
ESTHER FLEISACHER (1959). Colombiana, nacida en Palmira, reside en Medellín desde 1965. Psicoanalista y editora. Ha publicado
cuentos y poemas en diferentes medios. Las tres
pasas es su primer libro de cuentos (1999). El libro de poemas Cable a tierra (inédito) contó con
el apoyo de los Fondos Mixtos para el Arte y la
Cultura en Antioquia (2000).
14
Clemente se sobaba la hermosa chivera
blanca con un gesto de tristeza que rompía el
alma. La muerte de Adolfo, el más joven de los
hermanos, había sido un revés inesperado.
Además de la tristeza, a Clemente lo embargaba algo así como una desazón. ¿Por qué
Dios había querido empezar al revés? Él era
el mayor, había casado a su única hija y hasta
era viudo, su Perla se había ido hacía ya varios
años. Nunca se había opuesto a los designios
divinos, siempre los encontraba sabios, pero
esta vez no entendía nada. Su hermano era
una buena persona, siempre había cumplido
con el deber y aún le quedaban cosas por hacer, la hija menor estaba soltera.
Cuando murió Perla, Clemente supo que
era mejor así, no tenía sentido prolongar una
existencia tan dolorosa. Aunque no se acostumbraba a su ausencia, habían compartido
toda una vida y llevaba su mirada azul talla15
da en su mirada miel. La presencia de Chela,
la muchacha del servicio doméstico, permitió que no se desmoronara. Había trabajado
con ellos los últimos años y fue una bendición. Era suficiente con extrañar a Perla, hubiera sido insoportable extrañar también el
lugar de la toalla en el baño, la mermelada
de naranja al desayuno o el cojín en el sillón
de lectura.
Ya habían enterrado a Adolfo. Como
era la costumbre, la shivá o duelo de los siete días se llevaba a cabo en la casa del difunto. Era una familia especialmente unida, estaban presentes los hermanos, las esposas,
los hijos, los sobrinos, las nueras y los yernos. Para Clemente, como para cada uno de
los miembros de la familia, no cabía duda de
que la shivá era necesaria, tanto para despedir al que se iba como para aceptar la partida.
Además, era un precepto religioso.
También es el momento en que los amigos y conocidos de la familia visitan a los
dolientes. La casa estaba a reventar de gente y los comentarios siempre pasaban por el
asombro que esta muerte les causaba. Adolfo estaba lleno de vida, de proyectos y su familia lo necesitaba.
Clemente se encontraba embebido en
una discusión con el señor Kurtzel, acerca de
la sabiduría de Dios. Su amigo lo desconocía,
16
a él, que siempre había sido un modelo en
el cumplimiento de la Ley. Le estaba pidiendo que fuera cauto con sus pensamientos, no
fuera a provocar sobre sí la ira divina. Él sabía
que no tenía derecho a dudar, con el tiempo
entendería los designios sagrados. En ese momento los interrumpieron, había una llamada telefónica para Clemente.
Era Chela, a recordarle que era su hora
de salida. A Clemente se le había olvidado el
mundo, desde el momento en que lo llamaron a darle la noticia y salió de la casa creyendo que se trataba de una equivocación.
Sabía que Chela por nada del mundo se
quedaría a pasar la noche en su casa, ni aun
en los días más graves de la enfermedad de
Perla había aceptado. La madre, una anciana ciega, la esperaba impacientemente todas
las noches.
Su deber era permanecer en la casa del
hermano, pero los niños no podían quedarse solos. Los nietos estaban a su cuidado, ya
que su hija y el esposo se encontraban de viaje. Llevarlos a la casa del duelo era insensato,
los menores no debían participar de tales situaciones. ¿Cómo abandonar la shivá y no
cumplir la Ley? ¿Dios lo tomaría como un
acto de rebeldía? ¿Y Adolfo lo entendería? Le
atemorizaba pensar en sus reproches cuando se encontraran en la morada celeste. Cle17
mente, en un gesto descuidado, se jalaba con
una mano las temblorosas arrugas de la otra
mano, mientras una ocurrencia cruzaba por
su mente.
Salió al jardín de la casa de su hermano,
pacientemente puso una capa de tierra dentro de sus zapatos, asegurándose de que toda la superficie quedara cubierta, se los puso
y salió para su casa silenciosamente, sin despedirse de nadie.
A la mañana siguiente, durante el rezo,
adelantándose a la interpelación del señor
Kurtzel, le hizo saber que ni por un momento había dejado de pisar la casa del hermano
muerto. Había dormido sentado, con los zapatos puestos.
De Las tres pasas. Colección Celeste, Editorial
Universidad de Antioquia, 1999.
18
Seguir de pobres
Ignacio Aldecoa
19
IGNACIO ALDECOA (1925-1969). Novelista y cuentista español. Muerto tempranamente, dejó sin embargo una obra que lo sitúa entre
los grandes narradores españoles contemporáneos. Sus historias, atentas a reflejar un período
especialmente duro de la historia de su país, revelan siempre una visión fraterna y a la vez sobria, ajena a discursos, expresada en un idioma
de contenida elocuencia. Algunos de sus títulos:
Gran sol, Espera de tercera clase, Caballo de pica,
Santa Olaja de Acero.
20
Las ciudades de provincias se llenan en la
primavera de carteles. Carteles en los que un
segador sonriente, fuerte, bien nutrido, abraza un haz de espigas solares; a su vera, un niño de amuñecada cara nos mira con ojos serenos; a sus pies, una hucha de barro recibe por
la recta abertura del ahorro —boca sin dientes, como la vieja, como de batracio— una espuerta de monedas doradas. Son los anuncios
de las Cajas de Ahorros. Son anuncios para los
labradores que tienen parejas de bueyes, vacas,
maquinaria agrícola y un hijo estudiando en
la Universidad o en el Seminario. Estos carteles tan alegres, tan de primavera, tan de felicidad conquistada, nada dicen a las cuadrillas
de segadores que, como una tormenta de melancolía, cruzan las ciudades buscando el pan
del trabajo por los caminos del país.
A principios de mayo el grillo sierra en lo
verde el tallo de las mañanas; la lombriz en21
loquece buscando sus penúltimos agujeros
de las noches; la cigüeña pasea los mediodías
por las orillas fangosas del río haciendo melindres como una señorita. En los chopos altos se enredan vellones de nubes, y en el chaparral del monte bajo el agua estancada se
encoge miedosa cuando las urracas van a beberla. La vida vuelve.
La cuadrilla de la siega pasa las puertas a
hora temprana, anda por la carretera de los
grandes camiones y los automóviles de lujo
en fila, en silencio, en oración —terrible oración— de esperanza. Al llegar al puente del
río la abandonan por el camino de los pueblos del campo lontano. Se agrupan. Alguien
canta. Alguien pasa la bota al compañero. Alguien reniega de una alpargata o de cualquier
cosa pequeña e importante.
En la cuadrilla van hombres solos. Cinco hombres solos. Dos del Noroeste, donde
un celemín de trigo es un tesoro. Otros dos
de la parte húmeda de las Castillas. El quinto, de donde los hombres se muerden los dedos, lloran y es inútil.
Con pan y vino se anda camino cuando
se está hecho a andarlo. Con pan, vino y un
cinturón ancho de cueras de becerra ahogada o una faja de estambre viejo, bien apretados, no hay hambre que rasque el estómago. Con mala manta hay buen cobijo, has22
ta que la coz de un aire, entre medias cálido,
tuerce el cuello y balda los riñones. Cuando
a un segador le da el aire pardo que mata al
cereal y quema la hierba —aire que viene de
lejos, lento y a rastras, mefítico como el de
las alcantarillas—, el segador se embadurna
de miel donde le golpeó. Pero es pobre el remedio. Ha de estar tumbado en el pajar viendo a las arañas recorrer sus telas. Telas que
de puro sutiles son impactos sobre el cristal
de la nada.
Cinco hombres solos. Cinco que forman
un puño de trabajo. Dos del Noroeste: Zito
Moraña y Amadeo, el buen Amadeo, al que
le salen barbas en el dorso de las manos, que
se afeita con una hoz. Dos de la Castilla verde: San Juan y Conejo. El quinto, sin pueblo, del estaribel de Murcia, por algo de cuando la guerra. El quinto, callado; cuando más,
sí y no. El quinto, al que llaman desde que se
les unió, sencillamente, “El Quinto”, por un
buen sentido denominador.
“El Quinto” les dijo en la caminata de la
estación, donde se lo tropezaron:
—Si van para el campo y no molesto, voy
con ustedes.
Zito Moraña le contestó:
—Pues venga.
“El Quinto” movió la cabeza, clavó los
ojos en Moraña, pasó la vista sobre Amadeo,
23
que se rascaba las manos, consultó con la mirada a San Juan, que liaba un cigarrillo parsimonioso sin que le cayera una brizna de tabaco, y por fin miró a Conejo, que algo se
buscaba en los bolsillos.
—Acabo de salir de la cárcel. ¿Qué dicen?
—¿Y usted? —respondió Zito.
—La guerra, y luego, mala conducta.
—¿Mala?
—De hombre, digo yo.
—Pues está dicho.
“El Quinto” pidió un cuartillo de vino
tinto. La cita fue para las cinco y media de
la mañana en el depuertas de la carretera. Se
separaron.
Ahora los cinco van agrupados por el camino largo de los segadores. Zito conoce el
terreno. Todos los años deja su tierra para
segar a jornal.
—Amadeo, de la revuelta ésa nos salió el
pasado una liebre como un burro.
—Sí, hombre; pero no el pasado, sino
otro año atrás.
—Fue lástima...
Y Zito y Amadeo hablan del antaño perdiéndose en detalles, mientras San Juan se
suena una y otra vez la nariz distraídamente, mientras Conejo se queja en un murmullo de su alpargata rota, mientras “El Quinto”
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va mirando los bordes del camino buscando
no sabe qué.
Al mediodía les para un sombrajo. De la
bota del pobre se bebe poco y con mucha precaución. Al pan del pobre no se le dan mordiscos; hay que partirlo en trozos con la navaja. El queso del pobre no se descorteza, se
raspa.
En el sombrajo descansan y fuman los ci­
garrillos de las mil muertes del fuego, de sus
mil nacimientos en el encendedor tosco y seguro. Han dejado de hablar de las cosas de siempre, esas cosas que acaban como empiezan:
—La mujer habrá terminado de trabajar
en el pañuelo de tierra que hemos arrendado
tras de la casa. Los chavales estarán dándole
vueltas al pucherillo.
Una larga pausa y la vuelta.
—Los chavales le estarán sacando brillo
al puchero. La mujer saldrá a trabajar el pañuelo de tierra que hemos arrendado tras de
la casa.
Dicen la mujer, los chavales, el que se fue
de las calenturas, el que vino por San Juan de
hará tres años. No poseen con la brutal terquedad de los afortunados y hasta parece que
han olvidado en los rincones de la memoria
los posesivos débiles de la vida. Están libres.
Callan hasta que otro repita la historia con
escasas variantes. Callan hasta que se dan
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cuenta de que hay un ser de silencio y de
sombras con ellos, uno que ha dicho sí y no
y poca cosa más. Aquí está Zito Moraña para
preguntar, porque a un compañero hay que
darle ocasión, sin molestarle, de un suspiro,
de una lágrima, de una risa. Un compañero
puede estar necesitado de descanso y es necesario saber, cuando cuente, el momento en
que hay que balancear la cabeza o agacharla
hacia el suelo o levantarla hacia el sol.
—¿Usted qué hará cuando acabe esto?
“El Quinto” encoge una pierna y duda.
—¿Yo?
—Nosotros volveremos para la tierra.
—Ya veré.
Y entre ellos, entre los cuatro y “El Quinto”, el corazón de la comunidad naufraga. Zito tiene su orden. Se pone en pie, consulta su
sombra, levanta su hato y se lo carga a la espalda.
—Bueno, andando. Para las cinco podemos estar en la hocina. Para las seis, en el teso del pueblo.
Por la ladera, hacia el río, vuela el ave que
huele mal. Conejo, de los bolsillos, saca una
madera que talla con la navaja.
—¿Qué haces? —le pregunta San Juan.
—La torre de los condes, para que juegue el chico a la vuelta. La hago con silbo de
pájaro.
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Zito y Amadeo recuerdan el antaño. Y
“El Quinto” mira el camino.
A las seis platea el río por medio del llano. En el pueblo, entre casa y casa, crece la
tiniebla. Por los últimos alcores del cielo está morado. Los perros ladran al paso lento de
los de la siega. Zito conoce a los que se asoman a las puertas a verlos llegar.
—Señor Ricardo, ¿se curó de los cólicos?
El campesino responde, cachazudo:
—Parece, parece.
La cuadrilla sigue adelante.
—Señora Rosario, ¿volvióle el santo a Patricio?
—Por ahí anda.
Zito hace un aparte a San Juan.
—Es que tiene un hijo que dio en manías
el año pasado, de una soleada en las fincas.
Hacen un alto en la plaza. El cuadrado de
la plaza está quebrado por la irregularidad de
las construcciones. En la mitad está el pilón;
en él juegan los niños. Al verlos a los cinco
parados ensimismados, los niños se les acercan a una distancia de respeto y prudencia.
Los segadores, como los gitanos, pueden robar criaturitas para venderlas en otros pueblos.
Zito vocea a un campesino sentado en el
umbral de su casa:
—¿Qué, Martín, hay pajar para cinco
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hombres?
—Hay, pero no paja.
—Da igual. ¿A cuántos nos necesita usted?
—Con dos de vosotros me arreglo, porque tengo otros que llegaron ayer. Mañana
temprano, a darle. El jornal, el de siempre.
—Ya aumentará usted una pesetilla.
—Están los tiempos malos, pero se ha de
ver.
Precisamente están los tiempos malos.
No se marcha la gente de su tierra porque estén buenos, ni porque la vida sea una delicia,
ni porque los hijos tengan todo el pan que
quieran. Zito arruga la frente y medita.
—Tú, San Juan, y tú, Conejo, podéis
quedaros con él. Mañana arreglaremos nosotros.
Dando la vuelta a la iglesia, a la que está
pegada la casa, se abre un amplio portegado.
El portegado está entre una era y un estercolero, que en las madrugadas tiene flotando un vaho de pantano y que está en perpetuo otoño de colores. Del portegado se sube
al pajar. Las maderas brillan pulimentadas.
Sólo hay un poco de paja en un rincón. Los
trillos, apoyados sobre la pared, con los pedernales amenazantes, parecen fauces de perros guardianes.
—Dejad ahí los hatos. Vamos a ver si nos
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dan algo en la cocina.
En la cocina les dan un trozo de tocino a
cada uno, pan y vino. La mujer de Martín les
contempla desde una silla.
—Tú, Zito, alegra el ánimo con la comida. Canta algo, hombre, de por tu tierra.
—No estoy de buen año, señora.
—Canta, Zito —dice Martín, que está
apoyado en la puerta.
—Tengo la garganta con nudos.
—Cuanto más viejo más tuno, Zito.
—Pues cantaré, pero no de la tierra, y a
ver si les va gustando.
—Tú canta, canta.
Zito, con el porrón apoyado sobre una
pierna, entona una copla. Sus compañeros
bajan la cabeza.
Al marchar a la siega
entran rencores,
trabajar para ricos,
seguir de pobres.
—–––––—
Sobre los campos salta la noche. Un ratón corre por el pajar. Los segadores están
tumbados.
—Oye, San Juan, son unos veinte días
aquí. A doce pesetas, ¿cuánto viene a ser?
—Cuarenta y ocho duros.
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—No está mal.
Abajo, en la cocina, habla Martín en términos comerciales y escogidos con un amigo.
—Me han ofrecido material humano a
siete pesetas para hacer toda la campaña, pero son andaluces...
—Gente floja.
—Floja.
Martín hace con los labios un gesto de
menosprecio.
—–––––—
Trabajaban San Juan y Conejo con Martín. Zito Moraña, Amadeo y “El Quinto”,
con otros segadores que llegaron un día después, segaban en las fincas del alcalde. No se
veían los dos grupos más que cuando marchaban al trabajo o volvían de él por los caminos. Zito, Amadeo y “El Quinto” dormían
en el pajar del alcalde, sobre paja medio pulverizada. Se pasaban el día en el campo.
A la cuarta jornada apretó el calor. En el
fondo del llano una boca invisible alentaba
un aire en llamas. Parecía que él iba a traer las
nubes negras de la tormenta que cubrirían el
cielo, y sin embargo el azul se hacía más profundo, más pesado, más metálico. Los segadores sudaban. Buscaban las culebras la humedad debajo de las piedras. Los hombres se
refrescaban la garganta con vinagre y agua.
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En el saucal, la dama del sapo, que tiene ojos
de víbora y boca de pez, lo miraba todo maldiciendo. Los segadores, al dejar el trabajo un
momento, tiraban, por costumbre, una piedra a bajo pierna en los arbustos para espantarla. Podía llegar la desgracia. El viento pardo vino por el camino levantando una polvareda. Su primer golpe fue tremendo. Todos
lo recibieron de perfil para que no les dañase,
excepto “El Quinto”, que lo soportó de espaldas, lejano en la finca, con la camisa empapada en sudor, segando. Le gritaron y fue inú­
til. No se apercibió. Cuando levantó la cabeza era ya tarde.
“El Quinto” llegó al pajar tiritando. Y no
quiso cenar. Le dieron miel en las espaldas. El
alcalde llamó al médico. El médico lo mandó
lavar porque opinó que aquello eran tonterías. Y dictaminó:
—No es nada, tal vez haya bebido agua
demasiado fría.
Zito le explicó:
—Mire, doctor, fue el viento pardo...
El médico se enfadó.
—Cuanto más ignorantes, más queréis
saber. ¿Qué me vas a decir tú?
—Mire, doctor, fue el viento que mata
el cereal y quema la yerba. Hay que darle de
miel. Las mantecas de los riñones las tiene
blandas.
31
tó.
—Bah, bah, el viento pardo... —comen­
Los compañeros volvieron a darle miel
en las espaldas en cuanto se marchó el médico, y Zito le echó su manta.
—¿Y tú, Zito? —dijo “El Quinto”.
—Yo, a medias con Amadeo.
“El Quinto” temblaba; le castañeaban los
dientes. El viento pardo, en el saucal, hacía
un murmullo de risas.
—–––––—
Allí estaba “El Quinto”, entretenido con
las arañas. Las iba conociendo. Contó a Zito
y a Amadeo cómo había visto pelear a una de
ellas, la de la gran tela, de la viga del rincón,
con una avispa que atrapó. Lo contaba infantilmente. Zito callaba. De vez en vez le interrumpía doblándole la manta.
—¿Qué tal ahora?
—Bien, no te preocupes.
—¿No me he de preocupar? Has venido
con nosotros y no te vas a poder marchar.
Nosotros dentro de cuatro días tiramos para
el Norte. Esto está ya dando las boqueadas.
—Bueno, qué más da. No me echarán a
la calle de repente.
—No, no, desde luego... —dudaba Zito.
—Y, si me echan, pues me voy.
—¿Y adónde?
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—Para la ciudad, al hospital, hasta que
sane.
—Hum...
—–––––—
—Aquí tienes lo tuyo, Zito. Os doy doce
perras más por cada día a cada uno.
—Gracias.
—Pues hasta el año que viene. Que haya
suerte. Y dile al “Quinto” que para él, aunque
no ha trabajado más que tres días y le he estado dando de comer todo este tiempo, hay
diez duros. No se quejará.
—No, claro.
—Pues díselo, y también que levante con
vosotros.
—Pero si es imposible, si está tronzado.
—Y yo, qué quieres que le haga.
—–––––—
Llegaron al puente. “El Quinto” andaba apoyado en un palo medio a rastras. Zito
Moraña y Amadeo le ayudaban por turno.
—¿Qué tal? Ahora coges la carretera y te
presentas en seguida en la ciudad.
—Si llego.
—¡No has de llegar! Mira, los compañeros y yo hemos hecho... un ahorro. Es poco,
pero no te vendrá mal. Tómalo.
Le dio un fajito de billetes pequeños.
33
—Os lo acepto porque... Yo no sé... Muchas gracias. Muchas gracias, Zito y todos.
“El Quinto” estaba a punto de llorar, pero no sabía o lo había olvidado.
—No digas nada, hombre.
Les dio la mano largamente a cada uno.
—Adiós, Zito; adiós, Amadeo; adiós, San
Juan; adiós, Conejo.
—Adiós Pablo, adiós.
Hacía quince días que habían aprendido
el nombre del “Quinto”.
Por la orillita de la carretera caminaba, vacilante, Pablo. Los segadores volvieron las espaldas y echaron a andar. Se alejaron del puente. Zito, para distraer a los compañeros, se puso a cantar a media voz algo de su tierra.
De La tierra de nadie y otros relatos,
Biblioteca Básica Salvat, 1970.
34
La niña muerta
Gabrielle Roy
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GABRIELLE ROY (1909 – 1983). Nació en la
provincia canadiense de Manitoba, región que
es escenario de muchos de sus relatos. En su juventud fue maestra rural, y actriz de teatro en
grupos aficionados. Una estadía en Francia decidió su destino de escritora. Su primera novela, Felicidad de ocasión (1945), obtuvo un inmenso éxito entre la crítica y los lectores, refrendado luego por todas sus obras posteriores. Aparte de novelas, cuentos y crónicas, escribió una
autobiografía, Encantamiento y pena, publicada
póstumamente.
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¿Por qué el recuerdo de la niña muerta
ha vuelto a llegarme de repente, en medio de
este verano que canta?
¿Sin que nada en mí hasta ahora me hubiera dejado presentir la tristeza, a través de
la deslumbrante revelación de las cosas a lo
largo de esta estación?
Acababa de llegar a un pequeño poblado
de Manitoba para terminar el año escolar en
remplazo de la maestra, que se había enfermado, o desanimado, qué sé yo.
El Director de la Escuela Normal donde
terminé mi año de estudios me había llamado a su despacho: “Escuche”, dijo; “esa escuela está libre durante el mes de junio. Es poco,
pero es una oportunidad. Cuando más adelante solicite usted una plaza, podrá decir que
posee experiencia. Créame, eso ayuda”.
Fue así como me encontré a comienzos de
junio en aquel poblado, tan pobre, con cabañas construidas en la arena y circundado apenas por raquíticos arbustos de espino. “¿Un
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solo mes”, me dije, “bastará para acercarme a
los chicos, y para que ellos se habitúen a mí?
Un mes; ¿valdrá la pena el esfuerzo?”
Quizás el mismo cálculo habitaba el espíritu de los alumnos que se presentaron
ese primer día de junio en la escuela: “¿Esta
maestra se quedará el tiempo suficiente para
que valga la pena...?”, pues yo no había visto
jamás caras de chicos tan sombrías, tan apáticas, o, acaso, tan tristes. Tenía tan poca experiencia... Yo misma era casi una niña.
La clase comenzó. Hacía un calor de fragua. En Manitoba, sobre todo en las regiones
arenosas, desde los primeros días de junio se
asienta un calor insoportable.
No sabía por dónde comenzar mi tarea.
Abrí el registro de los inscritos, llamé a lista.
Eran en su mayoría nombres muy franceses,
y aún hoy me vienen a la memoria, porque sí,
sin razón: Madeleine Bérubé, Josephat Brisset, Émilien Dumont, Cecile Lépine...
Pero los muchachos que se levantaban en
orden, al llamado de su nombre, para responder “Presente, señorita...” tenían casi todos
los ojos ligeramente oblicuos, la tez quemada y los cabellos muy negros, rasgos que revelaban su sangre mestiza.
Eran bellos, exquisitamente corteses y
muy inteligentes; no había en verdad nada
que reprocharles, excepto aquella extraña
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dis­tancia que mantenían entre ellos y yo.
Me sen­tía agobiada. “¿Así pues, los niños son
así”, me preguntaba con angustia, “intocables, replegados en alguna región donde no
es posible alcanzarlos?”.
Llegué a este nombre:
—Yolande Chartrand.
Nadie respondió. El calor aumentaba a
cada minuto. Me enjugué el sudor de la frente. Repetí el nombre, y otra vez no hubo respuesta. Observé sus rostros, que me parecieron totalmente indiferentes. De pronto, desde el fondo de la clase se elevó por encima del
zumbido de las moscas una voz que no logré
ubicar de inmediato:
—Está muerta, señorita. Murió anoche.
La noticia me había sido dada en un tono tan sereno, tan sencillo, que eso la hacía
aún peor. Ante mi gesto de incredulidad, todos los niños asintieron gravemente con la
cabeza, como diciendo: es verdad.
De súbito me invadió un sentimiento de
impotencia tan hondo como no recuerdo haber vuelto a experimentar.
—¡Ah! — exclamé, sin saber realmente
qué decir.
—Está sobre los tablones... —dijo un pequeño de ojos ardientes—. La van a enterrar
de verdad mañana.
—¡Ah! —repetí de nuevo.
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Los chicos parecían ahora un poco más
expansivos, y dispuestos a hablar, por turno, a largos intervalos. Uno de ellos, en medio del salón, tomó la palabra:
—Aguantó dos meses...
Los niños y yo nos miramos en silencio
durante un largo rato. Comprendí al fin que
la expresión de sus ojos, que yo había tomado por indiferencia, era de una penosa tristeza. Igual al calor agobiante que padecíamos.
¡Y el día apenas si empezaba! Propuse:
—Ya que Yolande... aún está sobre los tablones... que ella es vuestra compañera... que
pudo haber sido mi alumna... ¿queréis que
esta tarde, después de clase, a las cuatro, vayamos juntos a visitarla?
En sus caritas, tan graves, apareció entonces el esbozo de una sonrisa, contenida y muy
triste, pero una sonrisa a pesar de todo.
—De acuerdo, pues. Iremos a visitarla,
toda su clase...
A partir de aquel momento, a pesar del
calor enervante y del sentimiento vago —
sospecho que por todos compartido— de que
los esfuerzos humanos suelen doblegarse ante el azar, los muchachos, en la medida de lo
posible, fijaron su atención en la rutina escolar que me esforzaba en transmitirles.
A las cuatro y cinco me reuní a la salida
con una veintena de ellos, tan silenciosos co40
mo si estuvieran castigados. Algunos tomaron
la delantera para mostrarme el camino. Otros
me rodeaban, dificultándome la marcha. Cinco o seis de los más pequeños termina­ron por
tomarme de la mano o del brazo, y tiraban de
mí hacia adelante como si guiaran a una ciega. No hablaban, no hacían nada distinto a
tenerme encerrada dentro de su círculo.
Así agrupados, tomamos un sendero que
corría a través del arenal. Los delgados espinos se unían aquí y allá en grupos compactos. El aire era espeso. Muy pronto dejamos
el poblado atrás, olvidado, por así decirlo.
Llegamos a una cabaña de tablas, completamente aislada en medio de una pequeña
arboleda. La puerta estaba abierta de par en
par. Así, antes de entrar, pudimos ver desde
afuera a la niña muerta. Estaba literalmente sobre planchones, apoyados en sus extremos en dos sillas colocadas a cierta distancia. No había nada más dentro de la pieza.
Todo aquello que habitualmente ocupaba la
habitación había sido llevado al otro cuarto
de la vivienda. Además de la estufa, la mesa, algunas marmitas sobre el piso, había en
él una cama y un colchón, con montones de
ropa blanca encima. Pero no había más sillas.
Aparentemente, las que servían de soporte a
los tablones sobre los que reposaba la niña
muerta eran las únicas de la casa.
41
Sin duda los padres habían hecho todo
cuanto podían por velar dignamente a su niña. La habían recubierto con una sábana limpia. Le habían destinado un cuarto entero. Su
madre la había peinado con dos trenzas que
enmarcaban su delgada carita. Pero al parecer los desventurados no habían podido evitar ausentarse por alguna apremiante necesidad: quizás la compra del ataúd en el pueblo,
o de otros tablones para fabricarlo ellos mismos. Mientras tanto, la niña muerta se había quedado sola en aquella habitación desocupada para ella; es decir, sola con las moscas. Un ligero olor a muerto las atraía ya desde lejos. Vi una de vientre azul asentarse en
su frente. De inmediato me acerqué al rostro
de la niña, y no cesé de agitar la mano para
ahuyentarlas.
Era una carita delicada y enflaquecida,
con una expresión tan grave como la que
ya había visto en todos los niños de aquellos contornos, para quienes los cuidados de
los adultos se agotaban sin duda demasiado
pronto. Podía tener diez u once años. Si hubiera vivido un poco más habría sido una de
mis alumnas, pensé. Habría aprendido algo
de mí. Algo habría podido grabar en su espíritu. Un vínculo se habría establecido entre
esta pequeña desconocida y yo, quién sabe,
durante toda la vida quizás.
42
Mientras meditaba sobre la niña muerta,
esa expresión, “durante toda la vida”, que pareciera aludir a una larga existencia, me pareció
la más temeraria, la más superficial de todas
aquellas que empleamos a tontas y a locas.
Inmersa en la muerte, aquella pequeña
tenía el aire de lamentar la carencia de alguna pobre y minúscula alegría jamás obtenida. Yo seguía en la tarea de impedir que las
moscas se posaran sobre ella. Los niños me
observaban. Comprendí que ahora lo esperaban todo de mí, que no sabía sin embargo
mucho más que ellos y que sentía el mismo
desconcierto. De improviso sentí una suerte
de inspiración. Les dije:
—¿No creéis que a Yolande le gustaría
que alguien estuviera con ella todo el tiempo, hasta que llegue el momento de confiarla a la tierra?
La expresión de sus caras me dio a entender que había acertado.
—Entonces nos turnaremos de a cuatro
o cinco a su lado, durante dos horas, hasta
que llegue la hora del entierro.
Me dieron su aprobación con un centelleo de sus ojos sombríos.
—Será necesario cuidar de que las moscas
no se asienten sobre el rostro de Yolande.
Hicieron con sus cabezas un gesto unánime de asentimiento, para indicar que esta43
ban de acuerdo. Alineados a mi alrededor, me
demostraban una confianza tan grande que
me atemorizaba.
A lo lejos, en un claro entre los espinales,
divisé sobre el suelo una mancha de un rosa vivo cuyo origen no lograba adivinar. Los
oblicuos rayos del sol la tocaban, flameaba
bajo ellos, momento único de aquel día dotado de una gracia imprecisa. Pregunté:
—¿Qué clase de niña era?
Los niños meditaron unos segundos en el
alcance de mi pregunta. Al fin, un chico poco más o menos de su edad dijo, con una tierna seriedad:
—Era fina, Yolande.
Los demás parecían darle la razón.
—¿Era buena alumna?
—Estuvo mal muchos meses. Faltaba casi siempre.
—La penúltima maestra de este año decía que Yolande habría podido ser buena.
—¿Cuántas maestras han tenido este
año?
—Usted es la tercera, señorita.
—El año pasado tuvimos tres también.
El aire de aquí hace que se aburran.
—¿De qué murió?
—De tuberculosis, señorita, dijeron todos a una, como si ésa fuera la causa habitual
de muerte para los niños de la aldea.
44
Advertí que querían hablar de ella. Había conseguido abrir la pobre puertecilla cerrada en el fondo de sí mismos que nadie quizás se había interesado en abrir. Me contaban
episodios de la corta vida de Yolande. Como
aquel día en que al regreso de la escuela —era
el mes de febrero... ¡no! dice otro, era el mes
de marzo— había perdido su libro de lectura y lloró de pena durante semanas; y cómo,
para aprender su lección, le había sido necesario prestar el libro de aquél, de aquélla... y
yo veía en el rostro de algunos que no habían
prestado su libro de buena gana, y que ahora lo lamentarían para siempre; o aquella vez
en que, no teniendo un vestido blanco para
su primera comunión, había suplicado tanto que su madre había terminado por hacerle uno con la única cortina de la casa. “La de
este mismo cuarto... una linda cortina de encaje, señorita”.
—¿Y Yolande estaba contenta con su vestido de encaje de cortina? — pregunté.
Todos asintieron vivamente, con el recuerdo de una amable imagen asomado a sus
pupilas tristes.
Contemplé la carita muerta. La cara de
una niña que había amado los libros, la seriedad y los bellos atavíos. Luego fijé de nuevo mis ojos en la sorprendente claridad rosada, al fondo del lúgubre paisaje. Y de pron45
to supe que era una franja de rosas silvestres,
de las llamadas Botón de Oro. En junio florecen en abundancia, en Manitoba, nacidas del
suelo más pobre... Sentí un ligero alivio.
—Vamos a recoger rosas para Yolande.
Y entonces reapareció en las caras de los
niños la misma lenta y dulce sonrisa triste
que ya había visto cuando propuse la visita
al cadáver.
En un momento estábamos todos en la
recolección. Los niños no lucían gozosos, lejos de ello, pero al menos los oía hablar entre
ellos mientras recogíamos las flores. Una especie de emulación los había invadido. Cada
uno quería aportar un número mayor de rosas. Cada uno buscaba las más encendidas,
de un tinte casi rojo. De tanto en tanto pedían mi atención:
—¡Mire ésta, señorita! ¡La hermosura
que encontré!
De regreso, despetalamos las flores sobre
la niña muerta. De entre los pétalos amontonados emergía solamente la cara. Entonces
—¿cómo decirlo?— nos pareció menos desamparada. Los niños la rodearon, mientras
comentaban, sin aquella amarga tristeza de
la mañana:
—A esta hora ha debido alcanzar el cielo...
O bien:
46
—Ahora estará contenta...
Yo los veía consolarse ya, como podían,
de la vida...
¿Pero por qué, por qué este recuerdo de
la niña muerta ha venido a asaltarme hoy, en
plena mitad de este verano que canta?
¿Es el perfume de las rosas, ahora mismo
sobre el viento, el que me lo ha traído?
Perfume que nunca volví a amar como en
aquel junio lejano, cuando fui al más pobre
de los poblados para adquirir, como se dice,
un poco de experiencia.
De Cet été qui chantait, Les Éditions Françaises,
Québec-Montreál, 1972. Traducción
para este libro de Rodrigo Bustamante.
47
El enviado de Dios
Fernando Sabino
49
FERNANDO SABINO (1923-2004). Nació
en Belo Horizonte, Brasil. Novelista, cuentista,
cronista. Su novela El encuentro marcado (1956)
marcó un hito en la literatura de su país, y ha
sido traducida a numerosas lenguas. Sus crónicas encierran casi siempre un fino sentido lúdico, y, sin excepción, una alta calidad literaria. Algunos de sus libros: La ciudad vacía, La inglesa deslumbrada, El hombre desnudo, El evangelio de los niños.
50
Hacía un lindo día. A lo largo de la playa,
el aire era de ésos que lavan el alma. Mi Volks­
wagen se deslizaba dócil y suavemente sobre
el asfalto, yo me dirigía a la ciudad, feliz de la
vida. Me había bañado, me había afeitado, y,
luciendo además un traje nuevo, había salido
a enfrentar con optimismo la única perspectiva sombría en aquella mañana de cristal: la
de la cita con el dentista.
Pero he aquí que el semáforo se pone en
rojo en la Avenida Princesa Isabel, y un humilde chiquillo, acercándose a mi carro, me
pide con voz tímida:
—Señor, ¿me puede llevar hasta la ciudad?
Lo que más me impresionó fue la espontaneidad con que respondí tranquilamente:
—No voy hasta la ciudad, muchacho.
Había en mi tono algo de paternal y
compasivo, pero, ¡qué suficiencia en mi voz!
¡Qué seguridad en mi destino! Apenas si tu51
ve tiempo de mirar al chico cuando ya el semáforo cambiaba, y el carro arrancaba en
medio de los otros, camino a la ciudad.
Un segundo después una voz que no era la
mía saltó dentro de mí:
—¿Por qué mentiste?
Vagamente intenté justificarme, alegando
la imprudencia de haber aceptado, los numerosos asaltos...
—¿Asalto? ¿A esta hora? ¿En este lugar? ¿Un
niño tan humilde? Vamos, no seas ridícu­lo.
Me enfrenté a la voz, le ordené que se callara: no estaba dispuesto a aceptar impertinencias. Y, no bien había entrado al túnel, ya
resolvía que había hecho lo correcto; ¿por qué
diablos no podía aquel chico coger un bus? O
que pidiera el favor a otro, sin duda se lo harían. Pero la voz insistía: bien claramente había visto yo por el espejo retrovisor que alguien
más, detrás de mí, también se había rehusado, despachando al muchacho con un gesto
de enfado, sin siquiera tomarse el trabajo de
darle una disculpa, como sí se la había dado
yo. Nadie iba a ayudarle, pobrecito. ¡Cuán insensibles pueden ser los más afortunados! Era
obvio que el chico no tenía dinero para el bus,
y allí estaría plantado todo el día.
Y yo en mi carro, con el cuerpo y el alma
lavados, muy ufano con mi traje nuevo. Empecé a odiar el tal traje, ya incluso empezaba
52
a sentirlo un tanto estrecho. ¡Dentro del túnel, la voz adquiría ahora la resonancia de la
propia voz de Dios!
—Nada te costaba llevarlo.
No, Dios no podía ser tan pesado: ¿qué
importancia tenía conceder o negar un simple aventón? O, a lo mejor, se me estaba invitando a comprender que aquél era simplemente el examen, el Gran Examen de mi
existencia de hombre. Si pensaba que Dios
me iba a esperar en una esquina de la vida
para ofrecerme solemnemente en una bandeja mi oportunidad de Salvación, estaba más
que engañado: en este justo momento Él decidía mi destino. Había puesto a aquella criatura en mi camino para someterme a la prueba definitiva. El niño era un enviado Suyo, y
la humildad de su pedido sólo había sido un
modo de disimular; Dios domina el arte del
disimulo. Ahora el traje nuevo me apretaba,
la corbata me estrangulaba, y yo iba directamente hacia las profundidades del infierno,
dejando atrás al último mensajero, como a
un ángel abandonado. A mi lado, en el carro,
sólo había lugar para el demonio.
—No hay duda: ese chico me arruinó el
día —rezongué, furioso, mientras aceleraba
la marcha, rumbo a la ciudad.
Cuando volví en mis cabales, ya en Botafo­
go, estaba tomando el primer retorno de la iz­
53
quierda, sin saber por qué, de vuelta al túnel.
Me revelé de inmediato contra esa estupi­dez,
que sólo lograría hacerme perder la cita con el
dentista —cosa que, por lo demás, no estaría
nada mal—. Pero era tarde, y ahora el flujo del
tráfico me obligaría a rehacer toda la ruta.
¿Y cómo explicar al chico, además, sin
perder la dignidad, que había mentido y ahora regresaba a buscarlo? Sin duda, ya él no estaría allí.
Pero estaba. Al girar en la rotonda de la
playa pude verlo en el mismo sitio, todavía
pidiendo un aventón. Detuve el carro a su lado. Para justificar mi regreso balbucí una disculpa cualquiera, que él apenas si escuchó.
Aceptó de inmediato mi invitación, y se sentó a mi lado como si el hecho de que yo hubiera regresado a buscarlo fuera la cosa más
natural del mundo.
Era realmente un chiquillo que pedía un
aventón porque no tenía dinero para el bus.
Desempleado, se dirigía a la ciudad porque
no tenía otro sitio a donde ir; pero eso es otra
historia. Sólo que no me pareció un enviado
de Dios: no perdí la cita con el dentista y, por
si fuera poco, Dios tuvo a bien obsequiarme
un nervio expuesto.
De Elenco de cronistas modernos,
Livraria José Olympio Editora, 1975.
Traducción para este libro de Elkin Obregón S.
54
El millonario modelo
Una nota de admiración
Oscar Wilde
55
OSCAR WILDE (1854-1900). Poeta, dramaturgo, cuentista, ensayista, autor de una única
novela, El retrato de Dorian Gray. Es considerado
uno de los escritores cumbres de la literatura irlandesa. Murió en París, ciudad en la que se había autoexiliado después de haber purgado prisión en Inglaterra, tras un largo y doloroso proceso judicial. De esa experiencia nació su famoso poema Balada de la cárcel de Reading.
56
A menos que se sea rico, no sirve de nada
ser una persona encantadora. Lo romántico
es privilegio de los ricos, no profesión de los
desem­pleados. Los pobres debieran ser prácticos y prosaicos. Vale más tener una renta permanente que ser fascinante. Éstas son las grandes verdades de la vida moderna que Hughie
Erskine nunca comprendió. ¡Pobre Hughie!
Intelectualmente, hemos de admitir, no
era muy notable. Nunca dijo en su vida una
cosa brillante, ni siquiera una cosa mal intencionada. Pero era, en cambio, asombrosamente bien parecido, con su pelo castaño rizado, su perfil bien recortado y sus ojos grises. Era tan popular entre los hombres como
entre las mujeres, y tenía todas las cualidades, menos la de hacer dinero. Su padre le había legado su espada de caballería y una historia de la guerra peninsular, en quince vo57
lúmenes. Hughie colgó aquella sobre el espejo, puso ésta en un estante entre la Guía
de Ruff y la Revista de Bailey, y vivió con las
doscientas libras al año que le proporcionaba una anciana tía. Lo había intentado todo.
Había frecuentado la Bolsa durante seis meses; pero, ¿qué iba a hacer una mariposa entre toros y osos?1 Había sido comerciante de
té algo más de tiempo, pero pronto se había
cansado del té chino negro fuerte y del negro
ligero. Luego había intentado vender jerez seco; aquello no resultó; el jerez era tal vez demasiado seco. Por último, se dedicó a no hacer nada, y a ser simplemente un joven encantador, inútil, de perfil perfecto y sin ninguna profesión.
Para colmo de males, estaba enamorado.
La muchacha que amaba era Laura Merton,
hija de un coronel retirado que había perdido el humor y la digestión en la India, y que
no había vuelto a encontrar ni lo uno ni la
otra.
Laura le adoraba, y él hubiera besado los
cordones de los zapatos que ella calzaba. Hacían la más bonita pareja de Londres, y no tenían ni un penique entre los dos. Al coronel
le parecía muy bien Hughie, pero no quería
1. “Toros y osos” —Bulls and bears— es el nombre que suele darse en la bolsa inglesa a los especuladores.
58
oír hablar de noviazgo.
—Muchacho —solía decirle—, ven a verme cuando tengas diez mil libras tuyas, y veremos. Y Hughie tomaba un aspecto taciturno en esos días, y tenía que ir a Laura en busca de consuelo.
Una mañana, cuando se dirigía a Holland
Park, donde vivían los Merton, entró a ver a
un gran amigo suyo, Alan Trevor. Trevor era
pintor. En verdad, poca gente escapa de eso
hoy día; pero éste era artista, además, y los
artistas son bastante escasos. Como persona
era un individuo extraño y rudo, con una cara
llena de pecas y una barba roja descuidada. Sin
embargo, cuando cogía el pincel era un verdadero maestro, y sus cuadros eran muy solicitados. Hughie le había interesado mucho; en
un principio, hay que reconocer, a causa enteramente de su encanto personal.
—Un pintor —solía decir—debería conocer únicamente a las personas que son tontas
y hermosas, a las personas que son un placer
artístico cuando se las mira y un reposo intelectual cuando se habla con ellas. Los hombres
elegantes y las mujeres amadas gobiernan al
mundo, al menos debían gobernarlo.
No obstante, cuando hubo conocido mejor a Hughie, le gustó otro tanto por su radiante optimismo y su generosa naturaleza
atolondrada, y le dio entrada libre en su es59
tudio.
Cuando llegó Hughie aquel día encontró
a Trevor dando los últimos toques a un magnífico retrato de un mendigo en tamaño natural. El mendigo mismo estaba posando en
pie, subido a un estrado, en un ángulo del estudio. Era un viejo seco, con una cara semejante a un pergamino arrugado y una expresión sumamente lastimera. De los hombros
le colgaba una tosca capa parda, toda desgarrada y harapienta; sus gruesas botas estaban
remendadas y con parches, y con una mano
se apoyaba en un áspero bastón, mientras que
con la otra sostenía su maltrecho sombrero,
pidiendo limosna.
—¡Qué modelo tan asombroso! —susurró
Hughie al estrechar la mano a su amigo.
—¿Un modelo asombroso? —gritó Trevor
a plena voz—, ¡eso creo yo! No se encuentran
todos los días mendigos como él. Une trouvaille, mon cher;2 ¡un Velázquez en carne y hueso! ¡Rayos!, ¡qué aguafuerte hubiera hecho
Rembrandt con él!
—¡Pobre viejo! —dijo Hughie—, ¡qué aspecto tan triste tiene! Pero supongo que para vosotros, los pintores, su cara vale una fortuna.
—Ciertamente —replicó Trevor—, no
querrás que un mendigo parezca feliz, ¿ver2. Un hallazgo, querido (en francés en el original).
60
dad?
—¿Cuánto cobra un modelo por posar?
—preguntó Hughie, mientras encontraba
cómodo asiento en un diván.
—Un chelín por hora.
—¿Y cuánto cobras tú por el cuadro,
Alan?
—¡Oh, por este cobro dos mil!
—¿Libras?
—Guineas. Los pintores, los poetas y los
médicos siempre cobramos en guineas.
—Bueno, yo creo que el modelo debiera
llevar un tanto por ciento —exclamó Hughie
riendo—; trabaja, tanto como vosotros.
—¡Tonterías, tonterías! ¡mira, aunque
sólo sea la molestia de extender la pintura,
y el estar de pie todo el santo día delante del
caballero! Para ti es muy fácil hablar, Hughie,
pero te aseguro que hay momentos en que el
arte alcanza casi la dignidad del trabajo manual. Pero no debes charlar; estoy muy ocupado. Fúmate un cigarrillo y estate callado.
Al cabo de un rato entró el sirviente y
dijo a Trevor que el hombre que le hacía los
marcos quería hablar con él.
—No te vayas corriendo, Hughie —dijo
al salir—; volveré dentro de un momento.
El viejo mendigo aprovechó la ausencia de
Trevor para descansar unos instantes en un
banco de madera que había detrás de él. Pa61
recía tan desamparado y tan desdichado que
Hughie no pudo por menos de compadecerse
de él, y se palpó los bolsillos para ver qué dinero tenía. Todo lo que pudo encontrar fue una
libra de oro y algunas monedas de cobre.
“¡Pobre viejo! —pensó en su interior—,
lo necesita más que yo; pero esto supone que
no podré tomar un simón en dos semanas”.
Y cruzó el estudio y deslizó la moneda de
oro en la mano del mendigo.
El viejo se sobresaltó, y una débil sonrisa
revoloteó en sus labios marchitos.
—Gracias, señor —dijo—, gracias.
Entonces llegó Trevor, y Hughie se marchó, sonrojándose un poco por lo que había
hecho. Pasó el día con Laura, recibió una encantadora reprimenda por su extravagancia,
y tuvo que volver a casa andando.
Aquella noche entró en el Palette Club
hacia las once, y encontró a Trevor sentado
solo en el salón de fumadores bebiendo vino
del Rin con agua de seltz.
—Bien, Alan, ¿terminaste el cuadro?
—dijo, mientras encendía su cigarrillo.
—Está terminado y enmarcado, muchacho —contestó Trevor—; y a propósito, has
hecho una conquista. El viejo modelo que
viste te tiene verdadera devoción. He tenido que contarle todo acerca de ti: quién eres,
dónde vives, de qué ingresos dispones, qué
62
perspectivas de futuro tienes…
—Querido Alan —exclamó Hughie—,
probablemente le encontraré esperándome
cuando vaya a casa. Pero, naturalmente, estás sólo bromeando. ¡Pobre viejo desgraciado! Desearía hacer algo por él; creo que es terrible que haya alguien tan desdichado. Tengo montones de ropa vieja en casa; ¿crees que
le interesaría algo de ella? ¡Como sus harapos
se le estaban cayendo a pedazos!
—Pero tiene un aspecto espléndido con
ellos —dijo Trevor—. No le pintaría con levita por nada del mundo. Lo que tú llamas harapos, yo le llamo atuendo romántico; lo que
a ti te parece pobreza, a mí me parece aspecto pintoresco. Sin embargo, le hablaré de tu
ofrecimiento.
—Alan —dijo Hughie gravemente—, vosotros los pintores sois gente sin corazón.
—El corazón de un artista es su cabeza
—replicó Trevor—; y, además, nuestra tarea es comprender el mundo como lo vemos,
no reformarlo de acuerdo con el conocimiento que tenemos de él. A chacun son métier.3 Y
ahora, dime, cómo está Laura. El modelo se
interesó mucho por ella.
—¿No querrás decir que le hablaste de
3. A cada uno su oficio (en francés en el original).
63
ella? —dijo Hughie.
—Desde luego que sí. Él sabe todo respecto al inexorable coronel, la bella Laura y
las diez mil libras.
—¿Contaste al viejo mendigo todos mis
asuntos privados? —exclamó Hughie, enrojeciendo y enfadándose mucho.
—Mi querido muchacho —dijo Trevor,
sonriendo—, ese viejo mendigo, como tú le
llamas, es uno de los hombres más ricos de
Europa. Podría comprar mañana todo Londres
sin dejar al descubierto sus cuentas corrientes. Tiene una casa en todas las capitales; come en vajilla de oro, y cuando quiera puede
impedir que Rusia entre en una guerra.
—¿Qué demonios quieres decir? —exclamó Hughie.
—Lo que digo —respondió Trevor—. El
viejo que viste hoy en el estudio era el barón
Hausberg. Es un gran amigo mío; compra todos mis cuadros y todas esas cosas, y hace un
mes me encargó que le pintara de mendigo.
Que voulez-vous? La fantasie d’un millionnaire!4
Y he de reconocer que hacía una magnífica
figura con sus harapos, o quizá debiera decir
con los míos, pues es una ropa vieja que conseguí en España.
—¡El barón Hausberg! —exclamó Hug4. ¿Qué quieres? ¡la fantasía de un millonario! (en francés
en el original).
64
hie—¡Cielo santo! ¡Y yo le di una libra!
Y se desplomó en un sillón, pareciendo la
imagen de la consternación.
—¿Que le diste una libra? —gritó Trevor, lanzando una carcajada— Mi querido
muchacho, nunca volverás a verla. Son affaire c’est l’argent des autres.5
—Creo que bien podrías habérmelo dicho, Alan —dijo Hughie malhumorado—, y
no haberme dejado que hiciera el ridículo.
—Bueno, para empezar, Hughie —dijo Trevor—, nunca se me hubiera ocurrido
que fueras por ahí repartiendo limosnas de
ese modo tan atolondrado. Puedo entender
que des un beso a una modelo guapa, pero
que des una moneda de oro a un modelo feo,
¡por Júpiter, no! Además, el hecho es que en
realidad yo no estaba en casa para nadie, y
cuando entraste tú yo no sabía si a Hausberg
le gustaría que se mencionara su nombre. Ya
sabes que no estaba vestido de etiqueta.
—¡Qué imbécil debe creer que soy! —dijo Hughie.
—Nada de eso. Estaba del mejor humor
después de que te fuiste; no hacía más que
reírse entre dientes y frotarse las viejas manos rugosas. Yo no podía explicarme por qué
estaba tan interesado en saber todo lo refe5. Su asunto es el dinero de los demás (en francés en el original).
65
rente a ti, pero ahora lo veo todo claro. Invertirá tu libra por ti, Hughie, te pagará los intereses cada seis meses, y tendrá una historia
estupenda para contar después de la cena.
—Soy un pobre diablo sin suerte —refunfuñó Hughie—. Lo mejor que puedo hacer es irme a la cama, y tú, querido Alan, no
debes decírselo a nadie; no me atrevería a dejar que me vieran la cara en el Row.
—¡Tonterías! Esto hace honor a tu alta
reputación de espíritu filantrópico, Hughie.
Y no te vayas corriendo. Fúmate otro cigarrillo, y puedes hablar de Laura tanto como
quieras.
Sin embargo, Hughie no quiso quedarse
allí; se fue a casa, sintiéndose muy desgraciado
y dejando a Trevor con un ataque de risa.
A la mañana siguiente, cuando estaba desayunando, el sirviente le llevó una tarjeta en
la que estaba escrito: “Monsieur Gustave Naudin, de la part de M. le baron Hausberg”.
—Supongo que habrá venido a pedir que
me disculpe —se dijo Hughie. Y ordenó al
criado que hiciera pasar al visitante.
Entró en la habitación un señor anciano
con gafas de oro y pelo canoso, y dijo con un
ligero acento francés:
—¿Tengo el honor de hablar con monsieur
Erskine? —Hughie asintió con la cabeza.
—Vengo de parte del barón Hausberg
66
—continuó—. El barón…
—Le ruego, señor, que le ofrezca mis más
sinceras excusas —balbuceó Hughie.
—El barón —dijo el anciano con una
sonrisa—me ha encargado que le traiga esta carta.
Y le tendió un sobre lacrado, en el que estaba escrito lo siguiente:
“Un regalo de boda para Hugh Erskine y
Laura Merton, de un viejo mendigo”. Y dentro había un cheque por diez mil libras.
Cuando se casaron, Alan Trevor fue el
padrino, y el barón pronunció un discurso en
el desayuno de bodas.
—Los modelos millonarios —observó
Alan— son bastante raros. Pero ¡por Júpiter!
los millonarios modelo son más raros todavía.
Tomado de la internet,
sin referencia editorial.
67
La inspiración
Isaak Babel
69
ISAAK BABEL (1894-1941). Nacido en Odessa, Rusia, de familia judía. Cuentista ante todo,
pero también novelista, periodista y, esporádicamente, dramaturgo y guionista cinematográfico. Enrolado en el Ejército Rojo a comienzos
de la Revolución de Octubre, años después el
contenido de sus escritos le valieron censuras
y represiones. Fue enviado a prisión por el régimen ruso en 1939, y murió en la cárcel tras
dos años de cautiverio, relegado al ostracismo
y al silencio.
70
Tenía ganas de dormir y me sentía irritado. Entonces vino Mishka a leerme su novela.
—Cierra la puerta —dijo extrayendo del
bolsillo una botella de vino—. Hoy es mi noche. He terminado la novela. Creo que es algo que vale la pena. Bebamos, amigo.
El rostro de Mishka estaba pálido y sudoroso.
—Son imbéciles quienes aseguran que
no hay felicidad en este mundo —aseguró—.
La felicidad es la inspiración. Ayer estuve escribiendo toda la noche y no advertí la llegada del alba. Luego paseé por la ciudad. A primeras horas de la mañana, la ciudad es admirable: rocío, silencio y poquísimas personas.
Todo es transparente, y el día va avanzando, azul frío, fantasmagórico y tierno. Bebamos, amigo. Lo presiento sin lugar a dudas:
71
esta novela representará un cambio decisivo
en mi vida.
Mishka se sirvió vino y bebió. Sus dedos
temblaban. Tenía unas manos sorprendentemente hermosas: finas, blancas, lisas, con dedos de afinados extremos.
—Hay que colocar esta novela, ¿comprendes? —prosiguió—. En todas partes la
aceptarán. Hoy día se publican porquerías.
Lo importante es una recomendación. Me la
han prometido. Sujotín lo hará todo...
—Mishka —dije yo—, deberías repasar
tu novela. Está sin corrección alguna...
—Tonterías, luego... En casa, ¿sabes? se
ríen... Rira bien qui rira le dernier1. Yo me callo. Dentro de un año lo veremos. Vendrán a
buscarme...
La botella tocaba a su fin.
—Deja de beber, Mishka...
—Hay que despabilarse —respondió—.
La noche pasada, sin ir más lejos, fumé cuarenta cigarrillos...
Sacó un cuaderno. Era grueso, muy grueso. Pensé si no sería mejor pedirle que me lo
dejara. Sin embargo, al mirar su pálida frente, sobre la que se hinchaba una vena, y al
contemplar su torcida corbatita, que se meneaba lastimosamente, dije:
1. Quien ríe de último, ríe mejor. (N. del T.)
72
—Bien, “León Nikoláievich”2, cuando escribas tu autobiografía no te olvides de mí...
Mishka sonrió.
—Canalla —dijo—, en nada valoras mi
amistad...
Me senté cómodamente. Mishka se inclinó sobre el cuaderno. La oscuridad y el silencio reinaban en la habitación.
—En esta novela —dijo—, he querido
ofrecer una obra envuelta en una bruma de
ensueño, ternura, penumbra y alusiones...
Me resulta odiosa, muy odiosa, la grosería
de nuestra vida...
—Basta de prólogo —repuse—, lee...
Empezó. Yo escuchaba atentamente, lo
que no era fácil. La novela era estúpida y aburrida. Un oficinista se enamoraba de una bailarina y rondaba su casa. Ella partía de viaje.
El oficinista se sentía herido porque su sueño
de amor había sido burlado.
Pronto dejé de escuchar. Las palabras
de aquella novela eran pesadas, viejas, lisas
como palos desbastados. Nada se veía allí,
ni qué hombre era el oficinista ni cómo era
ella.
Miré a Mishka. Sus ojos ardían. Sus dedos estrujaban el cigarrillo apagado. Su rostro, obtuso y estrecho, penosamente tallado
2. Alusión a León Nikoláievich Tolstoi. (N. del T.)
73
por un indeseable artista; su amarillenta nariz, gruesa y prominente; sus abultados labios, de color rosa pálido, todo relucía, y poco a poco, con una fuerza que se imponía ineludiblemente, se llenaba de un éxtasis creador, gozoso y seguro de sí mismo.
Estuvo leyendo un rato pesadamente largo. Al terminar se guardó torpemente el cuaderno y me miró...
—Verás, Mishka —dije lentamente­—,
verás, hay que pensar sobre eso... Tu idea es
original, hay ternura en ella... Pero, verás,
la elaboración... Hay que pulirlo, comprendes...
—He madurado esta obra tres años —respondió Mishka—. Naturalmente, hay asperezas en ella, pero ¿y lo principal?
Comprendía algo. Le temblaba el labio.
Se encorvó y tardó terriblemente en encender el cigarrillo.
—Mishka —le dije entonces—, has escrito una obra maravillosa. Todavía te falta
técnica, pero ça viendra3. El diablo me lleve,
¡cuántas cosas te caben en la cabeza!
Mishka se volvió para mirarme, y sus
ojos eran como los de un niño: afectuosos,
resplandecientes, felices.
—Vámonos a la calle —dijo—, salgamos,
me ahogo...
3. Ya vendrá. (N. del T.)
74
Las calles estaban oscuras y silenciosas.
Mishka me oprimía fuertemente el brazo y decía:
—Lo presiento sin lugar a dudas: tengo
talento. Mi padre quiere que me busque un
empleo. Yo no digo nada. Este otoño, a Petrogrado. Sujotín lo arreglará todo.
Guardó silencio, encendió un cigarrillo
con la colilla del anterior y empezó a hablar
más bajo:
—A veces noto una inspiración que me
hace daño. Entonces sé que hago como es
debido lo que estoy haciendo. Duermo mal,
siempre con pesadillas y tristeza. Necesito
estar tres horas acostado para dormirme. Por
las mañanas me duele la cabeza, me siento
atontado, horrible. Sólo puedo escribir de noche, cuando hay soledad, cuando hay silencio, cuando mi alma arde. Dostoievski siempre escribía de noche y se bebía todo un samovar en ese tiempo. Yo tengo los cigarrillos... El humo permanece junto al techo...
Llegamos a la casa de Mishka. Un farol le
iluminó la cara. Un rostro fogoso, flaco, amarillo, feliz.
—Todavía daremos guerra, ¡qué diablos...!
—dijo, oprimiéndome fuertemente la ma­no—. En Petrogrado todos se abren camino.
—De todas formas, Mishka —dije—, es
preciso trabajar...
75
—¡Amigo Sashka! —respondió sonriendo ampliamente, con aire protector—. Soy
listo, sé lo que sé, no pases cuidado, no me
dormiré sobre los laureles. Ven mañana. Volveremos a echarle una ojeada.
—De acuerdo —asentí—, vendré.
Nos separamos. Me fui a casa. Me sentía muy triste.
De Cuentos de Odessa y Relatos. Traducción
de Augusto Vidal. Bruguera. Libro amigo, 1981.
76
La corista
Anton Chejov
77
ANTON CHEJOV (1860-1904). Nombre capital de la literatura rusa, sentó las bases del teatro moderno con obras como La gaviota, Las tres
hermanas o El jardín de los cerezos. Es además uno
de los grandes maestros del cuento en todas las
épocas. Escribió también novelas, ensayos y
prosas periodísticas. Murió tempranamente, a
causa de la tuberculosis.
78
Fue por la época en que ella era aún joven, bella y tenía aún buena voz. Estaba con
ella, en el primer piso de su casa de verano,
su adorador Nicolás Kolpakov. Hacía un calor bochornoso, inaguantable. Kolpakov, que
acababa de comer y había bebido una botella
de mal oporto, estaba de mal humor y no se
sentía bien. Los dos estaban aburridos y esperaban a que el calor remitiese para ir a la
fiesta.
Un timbrazo inesperado resonó de pronto en el vestíbulo. Kolpakov, que estaba en
mangas de camisa y en zapatillas, se puso de
pie de un salto y miró a Pacha con aire interrogador.
—¿Será el factor o tal vez una compañera? —dijo la cantante.
Kolpakov no se sentía molesto ni ante
la compañera de Pacha ni ante el factor; pero, por si acaso, cogió sus ropas y pasó a la
habitación contigua, mientras Pacha corría
79
a abrir. Con gran asombro suyo, no estaba
en el umbral ni el factor ni su compañera, sino una dama desconocida, joven, bella, bien
vestida y, según todas las apariencias, una
persona decente.
La desconocida estaba pálida y jadea­­ba co­­mo si hubiese subido una escalera muy
lar­ga.
—¿Qué desea usted? —preguntó Pacha.
La dama no respondió enseguida. Dio un
paso adelante, recorrió lentamente la habitación con la vista y se sentó dando la impresión de estar agotada o enferma hasta el punto de no tenerse en pie; luego movió durante
un buen rato sus labios pálidos, esforzándose por decir algo.
—¿Mi marido está en su casa? —preguntó al fin, elevando hacia Pacha sus grandes
ojos, cuyos párpados estaban enrojecidos por
las lágrimas.
—¿Qué marido? —murmuró Pacha, y de
repente tuvo tanto miedo que sintió frío en los
brazos y en las piernas—. ¿Qué marido? —repitió, dominada por los estremecimientos.
—Mi marido… Nicolás Kolpakov.
—No… no, señora… yo… yo no conozco a ningún marido.
Hubo un minuto de silencio. La desconocida se pasó varias veces su pañuelo por sus labios pálidos y, para dominar su temblor inte80
rior, contuvo la respiración. Pacha permanecía
ante ella inmóvil, como clavada en el suelo,
contemplándola con temor y perplejidad.
—Entonces, ¿dice usted que no está aquí?
—preguntó la dama con voz ya firme y una
sonrisa extraña.
—Yo… yo no sé de quién habla usted.
—¡Es usted repugnante, vil, innoble!...
—masculló la desconocida, dirigiendo a Pacha una mirada de pies a cabeza, llena de
odio y desdén—. ¡Sí, sí…, repugnante! ¡Me
siento contenta de poder decírselo al fin!
Pacha se dio cuenta que producía sobre
aquella dama de negros ojos furibundos y de
blancos y afilados dedos, la sensación de algo repugnante, odioso, y sintió vergüenza de
sus mejillas llenas y encarnadas, de las manchas de sus pecas en la nariz y de su mechón
de cabellos que le caía sobre la frente, que
nunca conseguía mantener hacia atrás. Y tuvo la impresión de que si hubiera estado delgada, sin polvos y sin el mechón sobre la frente, hubiese sido menos horrible y menos vergonzoso para ella encontrarse ante una dama desconocida.
—¿Dónde está mi marido? —continuó la
dama—. Además, esté donde esté, me importa
poco; pero debo decirle a usted que se ha descubierto una malversación y que le andan buscando… Le van a detener. ¡Ésa es su obra!
81
La dama se levantó y se puso a pasear a
lo largo y a lo ancho de la estancia, presa de
viva emoción. Pacha la contemplaba y el susto le impedía comprender.
—¡Le van a echar mano y le detendrán
hoy mismo! —dijo la dama estallando en sollozos que expresaban el despecho y la afrenta recibida—. ¡Yo sé quién le ha llevado a esta horrible situación! ¡Mujer repugnante y
vil! ¡Criatura abyecta, venal! (torció la boca y arrugó la nariz con desdén). ¡Yo soy impotente!... ¡Escúcheme, criatura baja!... ¡Yo
soy impotente, usted es más fuerte que yo,
pero hay alguien que me defenderá a mí y a
mis hijos! ¡Dios lo ve todo! Es justo. ¡Usted
pagará cada una de mis lágrimas y todas mis
noches de insomnio! ¡Día vendrá en que se
acuerde usted de mí!
De nuevo se hizo el silencio. La dama seguía paseándose a lo largo y a lo ancho de la
estancia y se retorcía las manos. Pacha continuaba contemplándola con aire de estupor,
perpleja y sin comprender, esperando que sucediese algo espantoso.
—¡Yo no sé nada, señora! —exclamó,
echándose a llorar de pronto.
—¡Miente usted! —gritó la dama fulminándola con la mirada—. ¡Lo sé todo! ¡Hace
mucho tiempo que la conozco! Sé que el mes
pasado se pasaba todos los días en su casa.
82
—Sí ¿y qué? ¿Eso qué prueba? A mi casa
viene mucha gente, pero yo no obligo a nadie. Cada uno es libre.
—¡Le digo que se ha descubierto una
malversación! ¡Ha dilapidado el dinero que
no le pertenecía! ¡Y es por una… como usted, es por usted por quien ha cometido ese
delito! ¡Escúcheme! —dijo con tono resuelto, deteniéndose ante Pacha—. Ustedes no
pueden tener principios, ustedes no viven
más que para hacer el mal, ése es su objetivo; pero, ¡es imposible pensar que hayan caído tan bajo, que no haya una entre ustedes
con un vestigio de sentimientos humanos! Él
tiene mujer, hijos… Si es condenado y deportado, sus hijos y yo nos moriremos de hambre… ¡compréndalo! Y, sin embargo, hay un
medio de salvarle, y de salvarnos de la miseria y de la deshonra. Si entrego novecientos
rublos hoy, le dejarán tranquilo. ¡Solamente
novecientos rublos!
—¿Qué novecientos rublos? —preguntó
en voz baja Pacha—. Yo…, yo no sé…, yo no
los he cogido…
—No le pido a usted novecientos rublos… usted no tiene dinero y yo no necesito el suyo. Le pido otra cosa… los hombres
suelen regalar a las mujeres como usted joyas. ¡Devuélvame tan sólo las que le ha regalado mi marido!
83
—¡Señora, nunca me ha regalado nada!
—replicó con tono agudo Pacha, que comenzaba a comprender.
—¿A dónde ha pasado el dinero? Ha dilapidado el suyo, el mío, el ajeno… ¿Dónde ha
ido todo eso? ¡Escúcheme, se lo ruego! Yo estaba fuera de mí y le he dicho cosas desagradables, pero le pido que me perdone. Usted
debe odiarme, lo sé, pero si es usted capaz de
sentir compasión, ¡póngase en mi lugar! ¡Se
lo suplico, devuélvame las joyas!
—¡Hum!... —dijo Pacha encogiéndose
de hombros—. Se las devolvería con mucho
gusto, pero, que Dios me confunda, si el señor me ha regalado alguna vez algo. Créame
usted, soy sincera. Sin embargo, usted tiene
razón —dijo la cantante, turbándose—. Me
trajo una vez dos cositas. Voy a devolvérselas si usted lo desea.
Pacha tiró de uno de los cajones de su coqueta y sacó un brazalete vaciado en oro y
una delgada sortija adornada con un rubí.
—¡Tenga! —le dijo ofreciéndoselos.
La dama se puso roja como la púrpura y
le comenzó a temblar la cara. Se sentía insultada.
—¿Qué es lo que me da usted? —le contestó—. Yo no pido limosna, sino lo que no
le pertenece…, lo que usted, aprovechándose de su situación, le ha sacado a la fuerza
84
a mi marido…, a ese hombre débil y desdichado… El jueves, cuando la vi a usted en el
puerto con él, usted llevaba unos broches y
unos brazaletes de valor. Es inútil dárselas de
inocente conmigo. Se lo digo por última vez:
¿me devuelve usted las joyas, sí o no?
—Es usted muy extraña, verdaderamente… —contestó Pacha, que comenzaba a sentirse ultrajada—. Le doy mi palabra de honor
de que no he recibido nada de su señor marido, aparte de este brazalete y de esta sortija.
El señor no me traía más que pasteles.
—Pasteles… —rió burlonamente la desconocida—. En casa los niños no tienen qué
comer, pero aquí hay pasteles. ¿Se niega usted
categóricamente a devolverme las joyas?
Como no recibía respuesta, la dama se
sentó pensativa, con la mirada perdida en el
vacío.
—¿Qué haré ahora? —dijo—. Si no encuentro novecientos rublos está perdido, y
mis hijos y yo también. ¿Qué haré? ¿Matar a
esta bribona o arrojarme a sus pies?
La dama hundió su rostro en su pañuelo
y estalló en sollozos.
—¡Por favor! —dijo en medio de sus sollozos—. Usted que ha arruinado y perdido a
mi marido, sálvelo… No tenga compasión de
él, sino de los niños… los niños… ¿qué culpa tienen ellos?
85
Pacha se imaginó a los niños en la calle,
llorando de hambre y también ella estalló en
sollozos.
—¿Pero qué puedo hacer yo, señora?
—suspiró—. Usted dice que soy una bribona y que he arruinado al señor Kolpakov, pero yo le doy mi palabra de honor, como si estuviese ante Dios, de que no me ha traído nada… De todas las coristas sólo Motia tiene
un amigo afortunado; todas las demás somos
unas pobres diablos. El señor Kolpakov es un
señor que tiene educación y delicadeza; por
eso le recibía yo. Estamos obligadas…
—¡Le pido las joyas! ¡Deme las joyas!
Lloro…, me humillo…, ¿quiere usted que me
ponga de rodillas? ¿Lo quiere usted?
Pacha lanzó un grito de espanto y la detuvo con un rápido movimiento de sus manos. Comprendía que aquella dama pálida,
bella, que se expresaba con nobleza, como
en el teatro, sería capaz de ponerse de rodillas delante de ella, exactamente por orgullo,
por nobleza, para engrandecerse y rebajarla
a ella, la corista.
—¡Bien, voy a dárselas! —dijo Pacha, enjugándose los ojos, mientras se ponía a buscarlas—. Tenga. Sólo que no son del señor
Kolpakov. Me las han regalado otros. Son tan
buenas como usted parece…
Tiró del cajón superior de la cómoda, sacó un broche engastado en diamantes, un co86
llar de corales, sortijas, un brazalete, y se lo
dio todo a la dama.
—¡Tómelas, si usted lo desea, pero el señor Kolpakov no me ha traído nada! ¡Tenga,
enriquézcase usted! —continuaba, herida por
la amenaza de ponerse de rodillas—. Y puesto que es usted su noble… su legítima esposa, debiera saber retenerle en su casa. ¡Yo no
le he invitado! Ha venido él por sí solo…
La dama echó una mirada, a través de sus
lágrimas, a las joyas que le había entregado.
—Esto no es bastante… no hacen más
que quinientos rublos.
Pacha sacó aún de la cómoda, con gesto rabioso, un reloj de bolsillo, una pitillera y unos
gemelos de oro, y dijo abriendo los brazos:
—No me queda nada más… ¡Puede usted registrar!
La dama suspiró, envolvió con sus manos temblorosas las joyas en su pañuelo y,
sin decir una palabra, sin hacer la menor indicación con la cabeza, se fue.
La puerta de la habitación contigua se
abrió y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza como si acabase de tomar una medicina muy amarga; tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué joyas me ha traído usted? —gritó Pacha, agresiva—. ¿Cuándo le he pedido
yo algo?
87
—¿Joyas?... ¡Buena cosa! ¡Las joyas! —replicó, sacudiéndose la cabeza—. ¡Dios mío,
ha llorado delante de ti, se ha humillado!...
—¿Yo le pregunto qué joyas me ha traído usted a mí? —gritó Pacha.
—¡Dios mío, ella, una dama decente, altiva, honrada…, quería ponerse de rodillas
delante… delante de esta puta! ¡Y yo la he
arrastrado a esto! ¡Yo he permitido esto!
Se cogió la cabeza con las manos y gimió:
—¡No, jamás me perdonaré esto! ¡No me
lo perdonaré jamás! ¡Déjame en paz, puerca! —gritó con repugnancia, retrocediendo y
rechazándola con sus manos temblorosas—.
Quería ponerse de rodillas y… ¿delante de
quién? ¡Delante de ti! ¡Oh, Dios mío!
Se vistió rápidamente y, apartando a Pacha con un gesto de repugnancia, ganó la
puerta y salió.
Pacha se tumbó en la cama y se echó a llorar con todas sus ganas. Se lamentaba ya de
haber dado sus joyas por despecho y se sentía ultrajada. Se acordó que hacía tres años
un comerciante le había pegado sin motivo
ni razón, y se echó a llorar aún más fuerte.
De Anton Chejov, novelas, teatro, cuentos.
E.D.A.F., Madrid, 1968.
88
Fragmento de un diario
Andrés Trapiello
89
ANDRÉS TRAPIELLO (1953). Es uno de los
escritores españoles más destacados de su generación. Por lo demás, tal vez el más prolífico. Poeta, novelista, ensayista. Viene publicando también sucesivos tomos de diarios (hasta
hoy diez tomos), agrupados bajo el título genérico de Salón de pasos perdidos. Con su más reciente novela, Los amigos del crimen perfecto, se
hizo acreedor al Premio Nadal 2003.
90
Esta mañana fui como todos los domingos que pasamos en Las Viñas a comprar los
periódicos a Madroñera.
Los periódicos se venden en una cantina
que tiene el mostrador de piedra artificial, como las que se hacían hace ochenta años.
En un lado hay dos futbolines viejos y
sucios. También se venden allí chucherías
para los chicos, y pornografía y unas docenas de libros extrañamente bien escogidos:
Pla, Clarín, Flaubert, Galdós...
Al llegar me dirigía al rincón habitual de
los periódicos, pero estaba vacío. Es sorprendente la desolación que sobreviene a un lugar, por pequeño que sea, cuando se le desaloja de lo que allí ha sido vida. El rincón de
los periódicos, la cama del enfermo crónico
de un hospital que ha sido desalojada, nuestra memoria...
91
Entonces el estanquero-tabernero empezó a desgranar una serie de razones confusas
por las cuales aquel negociado de la empresa
había cerrado...
Por más que presté atención no lograba
entenderle, porque se veía que ese hombre
era de esa clase de personas para quienes su
alma es un conflicto permanente, un misterio y un vacío, algo así como un mecanismo
que ni él mismo lograba dominar por su propia voluntad.
Cuando el hombre vio que era imposible
hacerse entender, suspendió bruscamente las
explicaciones.
Nos quedamos los dos en silencio. Debían de ser las nueve y media de la mañana
y el bar estaba vacío, lo mismo que las calles
del pueblo.
Fue entonces cuando creí que si había
una oscura razón para el cierre, podría revelármela.
Entonces el viejo se echó a llorar.
No lloraba lágrimas, porque los viejos ya
no tienen lágrimas. Los viejos no tienen ni
semen ni lágrimas. Eso a unos los vuelve dulces y a otros despóticos y crueles. Se le inundaron los ojos de agua, como se desborda un
vaso, pero no eran lágrimas, sino algo así como una inundación, de golpe, como la rotura de un dolor represado.
92
Ver llorar a un viejo es cosa terrible. Ese
hombre y yo nos quedamos en silencio. Me
contó que acababa de morírsele la mujer. Yo
la conocía también. Era una mujer encantadora, como él mismo. Los dos eran dos seres
bondadosos, angelicales, con esa paciencia
infinita con el ser humano que han aprendido siendo pacientes con todos los niños que
iban allí a comprarse las golosinas.
El hombre emitía unos gemidos agudos,
breves, sordos, de perro que se duele de sus
llagas. Sólo acertaba a decir: esto es un trago
muy duro. Y lloraba y se manchaba el dorso
de la mano con la moquita de la nariz.
Me decía también, en cuarenta y cuatro
años que llevábamos casados no nos separamos ni un solo día, ni uno solo. Y se quedaba en silencio sopesando lo que serían todos
esos días juntos en el arqueo de su vida, en el
arqueo general de la muerte. La adoraba. Cada palabra era una excusa para nuevos jipidos. Pobre hombre, inerme, desconociéndose, maltratado de pronto por la vida sin saber por qué.
Yo le llevo comprando los periódicos desde hace seis o siete años.
Hace dos se enteró por alguien que uno
escribía y se tomó a mal que yo no le hubiese dicho nada, siendo, como él era, un gran
lector. Parecía verdadero el enfado, tanto co93
mo afectuoso. Quizá pensaba que se perdía
mucho.
En los tres estantes de la cantina que dedica a los libros, de los cincuenta que tiene,
veintiocho son de Azaña o sobre Azaña, porque adora a ese hombre, a pesar de que él sirvió en el lado nacional.
Un día me contó que la pasión por Azaña le vino en 1931, cuando empezó a vender
periódicos en el pueblo.
En esos años él era barbero y encargaba
periódicos para la barbería. Yo le pregunté qué
periódicos vendía. Me dio la lista: El Socialista, Mundo Obrero, Socorro Internacional, Estampa, Claridad, La Traca. Lo raro es que cuando
la guerra a ese hombre no lo pasearan, ni que
después de la guerra no lo purgaran.
Estos años de atrás, cuando me veía entrar en el establecimiento, me decía:
—¿Qué tal esos libros? ¿Ha publicado alguno? Tráigame uno, yo se lo pagaré.
Yo me curaba en salud y le respondía:
—Mire usted a ver si los míos no le gustan.
—No, todos los libros tienen siempre algo bueno. Todos, Pemán, Azaña, Benavente,
Galdós, todos.
De Azaña tenía una opinión idealizada,
como de un hombre grande, como de un santo, que había tenido poca suerte.
94
Otro día me dijo:
—Leer, en mi tiempo no se leía. No leía
nadie. Para leer había que echar escobas a la
lumbre, que dan una llama muy viva. Las escobas se gastaban y la gente no era rica.
Es curioso, porque visto desde fuera este hombre se distingue poco de todos y cada
uno de los animales a los que llena las copitas
de cristal de anís y de aguardiente. En cambio, en cuanto se cruzan dos palabras con él,
se descubre al hombre fino, al hombre superior, al hombre atento y respetuoso, un alma
grande y noble.
Al despedirme, volvió el hombre a llorar.
Me dijo, Ella le conocía a usted también y le
quería. Me habló de sus hijos, que tiene en
Madrid. Quieren llevárselo a la capital, pero él se resiste. Sopesaba su futuro. Yo le decía, paciencia, todo pasa, el tiempo en esto es
primordial. El hombre movía la cabeza ante
esas razones que le repite todo el mundo, sin
creer nada de cuanto le dicen. Al final me fui.
Lo hice no de muy buena gana, como si estuviera traicionándole o dejándole a solas con
su dolor, a sabiendas de que ese dolor podría
aniquilarlo en cualquier momento.
Al llegar a casa le conté a M. que había
muerto esa mujer. Me pareció que estaba
también yo un poco afectado por algo que
desde luego nos es ajeno. Pero esa muerte y
95
ese dolor me han acompañado hoy todo el
día, como el pájaro que salta de una rama a
otra, se va, vuela un rato por ahí, y termina
otra vez posándose en el árbol, en las más bajas ramas del árbol, esperando que escampe.
De Los caballeros del punto fijo
(Salón de pasos perdidos), Madrid,
Pre-Textos, 1996.
96
El emboscado
Laura Quintana Crelis
97
LAURA QUINTANA CRELIS (1970). Uruguaya, vive en México desde niña. Es autora
de los libros Cuentos de entrometidos y solitarios
y Estampas de un pañuelo, ambos de relatos. Un
cuento suyo fue incluido en la edición 2001 de
Los mejores cuentos mexicanos, de Editorial Planeta. Colabora en diversas publicaciones mexicanas y extranjeras, entre ellas Gaceta del Fondo
de Cultura Económica, de México, Criterios, de
Ecuador y Marcha, de Uruguay. Actualmente
reside en Cuernavaca.
98
Saca las vacas para ordeñarlas, y cuando
termina las lleva a pastar al río. El campo se
extiende, infinito, a su alrededor. El pueblo
yace a sus pies, muy lejos, con las figuras de
sus vecinos como hormigas.
Todos los días sube a la montaña. Allí,
en los establos, se guardan las vacas durante el verano y el clima es amigable. El paisaje parece comestible de tantos verdes y las
flores se desperdigan sin orden, manchando
esos verdes de colores. Con la llegada del invierno viene el frío y entonces es preciso bajar los animales al pueblo.
Ana se levanta siempre muy temprano,
cuando el sol todavía no ha salido, y toma el
camino de la montaña. Por lo general tarda
dos horas en llegar a la cumbre y allí mira hacia el otro lado, donde el mar crece en azul.
El aire es delicioso y casi frío, mientras el sol
va entibiando el ambiente. Arriba a veces es99
tá su amiga Amelia, pero casi siempre se pasa
sola todo el día. Escucha los gritos de los pastores y les contesta, pero no los ve.
Ana se entretiene mirando que en la distancia se mueve el pueblo en el ajetreo matutino o buscando a alguien más en el gran paraje. Quisiera poder conversar. Como a veces
se aburre busca con insistencia.
Pero es un consuelo pasar así de lejos una
gran parte de las horas del día porque en el
pueblo se respira un aire opresivo desde que
hay hambre. Cada vez es más difícil comprar
y vender. Hasta los más ricos del pueblo ahora
se quejan y en algunas casas la necesidad ha
llegado con tanta fuerza que se han visto obligados a mendigar. Aunque hacen lo que pueden por ayudarse unos a otros, todos se preguntan con miedo qué pasará en el futuro.
Es por la guerra. Ha terminado ya, pero todo escasea aún más que antes. La gente
se desespera y a algunos les da por robar. La
guardia civil se encarniza con los ladrones y
ahora la pequeña comisaría provoca miedo.
Los vecinos pasan delante de la puerta hablando bajito, cosa que antes no hacían, y ni
siquiera se atreven a discutir sobre el asunto
al llegar a casa porque cualquier conocimiento es sospechoso. Por eso prefieren hacer como si no pasara nada, como si no supiesen
nada, para que nadie los mire. Lo mejor es pa100
sar inadvertido cuando alrededor todo es tan
amenazante y por eso la vida del pueblo se ha
tornado sombría: la comisaría, especialmente, se ha vuelto un lugar terrible.
La casa de Ana no queda precisamente
en el pueblo. Es necesario seguir un camino
ondulante, que corre en una parte frente al
cementerio, para llegar al cabo de una media
hora. El camino lo recorre Ana con cierta frecuencia, especialmente para ir a misa. Tiene
la oportunidad de pensar y más de una vez se
ha quedado abstraída recordando otros tiempos, cuando el pueblo parecía hallarse en algún tipo de clandestinidad de la que sólo se
da cuenta ahora, cuando ya esa clandestinidad no existe. Han cambiado las cosas y sobre el pueblo se siente fija una mirada: pende una lente de aumento que acusa detalles
que luego se manifiestan terriblemente comprometedores. Sólo así puede explicarse que
tantos vecinos hayan terminado en la comisaría y que después hayan salido de allí tan
golpeados. Pareciese que en el pueblo abundaran los culpables.
Ana y sus hermanos son casi todos unos
niños. Su padre es muy cariñoso y se ocupa
de peinarlos antes de ir a misa. Por las noches
les canta y, como son muchos, camina en círculo frente a los cuatro cuartos para que a
todos les llegue el sonido de su voz. No les
101
cuenta que el pueblo ya no es el mismo, pero
eso no es necesario. Ana, que lo descubrió hace ya mucho tiempo, no lo dijo. Los demás lo
fueron sabiendo por su cuenta y tampoco hablaron de eso en voz alta. Pareciera que junto con la conciencia de la situación viajara la
obligación de callarse.
Por la noche todos se reúnen junto al fuego de la cocina. La madre ha hecho pan, cuando son afortunados, o castañas. A veces remiendan la ropa y los más pequeños juegan.
Allí se vive la ilusión de que nada ha cambiado. Reciben visitas, que se anuncian desde
mucho antes, cuando por el camino que llega a la casa oscila una luz, y entonces a las risas de casa se suma otra que hace pensar que
de afuera viene algo de alegría.
Siempre es el más pequeño de todos el
que descubre esa luz. Parece que adivina que
alguien se acerca porque casi lo ve antes de
verlo, pero una noche Ana lo sabe antes.
—Pasa, Alfonso —se ha adelantado el
padre.
—No Aurelio, ven tú afuera.
La madre es prudente y no dice nada, pero levanta los ojos de su labor. También Ana
mira de soslayo. Cuando el padre vuelve, después de varios minutos, descubre que la observa y espera que le hable, pero él no le dice
nada y se sienta a comer.
102
Durante el verano la mesa es mucho más
afortunada. El padre de Ana posee una huerta
y en los prados pastan sus ovejas. Además es
un hombre mayor y ha viajado. En el pueblo
lo respetan y muchas veces su palabra es la
que arregla las dificultades entre los vecinos.
Muchos confían en su experiencia y muchos,
también, le piden ayuda. Él hace lo que puede para responder, hasta que llega el punto en
que aun los suyos pasan necesidad y entonces no puede decir otra cosa que no.
Alfonso lo visita con frecuencia y agradece muchísimo que lo inviten a cenar. Aunque se ha hecho, como todos, un hombre reservado, sí habla sobre los emboscados, que
tienen el alma de sus familias en vilo y el de
las otras en guardia.
—Juanín vino a casa la semana pasada —
cuenta una vez—. Llegó ya muy tarde y se coló a la cocina no sé por dónde. Me lo encontré cuando bajé porque escuché un ruido. Le
di de comer lo poco que tenía y me habló de
su vida en las cuevas. Pasan hambre, los pobres, pero no quieren bajar y no hay manera
de que los encuentre la guardia civil. Roban
de noche y se esconden durante el día. Se conocen tan bien los montes que pueden ver
desde sitios completamente seguros cómo los
guardias caminan a unos pasos de ellos, buscándolos… Los guardias se llevaron la sema103
na pasada a mi primo. Decían que sabía dónde están los emboscados. Se pudo aguantar y
no dijo nada. Es mejor no saber, no decir. Los
emboscados… ellos sí no perdonarían.
—Es que en ello se les va la vida.
Muchos le han preguntado a Aurelio, por
lo bajo, si su hija los ha visto. “Ella anda por
los montes”, le han dicho, “algo sabrá”. Pero
Aurelio no acepta escuchar nada semejante:
“No lo digas ni de broma”.
Las cabras no pastan solas, las vacas tienen
que ordeñarse. Ana no puede dejar de subir.
Una noche tocan a la puerta golpes más
fuertes de lo acostumbrado. El pequeño no
anticipó la llegada porque ya duerme.
Viene la guardia civil por el padre y la
madre se asusta pero se contiene. Ana lo escucha todo desde la cama y abraza a la hermana que duerme con ella. Confían en que
a su padre se le respete porque es un hombre
querido. Él vuelve al otro día y está entero.
—Ana —la lleva aparte—. No lo he dicho y me han creído. Esperemos que eso detenga el rumor.
Ana se marcha al otro día, como siempre,
y llega a los prados, cuando apenas ha salido el
sol. Cumple con sus tareas y cuando se dispone a comer oye que ha llegado hasta la puerta de la cuadra la guardia civil. Le preguntan
por los emboscados, pero ella asegura que no
104
sabe nada. Le tiran al piso la comida y vuelcan la olla donde ha empezado a hacer queso. Ella llora bajito y asegura que no miente.
Es una niña y al fin le creen. Cuando se van,
ella voltea hacia arriba y descubre que Juanín,
que los ha visto, se marcha, escondido entre
las piedras. Más tarde vuelve para compartir
su comida con ella.
Porque una tarde Ana lo descubrió conversando con su amiga Amelia y corrió. Él la
alcanzó y le dijo que no iba a hacerle nada.
Desde aquel día se hicieron amigos y pasan el
tiempo juntos. Él le ha contado que la necesidad lo obligó a subir a las montañas y que
no ha hecho ningún mal. Ella le prometió que
no iba a acusarlo y, a decir verdad, si se calla
también es por proteger a los suyos. Prefiere
estar acompañada y, como él con ella, comparte lo que tiene cuando dan las doce y es
hora de almorzar.
A los demás no los conoce. Juanín dice
que se reúnen en un lugar casi inaccesible y
últimamente le ha hablado de un chico nuevo al que sólo él le tiene confianza. Con él baja al pueblo por las noches y cuando una vez
fueron a ver a la familia de Juanín, todos allí
le dijeron que no era de fiar. Pero él asegura
que González no da un paso sin pedirle permiso y que sería incapaz de traicionarlo. “Lo
que no piensas”, le dicen en su casa, “es que
agarrarte a ti lo haría célebre”.
105
Porque no hay nadie que haya permanecido en las montañas más tiempo que Juanín.
Hace siete años que la guardia civil lo busca y
si no dan con él también es porque le tienen
miedo. Suben hasta cierto lugar de la montaña pero no más arriba. De alguna manera le
conceden la propiedad de todo aquel territorio
que sólo él ha conquistado. Por eso los que lo
quieren temen que su suerte se esté acabando y le piden que sea prudente. En el pueblo
ya nadie sabe en quién confiar.
Cuando llega el invierno, Ana deja de verlo. A veces piensa en él antes de dormirse y pide a Dios que tenga abrigo suficiente. Llega la
fiesta de fin de año y oye, como todos, el sonido de la bala que lo asesina, pero también ella
lo confunde con los fuegos artificiales.
“Fue en el camino del cementerio”, le dice
su padre después. “Pero su familia se llevó el
cuerpo tan pronto que la guardia civil no se lo
ha creído. Lo mató González, por la espalda,
y luego se fue a la comisaría a alardear de lo
que había hecho. Fueron a buscarlo ayer por
la mañana y no lo encontraron. Se creyeron
que González les había tomado el pelo”.
—¿Y González? —Ana se atreve a preguntar.
—En la comisaría.
Cuento hasta ahora inédito,
cedido por la autora para esta publicación.
106
Arena blanca
Carlos Drummond de Andrade
107
CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE
(1902 – 1987). Se le considera unánimemente uno de los más grandes poetas brasileros. La
importancia de su obra poética (Sentimiento del
mundo, La rosa del pueblo, Claro enigma, Lección de
cosas), ha opacado un poco, e injustamente, su
abundante producción en prosa, ante todo como cuentista y cronista, contenida, entre otros
muchos, en los libros La bolsa y la vida, Caminos de João Brandão, Paseos en la isla y Confesiones de Minas.
108
El bus cubría la ruta Copacabana Centro,
con lugares vacíos, cada pasajero pensando en
su vida; es el medio de transporte donde menos crece la flor de la comunicación humana.
Al paso por Botafogo se oyó la voz de un señor que ocupaba una de las últimas filas:
—Mira, te voy a complacer, pero no vuelvas a hacerlo, ¿me oyes? Es muy feo pedir dinero. A tu edad, ya me estaba quebrando yo
las costillas, y ayudaba en casa.
Y entregó el billete al chico de quince
años —si acaso los tenía—, que lo recibió con
humildad. El hombre continuaba, ahora dirigiéndose a otro pasajero:
—¿Lo ve? Jovencitos que viven de pedir,
buscando a tipos como yo, que se dejan convencer, y después...
—Este país no tiene solución —comentó el otro—. Los niños no tienen escuela, an109
dan por ahí, a la buena de Dios, y el gobierno
sólo sirve para hacer estupideces. ¿Qué tal lo
del portaviones?
El muchacho no parecía interesado en
oír críticas al Gobierno, y cambió de sitio. Se
acercó a otro sujeto, y le expuso el problema,
en voz baja.
—¿Qué dices?
—Arena Blanca. Soy de allá. Quiero volver, solamente me faltan 27 cruzeiros...
El hombre sacó lentamente la cartera,
lentamente sacó un billete, se lo entregó al
chico.
—¿Sí ve? —comentó el señor del fondo—.
Ése también cayó, ¿quién no cae? Apuesto
a que el muchacho no se atreve a pedirle a
aquella señora de la izquierda. Las mujeres
no son tan crédulas, sólo se compadecen de
los lisiados y de los ancianos.
De hecho, el pedigüeño dejó de lado a la
señora y a la joven que había en el vehículo,
y fue a contar su historia más adelante (con
éxito) a otro representante del sexo frágil, es
decir el masculino.
—¡Bueno! Ya tengo 20, me falta poco...
Y fue a sentarse al lado de otro joven que,
por los cuadernos de pastas gruesas que llevaba en la mano, revelaba ser un colegial.
—¿Me quieres ayudar? Entonces complétame el pasaje para Arena Blanca.
110
No era un pedido; era una recomendación, dicha en un tono natural, tan natural
que el estudiante no discutió. Sacó del bolsillo un montoncito de monedas —dinero para el refresco y las devueltas—, las contó con
cuidado, y le pasó cinco.
—Si me quieres ayudar, completa lo que
falta. Otras dos.
El otro le entregó dos más, que había esperado inútilmente salvar, y, a modo de agradecimiento, el beneficiado estiró un dedo:
—Mira el mar: brilla lindo, ¿eh? Arena
Blanca queda al otro lado.
Y volvió a levantarse, fue hasta el asiento
del conductor, se inclinó, le puso el brazo en
la espalda, susurró a su oído unas palabras. El
señor de atrás, moralista y observador implacable, no le perdía gesto:
—Ojo al muchacho. Apuesto a que le pidió al conductor un aventón.
El conductor —de mentón alargado, que
hacía recordar al viejo crack Ademir— fue diciendo, sin volver el rostro:
—Para afuera, mocoso.
—¿No se los dije? —comentó el de atrás,
satisfecho de su propia agudeza.
El bus se detuvo, el chico bajó. En ese
momento intervino la señora, hasta entonces muda y quieta como una roca:1
1. Alusión a unos versos de Múcio Teixeira (N. del T.)
111
—Apuesto a que ahora va a coger un bus
para Copacabana, y a repetir el golpe.
—No me sorprendería —la apoyó el moralista, un tanto molesto porque no había
contemplado él ese desenlace.
El chicuelo atravesó la vía —estaban en
los contornos del Morro de la Viuda—, y se
detuvo en la acera, a esperar.
—Qué cosas —seguía exclamando el
hombre—. Sale con esa cháchara sobre Arena Blanca, Arena Blanca, qué nombre tan
poético, recuerda a Caymmi,2 nadie se puede resistir. Si hubiera dicho que quería volver
a Arena Negra, ahí sí que no, piensa uno en
aquella playa de Espíritu Santo, en reumatismo, no le habría soltado un níquel. ¡Pero Arena Blanca, ese mocoso es imposible!
De A bolsa & a vida, Editora do Autor, 1962.
Traducción para este libro de Elkin Obregón S.
2. Famoso compositor y cantor brasilero, oriundo de Bahía (N. del T.)
112
Iniciativa
113
Es un sino de mi amiga penar por la suerte del prójimo, si bien se trata de un penar jubiloso. Me explico. Todo sufrimiento ajeno
le preocupa, y enciende en ella la llama de la
acción, que la hace feliz. No discrimina entre
personas y animales a la hora de obrar, pero,
como hay innúmeras sociedades (con dinero)
para el bien de los hombres, y sólo una, sin
recursos, para el bien de los animales, prefiere militar en esta última. Los problemas se le
aparecen en masa, y se dijera que la prefieren a
otras criaturas de menor sensibilidad e iniciativa. Los perros se cruzan en su camino, y:
—Señora, lléveme —parecen murmurarle con ojos golpeados por la vida, pero siempre dulces.
No hace mucho el perro de turno venía
por la calle, cojeando, sujeto a una cuerda y
jalado por un borracho pobre, pero tan borracho como cualquier otro. Apretado por el la115
zo, el infeliz animal llevaba el alma en la boca. Y el borracho rezongaba confusas amenazas. Mi amiga se aproximó cautelosamente.
—No trate así al pobrecito, lo puede
ahorcar.
—Lo trato como me plazca, para eso es
mío.
—Pero está prohibido maltratar a los animales.
—No lo voy a maltratar. Lo voy a matar
de dos cuchilladas.
Mi amiga dio un salto digno del mejor
atleta:
—Deme ese perro.
—Dárselo, no se lo doy; pero se lo vendo.
Diez cruzeiros sellaron el negocio, y, liberado de la cuerda, el perro subió al carro
de mi amiga.
Por fortuna anochecía, y llegó a su apartamento sin oír protestas del portero. ¡Qué
prodigios no hace allí adentro para disimular
los latidos de sus huéspedes! (una vez, ante el reclamo de un vecino, lo convenció de
que se trataba de un disco de jazz). Ya había
tres perros instalados, no cabían más. Cuidó
del animal, llamó al veterinario, le curó la pata, le dio vitaminas y cariño. Sólo después de
esas providencias empezó a buscar un hogar
de confianza que pudiera hacerse cargo de él.
116
Su método consiste en una charla discreta
con la persona elegida: ¿Tienen perro en la
casa? ¿Por qué ya no? ¿Huyó? ¿Murió de viejo? (si el perro huyó, el sujeto no es elegible).
De acuerdo a la idea que se forme de la persona, mi amiga le ofrece el animal, o no se lo
ofrece, y sigue buscando.
En esta ocasión el elegido fue José, mensajero de una corporación (no es preciso ser
rico, sino bueno, paciente, de buen carácter).
José tiene hijos, espacio cercado y la mejor
voluntad. Mi amiga le ofreció llevar el perro
hasta el lejano suburbio donde habita, José dijo que no era necesario, ella insistió, él
ídem. Finalmente fueron juntos, el carro subió faldas, bajó faldas, y en lo alto del morro
apareció al fin la triste casa de José, que no
era una casa cercada, era un cuarto de inquilinato, donde se hacinaban como podían cinco niños, esposa y suegra.
Mi amiga comprendió. José era más pobre que el perro, y sin un mínimo de dinero
no se compra aire libre y espacio para brincar. Sería cruel decirle a José, “Me llevo el perro”. Por suerte, el animal salvó la situación,
intentando morder a uno de los chicos, que
le hacía fiestas. Mi amiga se iluminó: “¿Se da
cuenta, José? El animal no se acostumbra. Le
voy a traer otro, cachorrito”. José, desolado,
aceptó. Mi amiga salió a los vuelos hacia la
117
ciudad, entró en una de esas tiendas donde
se martirizan animales a la venta, y rescató
al menor de los perritos recién nacidos, que
penaba ya en una jaula sin agua ni alimento, bajo un sol de fuego. “Para éste, cualquier
cosa es negocio, y una vida mejor”. Se lo llevó a toda prisa a José, que lo recibió de brazos abiertos.
Ahora, mi amiga tiene dos problemas:
buscar un dueño para el perro del borracho,
y buscar un modo de ayudar a los cinco hijos de José. Pero los resuelve, no les quepa
duda.
De Fala, amendoeira, José Olympio Editora, 1957.
Traducción para este libro de Elkin Obregón S.
118
Dos en el Corcovado
119
El sol apareció, como en el primer día de
la Creación. Y todo tenía en verdad aspecto de primer día de la Creación, con el mundo emergiendo, vacilante, del caos. Tres días
y tres noches la tempestad había destrozado
árboles, piedras, casas, caminos, postes, viaductos, vehículos, había matado, había herido, había enloquecido. Contempladas desde
lo alto, las partes espléndidas de la ciudad seguían siendo espléndidas, pero entre ellas las
marcas de destrucción se exhibían como llagas de un gigante. Los hombres se miraron.
Estaban a salvo. A salvo y aislados en lo alto
del Cerro Corcovado.10
No había calle, no había teléfono, no había energía eléctrica, y, por cosas de la suerte,
no había radio de pilas para oír noticias. Sin
duda, allá abajo se estaban tomando medidas
10.Cerro o morro en Río de Janeiro, presidido por una
gran estatua de Cristo. (N. del T.)
121
para recuperar las calles, pero, ¿cuándo se acordarían de ellos, pequeño grupo humano al lado de la estatua? No es grave, allá hay un bar,
un bar dispone de enlatados y botellas para
un año. No, un año es demasiado, hasta una
hora es demasiado para ellos, que habían pasado media semana aislados y fustigados por
el aguacero, entre el cielo y la tierra.
Los más jóvenes no quisieron esperar, intentaron abrirse camino a golpes de imprudencia. La juventud busca más lo imposible
que lo posible, y descender en aquellas condiciones era en verdad cosa de locos. Sin duda
llegaron a lugar seguro, como les sucede a los
locos. Los que se quedaron sintieron envidia
y despecho. El equipo de trabajadores no venía a remover las barreras caídas. El día pasó.
La noche fue inquieta. Abajo, los parientes
esperaban afligidos, temiendo por sus vidas.
El más bello paisaje del mundo, dicen los
carteles de turismo; también ellos lo pensaban, pero, ¿cómo soportarlo a la mañana siguiente, si mirarlo aumentaba la angustia,
por la imposibilidad de alcanzar aquellos sitios, puro espejismo?
—¡Viene un helicóptero! —gritó alguien,
y en realidad venía, pero siguió sin posarse;
iba a relevar al grupo de la torre de la Radiopatrulla, más adelante. El personal del Cristo que se entienda con Él, a cuya sombra tra122
baja, pensarían tal vez las personas que, abajo, cuidaban de todo.
De los diez que se ganan la vida en la montaña, ya seis habían descendido. Los cuatro
restantes, abatidos, no tenían ya de qué conversar. El sol brillando, la ciudad rehaciéndose, ellos presos allí, prisión sin rejas, a la espera de ser recordados. La cumbre del cerro
se tornó isla, todo lo demás era un océano
sin navíos.
Dos no aguantaron más; se despidieron
como presidiarios antes de intentar la fuga.
Prometieron dar noticias de los que quedaban: el administrador y el mesero del bar.
Éstos, por casualidad, viven en el mismo suburbio: Cachambí. Miran siempre en
la misma dirección, como si, absurdamente, quisieran distinguir el saludo de una mano lejana. Eso los une más; deshace un vínculo y crea otro, espontáneo. El administrador no es ya el antiguo patrón, el otro no
es ya un empleado. Viven una sola experiencia, fuera de las leyes del trabajo. ¿Y si el mesero ensayara descender? Aún es joven, puede intentarlo. “No tienes obligación de hacerme compañía”. Pero él no lo intenta, para no abandonar al otro: “No lo dejaría solo”.
El administrador nunca había imaginado oír
algo así. El propio mesero se llenó de asombro después de decirlo. Y hablaba muy en se123
rio. Mañana o después serán rescatados —lo
sabemos nos­o­tros, no ellos—. El tiempo no
se mide por el reloj, sino por la incomunicación, por la esperanza insegura. Y en esa situación, insignificante para nosotros, ilimitada para ellos, dos hombres se descubren el
uno al otro.
De Caminhos de João Brandão,
José Olympio Editora, 1970. Traducción
para este libro de Elkin Obregón S.
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