la castidad matrimonial - Santuario de Schoenstatt

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la castidad matrimonial - Santuario de Schoenstatt
Retiro de Cuaresma 2015 Como Santuarios Vivos, brille nuestra luz delante de los hombres La castidad matrimonial P. Carlos Padilla Queremos brillar como brilla Cristo. Queremos que en nosotros se vea la luz de Dios. Es el
misterio de los cristianos. Cuando viven cerca de Dios, de la fuente de vida, tienen una luz
diferente. Su forma de vivir, de mirar, de hablar, de amar, refleja el amor de Dios. El cristiano
brilla cuando está unido a Jesús. Es un misterio. Surge algo especial a partir de su amor humano.
El corazón se llena de vida y esperanza. Vale la pena dar la vida por amor a Él. Este año
celebramos el año dedicado a la vida consagrada. Los consagrados son completa propiedad de
Dios. Se han consagrado a Él, le pertenecen. Han puesto su vida en sus manos para siempre. Es
un misterio, una ruptura en el camino normal del hombre. Dios los entresaca de su pueblo y los
coloca como antorchas que marcan un camino. Su presencia nos recuerda que Cristo quiere
brillar a través de los hombres. Los consagrados viven su pertenencia al Señor en el seguimiento
fiel de los consejos evangélicos. En la forma de vivir la pobreza, la obediencia y la castidad imitan
la vida de Jesús. Siguen sus pasos. Los pasos de Aquel que vivió consagrado a su Padre y a los
hombres. La santidad brilla en ellos. Viven la obediencia a Dios en lo cotidiano. Pero todos los
hombres estamos llamados a pertenecerle a Dios en nuestro estado de vida. Cada uno con su
vocación. Dios quiere que nuestra voluntad, nuestro corazón, nuestros pensamientos, giren en
torno a Él. Somos esos santuarios vivos en los que resplandece el rostro de María. Para ser
santuarios vivos tenemos que girar en torno a Dios. Nuestro corazón es un santuario donde brilla
la luz de Dios. Es por eso que en este retiro queremos mirar nuestra vida matrimonial como un
verdadero santuario. En nuestra vocación somos un faro que refleja la luz de Dios. Allí se
manifiesta su amor. Los consejos evangélicos, vividos de forma plena, con nuestros límites y
debilidades, nos ayudan a ser fieles a nuestra misión. Vivir la pobreza como la vivió Jesús. Vivir
la obediencia al querer de Dios en cada momento. Vivir la castidad en un amor fiel y profundo.
Quiero detenerme en la importancia de cuidar el amor matrimonial. Cuando el amor que Dios ha
sembrado en vuestros corazones palidece, deja de brillar la luz de Dios en nuestro amor.
Voy a detenerme en esta charla en el consejo evangélico de la castidad. Siempre que
mencionamos esta palabra resuenan en el corazón mensajes negativos y limitadores. La castidad
matrimonial parece de primeras una contradicción, pero no lo es. A veces vemos la llamada a ser
castos y puros como algo opuesto a una vida matrimonial armónica en el que el cuerpo y el alma
se donan por entero. Se ve la castidad como el límite a nuestra entrega. ¿Hasta dónde podemos
llegar? ¿Qué podemos hacer y qué se sale fuera de los límites dentro del matrimonio? ¿Qué
permite la Iglesia? ¿Qué prohíbe? Muchas veces nuestra moral sexual ha estado centrada en los
límites, en los mínimos. Vemos más las sombras que la luz. Más que ayudar a desarrollar un
amor pleno, hemos estado preocupados de saber hasta dónde podemos llegar. Como queriendo
saber cuándo me ampara la norma, o un cura benévolo que me diga que algo no es pecado. Y
cuándo estoy fuera de lo que la Iglesia defiende. Esta forma negativa de ver la moral la tenemos
muy metida en el alma. Vivimos poniendo límites y tratando de mantenernos dentro de los
mismos. Cumpliendo, pasando por esa fina línea que divide lo que está bien de lo que está mal.
Cuando me detengo a leer el Catecismo de la Iglesia Católica descubro que la castidad es «una
virtud moral y también un don de Dios» (C.I.C. n.2345). Una virtud a cultivar y un don que se me
regala. Además explica que: «La virtud de la castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza,
que tiende a impregnar de racionalidad las y los apetitos de la sensibilidad humana» (C.I.C. n.2341). Pero,
¿en qué consiste realmente la castidad? El Catecismo dice que: «La castidad significa la integración
lograda de la sexualidad en la persona y por ello, en la unidad interior del hombre en su ser corporal y
espiritual» (C.I.C. n.2337). Esta es una virtud que se adquiere a través de: «Un aprendizaje del dominio
1 de sí, que es una pedagogía de la libertad humana» (C.I.C. n.2339). Hoy en día se tiende a identificar
sexualidad con la genitalidad. La consecuencia es que se reduce el amor a sexo o se separa el
amor del sexo, pero no se relacionan orgánicamente. La sexualidad ha de estar integrada en todas
las facetas de nuestra vida.
Cuando pienso en la castidad pienso en algo más amplio que en el control del instinto sexual.
Una persona casta es una persona íntegra. Es aquel que se posee a sí mismo, que tiene los
distintos aspectos de su vida integrados. Es aquel que no se desparrama en el mundo, en los
demás. Tiene un centro en el alma, un mundo propio, un núcleo. Es alguien que ama con toda su
alma y con todo su cuerpo. Se posee para darse de forma exclusiva a alguien. Es algo sagrado. Es
el misterio más bonito y profundo del matrimonio. Y en él está Dios. Es el movimiento de ser y
darse, de ir hacia el otro y de guardarse. En el matrimonio tampoco me diluyo en el otro. Me
guardo cada día y me doy al otro cada día de una forma que no me doy a nadie. Al darme no
caigo en los escrúpulos. No busco continuamente dónde está el límite en el ejercicio de la vida
sexual. Amo con todo mi ser. Pero antes de darme en el amor, me poseo. Es importante cuidar mi
mundo interior, mi relación personal con Dios, el jardín de mi alma donde Él habita de forma
especial. Y por otro lado, darme desde lo que soy al otro, desde ese mundo propio que sólo se
abre para el otro y para Dios. Una persona casta es aquella que está guardada. El pudor protege
su alma, su ser más profundo. Es aquel que ha sabido ahondar y se conoce. Conoce sus pasiones
y debilidades, sus fuerzas y tentaciones. Sabe lo que hay en lo más hondo de su ser. No teme las
sombras. Vive en la luz. Se ha guardado. O bien para entregarse totalmente a Dios en la vida
consagrada. O bien para entregarse a aquella persona a la que ama. Vive la paciencia del amor,
que se construye sobre la entrega generosa y la renuncia consciente. Sabe que por amor se lo
entrega todo a Dios o a aquella persona a la que le ha entregado su vida. Sólo puede dar lo que
tiene porque se posee, se conoce y se ama. No vive escondiendo su verdad. Vive la verdad con
inocencia. Es aquella persona que mira su vida con ingenuidad, con mucha paz. Su pureza está
en su forma de ver la vida, a las personas, el amor. Una persona casta no vive buscando los
mínimos, pretendiendo conocer hasta dónde puede llegar. Se da sin límites. Se guarda sin límites.
Se entrega totalmente. Se reserva totalmente para Dios si es consagrado. La castidad es la virtud
que habla de un alma magnánima, grande, sin límites. Que sueña con los mares más profundos y
se eleva a las cumbres más altas. La castidad es una gracia, un don, que se construye sobre la
belleza de un alma inocente que sólo busca amar desde la verdad. Es cierto que estamos heridos
por el pecado. Esa ruptura nos divide. Y se convierte en misión de nuestra vida llegar a
poseernos, tener una sana armonía, unir el corazón y la razón. Que la voluntad esté llena de
alma. Que nuestra vida, dentro de sus debilidades, esté en una sana armonía interior. El
poseernos para poder darnos es tarea para todo el camino que tenemos por delante. Se convierte
en ideal y en misión. Vivir la castidad no es entonces un deber sino el sentido de nuestra vida
como cristianos. Vivir castos es vivir esa integridad que anhelamos. Es vivir el amor en plenitud.
Pienso que la castidad matrimonial es don y una tarea. Tiene que ver con volver a escoger cada
día. Es la opción de toda la vida. Opto por algo cada día y renuncio al resto de las opciones cada
día. Elijo a la persona a la que quiero, la vuelvo a elegir. Es el único en mi vida. Y me entrego en
cuerpo y alma de forma única. Con todo lo que soy. Por eso podemos decirle a nuestro cónyuge:
«Entre todas las posibilidades del mundo, te elijo a ti. Sólo a ti. No te elegí en un momento de nuestra vida
cuando nos encontramos, sino cada día te elijo. Y te hago sentir que te elijo, que eres el primero. Solo a ti.
Te vuelvo a elegir. Te hago sentir que eres el único». Me parece importante. Una mujer le decía a su
marido que ella pensaba que cuando Dios la creó, escribió una carta de amor para ella en su
alma. Cuando se encontraron, ella pudo leer en su marido esa carta de Dios guardada allí desde
siempre. Ella lee en él las palabras que Dios le dirige. A través de él descubrió la voz de Dios de
una forma especial y personal. No podría haber sido a través de otro. La castidad en el
matrimonio tiene que ver con la pertenencia. Es un sello. Nos pertenecemos mutuamente y juntos
a Dios. Pero juntos. ¿Hace cuanto que no le digo, o le escribo a mi cónyuge que es el único, que
con él la vida es diferente, que me ha cambiado la vida, que me encanta como es, que una y mil
veces le volvería a elegir, que le quiero para siempre? La castidad es un fuego interior y se
2 manifiesta en el exterior. En el pudor externo ante personas que no son mi cónyuge. En la forma
de mirar, de estar, de relacionarnos con otros. Pero es algo interior. Creo que es sano cultivar lo
exclusivo con mi cónyuge. No significa sólo no cultivar la relación con personas que no sean mi
cónyuge, o no pensar en otros, sino tener entre nosotros una complicidad, una intimidad, algo
que nos hace únicos. No desparramarnos en el resto, en el mundo. En los amigos, en la vida, ni
siquiera en los hijos. Nos preguntamos: ¿Cómo es mi historia de amor con marido, con mi mujer? ¿En
qué momento estamos ahora? ¿Cómo es la expresión de mi ternura? ¿Cómo necesita mi cónyuge que la
exprese? ¿Cómo recibo yo su ternura? ¿Qué necesito de él?
Las caricias físicas expresan lo que las palabras no saben decir. Creo que es importante no herir
al otro rechazando caricias que en un momento pueden costar. Por otro lado, pienso que para
que una caricia sea pura, tiene que expresar algo del alma. Para la mujer es más evidente. Para el
hombre no tanto. El hombre es más capaz de separar los campos. Puede tener relaciones aunque
haya habido antes un desencuentro. En la mujer va todo unido. En eso tenemos que ayudarnos.
A veces lo físico sana el alma. Y nos ayuda a encontrarnos. Y otras veces, es verdad, antes hay
que hablar, o salir juntos, o escribirse, o rezar y pedirse perdón, antes que recurrir a la expresión
física. En eso cada uno tiene que cuidar al otro. Saber esperar, pensar en el otro, también en las
caricias. Pensar en el otro siempre. La ternura. La pasión. La mirada. La intimidad. Las caricias.
Renunciar a mí por amor al otro. Aprender en cada etapa de nuestro matrimonio a expresar el
amor que damos por hecho. Ser creativos. Creo que hoy podemos pensar cada uno cómo es mi
ternura hacia el otro. En qué necesitamos cuidar más la intimidad, la exclusividad. La pasión.
¿Cómo creo yo que necesita el otro que yo le muestre que lo quiero? ¿Cómo es mi ternura?
La castidad nos habla de un amor profundo por mi cónyuge. El día de nuestra boda se lo
dijimos: «Sólo por ti. Sólo tú». Pero creo que la castidad tiene que ver con esforzarnos por vivir
esto cada día, en cada momento y luchar para que el otro lo sienta. Que se sienta seguro a mi
lado. Lo que vivimos entre nosotros es nuestro. La castidad no es un «no» a ciertas cosas. Es más
bien un «sí» hondo y sencillo al otro. Mi camino de santidad es con el otro. Vamos juntos hacia el
cielo. Tiene que ver con la exclusividad y la pertenencia. La castidad tiene que ver con la pasión.
Con el amor hacia el otro de forma integral. Con mi cuerpo y con mi alma. En las palabras y en
los hechos. En los gestos. Me guardo para darme a él. Sólo a él. Sólo a ella. La castidad siempre
tiene que ver con la renuncia y con la pasión. Los dos pilares son importantes. La castidad
matrimonial tiene que ver con la expresión más honda de caricias, gestos y palabras. Muchas
veces caemos en el mutismo, en la pasividad: «Yo te quiero, ya lo sabes». ¡Cuántas veces pasa en el
matrimonio! Creo que es importante cuidar y expresar ese amor. Cuidarlo interiormente y
expresarlo hacia fuera. Expresarlo, a veces como yo sé y a veces cómo sé que el otro necesita
recibirlo. No hacerlo así puede ser motivo de muchas crisis. Yo necesito una cosa y el otro me da
otra diferente. El egoísmo nos aleja. Somos distintos, tenemos distintas necesidades de expresar y
de recibir la expresión del amor. Tenemos que encontrar espacios comunes. No que uno siempre
se sacrifique y el otro gane. ¡Cuántas veces nos quedamos en lo que yo necesito, lo que yo deseo!
El pensar en el otro nos acerca siempre. ¿Qué necesita el otro, qué detalles necesita, qué caricias
físicas y del alma? La castidad es el cuidado de ese amor único hacia el otro. Ese amor que me
hace reposar, me hace sentir seguro, me hace ser mejor. Se expresa en las caricias, en los detalles,
en los abrazos, en los besos, en esas cosas prácticas que descansan al otro. Son palabras, silencios,
ternura, pasión. Consiste en estar sencillamente juntos. Cada uno tiene que encontrar sus formas,
sus tiempos. También en lo físico. Y también en formas de protegerse hacia los que no son mi
cónyuge. No pensar en personas que no sean mi marido o mi mujer. Querer agradar a mi
cónyuge en mi forma de vestir. Que sienta que es por él. Cuidar la complicidad cuando estamos
en público. No abandonar al otro. Que sienta que estoy ahí. No contar nuestra vida más intima a
otras personas. No reírme de él ni quejarme de él todo el tiempo. El primer ámbito de intimidad
siempre es mi marido o mi mujer. Nunca un compañero de trabajo, un amigo, ni siquiera debería
serlo el sacerdote. Lo que tenemos entre nosotros es nuestro y no se lo contamos a cualquiera.
3 Es importante cuidar la intimidad sin móvil, sin ordenadores, sin series de televisión. Estar
juntos sin más. Para cuidar esa vida entre nosotros. Para no desparramarnos. La castidad es elegir
y hacer sentir al otro esa elección. Cuidar lo nuestro. La pasión y la complicidad. La intimidad y
el pasarlo bien juntos. Las caricias y el estar tiempo solos. No dispersarnos en los hijos, en los
amigos, en reuniones de Schoenstatt. El otro es lo primero. Siempre lo primero. Por el otro hago
cosas que no haría en mi vida y dejo de hacer cosas que me gustaría hacer. Y lo hago sin
amargarme, feliz. Por el otro lo dejo todo. Por el otro comienzo de nuevo. El otro es para mí el
amor único. Cuando nos enamoramos de novios, vimos en la otra persona algo que nunca
habíamos visto antes, algo que nos completaba, que nos complementaba, que nos encantaba.
¿Qué era eso? Ahora con más motivo lo vuelvo a recordar. ¿Sigue vivo en mi alma? El otro es mi
camino. Mi vida. Mi hogar. ¿Qué es eso único que tiene el otro que me completa, que me hace
feliz? La castidad también tiene que ver con la verdad. Con no mentir nunca al otro. Ni con
pensamientos, ni con palabras, ni con secretos. La limpieza. La pureza. No hay doblez ni puntos
oscuros. Que el otro siempre sepa en qué estoy. Mi mirada. ¿Cómo le miro?
¿Cómo se logra que nuestro amor esté integrado? El P. Kentenich hace una diferenciación entre los distintos tipos de amor que se dan en el
matrimonio. El amor sexual debe estar unida al amor erótico, al amor espiritual y al amor
sobrenatural. Los cuatro amores han de integrarse. Pero, ¿cómo se integra el amor? ¿Cómo
logramos amar sin dividir, amar uniendo? ¿Cómo unimos el pensamiento y el deseo, la voluntad
y los actos? ¿Cuándo podemos decir de una persona que es íntegra? Son preguntas abiertas.
Somos íntegros cuando nuestras palabras y nuestros actos y nuestros deseos entran en armonía.
Pero si estamos divididos por dentro, ¿cómo podemos llegar a amar bien? En la vida matrimonial
hay muchos aspectos. En el amor conyugal hay muchas realidades que han de vivir en armonía.
Pero eso no es así muchas veces. En ocasiones no se cuida el amor erótico y el amor sexual queda
desintegrado. Si no hay unión de almas, ¿cómo se pueden unir los cuerpos? Otras veces el amor
sexual se deja de lado, en aras de una pureza mal entendida o porque no resulta fácil que sea una
experiencia de pareja positiva. Que los cuatro amores estén integrados es un ideal. Pero muchas
veces no se logra en esta vida. Muchos matrimonios viven un gran vacío y soledad espiritual. Es
verdad que la soledad es parte de nuestra vida, la incómoda pasajera que viaja con nosotros. Pero
esa soledad no tiene que ver con el vacío. La soledad hay que acogerla y cuidarla. El vacío habla
de dolor, de aspereza, de frustración. Aspiramos en el matrimonio a reflejar con nuestra vida
torpemente el amor de Dios. Estamos muy lejos de ello tantas veces. El P. Kentenich insiste una y
otra vez en la necesidad de que los cuatro amores se integren y armonicen. Es el camino de la
santidad matrimonial. Esa integración debe reflejarse en los pequeños detalles de la convivencia
diaria, que en definitiva son las grandes manifestaciones del amor.
Estas formas del amor van creciendo cada una a su propio ritmo. Y según la etapa de la relación
en la que estén los esposos, un tipo de amor estará más en primer plano que otro. Lo importante
es cultivarlos todos, aunque sea en diferentes momentos y a diferentes ritmos. El P. Kentenich,
que era un gran observador de los procesos de vida naturales, solía decir: «Las diferentes formas de
amor se viven según ciertas acentuaciones. Por ejemplo, es posible que al principio sea el amor sexual el que
ocupe el primer plano. Pero también es posible, y en verdad lógico, que tarde o temprano sean las otras
formas del amor las que pasen a ese primer plano. En cualquier caso, una cosa es cierta: si como esposos
trabajamos con seriedad en nuestro camino de perfección, tenemos que aprender a realizar el acto sexual de
tal manera, que se convierta para nosotros en un medio de santidad»1. Por tanto, la virtud de la
castidad, especialmente en el acto sexual, debe llevar al matrimonio a integrar estas cuatro facetas
del amor personal y con ello, a la expresión más alta de la perfección en el amor: la santidad
conyugal. Por eso dice: «En general es muy difícil que el acto sexual sea una expresión directa y
consciente del amor sobrenatural, del amor espiritual y del amor de eros. Por eso, es recomendable velar
1 J. Kentenich, Lunes por la tarde. El amor conyugal, camino a la santidad
4 siempre para que en toda nuestra vida matrimonial sean estos últimos los que revistan el mando»2. La vida
matrimonial es más que el acto conyugal. Este debería ser expresión de toda una densidad de
diálogo entre los esposos, en el que las diferentes formas del amor se ponen en juego. Me
detendré ahora en los distintos tipos de amor.
Primer tipo de amor, el amor sexual. El amor encuentra en la sexualidad, concretamente en el acto sexual, su culminación.
Constituye la expresión máxima de la unión conyugal. Es verdad que durante mucho tiempo en
la Iglesia, la sexualidad se ha visto como algo pecaminoso, tan sólo como el paso necesario para
la vida. Se consideraba el aspecto menos santo y puro de la vida marital. Casi como un obstáculo
para que los casados pudieran vivir una vida santa, y fueran dignos un día de ser canonizados.
Se concebía que la única forma de preservar la pureza y la castidad en el matrimonio era la
abstinencia casi total. Un matrimonio santo era un matrimonio casto casi de forma absoluta.
Gracias a Dios esa imagen ya ha cambiado. Hoy se ha pasado de ver la sexualidad como un tabú
a verlo como lo más natural. No obstante, en nuestro interior, lo seguimos viendo como algo que
en lugar de acercarnos a Dios, muchas veces nos aleja de Él y de la pureza que Él representa.
Sin embargo, el amor sexual es algo esencial en la vida matrimonial. Es expresión, camino y
seguro de una auténtica santidad matrimonial. Estamos hablando de una vida sexual sana. Pero
en ocasiones no es así. El P. Kentenich decía: «Para que esta unión no se convierta en un acto animal
debo realizarlo como persona»3. Hoy se vive una sexualidad disociada, sin eros, sin que haya sido
redimida por la gracia. Una sexualidad impersonal y despersonalizante. La película «Las
cincuenta sombras de Grey», que ahora parece estar tan de moda, muestra un amor que no es
verdadero amor. Una forma de amar que puede confundir a muchos. Allí hay dominación,
violencia, egoísmo, sometimiento, chantaje, pero no verdadero amor. Su éxito nos habla del amor
distorsionado que muchas veces el hombre busca. Un amor egoísta y enfermizo que no es el amor
que estamos llamados a vivir. No es un amor que nos lleva a una vida plena. Dice el Padre: «El
sentido del matrimonio es que nos encontremos uno con el otro de una forma extraordinariamente íntima,
que nos amemos íntimamente»4. El amor sexual es fundamental. Pero es verdad que hay muchos
matrimonios que no llevan una vida sexual sana, integrada. O han caído en el nivel infrahumano
de la sexualidad o en una especie de vida casta sin cuerpo, donde sólo hay espíritu. En muchos
casos no se no logra integrar y sublimar el amor carnal. Hoy se da con demasiada frecuencia una
sexualidad enfermiza que separa el eros, del amor espiritual y sobrenatural. Si permanecemos en
el ámbito instintivo, y no logramos integrarlo en las formas superiores del amor, nunca
tendremos una sexualidad ordenada. Hay una publicidad que habla del verdadero amor en el
que todo se integra: «Quiero hacer el amor contigo. Sólo contigo. Siempre contigo. Pero antes quiero ir al
cine contigo, quiero conocerte mejor, conseguir que bailes conmigo, conocer tus preocupaciones, saber con
qué sueñas; quiero que me muestres mil veces que me quieres, saber que me cuidarás cuando esté enferma, y
que lucharás cada día por hacerme feliz. Quiero tu vida con la mía, quiero mi vida con la tuya». Habla de
cómo integrar esos amores. No es muy sencillo. Pero es el único camino.
El Padre Kentenich nos recuerda que la tarea específica de la mujer es cuidar la dignidad
personal en el acto conyugal. Esto lo logra en la medida que procura que el amor espiritual, el
amor erótico y el amor sobrenatural se integren en el amor sexual y no sean nunca excluidos.
Dice: «Si tomamos en serio nuestra perfección matrimonial, debemos aprender a realizar el acto sexual de
tal forma que sea para nosotros un medio para alcanzar la santidad matrimonial»5. Una mujer no puede
acoger un requerimiento sexual si no se siente amada como persona y recibida en toda su
femineidad. El amor personal al tú exalta la dignidad del cónyuge. Amarlo como imagen de Dios
2 J. Kentenich, Lunes por la tarde. El amor conyugal, camino a la santidad
3 J. Kentenich, Lunes por la tarde, 34
4
5
J. Kentenich, Homilía 30 de abril 1961 J. Kentenich, Homilía 30 de abril 1961 5 y templo del Espíritu Santo. El termómetro del amor conyugal viene determinado por la calidad
de la relación sexual. Cuando cumple todas las condiciones mencionadas pasa a ser el acto sexual
un canal de gracias y un camino de santidad. Por eso se habla de los tres altares de la vida
matrimonial. El altar de la eucaristía, donde se encuentran en su vida de oración, caminando
juntos con Dios. El altar de la mesa familiar, en el que ofrecen su vida diaria y elevan su vida a
Dios desde lo más cotidiano. Y el altar del lecho conyugal, donde la expresión del amor llega a su
culmen. Son los tres lugares sagrados del amor. No obstante, todo esto es fácil decirlo y, sin duda,
la vida que lleváis muchos matrimonios, no ayuda a vivirlo de esta forma. El stress diario, las
prisas, el trabajo excesivo, el cuidado de los niños, el cansancio acumulado, los viajes de trabajo.
Las obligaciones sociales, las reuniones familiares, los compromisos, la falta de tiempo para estar
solos. Todo esto no es una ayuda que permita llevar una vida sexual sana. Es necesario, por lo
tanto, preguntarnos dónde estamos fallando y en qué podemos crecer y mejorar. Cada uno sabe
dónde puede poner el acento. Sabemos nuestras debilidades y fortalezas.
Por eso, al mirar nuestra vida matrimonial nos preguntamos: ¿Nuestro acto sexual es una expresión
de nuestra unión espiritual mutua? ¿Nos donamos el uno al otro no sólo el cuerpo, sino también el alma?
El segundo tipo de amor, el amor erótico. Hoy en día, cuando se habla de erotismo, se hace en referencia a una exaltación de lo sensual y
de lo sexual. Pero el contenido de la palabra eros es mucho más rico. Dice Benedicto XVI: «El
eros, degradado a puro sexo, se convierte en mercancía, en simple objeto que se puede comprar y vender».
Sin embargo, el eros es mucho más que eso. Continúa el Papa diciendo: «Ciertamente, el eros quiere
remontarnos en éxtasis hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso
necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación». El eros, entonces, como
dice el P. Kentenich: «Opera como una protección del amor sexual. Es la mutua complacencia que siente
el uno por el otro. Es la fascinación ante la belleza del otro. Esa fascinación tiene una gran fuerza». Es así
como actúa como protección: «Para que lo sexual no se convierta en algo animal, tiene que estar siempre
rodeado de la atmósfera del eros». La atracción mutua ha de cuidarse, porque con el tiempo podemos
perder el interés por la persona a la que amamos. Esa atracción nos saca de nosotros mismos, nos
pone en camino, nos descentra. Es el camino más sano para vencer el egoísmo en el que podemos
caer cuando buscamos sólo la autocomplacencia. El problema es que muchas veces podemos
dejar de tener interés en despertar la fascinación en nuestro cónyuge. Cuando esto ocurre
descuidamos los detalles, ya no nos arreglamos como antes, no queremos estar especialmente
guapos. Hacemos de lo cotidiano y familiar algo vulgar y poco atractivo, como si ya no nos
importara despertar el deseo de la persona amada. Bajo la falsa pretensión de que sólo Dios nos
tiene que querer, de que lo que importa es la oración y la pureza de alma, acabamos descuidando
la ropa que llevamos, nuestro pelo. Deja de importarnos si estamos gordos o flacos. No nos
arreglamos más que para ir al trabajo o a una reunión social. No deseamos que surja el deseo en
la persona amada, en aquel que Dios nos ha confiado en nuestro camino de santidad. Concluye el
P. Kentenich: «Para que el acto sexual no sea un acto animal, los esposos deben cultivar siempre ese amor
de eros, aunque estén avanzados en edad». Se trata de cuidar la atracción por toda la persona, por la
persona completa y durante toda nuestra vida. No importa que llevemos veinticinco, cuarenta o
cincuenta años juntos. El amor es para toda la vida. Y cuando lo descuidamos, se enfría y
languidece. Por eso es tan importante cuidar esta dimensión del amor. El amor ascendente nos
saca de nosotros mismos y nos lleva a buscar aquello que despierta nuestras fuerzas interiores.
El amor erótico nos lleva a amar a una persona de carne y hueso, con sus talentos y defectos, no
a una persona ideal. Cuidar el amor erótico es fundamental para que no desaparezca esa fuerza
que nos acerca como esposos. Será necesario, en ocasiones, volver al tiempo del noviazgo,
cuando el fuego nos llenaba el corazón. Recordar y revivir todo este tiempo es una forma de
reencantar el amor. ¿Qué hacíamos parar conquistar al otro? Hay cosas que se olvidan. Es bueno
volver a ellas. Es muy importante cuidar aspectos que cuidábamos cuando éramos novios,
cuando teníamos que conquistarnos mutuamente cada día, cuando nada estaba asegurado y
6 nada se daba por evidente. Cuando no estábamos seguros de nuestra valía. Es necesario
recuperar este espíritu de conquista. Dice C. S. Lewis respecto al enamoramiento y al amor
erótico: «El deseo sexual sin eros, quiere la relación sexual en sí; mientras que el eros quiere a la amada.
Quiere un placer para el cual la mujer resulta una pieza necesaria. Ahora bien, el eros hace que un hombre
desee no a una mujer, sino a una mujer en particular. En forma misteriosa pero indiscutible el enamorado
quiere a la amada misma, no el placer que le pueda procurar. Sin el eros, el deseo sexual, como todo deseo, es
un hecho referido a nosotros». El amor erótico, por lo tanto, enaltece la sexualidad, la orienta a un tú
muy concreto y por eso es capaz de hacernos felices. Por eso el desafío es cultivar este amor
erótico que no conduzca inmediatamente a la genitalidad. Se trata de reencantar el amor, de
rejuvenecerlo. Se trata de volver a admirar al tú, de querer poseerlo en su plenitud, en todo su
ser. Tenemos que aprender a ser creativos. La rutina es el peor enemigo. Nos hace
acostumbrarnos a la vida y nos conformamos con lo que hay. El amor debemos expresarlo
sensiblemente, para atraer y cautivar siempre de nuevo. Es necesario volver a soñar y disfrutar
de los pequeños detalles y destellos de cada día. Hace falta, eso sí, imaginación, creatividad y
tiempo invertido en redescubrir la belleza del amor que Dios nos regala. No podemos pensar
nunca que tenemos seguro y garantizado para siempre el amor de nuestro cónyuge. Es necesario,
cada mañana, proponernos volver a conquistar su corazón, volver a despertar ese amor erótico,
que es capaz de ver la belleza más escondida en el corazón de nuestro cónyuge.
En el cultivo de este amor erótico son muy importantes las caricias y la ternura. La forma de
mirar y de hablar, los gestos corporales, todo eso importa y mucho. Queremos que la persona
amada sienta que en nosotros encuentra reconocimiento y acogida. La caricia es la forma de
decirle a nuestro cónyuge cuánto le queremos y cómo lo aceptamos tal y como es, con sus
talentos y debilidades. Las caricias, los abrazos, son las expresión cotidiana y sencilla de nuestro
amor. Todos necesitamos sentirnos cobijados y queridos. El peligro es cuando abandonamos las
caricias. Por comodidad, por parquedad, por sequedad. Tal vez cuando éramos novios las
practicamos. Luego la vida cotidiana nos hizo ser más fríos. Si falta la unión espiritual es verdad
que la caricia carece de sentido. Otras veces, para evitar llegar al acto sexual, también se evitan
las caricias. Pero nos olvidamos que las caricias no tendrían que conducirnos necesariamente al
acto sexual. La caricia es una forma cotidiana de renovar y acrecentar el amor. Expresa más que
muchas palabras. Es un amor que se expresa de forma muy sencilla. Ese amor puede crecer cada
día. El amor que no se expresa se acaba enfriando. Hablando del abrazo y de la cercanía corporal
dice Von Gagern: «Sabemos qué importante papel puede desempeñar este deseo de sentirse cobijado,
también en el adulto. El niño lo recibe, pero también el adulto necesita sentirse amparado». El abrazo y la
cercanía física son expresión de un amor verdadero. Es muy difícil la cercanía física cuando falta
la cercanía espiritual. Pero es cierto que el contacto físico ayuda mucho a que lo espiritual se
manifieste. El cobijamiento físico, del uno en el otro, es fundamental en nuestra vida, sana
heridas y nos acerca naturalmente al corazón de Dios.
Otro elemento muy importante en el cultivo de este amor es la sonrisa y el juego. Dice Von
Gagern: « ¿Y qué sucede si alguien a lo largo de todo un matrimonio seco jamás ha llegado a sonreír y a
jugar? Han de aprender a relajarse. Tendrán que tomarse el tiempo necesario para dedicarse a una
actividad tan improductiva». La risa y el juego parecen innecesarios, pero no lo son. El cansancio,
las fricciones, las tensiones de cada día y las dificultades, hacen que nos cueste más sonreír y
jugar. Estamos cansados, la vida es demasiado seria e importante. Los problemas demasiado
graves como para reírnos. Pensamos que no hay tiempo para cosas banales. Y que hay muchas
cosas importantes que realizar antes de perder el tiempo. Jugar nos parece una pérdida
innecesaria de nuestro tiempo. Nos cuesta estar distendidos, sin aprovechar cada momento del
día. Nos convertimos en personas muy serias y responsables, sin tiempo para la risa y los juegos.
Por eso hoy nos preguntamos: ¿Cómo cuidamos nuestro amor erótico? ¿Cómo reencantamos el amor
cada semana? ¿Cuidamos nuestro físico, nuestro aspecto y esos detalles que sabemos le encantan a nuestro
cónyuge? ¿Somos creativos, soñamos juntos, cuidamos nuestra capacidad para volvernos a admirar, una y
otra vez, de lo bueno y grande que hay en la persona amada? ¿Somos expresivos en nuestro amor: ternura,
7 caricias, abrazos? ¿Cómo nos miramos? ¿Cómo nos tratamos con nuestras palabras y gestos? ¿Qué tiempo
dedicamos al juego y a la risa? ¿Nos distendemos juntos?
El tercer tipo de amor es el amor espiritual. Este amor es la base de todo el edificio. Es el amor personal y libre, capaz de la fidelidad. Busca
el bien del tú, su felicidad. Anhela la fusión de los corazones y no sólo de los cuerpos. Busca vivir
espiritualmente en el corazón del otro. Es un amor que santifica y eleva el sacramento del
matrimonio. Es la llave maestra de la santidad matrimonial. Decía el P. Kentenich: «En mi cónyuge
descubro valores espirituales. Debo rescatarlos y cultivarlos». Este amor nos hace amarnos como seres
irrepetibles y únicos, como personas con un valor en sí mismas. Es un amor de admiración y
profundo respeto. El respeto en el amor es esencial. A veces nos cuesta respetar y dejar que la
persona amada sea como es, sin querer cambiarla y hacerla tal como nosotros deseamos. Respetar
significa dejar que nuestro cónyuge sea libremente como es, pueda expresarse de acuerdo a su
originalidad y comportarse en respuesta a su verdadera esencia. Tendemos a decidir lo que está
bien y mal de su conducta y proponer los cambios que creemos necesarios. Cuando esto ocurre,
no estamos respetando los tiempos ni la originalidad de la persona amada. Se trata de aprender a
amar al otro como es ahora. Aceptarlo y animarlo, desde el punto en que está ahora, a dar un
paso que le ayude a crecer. Desde lo que el otro es, no desde lo que yo quiero que sea, no desde lo
que yo necesito, no desde lo que yo pensaba que era. Enamorarme de él tal como es, que no
sienta que tiene que meterse en mi esquema y en mi forma de pensar. Que no sienta que tiene
que llegar a cumplir unos objetivos determinados, como si siempre estuviera pasando examen en
mi presencia. Cuando me casé con él, le dije que sí para siempre. Lo dije en un momento de la
etapa de mi camino y de la etapa del suyo. Claro que éramos distintos a como somos ahora. Pero
es sí fue para siempre, aunque la vida nos vaya cambiando a los dos. No importa, el sí se
mantiene con fuerza. Eso no cambia. Mi sí es a él en toda su vida, en su proceso, en cada paso,
con sus cambios. El sí al que era cuando nos casamos. El sí al que es hoy y al que será mañana.
Un sí para siempre. Mucha gente dice que su cónyuge ha cambiado. Y que no es el mismo que
cuando se casó. Puede ser cierto. Todos cambiamos. No somos iguales a los que dieron ese
primer paso. Nuestro sí es un sí en cada paso del camino, acompañando los cambios. Mi cónyuge
puede cambiar pero mi amor tiene que permanecer y crecer, adaptándose. Se trata de acompañar
y aprender a vivir el hoy con intensidad.
La meta del amor espiritual es la comunión o la fusión de corazones. Por eso es tan necesario
saber en qué proceso está el otro. Lo que vive en su alma. No dar por hecho cómo es porque ya lo
conozco. Hay que escuchar. Tenemos que detenernos a mirar por dentro. Dos corazones no
pueden vivir fundidos si no saben lo que están viviendo. Es necesario cuidar la intimidad, el
diálogo de corazón a corazón. No podemos limitarnos a encasillar al otro. Es fundamental que
nos dejemos sorprender. A veces hay mucha soledad en el matrimonio y no se da esa fusión de
corazones que deseamos. Surge la incomprensión y la separación interior. Es como si viviéramos
vidas paralelas. Cuando nos sentimos amenazados en nuestro ser, en nuestro mundo propio, nos
cerramos y no nos damos totalmente. Se crea entonces un vacío en el alma. No salimos de nuestra
cueva. Nos creamos corazas para impedir que el otro, en su falta de respeto, nos hiera con sus
pretensiones sobre nuestra vida. El amor verdadero no manipula ni violenta, no fuerza y no
exige. El amor verdadero respeta siempre y resguarda al tú. Espera y agradece. La falta de
respeto violenta y rompe la comunicación de pareja. Laín Entralgo comenta sobre la verdadera
amistad: «Consiste en dejar que el otro sea quien es y ayudarlo, cuidadosamente, a que llegue a ser lo que
debería ser». Porque estamos en camino y todavía no somos lo que podemos llegar a ser.
Cambiamos, avanzamos, seguimos siendo los mismos y a veces empeoramos. Saber que hay
cambios y procesos es fundamental para tener paciencia y respeto. De esta forma, no nos
ponemos nerviosos y sabemos que hay un camino largo por recorrer. Si no hacemos ese camino,
si no lo respetamos, impedimos el crecimiento. Lo importante es saber que, tanto nuestro
cónyuge como nosotros, estamos dispuestos al cambio, estamos creciendo. Somos historias por
hacer. No hemos llegado a la meta todavía. Estamos en construcción, en camino, imperfectos,
8 soñando con el ideal, caminando a nuestro ritmo. El amor verdadero consiste en mirar al otro
como templo del Espíritu, como reflejo de la Trinidad. Nos arrodillamos delante de él, porque en
él veo a Cristo. Nos arrodillamos ante él en el momento en el que se encuentra. Con sus
imperfecciones y talentos. Allí donde está. Sin querer que esté en otra etapa. Sin pretender que
corra hacia la meta antes de tiempo. Es un amor que acaba amando lo que el otro ama. No es tan
sencillo. A veces hacemos las cosas por amor al otro. Pero lo hacemos con cierto disgusto o pesar.
Nos sacrificamos por amor. Pero llegar a amar lo que el otro ama es algo más grande. Es un don
que Dios nos regala. Que me llegue a gustar el fútbol, o las películas que le gustan a él, o los
libros que me propone porque le gustan. Amar lo que el otro ama, mirar lo que el otro mira. Es
una verdadera transformación interior. Es una gracia que tenemos que pedir. No basta con
tolerar las diferencias. Llegar a quererlas como propias es un desafío mucho mayor.
El amor espiritual busca la felicidad del tú. Desea que el otro, aquel a quien amamos, sea
verdaderamente feliz. Dice Benedicto XVI en la encíclica «Deus caritas est»: «En realidad, eros y
ágape - amor ascendente y amor descendente - nunca llegan a separarse completamente. Al aproximarse la
persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la
felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará ‘ser para’ el otro». Decía el P. Kentenich: «Al
comienzo de la vida matrimonial queremos ser felices por la posesión de nuestra pareja. No significa que el
otro no pueda ser feliz también, sólo que en primer plano está mi felicidad. Yo quiero ser feliz. Con el tiempo
estará en primer plano el pensamiento: yo postergo mis intereses, estoy aquí para hacer feliz al otro; a través
de mi amor el otro debe alcanzar, como persona, la felicidad». Sabiendo, eso sí, que nuestro ser limitado
no podrá nunca colmar el ansia de felicidad que existe en el corazón humano. Sólo Dios va
llenando ese espacio de melancolía y sólo el cielo nos dará la plenitud soñada. Siempre
tendremos que caminar en esta vida con nuestra compañera la soledad. Tenemos que aprender a
quererla. Saber que la soledad nos ayuda a estar con Dios. Nos hace más humanos, más
humildes, más pobres. No por estar rodeados de muchas personas dejaremos de estar solos. No
por ir acompañados nos dejará la soledad. No. Irá con nosotros, pero no importa. La querremos
porque allí Dios nos hablará y saldrá a nuestro encuentro. Lo cierto es que en nuestra entrega
matrimonial queremos que el otro llegue a ser feliz a nuestro lado. Esa felicidad que queremos
dar, la damos con esa conciencia de la propia debilidad para lograrlo. Cuando caemos en la
competitividad y en la rivalidad, nos alejamos de la pretensión de lograr que el otro sea más feliz
a nuestro lado. Nos comparamos. Buscamos sobresalir más. Nos olvidamos que juntos hacemos
el color butano. Separados destaca nuestro color rojo y nuestro color amarillo. Enfrascados en esa
lucha no logramos que el color butano haga referencia a nuestra belleza matrimonial. Queremos
ser nosotros los que brillemos, opacar el brillo de aquel a quien queremos. ¡Qué paradoja!
Hacemos a veces lo que nos destruye, lo que nos hace infelices. El color butano es el ideal al que
queremos tender. Es el color que nos llena, que nos alegra. Y se da porque renuncio a mi color
único. Porque no me importa estar escondido en el otro. Oculto en sus talentos. Hace falta mucha
humildad para aceptarlo. Pero es lo único importante. Porque cuando no es así, y en la vida
matrimonial los cónyuges compiten por lograr hacer visible su belleza individual, desaparecen la
paz y el descanso. Volver a casa es entonces una batalla que tenemos que librar cada día.
Mientras tanto, el color butano es el color de la felicidad, de la plenitud, de la integración, de la
donación. Es el color en el que nos hacemos una sola carne, un solo corazón. Es el color en el que
el tú nos parece lo más importante. Y estamos dispuestos a dar la vida por él.
Cuando los dos adoptamos esa actitud positiva ante la vida y buscamos complementarnos y
enriquecernos mutuamente, todo cambia. No importa lo que pase conmigo, lo que importa es el
otro, su bienestar, su felicidad, su paz y su alegría. El amor es asimétrico. Eso a veces se olvida.
Uno se empeña en dar sólo hasta un punto. Y espera recibir lo mismo. Quiere que las cuentas
estén claras. Parece mejor no dar más de lo necesario. Todo eso nos hace llevar cuenta del bien y
del mal. Del bien que hacemos y del mal que recibimos. Nos hace ser un poco mezquinos en la
entrega. El amor es asimétrico. Cuando damos el cien por cien, no esperamos recibir lo mismo. El
amor de Dios es asimétrico. Lo que Él nos da es infinito. El nuestro es un amor débil y pobre. En
el amor matrimonial, cuando pensamos en enriquecer al cónyuge, nos damos sin medida. No
9 esperamos lo mismo que damos. Porque asumimos la asimetría del amor con mucha paz y
alegría. Es un amor que se da conquistando al otro, tratando de ganar con generosidad su amor.
Dice el P. Kentenich: «Así la mujer estará tratando de conquistar siempre el amor de su marido y el
marido estará, a su vez, tratando de ganarse el amor de su esposa». Es la actitud de querer renovar el
amor cada día. Competimos a ver quién hace más feliz al otro. Nos importa más, mucho más
hacer feliz al otro que ser nosotros felices. Y en realidad, cuanto más damos, más recibimos.
Renunciando a mi felicidad por la felicidad mi cónyuge soy, al final, mucho más feliz. Es la
paradoja del amor que se entrega. Por más que demos, nunca se gasta, al contrario, se hace
fecundo, se multiplica. Queremos privilegiar los intereses del otro antes que los propios. Siempre
tenemos que empezar de nuevo. En esta actitud hay mucha esperanza y ganas de cambiar. Sin
ese espíritu, no se puede hacer feliz a nadie. Porque la tendencia del corazón es el egoísmo. Y el
egoísmo sólo se vence cuando colocamos al otro en el primer plano, pasando nosotros a un
segundo lugar. Hace falta magnanimidad y una generosidad desbordante. Tenemos que ir más
allá de los mínimos. No conformarnos con un amor mediocre que simplemente logra sobrevivir.
Estamos llamados a encontrar el uno en el otro un hogar espiritual, un lugar de reposo. El
corazón del marido debe descansar en el de su mujer y el de la mujer en el de su marido. La
mujer es ante todo madre que acoge y el hombre es el niño que necesita ser acogido. El hombre es
ante todo padre y sabe acoger el corazón de niña que esconde toda mujer. Así es como crece ese
amor espiritual que fundamenta el matrimonio.
El amor espiritual protege la dignidad del cónyuge. El amor verdadero hace sentir al otro todo
lo que vale y reconoce toda la riqueza que lleva en su corazón. Es un amor creativo que siempre
está inventando nuevas formas de amar. El amor espiritual busca hacer el bien, nunca herir. El
sentimiento de valor personal es un instinto muy fuerte en nuestra naturaleza. Si nos sentimos
atacados, la herida puede quedar marcada para siempre en el alma. En la vida matrimonial
puede haber comentarios, frases poco oportunas, silencios hirientes, que dejan herida la relación
para siempre. Echamos tantas veces en cara sucesos ya pasados. En momentos de enfado
podemos decir demasiadas cosas, muchas de las cuales no pensamos realmente. El orgullo, el
amor propio, hacen que ataquemos al sentirnos ofendidos. Las peleas matrimoniales, muchas
veces por motivos tontos y de poca importancia, van minando la relación matrimonial. El amor
se debilita y las heridas y ofensas pesan más en el alma que las alegrías vividas. Por eso es tan
importante escuchar que somos importantes para nuestro cónyuge. Es necesario escuchar y
también decirnos todo lo que valemos. Agradecer y enaltecer, son actitudes fundamentales que
no practicamos muchas veces. Cuando estamos unidos espiritualmente, cuando la intimidad de
las almas es algo cotidiano, el acto sexual tiene una fuerza diferente. Decía el P. Kentenich:
«Nuestro acto conyugal debe ser el acto de una persona espiritual. El cónyuge nunca debe ser tratado como
un objeto. Ambos cónyuges son distintos pero con el mismo valor». Cuando nuestro amor logra que
nuestro cónyuge se sienta valorado y enaltecido, cuando respetamos con nuestro cariño su
dignidad, estamos reflejando rasgos del amor que Dios nos tiene. Mi amor es para mi cónyuge
expresión del amor de Dios sobre su vida. Tantas veces nos cuesta expresar los sentimientos. Pero
sabemos que es necesario sacar de lo profundo del corazón todo lo que sentimos.
El amor espiritual procura la complementación y la aceptación mutua. Cada uno perfecciona su
propia personalidad en función del otro. Los dos cónyuges se necesitan. Por eso es tan
importante no caer en la competitividad. Esas actitudes crean resentimientos que difícilmente se
olvidan. Es necesario luchar cada día por superarnos, por ser mejores, por cambiar lo que no es
tan bueno en nosotros y por desarrollar esos talentos que Dios nos ha regalado. Dice el P.
Kentenich en la oración «Mira, Padre, a nuestra familia» en el Hacia el Padre»: «El amor a la familia
nos da alas para refrenar con ahínco las malas pasiones y esforzarnos por la más alta santidad, con vigoroso
espíritu de sacrificio y sencilla alegría». Nos santificamos por amor al otro, crecemos para darnos
mejor y de forma más sana a nuestro cónyuge. Al mismo tiempo, es necesario respetar al máximo
su originalidad, toda su riqueza y valor como persona. El amor de los esposos es semejante al
amor que viven Cristo y su Iglesia. Se trata de darle un sí al cónyuge, tanto en sus lados positivos
como en sus limitaciones y manías. No es fácil, porque la actitud normal es querer cambiar a la
10 persona amada haciéndola a nuestra medida o según el modelo que nosotros anhelamos.
Nuestro cónyuge no es nunca ideal; tiene defectos y limitaciones. Si no lo aceptamos como es, nos
estaremos siempre rebelando en nuestro interior. El problema es cuando dejamos de admirar sus
virtudes y nos centramos sólo en los defectos, que son los que nos chocan y duelen en la vida
diaria. Hay cosas que no van a cambiar nunca y que tengo que aceptarlas como son. Otras
podrán mejorar si nos esforzamos los dos en ir creciendo. Es necesaria mucha humildad para dar
un salto así en el amor. Aceptar al tú significa entonces aceptar los desengaños que en nuestra
relación sufrimos. Hay errores y heridas del pasado que van a quedar marcadas en el alma para
siempre. Debemos ser capaces de darle el sí a nuestro dolor, a nuestra insatisfacción, fruto del
pecado o de la limitación del otro. Las personas siempre nos van a desengañar y esos desengaños
deberían lograr que pusiéramos la mirada en Aquel que nunca nos desengaña, en el Dios
personal de nuestra historia. Dice S. Pablo: «Revestíos, pues, escogidos de Dios, santos y amados, de
entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y
perdonándoos mutuamente si alguno tiene queja contra el otro». Col 4,2. Se trata de que seamos un
soporte el uno para el otro y sepamos cargar con la debilidad.
El amor espiritual es un amor fiel. La castidad tiene que ver con la fidelidad para siempre. La
fidelidad en sentido amplio. En los pensamientos. En el ocio. En el trabajo. En los sentimientos.
En los hechos. En los detalles. En lo que cuento de mi pareja en público. En cómo hablo a mis
amigos de mi cónyuge. Creo que es bueno tener campos cada uno y respetarlos. Eso ayuda a
cultivar lo personal, lo interior de cada uno, lo propio. Pero es importante que no haya campos
donde el otro no pueda entrar. Vedados, porque eso nos hace egoístas y nos aleja. Incluso en la
oración, cuando rezo, tiene que estar presente mi cónyuge de alguna forma. ¿Cómo le hablo a
Dios de él? A veces sólo nos quejamos del otro ante Dios o ante los amigos, o ante la familia, o
ante el sacerdote. Fidelidad es proteger su honor, su fama, su nombre. Tiene mucho que ver con
la fidelidad mutua en la entrega. La persona que se posee a sí misma, la persona íntegra, sabe
para quién es todo su amor y todo lo que tiene en su corazón. Su amor se entrega fielmente cada
día, en cada gesto. Dice el P. Kentenich: «Nuestro amor debe estar coronado por una fidelidad
inquebrantable. Es la conservación pura y cuidadosa, el acrisolamiento heroico y la declaración de eternidad
del primer amor. La preservación inconmovible del primer amor». Son tres rasgos que tenemos que
cuidar cada día. Muchas veces creemos que la fidelidad se conserva siempre y cuando no nos
entreguemos a otro hombre o mujer. Es una fidelidad pasiva, de omisión. Omitimos la falta, la
trasgresión, pero no construimos un amor fuerte desde la fidelidad activa. La fidelidad a la que
aspiramos es más grande. Cuando no doy mi corazón por entero, cuando me reservo
egoístamente sin darme, también estoy siendo infiel. Cuando me busco a mí mismo, mis deseos y
planes, y no busco la felicidad del otro, no estoy siendo fiel. Podemos vivir juntos, amarnos y
vivir una relación conyugal exigente y, pese a ello, tener el corazón dividido. La fidelidad se
juega en lo pequeño, en la entrega diaria, en la fidelidad constante en cada detalle de amor. La
fidelidad mutua es el mayor regalo que un matrimonio les puede regalar a sus hijos. En el amor
probado, acrisolado y con la aspiración de eternidad, se encuentra esa fidelidad que queremos
dejar como legado a los hijos. Es necesario volver una y otra vez al fuego del primer amor. Volver
a profundizar en nuestra historia santa. Volver a ese amor que Dios sembró en nuestro interior.
¡Qué bien nos hace como matrimonio recordar nuestra historia, volver a ese primer amor con el
que todo comenzó! No para ponernos nostálgicos, sino para reencantarnos en ese amor que Dios
puso en nuestros corazones. Revivir el primer amor es una forma de volver a encender el amor
que nos tenemos. La fidelidad nos ayuda a cuidar el amor adaptándonos a cada momento.
Respetar el camino, acompañar, dar espacio, creer en el otro, confiar en el otro, no vivir solo por
fuera. A veces vivimos juntos pero no sabemos lo que está sucediendo en el alma del otro.
Queremos cuidar lo más sagrado que hay en su alma. Cuidar su vida interior, ayudarle, apoyarle,
decirle lo positivo, lo que brilla en su vida. Ser respetuosos, porque nunca tengo derecho sobre su
alma. No tengo derecho a saberlo todo, el alma es sagrada. Me tengo que callar y esperar. No
forzar la vida. Aguardar a la puerta de su corazón. Anhelar que me abra la puerta para poder
entrar. Sin forzar. Ver a Dios en él de forma especial. Abrir mi alma ayuda también a que el otro
se abra. Cuando soy yo el que cuenta, el que comparte, puedo facilitar que el otro lo haga. Si yo
no lo hago es más difícil que se dé una comunicación verdadera.
11 Hoy nos hacemos estas preguntas: ¿Respetamos la originalidad de nuestro cónyuge, sus tiempos e
intereses? ¿Lo admiramos y lo resguardamos, sin querer manipularlo con nuestras artes?
¿Experimentamos esa comunión de corazones que es la meta de este amor espiritual? ¿Vivimos cada día en
el corazón del otro donde encontramos un verdadero hogar? ¿Aceptamos y valoramos a nuestro cónyuge en
su totalidad? ¿Procuramos que se desarrolle en plenitud? ¿Cómo se encuentra nuestra fidelidad
matrimonial? ¿Sabemos qué es lo que vive ahora mismo nuestro cónyuge? ¿Qué es lo que hay en su alma
ahora mismo? ¿Qué necesita? ¿En qué está? ¿Qué camino ha hecho en su vida? ¿Cómo podemos ayudarle
ahora, a que crezca un poco más, a que despliegue lo que lleva dentro, a que cumpla sus sueños?
El cuarto tipo de amor: el amor sobrenatural Se refiere a la persona en cuanto que es hija de Dios y miembro de Cristo. Con los ojos
humanos no somos capaces de descubrir toda la belleza que el otro tiene. Su profundidad y su
riqueza. La fe es lo que nos permite ver a la persona amada en esta dimensión sobrenatural y nos
capacita para amarla con el amor de Dios. El amor que viene de Dios es el «Ágape», Caritas, y
sana los otros amores. Dice el P. Kentenich: «El amor que le profeso a mi esposa debe ser también un
amor sobrenatural. Porque su cuerpo es morada de la Santísima Trinidad. Es una persona llena de Dios».
Los tres tipos de amor antes mencionados deben sustentarse en el amor sobrenatural que el
Espíritu Santo infunde en nuestros corazones. Esta plenitud de amor ha sido elevada por Cristo a
la categoría de sacramento. La imagen siempre presente es la de la relación de amor de Cristo con
su Iglesia. Se trata de un signo, un reflejo, del amor trinitario que está ante nuestros ojos. El amor
de Cristo y de María, es lo que el matrimonio está llamado a vivir de forma original.
El amor conyugal nos ayuda a vivir nuestra espiritualidad de Alianza. Dice el P. Kentenich:
«Como esposos hemos sellado una alianza de amor. Cultivemos esta alianza de amor hasta el último
suspiro». Esta alianza de amor matrimonial debe ser expresión de nuestra alianza de amor con
Dios y con María. En la práctica, nuestro amor mutuo de esposos, debe ser expresión del amor a
Dios. Dice el P. Kentenich: «Cuando el acto sexual es expresión del amor a Dios y a María, se convierte
en un acto cargado de valor». ¿Cómo lo podemos lograr? Haciendo que toda nuestra vida de amor
de esposos sea expresión del amor a Dios y a María. Sabemos que solos no podemos. Sabemos
que, cuando nos despistamos, la vida con sus prisas nos lleva donde no queremos ir. Por eso es
tan necesario que el amor de Dios llene nuestros corazones y transforme todo nuestro amor, las
distintas dimensiones del amor. S. Pablo compara el amor de los esposos con el amor de Cristo
por su Iglesia: «¿Cómo es este amor? Cristo dio su vida, su sangre, por su Iglesia. Esto debo hacerlo yo
también por mi esposo, por mi esposa. Debo darle mi tiempo y preocuparme por sus intereses y ocupaciones
cotidianas». Se trata de un amor desinteresado y servicial como el de Cristo. El cultivo de mi amor
a Dios, a Cristo, a María, ha de acrecentar y purificar mi amor por mi cónyuge. Es el principal
camino de santidad que debo recorrer. Al final de nuestra vida seremos juzgados en el amor y el
principal amor que Dios nos ha entregado ha sido el amor conyugal como camino de santidad.
El amor de caridad en nuestra vida matrimonial. El amor de Cristo es un amor de iniciativa,
magnánimo, heroico y fiel. Dios tomó la iniciativa para amarnos. Nuestro amor es el que
responde al amor de Dios. El amor de Cristo en nosotros hace que tomemos siempre la iniciativa
en el amor conyugal. Que no esperemos que sea el otro el que actúe, el que nos regale su amor.
Tomar la iniciativa es un don porque nuestra tendencia es esperar a actuar con nuestra respuesta
de amor. Además, cuando el amor de Dios actúa en nosotros, se despierta un espíritu
magnánimo, que no lleva cuenta de las obligaciones, sino que actúa movido por la libertad y la
generosidad en la entrega. En el amor lo importante es no saber contar. No llevar cuentas del mal
que recibo ni del bien que hago. El amor es asimétrico, como el de Dios hacia nosotros. Que no
nos importe amar al cien por cien. Si sólo amamos al cincuenta por ciento esperando recibir lo
mismo, el amor no crecerá y siempre estaremos esperando más de lo que recibimos. La actitud de
María en las Bodas de Caná refleja el espíritu que queremos cultivar en nuestra vida matrimonial.
Se trata de un amor que busca dónde poder servir, estando atento a las necesidades del cónyuge.
Lo que el Señor y María logran en nosotros es que amemos de forma magnánima, con un alma
12 grande que no se queda en las obligaciones y no lleva cuenta de lo que se hace por el otro.
Nuestro amor, además, en el amor de Cristo, está llamado a ser heroico, radical, a no conformarse
y a aspirar siempre a la plenitud que el corazón anhela.
Es necesario aprender a cultivar las pequeñas virtudes. En la vida cotidiana, en lo pequeño, es
donde se prueba siempre nuestro amor. Estas virtudes se llaman pequeñas porque son poco
apreciadas por el mundo. Algunas de ellas son las siguientes: Indulgencia con las faltas del
cónyuge; prontitud para el perdón cuando hemos recibido una ofensa; disimulo, para pasar por
alto ciertos defectos; muchas veces los defectos son resaltados con indignación; incluso fuera de
casa se pueden ventilar faltas y carencias que es mejor lavar en la intimidad conyugal. ¡Qué
importante es la discreción y el sigilo en este punto! Pasar por alto mucho, aunque lo hayamos
observado todo, es el camino para crecer en el amor verdadero. Compasión, que hace suyos los
sentimientos del que sufre. Alegría, con la sencillez de la vida y que se expresa en sonrisas y
gestos. Flexibilidad de espíritu, para enfrentar las dificultades y no ahogarnos en rigideces.
Aceptar las opiniones del cónyuge como buenas e incluso verlas como mejores que las propias.
Humildad, para no querer quedar siempre por encima en las discusiones y no tomarnos
demasiado en serio cuando nos sentimos ofendidos o despreciados. Solicitud para estar atento a
las necesidades de los demás. Bondad de corazón que sabe mirar con un alma ingenua la bondad
que hay en el corazón de los hombres. Una finura atenta para escuchar al cónyuge y saber
aconsejarlo con prudencia. Paciencia con los defectos propios y los de la persona amada. Estas
pequeñas virtudes hacen que el matrimonio crezca en el verdadero amor cristiano. Las queremos
cultivar y descubrir en nuestra vida matrimonial.
Los tres créditos del amor
Señala el P. Kentenich tres créditos que tenemos queda darle a nuestro cónyuge. El primero:
«Un juicio benevolente respecto a las debilidades. La otra persona puede tener muchas debilidades,
asperezas sin pulir, rincones oscuros; eso, en lo esencial, no me perturba, porque abarco a la persona entera.
Éste es el crédito que se concede a la persona a la que se ama». Debo darle este crédito al cónyuge,
aceptarlo cómo es, porque sin esa actitud no podemos crecer. El segundo crédito: «Fe y confianza
inconmovibles en el tú». Es la confianza plena en el cónyuge. Siempre de nuevo confiamos. Aunque
nos hayan defraudado. No dudamos nunca y si la duda viene, la rechazamos. Es una confianza
que ha de venir de Dios. Por nuestro solo esfuerzo no podemos lograrlo. Deberíamos
acostumbrarnos a pensar siempre en positivo, siempre bien, nunca mal. Debo saber dar confianza
en todo momento y, por su parte, ganarme la confianza de la persona amada. El sacramento del
matrimonio nos capacita para amar con un amor sobrenatural que logra volver a confiar incluso
cuando ha experimentado el desengaño en el camino. No es fácil, sólo se puede vivir como don.
Por eso es tan importante vivir reconciliados y reconciliándonos cada día en el matrimonio. No
llevar libro de cuentas. El rencor guardado hace que el amor se enfríe. Aprender a perdonar es un
regalo de Dios que tenemos que pedir continuamente. No puede ser que pasemos días sin
hablarnos en el matrimonio después de una pelea, con la comunicación rota por alguna ofensa no
perdonada. No es posible. Tenemos que pedir el don de saber pedir perdón y de perdonar
siempre de nuevo. Necesitamos un amor gratuito como el de Cristo. Un amor que se entregue sin
esperar nada, sólo por el bien del tú. El tercer crédito dice: «El verdadero amor ve las debilidades pero
no las aquilata unilateralmente. No sólo no es ciego, sino que es clarividente. El verdadero amor da el valor
de ayudar al cónyuge, con todos los medios, a superar esas debilidades; a mitigarlas y disminuirlas cada vez
más». Muchas veces falta el diálogo de pareja que puede ayudar a crecer en este tercer crédito.
¡Cómo nos cuesta ayudarnos en la vida matrimonial! Nos cuesta decirnos las cosas que nos
duelen y las acabamos evitando o tapando, hasta que explotamos. No nos dejamos corregir por
orgullo y no corregimos con delicadeza y cariño. Lo hacemos de forma brusca, cuando ya no
aguantamos más. En Schoenstatt hay medios que pueden ayudarnos en esta lucha: la revisión
mensual de nuestra vida matrimonial, la conversación semanal con calma sobre nuestra vida y la
oración diaria como matrimonio. Además, una vez al año, al empezar el curso, podemos mirar
13 hacia atrás y ver en qué deberíamos centrarnos pensando en el siguiente curso. Somos
responsables, por vocación, de la santidad de nuestro cónyuge.
Algunas preguntas que surgen: ¿Cómo cuidamos nuestra alianza de amor matrimonial? ¿Cómo
hacemos que la oración sea el centro de nuestra vida matrimonial? ¿Somos reflejo del amor que tiene Cristo
a su Iglesia? ¿Qué virtudes de las mencionadas están presentes en nuestro matrimonio? ¿Qué virtudes
sería bueno cultivar y adquirir?
Esta riqueza del amor conyugal trae consigo tensiones y dificultades. Sólo en el cielo viviremos
definitivamente sin tensiones. El pecado original, y nuestro propio pecado, pueden hacer que la
polaridad existente lleve a una tensión destructiva. Se trata entonces de armonizar estas distintas
formas de amor sobre las que hemos hablado, por medio de la gracia recibida por el sacramento
del matrimonio. Los cónyuges somos ministros de esta gracia siempre en la iglesia doméstica que
es la familia. Es el camino de la verdadera educación matrimonial en el amor. Varias preguntas
surgen entonces en nuestro corazón: ¿Cómo se da en nuestra vida matrimonial cada una de las formas
de amor antes mencionada? ¿Dónde encontramos más dificultades para crecer en nuestro camino de
santidad matrimonial?
Los grados en el amor El P. Kentenich habla de los grados del amor: «Distinguimos en todo amor, primero el amor que
acentúa marcadamente el yo. El amor primitivo se busca a sí mismo». Es normal que nuestro amor
comience siempre en esta fase. Es la fase inicial que no puede ser rechazada. Comenzamos en la
tierra y soñamos con el cielo. Lo malo es si nos estancamos en este primer amor y no avanzamos.
Dice el P. Kentenich: «La mayoría de los matrimonios se rompen porque se quedan en un amor mutuo
primitivo. La vida matrimonial ha de ser una verdadera escuela de amor. Deben vivirse y practicarse todos
los grados de amor». Es fundamental crecer en el amor, avanzar por el camino de santidad al que
Dios nos llama. Sin embargo, el mayor peligro es estancarnos en la mediocridad y perder el deseo
de crecer y mejorar en nuestro amor.
El segundo grado del amor es un amor clarificado. Dice el Padre: «Sólo en forma lenta este amor
egoísta, primitivo, se convierte en un amor maduro, clarificado y desinteresado. La vocación principal del
cristiano consiste en aprender a amar. ¿Cómo es nuestro amor conyugal? ¿Es un amor maduro?». Se trata
de pasar de un amor centrado en el yo, a un amor más generoso y centrado en el tú. No es un
crecimiento lineal, sino que, como todo crecimiento, es en espiral. El paso de un punto a otro es
lento y hay constantes que se vuelven a repetir, aunque sea con menos intensidad. Lo importante
es no dejar de ascender aunque caigamos y tengamos que levantarnos de nuevo con ilusión.
El tercer grado del amor es un amor magnánimo. Se trata de un amor crucificado. No hay
verdadero amor cristiano que no haya pasado por la cruz. Dice el Padre: «Sólo un alto grado de
amor, de amor perfecto, nos hace capaces de soportar nuestra condición mutua. Si el amor conyugal no está
enraizado en el amor a Dios y a María es imposible ascender hasta esas alturas». El amor acrisolado y
magnánimo no se contenta con una vida fácil y superficial. Siempre aspira a lo más alto y busca
la plenitud del amor. Busca la felicidad plena del cónyuge, su santidad. Vivir este grado del amor
nos exige superar el infantilismo presente en el amor primitivo. Es un camino largo que estamos
dispuestos a recorrer con la ayuda de la gracia de Dios, con la fuerza del Espíritu. Si no, sería algo
impensable. El amor maduro se puede definir así: «El amor impulsa al sacrificio y el sacrificio
alimenta el amor. Olvidamos que la vida matrimonial es una vida de sacrificio. Cité a Adolf Kolping: - La
mesa familiar no es una mesa de placer sino un altar de sacrificio». El amor sabe que es necesaria la
cruz, que es parte de la vida y que el sacrificio nos purifica y nos acerca más al corazón de Dios.
Vistos los grados y el crecimiento necesario en nuestro amor conyugal, podemos caer en la
desesperanza, y pensar que todo esto sólo es posible para algunos matrimonios muy especiales,
con mucha altura. No es así, todos estamos llamados a aspirar a este amor que nos santifica. Para
14 ello, está claro, necesitamos la ayuda continua de la gracia, la acción del Espíritu Santo. En
ocasiones necesitaremos ayuda de algún especialista que nos muestre cómo mejorar en la
comunicación y en la expresión del amor. Siempre tendremos que confiar y creer contra toda
esperanza. Y cuando caigamos, pediremos perdón, perdonaremos, y volveremos a empezar. El
sacramento del matrimonio abre un canal de gracias que se derraman en nuestro hogar, iglesia
doméstica, escuela de una verdadera santidad. Cristo y María quieren regalarnos el don de un
amor pleno y grande, de un amor que pasa por la cruz y vive la resurrección. En este espíritu
hemos recorrido estas páginas tratando de profundizar en el amor y buscando descubrir esos
aspectos en los cuales tenemos que crecer en nuestra vida matrimonial.
La importancia de la virtud de la pureza El P. Kentenich complementa el concepto de castidad conyugal con la virtud de la pureza. Se
trata de un aspecto importante de la espiritualidad centrada en la infancia espiritual. «El hombre
de hoy ya tiene de por sí una visión fuertemente negativa de las cosas. Por eso, en esta época que nos toca
vivir tenemos que acentuar un poco unilateralmente el método positivo, que nos llevará a la meta y fue
enseñado por el mismo Jesús. En efecto, recordad el acento positivo con el que Jesús se refiere al impulso
humano hacia la bienaventuranza y la felicidad. ¿Por qué ser puro? Porque por la pureza alcanzamos la
felicidad. La luminosidad superior de ese ideal de pureza produce el eclipsamiento de la tentación. Este es
pues el método de eclipsamiento»6. Cuando habla de la pureza como virtud habla de un ideal que lo
ilumina todo en nuestra vida, el ideal que nos enseña a vivir. No habla en el sentido restrictivo,
como esa pureza que evita caer en el sexto y el noveno. Es el mínimo. No pone el acento en lo
impuro. El Padre presenta el ideal de una pureza magnánima que lo eclipsa todo. Es aquella
pureza que no sólo se fija en no pecar, sino que aspira al ideal de un corazón puro para poder
amar con todo nuestro ser, con nuestro cuerpo y nuestra alma, integralmente. Y apunta a una
meta muy alta, llegar a poseer una pureza instintiva que supere la que es fruto de la voluntad:
«Cuando en nosotros todo se rebela, desencadena y ruge; cuando nuestros afectos nos impulsan hacia lo
bajo; cuando en ese trance es únicamente la voluntad quien dice ¡no! tenemos entonces una pureza
exclusivamente volitiva. Sólo la voluntad es la que se resiste, mientras que todos los instintos se inclinan
hacia abajo»7. Muchas veces podemos acentuar el ejercicio de la voluntad. El Padre va más allá y
piensa en la pureza instintiva. Es aquella pureza del subconsciente; muy parecida a la pureza del
niño. El P. Kentenich dice: «No es una pureza que se conquista y mantiene en base a puros actos de
voluntad rayanos en la obsesión, sino que surge instintiva y espontáneamente»8. Alcanzar este grado de
pureza en la tierra es muy difícil y debe ir acompañada de una gracia especial. La pureza que
tiene el niño, debido a que todavía no se despierta su vida instintiva en él, se torna una conquista
por la libertad interior en el adulto. El pudor es una protección natural de nuestra pureza. El
pudor protege lo más sagrado del alma. A veces podemos perder el pudor. Se trata de proteger
esa tendencia a guardarnos. El pudor nos conserva íntegros. No permite que desvelemos lo
sagrado de nuestra intimidad. El pudor lo conservamos también en nuestra vida matrimonial.
También allí es un seguro de nuestra integridad. Es verdad que existe un pudor sano y un pudor
insano. El insano es ese pudor ve el mal o el peligro en cosas donde no hay nada impuro.
Tenemos que educarnos en un pudor sano que guarde la pureza de nuestro ser.
La pureza tiene que ver con la alegría. Decía el P. Kentenich: «No podemos vivir sin alegrías. Si no
nos esforzamos por tener nuestras alegrías en Dios, correremos detrás de aquellas del mundo. No olvidemos
este principio en nuestra labor educativa. Es indispensable educar la alegría; no sólo a nuestros chicos, sino
también a los adultos. Ya conocen la frase de Monseñor Keppler en su opúsculo ‘Más alegría’: - Un
instituto donde no haya alegría está listo para ser clausurado enseguida. Y tiene razón; ¿por qué?, ¿cuál es
la causa más profunda? Si en un instituto ya no se respira aire de alegría, con el tiempo se respirará aire
viciado. Cultivemos por tanto la alegría en todos los ambientes y momentos de nuestra vida. Cuando Dios
6 J. Kentenich, Niños ante Dios 7 J. Kentenich, Niños ante Dios 8 J. Kentenich, Niños ante Dios 15 nos quite la alegría que tenemos en Él, cuando nos haga tocar fondo, tengamos cuidado de no entregarnos
indebidamente a algún impulso de nuestra vida instintiva»9. Cuando nos educamos en la alegría
aprendemos a mirar la vida con ojos puros. Sabemos que la impureza surge del propio corazón.
La impureza no viene de fuera sino de dentro. Tenemos que educar bien el corazón.
¿En qué consiste la impureza? En todo el desorden que hay en el hombre. Es el desorden
provocado por todo lo malo que sale de nuestro corazón: malas intenciones, envidias, ira, odio,
egoísmo, lujuria, críticas, celos, malos pensamientos. Cultivar la pureza es una invitación a vivir
más cerca de Dios. Y, en su presencia, limpiar el corazón. Creo que lo que marca la diferencia en
la vida es la forma de mirar. Podemos mirar con pureza o juzgando la realidad y quedándonos
en la malo. Hay personas que van por la vida recolectando cosas negativas. Juzgan todo el día.
Condenan con sus pensamientos y miradas. Ven lo que falta, lo que no está bien, lo que es
susceptible de mejora. Esa mirada impura les hace infelices. Pureza y felicidad van de la mano.
Bienaventurados los puros de corazón. Bienaventurados, felices, dichosos, porque su mirada les
permitirá ver a Dios en sus vidas. Una mirada así nos cambia el ánimo, nos permite soñar y
caminar con la mirada puesta en las cumbres. En la vida matrimonial es importante tener una
mirada pura. Mirar con la ingenuidad de los niños, con esa inocencia que las cosas de fuera no
nos han de quitar. Cuando miramos con ojos impuros lo vemos todo bajo sospecha. Acabamos
pensando que uno es culpable hasta que no se demuestre su inocencia. Esa forma de vivir el
amor es enfermiza. Sangramos por la herida. Nos sentimos juzgados y juzgamos como reacción.
Condenamos a los que nos hacen daño. Habiendo sido apaleados, apaleamos. En la vida familiar
tener un corazón puro sana el alma. En ese recinto reducido donde transcurre la vida
matrimonial es muy importante la mirada ingenua de los niños. Esa mirada que sabe sacar lo
bueno de las cosas, lo mejor de cada persona. Esa mirada que ve lo bueno que hay en lo que nos
sucede. Siempre podrían ir mejor las cosas. Pero la perfección sólo llegará en el cielo. En la tierra
queremos aprender a mirar con los ojos de Jesús. Esos ojos inocentes que juzgaba a los hombres
en su belleza, en su bondad. Una mirada pura que no cae en la crítica ni en la condena. Una
mirada pura que se asombra como los niños lo hacen.
La pureza es una virtud que toma toda la vida del hombre. Toma sus pensamientos, su
voluntad, su corazón, y aspira a que todo en él sea puro. El P. Kentenich la definía como: el orden
interior, el esfuerzo que hemos de hacer por reconquistar la armonía original antes del pecado
original y que aparece dibujada de forma preclara en María Inmaculada. Ella resplandece en su
armonía. En Ella no hay pecado ni oscuridad. Brilla con la luz de Dios. Nosotros, por culpa de
nuestro pecado, vivimos desordenados, sin paz, sin tanta luz. Nuestros instintos se rebelan
muchas veces contra el ángel que hay en nosotros. No logramos obedecer a Dios, hacer su
voluntad. El P. Kentenich habla del esplendor de la pureza o del reflejo del Paraíso. Cuando nos
encontramos con una persona pura, ahí hay algo del cielo que se está haciendo presente. Hay
personas que por su forma de mirar, de hablar, de amar, de actuar, reflejan la pureza de Dios, nos
recuerdan a María, nos hablan de una santidad humana, que nos acerca el amor de Dios. La
pureza fomenta en nosotros un profundo conocimiento de Dios: «Bienaventurados los puros de
corazón porque ellos verán a Dios». (Mt. 5, 8). La pureza nos lleva a amar más a Dios a través del
cónyuge. El P. Kentenich propone tres medios para fortalecer esta virtud: la eucaristía y la
confesión para estar cerca de Dios, la oración y la renuncia para tener abierto el diálogo con Él, y
el amor a Dios y a mi cónyuge, sano, generoso, sin medida. Con el fin de lograr un sano dominio
de los sentidos e instintos. Los instintos han de ir siempre unidos al amor. El amor es la
motivación última de nuestra vida: el amor a Dios y a nuestro cónyuge.
¿Cuáles son los diferentes campos en los que tenemos que cuidar la pureza? El P. Kentenich
habla de varios campos. El primero: la pureza del Pensamiento. Consiste en tener un
pensamiento recto. No presuponer, no prejuzgar, no mentir. Es la búsqueda de la verdad pero
siempre unida a la caridad. Consiste en ser objetivo y no juzgar por cómo nos cae una persona.
9 J. Kentenich, Niños ante Dios 16 Nuestro pensamiento está muy influido por nuestros afectos. Pensamiento puro es aquel que nos
acerca lo más posible a la verdad objetiva.
Una pureza de la voluntad. La posee aquella persona que trata de conseguir los fines que se ha
propuesto. Una voluntad que no tenga dobles intenciones y posea siempre motivaciones nobles.
Busca ayudar sin buscar otro interés. Que no pretenda sólo ayudar para que nos dejen en paz.
Ayudar porque el otro lo necesita, por generosidad, por amor. Se trata de imitar el amor de Dios.
Una pureza de corazón. Estamos ante un campo enorme. La superficialidad, el sentimentalismo,
los celos, las envidias, la pena y la tristeza que yo experimento por el bien del prójimo, por su
éxito. Un corazón que quiere sanamente al otro por lo que es.
Una pureza en la vida instintiva. Es la castidad referida al instinto sexual. Antes del pecado
original todos los instintos del hombre estaban al servicio de Dios. Por el pecado llega el
desorden en el comer, en el beber, en el descanso, en el placer, en el sexo. Buscan los instintos su
satisfacción propia e independiente del bien de la persona. Cristo nos da la vida por amor para
que podamos reconquistar una sana armonía. No se trata de aniquilar los instintos. Son muy
importantes, son nuestras fuerzas. Hay que ponerlos al servicio de nuestro espíritu. A veces
queremos que nos digan hasta donde sí y hasta donde no podemos llegar. La medida es el amor
y el respeto al otro. Una caricia pura es aquella que expresa algo verdadero, auténtico, sin doblez.
Es la caricia que busca al otro en su belleza y lo respeta en su inocencia y pudor. Es esa caricia
libre que hace bien al otro y no daño. Decía el P. Kentenich: «Este amor instintivo es el precursor, el
acompañante y la coronación de un marcado amor sobrenatural. No se debe ver de partida algo malo en
esto, sino que es algo genuino, sano en sí mismo. Hay una fuerza muchas veces indómita. ¡Qué de cosas no
se logran con un amor instintivo! Lo que puede lograr el amor sobrenatural sin el instintivo a menudo es
muy poco. Lo que un amor instintivo puede lograr sin el sobrenatural a menudo es muchísimo»10. Educar
ese amor es tarea para toda la vida. Pero es un don que pedimos.
La pureza es una gracia que tenemos que pedir cada día. María es la educadora de nuestro
corazón. Ella nos enseña a amar. María nos mira con su corazón puro y nos enseña a mirar. Santa
Bernardita aprendió de María a mirar con pureza. Ella le pidió que bebiera de un lugar donde
había sólo barro. Bernardita confió, se fió de su Madre como lo haría un niño. Bebió del barro y
encontró una fuente. Su fe abrió la fuente bajo la tierra. Mirar así es un milagro. Los niños en su
pureza natural miran así. La pureza de Dios en nosotros brilla cuando miramos como los niño.
Hay una historia de dos monjes. Iban caminando desde un pueblo a su convento. Al llegar a un
río con mucho caudal vieron a una mujer que quería pasar al otro lado. Un de ellos, el mayor, un
hombre robusto, se ofreció a cruzar al otro lado a la mujer. Después de hacerlo siguieron su
camino. El monje más joven, después de un largo rato caminando, recriminó a su hermano
monje: «¿Cómo has sido capaz de cargar con una mujer? La has tocado. Has puesto en juego nuestra
castidad virginal como consagrados a Dios». El monje mayo, después de meditar un rato en silencio,
le contestó: «La verdad, hermano, yo dejé a esa mujer hace ya mucho rato junto al río. Pero parece que
desde entonces tú sigues cargando con ella». Esta historia habla de la pureza de la mirada. Podemos
mirar con un corazón puro o impuro. La impureza no viene del exterior, nace del interior del
corazón. Podemos mirar de forma impura y juzgar y condenar a los otros. Siempre tomando la
bandera de la verdad y la justicia. Un corazón impuro vuelve impuro lo que toca. Un corazón
puro, purifica lo que acaricia. Así lo hizo Jesús. Así lo hace María. Hay personas que nos miran
de tal forma que hacen que seamos mejor de lo que somos. Eso siempre me sorprende. Mi mirada
puede hacer mejor a las personas a las que miro. Así lo hizo Jesús. Él brilla en mí. Brilla en mi
mirada. Le pedimos a María que purifique nuestra vida. Que nos lave con su amor. Que nos
enseñe a mirar de forma diferente.
10 J. Kentenich, Semana de octubre 1951 17 La castidad y el valor de la renuncia en el matrimonio La castidad implica renuncia. Una renuncia fecunda que da vida. Creo que hay que cuidar la
intimidad física e ir aprendiendo a expresar con el cuerpo en cada etapa de la vida esa unión
interior del matrimonio. Pero renunciamos, eso sí, a otros caminos posibles. Renunciamos a otras
personas. A veces es fácil y a veces nos duele. Esa renuncia es fecunda. Es un regalo que le
hacemos al otro, y a Dios, todos los días de nuestra vida. Porque mi opción es para siempre. Así
lo dijimos el día de la boda. Mi amor es para siempre y mi renuncia es para siempre. A veces la
renuncia no duele, somos felices porque sólo vemos a la otra persona y nos parece maravillosa.
Son momentos en que el sentimiento está más vivo, nos sentimos más enamorados y todo rueda.
Nos sentimos también escogidos de forma especial por el otro. ¡Qué bien nos hace! Pensamos que
no hay otro como él. Pero el secreto de nuestro camino es que lo mantenemos, pidiendo ayuda a
Dios, también cuando aparecen otras personas, cuando estamos desanimados y no vemos tanto el
sentido de nuestra vida, cuando el otro no nos hace tanto caso, o cuando estamos decepcionados
y aburridos. Cuando hemos visto los defectos del otro y nos duelen. Repetimos de nuevo con
fuerza: «Te elijo a ti. Te amo a ti». Y renuncio a todo lo demás. No como un esfuerzo. No con los
dientes apretados. Sino porque he encontrado el tesoro en el campo y por eso vendo todo lo que
tengo. Te vuelvo a elegir. El tesoro que Dios ha puesto en mi vida es mi cónyuge. De todas las
formas posibles de vivir, nosotros elegimos caminar juntos. Con nuestros hijos, con nuestros
amigos. Es importante cuidar nuestra complicidad, el dejarnos tiempos para hablar de nuestras
cosas, para las caricias. Fundamental tener momentos de intimidad, de divertirnos juntos, de
rezar y compartir juntos. Cuidado con las compensaciones que todos buscamos cuando no nos va
tan bien en el matrimonio y nos sentimos algo abandonados. Las compensaciones de hablar con
otras personas, de buscar la intimidad en otro lado, de escribirnos con otros para sentirnos
especiales y con mi cónyuge solo hablar de cosas prácticas. Mi forma de vestir. De hablar, de
estar cuando hay otras personas. De buscar halagos en otro lado.
José amaba a María. La amaba en cuerpo y alma. Desearía y soñaría la intimidad con María, con
entregarse a ella totalmente. La renuncia tuvo que ser difícil para él, toda su vida. Lo hacía por
ella. Por ella tenía fuerzas. Lo haría por obediencia, por ser fiel a la misión que Dios les había
encomendado. Pero pienso que tendrían una complicidad especial, una intimidad única. Y que
María lo amaría sabiendo su esfuerzo, su lucha, su amor probado cada día. José mira a María y ve
en Ella a Dios. Al verla todo le compensa. Ellos se amaron, vivieron juntos, se cuidaron, se
apoyaron, se respetaron. Vivieron su intimidad como Dios les pidió. Obedientes. A nosotros no
nos pide eso. Pero sí el mismo respeto sagrado por el otro. Por el misterio del otro. Por el alma
del otro. Nos pide que al mirar a nuestro cónyuge veamos en él a Dios. A veces es muy difícil.
Casi un milagro. Pero nos lo pide. Que lo veamos en la entrega espiritual y en la entrega física.
Muchas veces no será fácil expresar nuestro amor. Y supondrá renuncia. Porque el otro necesita
otra cosa en ese momento distinta a lo que yo deseo, o porque sé que necesita una caricia y yo
quizás no quiero en ese momento. La castidad es el amor expresado, no sólo por lo que yo
necesito expresar, sino por lo que el otro necesita recibir. No es la renuncia a las relaciones, o a lo
físico como muchas veces se ha pensado que significa. Es la renuncia a menudo a hacer lo que yo
quiero para hacer lo que el otro quiere. Se trata de respetar su proceso, su tiempo, su momento.
Aprender a esperar. Entender que el otro necesita tal vez una expresión de mi amor que yo doy
por evidente. En mi forma de amor hay renuncia muchas veces.
La pregunta por el modo de vivir la castidad matrimonial pasa por aprender a vivir nuestras
pasiones de una forma ordenada e integrada. El P. Kentenich nos habla de una castidad
magnánima, que lucha por un alto grado de armonía e integración de la sexualidad conyugal en
el amor matrimonial. Quiere motivar a los esposos para que aspiren al ideal de la castidad. A
aquella idea del amor humano que Dios tuvo desde siempre, cuando pensó en crear al hombre.
Una idea que está inscrita en su propia naturaleza y sobre todo en los deseos más profundos del
corazón de toda persona. La lucha por el ideal de castidad debe ser siempre expresión del amor a
alguien y no del temor al castigo por el incumplimiento de la ley. La castidad lleva a los esposos a
18 una relación de amor más plena entre ellos. Los instintos están arraigados profundamente en
nuestra naturaleza. Es necesario tener un dominio sobre ellos y un adecuado encauzamiento para
incorporarlos en un sentido que los trasciende: el sentido del amor humano. Nuestra naturaleza
dividida, herida por el pecado original, nos lleva a creer que los deseos que intentamos resistir
son tan «naturales», «sanos» y «racionales» que no satisfacerlos sería algo perverso y anormal. La
publicidad, lo que la sociedad nos quiere vender, parece llevarnos a considerar la satisfacción
sexual como lo más normal y necesario. Tener una vida sexual activa y frecuente es sinónimo de
normalidad, de juventud, de vigor, de felicidad. Se nos invita a tener una vida sexual activa y
sana. Parece que si eso no se da, no seremos nunca felices. No es necesariamente cierto. Es verdad
que tener una vida sexual sana es fundamental para que el amor matrimonial crezca. Pero la
felicidad y el desarrollo como persona no están ligados a la satisfacción inmediata y constante de
nuestros deseos. El sexo en sí, dejando de lado cualquier tipo de perversión y exageración, es un
hecho normal y sano. El error está en afirmar que la satisfacción inmediata del deseo sexual es
siempre algo normal y sano. La satisfacción de todos nuestros deseos no nos da la felicidad. Con
cada deseo satisfecho surge siempre otro deseo por satisfacer. ¿Cuándo se corta la cadena? No
tenemos que satisfacer todos los deseos que tenemos para ser felices. La felicidad no consiste en
satisfacer deseos. Precisamente, la felicidad tiene mucho más que ver con entregar la vida y con
aprender a renunciar. Ser capaces de renunciar a nuestros deseos por un amor más grande, por
un bien más alto, es nuestro camino de santidad y felicidad. Entender que la renuncia nos hace
más libres y felices es una escuela para toda la vida.
En nuestro mundo, muchas cosas buenas tienen como precio la abstinencia. Cualquier persona
normal debe tener unos principios según los cuales elige qué deseos quiere contener y cuáles
quiere satisfacer. Cuándo y de qué manera. No nos dejamos llevar continuamente por nuestros
deseos. Renunciamos a muchos de ellos con el fin de obtener otros fines. La naturaleza ha de ser
dominada y frenada en muchos momentos si no queremos destrozar nuestra vida, echar a perder
nuestros sueños. Si deseamos éxitos deportivos, llevamos una vida llena de renuncias y
sacrificios. Queremos algo y eso nos cuesta. De la misma forma, la abstinencia, la renuncia a
satisfacer siempre nuestros deseos sexuales, es una educación para la vida. Cuando la Iglesia
habla de los métodos naturales y de la paternidad responsable, lo hace poniendo en primer plano
el amor matrimonial y su plenitud. La renuncia tiene un valor educativo. Renunciar puede ser
una fuente de vida. Por lo general el mundo parece decirnos que toda renuncia es castrante,
limitadora y frustrante. Es como cercenar el deseo de vivir que llevamos impreso en el alma. Sin
embargo, no es así. Toda elección en la vida lleva consigo muchas renuncias. Si optamos por
realizar unos estudios, esa misión nos exige tiempo y esfuerzo, renuncia. Si nos dedicamos al
deporte, sacrificamos muchas cosas deseables por obtener un buen resultado. Si aceptamos un
determinado trabajo, el hacerlo bien y con profundidad, nos lleva a renunciar en muchas cosas.
La misma vida matrimonial está llena de renuncias. La renuncia por amor al otro, por buscar su
felicidad y no tanto la satisfacción de nuestros deseos. La renuncia a nuestro tiempo propio y al
descanso por cuidar a los hijos. Sabemos que todas esas renuncias son necesarias y, al mismo
tiempo, fecundas. Miramos un bien más alto. Es una renuncia que da vida verdadera. Duele,
tiene un sentido. Sabemos lo que queremos y por lo que luchamos. Por eso, también nuestra
renuncia en la satisfacción de todos nuestros deseos sexuales nos educa, nos hace más libres y
nos forma como personas. Hace que el amor madure. No hay amor maduro sin renuncia, sin
entrega, sin sacrificio. Lo hemos dicho antes, la mesa familiar es mesa de sacrificios. Sobre la
renuncia se asienta nuestra vida. ¿A qué cosas renunciamos habitualmente en nuestra vida
matrimonial? ¿A qué estamos dispuestos a renunciar por la persona a la que amamos, por formar
una familia santa? ¿A qué renunciamos en nuestra entrega por amor al otro? Por lo general
muchas renuncias nos son impuestas. No las buscamos. Pero siempre nos queda elegir lo que nos
toca vivir y acogerlo en el corazón con alegría. Sabemos que la renuncia, con el tiempo, va a ser
fecunda en el plan de Dios. Otras veces renunciaremos porque buscamos un fin más alto y no
sólo satisfacer el deseo inmediato. Renunciar por amor siempre da vida. ¿A qué ha renunciado mi
cónyuge por mí? ¿Lo valoro? ¿A qué renuncio por él?
19 La continencia es algo diferente a la castidad. Es el uso adecuado de la sexualidad de acuerdo a
un estado temporal o permanente, que requiere la abstinencia de relaciones sexuales. No es fácil,
y es humano que cueste. Lo importante, creo, es vivirlo juntos. La continencia dentro del
matrimonio es un medio para vivir la paternidad responsable, que tiene su sentido cuando los
esposos buscan retrasar o evitar un embarazo. La castidad, por el contrario, no es sólo un medio.
Es un ideal de vida y una virtud para llegar a ese ideal. Ello se consigue a través de la integración
de las cuatro dimensiones del amor de las que he hablado antes. La santidad matrimonial pasa
por imitar a Jesús en su vida de obediencia, pobreza y castidad, según el estilo propio de un
matrimonio y no de un consagrado. Los consejos evangélicos ponen en el centro a Dios y a las
personas, educando el apego desordenado de los cónyuges a la propia voluntad, a los bienes
materiales y a los instintos de la naturaleza. De igual modo nuestra renuncia como abstinencia en
la vida matrimonial es también una fuente de vida. Entender así la renuncia nos da alegría y
esperanza. Al renunciar en el plano sexual en un momento determinado, sabemos que tenemos
que cuidar mucho más y con más intensidad, los otros amores. El amor erótico, el espiritual y el
sobrenatural. Todos esos amores integrados nos darán esa felicidad que anhelamos.
Todo esto no lo podemos vivir basándonos sólo en nuestras propias fuerzas. Siempre me viene
al corazón el evangelio en el que Jesús camina sobre las aguas e invita a Pedro a caminar hacia Él.
Pedro lo intenta, se atreve, camina unos pasos, pero pronto tiene miedo y se hunde. Sus dudas
abren las aguas bajo sus pies. Así es en nuestra vida muchas veces. Dudamos y nos hundimos.
Nos falta fe. Dejamos de mirar a Jesús y miramos sólo nuestros pies y el agua que no parece
firme. En esos momentos se rompe nuestra confianza. Dejamos de creer en el que nos da la
fuerza. Dudamos de su presencia cercana. Es por eso que muchas veces la renuncia nos parece
desproporcionada. Nos cuesta tener que decir que no a lo que desea el corazón. Nos parece
demasiado pesado cargar con ella. Es preciso entonces acudir a la ayuda de Dios, mirar a los ojos
de Jesús. Tal vez, después de haber pedido su ayuda, nos dé la impresión durante mucho tiempo
de que no la recibimos o que quizá es poca para toda la ayuda que necesitamos. No debemos
desanimarnos. Sabemos que la armonía es un ideal que orienta nuestra vida. Pero también
sabemos que esa armonía sólo será plena en el cielo. Somos peregrinos, nos estamos haciendo,
estamos en camino. Y entendemos que, detrás de cada caída, tenemos que pedir perdón,
levantarnos y volverlo a intentar. En muchas ocasiones Dios nos dará la fuerza para no rendirnos,
para volver a confiar, para lanzarnos de nuevo al agua. Esta actitud nos cura de todas las falsas
ilusiones que podamos tener, y nos enseña a confiar en Dios. No dejamos nunca de soñar con lo
que a veces nos parece imposible. Lo peligroso es pactar con nuestra mediocridad y
conformarnos con una vida egoísta y mezquina. El peligro es encerrarnos y no dejarnos educar
en el amor. El matrimonio es una escuela para el amor. Queremos aprender y dejar que Dios vaya
construyendo así nuestras vidas.
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