Protección de los animales y dignidad humana

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Protección de los animales y dignidad humana
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Protección de los animales y dignidad humana
Robert Spaemann1
Que la distinción entre personas y cosas no es una división completa de la
realidad y que no se corresponde con la «naturaleza de la cosa» contar a los animales
entre las cosas, es algo que nos dice nuestra sensibilidad. Y no sólo la sensibilidad de los
sentimentales. El jinete que fustiga a su caballo en la carrera, o que tras haber saltado la
valla le hace caricias en el cuello, parte de que el caballo, en lo que se refiere a la manera
en que tales estímulos actúan sobre él, se parece más a él mismo, al jinete, que a un
coche de carreras. E incluso el sádico que tortura animales no haría lo que hace si el
animal fuera una cosa: no se tortura por sadismo a las cosas. Cierto es que una
determinada escuela de psicología, el behaviorismo, nos enseña a contemplar los
dolores y el bienestar como mistificaciones; sólo sería real la «conducta de dolor»
objetivamente perceptible. Pero el behaviorísta olvidará está teoría a lo más tardar en el
momento en el que alguien se niegue a reconocer su conducta de dolor como expresión
de dolor. Y si él quisiera decir que sólo la comunicación oral puede informarnos acerca
del dolor de un ser, de tal modo que sólo de los seres humanos podemos saber que
sufren, no sólo tendría que negar el sufrimiento de todo sordomudo, sino que se vería
abocado a la paradójica afirmación de que ese dolor extremo en el que alguien ya no
dice: «Tengo dolores», sino que sólo llora o grita, no es ya ningún sufrimiento. No,
contra esta tesis no se debe argumentar, por la sencilla razón de que según una vieja
regla dialéctica no tiene sentido querer probar lo que para todo el mundo es patente. Y
patente es que al menos los animales más desarrollados pueden encontrarse en
situaciones que sólo podemos describir de forma razonable con palabras como «dolor»,
«sufrimiento», «placer» y «bienestar».
Por lo demás, la ley de nuestro país y de la mayor parte de los países civilizados
no sólo reconoce esto, sino que deduce de ello la prohibición de proceder con los
animales de cualquier manera y de causarles sufrimientos «sin fundamento razonable».
Mucho tiempo antes de que hubiera una protección legal de los animales, la tortura de
los mismos se contaba entre las acciones moralmente reprobables de las que una
persona decente tenía que abstenerse y entre los pecados de los que un cristiano, de
haberlos cometido, tenía que acusarse. La fundamentación de esto —bajo el corsé de la
Robert Spaemann es profesor emérito de la Universidad de Munich. Su obra está principalmente
dedicada al ámbito de la filosofía práctica. Destacan sus escritos Crítica de las utopías políticas (1977,
1980), Ética: Cuestiones fundamentales (1987), Lo natural y lo racional: Ensayos de antropología (1987,
1989), Felicidad y benevolencia (1991) y Personas: Acerca de la distinción entre algo y alguien (1996,
2000). El presente artículo es un capítulo de su libro Límites, EIUNSA, Pamplona 2003, 445-452.
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distinción de personas y cosas— era tan profunda como inconsecuente: la tortura de
animales, desde San Agustín hasta Kant, se consideraba inmoral porque embrutecía al
hombre y lo insensibilizaba también frente al sufrimiento humano. Es de suponer que
esto no es falso, si bien no podemos hacer la deducción inversa: los verdugos más
rudos de los campos de concentración podían ser compasivos con sus perros. Pero
¿por qué habría de embrutecer al hombre una conducta que considerada «en sí» no sería
más que un placer inocuo o una inconsideración moralmente indiferente? Se trata aquí
evidentemente de una adaptación a posteriori de la condena que la sensibilidad moral
hace de la tortura de animales, a un esquema mental preconcebido según el cual sólo
puede haber deberes hacia las personas. Pero el propio lenguaje no ayuda a ello, al
hablar de «crueldad» con los animales. «Crueldad» es una expresión moralmente
reprobatoria. Designa una actitud que es reprobable en sí misma, y no sólo por sus
posibles efectos secundarios negativos. Sentimos una aversión e indignación
espontáneas, sin mediación de ninguna clase de idea, ante alguien que trata con crueldad
a un animal. Cuando en programas televisivos contrarios a la experimentación con
animales se muestran tales crueldades, eso se hace porque cualquiera sabe que el mero
hecho de mostrar lo que sucede en ese campo es un medio eficaz para movilizar el
enojo del público contra ello (del mismo modo que, probablemente, la mejor
propaganda contra el aborto consistiría en mostrar a los
Sentimos una aversión
televidentes el feto todavía con vida y lo que luego se
e indignación
hace con él). Hay cosas que basta con que uno las
observe para ver que no deben ser. No es éste el lugar
espontáneas, sin
para mostrar la relevancia de ese «ver» inmediato con
mediación de ninguna
respecto a un no-deber-ser, en qué funda a éste y qué
clase de idea, ante
alcance tiene. Sin duda eso no es suficiente para la
alguien que trata con
formación de un juicio moral y legal definitivo, pero,
crueldad a un animal
por contra, sin ello no se produciría tal formación del
juicio. Es una condición necesaria, pero no suficiente,
del juicio moral.
Este conocimiento podría, por lo demás, poner fin a la discusión entre quienes
programan tales emisiones televisivas y aquellos que tienen explotaciones animales o
hacen experimentos con animales y que, por tanto, critican dichas emisiones. El
argumento de éstos últimos reza aproximadamente así: «Es indiscutible que el tormento
sin fundamento de animales es inmoral. No obstante, allí donde están en juego intereses
y necesidades humanas que se ven satisfechos mediante determinados experimentos
con animales o mediante determinadas formas de explotación de ganado penosas para
los animales, ahí los intereses humanos tienen prioridad sobre las necesidades animales;
y no es jugar limpio movilizar los sentimientos inmediatos del público contra
determinadas prácticas sin mencionar el precio que habríamos de pagar en caso de
abandonarlas». Este argumento es débil. Partamos por un momento de que una
ponderación de bienes responsable justificaría en ciertas circunstancias determinados
experimentos con animales. En ese caso, para que dicha ponderación de bienes pueda
siquiera tener lugar, antes tendremos que tomar conocimiento de los bienes que
corresponde ponderar. Podría suceder que yo quisiera curarme de una grave
enfermedad con ayuda de una terapia determinada, incluso conociendo el precio que
muchos animales habrían de pagar por ello. Pero incluso en ese caso quizá no acepte
cualquier precio. Además, siempre queda la pregunta de si se han llevado a cabo con
intensidad suficiente los experimentos para desarrollar terapias alternativas o ensayos
alternativos de la terapia practicada. ¿Y no es expresión de una mala conciencia el hecho
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de que uno se oponga terminantemente a que se
mencione y se nos ponga ante la vista con vivos colores
el precio que hacemos pagar a millones de animales?
¿No se teme más bien que la ponderación de bienes
pudiera dar un resultado muy diferente si ya no fuera
posible acallar con tanto éxito las reflexiones en torno a
ese precio? ¿No se temerá que algún fumador prefiera
renunciar al tabaco o a una nueva mínima reducción de
los riesgos que implica fumar si ve el deplorable estado
en que quedan los perros pastores embutidos en
máscaras de inhalación de humo? ¿Y no se teme también quizá que alguna señora se
diera por satisfecha con los cosméticos ya disponibles si supiera lo que sucede con
miles de conejos para poner a prueba los nuevos cosméticos ante cualquier riesgo
posible? ¿Cómo podremos llegar a una ponderación pública de bienes si se nos ponen
ante la vista las ventajas obtenidas a costa del sufrimiento animal, pero se nos oculta
éste cuidadosamente? La habitual ocultación en este terreno, ¿no es un signo justamente
de que se quiere evitar una ponderación responsable de bienes?
Las emociones no sustituyen al juicio moral. Pero sin una percepción intuitiva
inmediata de sufrimiento animal carecemos de la experiencia elemental de valor y
disvalor que precede a todo juicio moral. En ese caso no sabemos en absoluto qué
estamos juzgando. Esto distingue el trato de hoy con los animales respecto del antiguo,
el cual, incluso cuando era cruel, se producía a la vista de todos y no se distinguía en lo
fundamental del trato con las personas, que a menudo era también cruel. La perversidad
de la praxis actual radica en que satisfacemos nuestra refinada sensibilidad mediante el
trato con los animales de compañía, y, separado de ello, institucionalizamos una praxis
frente a la cual blindamos esa sensibilidad y en la que los animales son tratados
sencillamente como «cosas». «Evitaba a toda costa acercarme a los que debían morir.
Las relaciones humanas eran muy importantes para mí», decía el comandante del campo
de concentración de Treblinka.
En la República Federal Alemana, la ley dicta que a los animales sólo «con
fundadas razones» es lícito causarles sufrimientos. Esto significa, en primer lugar, que
causar sufrimiento a los animales requiere una justificación. Y, por cierto, en la ley de
protección animal el bien que hay que proteger no es la propiedad del propietario, sino
el animal mismo. Los daños al animal sólo pueden vulnerar el derecho del propietario si
provocan una merma de su valor de cambio o si ocasionan costes, y se trata por tanto
de «daños materiales». Pero la protección animal se refiere al animal mismo y establece
limitaciones, en primer lugar, precisamente para el propietario del animal. También su
actuar frente al animal requiere justificación. En lo que a esto se refiere, en principio es
aplicable frente al animal lo mismo que en el caso de los daños corporales o de la
privación de libertad de personas. También esto está permitido en ciertas circunstancias,
pero sólo «con fundadas razones», es decir, también requiere justificación. En este caso,
razones que lo justifiquen pueden ser: salvar la salud del herido, en el caso de una
operación quirúrgica; la expiación y la protección de la sociedad, en el caso del castigo;
la defensa propia, en caso de agresión, o la autoconservación del Estado en caso de
guerra. Llama la atención que, en este caso, como razones justificatorias sólo entran en
cuestión razones cuyo acuerdo es en principio exigible a los propios afectados. O bien
se les ocasiona dolor, así y todo, únicamente en su propio interés y con su
consentimiento, o bien se les inflige a consecuencia de un principio susceptible de
generalización al que ellos como seres racionales pueden adherirse, aun cuando en este
La protección animal
se refiere al animal
mismo y establece
limitaciones, en
primer lugar,
precisamente para el
propietario del animal
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caso particular deseen quizá evitar la aplicación de dicho principio. Con otras palabras:
sólo nos es lícito someter a una persona a medidas que no nieguen por principio su
carácter de «fin en sí mismo», esto es, su dignidad humana.
¿Son del mismo tipo las razones «razonables», esto es, justificatorias, en el caso de
los daños a los animales? Claramente no. Y no lo son, concretamente, porque el
concepto de exigibilidad carece de sentido con relación a los animales. Los dolores de
un animal pueden ser leves o fuertes. Pero no pueden ser exigibles o no exigibles,
porque el animal no está en condiciones de relativizar sus necesidades con referencia a
principios de justicia y de susceptibilidad de generalización, y porque, por tanto, no se
encuentra ante la alternativa de asentir o no a su propio sufrimiento. Todo animal se
encuentra ineludiblemente en el centro de su propio mundo, del cual no se deja
desplazar en favor de una perspectiva «objetiva» o «absoluta»: los animales no pueden
«amar a Dios». En cualquier caso, tampoco pueden hacer de sí mismos dioses y
contradecir la objetiva relativización de su centralidad subjetiva. Esta relativización se
produce mediante las relaciones ecológicas específicas de cada especie, en las que los
animales se encuentran insertos mediante pautas instintivas de necesidades y de las
cuales no pueden ni quieren escapar. Es sabido que las abejas obreras son reinas
«subdesarrolladas» e «infraalimentadas». Pero no
Las personas pueden
conciben la idea de perseguir su emancipación, lo que
tendría como consecuencia la desaparición de la especie. dejar de hacer algo
Y que no la conciban no es consecuencia de un
que quisieran hacer y
imperativo moral que les prohiba poner en peligro la
que les es útil porque,
existencia de la especie, sino que es consecuencia del
y sólo porque, daña a
hecho de que son lo que son. Los animales no tienen
otro ser o le causa
«deberes». Por eso tampoco con nosotros se
dolor
encuentran en relaciones recíprocas de derechos y
deberes.
II
El hombre es superior a los animales de dos maneras: en primer lugar por su
inteligencia y por la apertura de sus instintos, en virtud de lo cual puede emanciparse
progresivamente de las condiciones naturales y extender progresivamente su dominio
sobre el resto de la naturaleza. Si su inteligencia basta para no destruir con ello las
condiciones de conservación de la propia especie es una cuestión que queda abierta.
Por lo demás, ésta no es sólo una cuestión de la inteligencia. Es propio también de la
apertura de sus instintos que nada le obliga a limitar el aumento de su bienestar a las
condiciones de la conservación de la especie a largo plazo.
La otra superioridad del hombre sobre los animales se opone frontalmente a la
primera. Consiste en la capacidad complementaria de poner límites a la expansión
natural de la propia voluntad de dominio, de reconocer valores no referidos a las
necesidades propias, en la capacidad de «dejar estar» en libertad a otros. Esta
«posicionalidad excéntrica» del hombre (Helmut Plessner), esta capacidad de, por así
decirlo, verse desde fuera, de relativizar el propio punto de vista en favor de uno
suprasubjetivo —«amor a Dios hasta llegar al desprecio de uno mismo», decía San
Agustín—, eso es lo que llamamos «dignidad humana». El gato no sabe cómo se siente
el ratón con el que juega. Las personas pueden dejar de hacer algo que quisieran hacer y
que les es útil porque, y sólo porque, daña a otro ser o le causa dolor. Pueden también
hacer algo que les resulta desagradable o dañino, porque hace disfrutar a otro, le es útil
o también porque éste tiene derecho a ello. La capacidad de percibir una exigencia de
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ese tipo y de hacerla valer frente a uno mismo es lo que llamamos «conciencia». En
cuanto posible sujeto de conciencia, y sólo en cuanto tal, posee el hombre lo que
llamamos «dignidad». Por eso y sólo por eso, porque puede relativizar sus propios fines,
es —como dice Kant— «fin en sí mismo». Por eso y sólo por eso, porque puede
«dominarse a sí mismo» tiene derecho a que no se lo convierta en mero objeto de un
dominio ajeno. Porque puede contribuir a que otros tengan una existencia conforme a
su esencia, porque es capaz de una responsabilidad y tutela universales, tiene sentido
decir que la naturaleza entera está «sujeta a su dominio».
En tanto contemplemos las palabras sobre la dignidad
humana como una forma de hablar con la cual los
La dignidad
miembros de la especie homo sapiens protegen a su propia
humana consiste
especie, esas palabras no tienen en realidad ningún sentido
precisamente en
normativo. La especie se comporta hacia el exterior como
tener en cuenta en
en principio cualquier otra especie de la naturaleza, sólo que
nuestra interacción
en virtud de su inteligencia posee una incomparable
con la realidad la
capacidad de imponerse, la cual le permite ir
esencia propia de
desembarazándose paulatinamente de cualquier «temor». Si,
ésta última
por el contrario, la «dignidad humana» significa algo que
distingue «objetivamente» al hombre, entonces sólo puede
significar la capacidad del hombre de tener respeto por lo que sobre él, junto a él y bajo
él existe (Goethe). Y entonces la dignidad humana consiste precisamente en tener en
cuenta en nuestra interacción con la realidad la esencia propia de ésta última. Se ha
dicho que la dignidad del hombre se funda en su naturaleza racional. Esto es correcto si
razón significa no sólo la inteligencia instrumental, sino la capacidad de concebir lo que
existe en cuanto sí mismo y no sólo como parte integrante del entorno propio. Por eso
el hombre da nombre a las cosas. El gato no llama «ratón» al ratón, sino que se lo come.
Nosotros por el contrario no sólo derribamos árboles o los utilizamos para este o aquel
fin, decimos «árbol» y significamos con ello lo que el árbol es, antes de que sea algo
«para nosotros». No como si comprendiéramos realmente esa «esencia» del árbol.
Tampoco entendemos realmente cómo se siente un ratón. Pero vemos que no es sólo
un objeto que nosotros vemos, sino que vemos que también nosotros podemos ser
vistos por él, y que tras esa mirada hay un secreto para siempre oculto que en dicha
mirada no hace más que anunciarse.
Ahora bien, con todo, esto no nos impide derribar árboles para nuestro uso o en
provecho de otros árboles. Y también ciertamente matar animales requiere justificación,
pero puede estar justificado. Los animales carecen de una relación consigo mismos en
el sentido de la posibilidad de hacer presente su existencia en conjunto y de establecer
una conexión de los estados individuales para formar una identidad que se prolonga en
el tiempo. Nuestro deber con respecto a la existencia de plantas y animales se refiere a
la existencia de las especies, no de los individuos. Cierto es que siempre han
desaparecido especies. Pero la diezma de especies vivas que en la actualidad provoca la
humanidad civilizada es un pecado contra las generaciones futuras para el que no cabe
justificación alguna. No tenemos la obligación de planificar su felicidad. Pero tenemos
la obligación de entregarles sin merma la riqueza natural de la realidad, tras haber vivido
de los intereses de ese capital a lo largo de nuestra vida. Una civilización que no es
capaz de hacerlo así es parasitaria, y tendrá el destino de los parásitos que perecen con
el organismo que los hospeda. En lo concerniente a esto, contra una civilización tal hay
un fuerte argumento utilitarista.
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III
Contra causar sufrimiento a los animales no hay ningún argumento de este tipo.
La alegría y el dolor, el sufrimiento y el bienestar no son hechos «objetivos» del mundo
que sólo obtengan algún sentido por su utilidad o nocividad para los «sujetos» actuales
o futuros. Son más bien formas fenoménicas de subjetividad. No son primariamente útiles o
nocivos para algo, sino que las palabras «provecho» y «perjuicio» sólo tienen sentido
con referencia a fines tales como la dicha o el bienestar. Dichos estados no pertenecen
en modo alguno al mundo de los medios, sino al mundo de los fines. De la dicha no se
saca «ningún provecho», precisamente porque «sacar provecho de algo» en último
término sólo puede significar: complacerse en ello. Moralidad significa en primer lugar y
sobre todo: libre reconocimiento de la subjetividad, también cuando no se trata de la
propia. Y allí donde empieza el dolor empieza la subjetividad, esto es, lo
inconmensurable, lo que no puede ser compensado con ningún valor del ámbito de la
utilidad. Cuando la subjetividad animal, esto es, apersonal, queda bajo nuestra
responsabilidad, es inherente a la dignidad humana hacer efectivo ese libre
reconocimiento de dicha subjetividad. El aforismo «protección de los animales es
protección de los humanos», ciertamente no es falso, pero es superficial. No es el
propio interés, sino el respeto de uno mismo el que nos dicta que permitamos que la vida de
esos animales, todo lo larga o corta que pueda ser, se desarrolle de conformidad a su
naturaleza y sin que se les ocasionen grandes sufrimientos. Justamente porque los
animales no pueden integrar su sufrimiento en la superior identidad de un contexto
vital consciente, y así «superarlo», están a merced del sufrimiento. En el dolor son, por
así decirlo, sólo dolor, sobre todo si no pueden reaccionar a él mediante la huida o la
agresión. El ocasionarles dolor o la explotación de los animales contraria a su naturaleza
no puede entrar en cálculos frente a ningún otro interés
Allí donde empieza el
del hombre que no sea la evitación de dolores
dolor empieza la
comparables o la salvación de la vida. De ninguna
subjetividad, esto es,
manera es lícito tener aquí en cuenta pros y contras
lo inconmensurable,
económicos, y los intereses de investigación científica
lo que no puede ser
sólo en la medida en que vayan directamente enfocados
compensado con
a la salvación de la vida o a la evitación de dolores
comparables. Pues también los intereses científicos
ningún valor del
encuentran su límite en las normas generales de la
ámbito de la utilidad
moralidad y la dignidad humana.
No obstante, también en el caso de los experimentos científicos con animales al
servicio de la salud humana hay que tener presente tres cosas:
1.
No puede tratarse de experimentos para reducir la nocividad de bienes
de disfrute, por ejemplo, el tabaco o los cosméticos, que no son objeto de necesidades
vitales. Es contrario a la dignidad humana obtener ese disfrute a costa de grandes
padecimientos de animales. Un indicio de ello es que cualquier persona de sensibilidad
normal perdería el gusto si al mismo tiempo hubiera de contemplar cómo se satisface el
precio de su disfrute. Sólo la ocultación sistemática posibilita el disfrute.
2.
A la vez que tales experimentos, han de hacerse todos los esfuerzos
posibles para encontrar vías alternativas que conduzcan a su desaparición. Según todo
lo que sabemos de las leyes psicológicas y sociológicas, no se harán dichos esfuerzos
con la intensidad requerida mientras la práctica que debería ser sustituida no esté
caracterizada claramente como una medida provisional aún tolerada. Mientras se sigan
fundando grandes instituciones, levantando edificios y creándose plazas de plantilla
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destinadas en exclusiva a la experimentación animal, está claro que se va a continuar
reclutando víctimas. Todas las medidas al objeto de implantar la praxis de la
experimentación animal de forma prolongada en el tiempo son incompatibles con la
persecución decidida del objetivo de hacerla superflua.
3.
Las escalas de la «cantidad indispensable» de
En materia de
sufrimiento han de establecerse de nuevo, y ha de hacerse
protección animal
de tal manera que ese «ser-sólo-padecimiento» del animal
se ha faltado
no defina la parte esencial de su vida. La aparición de una
sistemáticamente a subjetividad en la forma de mero dolor se da de vez en
cuando como un sombrío destino que depara la naturaleza.
este deber del
Pero producirlo conscientemente por mor de una utilidad,
respeto de uno
sea ésta del tipo que sea, es incompatible con la idea de
mismo
dignidad humana.
Todavía se ha de mencionar una última exigencia, que se deriva de la dignidad del
hombre. Se ha dicho más arriba que la dignidad está basada en que el hombre puede
elevarse, por encima de la perspectiva de sus intereses, hasta una perspectiva de
«justicia» imparcial. Esto no significa que por ello dejáramos de ser seres con intereses
subjetivos. Estos intereses, en casos concretos, pueden colisionar seriamente con la
exigencia del «dominio» imparcial. En estos casos es de nuevo un signo de que se posee
conciencia advertir la propia parcialidad, tenerla en cuenta y, por tanto, renunciar a
decidir en caso de conflicto. Por desgracia, hasta el día de hoy, en materia de protección
animal se ha faltado sistemáticamente a este deber del respeto de uno mismo. Los
legítimos intereses de la economía, de la agricultura y de la ciencia, se encuentran
inevitablemente en conflicto potencial con los intereses de los animales de que se sirven.
La protección de los animales limita potencialmente la satisfacción de los intereses
dentro de ese ámbito. Es por tanto absurdo asentar la protección de los animales
precisamente en un ministerio en el que el interés dominante y legítimamente principal
se aplica al animal sólo bajo el aspecto de su utilidad para el hombre, y no a la
subjetividad del animal, opuesta a ese aspecto, que por sí misma define una «utilidad» y
«nocividad» por completo diferente, y que como tal no nos es útil, sino que en todo
caso nos complace y que hemos de reconocer. Competentes para el «reconocimiento»
son los ministerios de Interior y de Justicia. Si partimos de que se trata aquí de un
reconocimiento que no constituye una relación jurídica, sino que atañe a la sustancia
moral del «orden público», el lugar de la protección animal sólo puede ser propiamente
el ministerio de Interior.
Y, por último, es comprensible, aunque no en un sentido honroso, que los
investigadores que experimentan con animales insistan en tener la mayoría en los
«comités de ética» que deciden sobre la admisibilidad de la experimentación con
animales. ¿Por qué? En la medicina humana tales comités de ética parecen algo muy
cuestionable, ya que privan al médico de una responsabilidad que pertenece
esencialmente a su ser médico. En cuanto médico está ya obligado al bien del paciente.
Quien experimenta con animales está, en cuanto tal, tan poco obligado primariamente
con relación al bien del animal como lo está el criador de animales de profesión. En
cuanto ser moral, por tanto, tendría que pedir él mismo que la cuestión de la
admisibilidad de sus experimentos la decidieran personas no influidas por un interés
primario en la experimentación y en sus resultados, y que, por tanto, carezcan en tal
sentido de prejuicios. Lo mismo vale para la ciencia institucionalizada. Ésta, por
ejemplo la Sociedad Alemana de Investigación, nunca puede intervenir en cuestiones de
este tipo como asesor y juez imparcial, puesto que es ahí, esencialmente, parte. La
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investigación de la conducta animal es de gran importancia para conocer qué es vida
conforme a la naturaleza, qué es bienestar animal y qué factores influyen en el dolor.
Pero el reconocimiento de estas magnitudes, el reconocimiento de la subjetividad
animal como un «fin en sí mismo» —si bien no incondicionado— que pone límites a
nuestra persecución de fines, también de fines científicos, este reconocimiento es un
acto de la libertad, un acto de la razón práctica, no de la teórica. En esto, como ya vio
Kant, los científicos no aventajan en nada al resto de las personas. Y en la medida en
que son precisamente sus intereses los que se limitan, su juicio ha de quedar incluso en
un segundo plano respecto al de las demás personas. Como personas les honraría que
se declararan ellos mismos parte interesada y que rechazaran el papel de juez en causa
propia.
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