La ciudad. El poeta. La poesía

Transcripción

La ciudad. El poeta. La poesía
Laciudad.Elpoeta.Lapoesía
C
on la preciosa recopilación de obras poéticas dedicadas a
la Ciudad de La Habana, Don Ángel Augier suma un mérito
más a su hoja de servicios a la cultura cubana.
Le conocí apenas comenzaba la obra de restauración en la
antigua Casa de Gobierno y Palacio de los Capitanes Generales. Su nombre hallábase unido al de los amigos más selectos
de mi predecesor, el doctor Emilio Roig de Leuchsenring, quien
siendo mayor en edad había acogido al joven investigador apenas fundada su Oficina. Así, entre 1937 y 1945, solía verse a
Ángel inclinado sobre los cuadernos de apuntes o consultando
la pequeña, pero espléndida, biblioteca del Historiador. Por
aquellos días, el Museo de la Ciudad y el Archivo de las Actas
Capitulares ocupaban espacios en el Palacio de los Capitanes
Generales, en la Plaza de Armas.
Seducido por el encanto del patio de esa Casa, uno de los
más hermosos patios habaneros, y a propósito de convocarse
un certamen poético que premiaría la mejor composición dedicada al mismo, resultaron escogidos los versos de Augier. La
distinción incluía la colocación de una placa de bronce en una
de las paredes de piedra del Palacio.
Cuando veintitrés años después, mis ojos contemplaron aquel
claustro en cuyos espacios —no sabía entonces— quedaría la
parte más larga y fecunda de mi vida, hallé la tarja con el poe-
1
ma, y sus versos, interpretados por aquella lira delicadísima, se
dejaron escuchar en el interior de mi espíritu...
A la luz de tu sombra conmovida
deja escuchar a tantas voces tuyas.
Me quedaré desnudo de silencio
cuando me des tu intimidad desnuda.
Los recuerdos que corren por tu sangre
te han dejado fragante de ternura,
fuerte de eternidad estremecida
y el color secular que te circunda.
La nostalgia se sube a tus arcadas
para soñar al sol su ansia madura;
mientras las ramas verdes te acarician
en el temblor henchido por la lluvia.
Para las sombras de tus corredores
son mis palabras como sombras mudas
que quieren saturarse de tus ecos
y saturar tu paz de albas futuras...
De aquel encuentro con la silueta del poeta, surgiría mi interés por su ejecutoria. No tardaría en conocerle personalmente
en la primera celebración del 23 de agosto, natalicio de Emilito
—como llamaban cariñosamente al Maestro—, quien ya no estaba con nosotros.
En las páginas de la prensa luego aparecerían las impresiones sobre las obras de restauración apenas iniciadas, en su
trabajo «Piezas de Museo», con el cual consagraba la amistad
que hasta hoy nos ha unido.
Su pesquisa sobre poemas dedicados a La Habana se remonta a décadas anteriores. Una tras otra, fue coleccionando
las fichas de sus hallazgos mientras recorría, con su mirar acucioso, innumerables publicaciones y manuscritos. Así, sin descanso, hasta colocar las últimas hojas de laurel de esta corona
lírica que ahora deposita a los pies de la Ciudad que le acogió
2
cuando, llevado por el mandato de su destino, abandonó su
suelo natal, el central azucarero Santa Lucía, que entonces
pertenecía al municipio de Gibara.
Fiel al legado de sus padres y maestros, su calidad humana y
alto concepto del deber y de la justicia, le situaron desde su
primera juventud entre las vanguardias intelectuales y políticas. Su pluma ha estado al servicio de los pobres y de los humildes desde los días esperanzados y febriles de la Revolución
del 30 hasta las épicas jornadas de la República Española.
Desde entonces, y hasta nuestros días, pensamiento y carácter
han modelado al hombre que conocemos, y lejos de ser mellado por el tiempo, como suele hacerlo, el caudal de la inspiración lírica ha seguido brotando de su fibra más íntima como el
manantial de la roca.
Ahora que la Ciudad es sacudida por un impulso renovador,
resultará útil gozar y meditar en cómo ella inspira a tantísimos
poetas a ofrendarle sus cantos.
Que ese manto estrellado descienda como un bálsamo sobre
las piedras heridas, disipe las brumas del tiempo, aparte resueltamente el polvo del olvido y exalte el valor regenerador de
la poesía. Sin ella nada es perenne ni prevalece como una luz
cuando todo declina.
EUSEBIO LEAL SPENGLER
Historiador de la Ciudad de La Habana
3
I
L
deLaHabana,siglo XVIII
uces y sombras
L
a Habana, asentada definitivamente en 1519 al borde
de amplia y recatada bahía, cuyas tranquilas aguas bañan sus
pies con amoroso rumor, quiso guardar entre murallas, como
en un relicario, los secretos de su historia colonial, hasta que los
ímpetus del progreso que asimismo le dieron vida, tenaces y
constantes como el oleaje de su entorno, rompieron el cerco de
piedra que la rodeaba, para que extendiera sus límites hacia
todos los rumbos, sin abandonar la fluctuante línea de la costa.
Las olas que besan el prolongado litoral, impulsadas por la corriente del Golfo, forman un cinturón de espumas que ciñe el
talle voluptuoso de la ciudad, mientras el sol, al reverberar sobre el movible azul, hace resplandecer de luminosa blancura
todo el ámbito urbano, constelado de los más diversos estilos
arquitectónicos. Recostada así al mar que la acaricia, al mar
que le abre los caminos del mundo, se ofrece La Habana con
su historia y sus leyendas, con sus piedras seculares, su centelleante colorido y su misteriosa seducción: en resumen, con su
poesía peculiar, que en todas las épocas han percibido y expresado los poetas que se han acercado a ella y quedado prendidos de su encanto.
Sorprender, rescatar y hacer aflorar esa poesía de la ciudad
es tarea grata, gratificadora, porque además de contribuir al
mejor conocimiento de rasgos y matices a veces inadvertidos
de su imagen repartida en múltiples facetas, también nos deja
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sentir latidos insospechados de su inmenso corazón, donde resuenan sin duda los del nuestro. El espíritu de la ciudad se nos
ofrece a través del espíritu de cada poeta que le canta.
El rastro de la poesía inspirada por La Habana en su amanecer colonial, se pierde entre los espesos legajos de las Actas de
su Cabildo fundador, pródigas en pormenores de querellas aldeanas y rivalidades de poder, y en pragmáticas injustas contra
los escasos indios y los muchos negros esclavos, y en prudentes medidas de defensa frente al merodeo de corsarios y piratas
de la más disímil procedencia europea. Anticipaciones fugaces
de esa poesía sólo aparecen entonces en la prosa de algunos
viajeros y funcionarios, fáciles en el requiebro a la atractiva criatura tropical contemplada con ojos de otros climas y latitudes,
seducidos por el hallazgo de una nueva dimensión no imaginada, destellos incipientes quizás de lo que en nuestros días habría de ser llamado «lo real maravilloso», al sortilegio de la prosa
carpenteriana. Recuérdese el breve «madrigal» —no exento de
codicia— que le dedicara en 1683 el Maese de Campo D. Francisco Dávila, capitán general de la Isla:
La Habana, Puerto ilustre, erario seguro, reposo de los mayores tesoros que ha visto el universo... el más precioso engaste de esta rica presea de la Corona española, y la más
estimable concha de esta occidental margarita.1
Pero los primeros versos que hemos encontrado dedicados a
la ciudad, no son de un visitante ocasional, sino de un hijo notable de La Habana: José Martín Félix de Arrate y Acosta (17011765), autor de la primera Historia de Cuba, que por estar
centrada en la capital, tituló metafóricamente: Llave del Nuevo
Mundo. Antemural de las Indias Occidentales. La Habana
descripta: noticias de su fundación, aumento y estado.2 El título
fue tomado por Arrate de una Real Orden de 1634, que de esa
manera definió la privilegiada situación geográfica de la ciudad, convertida en el puerto de escala forzosa de las flotas españolas, al establecer la Metrópoli las nuevas rutas marítimas a
sus colonias de América.
Como colofón a su importante repertorio histórico —escrito
en 1761—, Arrate concibió un soneto de corte clásico y escaso
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aliento lírico, pero que cumple el cometido que se propuso su
autor:
Aquí suelto la pluma ¡oh patria amada
noble Habana, ciudad esclarecida!
pues si harto bien volaba presumida,
ya es justo se retire avergonzada.
Si a delinearte, patria venerada,
se alentó de mi pulso mal regida,
poco hace en retirarse ya corrida,
cuando es tanto dejarte mal copiada.
Mas si aún así ha logrado desairarte,
pues si tanto hijo tuyo sabio y fuerte
en las palestras de Minerva y Marte
te acreditan y exaltan, bien se advierte
que donde han sido tantos a ilustrarte,
no he de bastar yo solo a oscurecerte.
La obra de Arrate estuvo avalada no sólo por una acuciosa
investigación del pasado, también por la experiencia directa
de quien fue protagonista y testigo a la vez del proceso histórico de la ciudad, como regidor perpetuo y alcalde ordinario de
ella durante varias décadas. En su Diccionario biográfico cubano, Francisco Calcagno le atribuye a Arrate la autoría de «poesías que no han llegado a nosotros». No es imposible que algunas
de ellas se inspirara en lugares de la capital cuya historia escribió con tanta devoción patriótica.
Al describir en su obra el puerto de La Habana, Arrate se
congratulaba de que ya había sido «celebrado de propias y de
extrañas plumas con varios epítetos y sublimes encomios, que
lo gradúan de singular en todo lo descubierto, y por eso famoso
en ambos mundos». Entre esas plumas habría de incluirse la
eminente del Barón Alejandro de Humboldt (1769-1859), quien
algunos años después de la muerte del historiador —en los inicios del siglo XIX— visitaría nuestro país en fructuoso viaje de
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estudio. En su imprescindible Ensayo político sobre la isla de
Cuba, 3 apunta el sabio alemán:
Cerca de la salida septentrional [de la corriente del Golfo],
precisamente donde se cruzan, por decirlo así, una multitud
de calzadas que sirven para el comercio de los pueblos, es
donde se halla situado el hermoso puerto de La Habana,
fortificado por la naturaleza y más aún por el arte. [Más adelante añade el viajero]: La vista de La Habana a la entrada
del puerto, es una de las más alegres y pintorescas de que
puede gozarse en el litoral de la América equinoccial, al norte
del Ecuador... [...] Al entrar en el puerto de La Habana se
pasa por entre el Castillo del Morro y el fortín de San Salvador de la Punta: la abertura sólo tiene de 170 a 200 toesas de
ancho y la conserva durante tres quintos de milla, saliendo
de la boca después de dejar al norte el hermoso castillo de
San Carlos de la Cabaña, y la Casa Blanca, se entra en una
concha en forma de trébol [...]
Fieles custodios de la entrada a la bahía, los dos castillos
que primero menciona Humboldt —el Morro y la Punta— permanecen allí desde 1597, cuando se terminó la construcción
iniciada por el ingeniero Bautista Antonelli: época, personaje
y obra están volcados en la novela Antonelli,4 de José Antonio
Echeverría (1815-1885). Ambos castillos formaban, con el de
la Fuerza —construido en 1577—, el triángulo defensivo de la
ciudad, cuyo escudo blasonan con tres almenas simbólicas. Si
en la novela de Echeverría las fortalezas aparecen envueltas
en un ambiente sombrío de complicadas intrigas y trágicos
sucesos, no ocurre lo mismo en la amable referencia que de
ellas se hace en la segunda de las décimas de una composición titulada «Viaje que hizo desde la Havana a Vera-Cruz y
Reyno de México el P. Fray Gregorio Uscarrell».5 Fue su autor
el fraile juanino José Rodríguez Ucres, que firmaba con el seudónimo de El Capacho las primeras poesías jocosas del parnaso
cubano en la segunda mitad del siglo XVIII. Así se despedía de
La Habana el viajero burlón:
Después que el alma rendida
siempre de ti enamorada,
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aún antes de la jornada
quedó del pesar partida:
dudosa en la despedida,
tan sin consuelo barrunta,
que estaba casi difunta,
mirando que sin despecho
llevaba el Morro en el pecho
y el corazón en la Punta.
Las fortalezas eran, pues, personajes de primer plano en
la vida habanera, como baluartes de su defensa y como ornamento del paisaje urbano. En la funesta coyuntura del ataque y la ocupación de La Habana por la armada inglesa en
1762, jugaron el papel protagónico que les correspondía,
como consignan las crónicas de aquella peripecia colonial.
Y también en versos de ocasión, como los de la «Dolorosa
métrica expresión del sitio y entrega de la Havana», de una
aristócrata criolla que también escribía décimas: la Marquesa de Jústiz de Santa Ana (1733-1807). Ofrezco algunos fragmentos:
¿Tú ya en extraño dominio?
¡Qué dolor, oh patria amada!
Por no verte enajenada
¿cuántos se sacrificaron?
¿Y cuántos más envidiaron
tan feliz honrosa suerte,
de que con sangre en la muerte
tus exequias rubricaron?
Por ti el paisanaje atento
como logró en tu región
la primer respiración,
diera hasta el último aliento.
Si el Morro con tal contento
dominaría perecer
sin poderse defender,
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cuanto más a la Cabaña,
cuerpo a cuerpo, y en campaña
¿dónde podían vencer?
Las veinticuatro décimas de la «Dolorosa métrica expresión...»,6 pródigas en evocaciones mitológicas e históricas, es la
versificación del memorial que la Marquesa envió al rey Carlos
III en agosto de 1762, como protesta de las mujeres cubanas
por la capitulación de la plaza ante el ataque de la escuadra
inglesa. Otros poetas dedicaron largas tiradas de estrofas al
suceso histórico que tanto hirió a la dignidad española y del
que permanece el ejemplo heroico del defensor del Morro, D.
Luis de Velasco; pero en esos exaltados poemas no hay lugar
para la visión de la ciudad, lo que equivale a que tampoco aquí
haya lugar para ello.
En 1763, como se sabe, Inglaterra restituyó el dominio español a la capital habanera. También es notorio que esa experiencia de la breve ocupación inglesa influyó no poco en la política
semiliberal hacia las colonias de América del rey Carlos III, la
cual fue aplicada en Cuba mediante importantes medidas que
impulsaron el desarrollo económico y cultural del país, particularmente de La Habana.
Mucho han destacado los historiadores ese período de transición de la factoría a la colonia, como se ha denominado. Pero
lo interesante es que tal momento histórico fue reflejado en una
composición poética —o con intención de que lo fuera— bajo
el título de «Las glorias de la Havana», en cien octavas reales.
Según refiere Antonio López Prieto en el prólogo a su Parnaso
cubano,7 estos versos se publicaron en México en 1798, y aparece como su autor un prócer italiano de muchos títulos:
D. Francisco María Colombini y Comayori, conde de
Colombini, capitán del Regimiento de Artillería de Nueva España, socio de la Real Academia florectina, etcétera.
López Prieto reproduce algunas de las octavas, no sin dejar
de prevenir al lector de su ausencia de poesía; algunas de ellas
se incluyen en este repertorio a pesar de ese defecto —bastante generalizado en esos tiempos— porque ilustran sobre esa
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época de La Habana. Así cantaba el autor «Las glorias de la
Havana»:
Animada la industria y común trato,
crecen las Artes, y a porfía se mira
el pueblo trabajar con tal conato
que la riqueza al fin circula y gira.
Desterrados el ocio y desacato,
el comerciante, el artesano aspira
a nuevas leyes próvidas sujeto
a llevar tan glorioso y grande objeto.
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¿Quién expresar podrá la complacencia,
la gloria del espíritu havanero,
cuando por nuevo afecto de clemencia
aprobó el Rey fundarse por entero
la augusta Casa de Beneficencia?
¿Quién podrá celebrar el vivo esmero
de Peñalver, de OFarrill, Montehermoso,
Calvo, Aróstegui, Lanz, sin dar reposo?
Son y han sido las Ciencias el cimiento
de la felicidad de las naciones,
son la luz del humano entendimiento,
el freno principal de las pasiones,
las que dan tono, acierto y fundamento
a los proyectos y negociaciones,
y las que dan valor en todas partes
a la Industria, Comercio y a las Artes.
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¡Oh, preclara virtud, fuente de bienes,
instrumento del público contento!
¡Oh, amor! ¡oh, patriotismo! Tú mantienes
la gloria de los reinos! ¡Oh, portento
que con feliz principio puesto tienes
en el pecho havanero firme aliento.
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Tú aumentarás hasta la edad lejana
las glorias inmortales de la Havana.
En contraste con esas felices perspectivas de progreso económico abiertas por las previsiones reformistas del «despotismo
ilustrado» y por el espíritu emprendedor de las nuevas generaciones criollas, todavía en los inicios del siglo XIX la ciudad no
era modelo precisamente de salubridad y ornato urbano. El
cuadro que describió entonces el Barón de Humboldt —reproducido por otros visitantes extranjeros de la época— no podía
ser más deprimente:
Durante mi mansión en la América española, pocas ciudades de ella presentaban un aspecto más asqueroso que La
Habana, por falta de una buena policía; porque se andaba
en el barro hasta la rodilla, y la muchedumbre de calesas y
volantas, que son carruajes característicos de La Habana,
los carros cargados de caña de azúcar, y los conductores
que daban codazos a los transeúntes hacían enfadosa y humillante la situación de los de a pie. El olor de la carne salada o del tasajo apestaba muchas veces las casas y aún las
calles poco ventiladas. 8
Tan severo juicio del viajero era compartido por muchos hijos
de La Habana, y en nombre de todos ellos clamaba el poeta
Manuel de Zequeira y Arango (1764-1846), quien desde las
páginas del Papel Periódico, El Criticón de la Havana y de otras
publicaciones, comentó con acritud las malas costumbres públicas y privadas de su tiempo.
Es famoso su artículo «Reloj de la Havana» (1801),9 donde
registra el ritmo y los rumores de la vida cotidiana de la ciudad
durante las veinticuatro horas del día, a partir de las seis de la
mañana, cuando «abren los comerciantes sus almacenes», hasta las cinco de la madrugada del día siguiente. Desglosamos
del texto en prosa —que no deja de contener momentos poéticos para una sensibilidad crítica tan selecta como Fina GarcíaMarruz10—, algunas muestras que confirman la sombría visión
de Humboldt:
[...]
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A las siete corren por las calles varios escuadrones de cuadrúpedos conducidos por los africanos para llevarlos a beber: estos instantes son de sumo peligro por la insolencia de
los conductores, quienes después de visitar las tabernas, gritan, corren y atropellan todo cuanto se les pone por delante.
[...]
A las nueve va creciendo el rumor por todas partes.[...] las
plazas se ocupan con las volantes de alquiler, y los caleseros
cometen todo género de desorden; las carretas cruzan libremente por las calles, dejando surcos por donde pasa la inmensa mole de sus ruedas, con lo que hacen irremediable la
destrucción de los pisos. [...]
A las diez de la mañana [...] si la estación es de lluvias, no
puede andarse por las calles sin el riesgo de las salpicaduras
de los caleseros, y sin temor de sumergirse en las pocilgas o
en las lagunas de cieno que decoran nuestra patria [...]
Al llegar a la última hora de este atareado recorrido por el
tiempo en un día habanero, cinco de la mañana, cuando «principian los tambores a templar sus cajas para saludar a Diana»,
Zequeira hace detener los movimientos de su reloj y dice reservarse «para dibujar más adelante el retrato de la Aurora, si acaso la graciosa Talía se digna dispensarme sus pinceles».
Pudo Talía serle propicia, y a principios de 1802, también en
el Papel Periódico, apareció el «Retrato de la Aurora» 11 en romance octosilábico, donde se complementan visiones del «Reloj...» para volver a poner en evidencia hábitos repudiables de
sus convecinos de la capital:
[...]
Silencio, que ya a las torres
suben legos diligentes,
y sonando rudos bronces
a la ciudad estremecen;
[...]
Perezosos bostezando
se levantan los sirvientes
a barrer las escaleras
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y a limpiar algunos muebles.
Salen muchos a las calles
no a regarlas de claveles
ni a ejercer la policía,
sino a derramar las heces.
[...]
Todavía en 1804, en El Criticón de la Havana, el poeta habanero consagraba uno de sus demoledores artículos al mismo tema:
Yo creo que entre todas las ciudades que merecen el nombre de civilizadas, no puede haber una siquiera que se asemeje a nuestra patria por la horrorosa inmundicia de sus
calles. [...] La Habana sería siempre un pantano de inmundicias, mientras nosotros mismos no impidamos los progresos
de las bárbaras costumbres que están introducidas. [...] 12
Algunos escritores contemporáneos nuestros han reflejado en
sus obras esa lamentable imagen de La Habana de fines del
siglo XVIII y principios del XIX. Por ejemplo, Alejo Carpentier (19041980), en los inicios del primer capítulo de su novela El siglo de
las luces, describe con trazos goyescos la ciudad, en tácita referencia a Humboldt. Por su parte, Nicolás Guillén (1902-1989)
la recrea con crudo realismo en el «Soneto (La Habana siglo
XVIII)» de su libro El diario que a diario:13
La aldea es ya ciudad, mas no por ello
se piense que dejó de ser aldea:
en las calles el pueblo caga y mea
sin que el ojo se ofenda ni el resuello.
Paciencia hay que tener más que un camello
con el agua podrida y la diarrea,
y quien de noche ingenuo se pasea
a escondido puñal arriesga el cuello.
Moscas, mosquitos, ratas y ratones,
polvo hecho fango, charcas pestilentes,
fiebres malignas, chancros, purgaciones,
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contagio son de bestias y de gentes,
bajo un sol de ladrones y gritones
y una luna de dientes relucientes.
Ya se ha visto cómo los habaneros ilustrados se preocupaban
por erradicar cuanto perjudicara la salud de la población y la
grata imagen inicial de la ciudad, a fin de que fuera total la
visión de gracia y luz que la caracteriza. Pero eso fue lento proceso de varias décadas.
Una de las consecuencias inmediatas de la breve ocupación
inglesa, fue la decisión adoptada por las autoridades españolas
de reforzar las defensas de la ciudad. Se le dio prioridad a la
terminación de las murallas que se habían comenzado a construir desde 1674 hasta 1697, y que entonces abarcaban sólo el
espacio del litoral desde La Punta hasta la Capitanía del Puerto. A iniciativa oficial, los vecinos pudientes aportaron los esclavos necesarios para terminar la obra, y el cinturón de piedra
que rodeó a la ciudad se completó entre 1764 y 1797.
Es de suponer que más de un poeta habanero dejara grabada en sus versos la ruda presencia de aquella prolongada barrera —construida a tan duro esfuerzo de la explotación
humana— que separaba la vieja ciudad intramuros tanto de su
entorno marítimo como de la otra que crecía pujante en extramuros. Al menos hay que acreditarle también a don Manuel de
Zequeira y Arango el aporte de incluir las murallas en la prolija
crónica que escribió en romance heptasílabo y a la que dio
título evidentemente excesivo: «Descripción exacta de la general alegría y majestuoso modo con que se descubrió al público
la excelente estatua del señor don Carlos III, el día 4 de noviembre de 1803, erigida por el pueblo de La Habana a la memoria de tan benéfico rey, y colocada en el centro de la primera
plazuela del Paseo Extramuros.»14
El Paseo Extramuros, luego Alameda de Isabel II, estaba en el
actual Paseo del Prado, y esta primera ubicación de la estatua
de Carlos III se sitúa donde luego se levantó —y permanece—
la Fuente de la India, en Prado entre Monte y Dragones. La
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estatua fue trasladada después al inicio del Paseo de Carlos III
—que comenzó a construirse en 1835—, y de donde se ha removido recientemente. En la composición de Zequeira, las murallas aparecen cuando los cañones de sus baluartes disparan
las salvas de honor de la ceremonia:
[...]
En este punto rompe
su silencio la plaza,
y trompas giganteas
que adornan sus murallas,
por sus defensas puestas,
de los Brontes fraguadas,
concibieron con fuegos
y fuegos abortaban, [...]
[...]
Y en la ciudad festiva
las torres elevadas,
soberbios edificios
y las mismas murallas,
con tal trepidación
sus ruinas amenaza.
[...]
Arrimo ya mi lira
al pie de esta muralla,
de la Madre más digna,
siempre feliz Habana:
amante de sus hijos
y de ellos muy amada.[...]
Las murallas aparecen como personajes secundarios en el
aparatoso espectáculo descrito, pero personajes imprescindibles. A sus pies rinde la lira el poeta en ademán de pleitesía a
su amada ciudad, de cuya fisonomía eran ellas aún parte indivisible. Tanto, que a las murallas iba a retornar la traviesa musa
del poeta habanero, una musa que le divertía en sus ocios y
tedios de militar de carrera.
18
Notas
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
Francisco Dávila Orejón y Gastón. Excelencias del arte militar y varones
ilustres. Madrid, 1683. Citado por Eusebio Leal Spengler, La Habana,
ciudad antigua. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1988.
La obra de Arrate permaneció inédita hasta 1830, al editarla en La Habana la Sociedad Económica de Amigos del País. Hay una edición de la
Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, La Habana, 1964.
La primera edición de 1880 de esta obra, la reprodujo Fernando Ortiz,
en su Colección de Libros Cubanos, Cultural S.A., La Habana, 1929.
Antonelli fue publicada en 1839 en la revista La Cartera Cubana, y reproducida en la Colección de novelas, cuentos, leyendas, etc., de autores cubanos, 1855. Hay una edición reciente.
Parnaso cubano..., por don Antonio López Prieto. Habana, editor Miguel
Villa [1881]. Introducción, p. L.
José Lezama Lima. Antología de la poesía cubana. La Habana, Consejo
Nacional de Cultura, 1965, t. I, p. 156.
Parnaso cubano..., ob. cit., p. XLI.
Alejandro de Humboldt, ob. cit. en nota 3.
Emilio Roig de Leuchsenring. La literatura costumbrista cubana de los
siglos XVIII y XIX, t. IV, «Los escritores». La Habana, Oficina del Historiador de la Ciudad, 1962, pp. 34-37. «Reloj de la Havana» se publicó en el
Papel Periódico el 9 de agosto de 1801.
Fina García-Marruz. «Manuel de Zequeira y Arango», en Estudios críticos, por C. Vitier y F. García-Marruz. La Habana, Biblioteca Nacional
José Martí, 1964.
Roig de Leuchsenring, ob. cit., pp. 50-52.
Ibid., pp. 67-68. El artículo se titula «Policía de calle», y se publicó en El
Criticón de la Havana, nov. 13, 1804.
Nicolás Guillén. El diario que a diario. La Habana, Ediciones Unión, 1972,
p. 20.
Poesías del coronel D. Manuel de Zequeira y Arango. Segunda edición
corregida y aumentada... La Habana, 1852, p. 109.
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