EL SINODO DIOCESANO

Transcripción

EL SINODO DIOCESANO
EL SINODO DIOCESANO
(estudio canónico)
Juan Durán Rivacoba
Licenciado en Derecho
Doctor en Derecho Canónico
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PRESENTACIÓN
El objeto de este trabajo es explicar lo que a mi juicio es un Sínodo diocesano, desde
un punto de vista sobre todo jurídico, pero también eclesiológico y pastoral, acudiendo para
ello a los antecedentes históricos y a los posicionamientos doctrinales que me parecen más
convincentes. Adopto como guía expositiva la Instrucción sobre los Sínodos diocesanos,
publicada por la Congregación para los Obispos y la Congregación para la Evangelización de
los Pueblos del 19 de marzo de 1997. Sin embargo, no me limito a hacer un comentario de sus
indicaciones – el centro de mi interés es el Sínodo mismo, no la Instrucción –, sino que me
propongo reflexionar, aunque sea con modesta pericia, en los diversos temas implicados de
una manera u otra en la realidad de los Sínodos modernos. El tipo de lector que tengo presente
al redactar estas páginas no es el especialista, sino el sacerdote o la persona con formación
jurídica o teológica que tenga interés por conocer este instituto: por este motivo, he procurado
que el texto, con sus notas, reproduzcan toda la información relativa al tema en estudio, sobre
todo el texto de los cánones y otras indicaciones normativas.
Probablemente, pocas instituciones canónicas muestren un contraste mayor entre la
teoría legal y la praxis como los Sínodos diocesanos. La lectura de los cánones que le dedica
el Código de Derecho Canónico sugiere la idea de organismo eclesial sencillo en su
configuración, aunque sea grande en sus dimensiones. En cambio, la impresión que se recaba
del estudio de la praxis organizativa contemporánea y de las nociones eclesiológicas que se
han dado cita para justificarla no es de sencillez, sino de notable complejidad.
Valga lo anterior para excusar en alguna medida las limitaciones de este trabajo. Para
empezar, afronta temas muy amplios, cada uno de los cuales justificaría una monografía
separada y un estudio quizá más riguroso, pues me mueve un deseo de clarificar las
cuestiones más que de investigarlas a fondo. Hay también reiteraciones, debidas a la
necesidad de abordar los temas en distintos contextos y perspectivas. Concedo a ciertos
argumentos teóricos un espacio que puede parecer excesivo en relación con otros de mayor
incidencia práctica, por el sencillo argumento de que han despertado en mí un mayor interés.
Agradezco sentidamente al Prof. D. José María González del Valle, Catedrático de la
Universidad de Oviedo, la ayuda que me prestó en la elaboración del presente estudio, tanto
poniendo a mi disposición los fondos y la sede de su Departamento, como formulando útiles
observaciones sobre el borrador inicial, que espero haber sabido aprovechar.
Algunas advertencias previas:
- La exposición de mi trabajo va precedido por el texto de la normativa vigente relativa a los
Sínodos Diocesanos, a saber: los cánones del Código de Derecho y la Instrucción sobre los
Sínodos Diocesanos. Para evitar confusiones, la trascripción de estos textos se hace en un tipo
distinto de letra (“verdana”).
- Para el estudio de los precedentes históricos de la normativa del Codex de 1917, he acudido
a la conocida compilación de la Fontes hecha por el Cardenal Gasparri, que, como es sabido,
fue el principal colaborador de los Papas para llevar a cabo aquel ingente trabajo.
- En las notas, he optado por transcribir – salvo excepciones – el nombre del autor, las
palabras iniciales de la obra y la indicación de la página, dejando para el final la información
completa. Me he permitido muchas veces aludir al Sínodo diocesano con las siglas “SD”, para
no cansar al lector. El actual Código de Derecho Canónico viene siempre en castellano,
mientras que el Código de 1917 aparece siempre en la versión latina, Codex. Los documentos
del Vaticano II se citan normalmente por sus siglas (LG, GS, PO etc.).
Y una última consideración: el Sínodo diocesano ha sido durante siglos el escenario
privilegiado para la formulación del derecho diocesano. Como veremos a lo largo de este
estudio, ésta sigue siendo su finalidad (no la única) en el momento actual. Por eso, los breves
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cánones que le dedica el actual Código de Derecho Canónico asumen la mayor importancia a
la hora de encauzar la formación de la identidad jurídica de la Iglesia particular, dentro del
marco del derecho universal. Por lo que se refiere la Instrucción romana, se trata de un
instrumento, que – aunque modesto en su propósito y seguramente imperfecto como todas las
cosas humanas – puede llegar a tener una decisiva influencia para la recta comprensión de
este instituto jurídico y para mejorar la praxis organizativa de los Sínodos contemporáneos.
Por ello, creo que ha merecido la pena dedicarle este esfuerzo.
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Código de Derecho Canónico. Del sínodo diocesano
Can. 460. El sínodo diocesano es una asamblea de sacerdotes y de otros
fieles escogidos de una Iglesia particular, que prestan su ayuda al Obispo
de la diócesis para bien de toda la comunidad diocesana, a tenor de los
cánones que siguen.
Can. 461.
1. En cada Iglesia particular debe celebrarse el sínodo diocesano cuando
lo aconsejen las circunstancias a juicio del Obispo de la diócesis, después
de oír al consejo presbiteral.
2. Si un Obispo tiene encomendado el cuidado de varias diócesis, o es
Obispo diocesano de una y Administrador de otra, puede celebrar un
sínodo para todas las diócesis que le han sido confiadas.
Can. 462.
1. Sólo puede convocar el sínodo el Obispo diocesano, y no el que preside
provisionalmente la diócesis.
2. El Obispo diocesano preside el sínodo, aunque puede delegar esta
función, para cada una de las sesiones, en el Vicario general o en un
Vicario episcopal.
Can. 463.
1. Al sínodo diocesano han de ser convocados como miembros sinodales y
tienen el deber de participar en él:
1º) el Obispo coadjutor y los Obispos auxiliares;
2º) los Vicarios generales y los vicarios episcopales, así como
también el Vicario judicial;
3º) los canónigos de la iglesia catedral;
4º) los miembros del consejo presbiteral;
5º) fieles laicos, también los que son miembros de institutos de vida
consagrada, a elección del consejo pastoral, en la forma y número que
determine el Obispo diocesano, o, en defecto de este consejo, del modo
que determine el Obispo;
6º) el rector del seminario mayor diocesano;
7º) los arciprestes;
8º) al menos un presbítero de cada arciprestazgo, elegido por todos
los que tienen en él cura de almas; asimismo se ha de elegir a otro
presbítero que eventualmente sustituya al anterior en caso de
impedimento;
9º) algunos Superiores de institutos religiosos y de sociedades de
vida apostólica que tengan casa en la diócesis, que se elegirán en el
número y de la manera que determine el Obispo diocesano.
2. El Obispo diocesano también puede convocar al sínodo como miembros
del mismo a otras personas, tanto clérigos como miembros de institutos
de vida consagrada, como fieles laicos.
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3. Si lo juzga oportuno, el Obispo diocesano puede invitar al sínodo, como
observadores, a algunos ministros o miembros de Iglesias o de
comunidades eclesiales que no estén en comunión plena con la Iglesia
católica.
Can. 464. Si un miembro del sínodo se encuentra legítimamente
impedido, no puede enviar un procurador que asista en su nombre; pero
debe informar al Obispo diocesano acerca de ese impedimento.
Can. 465. Todas las cuestiones propuestas se someterán a la libre
discusión de los miembros en las sesiones del sínodo.
Can. 466. El Obispo diocesano es el único legislador en el sínodo
diocesano, y los demás miembros de éste tienen sólo voto consultivo;
únicamente él suscribe las declaraciones y decretos del sínodo, que
pueden publicarse sólo en virtud de su autoridad.
Can. 467. El Obispo diocesano ha de trasladar el texto de las
declaraciones y decretos sinodales al Metropolitano y a la Conferencia
Episcopal.
Can. 468.
1. Compete al Obispo diocesano, según su prudente juicio, suspender y
aun disolver el sínodo diocesano.
2. Si queda vacante o impedida la sede episcopal, el sínodo diocesano se
interrumpe de propio derecho hasta que el nuevo Obispo diocesano
decrete su continuación o lo declare concluido.
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INSTRUCCIÓN SOBRE LOS SÍNODOS DIOCESANOS
De las Congregaciones para los Obispos y para la Evangelización de los Pueblos
19 de marzo de 1997. AAS 79 (1997) 706-727
INDICE
PROEMIO
I. INTRODUCCIÓN SOBRE LA NATURALEZA Y FINALIDAD DEL SÍNODO
DIOCESANO
II. COMPOSICIÓN DEL SÍNODO
III. CONVOCATORIA Y PREPARACIÓN DEL SÍNODO
A. Convocatoria
B. Comisión preparatoria y reglamento del sínodo
C. Fases de preparación del sínodo
IV. DESARROLLO DEL SÍNODO
V. LOS DECRETOS Y DECLARACIONES SINODALES
APÉNDICE
PROEMIO
En la Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, por la que se
promulgaba el actual Código de Derecho Canónico, el Santo Padre Juan
Pablo II colocaba entre los principales elementos que, según el Concilio
Vaticano II, caracterizan la verdadera y propia imagen de la Iglesia «la
doctrina por la que se presenta a la Iglesia como Pueblo de Dios y a la
autoridad jerárquica como un servicio; igualmente, la doctrina que
muestra a la Iglesia como “comunión” y en virtud de ello establece las
mutuas relaciones entre la Iglesia particular y la universal, y entre la
colegialidad y el primado; también la doctrina de que todos los miembros
del Pueblo de Dios, cada uno a su modo, participan del triple oficio de
Cristo, a saber, como sacerdote, como profeta y como rey»[1].
Fiel a la enseñanza conciliar, el Código de Derecho Canónico ha dado
también un rostro renovado a la institución tradicional del sínodo
diocesano, en la que, con diversos títulos, convergen los trazos
eclesiológicos antes recordados. En los cánones 460-468 se encuentran
las normas jurídicas que se han de observar en la celebración de esta
asamblea eclesial.
En los tiempos recientes, y particularmente tras la promulgación del
Código de Derecho Canónico, se han multiplicado las Iglesias particulares
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que han celebrado o se proponen celebrar el sínodo diocesano, reconocido
como un importante medio para la puesta en práctica de la renovación
conciliar. Una mención particular merece el II Sínodo Pastoral de la
diócesis de Roma, concluido en la solemnidad de Pentecostés del año
1993, de cuya celebración Juan Pablo II se ha servido para impartir
preciosas enseñanzas. Por otra parte, los últimos decenios han
contemplado la aparición de otras formas de expresión de la comunión
diocesana, conocidas a veces como “asambleas diocesanas”, que, aun
presentando aspectos en común con los sínodos, carecen sin embargo de
una precisa configuración canónica.
Se ha considerado muy oportuno, con relación al sínodo diocesano, aclarar
las disposiciones de la ley canónica así como desarrollar y determinar las
formas de su ejecución[2], quedando siempre a salvo la plena vigencia de
cuanto dispone el Código de Derecho Canónico. Es además sumamente
deseable que las “asambleas diocesanas” u otras reuniones, en la medida
que su finalidad y composición las asemejen al sínodo, encuentren su
puesto en el marco de la disciplina canónica, merced a la recepción de las
prescripciones canónicas y de la presente Instrucción, como garantía de
su eficacia para el gobierno de la Iglesia particular.
Por el interés que puede tener en la preparación del sínodo diocesano, a la
presente Instrucción se adjunta un Apéndice, de significado meramente
indicativo, en el que se enumeran las principales materias que el Código
de Derecho Canónico encomienda a la normativa diocesana.
Por tanto, la Congregación para los Obispos y la Congregación para la
Evangelización de los Pueblos, competentes en lo que toca al ejercicio de
la función episcopal en la Iglesia latina[3], presentan esta Instrucción a
todos los Obispos de la Iglesia latina. De esta manera se quiere responder
al deseo expresado por muchos Obispos de disponer de una ayuda
fraterna en la celebración del sínodo diocesano y también contribuir a
remediar los defectos e incongruencias a veces advertidos.
I. INTRODUCCIÓN SOBRE LA NATURALEZA
Y FINALIDAD DEL SÍNODO DIOCESANO
El canon 460 describe el sínodo diocesano como «reunión (“coetus”) de
sacerdotes y de otros fieles escogidos de una Iglesia particular, que
prestan su ayuda al Obispo de la diócesis para bien de toda la comunidad
diocesana»[4].
1. La finalidad del sínodo es prestar ayuda al Obispo en el ejercicio de la
función, que le es propia, de guiar a la comunidad cristiana.
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Tal finalidad determina el particular papel que en el sínodo corresponde a
los presbíteros, en cuanto «próvidos cooperadores del orden episcopal y
ayuda e instrumento suyo, llamados para servir al Pueblo de Dios»[5]. Pero
el sínodo también ofrece al Obispo la ocasión de llamar a cooperar con él,
juntamente con los sacerdotes, a algunos laicos y religiosos escogidos,
como un modo peculiar de ejercicio de la común responsabilidad de los
fieles en la edificación del Cuerpo de Cristo[6].
El Obispo ejercita, también en el desarrollo del sínodo, el oficio de
gobernar la Iglesia encomendada: decide la convocatoria[7], propone las
cuestiones a la discusión sinodal[8], preside las sesiones del sínodo[9];
finalmente, como único legislador, suscribe las declaraciones y decretos y
ordena su publicación[10].
De este modo, el sínodo «es a la vez y de modo inseparable acto de
gobierno episcopal y acontecimiento de comunión, y manifiesta la índole
de comunión jerárquica que es propia de la naturaleza profunda de la
Iglesia»[11]. El Pueblo de Dios no es, en efecto, un agregado informe de
discípulos de Cristo, sino una comunidad sacerdotal, orgánicamente
estructurada desde el origen conforme a la voluntad de su Fundador[12],
que en cada diócesis tiene al frente al Obispo como fundamento y
principio visible de su unidad y único representante suyo[13]. Por ello,
cualquier tentativo de contraponer el sínodo al Obispo, en virtud de una
pretendida “representación del Pueblo de Dios”, es contrario al orden
auténtico de las relaciones eclesiales.
2. Los sinodales «prestan su ayuda al Obispo de la diócesis»[14]
formulando su parecer o “voto” acerca de las cuestiones por él
propuestas; este voto es denominado “consultivo”[15] para significar que el
Obispo es libre de acoger o no las opiniones manifestadas por los
sinodales. Sin embargo, ello no significa ignorar su importancia, como si
se tratara de un mero “asesoramiento externo”, ofrecido por quien no
tiene responsabilidad alguna en el resultado final del sínodo: con su
experiencia y consejos, los sinodales colaboran activamente en la
elaboración de las declaraciones y decretos, que serán justamente
llamados “sinodales"[16], y en los cuales el gobierno episcopal encontrará
inspiración en el futuro.
Por su parte, el Obispo dirige efectivamente las discusiones durante las
sesiones sinodales y, como maestro auténtico de la Iglesia, enseña y
corrige cuando es necesario. Tras haber escuchado a los miembros, a él
corresponde realizar una tarea de discernimiento, es decir, de «probarlo
todo y retener lo que es bueno»[17], en relación con los diversos pareceres
expuestos. Suscribiendo, terminado el sínodo, las declaraciones y
8
decretos,
enseña o
conforme
arbitraria
súbditos»
búsqueda
presente.
el Obispo empeña su propia autoridad en todo lo que allí se
manda. De este modo, la potestad episcopal es ejercitada
a su significado auténtico, a saber, no como una imposición
sino como un verdadero ministerio, que comporta «oír a sus
y llamarlos a «cooperar animosamente con él»[18], en la común
de lo que el Espíritu pide a la Iglesia particular en el momento
3. Comunión y misión, en cuanto aspectos inseparables del único fin de la
actividad pastoral de la Iglesia, constituyen el «bien de toda la comunidad
diocesana», que el can. 460 indica como finalidad última del sínodo.
Los trabajos sinodales se ordenan a fomentar la común adhesión a la
doctrina salvífica y a estimular a todos los fieles al seguimiento de Cristo.
Como la Iglesia es «enviada al mundo a anunciar y testimoniar, actualizar
y extender el misterio de comunión que la constituye»[19], así también el
sínodo mira por favorecer el dinamismo apostólico de todas las energías
eclesiales bajo la guía de los legítimos Pastores. En la convicción de que
toda renovación en la comunión y en la misión tiene como indispensable
presupuesto la santidad de los ministros de Dios, no deberá faltar en él un
vivo interés por el mejoramiento de las costumbres y formación del clero
y por el estímulo de las vocaciones.
El sínodo, pues, no sólo manifiesta y traduce en la práctica la comunión
diocesana, sino que también es llamado a “edificarla” con sus
declaraciones y decretos. Es por ello necesario que los documentos
sinodales propongan el Magisterio universal y apliquen la disciplina
canónica a la diversidad propia de la concreta comunidad cristiana. En
efecto, el ministerio del Sucesor de Pedro y el Colegio episcopal no son
una instancia extraña a la Iglesia particular, sino un elemento que
pertenece “desde dentro” a su misma esencia[20] y está en el fundamento
de la comunión diocesana.
De esta manera, el sínodo contribuye también a configurar la fisonomía
pastoral de la Iglesia particular, dando continuidad a su peculiar tradición
litúrgica, espiritual y canónica. El patrimonio jurídico local y las
orientaciones que han guiado el gobierno pastoral son en el sínodo objeto
de cuidadoso estudio, al fin de poner al día o restablecer el vigor de
cuanto lo requiera, de colmar eventuales lagunas normativas, de verificar
la consecución de los objetivos pastorales antaño formulados y de
proponer, con la ayuda de la gracia divina, nuevas orientaciones.
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II. COMPOSICIÓN DEL SÍNODO
1. «El Obispo diocesano preside el sínodo, aunque puede delegar esta
función, para cada una de las sesiones, en el Vicario general o en un
Vicario episcopal»[21], prefiriendo entre ellos a quienes tengan dignidad
episcopal (Obispo coadjutor y Obispos auxiliares).
2. Son miembros de iure del sínodo, en base al oficio que desempeñan:
—
—
—
—
—
—
el Obispo coadjutor y los Obispos auxiliares;
los Vicarios generales, los Vicarios episcopales y el Vicario judicial;
los canónigos de la iglesia catedral;
los miembros del consejo presbiteral;
el rector del seminario mayor;
los arciprestes o decanos[22].
3. Son miembros electivos:
1). «Fieles laicos, también los que son miembros de institutos de vida
consagrada, a elección del consejo pastoral, en la forma y número que
determine el Obispo diocesano, o, en defecto de este consejo, del modo
que determine el Obispo»[23].
En la elección de estos laicos (hombres y mujeres), es menester seguir,
en lo posible, las indicaciones del canon 512 § 2[24], asegurando en
cualquier caso que tales fieles «destaquen por su fe segura, buenas
costumbres y prudencia»[25], pues sólo así podrán prestar una válida
contribución al bien de la Iglesia. La situación canónica regular de estos
laicos debe considerarse requisito indispensable para formar parte de la
asamblea.
2). «Al menos un presbítero de cada arciprestazgo (decanato), elegido por
todos los que tienen en él cura de almas; asimismo se ha de elegir a otro
presbítero que eventualmente sustituya al anterior en caso de
impedimento»[26].
Como evidencia el texto canónico, por este título son elegibles solamente
los presbíteros, no los diáconos o los laicos.
Por consiguiente, el Obispo deberá determinar el número concreto para
cada arciprestazgo (decanato). Si se trata de una Iglesia particular de
pequeñas dimensiones, nada impide la convocatoria de todos sus
presbíteros.
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3). «Algunos Superiores de institutos religiosos y de sociedades de vida
apostólica que tengan casa en la diócesis, que se elegirán en el número y
de la manera que determine el Obispo diocesano»[27].
4. Sinodales de libre nombramiento episcopal: «El Obispo diocesano
también puede convocar al sínodo como miembros del mismo a otras
personas, tanto clérigos, como miembros de institutos de vida
consagrada, como fieles laicos»[28].
Al escoger a estos sinodales, se procurará hacer presentes las vocaciones
eclesiales o los peculiares compromisos apostólicos no suficientemente
expresados por vía electiva, de modo que el sínodo refleje adecuadamente
la fisonomía característica de la Iglesia particular; por esto, se pondrá
cuidado en asegurar que, entre los clérigos, no falte una congrua
presencia de diáconos permanentes. No se descuide escoger también
fieles que destaquen por su «conocimiento, competencia y prestigio»[29],
cuya ponderada opinión enriquecerá sin duda las discusiones sinodales.
5. Los sinodales legítimamente designados tienen el derecho y la
obligación de participar en las sesiones[30]. «Si un miembro del sínodo se
encuentra legítimamente impedido, no puede enviar un procurador que
asista en su nombre; pero debe informar al Obispo diocesano acerca de
este impedimento»[31].
El Obispo tiene el derecho y el deber de remover, mediante decreto,
cualquier sinodal, que con sus opiniones se aparte de la doctrina de la
Iglesia o que rechace la autoridad episcopal, salva la posibilidad de
recurso contra el decreto, según la norma del derecho.
6. «Si lo juzga oportuno, el Obispo diocesano puede invitar al sínodo como
observadores, a algunos ministros o miembros de Iglesias o de
comunidades eclesiales que no estén en comunión plena con la Iglesia
católica»[32].
La presencia de los observadores contribuirá a «introducir aun más la
preocupación ecuménica en la pastoral normal, incrementando el
conocimiento recíproco, la caridad mutua y, en la medida de lo posible, la
colaboración fraterna»[33].
Para su determinación, será normalmente conveniente ponerse de
acuerdo previamente con los cabezas de tales Iglesias o comunidades,
que señalarán la persona más idónea para representarlas.
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III. CONVOCATORIA Y PREPARACIÓN DEL SÍNODO
A. Convocatoria
1. El sínodo diocesano puede ser celebrado «cuando lo aconsejen las
circunstancias a juicio del Obispo de la diócesis, después de oír al consejo
presbiteral»[34]. Queda, pues, a la prudente decisión del Obispo decidir
sobre la mayor o menor frecuencia de convocatoria, en función de las
necesidades de la Iglesia particular o del gobierno diocesano.
Tales circunstancias pueden ser de naturaleza diversa: la falta de una
adecuada pastoral de conjunto, la exigencia de aplicar a nivel local
normas u orientaciones superiores, la existencia en el ámbito diocesano
de problemas que requieren solución, la necesidad sentida de una más
intensa y activa comunión eclesial, etc. Para evaluar la oportunidad de la
convocatoria, reviste particular importancia el conocimiento recabado en
las visitas pastorales: en efecto, las visitas permitirán al Obispo -mejor
que cualquier investigación o encuesta- identificar las necesidades de los
fieles y la respuesta pastoral más apta para satisfacerlas.
Así pues, cuando el Obispo perciba la oportunidad de convocar el sínodo
diocesano, pedirá al Consejo presbiteral —representación del presbiterio al
objeto de ayudar al Obispo en el gobierno de la diócesis[35]— un
ponderado juicio acerca de su celebración y del tema o temas que
deberán ser estudiados en él.
Tras determinar el tema del sínodo, el Obispo procederá a emitir el
decreto de convocatoria y lo anunciará a su Iglesia, sirviéndose por lo
común de una fiesta litúrgica de particular solemnidad.
2. «Sólo puede convocar el sínodo el Obispo diocesano, y no el que
preside provisionalmente la diócesis»[36].
«Si un Obispo tiene encomendado el cuidado de varias diócesis, o es
Obispo diocesano de una y Administrador de otra, puede celebrar un
sínodo para todas las diócesis que le han sido confiadas»[37].
B. Comisión preparatoria y reglamento del sínodo
1. Desde los primeros momentos, constituya el Obispo una comisión
preparatoria.
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El Obispo escogerá los miembros de la comisión preparatoria entre
sacerdotes y otros fieles que destaquen por prudencia pastoral y
competencia profesional, procurando que, en lo posible, reflejen la
variedad de carismas y ministerios del Pueblo de Dios. No falte entre ellos
algún perito en derecho canónico y en liturgia.
La comisión preparatoria tendrá el cometido de ayudar al Obispo,
principalmente en la organización de la preparación del sínodo y en la
provisión de subsidios para la misma, en la elaboración del reglamento
sinodal, en la determinación de las cuestiones que se han de proponer a
las deliberaciones sinodales y en la designación de los miembros. Sus
reuniones estarán presididas por el propio Obispo o, en caso de
impedimento, por un delegado suyo.
El Obispo podrá disponer la constitución de una secretaría, dirigida por un
miembro de la comisión preparatoria. A ella corresponderá atender a los
aspectos organizativos del sínodo: transmisión y archivo de la
documentación, redacción de las actas, predisposición de los servicios
logísticos, financiación y contabilidad. También resultará útil la
constitución de una oficina de prensa, que asegure una adecuada
información de los medios de comunicación y evite las eventuales
interpretaciones erróneas sobre los trabajos sinodales.
2. Con la ayuda de la comisión preparatoria, el Obispo proveerá a la
redacción y publicación del reglamento del sínodo[38].
Este deberá establecer, entre otras cosas:
1) La composición del sínodo. El reglamento asignará un número concreto
para cada categoría de sinodales y determinará los criterios para la
elección de los laicos y miembros de institutos de vida consagrada[39], y
de los Superiores de los institutos religiosos y sociedades de vida
apostólica[40]. Al hacerlo, se evitará que una presencia excesiva de
sinodales impida la efectiva posibilidad de intervenir por parte de todos.
2) Las normas sobre el modo de efectuar las elecciones de los sinodales y,
eventualmente, de los titulares de los oficios que se han de ejercitar en el
sínodo. A este respecto, se observarán las prescripciones de los cánones
119, 11 y 164-179, con las oportunas adaptaciones[41].
3) Los diversos oficios de la asamblea sinodal (presidencia, moderador,
secretario), las varias comisiones y su respectiva composición.
4) El modo de proceder en las reuniones, con indicación de la duración y
de la modalidad de las intervenciones (orales, escritas) y de las votaciones
(“placet", “non placet", “placet iuxta modum").
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La utilidad que el reglamento puede tener para la organización de la fase
preparatoria, aconseja elaborarlo en estos estadios iniciales del itinerario
sinodal, sin perjuicio de las eventuales modificaciones o añadidos que la
experiencia ulterior podrá sugerir.
Resulta en general conveniente proceder seguidamente a la designación
de los sinodales, al fin de poder contar con su ayuda en los trabajos de
preparación.
C. Fases de preparación del sínodo
Los trabajos preparatorios del sínodo están orientados, en primer lugar, a
facilitar al Obispo la determinación de las cuestiones que deben ser
propuestas a las deliberaciones sinodales.
Con todo, es preciso notar que conviene organizar esta fase de tal manera
que las diversas instancias diocesanas e iniciativas apostólicas presentes
en la Iglesia particular vengan en ella implicadas, del modo que en cada
caso aconsejen las circunstancias. Así los trabajos sinodales se traducirán
en un adecuado aprendizaje práctico de la eclesiología de comunión del
Concilio Vaticano II[42] y, además, los fieles estarán bien dispuestos a
aceptar, concluido el sínodo, «aquello que los Pastores sagrados, en
cuanto representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de
maestros y gobernantes»[43].
Acto seguido se ofrecen algunas orientaciones generales sobre el modo de
proceder, que cada Pastor sabrá adaptar y completar como mejor
convenga al bien de la Iglesia particular y a las características del sínodo
proyectado.
1. Preparación espiritual, catequística e informativa.
Convencido de que «el secreto del éxito del sínodo, como de cualquier
otro acontecimiento e iniciativa eclesial, está en la oración»[44], el Obispo
invitará a todos los fieles, clérigos, religiosos y laicos, y en particular a los
monasterios de vida contemplativa, a una «constante intención común: el
sínodo y los frutos del sínodo»[45], que de este modo se convertirá en un
auténtico evento de gracia para la Iglesia particular. No dejará de
exhortar a este propósito a los pastores de almas, poniendo a su
disposición los oportunos subsidios para las asambleas litúrgicas,
solemnes y cotidianas, a medida que se avanza en el camino sinodal.
La celebración del sínodo ofrece al Obispo una oportunidad privilegiada de
formación de los fieles. Se proceda, así pues, a una articulada catequesis
acerca del misterio de la Iglesia y de la participación de todos en su
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misión, a la luz de las enseñanzas del Magisterio, especialmente conciliar.
A tal efecto, se podrán ofrecer orientaciones concretas para la predicación
de los sacerdotes.
Sean también todos informados sobre la naturaleza y finalidad del sínodo
y sobre el ámbito de las discusiones sinodales. A este propósito, podrá ser
útil la publicación de un fascículo informativo, sin descuidar el uso de los
medios de comunicación social.
2. Consulta de la diócesis.
Se ofrezca a los fieles la posibilidad de manifestar sus necesidades, sus
deseos y su pensamiento acerca del tema del sínodo[46]. Además, se
solicitará separadamente al clero de la diócesis a formular propuestas
sobre el modo de responder a los desafíos de la cura pastoral.
El Obispo dispondrá las modalidades concretas de tal consulta, procurando
llegar a todas las “energías vivas” de la Iglesia de Dios que están
presentes y operan en la Iglesia particular[47]: comunidades parroquiales,
institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica,
asociaciones eclesiales y agrupaciones de relieve, instituciones de
enseñanza
(seminario, universidades o
facultades
eclesiásticas,
universidades y escuelas católicas).
Al proveer con oportunas indicaciones a la consulta, el Obispo deberá
prevenir el peligro -por desgracia a veces bien real- de la formación de
grupos de presión, y evitará crear en los interpelados expectativas
injustificadas sobre la efectiva aceptación de sus propuestas.
3. Definición de las cuestiones.
El Obispo procederá seguidamente a fijar las cuestiones sobre las cuales
versarán las discusiones. Un modo apto para este propósito será elaborar
cuestionarios, divididos por materias, cada uno introducido por una
relación que ilustre su significado a la luz de la doctrina y de la disciplina
de la Iglesia y de los resultados de las consultas precedentes[48]. Esta
tarea será encomendada, bajo la dirección de la comisión preparatoria, a
grupos de expertos en las diversas disciplinas y ámbitos pastorales, que
presentarán los textos a la aprobación del Obispo.
Finalmente, la documentación preparada será trasmitida a los sinodales,
para garantizar su adecuado estudio antes del inicio de las sesiones.
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IV. DESARROLLO DEL SÍNODO
1. El verdadero sínodo consiste justamente en las sesiones sinodales. Es
preciso, por ello, procurar un equilibrio entre la duración del sínodo y la de
la preparación y, además, disponer las sesiones en un arco de tiempo
suficiente que permita estudiar las diversas cuestiones e intervenir en la
discusión.
2. Pues «Quibus communis est cura, communis etiam debet esse
oratio»[49], la celebración misma del sínodo arraigue en la oración. Para
las solemnes liturgias eucarísticas de inauguración y de conclusión del
sínodo y en las demás que acompañarán las sesiones sinodales, se
observen las prescripciones del Caeremoniale Episcoporum, que trata
específicamente de la liturgia sinodal[50]. Sean abiertas a todos los fieles y
no solamente a los miembros del sínodo.
Conviene que las sesiones del sínodo —las más importantes al menos—
tengan lugar en la iglesia catedral, sede de la cátedra del Obispo e imagen
visible de la Iglesia de Cristo[51].
3. Antes del inicio de las discusiones, los sinodales emitan la profesión de
fe, a norma del canon 833, 1°[52]. No descuide el Obispo ilustrar este
significativo acto, a fin de estimular el sensus fidei de los sinodales y
encender su amor por el patrimonio doctrinal y espiritual de la Iglesia.
4. El examen de cada uno de los temas será introducido de breves
relaciones, que centren los diversos puntos en cuestión.
«Todas las cuestiones propuestas se someterán a la libre discusión de los
miembros en las sesiones del sínodo»[53]. El Obispo cuidará que los
sinodales dispongan de la efectiva posibilidad de expresar libremente sus
opiniones sobre las cuestiones propuestas, si bien dentro de los términos
temporales determinado en el reglamento[54].
Teniendo presente el vínculo que une la Iglesia particular y su Pastor con
la Iglesia universal y el Romano Pontífice, el Obispo tiene el deber de
excluir de la discusión tesis o proposiciones —planteadas quizá con la
pretensión de trasmitir a la Santa Sede “votos” al respecto— que sean
discordantes de la perenne doctrina de la Iglesia o del Magisterio Pontificio
o referentes a materias disciplinares reservadas a la autoridad suprema o
a otra autoridad eclesiástica[55].
16
Concluidas las intervenciones, se cuidará de resumir ordenadamente las
diversas aportaciones de los sinodales, a fin de facilitar su ulterior
examen.
5. Durante las sesiones del sínodo, en diversos momentos será preciso
solicitar a los sinodales que manifiesten su parecer mediante votación.
Dado que el sínodo no es un colegio con capacidad decisoria, tales
sufragios no tienen el objetivo de llegar a un acuerdo mayoritario
vinculante, sino el de verificar el grado de concordancia de los sinodales
sobre las propuestas formuladas, y así debe ser explicado[56].
El Obispo queda libre para determinar el curso que deba darse al
resultado de las votaciones, aunque hará lo posible por seguir el parecer
comúnmente compartido por los sinodales, a menos que obste una grave
causa, que a él corresponde evaluar coram Domino.
6. El Obispo, dando las oportunas indicaciones, encomendará a diversas
comisiones de miembros la composición de los proyectos de textos
sinodales.
Al hacerlo, se deberán buscar fórmulas precisas, que puedan servir como
guía pastoral para el futuro, procurando evitar el lenguaje genérico o
limitarse a meras exhortaciones, lo que sería en menoscabo de su
eficacia.
7. «Compete al Obispo diocesano, según su prudente juicio, suspender y
aun disolver el sínodo diocesano»[57], si acaso surgen obstáculos graves
para su continuación, que hagan conveniente o incluso necesaria esta
decisión: por ejemplo, una orientación insanablemente contraria a la
enseñanza de la Iglesia o circunstancias de orden social que perturben el
pacífico desarrollo del trabajo sinodal.
Si no existen particulares motivos que lo desaconsejen, antes de emanar
el decreto de suspensión o de disolución, el Obispo solicitará el parecer del
consejo presbiteral —el cual debe ser consultado en los asuntos de mayor
importancia[58]—, pero quedando él libre de adoptar o no la decisión.
«Si queda vacante o impedida la sede episcopal el sínodo diocesano se
interrumpe de propio derecho, hasta que el nuevo Obispo diocesano
decrete su continuación o lo declare concluido»[59].
17
V. DECLARACIONES Y DECRETOS SINODALES
1. Terminadas las sesiones del sínodo, el Obispo procede a la redacción
final de los decretos y declaraciones, los suscribe y ordena su
publicación[60].
2. Con las expresiones “decretos” y “declaraciones”, el Código contempla
la posibilidad de que los textos sinodales consistan, por una parte, en
auténticas normas jurídicas —que podrán denominarse “constituciones” o
de otro modo— o bien en indicaciones programáticas para el porvenir y,
por otra parte, en afirmaciones convencidas de las verdades de la fe o
moral católicas, especialmente en aquellos aspectos de mayor incidencia
para la vida de la Iglesia particular.
3. «Únicamente él (el Obispo diocesano) suscribe las declaraciones y
decretos del sínodo, que pueden publicarse sólo en virtud de su
autoridad»[61]. Por tanto, las declaraciones y decretos del sínodo deben
llevar sólo la firma del Obispo diocesano y las palabras usadas en estos
documentos deben poner en evidencia que su autor es justamente aquél.
Habida cuenta de la intrínseca conexión del sínodo con la función
episcopal, es ilícita la publicación de actos no suscritos por el Obispo.
Éstos no pueden considerarse en sentido alguno declaraciones “sinodales”.
4. Mediante los decretos sinodales, el Obispo promueve y urge la
observancia de las normas canónicas que las circunstancias de la vida
diocesana reclaman[62], regula las materias que el derecho confía a su
competencia[63] y aplica la disciplina común a la diversidad de la Iglesia
particular.
Sería jurídicamente inválido un eventual decreto sinodal contrario al
derecho superior[64], a saber: la legislación universal de la Iglesia, los
decretos generales de los concilios particulares y de la Conferencia
Episcopal[65] y los de la reunión de los Obispos de la provincia eclesiástica,
en los términos de su competencia[66].
5. «El Obispo diocesano ha de trasladar el texto de las declaraciones y
decretos sinodales al Metropolitano y a la Conferencia Episcopal»[67], a fin
de favorecer la comunión en el episcopado y la armonía normativa en las
Iglesias particulares del mismo ámbito geográfico y humano.
Todo concluido, el Obispo tendrá a bien trasmitir, mediante
Representante Pontificio, copia de la documentación sinodal a
el
la
18
Congregación para los Obispos o a la Congregación para la Evangelización
de los Pueblos, para su oportuna información.
6. Si los documentos sinodales —especialmente los normativos— no se
pronuncian acerca de su aplicación, el Obispo diocesano será quien
determine, una vez concluido el sínodo, las modalidades de ejecución,
confiándola eventualmente a determinados órganos diocesanos.
***
Las Congregaciones para los Obispos y para la Evangelización de los
Pueblos esperan haber contribuido, de este modo, al adecuado desarrollo
de los sínodos diocesanos, institución eclesial siempre tenida en gran
consideración en el curso de los siglos y hoy considerada con renovado
interés, cual valioso instrumento orientado, con la ayuda del Espíritu
Santo, al servicio de la comunión y de la misión de las Iglesias
particulares.
La presente Instrucción entrará en vigor para los sínodos diocesanos que
comenzarán a partir de tres meses desde la fecha de publicación...
APÉNDICE A LA INSTRUCCIÓN SOBRE LOS SÍNODOS DIOCESANOS
Ámbitos pastorales que el C.I.C. encomienda
a la potestad legislativa del Obispo diocesano
El presente Apéndice elenca las materias cuya ordenación a nivel
diocesano se considera necesaria o generalmente conveniente, habida
cuenta del tenor de los cánones del Código. Se excluyen de él las
prescripciones codiciales que requieren más bien la adopción de
disposiciones de carácter singular[68], como aprobaciones, concesiones
particulares, licencias, etc.
Es preciso advertir, sin embargo, que «al Obispo diocesano compete en la
diócesis que se le ha confiado toda la potestad ordinaria, propia e
inmediata que se requiere para el ejercicio de su función pastoral,
exceptuadas aquellas causas que por el derecho o por decreto del Sumo
Pontífice se reserven a la autoridad suprema o a otra autoridad
eclesiástica»[69]. En consecuencia, el Obispo diocesano podrá ejercitar su
potestad legislativa no solamente para completar o determinar las normas
jurídicas superiores que expresamente lo imponen o lo permiten, sino
también para reglar - en función de las necesidades de la Iglesia local o de
19
los fieles- cualquier materia pastoral de alcance diocesano, a excepción de
las reservadas a la suprema o a otra autoridad eclesiástica. Naturalmente,
en el ejercicio de tal potestad el Obispo está obligado a observar y
respetar el derecho superior[70].
Se ha de tener presente, no obstante, la regla de buen gobierno que
aconseja ejercitar la potestad legislativa con discreción y prudencia, para
no imponer por fuerza lo que se podría conseguir con el consejo y la
persuasión. Es más, tantas veces el Obispo deberá emplearse, antes que
en promulgar nuevas normas, en promover la disciplina común a toda la
Iglesia y en urgir, cuando sea preciso, a la observancia de las leyes
eclesiásticas: esta tarea es un auténtico deber, que le alcanza en cuanto
custodio de la unidad de la Iglesia universal y que se refiere en particular
al ministerio de la palabra, la celebración de los sacramentos y
sacramentales, el culto de Dios y de los Santos y la administración de los
bienes[71].
No es superfluo añadir que el Obispo diocesano tiene libertad para dictar
normas sin previo sínodo diocesano o al margen de él, ya que la potestad
legislativa le es propia y exclusiva en el ámbito diocesano. Por el mismo
motivo, debe él ejercitarla personalmente[72], sin que le sea permitido
legislar juntamente con otras personas, órganos o asambleas diocesanas.
De las materias que se señalan seguidamente, no todas podrán encontrar
en el sínodo diocesano la sede apropiada de discusión. Así, no sería
prudente someter indiscriminadamente al examen de los sinodales
cuestiones relativas a la vida y al ministerio de los clérigos. En otros
ámbitos pastorales específicos, será conveniente que el Obispo diocesano
consulte el sínodo acerca de los criterios o principios generales, dejando
para un momento ulterior, concluido aquél, la emanación de normas
precisas. Como se dice en la Instrucción[73], queda a la prudencia del
Obispo la determinación de los temas de la discusión sinodal.
I. Acerca del ejercicio del munus docendi
El Obispo es, en la diócesis que se le ha encomendado, «moderador de
todo el ministerio de la palabra»[74]. A él toca proveer a fin de que las
prescripciones canónicas sobre el ministerio de la palabra sean
diligentemente observadas y la fe cristiana sea trasmitida en la diócesis
recta e íntegramente[75]. El Código de Derecho Canónico explicita este
cometido, otorgando amplias competencias al Obispo diocesano, en los
ámbitos siguientes:
20
1. Ecumenismo: corresponde a los Obispos, individualmente o reunidos en
Conferencia Episcopal, impartir normas prácticas en materia ecuménica,
respetando siempre cuanto la suprema autoridad de la Iglesia haya
dispuesto a este propósito (cfr. can. 755 § 2).
2. Predicación: al Obispo diocesano compete promulgar normas sobre el
ejercicio de la predicación, que han de ser observadas por cuantos
ejercitan ese ministerio en la diócesis (cfr. can. 772 § 1). Son
manifestaciones particulares de esta tarea:
— La eventual restricción del ejercicio de la predicación (cfr. can. 764);
— la ordenación de lo que se refiere a las modalidades particulares de
predicación, adecuadas a las necesidades de los fieles, como son los
ejercicios espirituales, las misiones sagradas, etc. (cfr. can. 770);
— la solicitud a fin de que la palabra de Dios sea anunciada a los fieles
que no pueden gozar suficientemente de la cura pastoral común y
también a los no creyentes (cfr. can. 771).
3. Catequesis: compete al Obispo diocesano, ateniéndose a las
prescripciones de la Sede Apostólica, dictar normas en materia
catequética (cfr. can. 775 § 1), según diversas modalidades adecuadas a
las necesidades de los fieles (cfr. cans. 777 y 1064), y disponiendo
también sobre lo referente a la adecuada formación de los catequistas
(cfr. can. 780).
4. Actividad misional: corresponde al Obispo la promoción, en la diócesis,
de la actividad misional de la Iglesia (cfr. can. 782, 2) y, si la diócesis se
encuentra en territorio de misión, la dirección y la coordinación de la
actividad misional (cfr. can. 790).
5. Educación católica: al Obispo diocesano compete, observando las
eventuales disposiciones dictadas al respecto por la Conferencia Episcopal,
regular lo que toca a la enseñanza y a la educación religiosa católica, que
se imparte en cualesquiera escuelas o se lleva a cabo en los diversos
medios de comunicación social (cfr. can. 804 § 1)[76]. Le concierne
también la organización general de las escuelas católicas y la vigilancia
para que éstas mantengan siempre su identidad (cfr. can. 806).
6. Instrumentos de comunicación social: es un deber de los Obispos la
vigilancia acerca de las publicaciones y el uso de los medios de
comunicación social (cfr. can. 823).
21
II. Acerca del ejercicio del munus sanctificandi
Los Obispos son «en la Iglesia a ellos encomendada, los moderadores,
promotores y custodios de toda la vida litúrgica»[77]. Al Obispo diocesano
compete, observando las disposiciones de la autoridad suprema de la
Iglesia, dar normas en materia litúrgica para su diócesis, a las cuales
todos están obligados[78]. El Código de Derecho Canónico encomienda a la
potestad normativa del Obispo algunas tareas particulares:
— regular lo referente a la participación de los fieles no ordenados en la
liturgia, observando cuanto haya dispuesto a propósito el derecho superior
(cfr. can. 230 § 2 y 3)[79];
— establecer, si la Conferencia Episcopal no lo ha hecho ya, los casos de
"grave necesidad" para la administración de algunos sacramentos a los
cristianos no católicos (cfr. can. 844 § 4 y 5);
— determinar las condiciones para que se pueda conservar la Eucaristía
en una casa privada o llevarla consigo en los viajes (cfr. can. 935);
— allí donde el número de ministros sagrados sea insuficiente, regular lo
que se refiere a la exposición de la Eucaristía por parte de fieles no
ordenados (cfr. can. 943);
— dar normas sobre las procesiones (cfr. can. 944 § 2);
— teniendo presente los criterios concordados con los otros miembros de
la Conferencia Episcopal, determinar los casos en que se verifica la
necesidad de la absolución colectiva (cfr. can. 961 § 2);
— dar prescripciones sobre la administración del sacramento de la Unción
de Enfermos para varios enfermos al mismo tiempo (cfr. can. 1002);
— establecer normas para las celebraciones dominicales en ausencia de
presbítero, observando cuanto sea prescrito en la legislación universal de
la Iglesia (cfr. can. 1248 § 2).
III. Acerca del ejercicio del munus pascendi
1. Sobre la organización de la diócesis.
Además de las múltiples disposiciones de diversa naturaleza, requeridas
para la adecuada organización pastoral de la diócesis, está concretamente
encomendado al Obispo diocesano:
— la normativa particular sobre el cabildo catedral (cfr. cans. 503, 505 y
510 § 3);
— la constitución del consejo pastoral diocesano y la elaboración de sus
estatutos (cfr. cans. 511 y 513 § 1);
— las normas por las que se provea a la atención de la parroquia durante
la ausencia del párroco (cfr. can. 533 § 3);
22
— la normativa sobre los libros parroquiales (cfr. can. 535 § 1; cfr.
también cans. 895, 1121 § 1 y 1182);
— la decisión sobre la constitución de los consejos pastorales parroquiales
y la determinación de las normas por las que se rigen (cfr. can. 536);
— las normas por las que se regulan los consejos parroquiales de asuntos
económicos (cfr. can. 537);
— la determinación complementaria de los derechos y deberes de los
vicarios parroquiales (cfr. can. 548);
— la determinación complementaria de las facultades de los arciprestes o
decanos (cfr. can. 555; cfr. también can. 553).
2. Sobre la disciplina del Clero.
En relación con los presbíteros, el can. 384 establece que el Obispo
diocesano «cuide de que cumplan debidamente las obligaciones propias de
su estado, y de que dispongan de aquellos medios e instituciones que
necesitan para el incremento de su vida espiritual e intelectual, y procure
también de que se provea, conforme a la norma del derecho, a su honesta
sustentación y asistencia social».
Otros cánones determinan diversos
encomendados a la cura episcopal:
aspectos
de
estos
ámbitos
— Por lo que se refiere al cumplimiento de las obligaciones propias del
estado clerical, véanse los cánones: can. 277 § 3 (tutela del celibato);
can. 283 § 1 (duración de las ausencias de la diócesis); can. 285
(abstención de cuanto desdiga del estado clerical).
— En cuanto a los medios para el incremento de su vida espiritual e
intelectual, véanse los cánones: can. 276 § 2, 41 (asistencia a retiros
espirituales); can. 279 § 2 (formación doctrinal permanente); can. 283 §
2 (tiempo de vacaciones).
— Sobre la sustentación y asistencia social de los clérigos, véase el can.
281.
Finalmente, compete al Obispo determinar los modos de relación y de
mutua colaboración entre todos los clérigos que trabajan en la diócesis
(cfr. can. 275 § 1).
3. Sobre la administración económica de la diócesis.
En los límites del derecho universal y particular, el Obispo es responsable
de organizar todo lo referente a la administración de los bienes
eclesiásticos sometidos a su potestad (cf. can. 1276 § 2). En materia
económica es también competencia suya:
23
— Imponer tributos moderados en el ámbito diocesano, observando las
condiciones canónicas (cfr. can. 1263);
— si la Conferencia Episcopal nada ha dispuesto al respecto, emanar
normas sobre las subvenciones (cfr. can. 1262);
— establecer, cuando convenga, cuestaciones especiales en favor de las
necesidades de la Iglesia (cfr. cans. 1265 y 1266);
— dictar normas sobre el destino de las ofertas recibidas de los fieles, con
ocasión de las funciones litúrgicas "parroquiales" y sobre la retribución de
los clérigos que cumplen tales funciones (cfr. can. 531);
— determinar condiciones más específicas para la constitución y
aceptación de las fundaciones (cfr. can. 1304 § 2).
Notas
[1]
Constitución Apostólica Sacrae disciplinae leges, del 25 de enero de 1983 (AAS 75 [1983], vol.
II, pp. VII-XIV).
[2]
Cfr. can. 34 §1.
[3]
Cfr. Constitución Apostólica Pastor Bonus, del 28 de junio de 1988 (AAS 80 [1988], pp. 841912), arts. 75, 79 y 89.
[4]
"Coetus delectorum sacerdotum aliorumque christifidelium Ecclesiae particularis, qui in bonum
totius communitatis dioecesanae Episcopo dioecesano adiutricem operam praestant".
[5]
Constitución Dogmática Lumen Gentium n. 28; cfr. Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis nn.
2 y 7.
[6]
Cfr. Constitución Dogmática Lumen Gentium nn. 7 y 32; cfr. can. 463 §§ 1 y 2.
[7]
Cfr. cans. 461 § 1 y 462 § 1.
[8]
Cfr. can. 465.
[9]
Cfr. can. 462 § 2.
[10]
Cfr. can. 466.
[11]
Juan Pablo II, homilía del 3 de octubre de 1992, en L'Osservatore Romano (edic. española), del
13 de noviembre de 1992, pp. 11-12.
[12]
Cfr. Constitución Dogmática Lumen Gentium n. 11.
[13]
Cfr. Ibídem n. 23.
[14]
Can. 460.
[15]
Cfr. can. 466.
[16]
Cfr. cans. 466 y 467.
[17]
Constitución Dogmática Lumen Gentium n. 12, que cita I Thess 5,12 y 19-21.
[18]
Cfr. Ibídem n. 27.
[19]
Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, carta a los Obispos de la Iglesia Católica
"Communionis notio", del 28 de mayo de 1992 (AAS 85 [1993] pp. 838-850), n. 4.
[20]
Cfr. Ibídem n. 13.
[21]
Can. 462 § 2.
[22]
Cfr. can. 463 § 1, 1°, 2°, 3°, 4°, 6° y 7°
[23]
Can. 463 § 1, 5°.
[24]
Can. 512 § 2: «Los fieles que son designados para el consejo pastoral deben elegirse de modo
que a través de ellos quede verdaderamente reflejada la porción del pueblo de Dios que constituye
la diócesis, teniendo en cuenta sus distintas regiones, condiciones sociales y profesionales, así
como también la parte que tienen en el apostolado, tanto personalmente como asociados con
otros».
24
[25]
Can. 512 § 3.
[26]
Can. 463 § 1, 8°.
[27]
Can. 463 § 1, 9°.
[28]
Can. 463 § 2.
[29]
Can. 212 § 3.
[30]
Cfr. can. 463 § 1.
[31]
Can. 464.
[32]
Can. 463 § 3.
[33]
Juan Pablo II, audiencia del 27 de junio de 1992, en L'Osservatore Romano (edic. española) del
17 de julio de 1992, pp. 3-4.
[34]
Can. 461 § 1.
[35]
Cfr. can. 495 § 1.
[36]
Can. 462 § 1.
[37]
Can. 461 § 2.
[38]
Sobre la noción de reglamento, véase el can. 95.
[39]
Cfr. can. 463 § 1, 5°.
[40]
Cfr. can. 463 § 1, 9°.
[41]
Téngase presente que el texto de algunos de estos cánones deja libertad de disponer de modo
diverso en el reglamento del sínodo.
[42]
Cfr. Juan Pablo II, alocución del 29 de mayo de 1993, en L'Osservatore Romano (edic.
española) del 4 de junio de 1993, pp. 1 y 4.
[43]
Constitución dogmática Lumen Gentium n. 37.
[44]
Juan Pablo II, homilía del 3 de octubre de 1992, cit. nota 11.
[45]
Juan Pablo II, audiencia del 27 de junio de 1992, cit. nota 33.
[46]
Cfr. can. 212 §§ 2 y 3.
[47]
Cfr. Juan Pablo II, audiencia del 27 de junio de 1992, cit. nota 33.
[48]
Se puede proceder de manera diversa, por ejemplo elaborando ya en esta fase los proyectos de
documentos sinodales. Esta alternativa reúne indudables ventajas, pero se debe atender también
al riesgo de reducir de hecho la libertad de los sinodales, que deberán pronunciarse sobre un texto
prácticamente acabado.
[49]
Caeremoniale Episcoporum n. 1169.
[50]
Cfr. Caeremoniale Episcoporum, Pars VIII, Caput I De Conciliis Plenariis vel Provincialibus et de
Synodo Dioecesana, nn. 1169-1176.
[51]
Cfr. Constitución Apostólica Mirificus eventus, del 7 de diciembre de 1965 (AAS 57 [1965], pp.
945-951).
[52]
Cfr. AAS 81 (1989) pp. 104-105, que trae el texto de la profesión de fe que se ha de usar en el
sínodo.
[53]
Can. 465.
[54]
Cfr. más arriba III, B, 2.
[55]
Cfr. Decreto conciliar Christus Dominus n. 8; cfr. también can. 381.
[56]
A este propósito, resulta útil advertir que la regla formulada en el can. 119, 3°, "lo que afecta a
todos y a cada uno, debe ser aprobado por todos", no se refiere para nada al sínodo, sino a la
toma de ciertas decisiones comunes en el seno de un auténtico colegio con capacidad decisoria.
[57]
Can. 468 § 1.
[58]
Cfr. can. 500 § 2.
[59]
Can. 468 § 2.
[60]
Cfr. can. 466.
[61]
Ibídem.
[62]
Cfr. can. 392.
[63]
Cfr. el Apéndice de esta Instrucción.
25
[64]
Cfr. can. 135 § 2.
[65]
Para que las decisiones de los concilios particulares y de las Conferencias Episcopales sean
normas jurídicas obligatorias, esto es, auténticos decretos generales, es necesario que hayan sido
reconocidas ("recognitae") por la Santa Sede: cfr. cans. 446 y 455.
[66]
Acerca de las competencias normativas de la reunión de los Obispos de la provincia, cfr. los
cans. 952 § 1 y 1264.
[67]
Can. 467.
[68]
Cfr. can. 35.
[69]
Can. 381 § 1.
[70]
Cfr. can. 135 § 2; cfr. también Instrucción sobre los sínodos diocesanos V, 4.
[71]
Cfr. can. 392.
[72]
Cfr. can. 391 § 2.
[73]
Cfr. Instrucción sobre los sínodos diocesanos III, A, 1; III, C, 3.
[74]
Can. 756 § 2.
[75]
Cfr. can. 386.
[76]
El elenco de los cánones del C.I.C., adjunto a la carta del Cardenal Secretario de Estado a los
Presidentes de las Conferencias Episcopales del 8 de noviembre de 1983, incluía este canon 804 en
la lista de los casos en que las Conferencias no "deben" sino que "pueden" emanar normativa
complementaria; sin embargo la elaboración de las normas de que aquí se trata resulta muy
conveniente. Se tenga presente, por lo demás, que el mencionado elenco fue redactado con una
finalidad meramente ilustrativa, para ayudar a las Conferencias Episcopales a determinar las
materias de su competencia.
[77]
Can. 835 § 1.
[78]
Cfr. can. 838 §§ 1 y 4; cfr. también can. 841.
[79]
Sobre el servicio en el altar de las mujeres y la intervención del Obispo diocesano al respecto,
cfr. el responsum del Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos del 11 de
julio de 1992, junto con la nota aneja de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, publicados en AAS 86 (1994), pp. 541-542.
26
INDICE
CAPÍTULO I. INTRODUCCIÓN
1. Esbozo del Sínodo Diocesano
2. Resumen histórico
3. Encuadres conceptuales. a) El Sínodo y los Consejos diocesanos. b) El SD en la
sistemática del Código.
CAPÍTULO II. NATURALEZA DEL SD
1. El SD en la comunión eclesial
2. El SD, evento de comunión jerárquica
3. El SD imagen de la Iglesia particular
4. El SD ¿exigencia constitucional? La “sinodalidad” del SD
5. ¿Es el SD un colegio?
6. “Lo que afecta a todos debe ser aprobado por todos”
7. La analogía del SD con el Sínodo de los Obispos
CAPÍTULO III. FINALIDAD DEL SD
A. FINALIDAD ÚLTIMA DEL SD
1. El bien de toda la comunidad diocesana
2. La comunión y la misión como finalidad del SD
3. El SD, comunión eclesial y “autonomía privada”
4. Autonomía de medios, autonomía de fines
B. FINALIDAD PRÓXIMA DEL SD
1. El SD, asamblea consultiva
2. Naturaleza del “consejo” de los sinodales
3. Régimen del voto consultivo
CAPÍTULO IV. LA COMPOSICIÓN DEL SD
A. CUESTIONES BÁSICAS SOBRE LA COMPOSICIÓN DEL SD
1. El Obispo en el SD
2. Los presbíteros en el SD
3. Los “otros fieles” (can. 460) en el SD. 1) La colaboración de los laicos en el
ejercicio de la potestad de régimen. 2) La corresponsabilidad de todos los fieles en la
misión de la Iglesia.
4. Los criterios para la designación de los sinodales. La cuestión de la representación
B. ADQUISICIÓN Y PÉRDIDA DEL ENCARGO DE SINODAL
1. La idoneidad del candidato (can. 149)
2. Las elecciones para el encargo de sinodal. a) Mecánica de la elección según el can.
119. b) Especificaciones reglamentarias a partir de los cans. 164-179. c) Modalidad
de elección.
3. El control episcopal de la idoneidad de los elegidos
4. Pérdida de la condición de sinodal. a) La renuncia; b) La remoción; c) Interrupción
del Sínodo por vacancia o impedimento de la sede episcopal; d) La pérdida del
“oficio-presupuesto”; e) Otras posibles causas.
27
C. LOS DIVERSOS TIPOS DE SINODALES EN LAS NORMAS VIGENTES
1. Los presbíteros
2. Los fieles (“laicos”) elegidos
3. Los representantes de la Vida Consagrada
4. Los sinodales convocados por el Obispo
CAPÍTULO V. EL OBJETO DEL SD
A. LA MATERIA OBJETO DE CONSULTA
1. La amplitud del objeto de la consulta
2. Las cuestiones de ámbito público y la “mejora de las costumbres”
3. El ministerio y la vida de los ministros sagrados
B. LOS TEXTOS SINODALES.
1. Naturaleza de los textos sinodales
2. Los decretos sinodales
3. El estilo redaccional de los decretos
4. El patrimonio jurídico local
5. Las “declaraciones” sinodales
C. LA LABOR DE PRODUCCIÓN CANÓNICA EN EL SD
1. ¿SD “aplicador” o SD “innovador”?
2. Concesión versus reserva
3. El procedimiento de creación de normas locales
D. REVOCACIÓN E IMPUGNACIÓN DE LOS DECRETOS SINODALES
1. La revocación mediante ley diocesana posterior
2. La impugnación de los decretos sinodales
CAPÍTULO VI. DESARROLLO DEL SD
1. Inicio y conclusión normal del Sínodo
2. Conclusión anómala del Sínodo
A. EL DESARROLLO DEL SD A LA LUZ DE LA HISTORIA
1. Esquema de desarrollo del SD preconciliar
2. Esquema de desarrollo en la praxis sinodal posconciliar
3. Esquema de desarrollo propuesto por la Instrucción romana
B. LA PREPARACIÓN DEL SD
1. Providencias organizativas. Constitución de los oficios preparatorios del Sínodo.
Elaboración del Reglamento del Sínodo. Designación de los sinodales. Convocatoria
del Sínodo
2. Desarrollo de la fase preparatoria (Instrucción, III, C). 1. Preparación espiritual,
catequística e informativa de los fieles. 2. Modo de efectuar la Consulta a la Diócesis.
3. Definición de las cuestiones.
C. LA CELEBRACIÓN DEL SD
28
1. Cuestiones generales
2. Modelo organizativo de la celebración del SD. Comparación con el Sínodo de los
Obispos y con el Sínodo de la Diócesis de Roma
3. Las intervenciones de los sinodales: libertad de expresión
4. Las votaciones en el aula sinodal
5. La unanimidad
6. La libertad del Obispo en relación con las votaciones
D. DILIGENCIAS EPISCOPALES ULTERIORES
1. La elaboración y aprobación de los documentos sinodales
2. La transmisión de la documentación
3. La interpretación y la ejecución de los decretos
BIBLIOGRAFÍA CITADA
29
CAPÍTULO I. INTRODUCCIÓN
1. Esbozo del Sínodo diocesano
Empezando por la etimología, la voz synodos, como es bien sabido, es de origen
griego y significa “caminar juntos” o “camino en común”, y así lo explican autores tan
antiguos como Isidoro de Sevilla en el s. VII y el Decreto de Graciano en el XII1. Sin
embargo, es más esclarecedor preguntarse por el uso original de esta voz en el lenguaje
corriente, no eclesiástico, pues este término no es invención canónica sino que los autores
eclesiásticos la tomaron de la vida civil, y en este ámbito, synodos significaba “reunión para
deliberar, con un sentido similar al de ecclesia, pero sin relación estricta con una ciudad, pues
también puede referirse a una corporación deportiva o de artesanos, aunque siempre con una
connotación religiosa”2.
Ya en el ámbito cristiano, este término se usó desde el principio con un significado
genérico, para aludir a muy diversos tipos de asambleas reunidas al objeto de examinar los
problemas de la vida eclesial3. Esta amplitud semántica se mantuvo a lo largo de la historia
hasta prácticamente nuestros días, aunque en el lenguaje canónico – tan necesitado siempre de
precisión – el uso de la voz “sínodo” fuera progresivamente restringiéndose para referirse al
diocesano4.
De manera coherente con este breve apunte etimológico, podemos bosquejar dos
características del SD, que nos acompañarán a lo largo del presente trabajo:
- El SD puede ser contemplado bien como una “reunión” o asamblea transitoria, bien
como un “órgano” diocesano, desde el momento que, una vez convocado, hay un grupo de
personas que comparten una misma función jurídica y están dotadas de unos derechos y
deberes. Por eso, tanto vale para designarlo la voz latina coetus (“grupo”) que emplea el can.
4605, como la de “asamblea”, que emplea la versión aprobada por la Conferencia Episcopal
Española, en continuidad con la definición de Sínodo empleada comúnmente por la doctrina
canónica durante la época moderna6.
- Como sugiere la semántica griega de “camino en común”, el SD puede ser también
contemplado como un “proceso” que se inicia con la preparación o “fase preparatoria” y
culmina sin solución de continuidad en la “celebración” del Sínodo. Por usar una
comparación con la función judicial, “sínodo” estaría para significar tanto la suma de de
actuaciones o proceso como el tribunal que finalmente juzga. El Código solamente detiene su
atención en la reunión final, pero eso no significa que podamos ignorar el resto, pues ésta es la
realidad del SD, no sólo en la hora presente sino también antaño, como se expondrá más
adelante.
1 Cfr. Beyer, J., De Synodo, p. 382
2 García Hervás, D., Régimen jurídico, p. 90
3 Cfr. Corbellini, G., Comentario exegético, pp. 993-4.
4 Cfr. Fuentes Caballero, J.A., El Sínodo, p. 548. Arrieta, J.I., El Sínodo de los Obispos, 32-33. Pontal, O.,
Évolution, 523. Ya D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. I, I, acredita que en su tiempo (primera mitad
del s. XIX) la voz “sínodo” sin adjetivo se reservaba para el diocesano.
5 La versión del Código hecha por la C.E.E. siempre traduce el “coetus” latino por “grupo”: cfr. los cánones
127,1; 158,2; 160,2; 165; 166; 169; 173,1; 174,2; 175; 176; 177,1 y 2; 182, 2; 183,1; 294; 352, 2; 374; 476; 495
(el consejo presbiteral, como coetus-grupo de sacerdotes); 543; 545,2; 560; 564; 647, 3; etc.
6 Valga por todos P. Lambertini en el De Synodo Lib. I, cap. I, n. IV): “legitima congregatio, ab Episcopo
coacta ex presbyteris et clericis suae Dioecesis aliisve quae ad eam accedere tenentur, in qua de his quae curae
pastorali incumbunt, agendum et deliberandum est”. Esta definición fue citada habitualmente por la doctrina
canónica, antes y después del Codex de 1917, en su forma latina o en la versión española de “reunión”. También
el primer Directorio para los Obispos de 1973 usaba esta expresión.
30
Una cuestión final antes de empezar con nuestro estudio: ¿debemos añadir el adjetivo
“pastoral” para definir adecuadamente el SD contemporáneo? Así se ha hecho en más de una
ocasión reciente, seguramente inspirándose en el Concilio Vaticano II y como para marcar
distancias respecto de la orientación normativa (“demasiado jurídica”) de los SD
tradicionales. Sin embargo, parece que está de más añadir calificativo alguno, por las
siguientes razones:
- primera, porque los codificadores quisieron revalidar el significado “jurídico” del
SD, en cuanto “institución normal para la actualización de la legislación particular de la
diócesis”7, sin excluir otras finalidades legítimas y aún necesarias de tipo exhortativo,
programador o didáctico;
- segunda, porque la atenuación de los rasgos marcadamente disciplinares y un estilo
de gobierno más apoyado en la convicción y en la exhortación, es hoy día cosa común en la
vida de la Iglesia y sus instituciones, no sólo del SD;
- y finalmente, porque supondría oponer la dimensión “pastoral” – más sensible a las
necesidades de las personas y a su bienestar espiritual – a la “jurídico-normativa”, con grave
injuria de ésta: como veremos en su momento, la labor estrictamente jurídica es tan pastoral
como cualquier otra.
8
2. Resumen histórico
Como muchas otras instituciones canónicas, el Sínodo diocesano nace con suma
naturalidad y sencillez. Sus primeras manifestaciones, dentro del ámbito latino, tienen lugar
en el s. VI, cuando la Iglesia está expandiéndose en los pagos rurales, fuera de las áreas
urbanas que vieron su nacimiento. Entonces los Obispos sienten la necesidad de encontrarse
con su clero en la ciudad-sede de la diócesis, mediante reuniones formales en las que se
informe, discuta y resuelva acerca de las necesidades de la evangelización y de la cura
pastoral. Un medio complementario será el de la las visitas pastorales, mediante las cuales el
Obispo recorre los diversos lugares de su diócesis para hacerse cargo, sobre el terreno, del
estado moral y espiritual de las parroquias y ayudar a los clérigos allí destinados en su tarea.
Así, el Sínodo consiste desde un principio en un medio de comunicación del Obispo con el
clero, de información sobre el estado de la vida cristiana en las diversas comunidades, de
vigilancia sobre el ejercicio del ministerio, de instrucción episcopal sobre el modo de
conducir al pueblo cristiano. Brinda también la ocasión de solucionar los litigios y las
denuncias, con lo que se le añade un aspecto jurisdiccional, que no le abandonará hasta
tiempos recientes.
En la Edad Media, los Sínodos ven acentuarse sus perfiles jurídicos y se convierten en
buena medida en órganos de difusión de los Concilios provinciales, que a su vez adquieren la
fisonomía de correas de transmisión del Concilio universal, de manera que “Concilia
7 Corbellini, G., Comentario, 992-3: este autor explica que en los trabajos de elaboración del CIC, “alguno
propuso que el sínodo tuviese una índole más pastoral (...), pero a otros no les agradaba el calificativo de
'pastoral', porque en ese caso era un término de significado poco claro, teniendo en cuenta que el sínodo
diocesano debe ser sobre todo un órgano 'jurídico' diocesano (cf. Comm. 24 [1992], p. 224). Esta naturaleza del
sínodo fue afirmada durante la revisión del Schema canonum Libri II De Populo Dei (de 1977); en efecto, se
habló del sínodo diocesano como de la 'institución normal para la actualización de la legislación particular de la
diócesis”.
8 Para los aspectos hitos históricos de este epígrafe, pueden consultarse los trabajos de Fuentes Caballero, J.A.,
El sínodo; Pontal, O., Évolution; Tinebra, L., Il Sinodo; Durand, J.-P., Un Regain; Ferrer, L., voz “Sínodo”;
Beyer, J. De Synodo, 385-386; G. Le Bras-J. Gaudemet, Le Droit et les institutions, T. XVI, pp. 262-264 y T.
XVII, pp. 153-169. Sobre la praxis de los SD después del Vaticano II según diversos países existe una preciosa
fuente de información: El Congreso Internacional de Derecho Canónico, reunido en París del 21 al 28 de
septiembre de 1990 (Las diversas aportaciones del Congreso están editadas en L'Année Canonique, vol. “hors
série” de 1992). El entonces profesor J. I. Arrieta fue quien se ocupó de los SD españoles.
31
Provincialia, et Dioecesana olim fuisse ita inter se colligata ut unum alterum consequeretur
(...). In Provincialibus enim Universalium, in Dioecesanis Provincialium Synodorum
definitiones et decreta promulgabantur”9. Este significado debe ponerse en relación con los
sucesivos episodios y tentativos de “reforma”, que, partiendo de la cabeza de la cristiandad
debían llegar escalonadamente a todos los niveles de la Iglesia. Así lo contempla igualmente
el Concilio de Trento y, de hecho, tras la celebración de este Concilio se produce una
revitalización del Instituto, especialmente en algunas regiones, con figuras señeras en Europa
como Carlos Borromeo en Milán o Francisco de Sales en Ginebra, contribuyendo de este
modo a remediar los impedimentos que las monarquías y príncipes opusieron a la recepción
de los textos conciliares. Mención aparte merece la labor sinodal en la América Hispana,
donde las necesidades evangelizadoras reproducían la situación que contempló el nacimiento
del Sínodo en Europa.
Desde mediados del s. XVII hasta finales del XIX la institución cae en un prolongado
letargo, aunque con excepciones según los lugares10. Las causas son múltiples: la tendencia a
convertir el Sínodo en escenario de controversias doctrinales y de tensiones entre el Obispo, el
clero, religiosos y poderes laicos, cada uno a la defensa de lo que cada uno entendía por sus
derechos o privilegios; los entorpecimientos nacidos del regalismo del poder civil, que
pretendía controlar las reuniones eclesiásticas; quizá también el creciente centralismo de la
curia romana, que era llamada a resolver cuestiones que podrían tener remedio a nivel local.
Mención aparte merece el Jansenismo que se manifestó en el Sínodo de Pistoia (1786), pues
alertó a los Obispos de los peligros que suponían las reuniones de clérigos. Ante estas y otras
dificultades, en algunas regiones se recurrió a celebrar – previo indulto de la S. Sede –
reuniones o asambleas “prosinodales”, a las que eran convocados solamente los arciprestes y
los miembros del cabildo.
Sin embargo, es en esos mismos años cuando se publica una obra que ha tenido gran
impacto en la configuración del Sínodo de la época moderna, el De Synodo dioecesana, de
Prospero Lambertini. Este ilustre canonista, siendo arzobispo de Bolonia, celebró Sínodos
anuales en su diócesis y elaboró un extenso manual para ser usado en tales ocasiones, que
constituía además un extenso y pormenorizado tratado sobre el derecho canónico particular.
El De Synodo fue publicado tras haber asumido su autor la Sede Romana en 1740 con el
nombre de Benedicto XIV, por lo que se convirtió en texto de referencia obligado para la
praxis celebrativa de los Sínodos y, en general, para la teoría canónica acerca de la potestad
jurídica del Obispo diocesano: basta una ojeada a los manuales en uso al tiempo de la primera
codificación canónica para percatarse de su enorme influencia11.
Viniendo al caso de España, la reforma eclesiástica que en nuestro país precede y
sigue al Concilio de Trento tuvo su corolario en la abundante celebración de SD desde fines
del s. XV a mediados del XVII, cuando el proceso se lentifica, por las causas apenas
mencionadas. Durante el s. XIX el instituto en general languidece, una deriva que puede
ponerse en relación con las convulsiones sociales y políticas que sufrió España durante este
período.
9 P. Lambertini, De Synodo, Lib. V, cap. I.
10 G. Le Bras-J. Gaudemet, Le Droit et les institutions, T. XVII (de la fin du s. XVIII siècle a 1978), p. 157
relata que durante el siglo y pico que va de 1789 a 1907, se celebraron en torno a los 511 SD, de los cuales 427
corresponden a sólo tres países: Francia, U.S.A. e Italia. No puede considerarse una cifra grande, si tenemos en
cuenta el número total de diócesis y la obligación legal entonces vigente de celebrar anualmente el SD.
11 El Pontificado de Benedicto XIV no convierten el De Synodo en fuente legislativa, pues no fue compuesto
con esa finalidad. De hecho, la edición de las Fontes del Codex de 1917, editada por el Card. Gasparri, no
incluye esta obra y en cambio sí cita dos constituciones del mismo Benedicto XIV: la Const. Unigenitus, de 26
nov. 1749, y la Const. Firmandis, de 6 nov 1744. Sin embargo, no es menos cierto que los autores precodiciales
invocaban el De Synodo como fuente de primer orden, con una autoridad superior a la de cualquier autor
prestigioso.
32
La promulgación del Codex de 1917 supuso un cierto impulso a la celebración de
Sínodos, motivada por la necesidad de adaptar la disciplina diocesana a los cambios
introducidos por la ley canónica universal. Eso hicieron muchas diócesis, y de una manera
muy obsequiosa respecto del Codex, del que elaboraron una especie de réplica particular con
las precisiones normativas que permitía la ley universal. A esta floración sigue un período de
paulatina decadencia, sólo animada por el final de la segunda guerra mundial, que alentó de
nuevo a bastantes Iglesias a convocar Sínodo para enfrentarse a las dificultades creadas por la
conflagración.
Antes de continuar con este breve recorrido histórico, es oportuno subrayar lo que ya
es un tópico en la historiografía de este instituto: la falta de adecuación entre la norma y la
praxis en cuanto a la frecuencia de celebración. Un somero vistazo a la historia sugiere que la
praxis va permanentemente rezagada respecto de la norma, lo que obliga a modificar ésta para
evitar que la distancia entre ambas se haga clamorosa. De la antigua celebración semestral
prescrita en diversos documentos de la antigüedad12, se pasa al precepto anual establecido por
el Concilio IV de Letrán de 1215 y reiterado por el de Trento – incluso con amenaza de penas
canónicas –, y de éste al decenal ordenado por el Codex de 1917. Pero tampoco ese plazo
resultó realista, si atendemos a la praxis subsiguiente, por lo que el actual Código opta
finalmente por prescindir de la periodificación. A la vista de las estadísticas, parece claro que
el Sínodo, en la época moderna y en la generalidad de las regiones, fuera por incuria o por
objetiva dificultad13, no era de hecho celebrado como un medio habitual de gobierno
episcopal – tal como preveía la ley – sino un instituto al que se acudía en circunstancias
extraordinarias, al cesar las cuales iba perdiendo progresivamente el pulso: tales serían la
aplicación de las grandes novedades disciplinares de la Iglesia o una situación crítica para la
vida social y eclesial.
Volviendo a la primera codificación canónica, ésta no fue promovida – como es sabido
– por un deseo innovador, sino que se propuso ante todo recoger la doctrina canónica
tradicional, de manera ordenada y adaptada a los nuevos tiempos. Así, el Codex consagra las
líneas maestras del Sínodo, tal como se venía considerando y celebrando hasta entonces: una
reunión periódica del clero de la Diócesis, que tenía por objetivo tanto aconsejar al Obispo
como recibir de él las normas diocesanas, y en la que éste era el único legislador. Quiso
además agregar una breve exposición del itinerario preparatorio mediante la facultativa
constitución de unas “commissiones... qui res in Synodo tractandas parent”.
Como ocurrió después de los anteriores Concilios Ecuménicos, tras la celebración del
Vaticano II el Sínodo pareció que iba a cobrar nuevo auge, como el medio de aplicar en la
Diócesis los cambios conciliares. Sin embargo, una serie de factores parecen haber
desanimado tempranamente a muchas diócesis de celebrarlo: inicialmente, la falta de
indicaciones normativas que pudieran suplir a los, en la práctica, caducados cánones del
Codex, pues ni los documentos conciliares ni el M. P. Ecclesiae Sanctae de 1966 – que trataba
de darles una primera aplicación jurídica – contenían nada al respecto14; luego, la situación de
turbulencia eclesial, especialmente en los años del inmediato posconcilio, que precavía a los
Pastores de convocar asambleas potencialmente reivindicativas; añádase el desarrollo
progresivo de la doctrina conciliar debida a los Sínodos de los Obispos, que pudo inhibir las
12 Cfr. P. Lambertini, De Synodo, Lib. I, cap. VI, I-II.
13 El habitual incumplimiento de esta norma forzaba al canonista a buscar motivos jurídicos para excusar a los
Obispos incumplidores, aunque D. Bouix (mediados del s. XIX) las considera en su mayor parte insuficientes:
cfr. Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. II.
14 Es conocida la exhortación genérica del Vaticano II (CD, 36) de que los sínodos y los concilios particulares
cobrasen nuevo vigor. Pero, por todos los indicios, este texto se refiere a los “Sínodos y Concilios particulares”
en el sentido de reuniones de Obispos, no al Sínodo diocesano, aunque éste pueda ser comprendido en el espíritu
del texto.
33
iniciativas locales: en suma un escenario inestable, poco propicio para celebrar un Sínodo que
se propusiese trasladar la reforma conciliar a la Diócesis15.
El primer óbice con que se encontraron los Obispos del posconcilio deseosos de
convocar un Sínodo era que el Codex entonces vigente configuraba el Sínodo como una
reunión exclusivamente clerical que se ocupaba de asuntos estrictamente eclesiásticos, contra
lo que parecía la apertura a los laicos promovida por el Concilio y sus afanes
evangelizadores16. Para salvarlo, decidieron con el asentimiento expreso o tácito de Roma
hacer participar en él a un cierto número de laicos. Cuando la Santa Sede fue llamada a
intervenir para permitir esta notable novedad, respondió limitando la presencia laical al 50 por
ciento de los sinodales.
En este contexto de indefinición legislativa, no es extraño que algunas diócesis optaran
por celebrar “Asambleas diocesanas”, como fórmula praeter ius que esquivara las
limitaciones impuestas por el Codex todavía en vigor. Los Obispos Alemanes convocaron un
“Sínodo Alemán”, a fines de la década de los 60, para “procurar con esmero poner por obra
los decretos del Concilio Vaticano II”, y que sería “General” debido a la semejanza de los
problemas y la necesidad de buscar soluciones comunes. Una solución parecida se escogió en
Holanda. En Suiza se decidió que cada diócesis celebrase un Sínodo propio, pero la estructura
de tales Sínodos debería ser homogénea y la preparación hecha en común. También en
Austria se planteó esta posibilidad, aunque finalmente se desechara, y en su lugar se celebró
un Sínodo en la Archidiócesis de Viena que tuvo mucha trascendencia para todo el país17.
La celebración del Vaticano II incidió en la historia de la praxis sinodal de otra
manera: no sólo como fuente de doctrina, sino modelo a cuya imagen se celebraron los
Sínodos posconciliares. Esto produjo unas novedades de tal calado en la configuración del
instituto sinodal, que algunos autores llegan a cuestionar la continuidad entre el SD
preconciliar y el posconciliar18. Este “nuevo estilo” podría sintetizarse en los siguientes
puntos:
- la misma generalidad temática. Si el Concilio tuvo como idea inspiradora el
aggiornamento, también el Sínodo se propone una general “toma de conciencia” de la
situación contemporánea para darle un respuesta pastoral, asignándose, más que la función de
emanar normas nuevas, la de suscitar un nuevo espíritu, tanto mediante los documentos
resultantes cuanto por medio de los mismos trabajos sinodales;
- la pretensión de que el Sínodo viene a ser la mejor y más completa expresión de la
communio local (“asamblea del pueblo de Dios”), con una hondura teológica a escala
particular análoga a la del propio Concilio;
- el trabajo centrado desde el inicio en la redacción de documentos de carácter
“pastoral”, entendiendo por tal una temática y un estilo discursivo, que se aleja de los modos
expositivos de inspiración codicística.
15 Así se explica que L. Jennings, A Renewed, p. 319 cifre en menos de 50 el número de los SD celebrados entre
1970 y 1980.
16 De la insuficiencia del modelo vigente de SD da prueba la escasa trascendencia que tuvo el Sínodo de la
diócesis de Roma en 1959, convocado por el Papa Juan XXIII (AAS 51 [1959] 868). Ante las novedades
introducidas por el Concilio, sus conclusiones fueron rápidamente arrumbadas.
17 Tomo la información de: para Alemania, Braun, K.H., De Communi dioecesium, p. 133; para Suiza y
Holanda, Fürer, I., De Synodis dioecesanis in Helvetia; para Austria Krätzl, H., De synodo dioecesana
Vindobonensi.
18 Ferrari desarrolla esta idea en su trabajo I Sinodi diocesani in Italia, donde afirma: “...la stella polare della
nuova costellazione in cui si inscrivono i sinodi degli ultimi due decenni (estamos en 1993) non è più il Codice
ma il Concilio: tra i sinodi pre e post-conciliari corre una distanza analoga a quella che separa il Codex del 1917
dai documenti del Vaticano II” (p. 715). J.M. Martí añade que, en el caso de los SD posconciliares españoles, los
de Sevilla (concluido en 1973) y de Valencia (en 1987) sirvieron de modelo próximo a los que vinieron después
(Sínodos, p. 82).
34
En el año 1973 fue publicado el primer Directorio para los Obispos (“Ecclesiae
imago”). Dice del Sínodo su n. 163: “El Obispo, sirviéndose de la colaboración de expertos de
teología, pastoral y derecho, y utilizando los consejos de las diversos componentes de la
comunidad diocesana, ejercita de manera solemne el oficio y el ministerio de apacentar la
grey que se le ha confiado, adaptando las leyes y las normas de la Iglesia universal a las
situaciones particulares de la diócesis, indicando los métodos a adoptar en el trabajo
apostólico diocesano, resolviendo las dificultades inherentes al apostolado y al gobierno,
estimulando obras e iniciativas de carácter general, corrigiendo, si acaso serpeasen, errores
sobre la fe y la moral”. Después, en el n. 164, diseña un modus operandi preparatorio que
habría de tener gran influjo práctico: “El Obispo constituye tempestivamente las comisiones
preparatorias, formadas no sólo por clérigos, sino también por religiosos y laicos
cuidadosamente escogidos: ellas estudiarán tanto en la capital de la diócesis como en los
decanatos foráneos los temas a proponer en el Sínodo, examinarán sus diversos aspectos
(teología, liturgia, derecho canónico, actividad socio-caritativa, apostolado especializado, vida
espiritual) y redactarán los esquemas de los decretos, resoluciones, providencias, etc., que el
Obispo, juntamente con el Consejo presbiteral y también, si lo cree conveniente, el Consejo
pastoral, examinará y decidirá si presentar o no a la asamblea sinodal”.
Como vemos, el Directorio convalidaba normativamente la praxis posconciliar en
cuanto a la participación de los laicos y el estilo más “pastoral” que jurídico. Además,
esbozaba un iter preparatorio que la praxis sinodal subsiguiente adoptará de manera bastante
uniforme: las comisiones preparatorias se parecen más a equipos de estudio constituidos en
las más diversas áreas de la diócesis que al selecto coetus virorum estrechamente controlado
por el Obispo que el Codex contemplaba; y para el examen de los esquemas de documentos
propuestos por los grupos de trabajo o comisiones, el Obispo es acompañado por el Consejo
presbiteral y, si es el caso, también por el Pastoral, de manera que estos Consejos vienen a
ocupar el lugar del coetus virorum del Codex. Como resultado, el Obispo pierde protagonismo
de facto en el desarrollo del Sínodo.
En 1983 fue promulgado el actual Código de Derecho Canónico. Sus prescripciones, si
bien respetan las líneas maestras del Sínodo anterior, aportan algunas importantes novedades
que iremos viendo a lo largo de este estudio, y que podemos resumir ahora: introduce una
interesante definición del Sínodo en cuanto asamblea convocada para ayudar al Obispo en su
tarea, convoca a fieles laicos a participar en el mismo junto a los clérigos, suprime del deber
de celebrarlo periódicamente, omite deliberadamente toda mención a las comisiones
preparatorias.
Si el silencio del Código acerca de la preparación del Sínodo obedecía, como es
probable, a un deseo de simplificar las cosas y de dejar las manos más libres al Obispo19, no
parece que tal designio haya tenido éxito, pues – a falta de normas canónicas – las diócesis
han seguido recurriendo a las indicaciones contenidas en el primer Directorio para los
Obispos. Por tal motivo, no puede dejar de advertirse una falta de correspondencia entre la
sencilla imagen que los cánones ofrecen del Sínodo como una asamblea – por nutrida que sea
– reunida para aconsejar al Obispo, y la realidad compleja e imponente que sigue siendo nota
de la praxis sinodal aún en los tiempos recientes. Pero si la complejidad organizativa y las
experiencias negativas de algunos Sínodos podía ser una rémora para su celebración, la
clarificación teórica aportada por el Código y la recomendación del Sínodo de los Obispos de
1985 de convocarlos para promover un mejor conocimiento y una más extensa recepción del
19 Cfr. J.I. Arrieta, Órganos de participación, p. 575.
35
Concilio pueden ser las causas del repunte de la actividad sinodal que se registra desde
mediados de los años 8020.
Hacía falta un documento normativo de ámbito universal que salvara en lo posible la
praxis sinodal contemporánea, de manera que acertara a expresar tanto fidelidad a la tradición
canónica, como realismo en la adecuación a la vida eclesial; una síntesis donde se conjugase
el enfoque eclesiológico con las prescripciones legales, y ofreciera un modelo organizativo
sencillo que estimulara a las diócesis a su celebración mientras disuadiera – sin prohibirlas –
de experiencias asamblearias extra-vagantes21. Una labor de significado en buena medida
pedagógico, que reivindicara la vigencia de la ley canónica y sirviera de ilustración a quienes
debían aplicar la ley más que imponerles nuevas obligaciones o restricciones. El instrumento
escogido fue, por tanto, el de una “instrucción”22. Para elaborarla se contaba con la reciente
experiencia del Sínodo de la diócesis de Roma, cuya celebración había ofrecido a Juan Pablo
II la ocasión de pronunciar discursos en los que trataba de la naturaleza eclesiológica del
Sínodo. No era para él experiencia nueva, pues siendo Arzobispo de Cracovia había presidido
un “Sínodo pastoral” (1972-1979) de amplias repercusiones y consideraba el Sínodo como el
mejor medio para poner localmente en práctica el Concilio Vaticano II y guiar a la Iglesia
particular en el estadio posconciliar.
Así vio la luz la Instrucción para los Sínodos diocesanos, de las Congregaciones para
los Obispos y para la Evangelización de los pueblos, de fecha 19 de marzo de 1997, cuyo
texto se completa con un “Apéndice” con útiles observaciones introductorias sobre el
ejercicio de la potestad episcopal. Si la desaparición o atenuación de algunas de las
dificultades coyunturales ya mencionadas y la promulgación del Código parecen haber
producido un incremento del número de los Sínodos, puede razonablemente esperarse que la
Instrucción romana contribuya – esté ya contribuyendo – a la recuperación de la actividad
sinodal, y a que ésta sea plenamente conforme con los trazos básicos de la tradición canónica.
El último hito normativo en relación con el Sínodo diocesano es la publicación del
nuevo Directorio para el Ministerio pastoral del Obispo diocesano Apostolorum Successores,
de fecha 9 de marzo de 2004, que, aunque se limita a sintetizar lo dispuesto en el Código y en
la Instrucción, recoge indicaciones muy interesantes sobre el modo de ejercer el oficio
episcopal, por lo que su estudio sirve de útil complemento de uno y otra.
20 J.H. Provost, The Ecclesiological, p. 540, nota 7 cifra más de 60 los SD iniciados o concluidos entre los años
85 y 90, sólo en Francia, Italia y U.S.A. Añade que para muchas diócesis se trataba del primer SD de su historia
o, al menos, el primero en muchos años.
21 La Instrucción expresa el deseo de que “las asambleas diocesanas u otras reuniones, en la medida que su
finalidad y composición las asemejen al sínodo, encuentren su puesto en el marco de la disciplina canónica,
merced a la recepción de las prescripciones canónicas y de la presente Instrucción, como garantía de su eficacia
para el gobierno de la Iglesia particular” (Proemio). No proscribe las asambleas diocesanas, pues, de suyo, son
reuniones praeter legem, pero manifiesta la natural desconfianza ante un escenario atípico de discusión
eclesiástica cuando ya existen suficientes medios reglados por el derecho. Ya el Papa Pío X en la Enc. Pascendi
de 8-IX-1907, n 23 había mandado “Los obispos no permitirán en lo sucesivo que se celebren asambleas de
sacerdotes sino rarísima vez; y si las permitieren, sea bajo condición de que no se trate en ellas de cosas tocantes
a los obispos o a la Sede Apostólica; que nada se proponga o reclame que induzca usurpación de la sagrada
potestad...” (ASS, T. XLI, p. 361). G. Corbellini informa de que, con fecha 31.I.1976, fueran dadas por la
Congregación para los Obispos, en virtud de disposición superior y de acuerdo con otros dicasterios, unas
“Direttive per Sinodi interdiocesani”. Entre ellas, se enunciaba la siguiente: “3) Cualquier otro tipo de asamblea
eclesial, sin las características jurídicas propias del sínodo o del concilio (particular), no podrá ni siquiera tomar
ese nombre, y deberá enunciar claramente su naturaleza exclusivamente consultiva y de estudio”. Vemos que
tampoco entonces se prohibieron, probablemente por el mismo motivo (Comentario, T. II, pp. 1001-2).
22 Establece el can. 34, 1: “Las instrucciones, por las cuales aclaran las prescripciones de las leyes, y se
desarrollan y determinan las formas en que ha de ejecutarse la ley, se dirigen a aquellos a quienes compete
cuidar que se cumplan las leyes, y les obligan para la ejecución de las mismas; quienes tienen potestad ejecutiva
pueden dar legítimamente instrucciones, dentro de los límites de su competencia”. Nada que objetar, por tanto,
en cuanto a la correspondencia del documento con el concepto de instrucción que trae el Código.
36
3. Encuadres conceptuales
Una vez hecho el recorrido histórico, es conveniente completar esta introducción con
dos breves encuadres del SD actual. Las instituciones canónicas no son elementos mostrencos
que se deban ni puedan aislar de su entorno para mejor analizarlas, como pueda hacer un
científico con un microorganismo; son elementos de un conjunto, como nudos de una malla
compleja en que consiste el ordenamiento eclesiástico. El primer encuadre es situar el Sínodo
en el actual organigrama diocesano, determinado por la existencia de los nuevos Consejos
diocesanos presbiteral y pastoral. El segundo consiste en examinar la sistemática del Código
de Derecho Canónico, que nos da una cierta clave para la comprensión doctrinal del Sínodo.
a) El Sínodo y los Consejos diocesanos. Como es sabido, los mencionados Consejos
diocesanos deben su origen al Concilio Vaticano II. El Consejo presbiteral guarda una íntima
semejanza con el Sínodo que estaba vigente hasta la reforma del Código propiciada por el
Concilio Vaticano II, por lo que en cierto modo puede considerarse su heredero: ambos
consisten en una reunión de sacerdotes con el Obispo para tratar los asuntos del gobierno
pastoral de la diócesis23. En relación con el Consejo pastoral – organismo que no es impuesto
por el Concilio ni por la ley vigente, pero que se ha establecido pacíficamente en muchos
lugares – es de advertir la semejanza de composición y de finalidad con el Sínodo actual.
La presencia de los Consejos diocesanos condiciona en gran medida la fisonomía del
Sínodo contemporáneo y seguramente será en el futuro un elemento determinante de su
celebración, en el sentido de consolidar su carácter de medio de gobierno diocesano reservado
para situaciones extraordinarias o momentos estelares de la vida eclesial. Y pensamos que no
servirá para impedirlo el patente deseo de simplificación que inspira a la Instrucción romana.
Es también una de las claves para entender lo que podría llamarse “la búsqueda del espacio
eclesiológico propio del Sínodo” determinado por las angosturas que provoca la existencia de
los Consejos: no es infrecuente asignar al SD la naturaleza de órgano de representación del
pueblo de la Diócesis, que labora juntamente con el Obispo en la guía de la comunidad
diocesana, ocupando, por tanto, un “espacio eclesiológico” de primera magnitud, que ni el
Consejo presbiteral por su carácter clerical ni el Consejo pastoral por su insuficiente
representatividad podría colmar. Como luego se expondrá, esta imagen no parece
corresponder a la realidad del Sínodo, aunque no falte en él un elemento de representatividad
y deba tenerse en mucho valor – conceptual y práctico – dicha colaboración. La razón de ser
del Sínodo en nuestros días debe buscarse más bien en la conveniencia grande de convocar a
todos los fieles a la renovación de la vida cristiana y al apostolado (comunión y misión),
haciéndoles de algún modo colaborar en la búsqueda de caminos aptos para tan amplio
objetivo.
Contemplado desde esta perspectiva, la función del Sínodo excede a la finalidad (o
finalidades) asignadas a los Consejos. Pero en cuanto al modus operandi, bien se puede decir
que el Sínodo viene a ser, en cierto modo, la suma y síntesis de la labor de aquéllos24:
23
Cfr. A. Fernández, Nuevas estructuras, p. 167.
Expone S. Berlingò, I Consigli pastorali, p. 729, que la conveniencia de conjugar los esfuerzos de todos los
fieles, tanto clérigos como laicos, en orden al bien común eclesial, y que esta conspiración de fuerzas se tradujera
en un organismo eclesial que aunase los dos Consejos diocesanos, el Presbiteral y el Pastoral fue propuesta en su
día, aunque el Código no asumió la idea: casi podría decirse que aplicó esta idea en la configuración del SD. Por
su parte, T. Pieronek: “El Consejo pastoral tiene como objeto de su solicitud el bien mismo de la diócesis que se
confía al Consejo presbiteral, pero al Consejo pastoral toca aquella parte de la solicitud por el bien de la diócesis
que consiste en el estudio de los problemas pastorales, mientras que el consejo presbiteral los examina en la
perspectiva de las decisiones tomadas por el Obispo: no se puede por tanto hablar de identidad de los cometidos
de los dos consejos” (La Dimensión, p. 402).
24
37
- El Consejo pastoral tiene por objetivo “estudiar y valorar lo que se refiere a las
actividades pastorales en la diócesis, y sugerir conclusiones prácticas sobre ellas” (can. 511).
Eso es lo que se espera del período sinodal preparatorio, centrado en el análisis de la realidad
y de las necesidades pastorales, y que concluye – merced al trabajo de las comisiones
preparatorias – en unas orientaciones incoativas o conclusiones prácticas, necesariamente
genéricas.
- La misión del Consejo presbiteral consiste en “ayudar al Obispo en el gobierno de la
diócesis conforme a la norma del derecho, para proveer lo más posible al bien pastoral de la
porción del pueblo de Dios que se le ha encomendado” (can. 495, 1). Es lo que corresponde a
las asambleas propiamente sinodales: un juicio acabado, que se formula a la luz de la
disciplina eclesial y que genera unas soluciones concretas y armónicas con la normativa
vigente.
b) El SD en la sistemática del Código. La ubicación sistemática del epígrafe “de Synodis” en
el actual Código de Derecho Canónico marca una llamativa la diferencia con el pasado. El
Codex de 1917 contemplaba el Sínodo como una manifestación de la potestas del Obispo y
ocasión de su ejercicio, en un contexto ideológico de fuerte sesgo jerárquico; en cambio, el
vigente Código – inspirándose en el Concilio Vaticano II – ubica la potestad episcopal en el
marco de la comunión eclesial, del pueblo de Dios, lo que significa anteponer la Iglesia a los
oficios destinados a su gobierno, situar a éstos en el marco de aquélla:
- En el Codex de 1917: LIBER SECUNDUS: DE PERSONIS - PARS PRIMA: DE
CLERICIS - SECTIO II: DE CLERICIS IN SPECIE - TITULUS VIII: DE POTESTATE
EPISCOPALI DEQUE IIS QUI DE EADEM PARTICIPANT - CAPUT III: DE SYNODO
DIOECESANA.
- En el Código actual: LIBRO II: DEL PUEBLO DE DIOS - PARTE II: DE LA
CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA - SECCIÓN II: DE LAS IGLESIAS
PARTICULARES Y DE SUS AGRUPACIONES - TÍTULO III: DE LA ORDENACIÓN
INTERNA DE LAS IGLESIAS PARTICULARES - CAPÍTULO I: DEL SÍNODO
DIOCESANO.
Como vemos, según el enfoque del Código actual, la Jerarquía eclesiástica es – en un
sentido ontológico – posterior a la Iglesia. La potestad eclesiástica no está puesta por encima
del Pueblo de Dios, sino que expresa la dimensión jerárquica de la comunión eclesial y se
debe ejercer como un servicio al Pueblo de Dios. Esto tiene indudables repercusiones a la
hora de entender la naturaleza del SD en cuanto momento de gobierno eclesial. Explica
también que la Instrucción sobre los Sínodos Diocesanos encabece su Proemio con esta larga
cita de la Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, por la que se promulgaba el actual
Código de Derecho Canónico: “el Santo Padre Juan Pablo II colocaba entre los principales
elementos que, según el Concilio Vaticano II, caracterizan la verdadera y propia imagen de la
Iglesia ‘la doctrina por la que se presenta a la Iglesia como Pueblo de Dios y a la autoridad
jerárquica como un servicio; igualmente, la doctrina que muestra a la Iglesia como comunión
y en virtud de ello establece las mutuas relaciones entre la Iglesia particular y la universal, y
entre la colegialidad y el primado; también la doctrina de que todos los miembros del Pueblo
de Dios, cada uno a su modo, participan del triple oficio de Cristo, a saber, como sacerdote,
como profeta y como rey’”.
38
CAPÍTULO II. NATURALEZA DEL SD
El Sínodo “es a la vez y de modo inseparable acto de gobierno episcopal y
acontecimiento de comunión, y manifiesta la índole de comunión jerárquica que es propia de
la naturaleza profunda de la Iglesia”. Estas palabras de Juan Pablo II que cita la Instrucción
romana sitúan el Sínodo Diocesano en el marco de la comunión eclesial. A la incidencia del
tema de la communio sobre la naturaleza del SD dedicaremos este capítulo del presente
trabajo.
1. El SD en la comunión eclesial
Ha sido por siglos habitual un enfoque institucional de la Iglesia, contemplada
primariamente como medio de salvación. Con “institución” se alude a una importante
dimensión de la sociedad eclesial, a saber: la de tener unos rasgos permanentes y propios,
determinados por la finalidad que le asignó su Fundador, y que no están a merced de la
voluntad de las personas que forman parte de ella. Tales elementos (un derecho, unos órganos
sociales, etc.) la definen intemporalmente y trascienden a las personas que actualmente la
integran, sin que éstas puedan cambiar sus caracteres constitutivos. Desde este prisma, la
Iglesia se presenta como “Madre” que engendra a sus hijos, los alimenta y enseña haciendo
uso de los medios salvíficos (Palabra, Sacramentos) que le ha proporcionado su Esposo, a
manera de un patrimonio imperecedero.
Huelga decir que este enfoque “institucional” no sólo es legítimo, sino que está en
plena consonancia con la imagen que de la Iglesia nos ofrece la Revelación. Pero debía ser
complementado con un punto de vista diferente, no menos inspirado en fuentes bíblicas y
tradicionales, y que gira en torno a la idea de “comunión”. Como es sabido, la “eclesiología
de comunión” cobra protagonismo a partir del Concilio, y de manera explícita con el Sínodo
extraordinario de los Obispos del año 198525.
De este modo, la Iglesia puede ser entendida como medio que comunica la salvación
de Cristo (“medium salutis”), pero también en cuanto comunión de personas que resulta de
esa comunicación de la caridad (“fructum salutis”)26. “Es un doble misterio, de comunicación
y de comunión: por la comunicación de los sacramentos, de las cosas santas (sancta), ella es
la comunión de los santos (sancti). Es un redil y un rebaño. Es madre y pueblo: la madre que
nos engendra a la vida divina y la reunión de todos los que, participando en diferentes grados
de esta vida, forman el ‘Pueblo de Dios’. La Iglesia es, pues, nuestra madre – y nosotros
mismos somos la Iglesia. Es un seno maternal y es una fraternidad”27.
En la Iglesia-comunión, las personas asumen el debido protagonismo, sin dejar por
ello de lado los elementos institucionales, pues estos constituyen el nexo de unión entre los
discípulos del Maestro. A pesar de su significado genérico, la idea de comunión es
sumamente útil, pues permite abrazar conceptualmente el misterio en su globalidad: expresa
conjuntamente la unidad visible, fundada en la participación en la doctrina de los Apóstoles,
en los sacramentos y en el orden jerárquico, y la unidad invisible, que consiste en la comunión
25
J. Ratzinger, Convocados, p. 135, resume la historia reciente del concepto: “Se puede decir que
aproximadamente desde el Sínodo extraordinario del año 1985, que debía intentar una especie de balance de los
veinte años posteriores al Concilio, domina un intento de resumir la totalidad de la eclesiología conciliar en un
concepto fundamental: en la expresión Eclesiología de comunión”. Aclara, en primer lugar que “el término
communio no ocupó un lugar central en el Concilio”. Añade: “correctamente interpretado puede servir como
síntesis de los elementos esenciales de la eclesiología conciliar”.
26
Pienso que el habitual binomio convocatio – congregatio empleado modernamente para describir la naturaleza
de la Iglesia expresa la misma idea.
27
H. De Lubac, Meditación sobre la Iglesia, cap. III, p. 103.
39
de cada hombre con el Padre por Cristo en el Espíritu Santo, y con los demás hombres,
copartícipes de la naturaleza divina, de la pasión de Cristo, de la misma fe, del mismo
espíritu28. Además, pone el centro de la Iglesia en la Eucaristía, que es “fuente y fuerza
creadora de comunión”29.
La idea de comunión tiene, además, otras connotaciones importantes, pues:
- se dice primeramente de los miembros singulares y derivadamente de la unidad ya
formada entre ellos, como pide una sana antropología: la comunión es una acción que necesita
un sujeto y ese sujeto no es el colectivo mismo sino sus miembros;
- sirve de dique contra pretensiones uniformadoras, pues afirma la diversidad:
solamente los que son diversos y precisamente desde su diversidad pueden construir la unión
común30;
- la comunión se realiza necesariamente en torno a unos bienes compartidos y necesita
de una autoridad que ordene la participación respectiva en tales bienes: es comunión “en
algo”, que no está a merced de la voluntad de los miembros. En otras palabras, la comunión es
de suyo “jerárquica”;
- por fin, comunión es también una “noción dinámica”: se entiende como una acción
de sujetos diversos que tiende a la construcción de la unidad. Con ello se pone de manifiesto
que no se trata solamente de una realidad ya dada, sino también de una tarea cuya realización
se encomienda a los hombres y que puede realizarse según grados diversos.
Bajando ahora al terreno más contingente del Derecho, el acento puesto en los
aspectos institucionales propiciaba antaño la habitual tendencia a identificar la Iglesia y sus
fines con la Jerarquía y sus funciones propias, de donde la presentación de la Iglesia como una
“sociedad desigual”, en la que el clero ocupaba una posición activa (de santificación,
enseñanza y gobierno), mientras que los demás fieles y particularmente los laicos asumían un
papel pasivo o, si acaso, de colaboración material con el clero. En tiempos recientes y gracias
a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, este planteamiento ha sido modificado, al proponer
una visión de la Iglesia que prima la dimensión comunional sobre la institucional-jerárquica y
que subraya la proyección misional, en la que todos los fieles deben colaborar, cada uno
según su posición propia en la Iglesia y en el mundo.
La Iglesia-comunión conduce a afirmar una igualdad “radical”, es decir básica y previa
respecto de la concreta función que cada uno desempeña dentro del cuerpo eclesial, y por la
cual no hay personas más o menos comprometidas ni una gradación de responsabilidades:
todos los fieles lo son por igual. En cambio, en la dimensión institucional sí hay una
distinción original y una diferenciación nativa, no debida a ninguna concesión por parte de la
comunidad sino al Sacramento del Orden: los ministros sagrados tienen encomendado el
ejercicio de las funciones públicas eclesiásticas – la Palabra, los Sacramentos, el gobierno –
aunque los demás fieles puedan colaborar con ellos, de manera en cada caso diferente31.
28
Afirma J. Ratzinger, Convocados, p. 136: “La comunión con Dios viene mediada por la comunión de Dios con
los hombres, que es Cristo en persona; el encuentro con Cristo crea comunión con Él mismo, y así, con el Padre
en el Espíritu Santo”. El mismo autor precave ante una versión “horizontalista” que puede darse al concepto:
“los años posteriores (al sínodo de 1985) mostraron que ninguna expresión está libre de malentendidos, ni
siquiera la mejor y más profunda. En la medida que communio se convirtió en lema usual, se fue adulterando y
perdiendo en trivialidades (…) se pudo observar una creciente horizontalización, la exclusión de Dios en el
concepto”.
29
CDF, carta Communionis notio, n. 5. Cfr. ibidem n. 4.
30
“La universalidad de la Iglesia, de una parte, comporta la más sólida unidad y, de otra, una pluralidad y una
diversificación, que no obstaculizan la unidad, sino que le confieren en cambio el carácter de ‘comunión’”: Juan
Pablo II, aloc. en la audiencia general de 27.IX.1989, cit. en CDF, carta Communionis notio, n. 15.
31
A propósito de visión preconciliar y de las consecuencias constitucionales que se derivan de la igualdad
radical de los fieles, cfr. A. de la Hera, La función ministerial.
40
Viniendo al caso del SD, de modo consonante con cuanto llevamos dicho, antes del
Vaticano II resultaba natural constituirlo como una asamblea de clérigos que se preocupase de
la recta administración de los medios salvíficos y de la atención a las necesidades espirituales
de los fieles32. A partir del Concilio, y de manera formal con el nuevo Código, el horizonte de
las reflexiones sinodales se amplía y extiende al “bien de toda la comunidad diocesana” (can.
460), y lo que antes era una reunión básicamente presbiteral deviene en asamblea
representativa del pueblo de Dios que constituye la diócesis, con las precisiones que
estudiaremos a lo largo del presente trabajo.
2. El SD, evento de comunión jerárquica
La Instrucción cita unas palabras pronunciadas por Juan Pablo II con ocasión del
Sínodo de la diócesis de Roma: el sínodo diocesano es a la vez y de modo inseparable “acto
de gobierno episcopal y acontecimiento de comunión, y manifiesta la índole de comunión
jerárquica que es propia de la naturaleza profunda de la Iglesia”.
Explica la misma Instrucción (I, 1): “El Pueblo de Dios no es... un agregado informe
de discípulos de Cristo, sino una comunidad sacerdotal, orgánicamente estructurada desde el
origen conforme a la voluntad de su Fundador”. ¿Qué significado tiene la expresión “organice
exstructa” en este documento? Pensamos que designa el orden de las partes que se integran
armónicamente entre sí para formar un conjunto ordenado, y derivadamente el criterio o
principio según el cual la sociedad se ordena. En tal sentido, equivale a “jerárquica”, que
alude tanto a la existencia de una potestad organizadora (“la Jerarquía”), como al orden
mismo de la sociedad33. Añade la frase citada que la Iglesia asume esta forma “desde el
origen”, lo que comporta que la Jerarquía no adviene a la sociedad como un segundo
momento, siendo el primero el de la igualdad de los cives in Ecclesia: la comunión eclesial es,
a un tiempo y desde el origen, “horizontal” (“todos vosotros sois hermanos”) y “vertical” (“lo
que atareis...”). Los planos de “igualdad” y de “distinción de funciones” son ambos
connaturales y originales en la Iglesia34.
No es posible aplicar a la Iglesia teoría social de tipo contractual o pactista, del tipo de
que sea. En la Iglesia no ocurre como en la sociedad político-civil, donde se entiende que el
poder político o la soberanía reside originalmente en los ciudadanos y que éstos encomiendan
su ejercicio a ciertas personas o partidos mediante los mecanismos de la representación
política, sino que el principio comunitario y el principio jerárquico son consustanciales y se
dan simultáneamente.
A la luz de estas reflexiones, se desmiente la hipótesis de un SD concebido como una
asamblea “popular” de iguales, puesta “frente” o “ante” el Obispo, porque no incluiría la
dimensión jerárquica, que es esencial a la noción de “Pueblo de Dios”, y decir “Pueblo de
Dios” es decir Iglesia. Un SD separado del Obispo no obedece a la realidad porque no
responde a realidad alguna de la que pueda ser expresión. De aquí que la Instrucción afirme
32
A. Viana, La Instrucción, p. 728, hace una síntesis de los objetivos que perseguía el sínodo tradicional: “la
mutua comunicación entre el Obispo y su presbiterio; la aplicación de las disposiciones de los concilios
generales y particulares al ámbito diocesano; la promoción de la disciplina, sobre todo en lo que se refiere al
estilo de vida de los clérigos; el ejercicio de funciones judiciales hasta que, a partir del siglo XIII, esta tarea fue
encomendada a oficiales establemente constituidos; la publicación de disposiciones ('constituciones sinodales'),
que con fórmulas breves, claras y fácilmente accesibles, pudieran ayudar al clero en el ejercicio de sus tareas
pastorales, de acuerdo con las circunstancias de la diócesis...”.
33
Cfr. E. Sauras, El Carácter, p. 25.
34
Ya en 1970 el entonces Prof. Ratzinger alertaba contra una aplicación de la expresión “pueblo” a la Iglesia
hecha en clave de una democracia moderna: El “pueblo de Dios” como colectivo de iguales que personificaría a
la Iglesia misma y que sería el depositario de la soberanía eclesial. Según este esquema, la Jerarquía quedaría en
una posición subordinada en relación a los fieles: la de quien ejerce un servicio de naturaleza accesoria en pro de
la comunidad: cfr. ¿Democracia...?, pp. 32 ss.
41
en el mismo capítulo introductorio: “cualquier tentativo de contraponer el Sínodo al Obispo,
en virtud de una pretendida ‘representación del Pueblo de Dios’, es contrario al orden
auténtico de las relaciones eclesiales”.
Digo que el SD es un acto de comunión “jerárquica”. En realidad, todos los
acontecimientos sociales de la Iglesia son expresión del ser de la Iglesia, son actos de
comunión; y, por ser la Iglesia esencialmente jerárquica, todos manifiestan de algún modo esa
dimensión. Pero el SD no sólo manifiesta la dimensión jerárquica, sino que es en sí mismo –
por su composición, por las normas que lo regulan, por el objetivo al que sirve – un “acto
jerárquico”, un acto de gobierno, “quia de re agitur ad gubernium dioecesi pertinente” 35.
Hechas estas precisiones, añadamos finalmente unas palabras de Javier Otaduy que
nos parecen muy acertadas: “(la communio) es un concepto abierto y omnicomprensivo, capaz
de reflejar toda la institución eclesial, en la misma medida en que la noción sirve
precisamente para connotar a la Iglesia misma”. Pero, precisamente por eso, añade el mismo
autor: “No es un concepto que sirva para caracterizar y especificar, porque ha nacido para
unir. No distingue a una institución de otra, no presta un apoyo específico de calificación,
porque en todas las materias e instituciones canónicas se encuentra presente la comunión”36.
En definitiva, aludir a la comunión jerárquica como fundamento del SD nos dice poco sobre
la especificidad de este instituto canónico, y para averiguarlo deberemos seguir indagando
cuáles son sus caracteres propios. Tampoco se puede pretender que el SD sea sic et simpliciter
“el órgano” por antonomasia de la comunión jerárquica a nivel particular. Es un medio del
gobierno pastoral de la Iglesia particular, el más importante si se quiere: una magna asamblea
constituida en función y al servicio del ministerio episcopal, como éste está – a su vez – al
servicio del pueblo de Dios.
3. El SD imagen de la Iglesia particular
No es infrecuente encontrarse, tanto en artículos especializados como en la
documentación de algunos Sínodos, con un modo superlativo de definir este encuentro
eclesial: “Asamblea del Pueblo de Dios”, “Iglesia en marcha”, etc. Se entiende el deseo de
ponderar la importancia del SD y también de animar a los fieles a participar en lo diversos
trabajos sinodales, pero tales encomios entrañan tal vez el peligro obvio de inculcar una idea
exagerada de lo que supone el SD. Cuando tratemos más tarde de la Composición del Sínodo,
nos detendremos en el tema de la representación, pero en este apartado examinaremos
brevemente la relación del SD con la fisonomía de la Iglesia particular que lo celebra.
Hay que advertir, para empezar, que el SD no está necesariamente ligado a una sola
Iglesia particular. Lo testimonia el can. 461, 2, que recoge la tradición canónica37: “Si un
Obispo tiene encomendado el cuidado de varias diócesis, o es Obispo diocesano de una y
Administrador de otra, puede celebrar un sínodo para todas las diócesis que le han sido
confiadas”. La sola posibilidad de celebrar un SD para varias Iglesias particulares desbarata la
idea de que sea necesariamente un evento diocesano (“la voz de la Iglesia local”), aunque sí lo
será en la generalidad de los casos.
Es propósito inequívoco del Código que en el SD estén de alguna manera “presentes”
las diversas posiciones eclesiales, los diversos carismas, los distintos campos de iniciativa
apostólica. A este propósito, es reveladora la comparación con el Codex de 1917: mientras
que éste, con un criterio netamente jerárquico, reservaba a los párrocos la representación del
35
Así lo afirman los redactores del Código para justificar que fuera consultado el Consejo presbiteral como
requisito previo a la convocatoria del SD: cfr. Communicationes 16, (1982).
36
Javier Otaduy, La Comunidad, p. 64.
37
Esta posibilidad era ya admitida en el can. 356, 2 del Codex de 1917, que se inspiraba en las diversas fuentes
históricas citadas en la edición de Fontes del Card. Gasparri.
42
clero y a los Superiores provinciales la designación de los presbíteros religiosos (también
ellos Superiores)38, el can. 463, 1 de Código actual, además de encomendar al Consejo
pastoral la elección de los fieles laicos, otorga a todos los presbíteros con cura de almas la
elección de sus representantes (n. 8º) y abre la posibilidad a la elección de los sinodales
religiosos por parte de los mismos religiosos (n. 9º). En definitiva, el cambio expresa una
tendencia a configurar los distintos sectores del cuerpo sinodal más cercanos a las “bases”
respectivas y, en este sentido, más representativos.
Como veremos más adelante, la Instrucción abunda en este deseo de que “el sínodo
refleje adecuadamente la fisonomía característica de la Iglesia particular” (Instrucción, II, 4).
Pero conviene precisar que no se trata de un órgano dotado de una representación en
sentido jurídico, sino acaso en sentido “moral”39 o del SD considerado en su totalidad
respecto del pueblo cristiano. Y ni siquiera esta “representación moral” se da en sentido
estricto, porque no hay adecuada correspondencia entre la cosa y su imagen, debido al peso
que la ley otorga a la participación presbiteral. Digamos que están presentes todos los
elementos – y de manera más auténtica que en el pasado – pero no en su proporción real. El
motivo de este posicionamiento radica en que el SD no está llamado a abrazar todas las
manifestaciones de la comunión eclesial, sino – como decimos – su dimensión estrictamente
gubernativa o “pastoral”, respecto de la cual no todos los fieles son iguales40.
En síntesis, más que de “representación”, y para evitar confusiones, podría hablarse de
una “representatividad limitada” del SD sobre la Iglesia particular41.
4. El SD ¿exigencia constitucional? La “sinodalidad” del Sínodo
De lo anterior podemos extraer una conclusión: el SD, tal como está configurado por
las normas vigentes, responde a razones de conveniencia, no de necesidad. Hay órganos
canónicos que se siguen de precisas exigencias de orden digamos “constitucional”, como el
Concilio Ecuménico o, hasta cierto punto, los Consejos presbiterales, porque no es posible en
la práctica dejar sin alguna forma institucional la colegialidad episcopal y la existencia del
38
Codex, can. 358, “1. Ad Synodum vocandi sunt ad eamque venire debent: (...) 6º. Parochi civitatis in qua
Synodus celebratur; 7º Unus saltem parochus ex unoquoque vicariatu foraneo eligendus ab omnibus qui curam
animarum actu inibi habeant; parochus autem electus debet pro tempore absentiae vicarium substitutum sibi
sufficere ad normam can. 465, §4; 8º. Abbates de regimine et unus e Superioribus cuiusque religionis clericalis
qui in dioecesi commorentur, designatus a Superiore provinciali, nisi domus provincialis sit in dioecesi et
Superior provincialis interesse ipse maluerit”.
39
Expresión que emplea G. Corbellini, Comentario, pp. 994-995. J.I. Arrieta, Organos de participación, pp.
573-574, emplea la misma expresión de “representación moral”, o “de conjunto a conjunto” para referirse a los
consejos pastoral y presbiteral, oponiéndola a la representación jurídica. Añade en la nota 55 que Pieronek habla
de “representación sociológica'“, mientras que Corecco prefiere hablar de “testimonio eclesial”.
40
J.I. Arrieta, Los Sínodos, p. 574, alude a esta cuestión a la luz de la praxis reciente: “...es necesario estar
precavidos ante el espejismo de identificar - el riesgo está sobre todo en las consecuencias - los participantes del
Sínodo con la comunidad diocesana. Los datos de participación en los Sínodos que se han facilitado (el autor se
refiere al período que va desde el Vaticano II al año 1990) muestran hasta qué punto no es fácil involucrar sino a
un número de fieles relativamente reducido; y evidencian también que la mecánica participativa que se instaura
sólo resulta soportable desde una actitud personal altamente motivada. Además, con mucha frecuencia, los
debates se han orientado - como decíamos - hacia temáticas más bien abstractas y complejas, sólo accesibles a
los iniciados en problemáticas eclesiásticas no raramente alejadas de la realidad de la vida de la gran parte del
pueblo cristiano. La preparación del Sínodo no pone en contacto con la comunidad diocesana, sino más bien con
un sector caracterizado de la misma”.
41
El Diccionario de la RAE comprende entre otras acepciones de la voz “Representación” la de “imagen o idea
que sustituye a la realidad”, y define “Representar” como “Ser imagen o símbolo de una cosa o imitarla
perfectamente”. Por “Representativo” entiende también: “que tiene condición ejemplar o de modelo”. Así, se
dice que en un desfile “están representados los distintos cuerpos del ejército” o que en una recepción alguien
toma la palabra “en representación de los empleados”.
43
presbiterio42. En el caso de otros institutos – el Sínodo, la Conferencia episcopal, etc. – no se
puede hablar en rigor de “exigencia”, porque no son la necesaria respuesta canónica a un
presupuesto ontológico, sino una entre las diversas determinaciones concretamente posibles
que puede adoptar el Derecho para hacer operativos ciertos principios generales, y su elección
obedece inmediatamente a ciertos motivos de conveniencia pastoral (en algunos casos, muy
importantes). Para tales asambleas la constitución de la Iglesia no es fundamento directo, sino
que más bien constituye un marco de actuación y ofrece una finalidad última, lo que en
definitiva quiere decir simplemente que su estructura y normas de funcionamiento deben
adecuarse a los elementos basilares y perennes de la sociedad eclesial43.
En el antiguo Sínodo, precisamente por ser una reunión representativa del presbiterio,
sí podía buscarse un cierto carácter constitucional, pero la inclusión de los “otros fieles” por
obra del Código (can. 460) supone es un cambio crucial a este respecto. Resulta entonces
tentador afirmar que el SD ha pasado de representar al Ordo a representar al Pueblo de Dios,
pero, si así fuera, deberíamos admitir que la mera condición de fiel habilita a una persona a
participar en el SD y que los sinodales fueran elegidos por sufragio universal, cosa imposible
en la práctica. En definitiva, la teología no puede dar cuenta cabal de los rasgos propios del
SD contemporáneo. Lo más que se puede decir es que el SD “manifiesta” ciertos principios
tanto teológicos como naturales, por ejemplo: que el Obispo llame a los fieles a cooperar en
su labor o que los titulares de la potestad eclesiástica se dejen aconsejar por quienes están en
contacto estrecho con las necesidades del pueblo cristiano44. Pero tales objetivos genéricos no
se traduce necesariamente en ninguna solución institucional concreta y se pueden alcanzar
hoy día por muchas vías, tanto informales como canónicas (se piense en los Consejos
diocesanos), por lo que ninguna de ellas podrá reclamar un “categoría constitucional”, aunque
cada una exprese con mayor o menor precisión la constitución de la Iglesia.
¿Significa esto que el Sínodo diocesano “pierda categoría”? No me parece que la
“categoría” de una institución canónica dependa de la vinculación más o menos directa a
ciertos postulados teológicos. Las instituciones canónicas no son simple “eclesiología en
acción” y el derecho canónico no es simple lenguaje jurídico con el que envolver realidades
42
Según LG, n. 28, la unión del Obispo con el presbiterio de la diócesis tiene raíces sacramentales, por lo que, en
cierto sentido, pertenece a la naturaleza de las cosas. Por su parte, PO, n. 7 afirma que la cooperación del
presbiterio con el Obispo no brota de conveniencias pastorales, sino “propter donum quod receperunt in sacra
ordinatione”, pues los presbíteros son necesarios cooperadores del ministerio episcopal. De aquí que la
existencia de un órgano de representación del presbiterio como es el consejo presbiteral no es ejercicio de mero
pragmatismo jurídico, sino una cierto imperativo eclesiológico.
43
Como ha hecho notar Javier Hervada, El Derecho del Pueblo de Dios, p. 46, a veces se alude al “derecho
divino” de ciertos organismos eclesiales de una manera que trasluce una cierta confusión sobre qué sea el
“derecho divino”: “La aplicación excesivamente literal de una concepción normativista del derecho canónico
(que ha sido justamente criticada) provoca en algunos teólogos una representación un tanto curiosa del derecho
divino que hace incomprensible esta noción a quien tenga un mínimo de sensibilidad eclesiológica. Parece como
si el derecho divino fuera una especie de código de estereotipados preceptos que pudiera redactarse mediante una
condensación de textos de la Escritura y de testimonios de la tradición concretados a la luz del Magisterio. Esto
nos ofrecería una visión rígida y estática del derecho divino muy insuficiente. La expresión derecho divino no
significa otra cosa que aquellos aspectos de la voluntad fundacional de Cristo y del designio divino acerca de la
Iglesia, que tienen consecuencias relacionables con lo que en el lenguaje propio de la cultura de los hombres
llamamos derecho”. Estos principios de “derecho divino” son muy heterogéneos y tienen un nivel de concreción
muy dispar: compárese, por ejemplo, el principio rector de la salus animarum como valor supremo del
ordenamiento con la naturaleza colegial del Episcopado.
Un ejemplo de la confusión denunciada por Hervada lo encontramos citado por el De Synodo de P.
Lambertini (Lib. VI, cap. I, II): en los decretos sinodales preparados por un Obispo “prudentia, ac doctrina
praeclarus” se preceptuaba el deber de residencia de los párrocos en la parroquia por ser de derecho divino, como
consecuencia necesaria del deber que incumbe al Pastor de conocer a las propias ovejas, sentencia a la
Lambertini rehúsa adherirse.
44
Cfr. LG nn. 7 y 32 y Código can. 463, 1 y 2, citados en la nota 6 de la Instrucción.
44
teológicas. La teología es el mundo de lo necesario y permanente, mientras que el derecho se
fundamenta sobre unas bases reveladas inalterables pero se adapta a las contingencias y
“conveniencias” de la vida social, lo que le da un carácter esencialmente histórico y mudable.
En sus instituciones se dan cita postulados de fe, principios naturales de convivencia, reglas
nacidas de la sabiduría jurídica tradicional y acomodaciones al clima social y cultural del
presente: todo ello, no sólo teología. Así también en la configuración canónica del Sínodo
diocesano45.
Algunos autores encuentran esa exigencia constitucional que daría vida al SD en la
“estructura sinodal de la Iglesia”, lo que requiere un análisis más detenido.
Como ya sabemos, “sínodo” es una expresión históricamente aplicada con generalidad
a muchos tipos de reunión pública eclesial. Quizá por ello, algunos autores acuden a la
“sinodalidad” para referirse a una característica que atravesaría la entera organización pública
de la Iglesia y que vendría a comprender todas las manifestaciones institucionales de
colaboración en el gobierno eclesiástico, tanto del entero cuerpo episcopal con su cabeza
(concilio ecuménico), como de los Obispos entre sí; del Obispo con su presbiterio y, por fin el
mismo SD46. Frente a ellos, Corecco y otros circunscriben la sinodalidad a las
manifestaciones orgánicas del Orden, por lo que el SD quedaría fuera de esta atribución47.
Cattaneo matiza, a mi juicio muy acertadamente, que esta sinodalidad es muy diferente según
se trate de la Iglesia universal o de la Iglesia particular: mientras que la sinodalidad de ámbito
universal es resultado del carácter colegial del ministerio episcopal, la sinodalidad a nivel de
Iglesia particular se cimienta en la solidaridad que une a los presbíteros entre sí y en la
colaboración corporativa que les corresponde en relación con el Obispo: hay entre ambas
analogía, pero no una simple diferencia de escala48. Ërdo, por su parte, aun admitiendo que
pueda hablarse de una sinodalidad en un sentido más amplio, reserva el sentido estricto a las
“asambleas constituidas esencialmente por Obispos y que son una expresión de la
colegialidad episcopal, al menos efectiva”49.
Este somero examen pone de manifiesto que, al tratar de la “sinodalidad”, lo que en
realidad se cuestiona es la naturaleza del régimen eclesial sin introducir nuevos elementos de
discusión: para unos autores, sinodalidad vendría ser otro modo de llamar a la colegialidad
episcopal; para otros sería más bien la vertiente jurisdiccional del Orden o un cierto aspecto
de la misma; para un tercer grupo, una manera de traducir la “corresponsabilidad” de todos
los fieles (con las mismas dificultades de comprensión que ésta). Usar la “sinodalidad” como
categoría que aúne el Concilio Ecuménico y el SD, lejos de aportar claridad, lo que hacer es
oscurecer la discusión eclesiológica y difuminar los perfiles de cada instituto. En conclusión,
es un término que quiere comprender tanto que apenas expresa nada más allá de la communio
jerárquica y que, por este motivo, sirve de poco para fundamentar el Sínodo diocesano.
5. ¿Es el SD un colegio?
Inquirirse si el SD es un verdadero “colegio” canónico puede parecer una cuestión más
bien teórica y desprovista de consecuencias prácticas. Lo sería si se agotase, sin más, en
45
En los últimos decenios, la corriente doctrinal que tiende a contemplar el Derecho como una disciplina
integrada completamente en la Teología ha conseguido una notable difusión. Una crítica brillante y profunda de
la insuficiencia de este modo de pensar puede encontrarse en los sucesivos trabajos publicados por P. Gherri en
la rev. Ius Canonicum y que se consignan en la bibliografía, al final de este estudio.
46
Cfr. P. Valdrini, La Synodalité.
47
E. Corecco, Articolazione, p. 863: “La sinodalidad puede ser afrontada correctamente sólo como dimensión
inherente al Sacramento del orden”, y como “una dimensión derivada, aunque necesaria, de la dimensión y
responsabilidad personal del Obispo, primariamente inherente al Sacramento del orden”. Cfr. G. Chantraine,
Synodalitè, p. 55.
48
Cfr. A. Cattaneo, Il Presbiterio, pp. 498-502.
49
P. Erdö, La Partecipazione sinodale, p. 90.
45
verificar si es posible adjudicar al SD un nombre con solera canónica. Pienso, sin embargo,
que se trata de algo de mayor envergadura: lo que late tras ella es si debe reconocerse al
colectivo sinodal el carácter de un “todo” jurídico que presenta unitariamente su parecer al
Obispo, como propio del mismo Sínodo y distinto del de sus miembros, en definitiva la
subjetividad propia de los colegios.
Examinemos, por tanto, si corresponde o no al Sínodo la calificación de colegio. No
sin una advertencia previa: al hacerlo, es inevitable partir del dato positivo, interpretado a
partir de la información de que dispongamos acerca de la mens de los codificadores y también
– en distinta medida – de lectura que Instrucción romana hace del dictado codicial. No puede
hacerse de otra manera porque – como vimos – es SD no es la epifanía jurídica de una
subjetividad subyacente, como pueda ser el Pueblo o el Presbiterio de la Diócesis. Si el SD
actual es criatura del Legislador, solamente servirá a nuestro propósito una argumentación
construida a partir de las normas vigentes.
Afirma el can. 115, 2: “La corporación, para cuya constitución se requieren al menos
tres personas, es colegial si su actividad es determinada por los miembros, que con o sin
igualdad de derechos participan en las decisiones a tenor del derecho y de los estatutos; en
caso contrario, es no colegial”. Este canon se refiere a los colegios que son un tipo de persona
jurídica, pero es válido (a falta de otro) para definir al colegio en sí mismo, aunque no sea
persona jurídica50. A la vista del texto, parece indudable afirmar que un colectivo, para ser
colegio, debe poder adoptar “decisiones” que sean imputables al colegio mismo como distinto
de sus miembros y así lo interpreta la doctrina canónica51. A ello hay que añadir que, a tenor
del can. 11952, para la formación de la voluntad común del colegio (“acto colegial”) el
colectivo debe seguir, en principio, un criterio mayoritario.
Para empezar, nos podemos preguntar qué deba entenderse por “decisión”. En una
primera aproximación, podemos decir que “decidir” pertenece al campo de lo volitivo
(querer), no de lo puramente intelectivo (opinar, juzgar). Pero parece que los redactores del
Código manejaron una noción más estricta de decisión, entendiendo por tal una “voluntad
jurídicamente eficaz”, como son los actos de gobierno eclesiástico (o de dirección de una
persona jurídica) y también de consentimiento necesario para la adopción de ciertas
50
Además de las personas jurídicas colegiales, se dan también colegios sin personalidad: se piense, por ejemplo
en un dicasterio romano, que resuelve sus competencias propias mediante decisiones mayoritarias (es colegio) y
que, sin embargo, no tiene personalidad jurídica propia, sino que pertenece a la persona jurídica “Sede
Apostólica” (cfr. 363, 2). En términos amplios, se afirma con fundamento que la temática de la personalidad
jurídica no agota la de la subjetividad canónica de los entes colectivos: cfr. G. Lo Castro, Comentario a los
cánones 113-119, especialmente al can. 114.
51
G. Chantraine, que remite a Mörsdorf, Aymans y Corecco, afirma que el acto colegial está caracterizado por la
integración de las voluntades de los miembros del colegio en orden a formar un acto jurídico único, imputable
como sujeto propio al colegio mismo: cfr. Synodalitè, pp. 55-56. Por su parte, A. Bettetini, Collegialità, p. 497:
“Perché si abbia un collegio ai sensi di cui al can. 115, e un atto collegiale, è invero necessario che le
dichiarazioni dei membri concorrano a formare una dichiarazione di volontà che sia imputabile ad un soggetto
distinto da loro”.
52
Can. 119. “Respecto a los actos colegiales, mientras el derecho o los estatutos no dispongan otra cosa: 1º.
Cuando se trata de elecciones, tiene valor jurídico aquello que, hallándose presente la mayoría de los que deben
ser convocados, se aprueba por mayoría absoluta de los presentes; después de dos escrutinios ineficaces, hágase
la votación sobre los dos candidatos que hayan obtenido mayor número de votos, o si son más, sobre los dos de
más edad; después del tercer escrutinio, si persiste el empate, queda elegido el de más edad. 2º. cuando se trate
de otros asuntos, es jurídicamente válido lo que, hallándose presente la mayor parte de los que deben ser
convocados, se aprueba por mayoría absoluta de los presentes; si después de dos escrutinios persistiera la
igualdad de votos, el presidente puede resolver el empate con su voto; 3º. mas lo que afecta a todos y a cada uno,
debe ser aprobado por todos”.
Este canon, aunque se refiere a los actos colegiales, es necesario punto de referencia para todas las
votaciones en organismos eclesiales. En todo caso y para disipar cualquier duda sobre la aplicación del canon
119 a los SD, la Instrucción romana remite expresamente al mismo.
46
providencias gubernativas de que trata el can. 127, 2, 1º53. Al decir del que hoy es Cardenal
Herranz, quien formó parte desde el principio de la Comisión de reforma del Código y pasó
luego a desempeñar el cargo de Presidente del P. C. para la Interpretación de los Textos
Legislativos, la mente de la Comisión de reforma cifraba la naturaleza colegial de un ente en
el poder de “adoptar decisiones” en común, razón por la cual debía excluirse que el SD
tuviera tal condición54. De hecho, reservaron esta denominación de colegio para los órganos
que tienen alguna función deliberativa (así, el Colegio cardenalicio o el Colegio diocesano de
consultores), mientras evitaron atribuirla a los órganos de puro consejo (así los Consejos
diocesanos). En conclusión, parece intención de los codificadores excluir de la consideración
de colegios los organismos inscritos en la esfera del régimen eclesiástico con funciones sólo
consultivas y, por ende, el Sínodo55.
La misma opción se manifestó en las sesiones que condujeron a la redacción del actual
can. 391, que encomienda personalmente al Obispo la potestad legislativa en la diócesis. El
primer borrador rezaba: “Los Obispos ejercitan la potestad legislativa bien en el SD, bien
fuera del mismo...”, pero un consultor llamó la atención sobre el hecho de que esta expresión
podía ser entendida en el sentido de que el Sínodo tiene un carácter colegial, por lo que el
texto fue enmendado de la siguiente manera: “Es el mismo Obispo (ipse Episcopus) quien
ejercita la potestad legislativa, bien en el SD, bien fuera del mismo...”. Ulteriormente, se
suprimió la mención del SD, presumiblemente porque carecía de significado una vez
modificado el texto56. Por fin un argumento que puede pasar inadvertido, pero que no deja de
resultar significativo: cuando el Código quiere regular los derechos de un colectivo, sobre
todo al tratar de la formación de los actos comunes mediante sufragio, acude repetidamente a
la expresión “colegio o grupo (coetus)”, de significado disyuntivo57, y, a la hora de definir el
Sínodo, el can. 460 emplee la expresión “coetus delectorum etc.”, lo que hace presumir una
intencionalidad excluyente de la caracterización de colegio.
Por lo visto hasta ahora, los redactores del Código rehúsan atribuir al SD la naturaleza
colegial sobre la base de una comprensión general del significado de la colegialidad, que
serviría sólo para calificar a los órganos deliberativos, o sea aquellos que “deciden en
común”. Nos podemos preguntar, sin embargo, si las fronteras entre el “decidir” y el
“aconsejar” son tan infranqueables como puede suponerse: ¿no es acaso una “decisión” la que
toman los miembros de un órgano consultivo de presentar corporativamente un dictamen al
Obispo? Además del acto de gobierno (“quiero-hágase”) y el consejo (“opino”, “opinamos”),
¿no hay espacio para un tertium quid consistente en un “queremos” no vinculante, una
“declaración de voluntad” formulada por un cuerpo consultivo? Cuando un colectivo “decide
hacer una propuesta” al órgano decisorio ¿es consejo, decisión o ambas cosas?58.
53
Can. 127, 2, 1º: “Cuando el derecho establece que, para realizar ciertos actos, el Superior necesita el
consentimiento o consejo de algunas personas individuales: 1º. si se exige el consentimiento, es inválido el acto
del Superior en caso de que no pida el consentimiento de esas personas o actúe contra el parecer de las mismas o
de alguna de ellas”.
54
Cfr. J. Herranz, Génesis, pp. 510-512.
55
Sí serán colegios, en cambio, las numerosas corporaciones de significado público – por dedicarse al ejercicio
de funciones públicas, pero no gubernativas – como son las asociaciones públicas, Universidades, cofradías,
incluso el propio Cabildo diocesano, que se gobiernan por mayoría y que tendrán una relación eventual con el
régimen eclesiástico cuando sean requeridas por los Pastores a dar su opinión en un asunto determinado o
llamadas a formar parte de los órganos y asambleas consultivas. Es en estas corporaciones y en tales ocasiones
cuando podrá hablarse de “colegios que aconsejan” es decir corporaciones permanentes que se gobiernan
colegialmente en orden a sus fines propios y que, cuando son requeridos a aconsejar a los Pastores, lo hacen de
la manera que les es propia. Nada que ver, a mi juicio, con una asamblea o un órgano cuya función exclusiva sea
la de aconsejar a la “autoridad”.
56
Cfr. Communicationes, 18 (1986) 146-147, 165.
57
Cfr. cans. 127; 158, 2; 160, 2; 165; 169; 173, 1; 174, 2; 175; 177, 2; 182, 2; 183, 1;
58
Cfr. Communicationes 24 (1992), p. 266.
47
En apoyo del carácter colegial de los órganos de consejo, algunos especialistas
sostienen que, tanto en sus orígenes romanos – de donde la noción de colegio trae origen –
como canónicos, los colegios eran órganos de saber o “autoridad” – no de gobierno o
“potestad” –, cuya función no era decisoria sino consultiva respecto de los titulares de
potestad canónica, por lo que el SD sería uno de ellos59. También podemos sostener la misma
posición sin acudir a remotos antecedentes, pues un órgano de consejo puede estar llamado –
y será lo normal – a presentar un juicio corporativo en determinadas materias previstas por la
ley, para cuya formulación sigue el “procedimiento colegial” del sufragio mayoritario: así
ocurre, por ejemplo, en el Consejo presbiteral y en el Sínodo de los Obispos. Y si debe seguir
un procedimiento colegial ¿no merecería la denominación de colegio, aunque no adopte
decisiones con fuerza de obligar?60.
Pero, desde la opinión contraria (y aún a riesgo de enrevesar la cuestión),
preguntémonos ahora: ¿acaso es parangonable la toma de decisiones jurídicamente eficaces a
la adopción conjunta de dictámenes, por mucho que en ambos casos caso se siga el mismo
procedimiento? Como veremos en un epígrafe posterior, es grande diferencia que media entre
el voto deliberativo y el consultivo. Un dictamen es siempre una opinión, tanto provenga de
una persona física como de un colectivo personificado, y como opinión será tenida por el
“superior” que lo recibe, mientras que una decisión eficaz es el ejercicio de un poder
decisional, que ha de ser por fuerza obedecido. Atribuir una opinión a un grupo no deja de
envolver alguna ficción, porque los juicios son siempre personales, por lo que – a diferencia
de los colegios deliberativos – se deberá tener siempre en cuenta el grado de concordancia
entre los miembros del órgano y evaluar el peso de las opiniones discordantes de la mayoría.
Por tanto, el grado real de “subjetividad colectiva” es muy diverso según que el colegio sea
deliberativo o consultivo. ¿Deberemos, pues, distinguir una “colegialidad lato sensu” o de
baja intensidad para los órganos consultivos?
Sea cual fuere la respuesta que se dé a la cuestión general de la colegialidad, parece
claro también que tanto el Código como la Instrucción evitan atribuir al SD una subjetividad
propia, cifrada en la formación de un “parecer corporativo”. Esto se percibe en la sintaxis de
los cánones que lo regulan, pues no encomiendan al Sínodo la prestación de ayuda al Obispo,
sino a los sinodales (can. 460), y también a ellos reconoce – no al “Sínodo” – la libre
discusión de las cuestiones (can. 465). Además, consta que en el proceso de elaboración de
estos cánones se evitó positivamente establecer que los sinodales se pronunciaran mediante
sufragio, pues eso sería tanto como decir que los miembros del Sínodo “votum deliberativum
habere ad votum consultivum efformandum”, lo que resultaba demasiado complejo y difícil de
entender61. La Instrucción es, en este punto, bastante concluyente: “Durante las sesiones del
sínodo, en diversos momentos será preciso solicitar a los sinodales que manifiesten su parecer
mediante votación... tales sufragios no tienen el objetivo de llegar a un acuerdo mayoritario
vinculante, sino el de verificar el grado de concordancia de los sinodales sobre las propuestas
formuladas, y así debe ser explicado” (IV, 5). En definitiva, los pareceres singulares o las
“declaraciones de voluntad” expresados por los sinodales no quedan absorbidos en un
“parecer común” que pueda llamarse “sinodal”, aunque muchas veces haya de proceder al
voto para medir el “grado de concordancia” entre los miembros del SD.
59
D. García Hervás, Régimen Jurídico; R. Domingo, Teoría de la “Auctoritas”. Desde una perspectiva más
estrictamente canónica, también A. Viana, La Instrucción. Sobre la extensión de la noción de colegio en el
derecho romano, cfr. F.M. De Robertis, voz “collegium” en Novíssimo Digesto Italiano.
60
Sobre el carácter colegial del Consejo presbiteral, cfr. M. Marchesi, Comentario Exegético, vol. II, al can. 495.
Sobre el carácter colegial del Sínodo de los Obispos, cfr. A. Viana, Las Nuevas normas.
61
Communicationes 24 (1992), p. 266. En efecto, la fórmula es difícil de entender, pero – a mi juicio – no a
causa de dificultades sintácticas, sino a una cierta incongruencia de fondo. En el sentido de negar el carácter
“estrictamente colegial” del SD, cfr. G. Corbellini, Comentario Exegético, vol. II, al can. 465.
48
En conclusión, a la vista de los textos normativos que lo regulan y de la concepción de
los redactores del Código, puede afirmarse que el SD no es un colegio. Esta exclusión no está
guiada, a mi juicio, por el prurito de restar protagonismo al colectivo sinodal a favor del
Obispo, sino en el hecho ya explicado de que el SD no es órgano de expresión de un colectivo
constitucionalmente llamado a prestar consejo a un órgano principal – como es el caso de
episcopado en el Sínodo de los Obispos y del presbiterado en el Consejo presbiteral – y del
que no se puede decir en rigor que ostente la representación del pueblo que constituye la
Diócesis. Por lo demás, no es ésta una posición innovadora, pues el SD tradicional – que sí
podía ser entendido entonces como colectivo idóneo para asesorar, pues ostentaba una
cualificada representación del clero – tampoco podía ser calificado de colegio, si atendemos a
lo que sabemos de la praxis que entonces se seguía: el Obispo sometía unos textos,
previamente elaborados, a la discusión de los miembros del Sínodo; luego, libremente decidía
lo que debía hacerse y presentaba a la asamblea sus decisiones en forma de constituciones
sinodales. No se verificaba, por tanto, la formación de una voluntad común de los miembros
del Sínodo y, a lo que parece, ni tan siquiera se esperaba de ellos un juicio compartido62. Ya
tendremos ocasión de examinar este punto más adelante.
A lo que acabamos de exponer se podría oponer un argumento de hecho: es obvio que
en el seno de las comisiones y reuniones sinodales o pre-sinodales se observa un
procedimiento colegial cuando, por ejemplo, se aprueba por mayoría el borrador de un
documento o se elige el cargo de secretario, por lo que – más allá de los deseos e intenciones
– habremos de concluir que SD es un colegio. No me parece que este dato sea suficiente:
dejando aparte el hecho de que una comisión sinodal o pre-sinodal no es el Sínodo mismo,
cuando se trata – como es el caso – de un organismo inscrito en la esfera del ejercicio de la
potestad de régimen, lo definitorio no son las decisiones organizativas internas sino aquellas
que tienen que ver con su finalidad transitiva o ad extra, en nuestro caso, con el
asesoramiento que el SD presta al Obispo63.
Ahora, si abandonamos la perspectiva jurídico-exegética y atendemos a la realidad de
las cosas, no podemos menos de reconocer una cierta subjetividad fáctica al colectivo sinodal,
en la medida en que las inevitables votaciones sobre las propuestas y borradores tienden a
perfilar la opinión común de los sinodales. A este dato se agrega el hecho del distinto grado
de vinculación sociológica a la Diócesis por parte de los sinodales y Pastor diocesano, debido
a que éste frecuentemente procede de fuera y rige la Diócesis de manera temporal, lo que
inevitablemente crea una cierta separación – que no confrontación – entre el uno y los otros, y
el colectivo sinodal se presenta como un todo “ante” el Obispo. Por eso, podríamos decir que
si el Derecho no discierne, sí lo hace la vida, y que la libertad jurídica del Obispo frente a los
62
Así puede interpretarse una fuente históricas del Codex de 1917 recogida en la edición de Gasparri, a propósito
de la afirmación legal que presenta al Obispo como “unus legislator in synodo”: S.C.C., Algaren., 12-I-1595. “Si
acaso los canónigos y los rectores de las parroquias y los vicarios perpetuos, al hacer las constituciones sinodales
faciant unum votum in Synodo o por el contrario cada uno tenga un voto propio”. Resp.: “El Obispo puede en el
SD hacer constituciones sin el consenso ni la aprobación del Clero, pero debe pedir el consilium del Cabildo,
aunque no esté obligado a seguirlo, a no ser en algunos casos iure expressis”. En definitiva, la respuesta deja de
lado la cuestión planteada y se limita a reformular el principio “unus legislator”.
63
Afirma Juan Calvo, Naturaleza del votum, p. 764: “(El voto en un organismo consultivo) puede tener unas
finalidades o exigencias internas al propio órgano, para su ordenado funcionamiento, o estar motivado y dirigido
ad extra, siendo este último el que justifica la propia existencia de dichos organismos, y, por tanto, el que tiene
mayor interés jurídico”.
Caso distinto es el de las corporaciones, ya mencionadas en una nota anterior, dedicadas a actividades
eclesiales o incluso “funciones públicas”, pero de suyo ajenas al ejercicio de la potestad de régimen: una
universidad, una escuela confesional, el consejo de cofradías, una asociación católica, etc. Estas entidades se
podrán gobernar colegialmente y podrán ejercer una función “consultiva” de la autoridad eclesial en la medida
que sean requeridas para ello. Para ellas sí que es válido decir que las decisiones ad intra – de autogobierno – las
definen como colegios.
49
sinodales se ve muy limitada en la práctica: ¿qué Obispo se podrá sentir libre de volver la
espalda al parecer compartido por los miembros del principal organismo asesor de la
Diócesis, máxime cuando lo convocó libremente y sin obligación legal de hacerlo?
6. “Lo que afecta a todos debe ser aprobado por todos”
Así reza un antiguo aforismo romano que la Iglesia incorporó al Corpus Iuris
Canonici como una regula iuris, es decir como un principio general que inspira el
ordenamiento y sirve de criterio interpretativo de sus normas64. Hoy figura en el can. 119 del
Código como un aspecto particular del régimen de los colegios, pero no en su formulación
original, sino con el inciso “uti singuli”, que se ha traducido al castellano “y a cada uno”: “lo
que afecta a todos y a cada uno, debe ser aprobado por todos”.
A primera vista, este aforismo, en cualquiera de sus dos formulaciones, tiene poco que
ver con la realidad de un SD, pues parece suponer la existencia de unas competencias en el
organismo y de unos derechos en los sinodales de los que no hay mención en el Código: en
definitiva, un colegio con un obrar deliberativo. Sin embargo, la Instrucción ha querido
advertir expresamente su inadecuación para el caso del SD, aunque sea en una modesta nota
(nota 56 al pie de IV, 5), afirmando que: “...no se refiere para nada al Sínodo, sino a la toma
de decisiones comunes en el seno de un auténtico colegio con capacidad decisoria”. Entiendo
que la intención de la Nota no es hacer aclaraciones conceptuales sobre la “colegialidad
auténtica”, sino evitar que se invoque para sostener una hipotética capacidad decisoria del
Sínodo basada en mayorías de votos, a manera de un “parlamento eclesial”, y probablemente
su redacción se deba al conocimiento que las Congregaciones tenían de las actas de algunos
Sínodos y a la necesidad de salir al paso de este problema.
Con ello, podíamos dar por acabado el comentario de la Nota, pero quizá no esté de
más hacer un breve excursus sobre el origen histórico de dicha regla y su significado actual, lo
que intentaremos a continuación65.
Esta regla revistió históricamente diversos significados que conviene analizar
separadamente:
1) De manera conforme al sentido romano original, la regla fue empleada como criterio básico
del funcionamiento interno de las universitates de la Iglesia, es decir de los colectivos que
compartían un mismo interés y una misma posición jurídica, por lo que debían ser tratados en
una u otra medida como centros de imputación de derechos y deberes, “a la manera de las
personas”. En ellas, lo que afectaba a todos los miembros debía ser aprobado por todos.
Es importante observar que el “por todos” no necesariamente significaba que las
decisiones se tomasen por unanimidad, sino que en unos casos significaba más bien “por el
todo” corporativo y, en otros, “por todos y cada uno”. Es decir, que, atendiendo a la
naturaleza del asunto, tanto podía amparar un régimen mayoritario como otro unanimitario.
Para determinar cuál en concreto debía seguirse, se acudió a la distinción entre dos tipos de
asuntos: de una parte, los que interesaban a los miembros “uti universi”, es decir que les
concernía no en cuanto privados sino en cuanto formaban una corporación y, en consecuencia,
afectaban a la persona moral misma, en cuyo caso se imponía el mayoritario; y, de otra, los
que les interesaban “uti singuli”, es decir que les afectaban individualmente y no como
componentes de la persona moral, para los cuales se debía acudir al criterio unanimitario.
El Código vigente omite la regla en su versión primitiva (sin el uti singuli),
seguramente por tratarse de un criterio elemental y carente de consecuencias prácticas, dado
64
Liber sextus de Bonifacio VIII, regula XXIX iuris.
A este propósito, cfr. el profundo estudio de O. Giacchi, La Regola; el no menos profundo y más
pormenorizado de A. González-Varas, “Consejo...”; cfr. también G. Lo Castro, Comentario, vol I, Canon 119.
65
50
el actual sistema canónico. La recoge, en cambio, en el can. 119, para referirla solamente a las
cuestiones que afectan singularmente a los miembros de un colegio, es decir uti singuli: “quod
omnes uti singuli tangit, ab omnibus approbari debet”. Se resuelve, por tanto, en un principio
de defensa de la libertad individual de los miembros de un colegio frente a la posición
mayoritaria de los demás miembros, cuando están en juego los derechos individuales: una
mayoría de colegiales no puede, por grande que sea, despojar a un miembro de los derechos
que la ley le reconoce o le otorga66. Así formulada, parece obvio que esta regla que tiene muy
poca aplicación – si tiene alguna – en el SD67.
2) Llevada a la esfera pública de gobierno, la regla adoptó un significado muy amplio como
axioma básico de organización social, que impone contar con el parecer de los administrados
en el régimen eclesiástico. Así entendida, motivó o justificó la existencia de órganos
colegiales que asesorasen a los Oficios capitales en la toma de decisiones, bien fuera en forma
de consejo o en la de consenso. Si eran órganos de consenso, la regla se aplicaba en un
sentido más propio, en cuanto consentir significa dar su aprobación (“ab omnibus
approbari”); si eran órganos de consejo, la regla se usaba en su sentido más lato y se traducía
en la obligación de convocar a los miembros del órgano y en el deber de éstos de acudir a la
convocatoria.
No hay inconveniente en sostener que la regla “quod omnes tangit” fundamenta la
celebración de los Sínodos, si la entendemos en este sentido lato de principio básico de
organización social aplicado a la petición de consejo. En este contexto puede inscribirse la
insistencia de las fuentes históricas en el deber episcopal de convocar periódicamente el SD y
en el deber de asistencia que incumbe a los que son convocados. Pero es preciso tener en
cuenta los cambios estructurales que ha introducido el Código actual: desaparecida hoy la
obligación de celebrar periódicamente el SD y habiéndose creado otros órganos diocesanos
que ocupan el lugar que antaño ocupara el SD, es difícil afirmar que esta regla – en cualquiera
de sus significados – imponga deber alguno al Obispo en relación con la convocatoria del SD.
Desde luego, es claro que la res eclesial sí “toca” a los fieles, pues son partícipes de su
vida y corresponsables en su misión. De aquí que el régimen eclesiástico no haya de ser nunca
arbitrario y haya de contar con el parecer del pueblo cristiano, que vendría a ser el “omnes” de
la regla, arbitrando cauces aptos de consulta y ninguno mejor que el Sínodo. Pero una
aspiración tan genérica debe cotejarse con la realidad sociológica de la mayor o menor
formación de los cristianos, de la mayor o menor aptitud para aconsejar, del mayor o menor
compromiso cristiano de sus vidas, lo que impide acudir a criterios verdaderamente
representativos en la convocatoria de los laicos de la diócesis. Un nudo gordiano que la
Instrucción trata de resolver llamando a cooperar en los trabajos sinodales a las “energías
vivas” de la diócesis, tanto institucionales como asociativas.
66
Hay un caso particular de la aplicación de la regla “Quod omnes” que puede servir de ilustración, el can. 455,
4: “En los casos en los que ni el derecho universal ni un mandato peculiar de la Santa Sede haya concedido a la
Conferencia Episcopal la potestad a la que se refiere el par.1, permanece íntegra la competencia de cada Obispo
diocesano, y ni la conferencia ni su presidente pueden actuar en nombre de todos los Obispos a no ser que todos
y cada uno hubieran dado su propio consentimiento”. Cfr. en este mismo sentido, A. Bettetini, Collegialità, p.
497.
67
Quizás pudiera encontrarse en el SD un campo - restringido - para la aplicación de la regla cuando se trate de
los derechos que el reglamento otorgue a los que ya son miembros. Por ejemplo, la regla impediría que una
mayoría de miembros impidiera la participación de algunos en los debates en el seno de una comisión. En este
sentido parece pronunciarse A. Viana, La Instrucción..., pp. 741-742. Pero en un caso semejante lo que estaría en
juego no sería un puro derecho subjetivo, sino también un deber jurídico (derecho-deber), como tal irrenunciable
por el sólo arbitrio del titular del mismo: no encajaría, por tanto, en la hipótesis a que se aplica la regla.
51
7. La analogía del SD con el Sínodo de los Obispos
Como ya se explicó en la Introducción, después del Vaticano II muchas diócesis
quisieron celebrar un SD que sirviera para aplicar localmente las reformas conciliares, pero se
encontraron con unas indicaciones normativas – las del Codex de 1917 – a todas luces
insuficientes para su propósito, porque eran herederas de una Eclesiología en ciertos aspectos
caduca. Para encontrar un modelo que les sirviera a su propósito y mientras no fuera
promulgado el nuevo Código, adoptaron precisamente el del Concilio, de manera que el SD
vino a contemplarse como una especie de “concilio de la Iglesia particular”.
Sin embargo, esta asimilación no parece acertada, porque tales institutos tienen un
parentesco muy lejano, tanto en el plano teológico como en el canónico. Si queremos buscar
un órgano que se asemeje al SD, que nos permita entender sus características propias y,
eventualmente, resolver algún problema interpretativo, lo propio es acudir al Sínodo de los
Obispos, que comparte con aquél no solamente la denominación canónica, sino también
algunos de sus principales rasgos: en ambos casos, se trata de una asamblea ampliamente
representativa a la que se encomienda una tarea de ayuda y consejo respecto de un órgano
capital; ambos tienen en común que los sinodales adiutricem operam praestant (cans. 342 y
460), en el primer caso al Romano Pontífice y en el segundo al Obispo diocesano68, y, en
principio, no para cuestiones delimitadas y concretas, sino con un alcance muy general: para
el bien de la Iglesia universal o de la Diócesis69.
Las analogías entre los dos tipos de sínodo parecen claras, pero también hay que
contar con las diferencias: el Sínodo de los Obispos es un organismo prevalentemente
episcopal, aunque también sean convocados algunos “Padres” no Obispos (can. 346). Se da en
él una representación en sentido propio, desde el momento que la mayoría de sus miembros
son elegidos por las Conferencias Episcopales, y que, además, deben presentar e ilustrar en el
aula sinodal no el parecer suyo personal, sino de las Conferencias que los han elegido70.
Responde a una cierta exigencia de colaboración habitual de los Obispos en el vértice de la
Iglesia y da forma a un dato teológico previo, pues es expresión adecuada de la colegialidad
episcopal, aunque no de manera completa71. Hay una segunda diferencia entre ambos: el Papa
puede delegar en el Sínodo una potestad legislativa, sometida a refrendo ulterior por parte de
él mismo (can. 343)72, mientras que el Obispo diocesano no puede delegar su potestad
68
Según J.I. Arrieta, El Sínodo de los Obispos, p. 180, el consejo que presta el Sínodo de los Obispos al Papa no
consiste en una mero “asesoramiento externo”, sino que “interviene en la integración del acto de voluntad del
Papa”, por lo que, según categorías expresadas por Pablo VI, supondría una participación en la responsabilidad,
aunque no en el gobierno. Una explicación igualmente válida para el SD, según la Instrucción romana.
69
Así, el can. 342 asigna al Sínodo de los Obispos la misión de “ayudar al Papa con sus consejos para la integridad
y mejora de la fe y costumbres y la conservación y fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, y estudiar las
cuestiones que se refieren a la acción de la Iglesia en el mundo”: En definitiva, una tarea de mucha amplitud,
cifrada en ayudar al ejercicio del ministerio del Papa en todos sus aspectos.
70
Reglamento del Sínodo de los Obispos, art. 23, 3: la “opinión común” de cada Conferencia “será expuesta en
la asamblea del Sínodo por cada uno de los Miembros designados para el Sínodo”.
71
En palabras de Juan Pablo II, es “una expresión particularmente fructuosa y un instrumento de la colegialidad
episcopal” (Discurso al Consejo de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos, 30 de abril de 1983:
L'Osservatore Romano, 1 de mayo de 1983). J.I. Arrieta, El Sínodo de los Obispos, pp. 142-5, pone manifiesto
que el M.P. Apostolica Sollicitudo, que regula el Sínodo de los Obispos, no se invoca en ningún momento LG 22
(donde habla de colegialidad), sino LG 23, donde habla de manifestaciones de colaboración entre los Obispos y
de éstos con el Papa, y que trata también de Conferencia Episcopal. De donde concluye que el Sínodo de los
Obispos no es, en puridad, una institución jurídica del Colegio Episcopal, aunque esté “basado” en ella.
72
Can. 343: “Corresponde al sínodo de los Obispos debatir las cuestiones que han de ser tratadas, y manifestar
su parecer, pero no dirimir esas cuestiones ni dar decretos acerca de ellas, a no ser que en casos determinados le
haya sido otorgada potestad deliberativa por el Romano Pontífice, a quien compete en este caso ratificar las
decisiones del sínodo”. Parece claro que éste es un supuesto de delegación de potestad legislativa: así, J.I.
Arrieta, El Sínodo de los Obispos, pp. 184-188 y A. Viana, Las Nuevas normas, p. 666.
52
legislativa en el SD, porque debe ejercerla personalmente (can. 391, 2). Finalmente, los
padres sinodales están llamados a pronunciar un voto colegial, es decir propio del Sínodo
como institución, y obtenido mediante sufragio mayoritario73, lo que no ocurre en el SD.
La vinculación esencial que el Sínodo de los Obispos tiene respecto del ministerio
petrino, acarrea la estrecha dependencia que establece Ordo Synodi Episcoporum: es el Papa
quien lo convoca y determina su agenda, preside sus sesiones, confirma (el Ordo dice
“ratifica”) la elección de sus miembros y designa los titulares oficios. A él toca también
decidir qué se ha de hacer de las opiniones y votos allí expresados. En definitiva, “El Sínodo
guarda (...) una total dependencia orgánica, material, funcional y personal respecto del
papa”74. Esto nos lleva a la siguiente consideración: si es tan grande el protagonismo del Papa
en el desarrollo y en las conclusiones del Sínodo de los Obispos, resulta coherente que el
Código y la Instrucción atribuyan al Obispo diocesano un papel tan relevante en el desarrollo
del SD, del que – como decimos – no se puede afirmar una densidad eclesiológica semejante a
la del Sínodo de los Obispos.
73
Así, el Reglamento del Sínodo de los Obispos, art. 23, 4: “El consenso de los Padres, al final del debate
sinodal, se expresa en Proposiciones o bien en otros documentos, sometidos a votación y después ofrecidos al
Romano Pontífice como conclusiones del Sínodo”.
74
J.I. Arrieta, El Sínodo de los Obispos, p. 208. A tenor del Reglamento del Sínodo de los Obispos, actualizado
por Benedicto XVI el 29 de septiembre de 2006, art. 1: Al Romano Pontífice corresponde “1º convocar el SO
cada vez que lo considere oportuno y designar el lugar de las reuniones; 2º establecer (...) las cuestiones que han
de ser tratadas; 3º ratificar la elección de los miembros (...) y también nombrar los otros miembros; (...) 5º
establecer el orden del día; 6º presidir el Sínodo, personalmente o a través de otros; 7º decidir sobre las
propuestas, etc.”.
53
CAPÍTULO III. FINALIDAD DEL SD
El can. 460 nos hace ver cuál es la finalidad del SD cuando lo define como una
“asamblea de sacerdotes y otros fieles... que prestan su ayuda al Obispo de la diócesis para
bien de toda la comunidad diocesana”.
Tras estas palabras podemos advertir algo que en la actualidad nos resulta obvio, pero
que en la historia del SD no parece haber estado tan presente: el Código propone el SD como
un medio consultivo al que acude el Obispo con carácter previo a la adopción de medidas de
gobierno y para la elaboración de tales medidas. En la antigua praxis procedimental que
recoge el Codex de 1917, el SD tenía, en cambio, un cierto carácter sucesivo a la adopción de
las providencias episcopales, pues el Obispo comunicaba a los sinodales las decisiones
provisionalmente adoptadas por él para obtener su anuencia, a la manera como hoy día el
Obispo acude al Colegio de Consultores y al Consejo presbiteral cuando desea tomar una
resolución de importancia. Con una salvedad importante: a diferencia de estos órganos, no
existía materia o asunto del gobierno episcopal que requiriera el consenso del SD.
Estos precedentes históricos explican que el can. 466, haciendo suya una fórmula ya
presente en el Codex, presente el SD como “espacio” del ejercicio de la potestad legislativa
del Obispo (“único legislador en el sínodo”). ¿Son acaso los sinodales los destinatarios de los
decretos sinodales? Obviamente no. La expresión se entiende si tenemos presente que el SD
se configuraba tradicionalmente como un escenario en que el Obispo ejercitaba solemnemente
su potestad, un medio de publicación de los decretos episcopales de manera que llegase
prontamente a conocimiento de los clérigos y, a través de éstos, del pueblo fiel. En cierto
sentido, el Sínodo se desarrollaba en el “antesínodo”, en sede de las comisiones preparatorias,
mientras que las sesiones sinodales tenían un significado casi formal respecto de aquellas: lo
veremos más detenidamente en el capítulo dedicado al Desarrollo del Sínodo.
Dice Lamberto de Echeverría: “El Derecho particular es, más aún que el universal,
permeable a la realidad de la Sociedad que circunda a la Iglesia. Salta a la vista que, a
cualquier escala, Iglesia y Sociedad se influyen mutuamente. Es ya tópico hablar de la huella
que el Derecho romano dejó indeleble en el origen del Derecho canónico. ¿Quién no vio en la
Acción católica fuertemente unificada y centralizada de los años 30 un cierto reflejo del
Partido Único en boga por aquellos años, o quien no ve en la Iglesia pluralista y permisiva del
posconcilio un cierto reflejo de la sociedad que nos rodea?”75. Quizá los ejemplos del Autor
no sean los más adecuados para el tema que nos ocupa, pero sus palabras nos sirven para
comprender un cierto “estilo parlamentario” (con todos los matices que quieran añadirse) del
SD contemporáneo. Con ello no me refiero a un gobierno basado en la mayoría de votos, cosa
imposible en la Iglesia dada la Potestad episcopal, sino más bien a la configuración del SD
como una asamblea donde se elaboran los borradores de normas y orientaciones eclesiásticas,
que recibirán finalmente la aprobación del Obispo, necesaria para que alcancen fuerza
jurídica.
A tenor del texto del can. 460 arriba citado, podemos distinguir entre una finalidad
última, que sería proveer al bien de la comunidad diocesana, y una finalidad próxima u objeto
del SD, la de prestar consejo al Obispo.
75
El Derecho particular, p. 195, n. 11.
54
A. FINALIDAD ÚLTIMA DEL SD
1. El bien de toda la comunidad diocesana
La finalidad última del SD la describe el can. 460 allí donde dice que ayuda al Obispo
“para bien de toda la comunidad diocesana”. Estas palabras podrían parecer un recurso
retórico de los redactores del canon para redondear la descripción del SD, pero no es así:
significan una acotación del bien que se persigue, que no es el “bien de la Iglesia” en general,
sino el bien de la concreta porción del pueblo de Dios que constituye la diócesis. En este
sentido, parece acertada la precisión de Corbellini cuando afirma que en esta frase se vuelve a
proponer, sólo que en forma positiva, lo establecido por el Codex de 1917, can. 356, 1: en el
SD “de iis tantum agendum quae ad particulares cleri populique dioecesis necessitates vel
utilitates referuntur”76.
Así pues, el SD no pretende finalidades que van más allá del marco diocesano. No
más, pero tampoco debe pretender menos. No se reúne para atender a asuntos
intranscendentes o cuestiones puntuales. Eso no sería consonante con las dimensiones de la
asamblea y la calidad de de los convocados. El inciso “para bien de toda la comunidad
diocesana” impide contemplar el SD como una suerte de asesoramiento privado, una especie
de “cámara” del Obispo. Aunque los sinodales “prestan su ayuda al Obispo de la diócesis”, el
instituto no mira solamente a favorecer al Obispo en su cometido de gobierno, sino al bien
común de toda la diócesis. No está diseñado para aconsejarle al Obispo la mejor manera de
ejercer su ministerio “frente” a la comunidad diocesana o frente a los órganos dotados de
competencias propias por derecho universal, sino que los sinodales se ponen en la posición de
“clero y pueblo” junto a su Obispo para la guía de la diócesis. En definitiva, el SD es un
momento estelar de reflexión y decisión sobre el bien común eclesial en su dimensión
particular.
2. Comunión y misión como finalidad del SD
Unas palabras de la Instrucción explicitan algo más el significado del “bien de la
comunidad diocesana”: “Comunión y misión, en cuanto aspectos inseparables del único fin de
la actividad pastoral de la Iglesia, constituyen el ‘bien de toda la comunidad diocesana’, que el
can. 460 indica como finalidad última del sínodo” (I, 3). El SD está orientado a construir la
comunión diocesana como su finalidad última: a afianzar los lazos que ligan a los creyentes
entre sí, con sus Pastores y en última instancia con Cristo. Pero también se ordena a estimular
la misión, es decir a difundir el mensaje cristiano en el medio social de la diócesis. La
“comunión” describe su naturaleza o forma íntima de la Iglesia, mientras que “misión” se
refiere a la finalidad de la Iglesia in hoc saeculo.
Quisiéramos traer a colación, en este epígrafe, algunos puntos fundamentales sobre el
significado de la misión eclesial, aunque se trate de cosas para algunos muy conocidas,
porque los creemos importantes para la adecuada comprensión del SD de nuestros días y del
objetivo que persigue.
Es algo bien sabido que en nuestros días la evangelización o re-evangelización ocupa
un lugar central en cualquier reflexión que se haga sobre la Iglesia y en toda iniciativa
pastoral. Si las cuestiones de orden intra-eclesial y las preocupaciones del buen gobierno
podían ocupar antaño buena parte de las energías de los Pastores, mientras que las “misiones”
quedaban para lugares y personas determinadas (los misioneros), hoy día se siente cada vez
con mayor intensidad que la misión se ha de desarrollar en cualquier entramado humano
donde se encuentre instalada la Iglesia, tanto en los lugares de frontera como en los
tradicionalmente considerados “católicos”. El aspecto misional es, pues, una de las principales
76
Cfr. G. Corbellini, Comentario, p. 996.
55
novedades del SD de nuestros días, si lo comparamos con el estilo y los intereses del SD
preconciliar, que se movía (al menos en los países de tradición católica), en el horizonte de
“las necesidades del clero y del pueblo”, según rezaba el ya citado can. 356 del Codex.
La comunión y la misión conciernen a toda la Iglesia y a todos los fieles. Expresan los
dos movimientos de un corazón, que se expande y contrae en una permanente sístole y
diástole. Resultaría erróneo asignarlas a sujetos distintos, reservando la custodia de la
comunión al orden clerical y la misión a los laicos, con la vida consagrada que participase de
algún modo de ambos frentes. Pero si es errónea la contraposición y el abrir simas operativas
y conceptuales77, sí podemos distinguir entre actividades que están orientados al
mantenimiento de la comunión social de la Iglesia y al robustecimiento de la vida espiritual de
los fieles, y otras dirigidas a atraer a quienes están fuera de la Iglesia (o de la vida eclesial) y
a la “construcción de la ciudad terrena según Dios”. También parece innegable que hay una
cierta asignación de espacios propios según la condición de las personas: mientras a la
Jerarquía y sus ministros corresponde el ejercicio de las funciones públicas que miran a la
edificación de la comunión eclesial mediante la Palabra, los Sacramentos y la ordenación
jerárquica, a los laicos corresponde como propio el “vasto campo” de la acción laical en el
mundo, en el que la acción de los clérigos y de los religiosos está restringida por las normas
canónicas, de manera consonante a la peculiaridad de su función eclesial78. De esta manera,
puede decirse que la colaboración entre los ministros y los laicos no se desarrolla en un único
sentido, pues si en el ámbito de la comunión jerárquica los seglares son colaboradores de los
ordenados, éstos lo son de aquéllos en la esfera del apostolado seglar79.
La moderna afirmación de la llamada de todos los fieles a la misión eclesial no hubiera
sido posible sin distinguir dos elementos que antaño estaban confusa y extrañamente unidos,
al menos en la práctica: “función de la Jerarquía” y “misión de la Iglesia”. El tema de la
difusión de la fe cristiana y de la impregnación de las estructuras seculares con el espíritu
cristiano, es tan antiguo como la Iglesia, pero lo peculiar de la hora presente es la toma de
conciencia de que se trata de una responsabilidad que atañe a todos los fieles por igual, y a
cada uno según su vocación: a los ministros sagrados como pastores del Pueblo de Dios; a los
consagrados como depositarios de un carisma eclesial propio. Y de un modo peculiar a los
laicos, por ser ellos los que están presentes “secularmente” en el mundo: el “mundo” es
ciertamente el escenario y la misión de toda la Iglesia, pero las actividades seculares son algo
“propio y peculiar” de los laicos80.
Hablar de misión es, por consiguiente, hablar del “mundo”, que es su escenario propio,
en cuanto ámbito de socialización, de trabajo y desarrollo personal del cristiano y, en
consecuencia, también el espacio de vida cristiana y “territorio de misión”81. Desde una óptica
cristiana, las actividades seculares no son como esas imágenes imprecisas y semi-reales que,
según el mito Platónico, se reflejan en el fondo de la cueva, mientras que las “actividades
77
En este sentido, S. Berlingò, I Fedeli laici, pp. 849-850.
Cfr. la E. P. Christifideles Laici especialmente los nn. 15 y 23. Sobre la naturaleza y límites de la colaboración
laical en el sagrado ministerio, cfr. la Instrucción Varios Dicasterios “Algunas cuestiones sobre la colaboración
de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes”, de 15-VIII-1997, especialmente el n. 2. Es
necesario una comprensión previa de la dimensión teológica del mundo y de las tareas mundanas para enfocar
debidamente y en toda su amplitud la “misión” de la Iglesia..
79
Pensamos que ésta es una buena lectura de la conocida frase de LG 10: “El sacerdocio común de los fieles y el
sacerdocio ministerial o jerárquico están ordenados el uno al otro”. La E.P. Pastores dabo vobis n. 16, por su
parte: “el ministerio del presbítero está totalmente al servicio de la Iglesia; está para la promoción del ejericicio
del sacerdocio común de todo el pueblo de Dios”. A propósito del servicio que los ministros sagrados están
llamados a prestar en el apostolado típicamente laical, cfr. A. Cattaneo, El sacerdote al servicio.
80
Cfr. LG n. 31 y E.P. Christifideles Laici n. 34.
81
Afirma la E.P. Christifideles laici n. 15: “estar y actuar en el mundo constituyen una realidad no sólo
antropológica, sino también específicamente teológica y eclesial”. Sobre el alcance y la dimensión teológica de
la misión del cristiano en el mundo, cfr. Javier Otaduy, El reinado de Cristo.
78
56
eclesiales” serían las cosas llenas de luminosidad y densidad cristiana que se hallan fuera de
ella. No hay “momentos fuertes” de vida cristiana, si prescindimos de la liturgia y sus
misterios82. Basta pensar en la mayor parte de la vida de Cristo mismo para percatarse de la
verdad de estas afirmaciones: a menos que consideremos su vida “oculta” como una mera
preparación de sus años de predicación, carente de significado por sí misma, habremos de
concluir que el trabajo, la familia, las relaciones sociales tienen en sí mismas una
potencialidad santificadora, un significado plenamente eclesial y una dimensión misionera83.
Estas consideraciones pueden considerarse doctrina recepta a nivel teórico, pero no
parecen haber sido enteramente asumidas en la práctica cotidiana de las reuniones eclesiales.
No es difícil compartir el juicio sociológico de J.R. Villar84: “Bastaría preguntar
informalmente en qué consiste la participación de los laicos en la misión de la Iglesia para
recibir respuestas que en su mayoría se mueven tendencialmente en el marco de algún tipo de
participación en tareas intraeclesiales. Lo cual es evidentemente positivo y necesario -nunca
se insistirá bastante en esto- pero resulta incompleto. Y no solucionaría, en principio, la
disociación y la vida, misión eclesial y vida secular, que sigue siendo una dolorosa herida, al
menos en las Iglesias de occidente (...). También llama la atención el criterio casi
exclusivamente institucional con que se mide la participación de los laicos en la misión. La
‘recuperación de los laicos para la Iglesia’, valga la expresión, no debería olvidar que su
compromiso en el mundo, en tanto que cristiano, es también misión eclesial”. De otro modo,
cuando la misión de todos los bautizados se pone en relación directa con las funciones
públicas eclesiásticas, se corre el riesgo de una “clericalización” del fiel cristiano, pues – en el
afán por hacer partícipe al laico de la “actividad eclesial” – se tiende a encomendar a los
seglares tareas que son propias de los ordenados, peligro ya denunciado en la E.P.
Christifideles Laici n. 2385.
Concluyendo, comunión y misión son la finalidad del SD: se trata en él de que todos
los fieles se unan más estrechamente a Cristo y de que, tanto los fieles singularmente como la
Iglesia “corporativamente” expandan sus energías apostólicas. La finalidad de comunión se
logra en parte con la celebración misma del SD, cuyos trabajos – preparatorios y celebrativos
– ofrecen una ocasión de “aprendizaje práctico de la eclesiología de comunión del Concilio
Vaticano II” (Instrucción III, C).
3. El SD, comunión eclesial y “autonomía privada”
Unas palabras para justificar la inclusión de este epígrafe. Una de los objetivos
prácticos del SD consiste en organizar la vida diocesana. Este afán organizador ¿tiene algún
límite, además de la debida obediencia a las normas superiores? La respuesta a esta pregunta
nos introduce en el tema de la esfera de libertad que los fieles tienen frente a la Jerarquía
eclesiástica, y, para tratarlo, pienso que una manera apta es abordar la cuestión a partir de un
82
Ambas imágenes las tomo de P. Donati, Senso.
“El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana (...). Sometiéndose voluntariamente a
las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida social. Eligió
la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su tierra”: GS 32.
84
La Participación de los laicos, p. 651
85
En tiempos recientes en algunos lugares se ha generalizado un fenómeno: la asunción por parte de laicos de
algunas tareas que, aunque no requieran indispensablemente el orden sagrado, sin embargo pertenecen
naturalmente a la esfera ministerial (administrar la comunión, celebrar el Bautismo, la dirección de comunidades
cristianas, predicación litúrgica, etc.). Algunas de estas actividades eran práctica común en territorios de misión,
por la carencia de sacerdotes, pero el fenómeno se ha extendido a otros lugares donde no existe esa carencia y,
además, en función de unas supuestas exigencias teológicas. La Santa Sede ha respondido en 1997 con la ya
citada Instrucción Algunas cuestiones, donde dichos supuestos se enmarcan en la categoría de “actividades de
suplencia”, exigiendo que se den, para ser legítimas, unas condiciones precisas.
83
57
concepto cuya aplicación al ámbito canónico ha sido objeto de debate: la “autonomía
privada”.
Antes dijimos que el ejercicio de las funciones públicas que edifican la comunión
eclesial (Palabra, Sacramentos, régimen) es el ámbito propio de la actuación jerárquica, en
definitiva del ministerio ordenado, al que los no ordenados pueden “cooperar” según la norma
de derecho. Pero es obvio que hay muchos aspectos del ser y del hacerse de la Iglesia (la
comunión visible) que no son ejercicio de las funciones públicas. La Iglesia es “comunión
orgánica”, en el sentido de que “su vida es parangonable, por analogía, a un cuerpo donde hay
diversas funciones, pero todas cooperan al único fin, que es perseguido por todo el cuerpo en
su conjunto, unido a una cabeza”86. Todos los cristianos edifican la Iglesia con su vida
cotidiana y con múltiples iniciativas en el orden educativo, caritativo, testimonial etc., en un
plano de común responsabilidad87.
Es en este contexto donde, a mi juicio, debe encuadrarse la llamada “autonomía
privada”88. Un concepto que tiene su origen en la distinción entre los ámbitos “público” y
“privado” de lo jurídico, que si parece haber sido ignorada en la tradición canónica89, tiene
extensa aplicación en el ordenamiento jurídico civil, aunque sus límites conceptuales y
prácticos estén en discusión, como ocurre con todas las construcciones científicas.
Se ha discutido mucho sobre la legitimidad de trasladar la distinción entre lo público y
lo privado al ámbito eclesial, y con razón, pues la Iglesia es muy distinta de la sociedad
política. Si el “respeto a la autonomía privada” se entendiera según un esquema pactistaliberal de relaciones en que la función de la estructura pública se redujera al laisser faire a los
particulares, este principio sería completamente inadecuado para el orden eclesial y sus
estructuras de gobierno, cuyo cometido trasciende con mucho el de “asegurar espacios de
libertad ordenada”. El ordenamiento jurídico eclesial no cumple una función de señalar
límites externos a la libre acción de los “individuos”, a la manera de mero “dique” dentro de
86
G. Ghirlanda, Il Sinodo diocesano, p. 578.
Can. 208: “Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la
dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del
Cuerpo de Cristo.”
88
El asunto aquí tratado también podría denominarse “el principio de subsidiariedad”, pues las fuentes de la
Doctrina Social de la Iglesia entienden por este principio tanto el respeto a la iniciativa de los particulares como
a la función de instancias sociales “intermedias”. De aquí que en algunos autores, la defensa de la subsidiariedad
es la defensa de lo que aquí llamamos autonomía privada: así, J. Herranz en Génesis, p. 511 y ss., y A. Viana, en
El Principio. A mi entender, en el ámbito eclesial es mejor distinguir entre los dos principios, pues tienen un
fundamento distinto: en el primer caso (autonomía de los fieles), el fundamento es la libertad personal y la
dignidad del fiel; mientras que en el segundo, es la estructura “bipolar” de la Iglesia (Iglesia universal-Iglesia
particular) y el criterio de buen gobierno que aconseja encomendar la dirección de la comunidad a las instancias
más cercanas. Y las consecuencias canónicas prácticas son también diferentes: la defensa antropológica de la
prioridad de la persona genera el reconocimiento de los “derechos fundamentales del fiel”, mientras que la
subsidiariedad da lugar (sobre todo) al llamado “principio de reserva”, por el que la Santa Sede retiene solamente
las competencias que ha reservado para sí y deja para las instancias locales la regulación de las materias
canónicas “no reservadas”. Además, al separar ambos principios parece disolverse la polémica entre los
sostenedores y los detractores de la vigencia del principio de subsidiariedad en la Iglesia, pues los primeros
argumentan en pro de la autonomía de la persona y los segundos cifran su crítica en la imposibilidad de
contemplar el primado sólo en clave supletoria respecto de las Iglesias particulares. O. Condorelli, Sul Principio,
pp. 954-961, aclara esta doble vertiente del principio de subsidiariedad, y su diferente fundamento.
89
La falta de una clara distinción conceptual entre lo público y lo privado puede detectarse en las obras de
autores tan influyentes en el período que precede a la primera codificación canónica como Wernz (Ius
Decretalium), D’Annibale (Summula Theologiae Moralis), Bargilliat (Praelectiones Iuris Canonici), Bouix
(Tractatus de Principiis Iuris Canonici), De Angelis (Prealectiones Iuris Canonici). La misma lex privata era
entendida en un sentido diametralmento opuesto al original romano, pues referían esta expresión al privilegio,
que consiste en un acto normativo emitido por vía de autoridad, mientras que la lex privata clásica “es aquella
que declara el que dispone de lo suyo en un negocio privado” (A. D’Ors, Derecho Privado Romano, EUNSA,
Pamplona 1981, p. 63, n. 33).
87
58
cuyos márgenes cualquier comportamiento resultara indiferente. Incluso una visión más
moderada de la autonomía privada, cifrada en la atención a los propios fines e intereses
individuales (legítimos) en cuanto diferentes de la finalidad común o corporativa, es
difícilmente asumible en el ámbito eclesial, pues en la Iglesia no existen “intereses
particulares” que puedan configurarse al margen del bien común eclesial90.
Ello se explica porque la Iglesia tiene – a diferencia del Estado – una finalidad
corporativa que se proyecta al exterior, la de propagar el mensaje evangélico. Su derecho no
puede limitarse a la búsqueda del mayor bien de los ciudadanos-fieles, sino que debe también
aunar los esfuerzos de todos en esa dirección común. Por eso, se puede decir que el orden
canónico es un sistema de “deberes” más que de “derechos”, no solamente por su vinculación
irrenunciable a la moral, sino porque los fieles están unidos en orden a una misión de la que
todos son responsables, cada uno según su modo y vocación propios.
Ahora bien, ¿significa eso que toda la vida social cristiana se agota en la contribución
al “bien público” eclesial? No. Junto al bien público eclesial existen también unos bienes e
intereses personales o asociativos, ordenados al logro del “bien común” (que no “público”),
que es preciso tutelar91. De aquí que además de la iniciativa jerárquica quepa también una
libre iniciativa de los fieles, aislada o asociadamente. Si es quizá impropio distinguir entre un
derecho público y un derecho privado eclesial, es en cambio obligado postular la existencia de
un ámbito jurídico de libertad en los fieles, tanto frente a la Jerarquía como frente a otros
fieles, precisamente en orden a la consecución del fin de la Iglesia.
Por consiguiente, la expresión “autonomía privada” puede resultar equívoca en el
ámbito canónico, pero debe aceptarse que, junto a la función de guía que respecta a los
órganos de gobierno eclesiástico y al ejercicio de los munera que corresponde en conjunto al
ministerio sacro, en la Iglesia existen amplios espacios para la libre actuación de los fieles, no
en pro de intereses de parte, sino precisamente para llevar a cabo la misión eclesial. Si así no
fuera, poco sentido tendrían las previsiones canónicas relativas al derecho de asociación y de
reunión de los fieles (can. 215), a la libertad de emprender iniciativas apostólicas (can. 216), o
de fundar escuelas de inspiración cristiana (can. 802, 1) y a la suplencia que la Jerarquía debe
asumir, cuando falte la “iniciativa privada” (can. 301, 2), etc. Estos espacios de autonomía son
“reconocidos” (no “otorgados”) por ley canónica y están en plena consonancia con una recta
antropología, que mientras subraya la dimensión comunitaria de las relaciones humanas, no
deja por eso de reconocer el protagonismo de la persona dentro de un marco compartido de
convivencia. En definitiva, la cuestión que subyace a esta problemática es la noción correcta
de comunión, que remite a la persona en cuanto sujeto de acción que no debe ser absorbido
por la comunidad, y una noción de persona como ser relacional, cuyos actos todos deben estar
animados por una proyección al bien ajeno y al bien común92.
90
Una crítica de la noción de autonomía privada aplicada a la Iglesia puede encontrarse en P. Bellini,
L’Autonomia privata. W. Schulz, Problemi, p. 871, nota por su parte que el calificativo “privado” aplicado al
mundo asociativo eclesial, podría crear “una mentalidad eclesial torcida (distorta) y no dar razón del sacerdocio
común de todos los fieles”.
91
En el texto se distingue entre el “bien público” y el “bien común” eclesial. Para entender a qué nos referimos,
bastan aquí unas palabras de W. Schulz, Problemi, 871: “Para caracterizar las finalidades de las personas
jurídicas públicas, el legislador canónico exige finalmente que éstas cumplan los cometidos a ellas
encomendados en vista del bien público de la Iglesia. En el can. 116, 1 se utiliza intencionalmente el concepto de
bonum publicum en lugar del término más frecuente bonum commune para evidenciar la correspondencia con el
carácter público de la persona en cuestión”. Por tanto, junto al bonum publicum debemos distinguir otro bonum
que inevitablemente llamaremos privatum, ambos al servicio de bonum commune: cfr. E. Molano, El Principio.
92
Afirma G. Lesage, L'Autonomie privée: “Dans l'Eglise comme dans l'Etat, l'autonomie privée est, donc,
concrètement, le champ libre laissé à la personne; elle est le lieu où l'individu fait sa propre loi. Cette autonomie
s'exerce dans l'acte d'implication juridique -acto negocial-. Le negocio jurídico est, en effet, la manifestation de
l'autonomie d'une personne dans ses rapports avec autrui” (p. 192). “Le concept de l'autonomie privée implique
une vue caractéristique de l'Eglise-société, comme aussi du droit canonique: celle de la transcendence de la
59
Esa centralidad de la persona provoca que, junto a las relaciones jurídicas “verticales”
del fiel con la Institución eclesial, surjan relaciones entre los fieles en un plano “horizontal” y
que las normas canónicas, además de regular lo que atañe a los elementos de comunión
(Palabra, Sacramentos, gobierno), tengan la función de tutelar “la paz y la concordia entre los
fieles” (Lombardía)93. En este sentido nos parece que deben entenderse las palabras del
Vaticano II: “Es misión de la Jerarquía fomentar el apostolado de los laicos, dar los principios
y las ayudas espirituales, ordenar el ejercicio del apostolado al bien común de la Iglesia y
vigilar para que se guarden la doctrina y el orden” (AA, n. 24). Así fue también percibido por
la tradición canónica, inspirándose en la sabiduría jurídica romana, cuando afirmaba que la
finalidad de la ley consiste en que el hombre “honeste vivat, alterum non laedat, ius suum
unicuique tribuat”94.
4. Autonomía de medios, autonomía de fines
La autonomía de los fieles no se limita a los medios, sino que puede comprender
también fines particulares: educativos, apostólicos, culturales, etc. No basta defender que cada
fiel o cada ente eclesial persiga “a su manera” y “según su carisma” unos objetivos prefijados
por los pastores o acordados comunitariamente, sino que es preciso aceptar la libertad de los
fieles para emprender y dirigir obras propias: para “obrar por su cuenta”, por decirlo de modo
coloquial95. Siempre, huelga decirlo, dentro de los límites y normas de la legislación canónica.
Eso no significa “ir por libre” o al margen de la comunión eclesial, sino aceptar la pluralidad
en el seno de ésta.
La comunión, entendida como movimiento convergente, entraña la diversidad de
sujetos y ésta, a su vez, la diversidad de caminos hacia un mismo objetivo: entre elementos
homogéneos e indiferenciados difícilmente puede hablarse de comunión, de “conspiratio”
hacia los mismos objetivos. Por utilizar una imagen, diríamos que la Iglesia, antes que una
empresa o un ejército, es una familia, en la que, junto a la unidad de creencias y la obediencia
a los Pastores, debe estar presente la diversidad y el mutuo respeto. El “espíritu de empresa”,
que significa aunar esfuerzos en pro del único fin superior que todos comparten, debe ir de la
mano de un “espíritu de familia”, que entraña asumir las diferencias y dejar que cada uno siga
su propio camino hacia la meta común de la santificación personal y la misión.
Citemos al respecto por extenso unas reflexiones avaladas por la categoría de su autor.
J. Ratzinger, en un trabajo suyo de 1970, ponía en guardia respecto de la idea de “integración
total de todas las iniciativas (de los fieles) dentro de un régimen sinodal que lo abarca todo,
que regula todo en las comunidades perfectamente integradas...”, y comparaba este proceso al
que en sentido inverso se estaba produciendo en el campo civil y político, donde “se impone
la tendencia de limitar cada vez más el campo de lo estrictamente estatal en favor de las
personne par rapport à l'organisation institutionnelle du peuple de Dieu” (p. 181). En el mismo sentido de fundar
el principio de autonomía en una correcta antropología, cfr. E. Molano, El Principio.
93
Podríamos añadir también a R. Sobanski Charisma, 83-84: “Legislatio canonica duobus scopis prospicere
eosque congruere debet. Unus: tutela communionis per assecurationem authenticitatis mediorum salutis, scilicet
verbi et sacramenti. Alter: tutela iurium personarum in Ecclesia”.
94
Máxima de Ulpiano, que recoge Gregorio IX en el proemio de su Liber Decretalium.
95
El actual Directorio para el ministerio pastoral del Obispo (n.v., de 2004) insiste repetidamente en la libertad
de que deben gozar los fieles tanto aisladamente como asociados para promover y sostener iniciativas, unida al
sentido de responsabilidad por el bien común eclesial: cfr. n. 59; n. 63, par. 6º; n. 164, par. 2º. Refiriéndose al
Consejo pastoral diocesano, afirma: “El trabajo del Consejo (...) se debe caracterizar por un delicado respeto de
la jurisdicción episcopal y de la autonomía de los fieles, solos o asociados, sin pretensiones de dirección o
coordinación extrañas a su naturaleza” (n. 184).
Por eso, me parece insuficiente la idea de “corresponsabilidad diferenciada”, que, si bien supone admitir
la diversidad de funciones de laicos, religiosos y clérigos, sin embargo parece exigir la participación de todos en
un mismo proyecto eclesial. ¿Es que es preciso establecer programas conjuntos de todos los fieles más allá del
Evangelio?
60
iniciativas sociales, que encuentran en el estado su marco y su árbitro: nos encontramos ante
una creciente exoneración del estado en favor de la sociedad y yo creo que esta tendencia
debe ser favorecida de modo decisivo”. Y añadía: “Esto no significa de ninguna manera, por
más que se haya afirmado con mucha seguridad y con cierto desdén, una privatización del
Evangelio; más bien significa que el contenido y la explosividad pública, social y política del
Evangelio no se realiza a través de unas formas impuestas sinodalmente, sino que obliga y
libera como una llamada a los creyentes para desarrollar sus propias iniciativas. (...) La
comunidad como tal, o también la Iglesia, puede y debe intervenir aquí como guía y árbitro,
pero no como sujeto propiamente dicho”96.
Trayendo cuanto antecede al tema que nos ocupa, el SD trata de juntar y dirigir las
energías apostólicas de los fieles a un objetivo común, eso es verdad. El problema aparece
cuando se trata de definir qué se quiere decir con “objetivo común”. Si por tal se entiende
promover la misión evangelizadora de todos, no hay nada que objetar, el apostolado es deber
básico de todo cristiano; pero si consistiera en imponer la colaboración de los fieles y de sus
agrupaciones en la realización de unos objetivos concretos y contingentes, aunque fueran
diseñados con la colaboración de todos (mediante el trabajo sinodal), entonces habría reparos
que oponer, porque un planteamiento así pondría en entredicho la libre autonomía de los fieles
en el perseguir la finalidad evangelizadora97.
Es patente que a menudo convendrá plantear iniciativas eclesiales “globales” y buscar
la colaboración de todos los fieles y no sólo de los ministros y los agentes pastorales, para
sacarlas adelante: se trata nuevamente de la necesaria colaboración de los fieles a la misión de
la Jerarquía, pues el SD tiene por objeto – no hay que olvidarlo – ayudar al Obispo al ejercicio
de su función. Pero esa colaboración no debe presentarse como simple traducción de la
“misión de la Iglesia”, porque eso sería olvidar las múltiples esferas evangelizadoras que no
son responsabilidad directa de la sociedad eclesial en su conjunto. Estamos de nuevo en el
tema de la distinción entre la estructura institucional y su función, por una parte, y la
comunión eclesial y la misión de la Iglesia, por otra. O, desde otro punto de vista, en la
distinción entre la solidaridad “ontológica”, que se basa en la inmanencia recíproca de los
redimidos por Cristo, y la justicia, que se funda en la distinción y la autonomía de las
personas singulares: si la solidaridad impulsa a considerar a los demás como “parte de mí” y
yo de ellos y a actuar en consecuencia, la justicia se basa en la distinción de las personas y en
el reconocimiento de “lo suyo”, que conduce al respeto y al favorecimiento de las iniciativas
particulares. ¿Cómo compaginar estos valores que parecen ir en direcciones opuestas: la
unidad de acción eclesial y respeto de la autonomía de los fieles? Para responder a esta
96
J. Ratzinger, ¿Democracia en la Iglesia?, pp. 44 y 46. Concluye el autor afirmando la necesidad de la
delimitación del campo de acción de la función espiritual y libertad que de ahí se sigue para la sociedad eclesial,
en la realización de las iniciativas conformes al Evangelio (cfr. p. 50).
97
A este propósito, unas palabras sobre la “Pastoral de Conjunto”, expresión que hoy parece haber perdido parte
del encanto que tuvo hace unos decenios, pero que sigue muy presente en la mente de muchos. La Iglesia
particular necesita unos objetivos y una dirección común, pero es también necesario que cada institución eclesial
(instituto de vida consagrada, asociación, movimiento, etc.) lo haga según su espíritu y con arreglo a sus propios
métodos. ¿Cómo fijar los lindes? Por una parte, prestando atención al derecho propio de esos instituciones, más
cuando esas normas hayan sido aprobadas por el Legislador Superior; por otra, percatándose de que la pastoral
de conjunto básica y más importante es “la que ya se practica” por los fieles responsables y que se concreta
básicamente en los tradicionales “mandamientos de la Santa Madre Iglesia”, tal como los “impone” y regula el
derecho universal de la Iglesia. Naturalmente, sobre este esquema básico cabrá y se deberán añadir prioridades,
urgencias, acentos en la predicación, canales nuevos de participación y “convivencia”, útiles servicios
ministeriales, medios catequéticos y actividades formativas, etc. Y tales ofertas deberán presentarse y ser
acogidas por los fieles en un clima de libertad y estímulo, no de imposición o de presión. La vivencia
comunitaria-externa de la fe no es un fin en sí mismo; en lo que toda actividad comunitaria ha de acabar es en la
vivencia personal de la fe y en la irradiación - también personal - en los diversos ambientes en que un cristiano
desenvuelve su existencia: la familia, el trabajo, las relaciones sociales y cívicas.
61
pregunta, más que remontarse a planteamientos teóricos, es necesario atender a lo prescrito
por la ley universal de la Iglesia, que ha fijado ya límites y distribuido competencias98.
Para concluir este epígrafe, podemos decir que el SD, como la misma potestad del
Obispo diocesano, tiene dos límites: un “límite superior”, que es la potestad Primacial del
Papa y la Ley universal, y un “límite inferior”, que son los derechos y libertades de los fieles.
Valen para él y sus decretos las palabras de un conocido autor del pasado: “quae sunt
necessaria ad finem plene consequendum, exigere iure possit; quae non sunt necessaria, non
possit; quae vero necessaria sunt, sed pertinent ad ordinem quendam superiorem, ea per se
ordinare et determinare non valeat”99.
B. FINALIDAD PRÓXIMA DEL SD
1. El SD, asamblea consultiva
“El Obispo es el único legislador en el sínodo diocesano”, afirma el can. 466 del
Código actual sobre la estela del Codex de 1917 (can. 362). Una afirmación consonante con el
principio de que el Obispo ejercita por sí mismo la potestad legislativa sobre la Iglesia
particular (can. 391, 2).
Afirmar este punto equivale a decir que el SD no es un cuerpo legislativo. Si tenemos
en cuenta que dar leyes es tanto como dotar de un orden propio a la comunidad cristiana,
concluimos que este principio responde a una exigencia de mayor calado que una prudente
distribución de funciones jurídicas. De hecho, la fuente más directa e importante de este punto
se encuentra en un documento de carácter no canónico sino teológico: la Const. Auctorem
Fidei de 28-VIII-1794, por la que el Papa Pío VI condenó la doctrina del Sínodo de Pistoya,
según la cual “los párrocos y los otros sacerdotes congregados en el SD se pronuncian a una
con el Obispo como jueces de la fe y el juicio de las causas de la fe les competen a ambos
como propio derecho”100. En la actualidad podemos invocar un fundamento magisterial de
primer orden, pues el Vaticano II afirma que los Obispos son los titulares de la sacra potestas
para regir las Iglesias particulares encomendadas a ellos como vicarios y legados de Cristo
(LG 27): si hubiera un órgano diocesano que pudiera imponer su voluntad al Obispo, este
principio carecería de vigor.
Una precisión más: si el SD tiene una finalidad consultiva, parece obvia su inclusión
en la categoría de los “órganos consultivos”, dado que “la característica peculiar de los
organismos consultivos consiste en emitir declaraciones de juicio, no en formular
manifestaciones de voluntad”101. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar el carácter
98
Cfr. para toda esta cuestión C.J. Errázuriz, La Persona nell'ordinamento.
Tarquini, cit. por P.A. Bonnet, Diritto, nota 84.
100
Cfr. Edición de las Fontes del Codex de 1917, al can. 362. El Sínodo de Pistoya de 1786 situaba en el mismo
plano al Obispo y a los párrocos en cuanto a la toma de decisiones del sínodo, por lo que afirma el principio de
que el Obispo es “unicus legislator in synodo” y que no está obligado a seguir los pareceres de los sinodales. Cfr.
G. Corbellini, Comentario, pp. 1022-1023.
La Auctorem Fidei no es la única fuente al respecto, sino la culminación de una serie de intervenciones
anteriores por parte de la Santa Sede. El Pontifical Romano promulgado por Clemente VIII, aunque no era un
texto propiamente jurídico, contenía normas detalladas sobre la celebración de los SD: Durante la celebración, el
Obispo proclamaba los decretos que habían de ser promulgados y los presentes habían de manifestar su
consentimiento. Esta prescripción provocó la cuestión: ¿qué se esperaba de los sinodales? ¿Debían manifestar
simplemente su asentimiento al acto definitivo del Obispo o bien podían manifestarse en contra y con ello
invalidar la propuestas episcopal? Se consultó a Roma y la respuesta de la Santa Sede fue que el único legislador
en el SD es el Obispo y, por tanto, el consentimiento de los sinodales no era necesario: cfr. S.C.C., Venetiarum,
21-IV-1592., elencado entre la Fontes de Gasparri, al que siguió una cascada de respuestas de la S.
Congregación del Concilio en el mismo sentido. Cfr. también al respecto Jennings, L.J., A Renewed, p. 328.
101
J.I. Arrieta, El Sínodo de los Obispos, p. 177.
99
62
transitorio de la Asamblea y que, como hemos visto, el Código no encomienda al Sínodo en
cuanto tal la prestación de un parecer colegial o corporativo.
2. Naturaleza del “consejo” de los sinodales
Son dos las maneras que arbitra la Ley canónica para contar con el parecer de personas
singulares o de órganos colectivos: el consentimiento (consensum) y el consejo (consilium).
El consentimiento es una voluntad permisiva jurídicamente eficaz sobre la pretensión del
órgano que detenta la potestad eclesial, mientras que el consejo consiste en un asesoramiento
no vinculante. Hay órganos típicos de consensum, como el Colegio de consultores, y hay
órganos de simple consilium, como los llamados Consejos diocesanos.
Reza la Instrucción (I, 2): “Los sinodales ‘prestan su ayuda al Obispo de la diócesis’
(can. 460) formulando su parecer o ‘voto’ acerca de las cuestiones por él propuestas; este voto
es denominado ‘consultivo’ (can. 466) para significar que el Obispo es libre de acoger o no
las opiniones manifestadas por los sinodales. Sin embargo, ello no significa ignorar su
importancia, como si se tratara de un mero ‘asesoramiento externo’, ofrecido por quien no
tiene responsabilidad alguna en el resultado final del sínodo: con su experiencia y consejos,
los sinodales colaboran activamente en la elaboración de las declaraciones y decretos, que
serán justamente llamados ‘sinodales’, y en los cuales el gobierno episcopal encontrará
inspiración en el futuro”. En apretada síntesis, este párrafo trasmite más de una idea:
- Primero, que la ayuda que los sinodales prestan al Obispo consiste en un “consejo”, es decir,
en un juicio razonado. Lo suyo no es decidir sino aconsejar. Los sinodales no toman la
iniciativa para determinar cuáles han de ser las pautas del gobierno pastoral y proponerlas al
Obispo, sino que responde a la iniciativa del Obispo que les convoca al efecto. Tampoco se
reúnen para prestar un consentimiento mayoritario a las iniciativas del Obispo, de manera que
resulte una decisión consensuada entre ambos. Están llamados a pronunciar su parecer sobre
las cuestiones propuestas, quedando éste libre para decidir lo que más convenga102. Eso no
significa, naturalmente, que el estilo deliberativo esté ausente en los trabajos sinodales,
porque muchas veces, tanto en sede de las comisiones preparatorias como en los “círculos
menores” sinodales (de los que se tratará en el capítulo dedicado al “Desarrollo del Sínodo”)
habrán de intercambiar puntos de vista y debatir cuestiones a fin de presentar al Obispo una
postura compartida, pero la deliberación no es el encuadre último de las labores sinodales; lo
es la prestación de consejo sobre los temas previamente definidos por el Obispo.
- Segundo, que este consejo no consiste en una suerte de dictamen pericial, el que puede
pedirse al experto o al técnico. La pericia técnica es un refuerzo, una garantía, que se orienta a
asegurar una toma de posición: un “asesoramiento externo”, en palabras de la Instrucción,
mientras que la actividad del SD se inscribe en el proceso formativo del acto de gobierno,
consiste propiamente en la elaboración de las resoluciones o indicaciones que emerjan
finalmente103. Para llegar a la decisión final del Obispo es preciso pasar por diversas etapas:
102
La praxis tradicional de la Curia romana es constante en asignar al SD una función de simple consilium, no de
consensum. Basten para confirmarlo las fuentes del Codex de 1917: S.C.C. Urgellen., año 1581; S.C.C.,
Venetiarum, 21-IV-1592; S.C.C.., Algaren., 12-I-1595; S.C.C. Ianuen., 2-XII-1604; S.C.C. Oriolen., 26-VII1614; S.C.C. Burgen., 5-VI-1627; S.C.C. Savonen., 19-II-1628; S.C.C., Oriolen, 27-V-1632.
103
S. Berlingò, Consilium, p. 111, denomina al consilium que se presta en el SD “parte di un'unità o di una
sintesi procedurale, in via di svolgimento”. Años antes de la Instrucción, pero con una sorprendente semejanza
de lenguaje, comentaba G. Ghirlanda, Il Sinodo diocesano, pp. 591-2: “El hecho de que el Sínodo tenga sólo una
función consultiva no disminuye su importancia (...). Los pareceres expresados por la asamblea sinodal entran a
formar parte del proceso de formación de las leyes promulgadas por el Obispo, de las declaraciones y de los
decretos, llamados propiamente 'sinodales', suscritos por él mismo, que obligan a todos los pastores y los fieles
de la Iglesia particular que ha celebrado el Sínodo”. Estas palabras parecen una glosa ad pedem litterae de las
63
primero comprender con precisión las necesidades, después descubrir las diversas
posibilidades de actuación que se ofrecen para atender tales necesidades, finalmente escoger
el camino concreto entre los posibles, excluyendo las soluciones ideales pero irrealizables.
Todos los que participan en un SD ponen manos a la obra en esta tarea compleja y todos
tienen responsabilidad en el éxito final. Al Obispo le corresponde la tarea última y definitoria
para la que es precisa la “prudencia”, virtud propia del gobernante, y la potestad de quien
tiene encomendado el gobierno de la Iglesia. Cierto, esto no supone que el Obispo pueda dar
la espalda a la orientación compartida por los sinodales, pero sí dejar correr ciertas propuestas
cuando no sea posible llevarlas a cabo104.
No se espera del SD una respuesta precisa a ciertas cuestiones puntuales planteadas
por el Obispo por importantes que sean, sino una verdadera colaboración en la guía de la
comunidad cristiana: en este sentido, el voto consultivo es parte integrante y constitutiva del
proceso del cual nace el juicio de la autoridad.
- Esto, a su vez, significa que el colectivo de los sinodales no es un elemento extraño al
ejercicio del régimen eclesiástico, pues, de un modo propio, participan del mismo desde el
momento que son convocados al SD. Si, como vimos más arriba, resulta pretencioso erigir el
SD como “órgano de representación de la diócesis”, no se puede negar que el SD ofrece un
cauce para una real cooperación pueblo – Pastor en la guía de la comunidad diocesana, en
forma de consulta a los fieles: algo que viene exigido por la misma naturaleza de la Iglesia,
aunque las modalidades concretas de dicha consulta pueden cambiar históricamente. Explica
el actual Directorio para el ministerio pastoral del Obispo: “Existe, en efecto, una
reciprocidad, entre el Obispo y todos los fieles. Éstos, en virtud de su bautismo, son
responsables de la edificación del Cuerpo de Cristo y, por eso, del bien de la Iglesia particular,
por lo que el Obispo, recogiendo las instancias que surgen de la porción del Pueblo de Dios
que le está confiada, propone con su autoridad lo que coopera a la realización de la vocación
de cada uno”105. De esta manera se pone en evidencia el significado de “servicio” que reviste
el ejercicio de la potestad eclesiástica, pues servir no es otra cosa que responder a las
necesidades (reales) manifestadas por los fieles106.
No es éste el único caso de diálogo pueblo – Jerarquía rastreable en la disciplina
canónica: ahí está la figura de la costumbre para demostrarlo, pues ésta consiste en un juicio
de la comunidad que alcanza valor normativo contando con la “aprobación” de la autoridad.
En ambos casos, al titular de la potestad eclesiástica se reserva la decisión última, la
determinación final. El Pastor de la Iglesia, con la vista puesta tanto en el patrimonio
espiritual y doctrinal de la Iglesia – al que debe ser fiel – como en las necesidades del Pueblo
– al que debe servir – procura que la lex divina se encarne en las circunstancia mudables del
momento histórico y sociológico en que desarrolla su ministerio.
que emplearía después la Instrucción; con una diferencia: el autor se refiere al sínodo como a un colegio que
expresa corporativamente su parecer, mientras que la Instrucción evita este enfoque y habla de los pareceres de
los sinodales singularmente considerados.
104
Cfr. R. Kennedy, Shared, passim, con el sentido práctico y la experiencia americana en la conducción de
encuentros y reuniones de gestión, explica que en tales ocasiones no es difícil escuchar la cuestión siguiente:
“¿estamos aquí para tomar decisiones o para ofrecer un mero asesoramiento o consejo?”. Naturalmente la
pregunta es legítima, pero en el SD no se trata ni de lo uno ni de lo otro. El autor distingue entre elaborar las
decisiones (“decision-making”) y hacer una opción (“choice-making”), afirmando que ésta - la adopción final de
la decisión - no es sino una etapa, la definitiva, del complejo proceso en que consiste la elaboración de las
decisiones.
105
Num. 66. Cfr. también n. 165.
106
E. Corecco, Sinodalità, nota 24, fundamenta la necesidad de la consulta a los fieles en que el sacerdocio
común de los fieles es primario respecto del sacerdocio ministerial, “en el sentido de que este último existe sólo
en función de la realización del sacerdocio común”.
64
3. Régimen del voto consultivo
La expresión “voto” tiene diversas acepciones. “En su sentido originario, votum es la
promesa que se hace a una divinidad y, por tanto, no requería aceptación expresa (...). Este
sentido religioso, mutatis mutandis, se ha conservado en el lenguaje de la Iglesia en relación
con el ofrecimiento de algo que es mejor que su contrario, y constituye un acto de la virtud de
la religión, según dispone el c. 1191. Votum significa también un deseo y la exteriorización
formal del mismo deseo. Por último, votum es sinónimo de suffragium, pues significa la
expresión de una opinión personal emitida para formar una resolución común”107. Estos tres
significados se conservan en los textos modernos108.
Pero aún se podría añadir un significado más, cercano al de suffragium, pero que se
distingue de él porque no consiste en la emisión de un deseo o voluntad, sino de una sentencia
o dictamen109. Si al primero puede denominarse “voto deliberativo” y es propio de los
Colegios, este segundo es el “voto consultivo” que se pronuncia en el seno de los Consejos.
El voto deliberativo supone un poder compartido, por lo que:
- es admisible que los miembros de los colegios deleguen en otros (procuradores) y que varios
deleguen en uno (compromisario)110;
- todos los votos valen lo mismo y lo que realmente importa es que sean emitidos con libertad
(cans. 170 y 172, 1, 1º), sin importar cuáles sean las motivaciones del votante111;
- en consecuencia, la voluntad colegial se determina mediante la suma de los votos.
En cambio, el voto consultivo que se pronuncia en un Consejo se fundamenta en un
“saber”, no en el poder. Este es el propio de las reuniones sinodales. De aquí derivan algunas
consecuencias concretas relativas al voto de los sinodales:
- está unido inseparablemente a la persona, de manera que no se admite la procuración (can.
464) y no tiene sentido el compromiso.
- el Obispo puede y debe sopesar cada uno de los pareceres expresados en el aula sinodal,
tanto en su valor intrínseco como en relación con la autoridad de la persona de que lo
pronuncia, según el clásico brocardo “argumenta non numerantur, sed ponderantur”.
- por no estar ordenados los votos a formar una voluntad común vinculante, su cómputo tiene
un objetivo modesto, que consiste en “verificar el grado de concordancia de los sinodales
sobre las propuestas formuladas” (Instrucción IV, 5).
*****
Para terminar esta parte dedicada a la finalidad del SD, unas palabras de Juan Pablo II
en la E. A. Postsinodal Pastores Gregis, n. 58, pronunciadas en relación con el Sínodo de los
Obispos, pero que se pueden aplicar al SD guardadas las debidas proporciones: El hecho de
que “el Sínodo (de los Obispos) tenga normalmente sólo una función consultiva no disminuye
107
R. Domingo, Teoría de la Auctoritas, p. 182. En el mismo sentido, cfr. D. García Hervás, Régimen jurídico,
pp. 128-132.
108
La segunda acepción (de “formulación de un deseo”) es la menos usual, pero la misma Instrucción la emplea
cuando establece: “el Obispo tiene el deber de excluir de la discusión tesis o proposiciones —planteadas quizá
con la pretensión de trasmitir a la Santa Sede ‘votos’ al respecto— que sean discordantes, etc.” (IV, 4).
109
Juan Calvo, Naturaleza del votum, p. 765: “El votum como expresión de la actividad de (los organismos con
funciones consultivas), en un sentido técnico, se podría dividir en sententia (si se emite un parecer u opinión) y
en suffragium (cuando se manifiesta una voluntad)”.
110
Cfr. cans. 167, 1 y 174, 1.
111
Como dice J. Miñambres, Comentario Exegético, vol. I, al can. 168: “En otras palabras, la opinión de cada
uno de los colegas sólo es jurídicamente relevante en cuanto se manifiesta en un voto. Las intervenciones
individuales a lo largo del procedimiento colegial son muchas y de diversa especie (relaciones, observaciones,
reflexiones, etc.) (...). Pero en cuanto que el acto es colegial, el proceso individual de formación de la voluntad
de cada miembro es indiferente mientras no s manifieste en el voto”.
65
su importancia. En efecto, en la Iglesia, el objetivo de cualquier órgano colegial, sea
consultivo o deliberativo, es siempre la búsqueda de la verdad o del bien de la Iglesia.
Además, cuando se trata de verificar la fe misma, el consensus Ecclesiae, no se da por el
cómputo de votos, sino que es el resultado de la acción del Espíritu, alma de la única Iglesia
de Cristo”.
66
CAPÍTULO IV. LA COMPOSICIÓN DEL SD
Dedicamos este capítulo a la consideración del Sínodo en cuanto coetus o grupo de
personas estructurado en diversos sectores o categoría, indagando las razones que justifican su
presencia en el Sínodo, estudiando cómo adquieren su condición y cómo pueden llegar a
perderla, tratando de caracterizar jurídicamente cada uno de los tipos de miembro que señala
el Código de Derecho Canónico.
No estará de más empezar por una consideración histórica general. El Codex de 1917
y las fuentes aportadas por el Card. Gasparri contemplaban la participación en el Sínodo bajo
el prisma de una obligación, conminando la ausencia de los sinodales incluso con penas
canónicas112. Es una prueba ulterior de la impronta fuertemente disciplinar del SD
preconciliar, y hace dudar de que entonces se esperase primariamente de los sinodales una
colaboración activa al gobierno episcopal, en lo que supone de privilegio más que de carga.
La actual normativa alude, sí, al deber de acudir a la convocatoria sinodal (can. 463), pero –
aparte de que omite toda alusión a penas canónicas – trata de la asistencia al Sínodo más bien
como un derecho, del que regula las condiciones de ejercicio y los supuestos de suspensión.
Dividimos este capítulo en tres secciones: una primera (A) dedicada a estudiar las
“Cuestiones básicas sobre la composición del SD” en que se trata de fundamentar de algún
modo la presencia de las diversas categorías de fieles en el SD y las peculiaridades de cada
una; una segunda (B) de carácter jurídico exegético, donde se trata de la adquisición y pérdida
del encargo de sinodal, a la luz de las normas generales del Código sobre el oficio canónico; y
una sección tercera (C), que se ofrece como un comentario al Código y a la Instrucción sobre
los diversos sectores de sinodales.
A. CUESTIONES BÁSICAS SOBRE LA COMPOSICIÓN DEL SD
Nos dice el can. 460 que el SD es “Asamblea de sacerdotes y otros fieles escogidos...
que ayudan al Obispo”. Obispo, sacerdotes y otros fieles están presentes en el SD.
1. El Obispo en el SD
El hecho de que el Obispo presida el SD podría persuadir a algunos de que él forma
parte del Sínodo, precisamente como su cabeza. Sin embargo, no parece que esta posición sea
conforme al tenor literal del canon citado, según el cual la “asamblea de sacerdotes y fieles”
se predica del sujeto “sínodo”, sin comprender al Obispo113.
A mi juicio, en la afirmación de la capitalidad orgánica del Obispo en el SD yace un
equívoco: se piensa en el SD sólo en clave estática, como si fuera estructura permanente, y no
en el significado “dinámico” que le es más propio, en cuanto”acto de gobierno episcopal y
acontecimiento de comunión” (Juan Pablo II). Un organismo estable sugiere la idea de cuerpo
y éste la de una “cabeza”; en cambio, a una reunión le corresponde una “presidencia” y a un
proceso le basta una “dirección” y ambas – presidencia y dirección – pueden corresponder
tanto a uno que pertenece al grupo como al Superior del mismo, que no pertenece a él.
112
Codex, can. 359, 2: “Negligentes Episcopus potest iustis poenis compellere et punire, nisi de religiosis
exemptis agatur qui parochi non sunt”. Son numerosas las fuentes que aluden a la obligación de asistir al SD;
algunas de ellas de significado punitivo, como Concilio de Trento, ses. XXIV, de ref., cap. 2; Benedicto XIV,
Const. Firmandis, 6-XI-1744; S.C.C. Segovien., 1-IV-1656.
113
Podría objetarse que, si la intención del canon es la de excluir al Obispo de la asamblea, la sintaxis debería ser
diferente: “asamblea que presta (en singular) su ayuda al Obispo”. Pero entendemos que el uso del plural
“prestan” es debido al designio de evitar la apariencia de colegio, como expusimos en su momento.
67
En realidad, podría afirmarse sin juego de palabras que no es que el Obispo forme
parte del Sínodo, sino que “el Sínodo forma parte del Obispo”, entendiendo por “Obispo” la
función capital en la Iglesia particular: es él quien decide la convocatoria (can. 461), propone
las cuestiones a la discusión sinodal (can. 465), preside las sesiones sinodales (can. 462),
como único legislador, suscribe las declaraciones y decretos y ordena su publicación (cfr. can.
466). La Instrucción explicita aún más la dirección episcopal del SD en todo su itinerario: él
dispone lo concerniente a la preparación y dota de normas reglamentarias al SD; él “dirige
efectivamente las discusiones durante las sesiones sinodales y, como maestro auténtico de la
Iglesia, enseña y corrige cuando es necesario” (I, 2); es él, a quien “tras haber escuchado a los
miembros, corresponde realizar una tarea de discernimiento, es decir, de ‘probarlo todo y
retener lo que es bueno’, en relación con los diversos pareceres expuestos” (I, 2).
En definitiva, el Obispo ejercita “el oficio de gobernar la Iglesia encomendada” (I, 1),
no sólo en la constitución del SD y para dar efectividad a sus conclusiones, sino en todo el
itinerario sinodal114. De este modo, la Instrucción excluye todo atisbo de contraposición entre
“el Sínodo” y el Obispo115 y no hay necesidad alguna de atribuir al Obispo una capitalidad
peculiar en el Sínodo, sino solamente la genérica del Pastor sobre la diócesis y sobre todo
acontecimiento eclesial de significado público.
A pesar del estrecho contacto y entrelazamiento entre sinodales y Obispo en los
trabajos sinodales, unos y otro asumen una posición diferente, que se podría sintetizar muy
bien con un conocido aforismo de Álvaro D’Ors: el Obispo “pregunta” y los sinodales
“responden”; aquél pide consejo y los sinodales se lo prestan. No puede haber contraposición, pero sí hay alteridad. No una alteridad de sujetos, pero sí de posiciones que son
diferenciables, pero también complementarias porque ambas se ordenan a un único
objetivo116. No se espera de los sinodales que conformen corporativamente un único
dictamen, fruto quizá de un proceso de cesiones que lima las diferencias o expresión de una
opinión mayoritaria, y que deba ser aprobado o ratificado por un órgano de algún modo
distinto y superior, que sería el Obispo. Como se dijo más arriba, estamos ante un caso
semejante del Sínodo de los Obispos, que no sólo no decide, sino que no toma postura
corporativamente, al menos no con relevancia jurídica.
2. Los presbíteros en el SD
El canon 460 distingue significativamente a los sacerdotes de los “otros fieles”. Ya
hemos visto, en el capítulo dedicado a la historia que el SD ha sido tradicionalmente integrado
por clérigos, por lo que este ensanchamiento de la participación es quizá la principal novedad
del SD en el Código actual. Podría objetarse que en realidad esta novedad es sólo aparente,
desde el momento que la condición clerical, antes de la reforma propiciada por el Concilio
Vaticano II, abrazaba tanto a los que habían recibido uno de los grados del sacramento del
Orden como a los que solamente habían recibido las entonces llamadas “órdenes menores”,
114
No habría inconveniente incluso (otra cosa es que sea prudente), en que el Obispo estuviera presente en las
sesiones para la elección de los sinodales. El can. 169 dispone que “para que la elección sea válida, ninguna
persona ajena al colegio o grupo puede ser admitida a votar”, pero una cosa en votar y otra asistir al desarrollo de
la votación. En este sentido, cfr. J. Miñambres, Comentario Exegético, vol. I, al can. 169.
115
L. Tinebra, Il Sinodo, p. 188: “Stando alla lettera del testo (del canon 460) sembrerebbe infatti che il perno su
cui si basa l'intera struttura sinodale sia l'assemblea dei sacerdoti e degli altri fedeli, mentre il Vescovo sarebbe
soltanto il destinatario (e come tale un elemento esterno) del aiuto prestato da questi soggetti che risulterebbero i
soli artefici dell'opera sinodale. È contro questo pericolo che la recente Istruzione sui sinodi diocesani interviene,
riaffermando la piena risponsabilità del capo della Chiesa particolare e il suo potere di determinare l'esito del
sinodo”.
116
G. Corbellini, Il Sinodo, p. 456: “...non si può parlare della comunità diocesana e del suo Vescovo come di
due soggetti adeguatamenrte distinti o addirittura quasi contraposti. (Nel sinodo) si tratta, quindi, di vedere come
la comunità cristiana, riunita in sinodo dal e con il suo Vescovo, deve laborare a costruire o a rafforzare la sua
comunione...”.
68
fieles que hoy serían laicos. Pero no es así: con la desaparición de la tonsura y de las órdenes
menores, la categoría canónica de “clérigo no ordenado in sacris” simplemente no existe, por
lo que no se les puede atribuir la condición laical. “Clero” era entonces y es ahora un orden de
personas destinado en cuanto tal al ejercicio de las funciones públicas eclesiásticas y que
constituye un estado canónico distinto por definición del laicado, con independencia de que
abarcase entonces a ciertas clases, ya desaparecidas.
La admisión codicial de los “otros fieles” al Sínodo ¿puede interpretarse como un
cauteloso primer paso que conducirá en el futuro a una apertura del SD a todos los fieles por
igual? No parece que ese sea el caso, o al menos no hay indicios actuales de semejante deriva.
El reciente Directorio para el ministerio pastoral del Obispo (a. 2004), haciendo una síntesis
del contenido de la Instrucción, afirma: “Siempre en el respeto de las prescripciones
canónicas, es necesario actuar de modo que la composición de los miembros del Sínodo
refleje la diversidad de vocaciones, de tareas apostólicas, de origen social y geográfico que
caracteriza la diócesis, aunque procurando confiar a los clérigos un rol prevalente, según su
función en la comunión eclesial” (n. 169).
Por consiguiente, es “su función en la comunión eclesial” la que otorga a los clérigos,
y en particular a los presbíteros, un título peculiar de participación en el SD.
Si, como enseña el Decreto Presbyterorum Ordinis n. 2:
- la Jerarquía (el ministerio ordenado) desempeña en la Iglesia la función capital de
Cristo, es decir, ejercita el triple encargo de regir, enseñar y santificar a la comunidad de los
fieles117;
- dentro de la Jerarquía, los presbíteros tienen como misión propia colaborar
subordinadamente con los Obispos, de los que son “necesarios colaboradores y consejeros en
el pueblo de Dios” (PO 7);
- para el ejercicio de esa función suya, los presbíteros forman un Ordo, es decir,
prestan esa colaboración no como individuos aislados sino como una tarea “corporativa”, de
la que son todos solidarios118; en palabras de la E. P. Pastores Dabo Vobis 17, “tiene una
radical forma comunitaria’ y puede ser ejercido sólo como una tarea colectiva”.
. . . La consecuencia natural es la existencia, a nivel particular, del “presbiterio
diocesano”, cuerpo de los presbíteros llamado en cuanto tal a colaborar con la misión del
Obispo en su triple función de santificar, regir y enseñar119. Dado que el SD está ordenado al
ejercicio de la potestad episcopal, la conclusión viene de suyo. Ese “especial ligamen” entre
los presbíteros y el SD tiene su traducción positiva, no sólo en la amplia participación
117
Entre el ministerio de los Obispos y el de los presbíteros existe una especial unidad, por cuanto “por su
naturaleza espiritual, es idéntico al de los Apóstoles”: J. Ratzinger, La Iglesia, p. 113. No hace falta detenerse
aquí sobre las diversas maneras de explicar esta conexión y sobre la unidad de los tria munera. Baste mencionar
la ya citada Instrucción Algunas cuestiones, donde se afirma la “indisoluble unidad” de las funciones del
ministerio sagrado y su vinculación al sacramento del Orden. Por otra parte, que los presbíteros participen del
munus regendi no significa que, en cuanto tales, detenten algún tipo de potestad canónica de régimen, pues para
ello necesitan, además, la missio canonica consistente en la adjudicación de un oficio gubernativo.
118
El concepto de Ordo tiene su origen en el Derecho Romano y habría sido introducido en la teología por los
Padres latinos: cfr. A. Fernández, Munera, p. 98 y ss. Afirma J. A. Marqués, Función pastoral p.161: “El ordo
era entonces [el autor se refiere a los primeros siglos del cristianismo] un rango dentro de una comunidad de lo
que hoy llamaríamos de derecho público; un grupo de personas, con una función peculiar”.
Los presbíteros forman un Ordo, pero, a diferencia de los Obispos, no constituyen un colegio, pues éste
requiere, además de unas funciones comunes, el ejercicio conjunto de las mismas, de manera que no valen como
actos del colegio los que cada uno ejercita por separado y con independencia de los demás.
La solidaridad debida a la pertenencia al ordo comporta, en cada ministro, un deber general de atender
las necesidades de los fieles, aun de aquellos que no tengan con él una particular relación canónica (por ser
feligrés de su parroquia, etc.), dentro del orden fijado por las normas canónicas.
119
J.R. Villar, Ordo Presbyterorurm, explica de manera convincente que la existencia de un “presbiterio” en el
ámbito de la Iglesia particular se fundamenta inmediatamente en el “vínculo sacramental de los presbíteros en su
conjunto con los Obispos en su conjunto” (p. 86).
69
numérica que las normas vigentes les reservan, sino también en los especiales cometidos que
les asignan en su desarrollo.
Código e Instrucción reservan un ámbito peculiar para los clérigos en las distintas
fases del SD. Por una parte, el Código exige que el Consejo presbiteral sea consultado sobre
la conveniencia de convocarlo (can.461, 1)120. Por otra, la Instrucción establece: que la
Comisión Preparatoria esté integrada por “sacerdotes y otros fieles” (III, B, 1); que, en la fase
preparatoria, “se solicitará separadamente al clero de la diócesis a formular propuestas sobre
el modo de responder a los desafíos de la cura pastoral” (III, C, 2); y que el Obispo pida el
parecer del Consejo presbiteral antes de decretar la suspensión o disolución del SD (IV, 7).
Finalmente, el Apéndice de la misma Instrucción indica que “...no sería prudente someter
indiscriminadamente al examen de los sinodales cuestiones relativas a la vida y al ministerio
de los clérigos”. Al tratar del Objeto del SD estudiaremos esta frase más detenidamente, baste
ahora decir que parece reservar a los clérigos el examen del ejercicio del ministerio sagrado,
bien dentro del SD bien fuera del mismo.
Pero querría hacer una precisión: si es verdad que los presbíteros tienen un título
propio de participación en el SD, sería forzar las cosas suponer que ello otorgue una cualidad
especial a su intervención. Clérigos y laicos participan en Sínodo de igual manera, sin
distinción de grados. Los presbíteros son tan sinodales como los demás miembros no
ordenados y sus intervenciones no tienen un peso particular por el hecho de provenir de un
ministro sagrado, descontadas todas las demás cualificaciones personales debidas a la
experiencia, prudencia personal, etc. Una cosa es que, por su lugar en la Iglesia, estén
llamados a colaborar con el Obispo en el ejercicio del munus regendi y otra que esa
colaboración sea, de por sí, diferente de la que pueden prestar los demás fieles. Sostener lo
contrario comportaría introducir grados entre los sinodales, lo que no tiene apoyo en la actual
normativa sinodal121. Unos y otros aconsejan igualmente, y el consejo de cada cual irá
avalado por los argumentos en que se apoye y por la autoridad personal de quien lo emite.
3. Los “otros fieles” (can. 460) en el SD
La presencia de fieles no ordenados en el SD actual es, a mi juicio, el punto de
encuentro de dos líneas argumentativas distintas que emergen con igual fuerza en la teoría y
en la vida de la Iglesia en nuestros días: por una parte, la capacidad de todo fiel para colaborar
en el ejercicio de la potestad de régimen; por otra, la corresponsabilidad de todos los fieles sin
distinción en la misión eclesial. Se trata de dos imperativos distintos, que no tienen las
mismas raíces ni son aspectos de un mismo tema, que incluso se mueven en esferas del saber
diferentes (el primero, del derecho canónico; el segundo, de la eclesiología), pero que están
sin duda interrelacionados. Veámoslos separadamente:
1) La colaboración de los laicos en el ejercicio de la potestad de régimen.
Se ha dicho en alguna ocasión que en los antiguos SD y en otras asambleas
eclesiásticas, junto a los clérigos, eran convocados también los laicos, y que en la época
moderna se verifica un proceso de clericalización que cristaliza en el Codex de 1917, el cual
reservaba en exclusiva a los clérigos cualquier participación en el ejercicio de la potestas
iurisdictionis y en general en la sacra potestas (cans. 118 y 145). De este modo, la admisión
de los laicos en el SD actual vendría a repristinar de algún modo la práctica más antigua.
120
En los trabajos de elaboración del Código se propuso que, además del Consejo presbiteral fuera consultado el
Pastoral y esta propuesta no fue aceptada: cfr. Communicationes 14 (1982), p. 210.
121
En las labores de redacción del Código se apuntó en un primer momento la idea de que la participación de los
laicos en el Sínodo no fuese “cum eadem auctoritate” que la de los ministros sagrados y fue rechazada: cfr.
Communicationes 24 (1992), p. 252, can. 1.
70
A este punto de vista hay que oponer que la presencia laical en concilios y sínodos de
la época antigua y medieval no se debía a hipotéticas exigencias de representatividad de todo
el cuerpo eclesial, sino que los mentados “laicos” (mejor “señores” o “magnates”) eran
dignatarios de la única sociedad político-religiosa o “cristiandad”, cuya asistencia era
motivada por la necesidad de asegurar la aplicación de los decretos o por la peculiaridad de la
materia, que afectaba tanto al gobierno eclesial como al secular122. En el De Synodo
dioecesana, Prospero Lambertini refuta el argumento histórico y afirma que, en principio, los
laicos no deben ser convocados al SD, y que, cuando por costumbre o por conveniencia se les
invite, ha de ser en calidad de meros “auditores seu testes” y siempre con cautela123.
En los últimos siglos, al distinguirse con mayor nitidez la sociedad eclesial de la
política, se produce consiguientemente la atribución exclusiva a los clérigos de toda
participación en el gobierno eclesiástico y la convocatoria de los laicos al SD dejó de estar
justificada. Cuando, tras el Vaticano II (LG 30 y 37), se abran en la Iglesia perspectivas
jurídicas de colaboración de los laicos en el ejercicio de la potestad de régimen, la presencia
en el SD de los laicos en cuanto tales empieza a cobrar sentido, pero obviamente sobre un
escenario socio-eclesial que poco tiene que ver con la idea de cristiandad. Hoy día parece que
la presencia de laicos en los SD se ha hecho numéricamente al menos equiparable a la de
clérigos124.
La cuestión de la colaboración laical en las tareas de gobierno, tal como se recoge en
los cans. 129 y 228125, consiste en una capacidad y se formula como un “nada obsta”. No es
una exigencia dimanante del bautismo, como si los no ordenados tuvieran un derecho,
genérico pero nativo, a participar en el gobierno de la Iglesia al que hubiera de encontrarse
necesariamente una concreción jurídica126. Desde el punto de vista subjetivo, no estamos en el
plano de los derechos, sino de las capacidades; no se trata de una necesidad moral, sino de una
122
Cfr. al respecto J.M. González del Valle, Descentralización, pp. 500-508; LJ. Jennings, A Renewed, p. 322 y
ss; A. González-Varas, Consejo, pp. 226-258. J. Miñambres incluso afirma, citando a B. Ojetti, a M. Conte a
Coronata y a F. Maroto, que “la doctrina solía precisar el concepto de laico refiriéndolo a la autoridad civil, o
laica potestas, por contraposición con la potestas sacra” (Comentario Exegético, vol I, al can. 170). I. Fürer
parece asumir la opinión histórica contraria, pero en realidad se refiere no a los laicos comunes, sino a los
“optimates”, “reges” y “principes” (De Synodo, p. 122).
123
De Synodo, Lib. III, cap. IX. Por “testes synodales” (a los que equivaldrían los auditores) se entendían
“homines scilicet probatae fidae, ab Episcopo in Synodo designati, ut custodes quodammodo sint decretorum,
quae a Synodo eduntur”, añadiendo: “absque ullius prorsus iurisdictionis exercitio” y con una función
principalmente informativa para con la Autoridad eclesiástica (ibid. Lib. IV, cap. III). Contra la objeción de que
en los antiguos Concilios de Obispos los laicos sí eran convocados, responde aduciendo abundancia de
testimonios doctrinales y distinguiendo entre los Concilios universales y los particulares: tratándose de los
Concilios universales, “non adfuerunt... tamquam Iudices ut vel de fidei dogmatibus sententiam ferrent, aut de
rebus Ecclesiasticis iudicarent”, sino más bien “ad honorandam et confortandam Ecclesiam, atque ad ea, quae
ibi decreta fuerint, quantum in eis est, exequendum”; si de los Concilios particulares (por ejemplo, los Toledanos
de la época visigótica), su presencia se justificaba porque en ellos se trataba de cuestiones políticas, además de
las estrictamente religiosas. De sus palabras se deduce que por “laicos” se refiere a los representates de los
poderes públicos, no al pueblo cristiano común.
124
Cfr. J.P. Durand, Un Regain, p. 577; A. Longhitano, I Sinodi, nota (35).
125
Can. 129: 1. “De la potestad de régimen, que existe en la Iglesia por institución divina, y que se llama
también potestad de jurisdicción, son sujetos hábiles, conforme a la norma de las prescripciones del derecho, los
sellados por el orden sagrado. 2. En el ejercicio de dicha potestad, los fieles laicos pueden cooperar a tenor del
derecho”.
Can. 228: 1. “Los laicos que sean considerados idóneos tienen capacidad para ser llamados por los sagrados
Pastores para aquellos oficios eclesiásticos y encargos que puedan cumplir según las prescripciones del derecho.
2. Los laicos que se distinguen por su ciencia, prudencia e integridad tienen capacidad para ayudar como peritos
y consejeros a los Pastores de la Iglesia, también formando parte de consejos, conforme a la norma de derecho”.
126
Como dice Arrieta, Funzione pubblica, p. 109: “Né si puo ritenere que in base al battesimo esista un diritto
dei fedeli cristiani a realizzare funzioni pubbliche ministeriali, né tantommeno si può affermare che un tale
esercizio sia il modo teologicamente proprio dei fedeli laici di partecipare alla missione della Chiesa”.
71
posibilidad jurídica. Es el descubrimiento moderno de que una reserva absoluta a los
ministros sagrados de cualquier manifestación de ejercicio de la potestad de régimen era ir
más allá de lo que impone la naturaleza de las cosas. Un ámbito de reserva existe realmente,
pero no tan amplio como antaño se suponía.
La participación de los laicos en el ejercicio de la potestad de régimen se configura,
según el can. 129, 2, como una “cooperación” (o “colaboración”), expresión que fue escogida
cuidadosamente por los redactores del Código127. Dicha colaboración tiene, sin duda, un
ámbito de aplicación en la colación de oficios canónicos a laicos individuales: ecónomo de la
diócesis, notario, etc. Pero la más importante esfera de colaboración se da en los órganos
consultivos, y en particular en el SD, pues es en ellos donde se cumple con más propiedad el
significado de “trabajar conjuntamente”: en rigor, las personas “cooperan” cuando la
actividad de cada uno es incompleta y solamente encuentra su sentido en la obra común. Esto
es lo que ocurre justamente en el SD128.
Situar en este marco jurídico positivo – de colaboración en el ejercicio de la potestad
de régimen – la presencia de los fieles no ordenados en el SD arroja también luz para entender
que la Instrucción opte por establecer criterios de idoneidad personal para la selección de los
sinodales, además de la mera representatividad sociológica, como luego veremos. Al hacerlo,
es coherente a la exigencia de “ciencia, prudencia e integridad” que el can. 228, 1 impone, en
general, para que los laicos puedan formar parte de los Consejos que asesoran a los Pastores
de la Iglesia.
2) La corresponsabilidad de todos los fieles en la misión de la Iglesia.
El tema de la “corresponsabilidad de todos los bautizados” es un tópico recurrente
cuando se trata de justificar la participación de los fieles no ordenados en las labores
sinodales. Aunque está estrechamente ligada al de la colaboración en el ejercicio de la
127
Excede a los límites de este trabajo interesarse por el complejo debate en torno a la relación entre el
sacramento del Orden y la potestad de régimen en la Iglesia: un examen somero de los términos de la discusión y
los respectivos representantes puede consultarse en M.E. Olmos, La Participación. En Communicationes 14
(1982), p. 148 se comprueba que la Comisión de reforma del Código evitó atribuir a los laicos una
“participación” en la potestad de régimen, y se optó en cambio por la idea de “colaboración”. E. Malumbres, en
su trabajo La potestad, explica el significado que la Comisión de reforma quiso dar a la expresión
“colaboración” como diversa de la “participación”, originalmente adoptada, y el protagonismo que el entonces
Card. Ratzinger desempeñó en el cambio de ésta por aquélla.
128
La voz “cooperación” es empleada por el Código para referirse a dos supuestos: a) la coordinación de
esfuerzos entre diversos sujetos puestos en una plano de igualdad: cfr. cc. 275, 1 (mutua cooperación entre los
clérigos que trabajan en la misma obra); 328 (cooperación entre asociaciones laicales); 434 (cooperación entre
Obispos de una misma región); 680 (cooperación entre los institutos religiosos); 708 (cooperación de las
conferencias de Superiores religiosos con las conferencias episcopales); 820 (cooperación entre facultades
eclesiásticas y entre universidades y 1274, 4 (cooperación entre instituciones financieras de las diócesis); b) la
labor de los que auxilian subordinadamente al agente principal: los Obispos cooperan con le Romano Pontífice,
los presbíteros con el Obispo, etc. (cfr. J.H. Provost, The Participation, pp. 434-5). En el primer caso podría
hablarse de una “cooperación entre diversos sujetos” y, en el segundo, con una “cooperación a la función ajena”,
como ocurre en el caso del Sínodo. G. Ghirlanda, Il Sinodo diocesano, p. 590, prefiere acudir a la noción de
“participación” para referirse a aquella situaciones en que se dan “responsabilidades diversas entre diversos
sujetos implicados en la relación: uno está investido de una plena responsabilidad personal respecto de un objeto
particular, los otros participan parcialmente en dicha responsabilidad”.
El Catecismo de la Iglesia Católica, n. 911 cifra la participación laical en el ejercicio de la potestad de
régimen del can. 129, 2 en la pertenencia a órganos colegiales o colectivos, más que en el desempeño de oficios,
es decir: “con su presencia en los Concilios particulares (can. 443, 4), los Sínodos diocesanos (can. 463, 1 y 2),
los Consejos pastorales (can. 511-512; 536); en el ejercicio in solidum de la tarea pastoral de una parroquia (can.
517, 2); la colaboración en los Consejos de los asuntos económicos (can. 492, 1; 537); la participación en los
tribunales eclesiásticos (can. 1421, 2), etc.”.
72
potestad de régimen, la cuestión de la “corresponsabilidad” nos traslada a una esfera de
reflexión más eclesiológica que canónica129.
Si nos atenemos al significado propio de las palabras, es obvio que podrá hablarse de
“corresponsabilidad” allí donde nos encontremos con una “responsabilidad compartida” y la
responsabilidad es consecuencia de la existencia previa de un deber de cuyo cumplimiento se
ha de responder: “corresponsabilidad indica que varios sujetos tienen todos la misma
capacidad o el mismo poder, y por ende los mismos derechos y deberes, en relación con un
objeto” (Ghirlanda)130. Esta responsabilidad compartida se extiende a todos los niveles de la
organización eclesial: de los Obispos, de los miembros del presbiterio diocesano, del pueblo
cristiano, pero en cada caso tiene “distinto fundamento teológico y consiguientemente distinta
incidencia jurídica” (Arrieta)131. Nos topamos, por tanto, con parecidas dificultades de
generalidad e imprecisión que vimos al tratar de la “sinodalidad”, que vendría a ser como un
cierto trasunto orgánico de la “corresponsabilidad”.
Los fieles son corresponsables en la medida a que alcancen sus deberes. Los deberes
de los fieles en relación con la Iglesia abarca, por una parte, la dimensión comunitaria, es
decir la vida de la Iglesia misma como sociedad y se manifiesta de muchas maneras: en forma
de consejo, de corrección, de iniciativas asociativas, educativas, etc., actividades todas ellas
que no son de suyo ministeriales; por otra, se extiende también a la difusión del mensaje
evangélico y la “ordenación del mundo” según el espíritu del Evangelio, es decir a la misión
“externa” de la Iglesia. En cambio, la responsabilidad del gobierno pastoral de la Iglesia
incumbe a los Pastores, contando siempre con la ayuda-colaboración de los fieles, según las
modalidades establecidas por la ley canónica (consejo, consentimiento, oficios personales)
una de las cuales es la participación en el SD.
En resumen, la “corresponsabilidad” de los fieles es relativa al bien común y a la
misión de la Iglesia, y no debe ponerse en referencia directa con el ejercicio público de los
munera Ecclesiae y en particular con el gobierno eclesiástico. En esta esfera, más que de
corresponsabilidad indiferenciada debe hablarse de “colaboración”, con todos los matices que
acabamos de exponer al tratar de la colaboración de los laicos en la potestad de régimen132.
De los dos ámbitos de común responsabilidad de los fieles, apenas reseñados, resulta
oportuno – repitiendo desde otro ángulo ideas expuestas precedentemente – detenerse en un
análisis somero del que versa sobre la misión eclesial; o, en otras palabras, el deber común de
hacer apostolado. Y lo es porque, a mi juicio, aquí radica uno de las más determinantes
129
La idea de corresponsabilidad ha venido siendo usada, en los años que nos separan del Concilio, de una
manera bastante amplia, pero especialmente para referirse a la colaboración de los laicos con los Pastores en la
guía de la comunidad eclesial. H. Müller, Comunione ecclesiale, explica: “En los 16 documentos emanados por
el Concilio no se encuentra nunca formalmente este término (corresponsabilidad). El concepto es usado, sin
embargo a menudo en las publicaciones posconciliares, como consecuencia de la eclesiología de comunión.
Finalmente, también el Sínodo de los Obispos de 1985 lo ha usado, diciendo: 'Porque la Iglesia es una
communio, debe haber a todos los niveles participación y corresponsabilidad' (C. 6) (...). Para una precisión de lo
que se entiende por 'estructuras de corresponsabilidad' desde el punto de vista canónico, se prestan mucho mejor
algunos textos del del mismo Concilio” (p. 27). A continuación el autor cita el texto de LG 37 a) que da origen al
canon 212: “en la medida de la ciencia, competencia y prestigio, los laicos, etc” (el Concilio habla de los laicos,
el Código de los fieles). En este sentido, “estructuras de corresponsabilidad” serían aquellas en que los fieles
pueden colaborar con los pastores en forma de ayuda y consejo, y donde no hay participación de la potestad en
cuanto tal, pero sí participación en el ejercicio de la potestad (cfr. p. 29) y habría que “distinguirlas claramente
de aquellas instituciones que tienen potestad colegial” (p. 28), refiriéndose a las manifestaciones de la
colegialidad episcopal en sentido estricto (de nuevo, las mismas dificultades que la “sinodalidad”). Por este
mismo sentido de corresponsabilidad, cfr. G. Feliciani, Corresponsabilidad.
130
Il Sinodo diocesano, p. 589.
131
Primado, p. 79.
132
Es de notar que la E. P. Christifideles Laici ya no habla de “corresponsabilidad” sino de “colaboración”: ver
n. 24, 25, 27, donde se augura que “el principio de colaboración” sea aplicado de manera más extensa y más
fuerte.
73
justificaciones de la presencia laical en los SD: la convicción actual de que la vida de la
Iglesia debe manifestarse no sólo comunitariamente sino también “misionalmente”, y es en
esa misión que los laicos ocupan un lugar plenamente responsable y singular, pues, como
afirma el can. 204, 1 recogiendo la doctrina conciliar: “Son fieles cristianos quienes,
incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios, y hechos partícipes a
su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su
propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la
Iglesia en el mundo”.
El SD, principal foro de discusión de los problemas pastorales a nivel particular, no
podía ser ajeno a estos “descubrimientos” hasta cierto punto contemporáneos: la esencial
dimensión misionera de la Iglesia y la corresponsabilidad de todos los fieles en la misión, lo
que se ha traducido en la llamada de los laicos a formar parte del SD, y a hacerlo a “a pleno
título” pues ellos participan a pleno título de la misión, ni más ni menos que los ministros
sagrados. Si, como ocurría en el SD tradicional, se tratase solamente de regular las relaciones
eclesiales y la vida de los fieles desde el punto de vista de la honestidad de costumbres,
entonces la participación de los laicos sería meramente accesoria, pues esa tarea es propia de
Pastores y ministros. Pero el SD moderno no se plantea solamente cómo atender mejor las
necesidades de los fieles (“ministerio”), sino cómo llegar mejor a los creyentes
inconsecuentes, a los creyentes poco formados y a los no creyentes (“misión”). La perspectiva
misional del SD hace imprescindible la aportación de los laicos, tanto de los que colaboran en
la pastoral diocesana o parroquial y de los representantes de asociaciones católicas, cuanto de
aquellos que se saben llamados a propagar la fe y el espíritu cristiano por medio de su
actividad secular, sin un particular encargo jerárquico o responsabilidad asociativa.
4. Los criterios para la designación de los sinodales. La cuestión de la representación
Se trató en su momento del SD como “imagen” de la Iglesia particular y – en tal
sentido – como asamblea en cierta medida “representativa” de la misma. Ahora nos
planteamos la cuestión de la “representación de los sinodales”, de carácter más estrictamente
jurídico y que no afecta primariamente al Sínodo en cuanto tal, sino a sus miembros.
Desde luego, hay que negar de partida que los miembros del SD sean, en general,
representantes de los fieles diocesanos y ya en los mismos trabajos de reforma del Código se
excluyó esta idea133. Si por representación entendemos la posición “de aquellos que poseen un
título para ejercitar un poder en virtud de un mandato, obtenido mediante la elección por parte
del sujeto que ostenta la base de ese poder”, es decir la representación política, única aplicable
por hipótesis al SD134, estos elementos están ausentes en el SD: buena parte de los mismos
son miembros ex officio o de libre designación episcopal, e incluso cuando son miembros
elegidos, su elección se efectúa por algunos cuerpos selectos, no por la generalidad de los
fieles. Puede hablarse, sin embargo, de una “representación parcial” en los miembros del
Consejo presbiteral y los presbíteros elegidos a norma del can. 463, 1, 8º, como veremos más
abajo.
Por otra parte es claro que el can. 463, 1 asume un elemental criterio sectorial para las
elecciones de los sinodales, al separar los grupos electivos de presbíteros, consagrados y
133
En Communicationes 24 (1992), pp. 251-252 se nos informa que la fórmula originalmente propuesta para el
actual can. 460 presentaba a los miembros del SD como “partes agentes” del clero y del pueblo de la diócesis,
expresión que fue eliminada porque “idem significat ac ‘repraesentantes’, quod quidem verum non esse”. Se
buscó una alternativa con la frase “qui nomine totius communitatis dioecesanae”, que fue rehazada
unánimemente por el mismo motivo.
134
M. Marchesi, Comentario al can. 495: vol II, p. 1144. No es el caso de entrar en las perplejidades que en el
ámbito civil suscita el cotejo de la teoría de la representación como expresión de la soberanía popular y la
realidad de la praxis política de nuestros días: cfr. al respecto, p. ej., Novíssimo Digesto Italiano, voz
“Rappresentanza politica”.
74
laicos. Y que el Reglamento del Sínodo podrá diseñar un método de elección de los “fieles
laicos” (ibid. n. 5º) que atienda a los diversos sectores de apostolado corporativo: centros de
enseñanza, asociaciones, obras de caridad, etc. Sin embargo, los elegidos por tales conceptos
no son convocados para que “representen y defiendan” unas posiciones corporativas o
intereses de grupo: por el contrario, de cada uno se espera que tenga por mira “el bien de la
diócesis” (can. 469) en su integridad, más que la utilidad o el interés particular, sea personal o
de grupo135. Aunque es natural que se den cita en el SD intereses divergentes y los sinodales
serán a menudo elegidos por su compromiso en un sector pastoral particular y con la intención
de que hagan presentes en el aula sinodal los puntos de vista y las necesidades de dicho
sector, cada sinodal debe prestar libremente su parecer en las reuniones sinodales, y el afán
compartido de todos ha de ser el bien de la Iglesia en cuanto tal, evitando todo enfrentamiento
dialéctico de intereses particulares y – por supuesto – cualquier juego de alianzas y de
estrategias.
Excluido que pueda hablarse del Sínodo como de una cámara de representantes, nos
preguntamos a continuación cuáles son los criterios de selección de los sinodales que pueden
individuarse en las normas vigentes. Tres nos parece que son tales criterios:
1) Las dotes personales: una suma de cualidades que no consiste en el bagaje de
conocimientos propios de un especialista, sino en algo más complejo y más identificado con
la personalidad misma del sujeto, algo que “se es”, más que “se tiene”: la prudencia pastoral,
la sabiduría humana y cristiana, la experiencia... Esa “autoridad personal” es el fundamento de
la designación basada en el oficio canónico (sinodales ex officio), pero según la Instrucción
también es un criterio, no el único, para la designación de sinodales por parte del Obispo
diocesano: “No se descuide escoger también fieles que destaquen por su ‘conocimiento,
competencia y prestigio’ (can. 212, 3), cuya ponderada opinión enriquecerá sin duda las
discusiones sinodales” (II, 4). Esto explica que el can. 464, siguiendo la praxis precedente136,
excluya la posibilidad de que el sinodal impedido mande al SD un procurador en nombre
suyo: “el saber, es personalísimo e intransferible..., ya que resulta absurdo el reenvío de la
propia autoridad a otra persona, la sustitución de un saber personal por el de otro ‘como si
fuera el mío’”137.
2) La representación presbiteral. De cuanto se explicó arriba acerca de la función del
presbiterio se sigue que los presbíteros de la diócesis tienen un lugar particular en el SD, en el
que no solamente deben “estar presentes”, sino de algún modo “representados” por vía
electiva. La razón de limitar a los presbíteros la representación en el SD debe buscarse, a mi
juicio, en los breves apuntes expuestos más arriba sobre la eclesiología del presbiterado: en el
Sínodo, los presbíteros electos ponen en acto su peculiar posición en la Iglesia, no su
condición de fieles, como resulta natural en un organismo cuyo fin es el ejercicio de la
potestas regendi138.
La representación del presbiterio en el SD se efectúa por dos cauces diferentes:
mediante la convocatoria del Consejo presbiteral y mediante la elección en sede arciprestal
por sus hermanos en el sacerdocio (can. 463, 1, 4º y 8º):
135
G. Olivero, Lineamenti, muestra que en la tradición canónica el criterio de selección de quienes han de
desempeñar un oficio gubernativo, también de los designados mediante elección, no es la representación de unos
intereses sectoriales ni el commodum vel utilitas electorum ni el sínodo el bien común de la Iglesia.
136
Cfr. Codex de 1917, can. 359, 1, que a su vez se inspira en S.C. de Prop. Fide, litt. Ad Archiep. Milvaukien,
29-VII-1889 y en la doctrina del De Synodo de P. Lambertini.
137
D. García Hervás, Régimen jurídico, p. 62.
138
Otra cosa son los presbíteros o diáconos que son escogidos libremente por el Obispo – sinodales de libre
designación –, que deberán su presencia a una cualificación peculiar, su sabiduría teológica o su experiencia en
la dirección de centros docentes o en actividades caritativas.
75
a) En cuanto a los miembros del Consejo presbiteral, el can. 495, 1 afirma que este
Consejo es “como el senado del Obispo, en representación del presbiterio”. Sin embargo, el
carácter representativo estricto sólo se da en el caso de los miembros elegidos, que componen
“la mitad aproximada” (can. 497) del Consejo139.
b) En el caso de los sacerdotes elegidos en sede arciprestal, el requisito de tener cura
de almas (can. 463, 1, 8º) no parece realmente un criterio excluyente, sino más bien una
garantía de que estén representados en el SD los presbíteros “en ejercicio del ministerio” y
con la capacidad necesaria para colaborar en el gobierno pastoral140. La calidad de
“representantes” de estos sinodales es lo que explica que el can. 463, 1, 8º establezca que “se
ha de elegir a otro presbítero que eventualmente sustituya al anterior en caso de
impedimento”, lo que supone en cierto modo una excepción a la regla ya examinada del can.
464, que prohíbe la procuración141.
3) La representatividad. En tercer lugar, la Instrucción (II, 4) añade un criterio de
representatividad que podríamos llamar “icónica”, de manera que la composición del SD
refleje la fisonomía de la Iglesia particular, asegurando la presencia de fieles pertenecientes a
los diversos sectores de la pastoral y del apostolado diocesano.
Lo hace en dos lugares distintos:
- El primero, al referirse a los fieles elegidos por el Consejo pastoral, mediante una
remisión al can. 512, 2, que introduce con un templado “en lo posible”: “Los fieles que son
designados para el consejo pastoral deben elegirse de modo que a través de ellos quede
verdaderamente reflejada la porción del pueblo de Dios que constituye la diócesis, teniendo
en cuenta sus distintas regiones, condiciones sociales y profesiones, así como también la parte
que tienen en él apostolado, tanto personalmente como asociados con otros” (Instrucción II, 3,
1).
- El segundo, al tratar de las condiciones que deben reunir los sinodales elegidos por el
Obispo: “Al escoger a estos sinodales, se procurará hacer presentes las vocaciones eclesiales o
los peculiares compromisos apostólicos no suficientemente expresados por vía electiva, de
139
A. Fernández, Nuevas estructuras, p. 99, 103-104, explica que los padres conciliares tuvieron mucho cuidado
en evitar que se concibiera el Consejo presbiteral como un órgano de representación stricto sensu de los
sacerdotes: la respuesta de la Comisión consistió en afirmar el carácter representativo, pero con una misión de
consejo. Más tarde, el M.P. Ecclesiae Sanctae (AAS 58 [1966], 757-787), que, como es sabido, traducía las
conclusiones conciliares en normas canónicas, y la carta circular de la Congregación para el Clero a los
Presidentes de las Conferencias Episcopales (AAS 62 [1970] 459-465) confirmaban esta “representatividad”,
entendida como expresión de todo el presbiterio de la diócesis, según los diversos ministerios, zonas pastorales,
edades, etc. J.I. Arrieta, Órganos de participación, p. 570, aduce las mismas fuentes para llegar a idéntica
conclusión: la expresión “coetus sacerdotum...presbyterium repraesentans”del can. 495 debe entenderse referida
“al Consejo en sí mismo considerado, no a sus miembros o a determinados sectores de componentes”.
No se trata en rigor de una representación política, porque el presbiterio carece de un “poder” (potestas)
que pueda delegar en unos mandatarios para que lo ejerzan en su nombre: lo que caracteriza al presbítero en
cuanto tal no es el poder sino la auctoritas, que es de suyo personal e indelegable y que se traduce en la
idoneidad para aconsejar. Pero, al mismo tiempo, hay que reconocer que el carácter electivo de buena parte de
los miembros del Consejo supone una “representación” de pareceres y opiniones, basada en la existencia de un
“presupuesto ontológico” que es preciso encauzar orgánicamente: precisamente la autoridad de los presbíteros.
Lo cual sugiere que este organismo es algo más que una genérica “expresión del presbiterado diocesano” y
justifica el empleo de la expresión “representación” para referirse a los miembros del Consejo en el can. 495: cfr.
en este sentido Marchesi, en Comentario, vol. II, can. 495, pp. 1144-1147.
140
Esta interpretación queda avalada por el tenor del can. 358, 1, 7º del Codex de 1917 que exigía tener “cura
animarum actu”, es decir “en ejercicio actual” o “de hecho”: cfr. R. Naz, Traité, T. I, n. 655. La palabra actu se
suprime en el Código actual probablemente para evitar confusiones sobre su exacto alcance.
141
Es verdad que no es lo mismo la procuración que se prohíbe en el can. 464 que la sustitución que se impone
en el 463, 1, 8º. Pero en ambos casos se trata de “ocupar el lugar de otro”, de una cierta “fungibilidad” en el
cargo, que es posible en la representación política.
76
modo que el sínodo refleje adecuadamente la fisonomía característica de la Iglesia particular;
por esto, se pondrá cuidado en asegurar que, entre los clérigos, no falte una congrua presencia
de diáconos permanentes” (II, 4).
Quizá no habría estado de más que la Instrucción aludiera explícitamente a la variedad
de la Vida Consagrada, por el enorme peso que su obra tiene en la pastoral diocesana, por
ejemplo en el sentido que lo hace el actual Directorio para el ministerio pastoral del Obispo:
“los organismos consultivos diocesanos reflejen adecuadamente la presencia de la vida
consagrada en la diócesis, en la variedad de sus carismas, dando normas oportunas al
respecto: disponiendo, por ejemplo, que los miembros de los Institutos participen según la
actividad apostólica que cada uno lleva a cabo, asegurando al mismo tiempo una presencia de
los diversos carismas” (n. 99).
B. ADQUISICIÓN Y PÉRDIDA DEL ENCARGO DE SINODAL
En la presente sección se tratará de algunos temas que consideramos útiles en relación
con el acceso a la condición de sinodal y con su pérdida, no todos. Lo haremos desde la
perspectiva de las normas generales del Código acerca del oficio canónico: en particular las
relativas a la adquisición del oficio (condiciones que debe reunir el candidato y reglas sobre
las elección canónica) y a las causas de pérdida del oficio.
Pero esta aplicación requiere de una justificación previa, porque parece cuestionable
que la condición de sinodal consista en un verdadero oficio canónico, en concreto si el
carácter eventual y no permanente del SD pueda ser incompatible con la estabilidad exigida
por el can. 145, 1 (“munus stabiliter constitutum”) para que pueda hablarse en rigor de un
verdadero oficio142. Por lo que toca en particular a las reglas sobre la elección canónica como
medio de acceso al oficio, su válida aplicación a las elecciones sinodales se sostiene por
razones autónomas, que veremos en el epígrafe correspondiente.
Es obvio que el encargo de sinodal no corresponde al tipo común de oficio
eclesiástico, ése en el que piensa el legislador al diseñar su régimen en los cans. 145 y ss.
Pero, con independencia que se dé a esta cuestión teórica, no parece que haya dificultades
insuperables para considerar aplicable al sinodal las normas codiciales relativas al oficio, con
las adaptaciones que la peculiaridad de su caso requiera. Considero que vale para nuestro caso
lo dispuesto en el can. 19: “Cuando, sobre una determinada materia, no exista una
prescripción expresa del derecho universal o particular o una costumbre, la causa, salvo que
sea penal, se ha de decidir atendiendo a las leyes dadas para los casos semejantes...”: en
definitiva, la analogía de los supuestos permitiría la aplicación a los sinodales de las normas
relativas al oficio canónico.
1. La idoneidad del candidato (can. 149)
El can. 149, 1, que parece pensado para todo encargo eclesiástico y no sólo para los
oficios, establece: “Para que alguien sea promovido a un oficio eclesiástico, debe estar en
comunión con la Iglesia y ser idóneo, es decir, dotado de aquellas cualidades que para ese
oficio se requieren por derecho universal o particular, o por la ley de fundación”.
142
Sobre las características propias del oficio eclesiástico y los diversos tipos de oficio, cfr. Arrieta en
Comentario Exegético, vol. I, al can. 145. En cambio, el autor no pone en duda la naturaleza de oficio de los
encargos hechos para la buena marcha del Sínodo: secretario de una comisión, notario, etc. El mismo Arrieta, en
Funzione pubblica, pp. 104-109, exige – creo que con razón – que el oficio se configure como un “sujeto
abstracto” o “centro abstracto de de imputación” de ciertas funciones públicas eclesiales, lo que parece difícil de
verificar en la mera condición de sinodal, y más bien podría predicarse del Sínodo mismo si se entiende la
subjetividad en un sentido lato.
77
Como vemos, este canon distingue entre dos condiciones básicas que ha de reunir el
candidato: “estar en comunión con la Iglesia” y la “idoneidad”, que cifra en la posesión de las
“cualidades” requeridas por la ley, aunque ambas podrían merecer el nombre de “idoneidad”
con que titulamos este epígrafe. Luego, el parágrafo 2 del can. 149 (a mi entender de manera
sorprendente) liga la invalidez de la provisión solamente a la carencia de las antedichas
cualidades143, pero un mínimo sentido común eclesial la extiende también a la falta de
comunión eclesial, y así lo confirmaría el can. 171, 1, 4º, al establecer la inhabilidad para
participar en una votación de “el que se ha apartado notoriamente de la comunión de la
Iglesia”: si es inhábil para elegir, obviamente también lo es para ser elegido.
En cuanto a las “cualidades requeridas para el oficio”, advertimos que el Código no
exige unas precisas cualidades personales válidas para todos los sinodales, de modo que lo
relevante será, para los sinodales que lo son por su oficio (vicario, arcipreste, etc.), la efectiva
posesión del mismo y, para los demás, la legitimidad de su nombramiento (elección o
designación episcopal). Más adelante nos detendremos en algunos de los requisitos legales
para acceder a condición de sinodal por algunos capítulos particulares, como son los
sacerdotes elegidos en el arciprestazgo o los fieles elegidos por el Consejo pastoral.
Ahora quisiera fijar la atención en la exigencia común a todos de “estar en comunión
con la Iglesia” y su significado.
La doctrina ha indicado que tanto el “estar en comunión con la Iglesia” del can. 149
como el “apartamiento notorio de la comunión de la Iglesia” del can. 171 son expresiones de
difícil interpretación y aplicación a supuestos reales144. Sin embargo, sí puede afirmarse de
ambas que comprenden un espectro más amplio de supuestos además de la excomunión145. A
continuación trataré de ofrecer mi propia explicación:
- En primer lugar, estamos tratando de la comunión eclesial en su dimensión jurídica,
no moral (aunque la jurídica sabemos que implica la moral), lo que supone hechos públicos o
notorios que provocan una respuesta igualmente pública del ordenamiento eclesiástico. Por
eso, entiendo que estas expresiones son la cara y la cruz de la misma moneda y que el no
“estar en comunión con la Iglesia” se traduce en el “apartamiento notorio de la comunión de
la Iglesia”, porque alguna forma de notoriedad es imprescindible para que la falta de
comunión con la Iglesia sea eficaz en el plano jurídico.
- De manera coherente con su carácter jurídico, no puede concebirse la falta de
comunión eclesial como algo graduable según un más o un menos, o dejarse a la libre
estimación de la Autoridad, pues de otro modo se abre la vía a interpretaciones arbitrarias y se
pone en jaque la seguridad jurídica146. Esto significa presumir la comunión eclesial en quien
143
Can. 149, 2: “La provisión de un oficio eclesiástico hecha a favor de quien carece de las cualidades requeridas
solamente es inválida cuando tales cualidades se exigen expresamente para la validez de la provisión por el
derecho universal o particular, o por la ley de fundación; en otro caso, es válido, pero puede rescindirse por
decreto de la autoridad competente o por sentencia del tribunal administrativo”.
144
Cfr. Comentario Exegético, vol I, al can. 149 (a cargo de J. I. Arrieta) y al can. 171 (a cargo de J.
Miñambres).
145
Esto parece obvio en el caso del “apartamiento notorio de la comunión de la Iglesia” del can. 171, pues este
mismo canon configura la excomunión (aunque sólo la impuesta o la declarada) como supuesto distinto que
también inhabilita. Con más razón podrá decirse del no “estar en comunión con la Iglesia” del can. 149, que no
alude expresamente a la notoriedad.
146
Por eso, me resulta difícil aceptar en pleno la opinión de P. Lombardía, cuando afirma que la comunión
eclesial, al que el can. se refiere, no consiste en el “puro dato negativo de no hallarse en situación jurídica de
excomulgado. Más bien se trata de una exigencia positiva, constatable por la unión del candidato con los
legítimos pastores, por el asentimiento a su magisterio, y en la participación en los medios que realmente
vivifican y congregan a la comunidad eclesial” (Edición anotada del Código de Derecho Canónico, EUNSA,
Pamplona 1992, comentario al can. 149). En parecidos términos se expresa. J.I. Arrieta, Comentario Exegético,
vol. I. al can. 149. Y me resisto a aceptarla porque las expresiones que usa sugieren una gradualidad del “estar en
comunión”.
78
no incurra en causas concretas que excluyen objetivamente de la vida eclesial plena y, por
ende, la participación en el SD. Con lo cual volvemos de nuevo a lo afirmado más arriba: “no
estar notoriamente apartado” es el criterio para hacer jurídicamente eficaz la condición de
“estar en comunión con la Iglesia”.
- Entiendo que la falta de comunión eclesial, así entendida, comprende el rechazo del
Magisterio y la desobediencia a la disciplina eclesial, y encuentra su criterio práctico de
discernimiento en la prohibición de recibir la Eucaristía, que es la expresión consumada de la
comunión eclesial147. En consecuencia, la falta del “estar en comunión con la Iglesia” tiene un
modo concreto de acreditarse que consiste en la exclusión de la comunión eucarística debido a
situaciones públicas objetivamente opuestas a la comunión eclesial. En tal sentido, vendría a
coincidir con los supuestos descritos en el can. 915: “No deben ser admitidos a la sagrada
comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o
declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave”,
pues “manifiesto” es otro modo de decir “notorio” y la “obstinación” crea una situación
estable: un “no estar” en comunión. Entre tales supuestos pueden incluirse algunos de especial
publicidad y que provocan mayor escándalo: los que se encuentran en lo que se suele llamar
“situación canónica irregular”, de la que enseguida trataremos, y aquellos que de manera
pública manifiesten abierto rechazo de la doctrina de la Iglesia o de la disciplina eclesial,
como pueden ser los gobernantes, legisladores, escritores y docentes.
La exigencia común de “estar en comunión con la Iglesia” que se pide para todos los
que hayan de ocupar un oficio eclesiástico es explicitada en la Instrucción solamente para los
fieles elegidos por el Consejo pastoral, seguramente porque se da por supuesto en los demás
sinodales, que lo son ex officio o Superiores religiosos o designados libremente por el Obispo.
Así, además de indicar que se asegure que tales fieles “destaquen por su fe segura, buenas
costumbres y prudencia”, como exige el can. 512, 3 para ser miembro del mismo Consejo,
añade que “la situación canónica regular de estos laicos debe considerarse requisito
indispensable para formar parte de la asamblea” (II, 3, 1). ¿Qué se entiende por “situación
canónica regular”? El Código de Derecho Canónico no nos ofrece criterios para discernirla148,
pero el uso común de la expresión alude a la conformidad del estado de vida de la persona
respecto de la disciplina eclesial. En particular, reconocemos indudablemente que esta
expresión remite al Magisterio reciente sobre el matrimonio y particularmente la E.P.
Familiaris consortio, allí donde indica una serie de “situaciones irregulares” que impiden la
participación en la Eucaristía. Entre tales “situaciones irregulares” mencionados por la E. P.
se cuentan “los católicos unidos con mero matrimonio civil” y “los divorciados casados de
nuevo”. Pienso que a éstas habría que añadir “las uniones libres de hecho” (n. 81), en la
medida que se trate de una relación de convivencia marital estable149. Fuera del ámbito
Debido a las dificultades interpretativas del “apartamiento notorio”, y teniendo en cuenta que, por ser
una norma inhabilitante, la prohibición (de participar en la votación) se ha de interpretar estrictamente (cans. 10
y 18), J. Miñambres, Comentario Exegético, vol. I, al can. 171, en una anotación que valdría también para el can.
149, señala como más seguro “no aplicar esta norma codicial, a no ser que la legislación particular, estatutaria o
reglamentaria ofrezcan criterios inequívocos de interpretación, que garanticen la seguridad jurídica”. Aun
participando de sus dudas, pienso que ello no elude del deber de aplicar el canon, sino más bien interpretarlo
adecuadamente.
147
La Eucaristía no sólo es “fuente” de la vida cristiana, sino también su realización perfecta: “cima” de la vida
cristiana (LG, n. 11). “La Iglesia se construye en la Eucaristía; sí, la Iglesia es Eucaristía. Comulgar quiere decir
llegar a ser Iglesia porque significa llegar a ser un solo cuerpo con Él”: J. Ratzinger, Convocados, pp. 107-108.
148
El Código solamente trata de las “irregularidades” (no de “situaciones irregulares”) como impedimentos para
acceder a las Sagradas Órdenes.
149
Cfr. E.P. Familiaris consortio, nn. 79 y ss. Entre tales “situaciones irregulares” también enuncia “los
separados y divorciados no casados de nuevo” y “el matrimonio a prueba”. Pero estas dos circunstancias no
parecen que puedan estimarse impedimentos para participar en el SD: la primera porque no se opone a la
participación en la vida sacramental de la Iglesia y la segunda porque se trata de un fenómeno que se da en la
79
conyugal, se encontrarían igualmente comprendidos bajo la denominación de “situación
irregular” los clérigos y los religiosos que abandonan su estado de espaldas a la Autoridad de
la Iglesia.
De esta manera, la “situación regular” aludida por la Instrucción en relación con los
elegidos por Consejo pastoral sería una particular especificación del “estar en comunión con
la Iglesia” (can. 149, 1), exigible en cualquier candidato a sinodal.
2. Las elecciones para el encargo de sinodal
El can. 463,1 enumera los diversos tipos de sinodales que acceden al cargo mediante
elección: los laicos elegidos por el Consejo pastoral (n. 5º), los presbíteros elegidos en sede
arciprestal (n. 8º) y los Superiores de IR y de SVA (n. 9º). En este epígrafe nos detendremos a
estudiar las diversas cuestiones que tales elecciones pueden suscitar.
Al tratar de la elaboración del Reglamento del Sínodo, la Instrucción establece que “se
observarán los cánones 119, 1º y 164-179 con las oportunas adaptaciones” (III, B, 2). Así
pues, son estos cánones los que proporcionan una guía básica para disponer lo pertinente a las
elecciones en el Reglamento del Sínodo:
- El can. 119,1º se refiere a las elecciones en el seno de los colegios, pero contiene
prescripciones útiles para cualquier asamblea electiva. Así lo indica la remisión del can. 176:
“Si no se dispone otra cosa en el derecho o en los estatutos, se considera elegido, y ha de ser
proclamado como tal por el presidente del colegio o del grupo, el que hubiera logrado el
número necesario de votos, conforme a la norma del can. 119 n. 1”.
- Los cans. 164-179 regulan la elección de los titulares de oficios eclesiásticos, pero –
careciendo el Código de reglas electivas más generales – la doctrina entiende que son
aplicables a toda elección canónica150.
Estos datos, sumados a la remisión expresa de la Instrucción (arriba citada) y a las
consideraciones hechas al inicio de esta parte B, eliminan cualquier duda práctica sobre la
aplicabilidad de estos lugares del Código a las elecciones sinodales.
Advirtamos que estos cánones del Código no establecen normas de obligado
cumplimento, sino derecho supletorio: “nisi iure vel statutis aliud caveatur” (can. 119, 1º);
“nisi aliud provisum fuerit” (can. 164)151. Sin embargo, la Instrucción remite imperativamente
a estos cánones (“se observarán”), añadiendo que podrá ser objeto de adaptaciones. A decir
verdad, este juego de remisiones (de la Instrucción al Código y del Código al derecho
particular) parece resolverse en una cierta incongruencia por parte de la Instrucción. Quizá se
entiende mejor si se tiene presente su finalidad pedagógica: su propósito es señalar a los
organizadores del SD dónde encontrar un procedimiento seguro para efectuar las elecciones,
pero sin impedirles introducir las acomodaciones que juzguen prudentes.
Veamos acto seguido una serie de puntos relativos a las elecciones que parecen
interesantes:
a) Mecánica de la elección según el can. 119. El canon 119, 1º reza: “Respecto a los actos
colegiales, mientras el derecho o los estatutos no dispongan otra cosa: 1º. Cuando se trata de
elecciones, tiene valor jurídico aquello que, hallándose presente la mayoría de los que deben
ser convocados, se aprueba por mayoría absoluta de los presentes; después de dos escrutinios
intimidad de la conciencia o de las relaciones entre los cónyuges y, por ello, no tiene de suyo incidencia en el
fuero externo. En cuanto a las “uniones libres de hecho”, la E.P. no impone su alejamiento de la Eucaristía,
seguramente porque, al ser una unión carente de formalidad, puede albergar muy diferentes tipos de relaciones:
desde el encuentro más o menos ocasional a la convivencia estable notoria.
150
Cfr. J. Miñambres, Comentario Exegético, vol I, al can. 164 y al can. 167.
151
El art. 3 “De la elección” se inicia con este can. 164 estableciendo con carácter general el carácter supletorio
de todo su contenido, y lo reitera en diversos lugares de su articulado (can. 165, 167, 174, 176, 179 par. 5). Hay
sin embargo algunas prescripciones que pueden considerarse ineludibles porque recogen principios de derecho
natural: así, las normas sobre la libertad e integridad volitiva recogidas en los cans. 170-172.
80
ineficaces, hágase la votación sobre los dos candidatos que hayan obtenido mayor número de
votos, o si son más, sobre los dos de más edad; después del tercer escrutinio, si persiste el
empate, queda elegido el de más edad”. Creo muy útil como indicación complementaria que
convendría incluir en el Reglamento del Sínodo, la que aporta el Reglamento del Sínodo de
los Obispos: “Si hay que elegir varios Miembros, se debe hacer un escrutinio para cada una de
las elecciones, de modo que no sea elegido un segundo Miembro antes de la elección del
primero” (art. 6, 1).
b) Especificaciones reglamentarias a partir de los cans. 164-179. Estos cánones están para
regular las elecciones celebradas por cualquier colegio “o grupo”, como reiteradamente
afirman. Como vimos antes, el Reglamento del Sínodo podrá hacer las acomodaciones que
sean oportunas, lo que parece especialmente interesante en algunos puntos:
- La posibilidad o no de la procuración y del voto por escrito: “Hecha legítimamente
la convocatoria, tienen derecho a votar quienes se hallen presentes en el lugar y el día
señalados en la convocatoria, quedando excluida la facultad de votar por carta o por
procurador, si los estatutos no disponen legítimamente otra cosa” (can. 167, 1). Vemos que el
canon exige en principio la personación de los electores, para asegurar que el voto
corresponde realmente a la voluntad del que lo emite. Pero el Reglamento puede disponer
contrariamente a esta previsión general, para lo que – suponemos – habrá de concurrir alguna
causa justa, como podría ser la dificultad de comunicaciones.
- La posibilidad o no de usar de la mediación de compromisarios: “La elección, si no
disponen otra cosa el derecho o los estatutos, puede hacerse también por compromiso,
siempre que los electores, previo acuerdo unánime y escrito, transfieran por esa vez el
derecho de elección a una o varias personas idóneas, de entre sus miembros o no, para que, en
virtud de la facultad recibida, procedan a la elección en nombre de todos” (can. 174, 1). El
compromiso es un recurso para facilitar el éxito de un sufragio, especialmente cuando el
número de electores y/o de elegibles sea tan elevado que pueda dificultar o alargar
indebidamente el proceso, lo que puede darse alguna vez en las elecciones para sinodales. En
caso de que el Reglamento nada disponga al respecto, habrá de permitirse esta posibilidad sin
restricciones – a tenor de lo dispuesto por el canon – pero téngase presente que deberá ser
acordada por todos los electores sin excepción, y además por escrito para asegurar que lo
hacen sin coacción alguna.
- Si cabe que una misma persona pueda participar en más de una elección de
sinodales. Hay personas llamadas a participar como electores de sinodales por títulos
diversos: así los religiosos que además tengan cura de almas (can. 463, 1, nn. 8º y 9º) o los
sacerdotes con cura de almas que sean miembros del Consejo pastoral (ibid, nn. 5º y 8º). El
tenor del can. 168 es taxativo al disponer que “aunque alguien tenga derecho a votar en
nombre propio por varios títulos, únicamente podrá emitir un voto”, con lo que, a primera
vista, parece impedir absolutamente la posibilidad de participar en las dos elecciones. Pero, en
mi opinión, no es así: por una parte, la cláusula “nisi aliud provisum fuerit” del can. 164
parece abarcar también este punto, por lo que también esta prohibición sería derecho
supletorio; por otra, la participación en dos elecciones para sinodales no coincide con el
supuesto contemplado por el canon: éste se refiere a una única elección que se realiza en el
seno de un mismo colegio, mientras que en el Sínodo se trata en realidad de dos elecciones
distintas, cada una atribuida a un colegio diferente, en los que las personas intervienen por una
calidad distinta en cada caso.
Las peculiaridades de la Diócesis podrían inducir en algún caso a disponer la
participación de unas mismas personas en distintos sufragios electivos. Pienso, por ejemplo,
en una Iglesia particular de tipo misional, con una fuerte presencia de religiosos en la pastoral
diocesana, donde se permitiera que los mismos participen – en alguna medida – tanto en la
81
elección de los Superiores religiosos como en la de los presbíteros del arciprestazgo, con el
fin de asegurar la equilibrada representatividad de uno y otro grupo.
c) Modalidad de elección152. El canon 463 establece, tanto para la elección de los fieles por el
Consejo pastoral como de los Superiores religiosos, que serán elegidos “modo et numero”
determinados por el Obispo (nn. 5º y 9º). Por consiguiente, deja margen al Reglamento del SD
para configurar la modalidad concreta de elección a emplear en cada caso, bien colativa o
absoluta, bien confirmativa153.
En cambio, el n. 8º relativo a la elección de los presbíteros por arciprestazgos omite
esta cláusula, aun cuando es obvio que, también en este caso, alguna determinación numérica
y procedimental deberá ser mencionada en el Reglamento154. En mi opinión, esta omisión no
debe ser pasada por alto y manifiesta una cierta mens en relación con la modalidad de
elección de los presbíteros, y concretamente la inclinación – al menos – a configurarla como
una elección colativa, es decir no necesitada de confirmación, lo que probablemente se debe –
como ya se ha explicado – a la condición de “consejero natural” del presbiterio diocesano
respecto del Obispo, por lo que la idoneidad del elegido debe en principio presumirse. Sin
embargo, no creo que pueda excluirse absolutamente la confirmación expresa también de los
presbíteros elegidos, habida cuenta de que en el caso hasta cierto punto análogo del Sínodo de
los Obispos, el can. 344 impone el requisito de la “ratificación” del Romano Pontífice para
aquellos que han sido elegidos a pesar de que éstos tienen una “original aptitud” por ser
miembros del Colegio Episcopal155, y que el Reglamento del Sínodo de la Diócesis de Roma,
celebrado bajo Juan Pablo II, exigía explícitamente la confirmación para los presbíteros
elegidos de igual modo que para los Superiores religiosos y los laicos escogidos por el
Consejo pastoral (art. 5, 2).
3. El control episcopal de la idoneidad de los elegidos
Cualquiera que sea la modalidad de elección, el Obispo no debe conformarse con
aceptar pasivamente su resultado, sino que está llamado a ejercer una labor de control. Como
afirma Arrieta, cualquiera que sea el modo de provisión del oficio, debe haber un
“otorgamiento (conferimento) del título a la persona designada para ocupar el oficio. Este es
el acto central y jurídicamente eficaz de la provisión del oficio, razón por la cual le ha sido
aplicado por transposición el nombre de provisión. La concesión del título de modo conforme
al can. 149 requiere un previo juicio de la autoridad acerca de la legalidad del procedimiento
de designación, y sobre la idoneidad del candidato”156. Este control episcopal sobre el
152
Para las cuestiones de fondo relativas a la elección canónica en sus diversas formas, resulta muy interesante el
estudio de G. Olivero, Lineamenti. Escrito en 1953 y, por consiguiente, inserta en una Eclesiología de fuerte
signo jerárquico y privada de los enriquecimientos que el Concilio aportó sobre la colegialidad episcopal y sobre
todo de la naturaleza del presbiterio, sin embargo, aporta consideraciones muy útiles para comprender algunos
aspectos de la elección canónica a la luz de la historia.
153
Como es sabido, cuando se trata de una elección colativa o no necesitada de confirmación, el elegido obtiene
inmediatamente el oficio de pleno derecho con la aceptación (can. 178). Si la elección necesita ser confirmada, el
elegido no adquiere el oficio hasta tanto no sea confirmado y hasta ese momento solamente tiene un ius ad rem.
154
Dice el n. 8º que ha de ser elegido “al menos un presbítero de cada arciprestazgo”, lo que puede hacerse de
múltiples maneras que el Reglamento deberá concretar.
155
No es claro qué signifique precisamente “ratificación” (ratam habere), pero la podemos muy bien asimilar a
la confirmación, pues consiste en un acto posterior de convalidación, que seguramente no se limita a la
comprobación de la regularidad de la elección (una mera formalidad, pues la irregularidad es difícilmente
imaginable cuando los colegios electorales de los padres sinodales son órganos de representación del
Episcopado), sino que puede extenderse a un juicio de idoneidad del elegido, como en el caso de la elecciónconfirmación (cfr. can. 179, 2).
156
Arrieta en Funzione pubblica, pp. 111-112.
82
resultado de las elecciones variará en intensidad según el tipo de elección que el Reglamento
haya establecido para la selección de los sinodales:
- Si se trata de una elección simple o colativa, dicho control deberá limitarse a
verificar que la elección se ha desarrollado conforme a derecho y – si acaso hubiera dudas al
respecto – que la identidad del elegido corresponde a la exigida por el canon, a saber: se trate
de un laico (n. 5º), de un presbítero del arciprestazgo correspondiente (n. 8º) o de un Superior
de un IR o de un SVA (n. 9º). El régimen general de la elección canónica extiende la
verificación a las cualidades de idoneidad “cuando tales cualidades se exigen expresamente
para la validez de la provisión por el derecho universal o particular, o por la ley de
fundación”, pues su falta invalidaría la elección. Pero, faltando en los cánones dedicados al
SD toda referencia a unas cualidades invalidantes, en caso de que el elegido carezca de la
idoneidad naturalmente necesaria para desempeñar el encargo de sinodal, sólo le queda al
Obispo la posibilidad de rescindir la elección por decreto157.
- Si el Reglamento impone el requisito de la confirmación del elegido, el Obispo
deberá verificar, no solamente que la designación electiva ha sido formalmente regular, sino
también que el candidato tiene las cualidades naturalmente necesarias, y, en caso negativo,
rehusar el nombramiento158. La confirmación no es una mera proclamación del elegido, sino
el acto constitutivo de la provisión canónica, por lo que impone a la Autoridad confirmante el
deber de examinar la idoneidad del candidato, aunque – podríamos decir – abocada a una
calificación de “suficiencia”, y sin pretender que le venga propuesto “el mejor y más dotado”.
En términos procedimentales, el requisito de la confirmación permite al Obispo verificar de
oficio la idoneidad del elegido y, en su caso, impedir que obtenga el oficio, sin necesidad de
abrir un procedimiento posterior de exclusión del mismo, como ocurre en el caso de la
elección colativa.
- Si acaso hubiera sido establecido el procedimiento de presentación para la
designación de ciertos sinodales, el Código confiere al Obispo un amplio margen de
discrecionalidad sobre la idoneidad del candidato, pues, a tenor del can. 163: “La autoridad a
la que, según derecho, compete instituir al presentado, instituirá al legítimamente presentado
que considere idóneo y que haya aceptado...”159.
4. Pérdida de la condición de sinodal
Acerca de la pérdida de la condición de sinodal, es preciso hacer algunas
observaciones previas: la primera es preguntarnos si son aplicables a este caso las causas de
pérdida del oficio contempladas por el Código en el can. 184160. Naturalmente, en la medida
que resulte posible, lo que en la práctica ciñe los supuestos a la remoción y a la renuncia.
157
Can. 149, 2: “La provisión de un oficio eclesiástico hecha a favor de quien carece de las cualidades requeridas
solamente es inválida cuando tales cualidades se exigen expresamente para la validez de la provisión por el
derecho universal o particular, o por la ley de fundación; en otro caso, es válido, pero puede rescindirse por
decreto de la autoridad competente o por sentencia del tribunal administrativo”.
158
El can. 179, 2 obliga a la “autoridad competente” a confirmar al elegido, pero siempre y cuando la elección
se haya hecho “según derecho” (como en el caso de la elección colativa) y “si halla idóneo al elegido conforme a
la norma del c. 149, 1”. Por consiguiente, el Obispo no está obligado a confirmar mecánicamente a quien haya
sido, limitándose a comprobar la corrección de la elección sólo desde el punto de vista procedimental, ni debe
entenderse en este sentido el “ius ad rem” que el can. 178 otorga al elegido. Para el significado del ius ad rem,
cfr. J. Miñambres, Concorso, pp. 122-123.
159
A este propósito, comenta J. I. Arrieta, Edición Anotada del Código de EUNSA (al can. 158): “El derecho de
presentación... alcanza exclusivamente a la sola presentación, y se agota con ella, sin que de su ejercicio se
derive un especial ius ad rem en el presentado, ni quede vinculada la autoridad por el derecho de presentación
mismo...”.
160
Can.184: “1. El oficio eclesiástico se pierde por transcurso del tiempo prefijado, por cumplimiento de la edad
determinada en el derecho y por renuncia, traslado, remoción o privación. 2. El oficio eclesiástico no se pierde al
cesar de cualquier modo el derecho de la autoridad que lo confirió, a no ser que el derecho disponga otra cosa”.
83
En segundo lugar, hay que advertir que buena parte de los sinodales lo son en virtud
del oficio que previamente ostentan: todos los sinodales a iure, comprendidos en el can. 463,
1, nn. 1º, 2º, 3º, 4º, 6º, a los que se pueden agregar los “Superiores” de IR y SVA aunque
accedan al SD mediante elección. Será, pues, preciso plantearse en qué medida influye la
pérdida del oficio-presupuesto para la pérdida de la condición de sinodal. También es preciso
indagar en qué medida afectan a la posesión del cargo de sinodal la interrupción del Sínodo a
causa de la vacancia o impedimento de la sede y su posterior continuación (can. 468, 2).
Finalmente, podría argüirse que toda esta cuestión reviste poco interés práctico, desde
el momento que el SD se celebra en un lapso de tiempo reducido, por lo que pocas veces se
planteará la necesidad de estudiar el tema. A este argumento puede responderse que es deseo
de la Instrucción que las sesiones del Sínodo se desarrollen en un arco temporal más amplio y,
sobre todo, que recomienda proceder al nombramiento de los sinodales al inicio de las labores
preparatorias (III, B in fine), por lo que puede pasar mucho tiempo (incluso años) desde que
los sinodales son nombrados hasta que se concluye el Sínodo. (Este factor pone en cuestión si
la ventaja que la misma Instrucción asigna al adelanto temporal del nombramiento – la de
“poder contar con la ayuda de los sinodales en los trabajos de preparación” – compensa las
dificultades interpretativas u organizativas a que puede dar lugar el cese de los mismos).
Veamos, por tanto, las diversas hipótesis de pérdida de la condición de sinodal:
a) La renuncia. La primera pregunta que nos hacemos en torno a la renuncia a la condición de
sinodal es si deba ser aceptada por el Obispo o su delegado, o baste su mera presentación por
parte del interesado para que sea eficaz161. El Código admite la renuncia absoluta (no
necesitada de aceptación) como posibilidad, pero solamente conoce dos casos: la del Romano
Pontífice (can. 332, 2) y la del Administrador diocesano (can. 430, 2). Para el caso de los
sinodales, entiendo que la aceptación es formalmente necesaria, desde el momento que el
sinodal, o bien es titular de un oficio cuyos deberes incluyen la participación en el Sínodo (en
el caso de los sinodales ex officio), o bien aceptó libremente el nombramiento por lo que no
parece legítimo que pueda desentenderse a su arbitrio162.
La aceptación de la renuncia tampoco debe ser un acto arbitrario. El can. 189 exige
una “causa justa y proporcionada” para que la autoridad pueda aceptarla, y la doctrina ilustra
la “proporcionalidad” por referencia a la importancia del oficio y a los daños que la renuncia
puede causar163. Pienso que la evaluación de los motivos aducidos debe ser modulada
atendiendo a un factor peculiar del SD: la condición clerical, religioso o laical del sinodal
renunciante, pues los vínculos de dependencia jurídica y el grado de disponibilidad para
ejercer tareas eclesiásticas no son los mismos en los tres supuestos. En particular en el caso de
los laicos, la alegación de una dificultad cifrada en el deber de atender a las obligaciones
familiares o profesionales escaparía en la práctica al control de la autoridad eclesial.
b) La remoción. Puede ser removido cualquier sinodal si concurre causa suficiente, también
los que hayan sido nombrados mediante elección o presentación164.
El Código contempla dos modalidades de remoción:
- La remoción a iure del can. 194: “1. Queda de propio derecho removido del oficio
eclesiástico: 1º. Quien ha perdido el estado clerical; 2º. Quien se ha apartado públicamente de
161
No todas las renuncias exigen aceptación, como se deduce del texto del can. 189, 1.
Obviamente esa necesidad es compatible con la personal decisión del sinodal de abstenerse de participar en
los trabajos sinodales por causa de fuerza mayor.
163
Cfr. P. Gefaell, Comentario Exegético, al can. 187 (n. 2). El can. 187 solamente exige una “causa justa” para
presentar la renuncia, sin mencionar la proporcionalidad. No hay contradicción entre los dos cánones (187 y
189): la “justicia” o gravedad de la causa en sí misma pueden y deben apreciarla tanto el renunciante como el
aceptante. En cambio, la “proporcionalidad” es una estimación que requiere un suficiente conocimiento de las
implicaciones del bien común eclesial y, por tanto, corresponde al que detenta la autoridad eclesial.
164
Cfr. P. Gefaell, Tutela, pp. 138-139.
162
84
la fe católica o de la comunión de la Iglesia165; 3º. El clérigo que atenta contraer matrimonio,
aunque sea sólo civil. – 2. La remoción de que se trata en los nn. 2 y 3 sólo puede urgirse si
consta de ella por declaración de la autoridad competente”.
- La remoción mediante decreto, que, en el caso de un sinodal, ha de estar motivada en
una “causa grave” – como corresponde a un oficio o encargo conferido “para un tiempo
determinado” (can. 193, 2)166– pero no necesariamente de naturaleza culposa, sino también
por razones de salud, de incapacidad, etc.167.
La Instrucción explicita algunas causas de remoción, al reconocer al Obispo su
“derecho y deber de remover, mediante decreto, cualquier sinodal, que con sus opiniones se
aparte de la doctrina de la Iglesia o que rechace la autoridad episcopal, salva la posibilidad de
recurso contra el decreto, según la norma del derecho” (II, 5)168.
El mencionado can. 193, 1 señala que se ha de observar para la remoción “el
procedimiento determinado por el derecho”. Obviamente el derecho no “determina” un
procedimiento específico para la remoción de sinodales, pero se han de observar los
imperativos genéricos de la forma escrita y de la alegación de los motivos (can. 193, 4, y can.
51).
c) Interrupción del Sínodo por vacancia o impedimento de la sede episcopal. Según el can.
468, la vacancia o el impedimento de la sede acarrea ipso iure la “interrupción” del Sínodo, y
el nuevo Obispo podrá “decretar su continuación” o “declarar su conclusión”. Al tratar del
Desarrollo del SD nos detendremos a examinar el significado de estas voces empleadas por el
canon y procuraremos determinar en qué momento se ha de fijar el inicio del Sínodo, punto
importante para saber si el Sínodo ha sido realmente “interrumpido”. Ahora nos centramos en
una cuestión particular: en caso de que el Obispo decida continuar el Sínodo, ¿lo deberá hacer
con los sinodales ya nombrados?
La cuestión depende del significado que se atribuya a la “continuidad” entre la anterior
situación y la nueva. A mi juicio, cualquier respuesta que se dé incluye inevitablemente la
permanencia de los mismos sinodales, y así lo confirmaría el cotejo con el “lugar paralelo”, el
can. 347, 2 referido al Sínodo de los Obispos, que añade un inciso significativo: “La asamblea
del sínodo queda suspendida ipso iure cuando, una vez convocada o durante su celebración,
se produce la vacante de la Sede Apostólica; y asimismo se suspende la función confiada a los
miembros en ella hasta que el nuevo Pontífice declare disuelta la asamblea o decrete su
continuación”. Vemos que los mismos miembros ya nombrados quedan suspendidos en su
función, no en cesados en su cargo.
165
No es fácil determinar con precisión en qué consista este “abandono público”. En caso de duda, el Obispo
siempre puede recurrir a emitir un decreto de remoción, como explica el texto a continuación.
166
El tiempo puede ser “determinado” no sólo en unidades de calendario (años, meses), sino también por la
duración de un evento como es el SD, y de este modo distinguirse del “tiempo que queda a prudente discreción
de la autoridad” (can. 193, 3).
167
El can. 1741 indica las principales causas de remoción de un párroco, que pueden servir de orientación: “1º.
un modo de actuar que produzca grave detrimento o perturbación a la comunión eclesiástica; 2º. la impericia o
una enfermedad permanente mental o corporal, que hagan al párroco incapaz de desempeñar útilmente sus
funciones; 3º. la pérdida de la buena fama a los ojos de los feligreses honrados y prudentes o la aversión contra el
párroco, si se prevé que no cesarán en breve; 4º. la grave negligencia o transgresión de los deberes parroquiales,
si persiste después de una amonestación; 5º. la mala administración de los bienes temporales con daño grave para
la Iglesia, cuando no quepa otro remedio para este mal”.
168
El recurso contra el decreto ¿suspende la ejecución del mismo, de manera que el sinodal removido puede
seguir participando en el SD? Se trata de una cuestión compleja y que difícilmente se planteará en un Sínodo, en
que la doctrina suministra argumentos para responder tanto de manera positiva como negativa. Personalmente
me inclino por esta última, debido sobre todo a la naturaleza consultiva del SD. Cfr. el Comentario Exegético al
can. 193, n. 4 (a cargo de P. Gefaell) y al can. 143, 2 (a cargo de H. Franceschi).
85
Así pues, la “interrupción” del SD seguida de la “declaración de continuación” del
mismo no sería causa autónoma de pérdida de la condición de sinodal y, por lo tanto, el
“decreto de continuación” del Sínodo diocesano revalidaría ipso facto a los sinodales ya
nombrados para continuar con ellos las labores sinodales. Pero este principio general tiene sus
excepciones. En primer lugar, los vicarios general y episcopales, que cesan automáticamente
con el cese del Obispo (can. 481), dejarán por tal motivo de ser miembros del SD y deberán
ser sustituidos por los vicarios que nombre el Obispo que accede a la sede169. En segundo
lugar, los miembros del Consejo presbiteral, organismo que cesa igualmente al quedar vacante
la sede y cuyas funciones pasan a ser cumplidas por el Colegio de consultores (can. 501, 2).
Cabría plantearse si acaso los sinodales que hubieran sido escogidos directa y
personalmente por el Obispo cesante, haciendo uso del derecho que le confiere el can. 463, 2,
deberían igualmente cesar al decretar el nuevo Obispo la continuación del Sínodo. No parece
que deba ser así, pues – si asumimos la explicación expuesta sobre el significado de la
“continuación del Sínodo” – vendría a significar la privación de un derecho ya adquirido.
Además, la Instrucción exhorta a usar criterios objetivables de representatividad y de
capacidad personal para la designación de tales sinodales, que los hace consejeros igualmente
válidos cualquiera que sea el Obispo que ocupe la sede. Eso sí, nada obsta a que el nuevo
Obispo incorpore otros sinodales, además de los nombrados por su predecesor.
d) La pérdida del “oficio-presupuesto”. Como sabemos, hay una serie de sinodales ex lege
que lo son en virtud del oficio que desempeñan en la Diócesis. La pregunta entonces se
formula: si estos sinodales cesan en el oficio en virtud del cual son sinodales, ¿pierden
también la condición de sinodal? Parece que la respuesta debe ser afirmativa, desde el
momento que el oficio que desempeñan es la causa de su presencia en el SD y vale para el
caso el aforismo clásico “cessante causa cessat effectus”.
Pienso que otro tanto se puede decir de los Superiores de IR y de SVA elegidos a tenor
del n. 9º: si dejan de ser Superiores pierden la condición de sinodal y se ha de proceder a
elegir un nuevo Superior. Para la selección de estos sinodales se emplea el sufragio, pero eso
no altera que son escogidos por su condición previa de Superiores, por lo que su posición es
en parte asimilable a los sinodales ex officio.
e) Otras posibles causas.
- Un caso particular, en cierta medida semejante a los anteriores, es el que plantea el n. 8º, al
establecer que, en la elección de presbíteros por arciprestazgos “se ha de elegir a otro
presbítero que eventualmente sustituya al anterior en caso de impedimento”. ¿Puede
entenderse como tal impedimento, que vetaría al primer elegido continuar desempeñando el
cargo de sinodal, el hecho de que se trasladase a otro arciprestazgo, por lo que deba ser
relevado y sustituido por el suplente? Creo que se pueden aportar argumentos suficientes para
responder negativamente:
- el texto del n. 8º dice que han de ser convocados al SD “unus saltem presbyter, ex
unoquoque vicariato foráneo eligendus...”. De esta dicción se concluye que la “pertenencia”
del presbítero elegido a la demarcación arciprestal es circunstancial, no se refiere a la
identidad misma del sinodal170.
- el significado obvio de “impedimento” a que alude el canon es el de una dificultad
personal (enfermedad, lejanía forzosa, etc.) que obstaculiza seriamente el ejercicio de la
169
En la doctrina tradicional se entendía que todo oficio vicario, y no solamente los mencionados en el texto, se
perdían por el cese del “superior” que lo confirió. P. Gefaell, Comentario Exegético, al can. 184 (n. 4), explica
con sólidos argumentos que hoy día esa posición no puede ser mantenida.
170
En cambio, la traducción española hace un leve giro sintáctico que modifica el sentido de la frase, sobre todo
por el desplazamiento de la coma: “al menos un presbítero de cada arciprestazgo, elegido por todos etc.”.
86
función encomendada al sinodal. Ahora bien, la función que se confía al sinodal no es la de
representar unos intereses sectoriales (en este caso “arciprestales”), sino la de ayudar al
Obispo en la búsqueda del “bien de toda la comunidad diocesana”, lo que no resultaría
impedido por el cambio de lugar.
En conclusión, no parece que el traslado a otro arciprestazgo del presbítero elegido
deba considerarse un impedimento para desempeñar la función de sinodal para la que ha sido
elegido.
El Reglamento del Sínodo podrá establecer criterios complementarios de selección de
sinodales, por ejemplo de aquellos que deban ser elegidos por el Consejo pastoral
(“representantes” de asociaciones, de centros de enseñanza, etc.). Para determinar si la
pérdida de la cualidad-presupuesto causa la cesación de la condición de sinodal habrá que
estar al texto del mismo Reglamento.
- Puede ocurrir, aunque se trate de supuestos más bien extravagantes, que un laico elegido por
el n. 5º o que un presbítero elegidos por el n. 8º pierdan su condición laical o presbiteral. En
tal caso, entiendo que cesarían automáticamente en su cargo de sinodal, pues carecerían de la
calidad personal que los define o identifica legalmente para ser miembros del SD.
- En cuanto a la edad, contemplada en el can. 186 como causa de pérdida del oficio, huelga
decir que nada tiene que ver con el encargo de sinodal, aunque sólo fuera porque no es causa
suficiente y autónoma de pérdida del oficio, pues “sólo produce efecto a partir del momento
en que la autoridad competente lo notifica por escrito” (can. 186). Naturalmente, podrá
determinar la pérdida del oficio-presupuesto, lo que nos remite al apartado d) de este epígrafe.
Para finalizar este epígrafe dedicado a la pérdida de la condición de sinodal, podemos
preguntarnos si el sinodal cesado deba ser sustituido. Es obvia la respuesta positiva para los
sinodales ex officio, e igualmente obvia la negativa para los que hayan sido designados
libremente por el Obispo. En el caso de los presbíteros elegidos por arciprestazgos, el mismo
Código resuelve la cuestión disponiendo la elección conjunta de sinodales y de sustitutos.
¿Qué decir de los elegidos por el Consejo pastoral y de los Superiores consagrados? ¿Se ha de
proceder a la elección de un suplente? Desde luego, habrá que estar a lo que disponga el
Reglamento, pero puede ocurrir que pase por alto la cuestión. Dado que, como se expuso en
su momento, la presencia de tales sinodales no está motivada por razones de representación
corporativa o de “intereses” y que todos los sinodales, cualquiera que sea su situación en la
Iglesia, son llamados para ocuparse del “bien de toda la comunidad diocesana”, no parece que
sea necesario proceder a la suplencia de tales sinodales.
C. LOS DIVERSOS TIPOS DE SINODALES SEGÚN LAS NORMAS VIGENTES
Como se anunció al comienzo de este capítulo IV, a continuación se analizan los
diversos tipos de sinodales, desde una perspectiva exegética de las prescripciones del Código
y de la Instrucción romana. Nuestro propósito principal es dilucidar el significado de las
expresiones que utiliza el Código para definir los diferentes tipos de sinodal. No estamos, por
consiguiente, en el tema de las condiciones de idoneidad sino en un plano más básico, relativo
a la “identidad” de los sujetos llamados a intervenir en el Sínodo.
1. Los presbíteros
Como sabemos, los presbíteros están presentes en el SD a través del Consejo
presbiteral en pleno y mediante la elección en sede arciprestal. La Instrucción añade, incluso,
que todos los presbíteros de la diócesis pueden ser convocados (II, 3), con lo que se vuelve a
87
una posibilidad ya contemplada en la praxis anterior a la primera codificación canónica y
consagrada por ésta para los sacerdotes seculares (can. 358, 2 del Codex).
No parece que la presencia del Consejo presbiteral en pleno suscite problemas
interpretativos en lo relativo a la composición del SD, y lo que concierne a la composición del
mismo Consejo es una cuestión que excede a la materia del presente estudio. Pero sí hay un
punto que conviene tratar por la incidencia que puede tener, como luego veremos, sobre la
representación en el SD de los sacerdotes “con cura de almas”: el canon 497 establece que son
elegibles y electores para el Consejo “aquellos sacerdotes seculares no incardinados en la
diócesis, así como los sacerdotes miembros de un instituto religioso o de una sociedad de vida
apostólica que residan en la diócesis y ejerzan algún oficio en bien de la misma”. Así pues,
podrán ser miembros del Consejo tanto los sacerdotes que estén incardinados en la diócesis
como los que lo estén en otra estructura pastoral, sin importar que el “oficio” que desempeñen
haya sido conferido por el Obispo diocesano o por otro171.
En cuanto al segundo título de presencia presbiteral en el SD, el can. 463, 1 establece:
“Al sínodo diocesano han de ser convocados como miembros sinodales... 8º) al menos un
presbítero de cada arciprestazgo, elegido por todos los que tienen en él cura de almas”. Acerca
de esta frase, nos detenemos en examinar dos puntos:
- Por “cura de almas” se entiende la prestación de un servicio estrictamente sacerdotal, que
comprende la administración de sacramentos, la predicación y la atención espiritual de los
fieles, excluidas por tanto las tareas técnicas, administrativas, docentes, etc. A nuestro juicio,
la acotación “tener allí” es empleada por el canon para significar una posesión estable, no el
desempeño eventual del ministerio sagrado, por lo que vendría a equivaler a un oficio
presbiteral, en el sentido lato que lo entiende el can. 145: “cualquier cargo, constituido
establemente por disposición divina o eclesiástica, que haya de ejercerse para un fin
espiritual”. Según J. I. Arrieta, dentro de la cura pastoral se comprenden tanto la ordinaria,
que “sería aquella que la Iglesia ofrece a todo bautizado a través del Ordinario y del párroco
propio correspondientes según la regla del domicilio o cuasi-domicilio (cfr. c. 107, 1)”, como
la extraordinaria, que “sería aquella que la misma organización jerárquica de la Iglesia ofrece
además a algunos de esos fieles en atención a peculiares situaciones pastorales”. Dentro de
esta segunda, el autor incluye el rector de una iglesia, capellán de centro de enseñanza, de
emigrantes, etc. y la atención que se imparte mediante circunscripciones eclesiásticas de tipo
personal, como el ordinariato castrense o una prelatura personal172.
- Cabe también preguntarse si bajo este capítulo se comprenden también – como en el caso de
los miembros del Consejo presbiteral – los presbíteros no incardinados ni trasladados
171
El legislador quiso ensanchar el Consejo precisamente con la presencia de los sacerdotes no incardinados que
no tienen nombramiento diocesano, pues la de quienes sí lo tienen es algo obvio (de otro modo se les haría un
agravio respecto de los incardinados). Así, consta en Communicationes 13 (1981), p. 130 y 14 (1982), p. 216 que
la expresión, aparecida en esquemas penúltimos, “qui in dioecesi officium aliquod ab Episcopo dioecesano
collatum exercent” fue sustituida por la que ahora aparece: “in eiusdem bonum aliquod officium exercent”.
Por lo que se refiere al requisito de “ejercer algún oficio”, parece que la noción de “oficio” se ha de
entender en términos amplios, de manera que comprenda no sólo los contemplados por el Código (párroco,
capellán de nombramiento episcopal, etc.), sino “cualquier cargo constituido establemente por disposición divina
o eclesiástica, que haya de ejercerse para un fin espiritual” (can. 145). Además, por lo que hace específicamente
a los miembros del Consejo, el can. 498 emplea la expresión “algún oficio (aliquod officium), que da a entender
una voluntad más extensiva que restrictiva.
172
J.I. Arrieta, en Comentario exegético, vol I, al can. 150. Pienso que esta exigencia de la posesión de un
“oficio” está en la línea de la tradición testimoniada por P. Lambertini, de Synodo, Lib. III, cap. VI, al indicar
que los clérigos que carecían de beneficio (es decir, de oficio) no debían ser convocados al Sínodo, salvo
costumbre en contrario o “quando in Synodo agendum est de reformatione morum sive de aliqua re concernente
totum Clerum, vel de intimandis decretis factis in Synodi Provinciali”.
88
establemente en la diócesis según la norma del can. 271173, o que no tienen un oficio
conferido por el Obispo diocesano. A nuestro juicio, y salvo opinión mejor fundada, no se
debería establecer discriminación alguna entre presbíteros, siempre y cuando cumplan la
primera condición, es decir que ejerzan “cura de almas”. Son varias las razones que justifican
esta respuesta:
a) Si el Código hubiera querido restringir la capacidad electiva, tanto activa como
pasiva, contaba con medios expresivos bien claros: bastaría haber dicho “un presbítero
incardinado en la diócesis” o bien “que ejerza un oficio conferido por el Ordinario del lugar”
(o ambas cosas). Bien podemos entender aplicable a este caso el aforismo: “ubi lex non
distinguit nec nos debemus distinguere”. Otra interpretación parecería restrictiva del tenor
literal, que no es adecuada cuando se trata de posibles derechos individuales174.
b) Si, como acabamos de ver, todos los sacerdotes son electores y elegibles en el
Consejo presbiteral (cfr. can. 498), no se encuentra motivo por el que se deba usar un criterio
más restrictivo por este otro capítulo, siempre y cuando cumplan la condición común de
“tener cura de almas”.
c) Además de estos argumentos de orden exegético, hay una razón que podríamos
llamar de justicia para sostener la inclusión de unos y otros presbíteros. Todos los presbíteros
con cura de almas, con independencia de su mayor o menor vinculación jerárquica con el
Obispo diocesano, están igualmente al servicio de la “porción del pueblo de Dios” que
constituye la Diócesis; todos están también sometidos a las mismas normas universales y
diocesanas en el ejercicio de su ministerio. ¿No resulta injustamente discriminatorio
privilegiar – de cara a la participación en el SD – la posición de unos presbíteros sobre otros
cuando todos se ocupan de la “cura de almas”?
Estas consideraciones nos llevan de la mano a la noción moderna de “presbiterio”,
como traducción orgánica del orden presbiteral presente en la dimensión particular de la
Iglesia, que se corresponde con la noción de Diócesis, entendida en su sentido propio de
porción del pueblo de Dios que comprende al Obispo que la preside, al clero que en él sirve y
al pueblo que en él reside175; Iglesia local en la que el Obispo “ejerce la presidencia
sacramental del presbyterium en relación con todos los presbíteros que lo forman cualquiera
que sea su status jurídico-pastoral”176.
Por lo demás, esta posición es coherente con la tradición sinodal precedente: la
interpretación común de Trento, Ses. XXIV, de ref., cap. 2177, hasta la promulgación del
173
Can. 271, 2: “El Obispo diocesano puede conceder a sus clérigos licencia para trasladarse a otra Iglesia
particular por un tiempo determinado, que puede renovarse sucesivamente, de manera, sin embargo, que esos
clérigos sigan incardinados en la propia Iglesia particular y, al regresar, tengan todos los derechos que les
corresponderían si se hubieran dedicado en ella al ministerio sagrado”.
174
Valga para el caso la regula XV iuris “odia restringi et favores convenit ampliari”.
175
Explica la C.D.F., en la carta Communionis Notio, que las Iglesias particulares tienen su origen “in et ex” la
Iglesia universal, por lo que las estructuras pastorales y misionales que operan en la diócesis y se radican en el
ministerio petrino (y por ende los sacerdotes que tenga a su servicio) de ninguna manera son un cuerpo extraño a
la diócesis, sino íntimamente entrañados en ella. Es por ese motivo que, como acabamos de constatar, el Consejo
presbiteral, constituido a manera de “senado del Obispo, en representación del presbiterio” (can. 495), incluye
entre sus miembros a miembros del clero no incardinado en la diócesis.
En definitiva, si en una diócesis hay un presbiterio, éste deberá estar compuesto por todos los sacerdotes
que en ella prestan su servicio ministerial: cfr. CD 34; Código, cans. 495, y 713, 3; E. P. Pastores Dabo Vobis 17
y 74. Es verdad que estos lugares del Concilio y del Código se refieren al “presbiterio” sin ningún adjetivo, es
decir, no lo denomina “presbiterio diocesano”, dicción ésta que parece reservarse a los sacerdotes con
dependencia jerárquica del Obispo, pero eso no empece lo que acabamos de afirmar. Sobre la noción de
presbiterio, cfr. J.R. Villar, Ordo presbyterorum y A. Cattaneo, Il Presbiterio.
176
J.R. Villar, Ordo presbyterorum, p. 92.
177
C. de Trento, Ses. XXIV, de ref., cap. 2: “Celébrense también todos los años sínodos diocesanos, y deban
asistir también a ellos todos los exentos, que deberían concurrir en caso de cesar sus exenciones, y no estén
89
Codex, admitía al Sínodo a todos los clérigos, seculares o regulares, incluso los exentos, que
ejercieran el ministerio pastoral en alguna iglesia, tanto parroquial como no parroquial,
también las encomendadas establemente a las Órdenes religiosas178. El Codex (can. 358, 1, 7º)
restringió la convocatoria a los párrocos, pero que serían elegidos “por todos los que tengan
allí (en el arciprestazgo) cura de almas en acto”, de manera que la cura de almas era requisito
suficiente para elegir pero no para ser elegido. El can. 463, 1, 8º de actual Código vuelve a la
situación anterior al no exigir el oficio de párroco en el elegido, sino sólo la cura de almas.
Vemos, pues, que el criterio de selección en las sucesivas etapas históricas es la efectiva cura
de almas, no la incardinación ni la posesión de un oficio conferido por el Ordinario del lugar.
Una objeción podría hacerse a lo expuesto: que el canon se refiere a los presbíteros
que tienen cura de almas “en el arciprestazgo”, lo que vendría a significar “clero parroquial”,
dado que el arciprestazgo es un conjunto de parroquias. Pero, aparte que la misma noción de
parroquia (que sostiene a la de arciprestazgo) consiste en una comunidad de fieles
individuada en principio por la referencia a un lugar, a imagen de la portio populi Dei que
representa la Diócesis respecto de la iglesia universal (can. 515), según aquella interpretación
deberíamos excluir tanto a los clérigos no incardinados como a los incardinados que sean
titulares de un oficio no parroquial: los capellanes de hospitales y de cárceles, los rectores de
Iglesias, etc. ¿Con qué motivo?
Y una segunda objeción: la “diocesaneidad” en sentido amplio, es decir la que abarca
a todos los presbíteros que trabajan en la diócesis, ya tiene un cauce representativo en el SD a
través del Consejo presbiteral, por lo que la elección para el SD de representantes de clero
arciprestal vendría a expresar la “diocesaneidad en sentido estricto”, es decir la del clero que
está sometido orgánica y funcionalmente al Obispo diocesano. Pero, aun prescindiendo de que
el Consejo presbiteral ostenta una representatividad limitada, que alcanza – más o menos – a
la mitad de sus miembros, no encontramos argumentos para defender esta interpretación,
desde el momento que el canon establece como solo criterio de discernimiento la cura de
almas, que no depende del “grado de diocesaneidad” del presbítero. El motivo de que se haya
querido separar los miembros del Consejo de los representantes de los arciprestazgos se debe
probablemente a los antecedentes históricos del SD actual, que atribuía al Cabildo un lugar
propio en el Sínodo, en cuando “senado” del Obispo, y que ha sido sucedido por el Consejo
en esa condición “senatorial” (can 495)179.
Pensamos, por tanto, que la referencia el arciprestazgo sirve en este caso al fin de
organizar la elección del modo más simple, es decir, con arreglo a un criterio territorial. Por
consiguiente, el clero no parroquial que tiene cura de almas en los términos de un
arciprestazgo intervendrá en la elección de sinodales por este arciprestazgo, y si desempeña su
sujetos a capítulos generales. Y con todo, por razón de las parroquias, y otras iglesias seculares, aunque sean
anexas, deban asistir al sínodo los que tienen el gobierno de ellas, sean los que fueren”.
178
P. Lambertini, De Synodo, Lib. III, cap. I, IX: “”Nullam vero distinctionem adhibendam censuit Tridentinum
quod illos Regulares, qui curam gerunt animarum; sed hos omnes, sive subiecti, sive non subiecti sint Capitulo
generali, universim, promiscue, et indistincte, Synodo interesse debere, decrevit...”. Y poco después, en los nn.
XI y XII, precisa que entre los “regulares, qui curam gerunt animarum” se incluyen no sólo los adscritos a una
parroquia, sino también los religiosos titulares de una “capellanía” y dependientes de Prelados regulares y los
Vicarios regulares de una Iglesia unida a un monasterio. Caso límite que sirva de ilustración a esta amplitud de la
convocatoria, sirva lo referido ibidem Lib. II, cap. XII, donde se afirma con profusión de antecedentes que los
Obispos latinos podían celebrar un SD contando con los clérigos de rito oriental que desempeñaban su ministerio
en la Diócesis. Para ulterior confirmación, pueden consultarse los manuales anteriores al Codex de: M. Bargilliat,
Praelectiones juris canonici, n. 593; D. Craisson, Elementa Iuris Canonici, n. 411; S. De Santi, Istituzioni di
Diritto Canonico, p. 56. El mismo juicio formulan G. Le Bras-J. Gaudemet, para el período que va desde Trento
hasta el Codex: Le Droit et les institutions, T. XVII (de la fin du s. XVIII siècle a 1978), p. 154.
179
En estas líneas asumimos el doble sentido del término “presbiterio diocesano”, tal como explican los dos
trabajos apenas citados de J.R. Villar y Ordo presbyterorum y A. Cattaneo, Il Presbiterio, inspirándose en
diversos pasajes del Concilio.
90
tarea en varios arciprestazgos, lo hará por el que determine el reglamento del Sínodo, con
independencia de que esté incardinado en la diócesis, en Institutos de vida consagrada o en
otra estructura pastoral180.
2. Los fieles (“laicos”) elegidos
Reza el can. 463, 1: “Al sínodo diocesano han de ser convocados como miembros
sinodales... 5º. fieles laicos, también los que son miembros de institutos de vida consagrada, a
elección del Consejo pastoral, en la forma y número que determine el Obispo diocesano, o, en
defecto de este consejo, del modo que determine el Obispo”. Como vemos, con la voz
“laicos” este canon se refiere a los fieles no ordenados, sean consagrados o fieles
corrientes181.
A propósito de estos sinodales nos podemos plantear la siguiente cuestión: el Consejo
pastoral está llamado a elegir tales laicos, pero los elegidos ¿deben ser también ellos
miembros del Consejo pastoral? La respuesta parece negativa, sobre la base de los siguientes
argumentos:
- el Código no lo dice, y podría muy bien haberlo dicho. De nuevo, debe en principio
excluirse una interpretación restrictiva del significado literal.
- la Instrucción II, 3 establece: “En la elección de estos laicos (hombres y mujeres), es
menester seguir, en lo posible, las indicaciones del canon 512 § 2, asegurando en cualquier
caso que tales fieles ‘destaquen por su fe segura, buenas costumbres y prudencia’ (Can. 512,
p. 3)”. Por tanto, remite a los criterios imperantes para escoger los miembros del Consejo,
remisión que resultaría superflua si fueran elegibles solamente los miembros del Consejo, en
los que ya se cumplen tales criterios y cualidades.
Sin embargo, en la práctica parece difícil que el Consejo elija miembros ajenos al
mismo, pues – además de que nada asegura la disponibilidad del fiel elegido para asumir la
tarea – el número de elegibles sería tan elevado como el de los fieles católicos, y lo natural es
que los miembros de Consejo ignoren si una persona eventualmente propuesta tiene la aptitud
para ejercer el oficio. En otras palabras, faltaría una “candidatura” públicamente postulada, lo
que dificulta sobremanera la elección. Por consiguiente, aunque la ley no parece impedirlo,
resulta difícil – aunque no imposible – que la elección recaiga sobre alguien que no pertenece
al propio Consejo. Esta dificultad puede salvarse hasta cierto punto, por ejemplo acudiendo a
la “candidatura natural” de los representantes del asociacionismo católico182, o bien
insertando en el Reglamento algún criterio praeter legem de selección de candidatos183.
180
Esta es la orientación que sigue el Reglamento del Sínodo de la Diócesis de Roma, aprobado por Juan Pablo
II el 15.II.1992, que no hace distinción de clero incardinado en la Diócesis y restante clero a los efectos de la
elección de los representantes del presbiterio.
181
Como es sabido, el Código emplea la voz “laico” en un doble sentido: de una parte, quien no es clérigo; de
otra, quien no es clérigo ni consagrado. Esta dúplice manera de conceptuar al laico es debido a que el Código se
sirve de dos criterios diferentes para clasificar a los fieles: la pertenencia o no al Ordo y las distintas vocaciones
cristianas (lo que supone un peculiar régimen de vida). Si atendemos a la pertenencia al Ordo clericorum, el
laico se define negativamente: quien no es clérigo (cfr. cans. 207 y 711); 2) si atendemos al segundo criterio, los
laicos son los que están llamados a buscar el reino de Dios, ordenando según Dios los asuntos temporales (LG n.
31) y compartiendo con los demás hombres un género común de vida: la secularidad. En esta segunda noción de
laico está pensando el Código cuando trata de los derechos y deberes de los laicos.
182
En este sentido, A. Longhitano, I Sinodi, p. 607.
183
Así, el Reglamento del Sínodo Romano (art. 4, 3, 7º y 8º) establece, por una parte, que el Consejo pastoral
diocesano elija un número de sinodales (sean laicos, clérigos o religiosos) entre sus miembros y, por otra, que
cada parroquia elija uno o dos laicos en asamblea abierta (aunque este n. 8º del artículo indica que es el consejo
pastoral parroquial quien elige, las “Disposiciones para las Elecciones” que acompañan al Reglamento otorga el
voto a otros fieles que no pertenecen al consejo y deseen participar en la elección). Desde luego, la regla es
inteligente, pues permite elegir a laicos que no son miembros del Consejo. Pienso, sin embargo, que se trata de
una interpretación demasiado amplia de lo dispuesto en el Código, pues ninguna de las dos vías escogidas por el
Reglamento se adecúa a lo dispuesto en Código: la primera porque permite la elección de clérigos y laicos
91
En todo caso, el hecho de encomendar la elección de tales sinodales al Consejo
pastoral y la fuerte probabilidad de que buena parte de los elegidos sean miembros del mismo
Consejo, nos dice algo sobre el tipo de colaboración que de estos sinodales se espera y que se
desprende de la función que el mismo Consejo está llamado a desempeñar. Afirma el can. 511
que es misión del Consejo pastoral “estudiar y valorar lo que se refiere a las actividades
pastorales en la diócesis, y sugerir conclusiones prácticas sobre ellas”. Su ámbito de reflexión
son las “actividades pastorales”, es decir jerárquicas. Es un caso típico de colaboración de los
fieles no ordenados en la función jerárquica y no tiene por objeto el apostolado típicamente
laical, que se ejercita en las estructuras seculares y a través de medios informales, sino la
pastoral que se desarrolla en la diócesis bajo la dirección del Obispo y que el mismo Obispo
proponga a su consideración184. Por consiguiente, los sinodales que van de parte del Consejo
pastoral serán, en el común de los casos, fieles que colaboran en la pastoral diocesana y
parroquial. Su mejor aportación al debate sinodal derivará precisamente de su participación en
los diversos “ministerios, oficios y funciones que los fieles laicos pueden desempeñar
legítimamente en la liturgia, en la transformación de la fe y de las estructuras pastorales de la
Iglesia” (E. P. Christifideles laici, n. 23).
3. Los representantes de la Vida Consagrada
El can. 463, 1, 9º establece que sean convocados “algunos Superiores de institutos
religiosos y de sociedades de vida apostólica que tengan casa en la diócesis, que se elegirán en
el número y de la manera que determine el Obispo diocesano”. Vemos que el Código ha
querido combinar el criterio “jerárquico”, al exigir la condición de Superior en el elegido, con
el representativo, al establecer la elección como medio de designación.
Son diversas las cuestiones que el Código deja abiertas en relación con estos sinodales,
y que el Reglamento del Sínodo habrá de resolver:
- En cuanto a los elegidos, llama la atención que no especifique más a qué nivel de “Superior”
se refiere, si de provincia, de casa, etc., por que podrán serlo personas con diverso grado de
responsabilidad dentro de los Institutos. En todo caso, parece que tales Superiores deberían
residir en la Diócesis, porque de esta manera se asegura que tienen un conocimiento más
inmediato de las necesidades locales185.
- ¿Quiénes son electores, los mismos Superiores o los miembros de los Institutos? Caso de
que sean los miembros ¿la elección debe hacerse dentro de cada Instituto, o agrupados por
género de vida (contemplativos, activos, hombres y mujeres, etc.), o constituyendo un
colectivo único de fieles consagrados?
Para resolver estos interrogantes, nos parece buena opción – entre las posibles – la
propuesta en el Reglamento del Sínodo Pastoral de la Diócesis de Roma (febrero de 1992) art.
4, 3, 5º, al establecer que los Superiores vengan elegidos por la “asamblea general de los
mismos”, es decir en una reunión conjunta de los Superiores.
4. Los sinodales “convocados por el Obispo”
Establece el can. 463, 2: “El Obispo diocesano también puede convocar al sínodo
como miembros del mismo a otras personas, tanto clérigos, como miembros de institutos de
vida consagrada, como fieles laicos”186.
indistintamente; la segunda porque el colegio electivo no sería el consejo pastoral, sino las asambleas
parroquiales. Claro que la solución puede ser salvada como modalidad curiosa de la libre designación episcopal
contemplada en el can. 463, 2: “El Obispo diocesano también puede convocar al sínodo como miembros del
mismo a otras personas, tanto clérigos, como miembros de institutos de vida consagrada, como fieles laicos”.
184
En este sentido, cfr. F. Loza, en Comentario Exegético, vol II, al can. 511.
185
En este sentido, Marchesi, Comentario Exegético, vol. II, al can. 463.
186
Adviértase que aquí el Código distingue entre consagrados y laicos, a diferencia del pár. 1, 5º del mismo
canon.
92
En primer lugar, conviene advertir que la Instrucción denomina a estos sinodales
“sinodales de libre nombramiento episcopal” (II, 4), lo que podría sugerir que tales sinodales
deben necesariamente acceder al encargo mediante nombramiento directo del Obispo (“libre
colación”). Entiendo, en cambio, que el tenor intencionalmente vago del canon, que no
especifica el mecanismo de selección de los “convocados”, autoriza al Reglamento a
encomendar a ciertos colectivos la presentación de candidatos (cans. 158-163), y que este
mecanismo no disminuye la “libertad del nombramiento” pretendida por la Instrucción, desde
el momento que es el propio Obispo el que aprueba el Reglamento y que el régimen general
de la presentación, como expusimos en su momento, deja en libertad al Obispo para apreciar
la idoneidad del presentado (can. 163).
Esta posibilidad no parece un ejercicio arbitrario de imaginación: el Obispo en unos
casos conocerá personalmente a quienes llame a participar en el SD, pero en otras ocasiones
(y será lo normal si lleva poco tiempo en el cargo) deberá encomendarse al consejo de otras
personas que le recomienden fieles idóneos, lo que puede hacer siguiendo unos cauces
informales de consulta o bien pidiendo a ciertos colectivos (asociaciones, cofradías, centros
de enseñanza, etc.) que se los propongan formalmente, es decir a través del mecanismo de la
presentación canónica. Un presentación entendida, por tanto, más como una ayuda para el
Obispo que debe nombrar, que como un “derecho” otorgado a ciertos colectivos o colegios.
Esta fórmula tiene, además, un particular interés en la designación de laicos, pues el can. 159
establece que, antes de ser “presentado”, el candidato sea consultado y pueda rechazar su
designación, lo que parece muy a propósito para el caso de personas que no puedan dejar
desatendidas ciertas obligaciones familiares o profesionales, quienes de este modo están en
condiciones de rehusar el ofrecimiento con una mayor libertad.
Para la designación de estos sinodales, la Instrucción II, 4 indica dos criterios:
- “Al escoger a estos sinodales, se procurará hacer presentes las vocaciones eclesiales o los
peculiares compromisos apostólicos no suficientemente expresados por vía electiva, de modo
que el sínodo refleje adecuadamente la fisonomía característica de la Iglesia particular; por
esto, se pondrá cuidado en asegurar que, entre los clérigos, no falte una congrua presencia de
diáconos permanentes”.
Por esta vía, la Instrucción busca la presencia de todas las situaciones públicoeclesiales y especialmente de las diversas formas de colaboración en la pastoral, como pueden
ser (aparte el Diaconado) la catequesis, los ministerios instituidos, las obras de caridad de la
Iglesia, la enseñanza católica y la dirección de las escuelas confesionales, la participación en
organismos consultivos, etc. Y por supuesto, la vida consagrada, que habrá de estar presente
en sus diversas formas canónicas, tanto la vida contemplativa como la activa, en la medida
que valgan estas distinciones.
Estos sinodales tienen un perfil, como vemos, semejante al de los elegidos por el
Consejo pastoral y su designación por el Obispo viene a completar las eventuales carencias de
la elección.
- “No se descuide escoger también fieles que destaquen por su ‘conocimiento, competencia y
prestigio’ (can. 212, 3), cuya ponderada opinión enriquecerá sin duda las discusiones
sinodales”. Es significativa la remisión que aquí se hace al can. 212, el cual enuncia un
verdadero “derecho”, lo que comporta la necesidad de arbitrar cauces idóneos para su
ejercicio, uno de los cuales es, sin duda, la presencia de tales fieles en el SD.
Dentro de esta categoría, se habría de incluir sobre todo aquellos laicos de acreditada
capacidad, especialmente los que desempeñan una profesión fuertemente ligada al bien
común de la sociedad, como son los profesores, los periodistas, los médicos, sostenedores de
iniciativas de promoción humana no vinculadas a la Iglesia, etc. Son personas con un perfil
93
simplemente “eclesial” más que “eclesiástico”187, y su presencia es la más “estrictamente
laical”, precisamente porque desarrollan su misión cristiana en las estructuras seculares. Son
los “laicos civiles”, es decir los que carecen de un encargo oficial y no tienen atributos
institucionales ni pueden ser colocados en estratos u “órdenes” eclesiales188. No acuden en
calidad de representantes de ninguna entidad (tampoco de estado de vida, pues no tienen
ninguno en particular), pues “precisamente la representación es un primer elemento distintivo
entre la condición laical y no-laical”189. Por fuerza, su número ha de ser poco expresivo en
relación con el laicado católico, que es el “pueblo” de la Iglesia.
La presencia de estos laicos en el SD sin duda resultará de ayuda, pues pueden aportar
su experiencia secular para mejorar la administración eclesiástica, por ejemplo en el área
económica, de los medios de comunicación, etc., pero su utilidad no se limita a una asistencia
meramente técnica, pues ellos están en condiciones de juzgar la actuación de la Iglesia desde
dentro del “mundo secular” que conocen en profundidad: “el complejo mundo de la política,
de la realidad social y también de otras realidades particularmente abiertas a la
evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y de los adolescentes, el
trabajo profesional, el sufrimiento” (E. P. Christifideles laici, 23). Se podría decir que estos
laicos que no tienen una particular relación con las actividades pastorales son llamados al
Sínodo ut tales, y de ellos se espera que aporten lo que les es característico: su experiencia de
cristianos que tratan de santificarse y de hacer apostolado en las condiciones normales de la
existencia secular, pero enriquecida por su prestigio personal, que les hace idóneos para
aconsejar a los Pastores.
Para terminar esta parte dedicada al examen de las normas sobre la composición del
SD, un criterio de sobriedad que nos sirve la Instrucción, allí donde trata de los criterios para
la elección de los sinodales: “El reglamento asignará un número concreto para cada categoría
de sinodales y determinará los criterios para la elección... Al hacerlo, se evitará que una
presencia excesiva de sinodales impida la efectiva posibilidad de intervenir por parte de
todos” (III, B, 2). Basten como comentario las palabras de J. Beyer, buen conocedor de
nuestro tema, escritas con antelación al documento romano: “Es difícil que un grupo de
numerosos sinodales sea apto para el diálogo y la discusión. Por lo que se ha de evitar, ante
todo – en la medida de lo posible – un número excesivo de participantes”190. No podemos
menos de reconocer la validez de este juicio, pero parece una tarea poco menos que
imposible, en una diócesis media, reducir el número de sinodales para hacer del Sínodo un
escenario de diálogo donde todos puedan hacer aportaciones personales. La solución puede
encontrarse en la constitución de “círculos menores”, como veremos al tratar del Desarrollo
del Sínodo.
187
Me parece muy útil la distinción entre lo “eclesiástico” y lo “eclesial”. Afirma P. Erdö, Sacra ministeria, p.
862: “Cuando los fieles obran con propia responsabilidad y autonomía, sobre todo los laicos cuando cumplen su
vocación que se refiere a la situación intramundana (can. 225, 2; LG 31 b; AAC 24 etc.), desarrollan una acción
eclesial, pero no eclesiástica, no oficial, no hecha en nombre de la Iglesia”. Por su parte, J.R. Villar, La
Participación, p. 662: “Teológicamente, todo cristiano es siempre ‘Iglesia’, y su acción es radicalmente eclesial,
aunque no sea propiamente ‘eclesiástica’y/o representativa a ciertos efectos del sujeto eclesial”.
188
No parece aceptable concebir la entera trama social de la Iglesia sobre la base de tales “órdenes”: primero
porque se relega a un segundo término al fiel común, que no tiene asignada función o ministerio eclesial, a
menos que se quiera institucionalizar canónicamente cualquier posición existencial con relevancia eclesial:
esposo, madre, médico, maestro, etc. Segundo, porque no se pone de relieve lo que es propio del ordo
eclesiástico, a saber, la solidaridad de sus miembros en el desempeño de una función pública eclesial; o, al
contrario, se introduce una visión corporativa y solidaria de la actuación y apostolado laical, lo que es a todas
luces insuficiente para comprender el papel de los laicos, tal como se recoge en la E.P. Christifideles laici nn. 15
y 23.
189
P. Donati, Senso, p. 253.
190
J. Beyer, De Synodo, p. 395
94
CAPÍTULO V. EL OBJETO DEL SD
Este capítulo se dedica al objeto material del Sínodo, es decir de las cuestiones que
pueden ser en él tratadas (parte A) y a los documentos resultantes del mismo (parte B). Se
añade una parte C, “la labor canónica” del SD, dedicada al exponer el carácter propio de
producción normativa a nivel particular.
A. LA MATERIA OBJETO DE CONSULTA
1. La amplitud del objeto de la consulta
El SD histórico estaba orientado principalmente a resolver lo que afecta al ministerio
sagrado. En ellos, “junto con una preocupación preliminar por la fe (...) tenían un puesto
prevalente la disciplina clerical, la organización eclesiástica y la administración de los
sacramentos”191. Como natural corolario, se componía de clérigos: la finalidad y la
composición del SD se implican mutuamente, tanto en el SD tradicional como en el moderno.
El SD actual podrá debatir cualquier cuestión que afecte a la diócesis, pues el can. 460
no ciñe la reflexión sinodal a ningún ámbito particular y, según el can. 461, debe celebrarse el
SD “cuando lo aconsejen las circunstancias”: cualquier situación de necesidad o de
conveniencia eclesial legitima la convocatoria del SD y puede constituir su temática de
reflexión. Como se dijo en un capítulo precedente, la comunión y la misión de la Iglesia
constituyen las grandes temáticas sinodales, lo que se traducirá, por una parte, en la
regulación de las relaciones intraeclesiales, y por otra en el fomento del apostolado en los
capítulos de mayor importancia o actualidad: familia, juventud, enseñanza, justicia social,
cuestiones bioéticas, migración etc. A cada una de estas dos esferas corresponden unos
medios diferentes de expresión, pues mientras los diversos aspectos de la comunión eclesial
son susceptibles de una regulación normativa (aunque no sólo), para los aspectos misionales
habitualmente no valdrán los instrumentos jurídicos sino la enseñanza, la exhortación, el
compromiso, etc.
Esta amplitud de posibilidades temáticas no significa, como ya hemos visto, que no
haya zonas de exclusión, pues el SD no debe interesarse por cuestiones que están fuera de la
competencia del Obispo. Así lo indica la misma Instrucción, donde afirma (IV, 4) que se debe
191
Lamberto de Echeverría, El Derecho Particular, n. 19, p. 209, donde afirma que así fue “durante muchísimos
siglos”. J.A. Fuentes, El Sínodo, pp. 561-563, en relación con los SD españoles, hace un muestreo del contenido
de los “memoriales” (propuestas del clero para ser sometidas a las discusiones sinodales en los sínodos históricos
españoles): “derechos y deberes de los arcedianos, arciprestes, vicarios, visitadores, curas de iglesias y clérigos
en general, formación y atención espiritual del clero, sistema beneficial, dignidad y solemnidad del culto
sagrado, prohibición de enajenar objetos de culto, catequesis, formación cristiana y administración de los
sacramentos, calendario y fiestas litúrgicas, detalles concretos de la preparación, celebración y acción de gracias
de la misa. Aparecen en las sinodales prescripciones detalladas sobre la organización de las parroquias (archivos,
inventarios, mayordomías, límites parroquiales, funcionamiento de cofradías y hospitales), asociaciones
parroquiales, caridad asistencial, devociones y fomento de la vida cristiana, audiencias episcopales y su
organización, penas de excomunión a los contestatarios de homilías y sermones, diezmos, etc.”. Añade ibidem,
nota 102 que los SD también se interesaban por la vida espiritual del sacerdote: oración y lectura espiritual,
dirección espiritual.
Esta atención a la misión jerárquica puede comprobarse hasta en el Sínodo romano celebrado a
mediados del s. XX, bajo el pontificado de Juan XXIII. Así define el Papa los objetivos del SD: “El sínodo es la
reunión del obispo y sus sacerdotes para estudiar los problemas de la vida espiritual de los fieles, dar nuevo vigor
a las leyes eclesiásticas, a fin de corregir los abusos, promover la vida cristiana, favorecer el culto divino y la
práctica religiosa” (el texto lo tomo de D.M. Ross, The Diocesan, p. 564, que recoge la traducción inglesa y la
francesa).
95
evitar la discusión sobre las “materias disciplinares reservadas a la autoridad suprema o a otra
autoridad eclesiástica”, prohibición ésta que puede ponerse en relación con lo que afirma el
actual Directorio para el Ministerio Pastoral del los Obispos, n. 14: “Consciente de su
responsabilidad por la unidad de la Iglesia y teniendo presente con cuánta facilidad cualquier
declaración llega hoy a conocimiento de amplios estratos de la opinión pública, se guarde el
Obispo de poner en discusión aspectos doctrinales del magisterio auténtico o disciplinares,
para no dañar la autoridad de la Iglesia y la suya propia; si tiene cuestiones que plantear
respecto a dichos aspectos doctrinales o disciplinares, recurra más bien a los canales
ordinarios de comunicación con la Sede Apostólica y con los otros Obispos”. Así, pues, el
asunto propio de los SD son los problemas diocesanos, no los que afectan a la Iglesia
universal192.
Una última consideración en torno a la temática sinodal, tanto en fase de consultas
preliminares como en la celebración. Es verdad que la Instrucción, al indicar la conveniencia
de consultar a los diocesanos en la preparación del SD, expresa el deseo que de ello resulte un
“aprendizaje práctico de la eclesiología de comunión del Concilio Vaticano II” (III, C), pero
ello no debe significar un interés tan desmedido por la “problemática eclesiástica” que
distraiga las miradas de lo que debe construir el punto focal en las discusiones: la salus
animarum de los fieles y el anuncio evangélico. Escribía en 1970 el entonces profesor
Ratzinger, en relación con los debates del Sínodo General Alemán: “El proceso necesario de
la reforma, es decir, de la adaptación o aggiornamento de la Iglesia para realizar su misión en
la tan cambiada situación actual, ha concentrado todo el interés en la autorrealización de la
Iglesia de tal manera que sólo parece estar ocupada consigo misma (...). Muchos se quejan de
que la gran masa de los fieles manifiesta en general muy poco interés por la preparación y
actividad del Sínodo. Yo debo confesar que a mí esta reserva me parece un signo de salud. Es
muy poco lo que se gana para la causa cristiana, es decir para la auténtica causa del Nuevo
Testamento, por el hecho de que haya personas que discuten apasionadamente los problemas
del Sínodo, de la misma manera que uno no se convierte en deportista por más que se ocupe
intensamente en la formación del comité olímpico”193.
2. Las cuestiones de ámbito público y la “mejora de las costumbres”
La Instrucción, al ejemplificar las “circunstancias” (can. 461) que pueden aconsejar la
celebración del SD, señala: “la falta de una adecuada pastoral de conjunto, la exigencia de
aplicar a nivel local normas u orientaciones superiores, la existencia en el ámbito diocesano
de problemas que requieren solución, la necesidad sentida de una más intensa y activa
comunión eclesial, etc.” (III, A). Un tipo de problemática, como vemos, que afecta
globalmente a la diócesis. Pero esta atención a lo general no excluye que el SD se preocupe
también por la rectitud de la vida de los fieles desde un enfoque más personal. Si, como
afirma la Instrucción, “El sínodo no sólo manifiesta y traduce en la práctica la comunión
diocesana, sino que también es llamado a ‘edificarla’ con sus declaraciones y decretos...”, no
debe dejar de lado la consideración del bienestar espiritual de las personas, cifrado en la
honestidad de las costumbres, la adhesión a la fe común, la participación de los medios de
192
Es verdad que la Instrucción no excluye de las intervenciones sinodales los temas que excedan del marco
diocesano, sino solamente “tesis o proposiciones... que sean discordantes de la perenne doctrina de la Iglesia o
del Magisterio Pontificio o referentes a materias disciplinares reservadas a la autoridad suprema o a otra
autoridad eclesiástica “ (IV, 4), pero es difícil imaginar un tema de discusión que no esté sometido a reserva de
una autoridad superior y al mismo tiempo exceda del ámbito diocesano. Podría objetarse al respecto que es
deseable la formación de una “opinión pública eclesial”, pero este deseo hay que cotejarlo con el hecho de que la
Iglesia no es “de los fieles” (como podría decirse de los ciudadanos respecto del Estado) sino de Jesucristo, por
lo que hay cosas de las que por naturaleza no se puede discutir: aquellas sobre las que ya se haya pronunciado el
Magisterio.
193
J. Ratzinger, ¿Democracia...?, pp. 28-29.
96
salvación y la unión con los legítimos Pastores. En la vida de los fieles todo se relaciona e
implica mutuamente, ya que no es posible construir la comunión eclesial solamente con
iniciativas organizativas, ni es dado promover la evangelización sin procurar previamente un
mejoramiento de la vida de unión con Cristo: el reino de Dios debe arraigar primero en el
interior de cada uno para que pueda expandirse luego en las relaciones humanas. La difusión
del mensaje y de la vida cristiana es un fenómeno de “contagio” del afán de unión con Dios,
más que de mera comunicación de ideas, sobre todo en nuestros días, tan de vuelta de los
sistemas y de las ideologías.
Todo ello explica el interés de los SD de antaño por la mejora y corrección de las
“costumbres” del pueblo cristiano, entendiendo por tales los hábitos de vida, los usos y
comportamientos comunes. Afirmaba P. Lambertini que “en su Sínodo, el Obispo debe
disponer (constituere) lo que juzgue necesario y útil para la combatir los vicios, promover las
virtudes, reformar las costumbres (mores) depravadas del pueblo y restablecer o fomentar la
disciplina eclesiástica”194. Actualmente el horizonte de la atención a las necesidades
personales de los fieles se ha ensanchado en gran medida, al integrarse los aspectos
espirituales con los humanos y doctrinales y percibirse con más claridad la unidad que existe
entre santidad cristiana y el apostolado personal, de manera que la temática de la “mejora de
las costumbres” se ha visto enriquecida con la de “formación” en sus diversas dimensiones y
concebida como una tarea permanente.
Corregir las costumbres no es lo mismo que fomentar la formación. Para lo primero en
vale el lenguaje moral o jurídico, que prescribe lo que ha de hacerse y evitarse, mientras que,
para lo segundo, dentro de la común obediencia a los preceptos de la Iglesia, tiene primacía la
libertad de cada fiel: se trata de un ámbito de “privacidad” donde no es aconsejable ejercitar la
actividad normativa. Pero abstenerse de imponer normas no significa dejar de lado la vida
moral y espiritual de las personas y los medios para mejorarla: la preocupación del Sínodo se
dirigirá, entonces, a favorecer esta formación, mediante la organización de los medios
adecuados, y a promocionar la asistencia entre los fieles.
3. El ministerio y la vida de los ministros sagrados
La formación de los ministros sagrados tiene unas connotaciones singulares:
- Por lo que se refiere a los medios de preparación doctrinal, nadie duda que el conocimiento
de las diversas disciplinas teológicas y el enriquecimiento de la experiencia pastoral es
condición ineludible para el correcto ejercicio del ministerio.
- En cuanto a los medios que favorecen la santidad de vida, es preciso tener presente que el
sagrado ministerio no es una simple “profesión”, cuyo ejercicio guarde poca o ninguna
relación con la vida personal del profesional, pues no se puede ser un buen sacerdote al
tiempo que se descuida la propia unión espiritual con Cristo. Ministerio y vida son una misma
cosa, de manera que el empeño por la propia vida espiritual forma parte del ministerio195. Por
lo tanto, este tema tiene su lugar propio en el SD por un motivo particular que se añade a la
general preocupación por el bienestar espiritual del pueblo cristiano, y parece perfectamente
legítimo y algunas veces necesario que el SD se ocupe de la vida personal de los ministros
194
P. Lambertini, De Synodo, Lib. VI, cap. I. Explica más tarde el mismo autor que unas veces se tratará de
reprobar comportamientos, lo que podrá resultar oneroso para el Obispo, cuando tales abusos prácticos se han
convertido en habituales y son defendidos como si de costumbres canónicas se tratasen, pero que no son tales si
“rompen el nervio de la disciplina eclesiástica” (Ibidem, Lib. XI, cap. I, II). Si se trata, en cambio, de buenas
costumbres conformes a la ley canónica (secundum legem), el Obispo hará bien en alabarlas y fomentarlas, y si
de costumbres simplemente no contrarias a la disciplina canónica (praeter legem), habrá de respetarlas.
195
Nuestro Señor vino “a hacer y enseñar” (Hech 1, 1). Podríamos decir que vino a enseñar haciendo, pues en él
vida y mensaje son una y la misma cosa. “La vida y el ministerio del sacerdote son continuación de la vida y de
la acción del mismo Cristo. Esta es nuestra identidad, nuestra verdadera dignidad, la fuente de nuestra alegría, la
certeza de nuestra vida”: E. P. Pastores Dabo Vobis, n. 18.
97
sagrados, unas veces urgiendo al cumplimiento de sus deberes, otras indicando medios
concretos para alimentar su vida interior y su formación, como era habitual en los SD
tradicionales.
Por consiguiente, en el caso de los clérigos, pensamos que esta exigencia de respeto a
la libertad personal es también válida hasta cierto punto, pero debe ser matizada.
A lo expuesto hasta aquí podría oponerse una objeción. El Apéndice de la Instrucción
establece que, de las materias que el Código encomienda a la regulación diocesana, “no todas
podrán encontrar en el Sínodo diocesano la sede apropiada de discusión. Así, no sería
prudente someter indiscriminadamente al examen de los sinodales cuestiones relativas a la
vida y al ministerio de los clérigos”. ¿Significa esto que dicha temática debe quedar al margen
del SD? Desde luego, eso supondría un importante recorte del objeto de las discusiones
sinodales y un cambio de rumbo notable respecto del SD tradicional. Pero no parece que sea
ésta la intención de las Congregaciones romanas, pues la misma Instrucción (I, 3) afirma: “En
la convicción de que toda renovación en la comunión y en la misión tiene como indispensable
presupuesto la santidad de los ministros de Dios, no deberá faltar en él un vivo interés por el
mejoramiento de las costumbres y formación del clero y por el estímulo de las vocaciones”: si
“las costumbres y formación del clero” deben ser objeto de la atención del SD, ¿cómo es que
se deben excluir de los debates las “cuestiones relativas a la vida y el ministerio de los
clérigos”?
Parece que deba encontrarse el modo de armonizar ambas prescripciones, sin
conformarse con señalar su aparente contraposición. En mi opinión, la mente de las
Congregaciones romanas no es contradictoria: por una parte, desea que se trate en el SD del
ejercicio del ministerio y de la rectitud de vida de los sacerdotes, porque es un aspecto muy
importante de toda renovación de la vida eclesial, pero al mismo tiempo quiere evitar que los
fieles no ordenados entren a debatir sobre las cuestiones estrictamente ministeriales porque
eso supondría una injustificada invasión de las competencias del clero: la discusión de
cuestiones estrictamente ministeriales incumbe a los Pastores196. Por lo que se refiere a las
“costumbres”, téngase además presente que un debate indiscriminado puede ser ocasión de
indiscreciones y poner en peligro la buena fama de los ministros, bien precioso de la
Iglesia197.
Para concordar esas indicaciones de la Instrucción se podrían seguir dos vías:
- La de abordar la temática ministerial desde un punto de vista objetivo, es decir no
como algo propio de los ministros sino como deberes y funciones institucionales regulados
por las normas canónicas. Sin embargo, si hay aspectos “objetivables” del ministerio, tales
como las modalidades y características de la administración de los sacramentos, de la
predicación, de los medios de formación de los ministros, etc., las “costumbres” y ciertas
dimensiones formativas son un terreno que entra de lleno en campo de lo personal y
“subjetivo”.
- Restringir algunas reuniones sinodales a los clérigos, que se ocupen en exclusiva de
tales cuestiones, solución que parece más adecuada. Sin perjuicio de que los debates de la
“asamblea plenaria” traten de los aspectos más externos y canónicamente reglados de la
función ministerial, sobre todo cuando puedan estar en juego el derecho de los fieles “a recibir
196
Esta es la línea seguida por la Santa Sede desde el Vaticano II al responder a las consultas que le formulaban
las diócesis a propósito de la posible admisión de laicos: respuesta afirmativa, pero poniendo el límite de que su
presencia no excediera del 50%, tanto en la comisiones como en las sesiones plenarias y que fueran excluidos de
la discusión de las cuestiones reservadas a los clérigos: cfr. I. Fürer, De Synodo, p. 122.
197
A lo que aquí se dice podría replicarse que otro tanto hacen los ministros cuando debaten en torno a las
costumbres del pueblo cristiano. Pensamos que se trata de cosas diferentes: por una parte, el “pueblo cristiano”
es un sujeto demasiado amplio para suscitar denuncias de difamación, por otra el cuidado del bienestar espiritual
de los fieles es justamente la responsabilidad de los ministros sagrados
98
de los Pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la
palabra de Dios y los sacramentos” (can. 213).
Todavía podría objetarse que la sede más apropiada para el estudio de tales cuestiones
es el Consejo presbiteral, en cuanto órgano reservado al clero y de carácter representativo.
Indudablemente dicho Consejo es un escenario idóneo, pero también – y quizás mejor – puede
serlo el Sínodo, que aborda dicha temática en el contexto más amplio del “bien de la diócesis”
y presumiblemente de una manera más profunda.
B. LOS TEXTOS SINODALES
1. Naturaleza de los textos sinodales
El Código usa la denominación de “declaraciones y decretos” para referirse a la
documentación resultante del Sínodo. La Instrucción V, 2 explica: “Con las expresiones
‘decretos’ y ‘declaraciones’, el Código contempla la posibilidad de que los textos sinodales
consistan, por una parte, en auténticas normas jurídicas – que podrán denominarse
‘constituciones’ o de otro modo – o bien en indicaciones programáticas para el porvenir y,
por otra parte, en afirmaciones convencidas de las verdades de la fe o moral católicas,
especialmente en aquellos aspectos de mayor incidencia para la vida de la Iglesia particular”.
A juzgar por la generalidad de las expresiones aquí utilizadas, se diría que la Instrucción
intenta, más que acotar y definir los términos excluyendo posibilidades, abrazar con ellos todo
tipo de decisiones que razonablemente cabe esperar de un SD.
Por consiguiente, la documentación resultante del Sínodo podrá comprender tanto
textos de naturaleza magisterial-declarativa como jurídico-impositiva. Y también un género
intermedio entre las normas jurídicas y los textos didácticos, que es de amplio uso en nuestros
días: las “exhortaciones”, que se pueden definir como aquellas indicaciones que señalan un
deber genérico, a cuyo cumplimiento se incita sin determinar medios concretos. Aunque no
están dotadas de aquella concreción que las convertiría en fuentes normativas, no falta en ellas
la indicación de un deber externo y de relieve social: en definitiva, no carecen de significado
jurídico, pero dejan espacio a la libertad para que bien los fieles o los gobernantes escojan las
maneras más adecuadas para llevarlo a la práctica198.
No parece que haya nada que objetar a esta diversidad de medios expresivos de los
SD. Al cabo, quien toma las decisiones en el SD es el Obispo, y los recursos de que goza el
Obispo para la guía de la comunidad cristiana son muy diversos: “Los Obispos rigen como
vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que se les han encomendado, con sus
consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su
potestad sagrada” (LG 27). Por consiguiente, son diversos los medios a través de los cuales se
ejercita el régimen eclesiástico y no siempre los jurídico-coactivos serán los más apropiados.
En el mismo sentido se manifestaba uno de los “Principios” que el Sínodo de los Obispos de
1967 definió para la reforma legislativa: “Las normas canónicas no impongan deberes, cuando
las instrucciones, las exhortaciones, la persuasión y otros instrumentos, mediante los cuales de
desarrolla la comunión entre los fieles, aparezcan suficientes para conseguir más fácilmente el
fin de la Iglesia” (principio 3º)199. La misma Instrucción, al explicitar en el Apéndice las
198
En este sentido, cfr. P.G. Caron, Il Valore, n. 6, p. 140. Hay que advertir que el autor denomina “consejos” a
los aquí llamamos “exhortaciones”, por parecernos más apropiado: las exhortaciones se refieren a un deber
genérico, a cuyo cumplimiento “se exhorta”, sin determinar medios concretos; el consejo más bien tiende a
señalar un medio concreto - sin imponerlo - como el más idóneo para el cumplimiento de un deber genérico.
199
Texto en Communicationes I (1969), p. 79. El mismo Card. Castillo Lara, que tan relevante papel desempeñó
en la elaboración del Código, explicaba en unas declaraciones de 1983 que en Código recién aprobado se
encontraban afirmaciones de carácter doctrinal y teológico, más que estrictamente jurídico, y otras de tipo
exhortativo más que preceptivo y que ello respondía a un deseo de pastoralidad, que no negaba sino que
99
materias encomendadas a la actividad normativa particular, precave al Obispo de un uso
inmoderado de los instrumentos jurídicos: “Se ha de tener presente, no obstante, la regla de
buen gobierno que aconseja ejercitar la potestad legislativa con discreción y prudencia, para
no imponer por fuerza lo que se podría conseguir con el consejo y la persuasión”. Y el actual
Directorio para el ministerio pastoral del Obispo indica un criterio de sobriedad legislativa: no
imponer otras cargas que “lo que Cristo y la Iglesia prescriben y lo que es verdaderamente
necesario o muy útil para resguardar los vínculos de la caridad y de la comunión” (n. 65).
Así pues, es natural que los documentos sinodales comprendan exhortaciones
genéricas, recomendaciones o declaraciones de intención. Añadamos ahora que no parece
conveniente limitarse a ellas, so pena de hacer depender la fuerza reguladora de tales textos
del grado de compromiso, entusiasmo o buena voluntad de quienes están llamados a
aplicarlos, quienes difícilmente mostrarán estas disposiciones si no han estado personalmente
implicados en los trabajos sinodales200. Es preciso evitar que los documentos sinodales
perezcan de muerte lenta conforme las personas que trabajaron en él – empezando por el
Pastor de la Diócesis – dejen de ocupar los oficios o encargos que motivaron su participación
en el SD201. De aquí que la Instrucción advierta de la necesidad de usar “fórmulas precisas” en
la redacción de los documentos sinodales, evitando el “lenguaje genérico o limitarse a meras
exhortaciones, lo que sería en menoscabo de su eficacia” (IV, 6). Si se quieren introducir
cambios perdurables en la vida de la diócesis, es inevitable utilizar también instrumentos
normativos.
En definitiva, tanto las declaraciones como los decretos tienen su lugar entre los
documentos del Sínodo y se deben evitar los excesos de uno u otro signo, tanto el juridicismo
denunciado en relación con los Sínodos de antaño, como el antijuridismo que diversas voces
atribuyen al estilo sinodal de los últimos tiempos202.
2. Los decretos sinodales
Al emplear la expresión “decretos y declaraciones”, el Código indica que los
documentos sinodales tengan, siquiera en parte, un carácter normativo o establezcan precisos
deberes jurídicos: esos serán los llamados “decretos”.
La primera cuestión que nos podemos plantear afecta al mismo nombre de “decretos”
que emplea el Código. El antiguo Codex usaba una vez esta denominación y la de
“constituciones” para referirse a los documentos resultantes del Sínodo203, y al parecer con un
complementaba la fuerza vinculante de las normas estrictamente jurídicas (citado por Gorini, A., Dal giuridismo,
p. 108).
200
“Papers don't move people”, dice A.F. Rehrauer, The Diocesan synod, p. 13, pero las normas jurídicas claras
son el presupuesto de una ordenada conviviencia y organización eclesial, contando naturalmente con la
obediencia de fieles y ministros.
201
Cfr. a este propósito, cfr. J.H. Provost, The Ecclesiological, 549.
202
Refiriéndose a los SD del posconcilio, advierte J.M. Martí: “Se observa que los sínodos más recientes (el
autor publica en 1994) han renunciado casi por completo a producir derecho particular reservándose la tarea de
trazar las líneas maestras de la pastoral diocesana; un efecto no deseado de esta evolución sería la confusión
entre afirmaciones doctrinales, directivas pastorales y prescripciones normativas” (Sínodos españoles, p. 63). Por
su parte, I. Fürer afirmaba en 1973 que los sínodos que siguen al Vaticano II se ocupaban de una temática muy
genérica: “elaborandis regulis potius generalioribus pro actione pastorali, aedificationi Populi Dei,
'promulgationi' doctrinae et disciplinae Concilii Vaticani secundi” (De Synodo, pp. 11118-119). L.J. Jennings, en
lo que respecta a los SD posconciliares de ámbito angloparlante, afirma que “pocos sínodos, de los celebrados en
los últimos años, han funcionado como foro legislativo” (A Renewed, p. 340). También A. Gorini se hace eco del
un “desplazamiento de tendencia desde el derecho canónico a la teología pastoral” a partir del Vaticano II, y
expresa el temor de que este fenómeno reste eficacia a las conclusiones sinodales en el momento aplicativo (Dal
Giuridismo, pp. 116-117).
203
Can 360, 2: “Ante Synodi sessiones Episcopus omnibus qui convocati sunt et convenerunt, decretorum
schema tradendum curet”. Can 362: “... unus ipse (Episcopus) subscribit synodalibus constitutionibus...”.
100
significado sinónimo, pues así eran tomadas en su tiempo204. La Instrucción aclara que, en
lugar de “decretos”, pueden emplearse otras voces comunes en la tradición sinodal moderna,
como “constituciones” o también “estatutos”205.
Todas estas expresiones, tomadas en su conjunto y en su carácter permutable, indican
que los decretos consisten en decisiones de alcance general o destinatario genérico, que
podemos entender incluidas en la categoría de “decretos generales”, que “son propiamente
leyes” (can. 29). También parece sostenerlo la afirmación, presente en la tradición sinodal y
en el Código actual, de que el Obispo es “legislator in synodo”. Los redactores del Código
parecen asumir que la actividad legislativa es (o sigue siendo) función importante del SD,
seguramente con el propósito de poner un dique a la excesiva deriva pastoralista de los
últimos decenios206. Esta interpretación del carácter normativo de los decretos sinodales
encontraría un ulterior refrendo en el nuevo Directorio para el ministerio pastoral del Obispo,
donde afirma: “El Sínodo diocesano es el instrumento por excelencia para prestar ayuda al
Obispo en la determinación del ordenamiento canónico de la Iglesia diocesana” (n. 67). No
sería óbice al respecto el hecho de que el Código haya escogido la denominación “decreto”
sin adjetivos, que usa sobre todo para los actos gubernativos singulares, pues también la
emplea – como se hacía en el pasado – para los actos de carácter legislativo del Concilio
ecuménico y del Colegio Episcopal (can. 341).
Hechas estas precisiones, nos preguntamos: ¿cabe como hipótesis que, entre los
“decretos sinodales” se incluyan también “decisiones o provisiones” sinodales hechas “para
un caso particular”, es decir los decretos singulares contemplados en los cans. 48 y ss.?
Si atendemos a la historia moderna del Sínodo que recoge el De Synodo dioecesana de
Lambertini, las constituciones sinodales eran, en principio, leyes diocesanas en sentido
moderno, en el sentido de que “non unam, aut alteram personam, sed universam respiciant
dioecesim”207. Sin embargo, el antiguo Derecho no distinguía de manera tajante entre las leyes
generales y ciertas decisiones singulares si eran producidos por el Legislador, y tendía a
incluir ambos en la esfera de ejercicio de la potestad legislativa, por lo que no existían grandes
dificultades en comprender bajo el título de constituciones sinodales actos de diversa
especie208. No se oculta, por otra parte, que también hoy día la distinción entre provisiones
“para un caso particular” y “prescripciones comunes para la comunidad”, si resulta clara en
general y en abstracto, puede no serlo tanto en algunos supuestos particulares: pongamos por
caso la erección de una parroquia personal para un cierto colectivo de fieles o la creación de
un oficio canónico particular de la Diócesis.
204
Cfr. D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. I, III.
En cambio, según P. Lambertini, De Synodo Lib. I, cap. III, III, debe evitarse la denominación cánones: “ut
canonis nomine sola denotentur constituciones, quae universae obstringunt Ecclesiae, quales illae sunt, quae aut
Conciliis generalibus aut a Summo Pontifice promanant”.
206
Cfr. Communicationes 12 (1980), 315.
207
P. Lambertini, De Synodo, Lib. XIII, cap. V, XII, refiriéndose a la denominación constitutiones.
208
Como es sabido, el Código actual (can. 135, 1) establece la distinción de funciones en legislativa, judicial y
administrativa (o ejecutiva), que ha tomado en préstamo del derecho constitucional moderno, porque de algún
modo hacer valer el principio de legalidad y el control jurisdiccional de los actos administrativos. La distinción,
no es debida, por tanto, a una supuesta exigencia teórica de separación de poderes, pues los oficios capitales
(Papa y Obispos) concentran en sí, íntegras, todas las funciones de gobierno, y pueden realizar actos de cualquier
especie.
El antiguo Sínodo podía comprender entre sus constituciones medidas de gobierno de difícil
calificación, como lo prueban diversas respuestas de las Congregaciones romanas, recogidas por D. Bouix en su
Tractatus de Episcopo, Sect. I., cap. XVI, al exigir que para ciertos actos, como alienaciones, erección de
parroquias, peticiones de subsidios, supresión de beneficios y otras, fueran observados los requisitos que la ley
imponía, sobre todo en relación con el consejo o consentimiento del Cabildo, sin por ello excluir tales asuntos de
las constituciones sinodales.
205
101
En todo caso, hay que advertir que la inclusión de decisiones singulares de gobierno
entre los decretos sinodales no estaría exenta de dificultades, debidas al derecho aplicable a
los decretos singulares: entre otras, la necesidad de oír “en la medida de lo posible” a aquellos
cuyos derechos puedan resultar lesionados (can. 50), y aún de los demás afectados209, y la
observancia de los requisitos que la ley general impone a cierto tipo de providencias: licencia
para enajenaciones, pedir separadamente el consejo o el consentimiento de los órganos
diocesanos para algunas decisiones importantes (lo que debería hacerse previamente al
Sínodo, para salvaguarda de la libertad de los organismos consultores), etc.210. A ello se ha de
añadir que el régimen de los recursos contra los decretos y actos administrativos singulares
(cans. 1732 y ss.) es diferente del procedimiento para la impugnación de las leyes particulares,
que sería en principio el adecuado contra una “constitución” sinodal y del que luego
trataremos. Por todo ello, pienso que el Sínodo – o, con más propiedad, el Obispo en el
Sínodo – debería abstenerse de emitir providencias concretas, y contentarse con anunciar
entonces la intención de hacerlo y dejar su puesta en práctica para cuando el Sínodo haya
concluido.
Volvamos, pues, al significado normativo de los decretos sinodales. Con una primera
consideración general ya adelantada en la introducción a este trabajo, pero en la que ahora
quisiéramos abundar: para lograr la pacífica aceptación de la dimensión normativa o
legislativa del SD es preciso evitar el espejismo de contraponer “lo pastoral” y lo “jurídico”,
la caridad y el derecho, ya que son dos aspectos de una misma realidad. Las normas jurídicas
no son una cortapisa arbitraria, sino traducción de la experiencia gubernativa eclesial, pues el
derecho canónico ha nacido y se ha desarrollado como respuesta a las necesidades
organizativas del Pueblo de Dios, de manera que “también la justicia y el estricto derecho (...)
son exigidos en la Iglesia para el bien de las almas y son, por tanto, realidades intrínsecamente
pastorales”211. De otra parte, el gobierno pastoral no debe ser arbitrario, sino observante de las
normas establecidas, “ya que las leyes canónicas en la sociedad eclesial están al servicio de
un orden justo, donde el amor, la gracia y los carismas pueden desarrollarse
armoniosamente”212. Finalmente, hay que tener presente que, si hay un cuerpo normativo que
se caracterice por la sensibilidad a las circunstancias personales ése es el canónico, cuyo
supremo principio, a que todo otro criterio eclesial se somete, no es la observancia literal de la
norma, sino la salus animarum: mientras los ordenamientos estatales modernos tienen una
notable rigidez formal, por exigencias de la llamada “seguridad jurídica”213, es nota del
canónico la “elasticidad”, que se expresa en institutos tales como la dispensa, la epiqueya,
etc., por los cuales el gobernante o el juez pueden prescindir en un caso particular de la letra
de la ley por motivos de justicia o de equidad (“justa causa”).
Son muchos los temas susceptibles de regulación jurídica sinodal y abarcan el
ejercicio de los tria munera Ecclesiae: la organización diocesana, la predicación, la catequesis
de los sacramentos, la formación cristiana en las escuelas y de los profesores de religión; la
209
Cfr. J. Mira, Comentario exegético, vol I., al can. 50, sostiene, con buenos argumentos, la conveniencia de
interpretar tanto la cláusula “en la medida de lo posible” como la noción de “aquellos cuyos derechos puedan
resultar lesionados” en los términos más beneficiosos para los administrados, de manera que se de audiencia a
todos los posibles afectados por la medida.
210
El mismo problema se planteaba en el derecho histórico moderno, como se señala en la nota 210.
211
Juan Pablo II, discurso del 24-I-2003. Cfr. el comentario profundo a este discurso de Rincón-Pérez, T., Sobre
el carácter pastoral del Derecho de la Iglesia, en Ius Canonicum XLVII, 94 (2007), pp. 403-413.
212
Directorio para el ministerio pastoral del Obispo (n.v. de 2004), n. 65.
213
La “seguridad jurídica” es un valor muy estimado en el derecho moderno. Entre sus muchas manifestaciones,
se cuentan la igualdad estricta de todos ante unas mismas leyes claramente formuladas, de manera que todos
sepan a qué atenerse (campo normativo), y la gran importancia que cobra la forma como elemento constitutivo
de los actos jurídicos, para garantizar la certidumbre en las relaciones jurídicas (campo negocial). Sin preterir
tales valores abstractos, el ordenamiento canónico es muy sensible a la justicia real y concreta y a la valoración
de la intención para la eficacia de los actos.
102
colaboración de los laicos en las actividades ministeriales, los lugares de culto (construcción,
conservación y dotación de las Iglesias, régimen de los cementerios, horarios de apertura de
los templos, imágenes sagradas, cultura y turismo en las iglesias), los actos de culto (horarios
de confesiones, disponibilidad para los sacramentos, bodas, funerales, bautismos, música
sagrada); santuarios, piedad popular, cofradías; la administración económica de la diócesis, y
un largo etcétera de asuntos de la mayor actualidad. El Apéndice de la Instrucción hace un
elenco exhaustivo de las materias que el Código encomienda expresamente a la normativa
particular.
En su tarea de proposición normativa, el Sínodo ha de estar atento a observar el
principio de legalidad. Al respecto, la Instrucción declara: “Sería jurídicamente inválido un
eventual decreto sinodal contrario al derecho superior, a saber: la legislación universal de la
Iglesia, los decretos generales de los concilios particulares y de la Conferencia Episcopal y los
de la reunión de los Obispos de la provincia eclesiástica, en los términos de su competencia”
(V, 4). Este texto parece tener una finalidad pedagógica, la de explicar qué se entiende por
“derecho superior” o “de rango superior” según el can. 135, 2 al que expresamente remite214.
Debe admitirse que aquí la Instrucción ha hecho una lectura algo restrictiva del precepto
codicial: al decir “derecho superior”, el Código parece incluir no solamente la “legislación”
superior, es decir las normas que son formalmente “leyes canónicas” por proceder del
Legislador superior, sino también los decretos generales e instrucciones de la Curia romana
que se insertan en la categoría de los actos administrativos (como es el caso, por cierto, de la
propia Instrucción para los SD) 215, a lo que habría que sumar los privilegios concedidos por la
Sede Apostólica (can. 79).
3. El estilo redaccional de los decretos
Sobre la manera de expresarse en la redacción de los decretos, algunas consideraciones
pueden hacerse:
- Como consecuencia de la “pastoralidad” que es intrínseca a la labor normativa canónica, es
conveniente que las normas no se redacten de una manera seca y descarnada, sino
acompañadas de una justificación previa o “exposición de motivos”, que ponga de manifiesto
su necesidad y los criterios seguidos para su elaboración. De esta manera, los ministros y
fieles no solamente serán impelidos a ponerlas en práctica por un deber de obediencia, sino
convencidos en su fuero íntimo de la conveniencia de esa línea de actuación216.
214
Can. 135, 2: “La potestad legislativa se ha de ejercer del modo prescrito por el derecho, y no puede delegarse
válidamente aquella que tiene el legislador inferior a la autoridad suprema, a no ser que el derecho disponga
explícitamente otra cosa; tampoco puede el legislador inferior dar válidamente una ley contraria al derecho de
rango superior”.
215
Cfr. Javier Otaduy, La Prevalencia, p. 477, que cita a E. Labandeira, (Tratado de Derecho Administrativo
canónico, Pamplona 1988, p. 374): “sea cual sea el rango formal del ‘derecho’ superior (por ejemplo, aunque se
trate de una norma general administrativa) prevalece sobre el derecho inferior de mayor categoría formal (una
‘ley’ diocesana o sinodal, por ejemplo)”. Pero precisa con finura el mismo Otaduy (ibidem p. 479): “Esta línea
de subordinación (la establecida en el can. 135, 2) no puede llevarnos a pensar que el derecho particular
constituya un fenómeno jurídico esencialmente subordinado o dependiente, como si encontrara su fundamento o
su fuerza de obligar en el derecho universal que lo sustenta o le otorga su legitimidad originaria (...). La
subordinación de la que hablamos no es por lo tanto una subordinación absoluta; es relacional: opera
precisamente en la medida en que el derecho particular entra en relación con el derecho universal. Se trata de un
régimen técnico (aunque no meramente técnico, porque responde al ejercicio jurídico del ministerio petrino)
para la coherencia normativa del ordenamiento canónico”.
216
S. Ferrari cita unas palabras recogidas en el Sínodo 46º de la Diócesis de Milán, que expresaban el deseo de
que las normas canónicas fueran “no solamente enunciadas en su valor imperativo, sino también penetradas en
su fuerza persuasiva, mediante la indicación de los motivos que son su razón de ser y de los fines que con ellas
se quieren alcanzar, en modo tal de solicitar una obediencia iluminada y corresponsable” (Diritto canonico, p.
509).
103
- Sin embargo, se ha de tener presente que “el Legislador, en cuanto tal, decide, no enseña”217.
Los redactores de las normas canónicas deben usar el lenguaje que es propio del derecho, que
se caracteriza – advierte el Directorio para el ministerio pastoral del Obispo – por la
“precisión y rigor técnico-jurídico, evitando las contradicciones, las repeticiones inútiles o la
multiplicación de disposiciones sobre una misma materia”; atendiendo también “a la necesaria
claridad, a fin de que sea evidente la naturaleza obligatoria u orientativa de las normas y se
conozca con certeza cuáles conductas están prescritas o prohibidas”218.
- Parece importante matizar que la precisión que ha de buscarse es la propia de un documento
jurídico, que no es la misma que de uno teológico-dogmático. Pensamos que se ha de tener
presente esta diferencia para evitar que los textos que están destinados a ordenar la vida
eclesiástica o a prescribir conductas externas – es decir los normativos – sean redactados con
una preocupación estilística que le es ajena, y para distinguir con claridad entre las
prescripciones normativas del SD y las meras directivas pastorales y otras declaraciones219.
Documentos doctrinales, indicaciones programáticas y normas jurídicas son cosas muy
distintas, y la palabra escrita asume significados diferentes en el ámbito teológico-dogmático
y en el jurídico. Un texto magisterial remite siempre a la Revelación, de la que quiere ser
cauce y explicación; en él, las palabras tienen una importancia capital, pues ellas remiten a
una Verdad trascendente y – en cuanto procedente de Dios mismo – siempre susceptible de
ulteriores comprensiones. En la ley humana, en cambio, las palabras son meros vehículos de
una mente y una voluntad (una razón imperativa o una voluntad razonable), que se proyecta
sobre necesidades históricas de la vida social: en este sentido, la ley es un “producto”
humano220. Se podría decir que la vinculación del significante (palabras, texto) con el
significado es más estrecho en el mundo teológico-dogmático que en el jurídico: mientras que
en aquel la precisión consiste en explicar adecuadamente la Palabra de Dios; el legislador
humano se mueve en la esfera de lo prudencial y, para él, la precisión consiste en explicar
bien lo que él mismo pretende.
La idea de “interpretación” también asume significados diferentes en la esfera
teológico-dogmática y en la jurídica: la interpretación teológica parte de la Palabra revelada y
se esfuerza por obtener una mejor comprensión de su significado y, a su luz, juzgar la
realidad: “Para la teología, el punto de partida y la fuente original debe ser siempre la palabra
de Dios revelada en la historia, mientras que el objetivo final no puede ser otro que la
217
P. Lombardía, Norma jurídica, p. 76.
Núm. 67. A propósito de la necesidad de emplear un lenguaje preciso cuando se trata de redactar normas
canónicas, advierte el Card. Pericle Felici, Norma giuridica e “Pastorale”, p. 21: “Ius canonicum suam habet
scientiam et propriam dicendi formam, quae si neglegatur haud facile verborum vim significationemque
intellegas. Ut exemplum afferam quod nostrum respicit laborem (ego fui Secretarius Generalis Concilii: non
potestis me accusare de parco amore erga Concilum...), Concilium Vaticanum Secundum, quod indolem
pastoralem prae se ferre visum est, de multis rebus disseruit gravis quidem ponderis et plura disciplinae capita
vel statuit vel indicavit. Sed modus loquendi Concilii non semper aptus invenitur qui normas canonicas pro sua
indole exprimere valeat (alius erat scopus Concilii, alia itaque dicendi forma adhibenda erat)”. Por su parte,
advierte J. Beyer, De Synodo, p. 402: “La experiencia demuestra que los decretos sinodales (es decir, los textos
de naturaleza directiva y preceptiva) tienen tanta mayor fuerza cuanto menor es su número y más incisivo y
completo su contenido (...). Se ha de advertir tempestivamente a los sinodales que, en orden a su mayor eficacia,
los textos no sean demasiado largos”. También J.P Durand, Un Regain, p. 593, recoge la dificultad de traducir
las buenas intenciones (“voeux pieux”) en proposiciones operativas.
219
J.M. Martí, Sínodos españoles, p. 63 denuncia la necesidad de esta distinción en los documentos sinodales
contemporáneos de España.
220
En la Enc. Caritas in veritate de Benedicto XVI se encuentra una expresión que tiene pleno sentido en el
discurso teológico: la verdad “se encuentra o, mejor aún, se recibe” (n. 34). El discurso jurídico, en cambio, no
distingue solamente lo verdadero y lo falso, sino que cuenta también con los criterios de mayor o menor
conveniencia, oportunidad, etc. En ese sentido, la norma positiva sí es, hasta cierto punto, un “producto
humano”.
218
104
inteligencia de ésta, profundizada a través de las generaciones”221. La interpretación de la
norma jurídica es una operación intrínsecamente ligada a la aplicación: el receptor de la
norma naturalmente debe comprender el significado del texto, pero su disposición no es
propiamente la de aprender, sino la de aplicar y, para ello, de interpretar. La interpretación de
las normas no consiste en una operación de simple intelección del texto sino de penetración
del sentido “al que apuntan” y de cotejo práctico con la vida: el intérprete se interroga sobre la
mens legislatoris, aventurándose incluso allende el texto, con un espíritu de obediencia, en la
búsqueda de un criterio de justicia que sea conforme con el fin a que apunta la norma o el
conjunto de ellas. De esta manera, la realidad no solamente es juzgada por la norma, sino que
hasta cierto punto juzga la norma222.
Estas consideraciones tienen su corolario práctico: cuando el Sínodo se proponga
elaborar textos de carácter jurídico, organizativo o programático, las discusiones sinodales
deben versar más sobre la sustancia de la norma, de la indicación o de la orientación que
sobre las palabras que se empleen, aunque no se ha de descuidar, en un segundo momento, la
precisión en el modo de expresarlas, de manera que “omnem excludant ambiguitatem,
conditorisque mentem, ac voluntatem subditis perspicue exhibeant”223.
4. El patrimonio jurídico local
Instrucción I, 3: “... el sínodo contribuye también a configurar la fisonomía pastoral de
la Iglesia particular, dando continuidad a su peculiar tradición litúrgica, espiritual y canónica.
El patrimonio jurídico local y las orientaciones que han guiado el gobierno pastoral son en el
sínodo objeto de cuidadoso estudio, al fin de poner al día o restablecer el vigor de cuanto lo
requiera, de colmar eventuales lagunas normativas, de verificar la consecución de los
objetivos pastorales antaño formulados y de proponer, con la ayuda de la gracia divina,
nuevas orientaciones”.
Este párrafo es un reclamo a la continuidad de la tradición jurídica local y precave de
tentaciones innovadoras donde no haya lugar, de manera consonante con la “sobriedad
normativa” a que antes aludimos224. Se refiere, además, con respeto a la existencia de un
“patrimonio jurídico” propio de la Diócesis: podríamos decir que a estas palabras subyace una
visión de la comunidad eclesial como una realidad que precede a los Pastores que en un
determinado momento histórico la gobiernan, los cuales ejercen su potestad “en ella” pero no
“sobre ella”. El orden eclesial está esencialmente fijado por su Fundador, pero se encarna de
muy diversa manera en los distintos ámbitos humanos, dando lugar a un peculiar “patrimonio
jurídico y pastoral” que conforma la identidad misma de la Diócesis en cuanto persona moral.
Ello hace que: “...las legítimas tradiciones existentes en las Iglesias particulares no puedan ser
modificadas por el titular de la potestas o tengan, al menos, un especial control a través de las
exigencias de consentimiento o de consulta previa de ciertos órganos de la misma Iglesia
221
Enc. Fides et Ratio, n. 73.
Sobre las diversas cuestiones que suscita el conocimiento del derecho, la interrelación norma – realidad social
y la interpretación de la ley canónica, vid. los diversos trabajos publicados en Ius Canonicum, XXXV, n. 70,
1995.
223
P. Lambertini, De Synodo, Lib. VI, cap. II, III. No sin ironía añade al final de este pasaje: “alias multas
invenimus Synodos, longo, et asiatico, ut vocant, elucubratas stilo; qui utique rudiorum captui videtur magis
accomodatus”.
224
P. Lambertini, De Synodo, Lib. VI, cap. I, II, advierte: “non enim necesse est, ut in qualibet Synodo novae
semper condantur leges, sed quamdoque expedit antiquas tantum instaurare, earumque insistere observationi”.
Cita a continuación el caso de un Obispo tarraconense que en el Sínodo celebrado en 1423 decidió “nihil de
novo, praeter unum inferius descriptum ad praesens (statuere); sed potius... ipsa statuta dictorum Praedecessorum
nostrorum... et alia, quae de iure procedunt... laudamus, et approbamus, ipsaque, iuxta forum formas, et tenores,
volumus, et precipimus, a subditis nostris inviolabiliter observari”. Entonces estaba vigente la norma de la
celebración anual del SD, lo que a primera vista justifica ampliamente este criterio, pero recuérdese que tal
norma no era observada.
222
105
particular, que garantiza así la adecuada actividad del poder”225, como ocurre justamente en el
SD. Estas consideraciones son plenamente conformes con la moderna acentuación de la
importancia de lo jurídico local, que es necesaria consecuencia del “redescubrimiento” de la
Iglesia particular226.
Sin embargo, tales aspiraciones tropiezan en el presente con dificultades no pequeñas:
las constituciones sinodales han constituido a lo largo de los siglos la fuente principal de
producción del derecho particular227, por lo que la accidentada historia de los Sínodos no
puede sino reflejarse en la escasez y discontinuidad del derecho histórico diocesano. Además,
aún en la hipótesis de que existiera un corpus normativo tradicional de la diócesis,
difícilmente podría encontrarse el nexo entre tales normas y la situación creada por el actual
Código de Derecho Canónico: ¿Qué puede haber de permanente en unas normas diocesanas
caracterizadas por una fuerte intencionalidad “aplicativa” (sobre todo las promulgadas en
ejecución del Codex de 1917), elaboradas en un escenario legislativo universal ya derogado
por efecto del Vaticano II y del vigente Código? Pensamos que muy poco, aunque siempre
podrá enuclearse un cierto “espíritu” o ciertas tendencias subyacentes que respondan a las
necesidades permanentes de la diócesis. Sí podrán encontrarse, en cambio, casos incluso
numerosos de costumbres locales o de usos inveterados (seguramente en el ámbito rural y en
la piedad popular: santuarios, cofradías, procesiones, etc.), que unas veces convendrá
confirmar y otras rectificar, o bien simplemente dejar como están – una vez asegurada su
concordancia con la disciplina eclesial – sin cambiar su estatuto jurídico consuetudinario.
Volviendo ahora la atención a la situación de la hora presente y del previsible futuro,
las perspectivas de desarrollo de un cuerpo normativo particular de cada diócesis no parecen
más halagüeñas: llama la atención la paradoja de que, al tiempo que se desarrolla la
mencionada línea teórico-teológica que privilegia lo particular, las circunstancias sociales
tienden a una mayor comunicación entre las comunidades humanas, a la uniformación de las
condiciones de vida, a la semejanza de situaciones y dificultades: en suma, a la “globalización
eclesial” (venia verbi). Paralelamente, a raíz de la toma de conciencia de la colegialidad
episcopal, han cobrado impulso los encuentros de Pastores a todos los niveles, lo que propicia
el intercambio de información y de soluciones para unos problemas ampliamente
compartidos, a lo que cabe añadir la labor tanto de la Curia Romana como de las Conferencias
y otros organismos episcopales en su empeño por ilustrar y aplicar el Concilio y el Código a
las diversas situaciones del presente. El resultado inevitable de este proceso complejo es una
acentuada homogeneización de los problemas y de las soluciones. Con tal premisa, cabe
preguntarse si podemos hablar de “peculiaridades” locales que reclaman soluciones propias y
si las citadas palabras de la Instrucción pueden considerarse algo más que un pium
desiderium.
En todo caso, parece clara la intención de la Instrucción de favorecer en lo posible el
acervo cultural de la Iglesia particular, “lo que no puede hacerse si cada diócesis no conoce
mejor su propia identidad. Este conocimiento supone y exige investigaciones históricas,
reflejo de su tradición espiritual y apostólica”228. Junto a ello, no ha de faltar una ponderada
evaluación de las modernas leyes y normativas diocesanas, sobre todo de significado
organizativo, que pueden ofrecer un amplio campo a la reflexión sinodal.
225
Juan Calvo, Naturaleza del votum, pp. 763-4.
Cfr. L. De Echeverría, El Derecho Particular, n.13.
227
Cfr. S. Ferrari, Diritto Canonico, p. 504
228
J. Beyer, De Synodo, p. 409.
226
106
5. Las “declaraciones” sinodales
Por “declaraciones”, entiende la Instrucción (V, 2): “afirmaciones convencidas de las
verdades de la fe o moral católicas, especialmente en aquellos aspectos de mayor incidencia
para la vida de la Iglesia particular”. Consisten, por tanto en proposiciones que se mueven en
ámbito del “munus docendi”, a diferencia de los “decretos”, que pertenecen al ámbito del
“munus regendi”.
El ejercicio de cada uno de tales “munera” en el ámbito de la Iglesia particular es bien
diferente: los actos de régimen son de suyo innovadores del ordenamiento jurídico local,
mientras que el ejercicio de la función de enseñar es esencialmente declarativo de la doctrina
común y católica. Se entiende bien, por tanto, el sesgo “conservador” que adopta este párrafo
de la Instrucción y de la misma expresión “declaraciones” usada para referirse a los
pronunciamientos doctrinales229.
Es natural, por tanto, que la Instrucción establezca en otro lugar (IV, 4): “Teniendo
presente el vínculo que une la Iglesia particular y su Pastor con la Iglesia universal y el
Romano Pontífice, el Obispo tiene el deber de excluir de la discusión tesis o proposiciones –
planteadas quizá con la pretensión de trasmitir a la Santa Sede ‘votos’ al respecto – que sean
discordantes de la perenne doctrina de la Iglesia o del Magisterio Pontificio...”. Eso no sería
ejercicio de la libertad de discusión reconocida en el can. 465, pues, cuando estamos en el
ámbito de lo magisterial, dicha libertad se refiere a la conveniencia de proponer y enseñar este
o aquel punto doctrinal y de los medios más adecuados al efecto, no de modificarlo230. Podría
objetarse a este punto, que es doctrina común que el Espíritu Santo asiste no solamente a los
Pastores in docendo, sino a todos los fieles in credendo, y que en ocasiones señaladas se ha
consultado a los fieles, aunque fuera indirectamente, sobre la proposición de una verdad de
fe231. Pero sería un grave dislate confundir el sensus fidei con la “opinión pública” o con una
formulación de la doctrina católica obtenida mediante consenso social: el sensus fidei se
ejercita sub ductu sacri magisterii (LG 12), de donde toma el punto de partida; y el
Magisterio jerárquico se apoya en la fe del pueblo de Dios como “voz de la Tradición”, según
la conocida expresión de J.H. Newman.
Algunos quisieran ver reflejado en el SD el espíritu que suponen al Concilio Vaticano
II, cifrado en una “búsqueda animada por el Espíritu”. Pero si esta idea motriz requiere
matices en cuanto aplicada a los debates conciliares (no olvidemos que fue convocado por
Juan XXIII para adaptar la proposición de la verdad perenne a los nuevos tiempos, una tarea
de lenguaje más que de contenido), más aún los necesita en cuanto referida al SD, donde la
“búsqueda” o los “descubrimientos” no puede extenderse al ámbito doctrinal y más bien se
limita a los medios más aptos dentro de la doctrina y la disciplina general. Si es lícito inquirir
“lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 2, 7), no podemos olvidar las promesas de
asistencia de Cristo a Pedro y a los Apóstoles y, en ellos, a sus sucesores (cfr. Mt 16, 18-19;
18, 18; Jn 20,21; 21, 15-17). No estamos en el eon fundacional de la Iglesia, sino de
comunicación de la buena nueva y de la doctrina católica a los cuatro puntos cardinales.
Otros postulan que del SD emerja un cierto cuerpo de enseñanzas doctrinales que
puedan ser usadas como recursos pedagógicos o catequéticos en la diócesis. Nada hay que
objetar a esta postura, salvo que quizás adolece de falta de realismo. Los documentos
Conciliares, el Catecismo de la Iglesia Católica, el Magisterio Pontificio contemporáneo
229
P. Lambertini, De Synodo dedica el entero libro VII, con sus 16 capítulos al tema « De cavendis quoad
quaestiones nondum definitas » en la argumentación de las constituciones sinodales, aportando numerosos
ejemplos de su tiempo.
230
T. Pieronek afirma: “En la norma del can. 465 no se da el consentimiento a la consulta, por parte del sínodo
diocesano, de las cuestiones pastorales de la Iglesia universal, y tanto menos de aquellas ligadas al contenido de
la fe, de la moral cristiana y de la disciplina eclesiástica común. Estos temas pueden ser objeto de la catequesis
sinodal, pero no pueden ser puestas en discusión o sometidas a una votación” (La Dimensione, p. 399).
231
Como en el conocido caso de la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción.
107
(constituciones, encíclicas pontificias, exhortaciones postsinodales, etc.), los documentos de
la Curia romana, los diversos documentos elaborados por las Conferencias Episcopales, el
material pedagógico y catequético de edición tanto pública como privada que tratan de
difundir todo lo anterior: en suma, la abundante documentación que tanto ha enriquecido la
doctrina católica en este mundo nuestro caracterizado por la universalización de los
problemas pastorales, y que hace casi ilusoria la tentativa de unas declaraciones que sienten
una “doctrina propia” para su difusión en la diócesis.
Así, pues, el SD está llamado a enseñar y recordar la doctrina teológica y moral de la
Iglesia, también en forma de juicio sobre determinadas situaciones que se viven o padecen en
la diócesis y modos de comportamiento comunes en ese ámbito humano232, guiando de esta
manera la conciencia de los fieles “especialmente en aquellos aspectos de mayor incidencia
para la vida de la Iglesia particular”, como reza el pasaje de la Instrucción citado al inicio de
este epígrafe.
C. LA LABOR DE PRODUCCIÓN CANÓNICA EN EL SD
En este apartado nos proponemos comentar con algún detenimiento algunas
orientaciones de la Instrucción que señalan el camino a seguir en el SD cuando se trata de
elaborar los “decretos”.
1. ¿SD “aplicador” o SD “innovador”?
Tradicionalmente los Sínodos han sido contemplados como un medio de aplicar las
leyes superiores. En palabras del Decreto de Graciano, estaban orientados “a la exhortación y
la corrección”, pues, “aunque no tienen fuerza constitutiva, tiene sin embargo autoridad de
imponer y declarar lo que en otros lugares está estatuido”233. Además, el Sínodo era puesto en
relación de dependencia institucional de los Concilios provinciales, a la manera de último
eslabón de una cadena normativa: las grandes innovaciones universales eran recibidas y
aplicadas en los Concilios particulares y éstos, a su vez, en los Sínodos: así lo testimonian las
Decretales de Gregorio IX, donde afirman que los SD “hagan observar las cosas que los
Obispos en los Concilios provinciales hubieran estatuido; lo cual habrá de ser publicado en
los sínodos que han de celebrarse anualmente en cada diócesis”234. Ya en época moderna, el
impulso para la celebración de los SD no suele proceder de la Diócesis y de sus necesidades
internas, sino más bien de la necesidad de adecuar la normativa diocesana a los grandes
cambios disciplinares de la Iglesia universal: los Concilios Ecuménicos (Trento y los dos
Vaticanos) y la promulgación del primer Código de Derecho Canónico. Hay que matizar, sin
embargo, que algunas fuentes documentales importantes y más próximas a nuestros días,
como el De Synodo dioecesana de P. Lambertini y la Enc. Singulari quidem de Pío IX (1856),
232
Can. 747, 2.: “compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los
referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo
exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas”.
233
Decreto C. 16, D. XVIII: aunque referido a los Concilios Provinciales, Gasparri lo elencaba entre las fuentes
de los cánones relativos al SD: “Sunt enim necessaria episcoporum concilia ad exortationem et correctionem,
quae etsi non habent vim constituendi, habent tamen auctoritatem imponendi et indicendi, quod alias statutum est
et generaliter seu specialiter observari preceptum”. Esto mismo refleja otra de las fuentes: León X en el Conc. de
Letrán V, Const. Regimini universalis (4 mayo 1515): “...pro morum correctione, et controversiarum decisione,
et determinatione, ac mandatorum Domini observatione, (Episcopi) fieri debere Concilium Provinciale, ac
Synodum Episcopalem, ut depravata corrigerentur, et ita facere negligentes, Canonicis poenis subiacerent”.
234
Lib. V, Tit. 1, cap. 25, invocado por Gasparri como fuente del can. 356 del Codex de 1917. La misma
orientación sigue otra de las fuentes: Pio IX, Enc. Cum Nuper, 20-I-1858. Cfr. L.J. Jennings, A Renewed, pp.
322-325.
108
respiran un aire distinto, más atento a la búsqueda directa de soluciones para los problemas
diocesanos, y sostienen decididamente – contra lo que el texto citado de Graciano parecía
afirmar – que el Obispo diocesano tiene verdadera potestad legislativa, sentencia que ya en su
tiempo era comúnmente admitida 235.
Seguramente, esta acentuada dependencia respecto de las instancias superiores de
gobierno eclesial que se verifica en la historia moderna del SD, puede ponerse en relación con
una cuestión más amplia: la de entender que la potestad episcopal tenía su origen en la
Pontificia, de la que derivaba por vía de missio canonica. Doctrina que encuentra un correlato
magisterial en la en C. D. Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I, al establecer las relaciones
primado-episcopado sobre la base de la potestad pontificia “plenam, supremam, ordinariam et
immediatam in universam Ecclesiam”, añadiendo que se trata de una potestad “vere
episcopalis”236. Además, durante los decenios que siguen a la promulgación del primer
Codex, se constata en los Sínodos diocesanos un ambiente de obsequiosa acogida del derecho
universal y rígida asunción de sus normas237.
Como es sabido, el Vaticano II se propuso completar el magisterio del anterior
Concilio – interrumpido por las circunstancia políticas – centrándose en el significado de la
Colegialidad episcopal y de la dimensión particular de la Iglesia. Como resultado, el oficio
episcopal ya no es presentado como vicario del Papa, sino “de Cristo”, es decir un munus
original en la Iglesia, y no derivado de otro (el pontificio). Esto comportó el necesario
corolario jurídico que aparece consagrado en CD 8, reproducido casi al pie de la letra por el
can. 381: “al Obispo diocesano compete en la diócesis que se le ha confiado toda la potestad
ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su función pastoral,
exceptuadas aquellas causas que por el derecho o por decreto del Sumo Pontífice se reserven a
la autoridad suprema o a otra autoridad eclesiástica”.
De esta manera, la cuestión de las relaciones entre lo jurídico-local y lo jurídicouniversal tendría un primer encuadre en el marco de las relaciones entre dos polos de la
potestad eclesiástica: el Romano Pontífice y el Obispo local. En tiempos recientes, a este
marco se ha añadido otro algo diferente y de no menor importancia: el de las relaciones entre
Iglesia Universal e Iglesias particulares. Pero al cambiar los términos de relación, que no
serían ya personas u oficios, sino comunidades (Universal-particular), se hace necesario
acudir a un orden conceptual distinto del tradicional, labor ésta que se ha desarrollado en el
terreno de la teología, gracias al Magisterio romano reciente, pero que en lo canónico parece
haber tropezado con mayores dificultades conceptuales, quizá por la inexistencia de
235
El De Synodo Dioecesana manifiesta este espíritu en diversos pasajes. Valga por todos Lib. VI, cap. I: “Rem
nedum difficilem, sed plane impossibilem aggrederemur, si in animo nobis esset, cuncta singillatim exponere,
quae in Synodo dioecesana constitui possint”. Por lo que se refiere a la potestad legislativa del Obispo y en
contra de lo sentado por Graciano, cfr. Lib. XIII, cap. IV, III. Pio IX se dirige a los Obispos austríacos en la Enc.
Singulari quidem, 17-III-1856 en los siguientes términos: “Nec dissimilem diligentiam impendite in Dioecesanis
Synodis iuxta sacrorum Canonum normam celebrandis ea praecipue statuentes, quae ad maius cuiusque vestrae
Dioecesis bonum spectare pro vestra prudentia duxeritis”.
236
Cfr. J.I. Arrieta, Primado, pp. 61 ss. Como se sabe, el Concilio no pudo prolongar sus trabajos en relación con
el episcopado y la cosa quedó ahí.
237
S. Ferrari afirma que el patrón de los SD preconciliares de los tiempos modernos “es único, inspirado en una
eclesiología de sello jurídico que exalta el momento jerárquico de la comunidad cristiana” (I Sinodi diocesani, p.
718). Añade después que en ellos se daba una “marcada tendencia a importar y aplicar a nivel local las directivas
provenientes del centro”, de manera que la realidad socio-religiosa diocesana no se capta en tales SD, sino sólo
“por medio de una atenta lectura entre líneas (in filigrana) de constituciones ampliamente uniformes”. El mismo
autor, en otro trabajo (Diritto canonico, p. 507), certifica que, tras la promulgación del primer Codex, la
legislación sinodal tiende a convertirse en una repetición literal (“pedissequa ripetizione”) de las norma
codiciales, al punto de perder casi por entero su utilidad. Cfr. también, entre otros, D.M. Ross, The Diocesan
synod, p. 563.
109
categorías adecuadas en el común acervo jurídico para dar cuenta de este aspecto del misterio
de la Iglesia238.
En un esbozo sin pretensiones, podemos decir que, así como la misma Iglesia está
compuesta de “Iglesias particulares”, el Derecho Canónico es uno y diverso: hay un Derecho
universal y también Derechos particulares. Y así como las Iglesias particulares son algo más
que simples partes homogéneas de la Iglesia universal239, el Derecho particular no consiste en
la mera “aplicación” del universal, sino que tiene su propia justificación. Es más, el ejercicio
de la potestad del Papa y de los oficios centrales de la Iglesia debe guiarse, en líneas
generales, por el principio de “subsidiariedad”, de manera que sea el órgano capital de la
Iglesia particular el que tome la iniciativa en el gobierno de la comunidad que le está
encomendada, dentro del marco general de la legislación canónica universal240.
Lo anterior no significa, naturalmente, que el SD no se deba ocupar además de la
aplicación de las normas y orientaciones provenientes de una instancia superior, pues los
Obispos son también custodes sacrarum regularum (Benedicto XIV), y tienen la
responsabilidad de “promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la
Iglesia” (LG, n. 23). Esta exigencia de “aplicación” de las normas universales en la realidad
concreta de la diócesis tiene además una fundamentación eclesiológica bien precisa que va
más allá del común principio de obediencia jerárquica: “El derecho universal no es una
magnitud ajena y limitadora de las Iglesias particulares, sino constitutiva de su esencia y de su
eficacia operativa; desde el punto de vista jurídico, el derecho universal forma parte del ‘inest
et operatur’ de la Iglesia universal en las Iglesias particulares”241. De tal manera que “la
competencia sobre la constitución y revocación de la norma universal es cosa del ministerio
petrino; pero (...) la competencia sobre la implantación, promoción y urgencia del derecho
universales es tarea propia del ministerio episcopal (...). Por tanto – y esto es más que una
frase – el derecho universal es tan propio e íntimo a las Iglesias particulares como el derecho
particular”242. El Obispo, incluso cuando “aplica” el derecho universal, no obra como
238
Cfr. las clarificaciones de la carta Communionis notio, ya citada. J. Hervada y P. Lombardía en su innovador
manual de 1970 El Derecho del Pueblo de Dios, acudieron en su día a la fórmula de la “desconcentración”, que
es muy útil para explicar la génesis de la capitalidad de cada Obispo sobre su Iglesia, pero que no se refiere
directamente a las relaciones entre la dimensión universal y particular (pp. 341-345). Éstos y otros autores
adoptan la noción de “descentralización” para explicar la distribución de competencias dentro de la organización
eclesiástica, lo que naturalmente conduce a postular la “autonomía” de la Iglesia particular (cfr. Ibidem, pp. 379381), pero ya J. M. González del Valle señaló la insuficiencia de esta postura, al no contar con la communio
Ecclesiarum como punto de partida (cfr., Descentralización, pp. 491 y ss.). La noción misma de “autonomía” al
uso en la esfera política tampoco es satisfactoria, tanto se entienda como reparto competencial entre el poder
central y el autonómico o como mutuo reconocimiento de esferas normativas originales, pues no parece
compatible con la potestad plena e inmediata que se reconoce al Papa y con la “plenitud subordinada” del
Obispo (cfr. por ejemplo Novissimo Digesto Italiano, voces “Autonomia privata” y “Decentramento
amministrativo”).
239
LG 23 dice de las Iglesias particulares que están formadas “a imagen de la Iglesia universal”, y AG 20: “La
Iglesia particular tiene que representar perfectamente a la Iglesia universal”. Las Iglesias particulares serían
“partes que reproducen el todo”, según la fórmula expresada por Y. Congar en 1964. Esto es lo que hace peculiar
a la Iglesia particular, que la convierten en una “parte” del todo inasimilable a cualquier división territorial
político-civil. La Iglesia particular no es tampoco “órgano” de la Iglesia porque no tiene asignada una función
particular, sino que asume todas. Dicho con palabras canónicamente más precisas, la Iglesia particular tiene un
ordenamiento jurídico, aunque derivado, y una verdadera auto-nomía (de “nomos”, norma), aunque subordinada.
Se comprende la dificultad de encontrar imágenes adecuadas para describir la relación entre la Iglesia particular
y la universal. La más expresiva tal vez sea la de madre-hija, que aparece en Communionis Notio. Cfr. sobre esta
cuestión E. Tejero, La Estructura, p. 1010.
240
Cfr. O. Condorelli, Sul Principio, passim; A. Viana, El Principio, pp. 158 ss.
241
Javier Otaduy, La Prevalencia, p. 482
242
Javier Otaduy, La Relación, p. 475. A este propósito, cfr. el actual Directorio para el ministerio pastoral de los
Obispos, n. 13, par 2º y n. 58. El mismo Directorio da las pautas generales para aplicar correctamente las
indicaciones superiores: “tratándose de leyes y de otras disposiciones normativas, es necesaria una especial
110
delegado de una “potestad superior”, a la que él fuera ajeno: es miembro del colegio
episcopal, suprema potestad en la Iglesia. No es mandatario suyo, sino más bien un colega
que se hace cargo de una porción, guardando la comunión con la cabeza y los otros
miembros243.
2. Concesión versus reserva
Según acabamos de ver, el Obispo (en nuestro caso, el SD) no debe limitar su tarea a
la “aplicación” de cuantas normas y orientaciones provengan de la Instancia central del
gobierno eclesiástico, sino que está llamado a ordenar motu proprio las relaciones jurídicas en
Iglesia particular. Sin embargo, unas palabras de la Instrucción parecen ir en contra de esta
tesis: “Mediante los decretos sinodales, el Obispo promueve y urge la observancia de las
normas canónicas que las circunstancias de la vida diocesana reclaman, regula las materias
que el derecho confía a su competencia y aplica la disciplina común a la diversidad de la
Iglesia particular” (V, 4). ¿Significa esto que la Instrucción quiere volver al viejo modelo de
Sínodo, atento sólo a colmar los espacios libres que le dejara el Derecho universal? Si así
fuera, la Diócesis “se perdería en una infinidad de temáticas, no siempre armonizables en un
proyecto unitario”244.
El Apéndice de la misma Instrucción nos saca de dudas al comentar en sus líneas
introductorias el citado can. 381: “En consecuencia, el Obispo diocesano podrá ejercitar su
potestad legislativa no solamente para completar o determinar las normas jurídicas superiores
que expresamente lo imponen o lo permiten, sino también para reglar – en función de las
necesidades de la Iglesia local o de los fieles – cualquier materia pastoral de alcance
diocesano, a excepción de las reservadas a la suprema o a otra autoridad eclesiástica.
Naturalmente, en el ejercicio de tal potestad el Obispo está obligado a observar y respetar el
derecho superior”. Esta opción queda refrendada por el nuevo Directorio para el ministerio
pastoral del Obispo, que insiste en la misma doctrina, cimentándola en “la naturaleza misma
de la Iglesia particular” 245.
Con estas palabras que acabamos de citar, Instrucción y Directorio recogen el régimen
canónico denominado “de reserva”, que actualmente rige las relaciones entre la Potestad
Central y la del Obispo: si anteriormente se entendía que corresponde al Obispo regular
aquellas materias que le son expresamente encomendadas (régimen de concesión), ahora se
entiende que el Obispo puede obrar con autonomía jurídica dentro del marco del Derecho
atención para asegurar la inmediata observancia desde el momento de su entrada en vigor, eventualmente
mediante oportunas normas diocesanas de aplicación. Si se trata de documentos de otro género, por ejemplo de
orientación general, el Obispo mismo deberá valorar con prudencia el mejor modo de proceder, en función del
bien pastoral de su grey” (n. 14).
243
Cfr. J.I. Arrieta, Primado, passim. Álvaro D'Ors explica el paso histórico de la potestad universal compartida
por los Apóstoles a la potestad del Obispo sobre su Iglesia como el tránsito de un sistema jurídico de solidaridad
estricta (“a todos y a cada uno”) al régimen de potestad plena pero subordinada de cada Obispo sobre su Iglesia,
lo que parece una buena manera de explicar jurídicamente la génesis de la plenitud de la potestad episcopal sobre
la diócesis (cfr. Iglesia universal e Iglesia particular).
244
A. Longhitano, I Sinodi, p. 611.
245
“Como consecuencia de la naturaleza misma de la Iglesia particular, el significado de la potestad legislativa
no se agota en la determinación o aplicación local de las normas emanadas por la Santa Sede o por la
Conferencia Episcopal, cuando éstas sean normas jurídicamente vinculantes, sino que se extiende también a la
regulación de cualquier materia pastoral de ámbito diocesano que no esté reservada a la suprema o a otra
autoridad eclesiástica” (n.67). Como vemos, este texto repropone lo establecido en el Código y en la Instrucción,
a los que cita expresamente, y además lo presenta como una exigencia eclesiológica.
De manera concorde con el criterio definido en el can. 381, el can. 20 establece: “...la ley universal no
deroga en nada el derecho particular ni el especial, a no ser que se disponga expresamente otra cosa en el
derecho”. Y can. 135, 2: “...tampoco puede el legislador inferior dar válidamente una ley contraria al derecho de
rango superior”. Ambos lugares suponen que el Legislador local no se limita a una actividad “reglamentaria” o
de mera aplicación del derecho universal, sino que opera con autonomía dentro del marco del derecho común.
111
universal, salvas aquellas materias o “causas” que el Legislador Supremo se haya
reservado246. Y esto, no solamente como un principio de realismo jurídico que reconoce el
mejor gobierno en el más próximo a los hechos y personas, sino – según ya hemos explicado
– como el necesario corolario de la Eclesiología conciliar. Este criterio de distribución de
competencias legislativas se completa, en el Derecho actual, por la amplia atribución al
Obispo diocesano de la facultad de dispensar de las leyes universales, exceptuadas aquellas
que hayan sido reservadas especialmente a la Santa Sede o a otra Autoridad (can. 87)247.
En paralelo a cuanto se expuso en el epígrafe precedente, hay que afirmar que el
régimen de reserva no excluye la necesidad de “completar y determinar las normas jurídicas
superiores”, como reza el paso del Apéndice arriba citado. Las normas universales serán
muchas veces de contenido genérico u orientativo, porque la Iglesia es grande y las
situaciones en que se encuentran las comunidades católicas son muy variadas, y es justamente
el derecho particular el que puede traducir lo abstracto o genérico en indicaciones prácticas y
concretas que atiendan a las reales necesidades de la Iglesia local, en vez de conformarse con
reproducir – quizá con algunos retoques de lenguaje – el texto de tales normas universales o
superiores248.
Ahora bien, una vez afirmado teóricamente este régimen de “reserva”, es preciso un
cotejo con la realidad práctica: fuera de aquellas materias que el Código encomienda al
Obispo (régimen de concesión) ¿es posible una legislación diocesana que no tenga un
significado de algún modo “aplicador” o ejecutor de la ley universal? Si el Código se hubiera
propuesto regular solamente algunas cuestiones canónicas dejando al margen otras, entonces
la respuesta sería seguramente positiva, pero no es ésa su intención, sino la de afrontar, con
mayor o menor generalidad o minuciosidad, el entero arco de las relaciones canónicas.
Además, las normas diocesanas encuentran un segundo límite a su esfera de actuación, que
son los derechos fundamentales del fiel, en cuanto ámbitos de autonomía personal que no
deben ser franqueados, en principio, por la reglamentación jerárquica249. Así las cosas ¿queda
realmente espacio para una ordenación legislativa auténticamente originaria? Corecco
sostiene que, a pesar de las declaraciones de principio que hace el Código recogiendo la
246
P. Lambertini, De Synodo, Lib I, cap. I, n. V, refiere expresamente al Sínodo el “régimen de concesión” que
antes se aplicaba a las competencias legislativa del Obispo diocesano, al censurar como errónea la opinión de
quienes afirmaban: “Quidquid potest Pontifex in universo orbe, si ea excipias, quae totius Ecclesiae statum
respiciunt, uti Fidei articulum definire, potest Episcopus in sua dioecesi, nisi specialiter Papa sibi illud
reservavit”. A lo que responde alegando, entre otros argumentos: “...ex eo dumtaxat, quod aliquid non sit
expresse Episcopis prohibitum, non licet inferre, idem esse eisdem positive concessum” (n. VII).
247
En el texto me permito simplificar el régimen de dispensa episcopal para no complicar la exposición.
Establece el can.87: “1. El Obispo diocesano, siempre que, a su juicio, ello redunde en bien espiritual de los
fieles, puede dispensar a éstos de las leyes disciplinares, tanto universales como particulares, promulgadas para
su territorio o para sus súbditos por la autoridad suprema de la Iglesia; pero no de las leyes procesales o penales,
ni de aquellas cuya dispensa se reserva especialmente a la Sede Apostólica o a otra autoridad.
“2. Si es difícil recurrir a la Santa Sede y existe además peligro de grave daño en la demora, cualquier Ordinario
puede dispensar de tales leyes, aunque la dispensa esté reservada a la Santa Sede, con tal de que se trate de una
dispensa que ésta suela conceder en las mismas circunstancias, sin perjuicio de lo prescrito en el can. 291”.
248
Dice L. de Echeverría: “Para colmar el pretendido espacio entre lo pastoral y lo jurídico puede servir
perfectamente la legislación particular. Aquí en cada territorio, en contacto con la realidad inmediata, las
disposiciones generales dadas con alcance universal se adaptan, se acomodan, se interpretan, de manera que
puedan servir a la vida pastoral cotidiana” (El Derecho particular n. 26, p. 216). Pensamos, sin embargo, que es
menos apropiada la expresión “adaptar las disposiciones generales”, porque sugiere un operar sobre el contenido
de la norma superior, que sería modificada para mejor servir a los objetivos locales. En cambio, “aplicar” quiere
decir respetar la norma superior y concretarla o ejecutarla a nivel local.
249
Nos referimos a los derechos de los fieles reconocidos en de los cans. 215 (asociación y reunión); can. 216
(“libre iniciativa apostólica”); can. 218 (libertad de investigación y transmisión de conocimientos); can. 219
(inmunidad de coacción para la elección de estado); can. 220 (derecho a la buena fama y a la intimidad
personal). La existencia de esos “espacios de libertad del fiel” comporta un segundo límite al gobierno local de la
Iglesia.
112
doctrina conciliar (“Al Obispo diocesano compete toda la potestad...”: can. 381), el sistema
codicial es, en realidad, de concesión más que de reserva250. Puede que no le falte razón, si
analizamos en concreto y con sentido realista el espacio que el ordenamiento canónico
universal, tomado en su conjunto y aplicando sus principios, deja a la legislación particular.
La misma idea de Código como cuerpo de leyes dotado de plenitud e integridad, capaz por
tanto de suministrar reglas para solucionar todo tipo de cuestiones que se planteen, gracias a
los mecanismos previstos para colmar las posibles “lagunas” normativas, parece abonar este
punto de vista escéptico en cuanto a la real virtualidad del principio de reserva251.
Por otra parte, el antiguo “régimen de concesión”, aunque afirmado en la teoría, en la
práctica tenía numerosas quiebras consideradas legítimas, que ampliaban en grado no
pequeño la potestad legislativa episcopal, lo que pone en cuestión que la distancia entre
ambos “regímenes” sea tan grande como su formulación respectiva hace suponer. Que el
Obispo, fuera o dentro del SD, podía legislar en algunos casos al margen del mandato expreso
de la Ley universal (secundum legem), lo testimonia Lambertini en su obra De Synodo,
ilustrándolo con numerosos casos concretos: así, era legítima una constitución praeter legem
“ad ecclesiasticam disciplinam in concredita sibi Dioecesi aut reparandam, aut
promovendam”, a manera de “robur et fulcimentum” de los sagrados cánones: por ejemplo,
podía añadir penas al incumplimiento de la ley universal o determinar el tiempo de cumplir
una obligación que aquella fijara de manera imprecisa. Incluso en algunos casos muy
particulares, podía un Obispo promulgar una constitución sinodal contraria al tenor de ciertas
leyes o bien publicar y confirmar una costumbre contra legem que hubiera prescrito
legítimamente252.
En fin, lo que parece sí puede afirmarse – más allá de las explicaciones globales – es
que actualmente se ha contraído el ámbito de la legislación universal de la Iglesia y,
paralelamente, ensanchado la esfera legislativa particular.
Sin embargo, pienso que hay otro modo de afrontar la cuestión de las relaciones entre
el derecho universal y el particular que salva la autonomía reconocida a las instancias locales
y que sitúa la labor jurídica de éstas en parámetros muy alejados de la pura “aplicación” del
derecho universal. Se trata del procedimiento de creación de leyes particulares, al que
dedicamos el siguiente epígrafe porque arroja mucha luz sobre la tarea normativa asignada al
SD.
3. El procedimiento de creación de normas locales
Séanos permitido transcribir de nuevo una frase del Apéndice de la Instrucción: “el
Obispo diocesano podrá ejercitar su potestad legislativa no solamente para completar o
determinar las normas jurídicas superiores que expresamente lo imponen o lo permiten, sino
también para reglar - en función de las necesidades de la Iglesia local o de los fieles- cualquier
materia pastoral de alcance diocesano, a excepción de las reservadas a la suprema o a otra
autoridad eclesiástica. Naturalmente, en el ejercicio de tal potestad el Obispo está obligado a
observar y respetar el derecho superior”.
Aquí se sugiere un modus procedendi – un estilo de trabajo – para la formalización
jurídica a nivel particular que se aparta de la idea de “aplicación”, entendida a la manera de
silogismo deductivo en que la “primera premisa” sería la norma universal, la cual, puesta en
250
Cfr. Ius universale.
Álvaro D’Ors explica con claridad y con acentos críticos esta actitud jurídica que impregna la ciencia
moderna del Derecho, consistente en considerar “que la vida social requiere una ordenación total, para que nada
quede fuera de la previsión del bien público y de la justicia”, de manera que “cuando, en un caso determinado, se
echa de menos una ley exactamente aplicable al caso, de momento y en tanto no se pueda hacer aquella ley que
falta, tiendan a extraer del mismo sistema positivo un criterio para enjuiciar el caso huérfano de ley” (Una
Introducción, p. 147).
252
Cfr. De Synodo, Lib XII, capp. VI-VIII.
251
113
relación con las condiciones locales (“segunda premisa”) aboca a una “conclusión”, que
concreta y particulariza la indicación general.
Si de verdad son “leyes” las que promulga el Obispo diocesano, la producción
normativa particular no debe hacerse (o no necesariamente) según este modo syllogistico, sino
con una manera de razonar “estimativa”, que mire tanto a la situación y necesidades de la
Iglesia particular como al conjunto del sistema canónico, a sus principios y a los fines que
persiguen sus preceptos253. Una manera de proceder que tiene plena concordancia con lo que
se espera de los trabajos sinodales, los cuales están orientados desde el inicio de la “fase
preparatoria” a cobrar conciencia de las reales necesidades de la comunidad humana que
constituye la Iglesia particular y cotejarlas con la doctrina y disciplina eclesial, de manera
que, finalmente, se llegue a unas conclusiones operativas que puedan servir de guía para el
futuro. En otras palabras, el SD, en cuanto itinerario de elaboración normativa, está llamado a
comenzar su trabajo “desde abajo”, desde la situación real de la diócesis, más que “desde
arriba”, desde los textos normativos universales, aunque también este segundo será en
ocasiones necesario. Usando una imagen, podríamos decir que el legislador local se conduce
unas veces como matemático que “aplica” una formula y otras como artista que “crea” una
composición original a partir del material de que dispone y siguiendo una idea que se le
ocurre, claro que respetando unos cánones universales de belleza. Podríamos denominar a este
método, con una expresión acuñada por Lo Castro, de “elaboración creativa de la
juridicidad”254.
En realidad, tal manera de proceder está presente en todas las áreas de la vida jurídica,
de la realización práctica del Derecho, pues, como dice A. Ollero, “la actividad jurídica es
más búsqueda activa de una solución real, que aplicación técnica de una realidad previamente
disponible”255. También guía – mutatis mutandis – el comportamiento ético, del que lo
jurídico es una manifestación peculiar256. No estamos en la esfera de las ciencias de la
naturaleza, con su sistema de leyes fijas cuyo dominio asegura el conocimiento de los hechos
particulares, sino en la de las opciones éticas, que parten del conocimiento de la realidad para
descubrir su dimensión de justicia.
Esto no es nuevo. En Tomás de Aquino encontramos una explicación acerca de los
distintos modos como la ley humana deriva de la ley natural, que fácilmente pueden
trasladarse al tema que nos ocupa, bastando con sustituir “ley natural” por “ley universal”,
253
Cfr. R. Sobanski, Charisma, pp. 87-88. Es verdad que el autor se refiere a la labor judicial y a los decretos de
la potestad ejecutiva, pero son consideraciones que se pueden trasladar – y con mayor razón – a la elaboración de
las leyes particulares.
254
Cfr. G. Lo Castro, Conocimiento, pp. 385-6.
255
¿Tiene Razón el Derecho?, p. 487. Añade el mismo autor: “El punto alfa del proceso de realización del
derecho no es una norma sino una actitud judicial” (p.460), es decir, una actitud que parte de los hechos, los
enjuicia y les busca una solución, que naturalmente ha de ser concorde con el sistema jurídico en su conjunto.
Desde otro punto de vista – el de la ciencia del Derecho – pero en el fondo coincidente, dice P. Gherri,
Canonistica, p. 214: “Non potendo dubitare della natura ‘fenomenica’ (o fattuale) del diritto come realtà
tipicamente antropologica, è necesario ricondurne lo studio primariamente all’ambito scientifico che, recependo
dall’esperienza i ‘fatti’, ne coglie ed approfondisce gli elementi strutturali, funzionali, sociali, culturali e storici
così come rilevano sotto lo specifico profilo giuridico (ex facto oritur ius)”. Poco más abajo, cita a F.
D’Agostino: “i Romani chiamavano la scienza del diritto iurisprudentia: una prudentia, dunque, una forma di
sapere non formale ed astratta (come la scientia), ma sapienziale, volta esclusivamente al mondo della vita
umana e alla sua infinita varietà”.
256
A. Rodríguez Luño en su libro Cultura política y conciencia cristiana: “El ejercicio directo de la razón
práctica (...) no consiste en conocer un objeto, la moral en este caso, sino en ordenar, proyectar y organizar la
acción, la conducta y la vida” (p. 16). Añade poco despúes: “La lógica específica de la ratio practica in actu
exercito se fundamenta en principios, no en premisas, es decir su punto de partida son bienes o fines, no juicios”
(p. 20).”Tanto las normas como el deber son realidades derivadas, propios del saber moral que se constituye
mediante la reflexión sobre la actividad directa de la razón práctica (...). Tanto las normas cuanto el deber están
en función de la vida según la virtud, no viceversa” (p. 23).
114
porque el mecanismo es el mismo: “algo puede derivar de la ley natural de dos modos
distintos: un primer modo, como las conclusiones derivan de los principios; un segundo
modo, a manera de ciertas determinaciones de lo que es más común. El primer modo es
semejante al que se sigue en las ciencias para sacar conclusiones demostrativas a partir de
principios. El segundo modo es parecido al de las artes, que de las formas comunes
determinan una cosa especial”257. La misma historia del derecho, en general, y del derecho
canónico, en particular, acreditan que las normas positivas tienen su origen en las respuestas
dadas – “a modo de sentencia” – a casos particulares, que al cabo del tiempo pasan a
convertirse en criterios generales de comportamiento: en definitiva, una labor originalmente
animada por un espíritu “inventivo” y “creador” más que “aplicador”258.
Vamos concluyendo: los decretos sinodales,
- unas veces aplicarán las normas superiores, detallando “reglamentariamente” lo que
en ellas es más general;
- otras, implementarán el mandato legal de regular ciertas materias que el Código u
otras leyes universales encomiendan a la competencia del Obispo, a manera de “legislación
delegada”;
- y siempre, regularán los diversos asuntos a partir de las necesidades propias de la
diócesis, poniendo buen cuidado en actuar dentro de los límites de las normas superiores.
Pensamos que las consideraciones precedentes pueden pecar de prolijas, pero no de
inútiles, si tenemos en cuenta la praxis que ha sido bastante habitual en los Sínodos
diocesanos, tanto en la historia como en el presente259.
257
“A lege naturali dupliciter potest aliquid derivari: uno modo, sicut conclusiones a principiis; alio modo, sicut
determinationes quaedam aliquorum communium. Primum quidem modus similis est ei, quo in scientiis ex
principiis conclusiones demonstrativae producuntur. Secundum vero modo simile est, quod in artibus formae
communes determinantur in aliquid speciale: sicut artifex formam communem domus necesse est quod
determinet ad hanc, vel illam domus figuram; derivantur ergo quaedam a principiis communibus legis naturae
per modum conclusionum: sicut hoc quod est non occidendum, ut conclusio quaedam derivari potest ab eo quod
est, nulli esse faciendum malum: quaedam vero per modum determinationis: sicut lex naturae habet, quod ille
qui peccat, puniatur; sed quod tali poena, vel tali puniatur, hoc est quaedam determinatio legis naturae: utraque
igitur inveniuntur in lege humana posita: sed ea quae sunt primi modi, continentur in lege humana, non tamquam
sint solum lege posita, sed habent etiam aliquid vigoris ex lege naturali: sed ea quae sunt secundi modi, ex sola
lege humana vigorem habet” (Summa Theologiae. I-II, q. 95, a 2).
258
Como es sabido, las normas canónicas deben su origen a las respuestas y soluciones dadas por la Jerarquía
para casos particulares, que con el tiempo pasan a ser adoptadas como ley general. Refiriéndose al sistema
normativo de la Iglesia, explica Lamberto de Echevarría: “No hay unos esquemas preestablecidos que se vayan
luego realizando, sino más bien al contrario. La sistematización viene como a remolque, a explicar y coordinar lo
que ya se ha producido” (El Derecho Particular, p. 194).
259
J. I. Arrieta destaca una serie de características comunes, en cuanto al objeto, de los SD españoles 19831990:
“1) Los temas tratados han tenido preponderantemente carácter de globalidad, en el sentido de que se han
considerado más los aspectos generales y esenciales de los problemas (...) y menos las manifestaciones
específicas y peculiares que los problemas tienen en la concreta realidad de cada Iglesia local.
“2) Puede constatarse también una notable similitud de los temas tratados en cada uno de los Sínodos,
habiéndose abordado en cada uno de ellos prácticamente todos los argumentos pastorales tópicos en el momento
actual...” (él atribuye esto en parte a la real homogeneización de los problemas).
“3)... una marcada tendencia a la abstracción y a la consideración de las cuestiones de principio, a lo que habría
que añadir un marcado descuido del método inductivo, particularmente necesario en la fase institucional del
Sínodo para prescribir concretos modelos de conducta, y acomodar a la diócesis la legislación universal” (Los
Sínodos, pp. 570-571).
115
D. REVOCACIÓN E IMPUGNACIÓN DE LOS DECRETOS SINODALES
Examinamos en este apartado algunos de los modos en que un decreto puede perder su
vigor, atendiendo sobre todo a lo que pueda haber de peculiar sobre los modos comunes de
cesación de una ley diocesana. Para ello debemos acudir a los elementos de juicio que nos
sirven las “Normas Generales” del libro I del Código de Derecho Canónico y la C. A. Pastor
Bonus, que establece el régimen de la Curia Romana, interpretadas por los especialistas e
ilustradas con algunos apuntes históricos.
1. La revocación mediante ley diocesana posterior
Una ley diocesana puede ser derogada o abrogada por otra ley diocesana posterior. Así
es en el Código actual (can. 20) y lo era bajo la vigencia del anterior Codex (can. 22). Los
decretos sinodales, ¿tienen un régimen revocatorio diferente? No parece haber argumento
jurídico-positivo para sostenerlo, desde el momento que “unus legislator in Synodo”, de
manera que la intervención del Sínodo (o de los sinodales) es condición previa para la emisión
del decreto, pero éste tiene por único autor al Obispo. En el De Synodo de P. Lambertini (Lib.
III, cap. V) encontramos la misma respuesta: refiriéndose precisamente a los modos de cesar
los decretos sinodales, nos dice que “(los decretos) toman su fuerza y eficacia solamente de la
autoridad y jurisdicción del Obispo, que es la misma tanto se ejerza en el Sínodo como fuera
del mismo” (n. I). La “perpetuidad” del decreto sinodal – expresión a veces empleada – no
tiene otro significado que la estabilidad propia de la ley, que no está vinculada a la persona
del Obispo, pues puede ser revocada tanto por el mismo que la promulgó como por sus
sucesores (n. II). A propósito de la dispensa de los decretos sinodales, afirma igualmente que
siguen el régimen común de la dispensa de las leyes diocesanas, alegando un aforismo
muchas veces usado en la doctrina histórica para sostener la reserva al legislador de la
dispensa sobre sus propias leyes: “omnis res, per quascumque causas nascitur, per easdem
dissolvitur” (n. VII).
Sin embargo, del actual contexto normativo podremos extraer una limitación a la libre
derogación de los decretos sinodales por el Obispo: la preceptiva audiencia al Consejo
presbiteral, que debe ser oído en los asuntos de mayor importancia (can. 500, 2), entre los
cuales deberíamos contar la derogación de un decreto sinodal, no sólo por la (presumible)
relevancia objetiva de la materia, sino también por la importancia de la implicación diocesana
que se ha verificado en su elaboración.
Hasta aquí, lo que podemos concluir del dato legal y de la historia reciente. Otra cosa
es que la prudencia gubernativa aconseje revocar leyes sinodales relevantes acudiendo a un
escenario de pareja importancia y solemnidad. Claro que esto será menos necesario cuando se
haya producido un cambio en las circunstancias que motivaron la antigua regulación, o ésta se
haya revelado poco realista, provocando quizá una prolongada desuetudo o inaplicación
práctica: circunstancias que pueden motivar un cambio normativo que de algún modo
certifique la defunción de aquélla y la sustituya por otra.
2. Impugnación de los decretos sinodales
El procedimiento de impugnación de un decreto sinodal es el mismo que puede
seguirse contra una ley diocesana, a tenor de art. 158 de la C. A. Pastor Bonus: solicitar al P.
C. para la Interpretación de los Textos Legislativos que declare su conformidad o
disconformidad con las leyes universales de la Iglesia260.
260
Art. 158 de la C.A. Pastor Bonus: “A petición de los interesados, (el Pontificio Consejo para la Interpretación
de los Textos Legislativos) determina si las leyes particulares y los decretos generales dados por los legisladores
inferiores a la autoridad suprema son conformes o no con la leyes universales de la Iglesia”. Sobre el
procedimiento seguido en este recurso, cfr. J. Herranz, El Pontificio Consejo.
116
Está legitimado para solicitar la declaración un arco muy amplio de sujetos: “Iis
quorum interest”, lo que englobaría tanto a las “personas sujetas a la ley en cuestión, o que
tengan al respecto un interés legítimo que tutelar”261. Eso significa que también podría hacerlo
un Dicasterio romano que tuviera conocimiento del decreto, lo que queda muy facilitado por
el traslado de la documentación sinodal a la Congregación correspondiente, trámite que
examinaremos al final de este trabajo.
Como decimos, la persona o el órgano solicitante pide al Pontificio Consejo que
dictamine la falta de “conformidad con las leyes universales” del decreto sinodal. Pienso que
no se trata de un juicio de estricta legalidad – es decir, de contravención del dictado expreso
de una norma universal –, pues éste no abarca la tutela de la justicia en todas sus dimensiones,
al no prever las leyes universales todos los hipotéticos casos de injusticia real: por ejemplo, un
decreto sinodal que retribuyera de manera poco equitativa a los presbíteros o que asignara a
ciertos colectivos una carga aparentemente injustificada. De otra parte, un examen de estricta
legalidad parecería restrictivo en relación con el derecho moderno anterior a la primera
codificación, que admitía la “appellatio” contra los decretos sinodales que se estimaran
“irracionales, demasiado graves y onerosos o infectos de otro vicio”262.
Por consiguiente, bien puede entenderse como un juicio de conformidad o
disconformidad no sólo con el tenor expreso de una concreta prescripción de ámbito
universal, sino – de una manera más amplia – con los criterios de justicia de algún modo
contenidos en la Ley universal. Esto puede afirmarse tanto en consideración al sentido
genérico de la noción de “ley canónica”, que puede ser referida a toda norma o criterio
jurídico aplicable a una situación dada263, como en virtud de los medios enunciados en el can.
19, que permiten “colmar las lagunas” del ordenamiento jurídico universal, supliendo las
insuficiencias de la ley escrita y capacitándolo en cierta medida para juzgar cualquier lesión
de la justicia que pueda presentarse en la sociedad eclesial264.
Ahora, nos podemos preguntar: ¿Es suficiente este procedimiento para proteger los
derechos de las personas o la justicia de una decisión sinodal? Los decretos sinodales, salvo
excepciones, consistirán en leyes diocesanas de destinatario genérico, no en decretos
singulares, por lo que – en principio – sólo cabría seguir esta vía de impugnación, ante el
Pontificio Consejo. Sin embargo, no parece irreal la hipótesis de un decreto sinodal que,
aunque formulado con la generalidad y abstracción de una ley, contenga lesiones de derechos
adquiridos o irroguen daños injustificados a ciertas personas o colectivos: habida cuenta de
que lo que se pretende es defender situaciones particulares, acaso individuales, ¿no parecería
desproporcionado pedir al Pontificio Consejo la declaración de ilegalidad del mismo decreto
general? De otro lado, la reclamación podría fundarse en títulos jurídicos de origen local,
como concesiones históricas o costumbres debidamente prescritas: ¿cómo encajar esta
argumentación con el esquema de trabajo propio del Pontificio Consejo, que consiste en el
cotejo del decreto sinodal con la Ley universal de la Iglesia?
261
J. Herranz, La Interpretación auténtica, p. 524.
Cfr. P. Lambertini, De Synodo, Lib. XIII, cap. V, nn. XII-XIII. Las palabras entrecomilladas están tomadas
del n. XIII. El autor advierte que dicha apelación no tenía efecto suspensivo del decreto sinodal.
263
Así lo afirma J. Miras, El Contencioso-administrativo, 417-418, en relación con un caso paralelo del que
tratamos poco después: la impugnación de decretos singulares ante la Signatura Apostólica por motivos de
“infracción de ley”.
264
Can. 19: “Cuando, sobre una determinada materia, no exista una prescripción expresa de la ley universal o
particular o una costumbre, la causa, salvo que sea penal, se ha de decidir atendiendo a las leyes dadas para los
casos semejantes, a los principios generales del derecho con equidad canónica, a la jurisprudencia y práctica de
la Curia Romana, y a la opinión común y constante de los doctores”. Es verdad que según este canon la
“plenitud” se predica del entero ordenamiento jurídico, sumadas las normas universales y las particulares, pero
las fuentes supletorias que menciona son suficientes para colmar las “lagunas” del ordenamiento universal,
haciendo que sea en sí mismo suficiente y “pleno” para juzgar de cualquier norma inferior.
262
117
En definitiva, cabe cuestionarse si no será posible recurrir un decreto sinodal
siguiendo el procedimiento diseñado en los cans. 1732 y ss. “contra los decretos
administrativos”265. Esto sería posible si se entendiera que lo verdaderamente relevante para
poder interponerlo fuera la posible lesión de unos derechos adquiridos o un daño injusto para
ciertas personas, con independencia de que dicha lesión esté contenida en una disposición que
se presente formalmente como ley particular o como acto administrativo singular266.
En todo caso, siempre le queda al pretendidamente lesionado por un decreto general
del Sínodo la posibilidad de provocar sucesivamente un acto concreto del Obispo (en forma
de respuesta a su petición de revocación de aquél, etc.), que podría ser objeto material de
impugnación, por consistir ya en un “acto administrativo singular”267.
Veamos someramente, por tanto, cómo es el procedimiento contra los decretos y otros
actos administrativos singulares contemplado en los cans. 1732 y ss.:
- El órgano llamado a conocer del recurso contra un decreto episcopal es el Dicasterio romano
competente según la materia de que trate el recurso (Pastor Bonus, artt. 19, 1 y 14). Está
legitimado para elevar el recurso “quien se considera perjudicado por un decreto” y puede
hacerlo fundándose “en cualquier motivo justo” (can. 1733, 1), lo que puede albergar una
gama muy amplia de personas físicas o jurídicas, y de razones favorables a la pretensión268.
- Si la respuesta del Dicasterio no satisficiera la pretensión de recurrente, éste podría acudir al
llamado recurso contencioso-administrativo ante la Signatura Apostólica. Los motivos
alegables para recurrir ante este Tribunal no son tan amplios como ante el Dicasterio, pues
deben circunscribirse a la “violación de alguna ley” (Pastor Bonus, art. 123). Sin embargo,
como en el caso de la impugnación ante el PCITL, tampoco ahora la Signatura está limitada a
emitir un juicio de escueta legalidad formal, pues la expresión “legem aliquam” puede
entenderse referida de modo genérico al ordenamiento canónico en su conjunto269.
265
La lectura directa de los cans. 1732 y ss. no parecen excluir de su regulación el recurso contra un “decreto
general”, pues aluden siempre al “decreto”, sin más precisiones. Es verdad que el can. 1732 determina: “Lo que
se establece en los cánones de esta sección sobre los decretos, ha de aplicarse también a todos los actos
administrativos singulares que se producen en el fuero externo extrajudicial...”, pero esta redacción admite
diversas lecturas (también la versión oficial latina). Sin embargo, expertos en la materia como E. Labandeira (El
Recurso jerárquico, n. 10) y J. Miras (Comentario exegético, vol. IV/2, al can. 1732, n. 1) parecen no albergar
dudas al respecto y lo presentan como una tesis pacífica.
266
Quizá vengan al caso unas palabras del propio J. Miras, El Objeto del recurso, p. 561, referidas al recurso
sucesivo ante la Signatura Apostólica: “...en la determinación material del objeto del recurso contenciosoadministrativo habría que privilegiar el contenido y las reales consecuencias jurídicas de los actos (impugnados),
por encima de sus aspectos formales o su género documental, siempre que no lo impida una norma explícita en
contrario. Esto debería significar, en la práctica, que no cabría denegar la posibilidad de recurso contra ningún
acto de autoridad que sea apto para producir consecuencias propias de un acto administrativo...”. El autor no
parece pensar en el supuesto que nos planteamos, pero ¿no valdrían estas consideraciones suyas para justificar un
recurso administrativo contra ciertos puntos contemplados en un decreto sinodal “general”?
267
Vide texto de J. Miras en la nota precedente.
268
Según E. Labandeira, El Recurso jerárquico, la lectura de los cans. 1733, 1734 y 1737 aboca a la conclusión
de que basta un interés legítimo, consistente en un perjuicio supuestamente causado por el acto o como un
beneficio justo que se espera obtener, para interponer el recurso (p. 457). La “causa justa” es de contenido muy
amplio: “abarca no sólo los motivos de justicia y legalidad, sino también los basados en razones de oportunidad,
conveniencia o buena administración” (p. 462). La interpretación auténtica del PCITL sobre el can. 1737, del 20V-1987, explicita que sólo pueden recurrir ante el Superior las personas físicas o jurídicas, y que, si un colectivo
no personificado quiere recurrir, debe hacerlo “en cuanto fieles singulares que actúan bien individualmente bien
conjuntamente, con tal que hayan padecido realmente un gravamen” (AAS, 80, 1988, 1818).
269
Explica J. Miras, El Contencioso-administrativo, p. 418: “...no se puede dar a las palabras legem aliquam el
valor de una referencia estrictamente ceñida a la ley en sentido formal – entre otros motivos, porque no se
avendría semejante interpretación con un ordenamiento canónico que prescinde de la delimitación cuidadosa de
las características que definen la ley en sentido formal, absolutamente ausente de las normas generales del
Código en lo relativo a las leyes –, sino más bien un sentido genérico, referido a toda norma jurídica aplicable a
la situación a la que afecta el acto recurrido”.
118
CAPÍTULO VI. DESARROLLO DEL SD
Como ya sabemos, el Sínodo puede ser contemplado como asamblea y como órgano,
y también como un proceso, es decir, como una sucesión de actos humanos concatenados y
ordenados a una finalidad bien precisa. Al desarrollo del proceso sinodal dedicamos este
capítulo. Para ello, nos serviremos en buena medida de la Instrucción romana, pues ofrece un
itinerario claro de desarrollo de las labores sinodales tanto preparatorias como celebrativas, y
procurando contrastarla con las fuentes históricas, para así poner en evidencia el significado
de las novedades recientemente introducidas.
Pero hay un punto importante para cuya definición debemos evitar toda visión
evolutiva del Sínodo: precisamente la determinación del inicio y de la conclusión del Sínodo,
con el que abrimos este capítulo.
1. Inicio y conclusión normal del Sínodo
La primera pregunta que nos debemos hacer al tratar del desarrollo del Sínodo es la
siguiente: ¿en qué momentos se debe fijar el inicio y el fin normales (o naturales) del Sínodo?
Es una cuestión que el Código no resuelve – únicamente trata de la conclusión anómala del
Sínodo – quizá porque la considera de interés exclusivamente especulativo. Sin embargo, sí
puede tener una notable relevancia práctica, precisamente por su incidencia sobre los
“mecanismos” de conclusión anómala previstos por en el cuerpo legal: concretamente, si el
Sínodo no hubiera comenzado realmente o ya hubiera terminado, el Obispo no tendría
necesidad de decretar la suspensión o la disolución, aunque se hubieran realizado una serie de
labores preparatorias (can. 468,1); del mismo modo, la situación de sede vacante o impedida
no interrumpirá un Sínodo que en rigor no había comenzado o ya se había terminado, por lo
que el Obispo que suceda no necesitará “decretar su continuación” o “declarar su conclusión”
(can. 468, 2). También podría añadirse que, de no haber acabado realmente, no habrá lugar a
la promulgación-publicación de decretos y declaraciones sinodales, que, si bien no es un
deber jurídico, al menos sí podemos considerarlo una cierta obligación moral.
Para responder a este interrogante no es pertinente la consideración del Sínodo en el
sentido apuntado de “proceso de actuaciones”, que se iniciaría con el anuncio del Obispo y las
primeras provisiones preparatorias y terminaría con la promulgación-publicación de los
decretos y declaraciones. Tampoco es adecuado el punto de vista ceremonial, en cuyo caso
abarcaría el arco temporal que va desde la ceremonia inaugural hasta la ceremonia de clausura
señaladas por el Caeremoniale Episcoporum. Debemos, en cambio, adoptar una perspectiva
jurídica, que atienda a la naturaleza y objeto del Sínodo tal como vienen enunciados en el
Código, es decir, una asamblea o grupo (congregatio, coetus) que tiene por cometido “prestar
ayuda al Obispo” (can. 460) en forma de consejo.
Así considerado, el Sínodo quedaría constituido con la convocatoria del Obispo, pues
es entonces cuando se configura el grupo y los miembros adquieren los derechos y
obligaciones de sinodal. Para determinar el momento de la conclusión normal del Sínodo
debemos seguir la misma lógica, lo que, a primera vista, nos conduce a ponerlo en la
disolución de la asamblea. Sin embargo, me inclino por una respuesta algo diferente, que sitúa
el final en la entrega de los borradores de documentos al Obispo por parte de las Comisiones
nombradas al efecto: es entonces cuando se puede dar por concluida la misión de
asesoramiento del Obispo, pues tales comisiones están formadas por miembros del Sínodo y
su cometido consiste en sintetizar y transformar en textos las diversas aportaciones hechas en
el aula sinodal; un coronamiento, por tanto, de las sesiones sinodales. En esta misma línea
parece situarse el Reglamento del Sínodo de los Obispos art. 41, que pone la conclusión del
119
mismo en la presentación al Romano Pontífice de la Relación hecha por el Secretario General,
“en la cual se describen los trabajos realizados sobre el argumento o los argumentos
examinados y se presentan las conclusiones a las que hayan llegado los Padres”.
Así parece entenderlo también la Instrucción romana: es significativo que la
Instrucción cierre el capítulo IV dedicado al “Desarrollo del Sínodo” con la “composición de
los proyectos de textos sinodales” a cargo de las comisiones sinodales (n. 6), mientras que la
aprobación episcopal de los decretos y declaraciones es contemplada en el capítulo siguiente.
Sin embargo, no pensamos que esta cesura responda necesariamente a la intención de
configurar la firma y promulgación de los textos sinodales como un acto temporalmente
sucesivo a la clausura formal del Sínodo, pues nada impide al Obispo publicar la
documentación en ese momento, a la manera como en el antiguo modelo sinodal se solían
promulgar “en el Sínodo” los decretos (Codex, can. 362)270.
2. Conclusión anómala del Sínodo
El Código can. 468 contempla la posibilidad de una conclusión anómala del SD: “1.
Compete al Obispo diocesano, según su prudente juicio, suspender y aun disolver el sínodo
diocesano. 2. Si queda vacante o impedida la sede episcopal el sínodo diocesano se
interrumpe de propio derecho, hasta que el nuevo Obispo diocesano decrete su continuación o
lo declare concluido”. Sobre las circunstancias que aconsejen la suspensión o disolución del
SD, la Instrucción explicita: “por ejemplo, una orientación insanablemente contraria a la
enseñanza de la Iglesia o circunstancias de orden social que perturben el pacífico desarrollo
del trabajo sinodal”. Y añade finalmente: “Si no existen particulares motivos que lo
desaconsejen, antes de emanar el decreto de suspensión o de disolución, el Obispo solicitará
el parecer del Consejo presbiteral —el cual debe ser consultado en los asuntos de mayor
importancia —, pero quedando él libre de adoptar o no la decisión” (IV, 7).
En este tema es importante analizar el significado de las expresiones que emplea el
canon para describir los distintos casos y sus consecuencias. Expresiones que, por una parte,
no eran empleadas por el Codex, el cual no regulaba tales supuestos, y que, por otra, son
semejantes a las usadas en el can. 347, 2 para el Sínodo de los Obispos en el caso de vacancia
de la Sede Apostólica (“declarar la disolución”, “decretar la continuación”), con una
interesante diferencia: la vacancia de la Sede produce la “suspensión ipso iure” (no la
“interrupción”) hasta que el nuevo Papa resuelva qué hacer.
- En primer lugar la “interrupción”. “Interrumpir” no es una expresión que tenga una
particular significado jurídico, a diferencia de “suspender” o “disolver”. Por lo tanto, hemos
de tomarlo en su significado común de paralización de un proceso o de un trabajo, sin que
tales concluyan. En este sentido, sería equivalente a la noción jurídica de suspensión, y el
hecho de que el mencionado can. 347 emplee “suspensión” más parece confirmar esta tesis
que negarla.
- El nuevo Obispo que quiera proseguir el trabajo ya iniciado no convoca un nuevo Sínodo,
sino que debe decidir su “continuación”, lo que significaría que nunca pereció, sino que se
mantuvo en estado latente. Y, sin embargo, debe hacerlo por decreto, mientras que en el caso
de que decida concluirlo es suficiente que así lo “declare”. Emitir un decreto es siempre
innovar la situación existente, mientras que “declaración” sugiere que simplemente se
formaliza la conclusión del SD ya operada por el cese del Obispo anterior. ¿No resulta
contradictorio? Si el Sínodo había quedado simplemente “paralizado” ¿Cómo es que se
270
Suponiéndolo praxis habitual a mediados del s. XIX, D. Bouix Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. XVI,
propositio XIVª afirma, fundándose en la autoridad de Lambertini: “Statuta synodalia, ut obligare incipiant, non
alia indigent promulgatione, praeter eam quae fit in ipsa Synodo”. Pero tengamos presente que entonces los
decretos sinodales estaban preparados de antemano por el Obispo.
120
precisa un acto de algún modo innovador para continuarlo y, en cambio, basta una declaración
que certifique que ha concluido?
Al margen de la confusión que producen las voces empleadas por el canon, una
conclusión se puede sacar de este breve examen: el Código concibe la existencia de un SD
como una asamblea unida a una persona, la del concreto Obispo que lo convocó, y no a una
diócesis y ni siquiera a un oficio objetivado (el de Obispo diocesano), por lo que, al faltar el
Obispo, en realidad cesa también el Sínodo. En consecuencia, el nuevo Obispo podrá optar
tanto por “declararlo” concluido (pienso que concluiría igualmente si no lo declarase), como
convocar un nuevo Sínodo y proceder al nombramiento de nuevos sinodales, como decretar
su continuación con los mismos ya nombrados.
A. EL DESARROLLO DEL SD A LA LUZ DE LA HISTORIA
Si nos preguntamos por la estructura básica que debe tener un SD en cuanto asamblea
consultiva, la respuesta podría ser:
- el Obispo pregunta
- los sinodales responden
- y el Obispo dispone
Este es, indudablemente, el esquema sinodal que el actual Código asume
implícitamente. Al Obispo corresponde fijar el objeto o las cuestiones que se someterán a
consulta; luego los sinodales debaten las cuestiones y proponen soluciones o textos;
finalmente el Obispo decide lo que ha de hacerse. Así debe ser, porque se adecua a la
naturaleza de las cosas: el preguntar inicial y el disponer final corresponden al titular de la
potestad eclesiástica, mientras que el consejo es propio de aquellos que tienen autoridad moral
y jurídica para formularlo271. La Instrucción romana hace propia de manera explícita esta
estructura, al encomendar al Obispo la “definición de las cuestiones” (III, C, 3); a los
sinodales, la libre discusión de las mismas (IV, 4); y de nuevo al Obispo, la “redacción final”
de los decretos y de las declaraciones (V, 1).
Sin embargo, no parece que este esquema básico haya sido seguido en los SD
anteriores al Concilio Vaticano II ni tampoco en los que vinieron después, aunque por razones
opuestas: el modelo consagrado por la letra del Codex de 1917 primaba el papel del Obispo y
parecía relegar a los sinodales a una función punto menos que aclamatoria; en la praxis
posconciliar, por el contrario, es el Obispo el que parece quedar relegado, mientras que son
los documentos redactados en la fase preparatoria y “aprobados” por los sinodales los que
asumen protagonismo y prevalencia. Es de notar un punto en que ambos modelos concuerdan:
los trabajos preparatorios son determinantes del resultado del Sínodo, a expensas de la
celebración sinodal, aunque, en el caso del primero, la reiteración obligatoria de los Sínodos
(cada 10 años, según el Codex) condujese a una preparación modesta para los parámetros
actuales.
Veamos someramente cada uno de estos modelos, el preconciliar y el inmediatamente
posconciliar, y procedamos después a compararlos con el que ofrece la Instrucción romana.
1. Esquema de desarrollo del SD preconciliar
Como decimos, los SD anteriores al Concilio Vaticano II privilegiaban la posición del
Obispo, pues los sinodales eran solicitados a pronunciarse sobre textos ya preparados por él
con la ayuda de comisiones de expertos por él nombrados. Así lo confirmaría una lectura
271
Álvaro D’Ors lo formula a manera de aforismo: “Pregunta quien puede, responde quien sabe”: cfr. Una
Introducción, p. 19.
121
atenta del Codex de 1917 y de sus fuentes normativas272. Era en esta sede preparatoria,
firmemente controlada por el Obispo, donde se tenían las discusiones y era a los miembros de
las comisiones preparatorias a quienes el Codex reconocía explícitamente la libertad de
expresión (can. 361)273. Un experto estudioso de los Sínodos celebrados en Italia en los
últimos siglos, da cuenta de la ausencia de todo debate sinodal acerca de las propuestas del
Obispo y añade que no hay traza de que las constituciones sinodales preparadas de antemano
hayan sido sometidas por el Obispo a la crítica de los sinodales274. Ciertamente, poco espacio
podía haber para la discusión en un Sínodo que, según el Pontificale Romanum de Clemente
VIII, se resolvía en tres días y que, en principio, debía celebrarse en la Catedral (Codex, can.
357). En definitiva, en el modelo sinodal que consagra el Codex, la intervención de los
sinodales no revestía la forma de un “consilium” previo a la adopción de medidas pastorales,
sino de un “consensum” sucesivo a la propuesta episcopal y no vinculante.
¿Un Sínodo, pues, controlado por el Obispo ab ovo usque ad mala, donde no quedaba
al clero diocesano otra opción que asentir pasivamente a las “propuestas” del Obispo? No hay
que confundir los trabajos sinodales contemplados por el Codex (incluida la labor de las
commissiones preparatorias) con la realidad de los hechos. Hay elementos para estimar que sí
se daba una real participación activa del clero, sólo que ésta era antecedente respecto de la
constitución de las comisiones preparatorias, en una etapa que correspondería a lo que hoy es
la “consulta de la Diócesis”275. Así lo señalan algunas fuentes doctrinales significativas: el De
Synodo de P. Lambertini indica la conveniencia de que, antes de afrontar los trabajos
sinodales, se solicite a los arciprestes, a los párrocos de la ciudad, a los confesores de monjes
y a otros “probis, et prudentibus viris” que averigüen todo aquello que, a su juicio, deba ser
enmendado en la Diócesis276. Fuentes Caballero, buen conocedor de los Sínodos históricos,
sobre todo españoles, nos informa de que la labor de las comisiones preparatorias eran
precedidas por los “memoriales” o propuestas del clero, reunido en arciprestazgos; la
Comisión o comisiones preparatorias elaboraban estos memoriales y los presentaba a la
decisión del Obispo; finalmente, el Obispo aprontaba los textos y consultaba sobre los
mismos al Sínodo277. Entre los Sínodos organizados para aplicar el Codex de 1917, un botón
de muestra del mismo hecho nos lo ofrece el celebrado en la Diócesis de Oviedo en 1923 bajo
la Presidencia del Obispo D. Juan Bautista Pérez, cuyo itinerario preparatorio se inicia con
una carta Circular del Obispo, de fecha 2-XII-1922, “comunicando a los Arciprestes y Clero
272
Una prueba casi anecdótica nos la suministra P. Lambertini, De Synodo, Lib. IV, cap. I, al tratar de la
constitución de los oficios sinodales: “Ad evitandas turbas et precavendo tumultos, qui certe florent, si singulis
de Clero venia daretur reclamandi adversus decreta (preparados con antelación), quae in Synodo promulgantur,
solet Episcopus aliquem constituere totius Cleri Procuratorem, qui omnium nomine, ea tamen qua decet
modestia, et reverentia, dicat in Synodo, quae Clero displicent, quaeque ex iis, quae aut statuta, aut statuenda
sunt, difficiliora, et aspera videantur; simulque modum suggerat, quo ea emollliri Clerus optaret: omnia porro,
quae nomine Cleri petierit, scripta tradat Synodi Secretario” (se tenga en cuenta que al Sínodo de entonces
contaba con una amplísima presencia del clero diocesano y “extradiocesano”).
273
Este punto puede suscitar sorpresa en el lector, pero el tenor de los cans. 360 y 361 del Codex era inequívoco:
“Can 360, 1. Episcopus, si id ipsi expedire videatur, opportuno ante Synodum tempore, unam vel plures e clero
civitatis et dioecesis commissiones nominet, seu coetus virorum qui res in Synodo tractandas parent”. “Can 361.
Propositae quaestiones omnes, praesidente vel per se vel per alium Episcopo, liberae adstantium disceptationi in
sessionibus praeparatoriis subiiciantur”.
274
Cfr. S. Ferrari, I Sinodi diocesani, pp. 722-23.
275
J. Gaudemet, Le Droit canonique, p. 262, testimonia que ya en la Edad Media: “En el curso de esta asamblea
(el SD)... son leídos y publicados por el Obispo los estatutos diocesanos”. Y se pregunta: “¿En qué condiciones
han sido éstos preparados? No se sabe. Canónicamente el Obispo es la sola autoridad para ‘decir el derecho’ en
su diócesis. ¿Podía ser que se rodease de consejos, consultar, hacer redactar unos proyectos, luego discutidos por
el clero o más ampliamente en la asamblea sinodal? Nada se oponía a ello”.
276
De Synodo, Lib. VI, cap. I, I.
277
Cfr. El Sínodo, pp. 556 ss.
122
de la Diócesis el propósito de celebrar un Sínodo Diocesano e invitándoles a informar sobre
los puntos que pudieran ser objeto de estudio en el mismo”.
Como vemos en todos estos casos, es el Obispo quien lleva la voz cantante, pero los
consultados – en última instancia, el presbiterio diocesano – no son una simple masa coral ni
meros destinatarios pasivos de sus decisiones. Por consiguiente, parece justo afirmar, en
relación con los Sínodos de entonces: “Las constituciones sinodales – su elaboración y
definitiva publicación – es el resultado de esfuerzos comunes. El Obispo que legisla y
promulga las constituciones, el clero sinodal que, con sus orientaciones, propuestas y
sugerencias, ha servido de ayuda insustituible al prelado en el desempeño de su función de
gobierno”278. En definitiva, la cuestión de la mayor o menor dependencia del SD respecto del
Obispo no se puede resolver sólo atendiendo a los textos normativos, sino también a la praxis
preparatoria que se haya seguido en cada caso, y también al talante del Obispo diocesano.
Volviendo ahora la mirada a las sesiones mismas de Sínodo, D. Bouix nos informa de
que, en tiempos ya cercanos a la promulgación del Codex, en Francia era sentida la necesidad
de una más efectiva participación de los sinodales, lo que se traducía en la praxis de constituir
“comisiones” para la discusión de los diversos temas particulares, además de las asambleas
generales donde se examinaba “sensum totius Synodi”. Y advierte que, aunque legalmente no
era necesario que el Obispo solicitara el consejo ni el consentimiento de los sinodales sobre el
contenido de las constituciones, sí era muy conveniente el hacerlo y que, de hecho, ésta era
práctica habitual a mediados del s. XIX279. Ya bajo la vigencia del Codex, un manual del
prestigio de Wernz-Vidal testimoniaba la perplejidad suscitada por los cánones, al suponer
que la libertad de expresión, reservada por can. 361 a las comisiones preparatorias, debía
extenderse también a las “congregationes generales omnium synodalium” y a las
“commissiones particulares” constituidas dentro del Sínodo”280.
2. Esquema de desarrollo en la praxis sinodal posconciliar281
Los SD que se han venido celebrando después del Vaticano II ha cargado igualmente
el peso del SD en el platillo de la preparación, pero – a diferencia del Sínodo histórico – a
menudo limita la intervención del Obispo al final del proceso, para convalidar, con las
oportunas correcciones si fuera el caso, los documentos y elaborados. Detengámonos en
algunos aspectos de esta praxis:
- La temática de estudio sinodal suele ser fijada sobre la base de una amplia consulta a los
fieles.
- La fase preparatoria comprende un arco temporal prolongado (varios años) y se estructura a
manera de una red capilar de reuniones celebradas en las parroquias y otras comunidades, a
las que siguen frecuentemente otras en una esfera superior (arciprestazgo, zonas, etc.), con el
objeto de debatir libremente los temas sinodales a manera de “minisínodos”. El fruto de su
trabajo es sintetizado por una o varias comisiones diocesanas, que preparan unos borradores
de documentos para su estudio en el SD propiamente dicho.
- El Sínodo propiamente dicho suele estar integrado por un número alto de sinodales
(normalmente, varios centenares) y su celebración abarca unos pocos días. Su labor consiste
en la votación y aprobación por mayoría cualificada de los borradores elaborados a la
conclusión de la fase preparatoria, sin que – por lo común – haya ocasión para un debate
278
J.A. Fuentes Caballero, ibidem pp. 563-564.
D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. XIII y cap. XVI, propositio Vª.
280
Cfr. Ius Canonicum, T. II, n. 628.
281
Para conocer el modus procedendi de los SD posconciliares, que a continuación exponemos, cfr. La
Synodalité. La participation au gouvernement dans l'Èglise, que trae una exposición particularizada de la
experiencia sinodal posconciliar según los países hasta el inicio de la década de los 90. En particular, cfr. las
colaboraciones de J.I. Arrieta, Los Sínodos (para España); R. Pagé, Les Synodes, y J.H. Provost, The
Ecclesiological (para Norteamérica); A. Longhitano, I Sinodi (para Italia). Cfr. también J.M. Martí, Sínodos.
279
123
auténticamente sinodal282. Borradores extensos, elevado número de sinodales y brevedad del
tiempo entrañan el peligro de reducir el trabajo sinodal a unas votaciones anónimas que
apenas pueden aspirar a algo más que maquillar los textos.
- El proceso sinodal se presenta como una labor conjunta que tiene por sujeto a la Iglesia
local. Asimismo, los documentos sinodales se expresan en términos colectivos, como
procedentes de un grupo283. El Obispo suele limitar a un mínimo su intervención activa en el
proceso, reservándose para el final del mismo, cuando llega la hora de aprobar los
documentos preparados.
Por decirlo con una imagen, el desarrollo del SD, desde sus fases iniciales hasta su
término, se asemeja al decurso de un río en que las reuniones preparatorias son como los
regatos y torrentes que van confluyendo para dar lugar a corrientes mayores, las cuales
finalmente se juntan en el cauce definitivo de las sesiones sinodales.
3. Esquema de desarrollo propuesto por la Instrucción romana
Este esquema de desarrollo ha sido modificado en buena medida por la Instrucción
romana. Para empezar, la sección IV se abre con una advertencia, genérica pero importante:
“El verdadero sínodo consiste justamente en las sesiones sinodales. Es preciso, por ello,
procurar un equilibrio entre la duración del sínodo y la de la preparación y, además, disponer
las sesiones en un arco de tiempo suficiente que permita estudiar las diversas cuestiones e
intervenir en la discusión”. Así, pues, más esfuerzos y tiempo dedicado a las sesiones
sinodales y menos a la preparación, de manera que la fase celebrativa adquiera tanta o más
importancia práctica que la preparatoria y – podríamos también colegir – se abrevie la suma
total de tiempo dedicado al Sínodo284.
En un análisis más particularizado:
- la temática general es determinada de antemano por el propio Obispo, aunque nada obsta a
que sea fijada tras una previa consulta (III, A, 1).
- La fase preparatoria no consiste en “minisínodos” donde se debaten las cuestiones, sino una
especie de encuesta a los fieles acerca de “sus necesidades, sus deseos y su pensamiento
acerca del tema del sínodo” (Instrucción II, C, 2). Una tarea, pues, de significado informativo
más que deliberativo, semejante a los “memoriales” que antaño el clero elevaba al Obispo,
pero ahora elaborados mediante reuniones y en un marco eclesial abierto a todos los fieles.
- La consulta termina en la obra de síntesis que se encomienda a la Comisión Preparatoria del
Sínodo, que para ello usará los servicios de “grupos de expertos en las diversas disciplinas y
ámbitos pastorales” (III, C, 3). Se rescatan, de esta manera, las comisiones preparatorias
contempladas en el Codex de 1917, que los redactores del actual Código omitieron para dejar
las manos libres al Obispo.
- Al final de la fase preparatoria, la Instrucción (III, C, 3) requiere una intervención personal y
decisoria del Obispo para “definir las cuestiones” a partir de la información recabada hasta
entonces. Por “definición de las cuestiones”, entiende primariamente la elaboración de unos
“cuestionarios” que permitan una discusión abierta en las sesiones sinodales, aunque también
admite la posibilidad de presentar a los sinodales unos borradores de documentos.
282
Sin embargo, para los sínodos celebrados en Italia, A. Longhitano, I Sinodi, p. 603, afirma que también se han
dado Sínodos en los que prevalecía la “fase celebrativa”, con sesiones sinodales prolongadas e investidas de
mayor responsabilidad sobre la documentación sinodal.
283
Este punto lo acredita el tenor de los lemas o slogans usados para el SD: “caminando juntos en la fe”, “juntos
en Cristo”, “vivir nuestro Bautismo”, etc. y la denominación de los documentos resultantes del SD:
“recomendaciones” “resoluciones”, “proposiciones”, “objetivos”, etc. Cfr. R. Pagé, Les Synodes.
284
A. Longhitano, I Sinodi, pp. 603-604, alerta del riesgo de que, debido a la duración de la preparación, el
Obispo deba abandonar la sede por traslado o por renuncia canónica dejando el SD a medio hacer o bien
completo pero sin que sus disposiciones hayan sido llevadas a efecto, lo que puede mermar mucho su eficacia.
124
- Terminadas las intervenciones del aula sinodal, el Obispo constituye diversas comisiones de
sinodales para la composición de los documentos, “dando las oportunas indicaciones” al
efecto (IV, 6). Finalmente, “procede a la redacción final de los decretos y declaraciones, los
suscribe y ordena su publicación” (V, 1)285.
Volviendo a usar la comparación del Sínodo-río, la Instrucción introduce en el
desarrollo del SD una serie de presas que interrumpen el flujo y fijan el caudal aguas abajo.
Es el Obispo quien, por un acto personal: al inicio del desarrollo, señala la temática general
del Sínodo; al final de la fase preparatoria y antes de las sesiones sinodales, define las
cuestiones que serán el objeto de los debates; terminadas las intervenciones sinodales, encarga
personalmente la redacción de los textos.
Podemos decir que, según la Instrucción, el SD se desarrolla a manera de un
“diálogo”, inicialmente abierto, al que se tratará de ir paso a paso dando concreción. Un
diálogo cuyos interlocutores son, por una parte, el Obispo, y, por la otra, el Consejo
presbiteral (para decidir la convocatoria), los fieles de la diócesis (en la fase de preparación) y
finalmente los miembros del Sínodo (en la celebración del Sínodo). En este diálogo, el Obispo
lleva siempre la iniciativa formal: es él quien impulsa el inicio del SD, lo dirige en su
desarrollo y lo corona finalmente con las declaraciones y decretos. A él corresponde la
“recapitulación”, la última y definitiva palabra, no sólo en la clausura del Sínodo sino también
en la conclusión de cada fase del iter sinodal: una función que podíamos llamar
“determinativa” o – usando una expresión de Berlingó – “apical” (de ápice)286, que la
instrucción justifica con las palabras de San Pablo “probarlo todo y retener lo que es bueno”
(I, 2)287.
Por su parte, los sinodales (y, en cierta medida, la comunidad cristiana) asumen su
papel propio en el SD, participando corresponsablemente en el proceso que aboca a las
decisiones del Obispo: no ocupan la posición de destinatarios de las decisiones legislativas
más solemnes del Obispo, sino de colaboradores del mismo en la adopción de decisiones288.
No es un instrumento para que el Obispo “conciencie” a los clérigos y fieles de la necesidad
de unas soluciones preconcebidas e inducirles a que las acepten, sino para ayudar al Obispo a
encontrar la solución a los problemas. Tiene que ver con la génesis de las decisiones, no
propiamente con la publicación, difusión y aplicación de las mismas.
Como conclusión de estas consideraciones introductorias del desarrollo del SD,
diremos, con Corbellini, que en el SD “se verifica una relación especial e irrepetible entre el
285
Llama la atención la similitud entre el modelo de itinerario sinodal propuesto por la Instrucción y el que
ofrecía el Prof. Jean Beyer – consultor de la Congregación para los Obispos, coautora de la Instrucción – en un
trabajo precedente (De Synodo, p. 391ss.). Por eso mismo, es significativa una diferencia que se observa entre
ambos modelos, porque manifiesta una intención bien meditada por parte de las Congregaciones: Beyer proponía
que se constituyeran comisiones preparatorias, a la manera de las propuestas en el antiguo Codex de 1917 (can.
360), que, previamente al inicio del SD, preparasen unos borradores que sirvieran de base a los debates
sinodales. La Instrucción, en cambio, contempla las comisiones redactoras de los documentos como “comisiones
de sinodales” y ubica su trabajo al final de la celebración del SD. Es obvio que la parte más importante de los
trabajos sinodales se desplaza de la preparación a la celebración.
A este propósito, dice A.F. Rehrauer, The Diocesan: “En el proceso sinodal necesitamos hacer entender
a la gente que unas 'conclusiones preliminares' o unos 'borradores' de documentos son simplemente eso y no
más, y que la tarea más importante de discusión y consenso está aún por llegar”.
286
S. Berlingò, Consensus.
287
R. Kennedy compara la función del “líder” en el desarrollo de los procesos de toma de decisiones con la del
director de orquesta: “El director de orquesta no toca ningún instrumento ni canta un aria; no recita un texto; no
aparece en un coro o en un ballet (...). Sin embargo, efectúa un servicio indispensable. Él saca fuera los dones de
los demás; él coordina, motiva, inspira; silenciosamente y sin ser notado, él hace posible que el acontecimiento
se produzca” (Shared, p. 22).
288
Cfr. A. Viana, La Instrucción, p. 746.
125
Obispo y su Iglesia particular, en el sentido de que ella es simultáneamente objeto, y sujeto
juntamente con el Obispo, de su servicio pastoral”289.
Después de este cotejo histórico, pasamos a analizar las diversas las fases en que se
despliega el “proceso sinodal”. No sin antes notar que, para impulsar cada una de las etapas,
serán precisos actos formales del Obispo. Pueden contarse entre ellos el Anuncio público de la
decisión de celebrarlo y una serie de decretos preliminares: de constitución de los oficios
preparatorios, de fijación del itinerario de preparación, de aprobación del Reglamento del
Sínodo. A éstos seguiría el Edicto de Convocatoria del Sínodo, el Decreto de “determinación
de las cuestiones” que serán propuestas a la reflexión sinodal (o de aprobación de los
borradores de documentos) y de Conclusión del Sínodo. Finalmente la Promulgaciónpublicación de los decretos y declaraciones290.
B. LA PREPARACIÓN DEL SD
Como ya sabemos, el Código evita toda alusión a la preparación del SD, para dejar
libertad al Obispo de hacerlo como bien le parezca291, y que la Instrucción suministra al efecto
algunas orientaciones. A continuación hacemos un examen más detallado de los diferentes
hitos de la fase preparatoria, distinguiendo entre dos tipos de actuaciones, advirtiendo que no
son temporalmente secuenciales las segundas respecto de las primeras: por una parte, las
“providencias organizativas”, o relativas a la arquitectura jurídica del Sínodo (convocatoria,
reglamento, etc.); por otra, el “desarrollo de la fase preparatoria”, consistente en la
interpelación de las instancias diocesanas y para cuya exposición seguiremos la guía de
Instrucción romana.
Conviene señalar preliminarmente que, al analizar el desarrollo de la Preparación del
SD en esta parte B y de la Celebración en la parte C, aludiré a “Comisiones” de diversos
tipos: la “Comisión Preparatoria”, las “comisiones preparatorias temáticas” y las “comisiones
289
G. Corbellini, Il Sinodo, p. 457.
Véase como ilustración, la sucesión de actos formales del Obispo Juan Bautista Pérez en la celebración del
Sínodo diocesano de Oviedo de 1929:
- Se inicia con una carta Circular del Obispo, de fecha 2-XII-1922, “comunicando a los Arciprestes y Clero de la
Diócesis el propósito de celebrar un Sínodo Diocesano e invitándoles a informar sobre los puntos que pudieran
ser objeto de estudio en el mismo”. Lo que equivaldría a la actual “consulta a la Diócesis”.
- el “Decreto de Preparación del Sínodo Diocesano”, de 1º de enero de 1923. En dicho decreto, “habidas en
consideración las informaciones recibidas..., nombramos, elegimos e instituimos las siguientes Comisiones” (se
elencan las comisiones preparatorias y los eclesiásticos que formarán parte de ellas, todos ellos titulares de
oficios diocesanos y eclesiásticos de nota); entre ellas, se cuenta la Comisión Central, a la que se encomienda la
coordinación de las otras comisiones y la síntesis final del Proyecto de Constituciones.
- El “Edicto de Convocatoria para el Sínodo Diocesano”, que es una llamada dirigida a los que han sido
nombrados sinodales para que asistan al Sínodo.
-Por fin, una Circular de fecha 9-X-1923, que expone el Proyecto de Constituciones Sinodales (lo que hoy sería
la “determinación de las cuestiones”): “Con el fin de que todos los convocados al SD puedan ver y examinar
cómodamente el proyecto de Constituciones Sinodales (preparados por las Comisiones Preparatorias), que han
de ser aprobadas en las sesiones solemnes del mismo... se pondrán a disposición de los Padres, en la Sala de
Conferencias del Palacio Episcopal, varios ejemplares del mencionado proyecto...”.
-En el “Acta General del Sínodo” publicado en el mismo volumen se indica con claridad que las sesiones del SD
consistieran en actos de significado fuertemente litúrgico y protocolario (Procesión inicial, Celebraciones
Eucarísticas, relaciones solemnes, bendición final) donde las Constituciones ya preparadas fueran aprobadas
todas por unanimidad.
291
Los redactores del Código actual aprontaron un esquema sobre la preparación del sínodo, sobre la falsilla del
antiguo c. 360 del Codex, pero fue finalmente suprimido. El motivo: dejar en libertad al Obispo para que
organizase el SD según las necesidades de la Diócesis: cfr. Communicationes XVI, n. 2 (1982), p. 211.
290
126
de sinodales”. En todos estos casos, pese a la confusión que puede crear, he preferido usar el
mismo término de “comisión”, para atenerme al texto de la Instrucción o para subrayar – en el
caso de las “preparatorias temáticas” – su continuidad con las “comissiones” contempladas en
el antiguo Codex (can. 360). Pero es preciso advertir que son grupos de muy diferente
composición, cometidos y escenario operativo. Aparte están los que, en consonancia con
algunos precedentes modernos, denominamos “círculos menores de sinodales”.
1. Providencias organizativas
La celebración del Sínodo requiere de una serie de providencias previas de tipo
organizativo. Pero antes de tomar la decisión, el Código impone el deber de consultar al
Consejo presbiteral. Las fuentes históricas son concordes en rechazar la necesidad de una
consulta previa al órgano que entonces podía ser adecuado al efecto, el cabildo catedral292, lo
que se entiende bien si se tiene presente que la celebración periódica estaba preceptuada por
ley universal y habida cuenta de las tensiones recurrentes entre Obispos y capítulos. Al
crearse un órgano consultivo presbiteral de amplia base cual es el Consejo presbiteral y
desaparecer el precepto de la celebración decenal, la consulta no vinculante al Consejo
aparece perfectamente razonable.
La Instrucción precisa algo más el objeto de dicha consulta: “un ponderado juicio
acerca de su celebración y del tema o temas que deberán ser estudiados en él” (III, A, 1). Por
consiguiente, el Obispo, tras detectar las necesidades más acuciantes de la diócesis, formula la
finalidad genérica que ha de perseguir el SD y procede a la consulta al Consejo presbiteral.
Recibida su respuesta, el Obispo estará en condiciones de decidir si conviene celebrar el
Sínodo y de precisar en alguna medida su objeto o temática.
Las providencias organizativas son básicamente la constitución de los oficios
preparatorios, la elaboración del Reglamento, la designación de los miembros del Sínodo y,
finalmente, la Convocatoria del Sínodo:
- Constitución de los oficios preparatorios del Sínodo (Instrucción, III, B, 1).
A juzgar por sus atribuciones, la Comisión Preparatoria es un órgano capital para el
buen éxito del Sínodo. Es cometido suyo “ayudar al Obispo, principalmente en la
organización de la preparación del sínodo y en la provisión de subsidios para la misma, en la
elaboración del reglamento sinodal, en la determinación de las cuestiones que se han de
proponer a las deliberaciones sinodales y en la designación de los miembros”.
Como vemos, esta Comisión concentra todas las tareas preparatorias del Sínodo y
desempeña el papel de longa manus del Obispo en el ejercicio de las funciones a él
reservadas. Sus tareas que son de muy diversa especie: unas son de tipo técnico y consisten en
la organización del Sínodo mismo y de sus prolegómenos, mientras que la “determinación de
las cuestiones que se han de proponer a las deliberaciones sinodales” se proyecta sobre la
temática sinodal. Para esta última, será inevitable constituir unas “comisiones temáticas” que
examinen y elaboren la documentación resultante de la consulta a la Diócesis – lo veremos
más tarde – y que podrán ser constituidas en un momento más avanzado.
La Comisión debe estar integrada por “sacerdotes y otros fieles”: como el Sínodo
mismo, así la Comisión debe tener una relevante presencia de clérigos. Para seleccionar a los
miembros, la Instrucción combina la cualificación personal, la representatividad y la pericia
técnica como criterios de idoneidad: “El Obispo escogerá los miembros de la comisión
preparatoria entre sacerdotes y otros fieles que destaquen por prudencia pastoral y
competencia profesional, procurando que, en lo posible, reflejen la variedad de carismas y
292
Cfr. entre las fuentes del Codex: S.C.C., Virundunen, XII-1585; S.C.C. Fulginaten., 26-II-1630; S.C.C.,
Oriolen, 27-V-1632; S.C.C., Fulginaten., 26-II-1639.
127
ministerios del Pueblo de Dios. No falte entre ellos algún perito en derecho canónico y en
liturgia”.
El segundo oficio mencionado por la Instrucción es la Secretaría del Sínodo. La
Instrucción detalla la conveniencia de que esté dirigida por un miembro de la Comisión
Preparatoria, que de este modo podrá cumplir mejor su función de “atender a los aspectos
organizativos del sínodo: transmisión y archivo de la documentación, redacción de las actas,
predisposición de los servicios logísticos, financiación y contabilidad”.
Además de Comisión Preparatoria y Secretaría, la Instrucción aconseja la constitución
de una “Oficina de Prensa” – que, según el tamaño de la diócesis, podrá ser un simple
“Portavoz del Sínodo” – con el cometido de “asegurar una adecuada información de los
medios de comunicación y evite las eventuales interpretaciones erróneas sobre los trabajos
sinodales”.
Junto a estos oficios previstos por la Instrucción y cuyo cometido se extiende a todo el
desarrollo de las labores presinodales y sinodales, también convendrá constituir, en estos
momentos iniciales o al acercarse el inicio de las sesiones, algunos otros presentes
tradicionalmente en el Sínodo: el notario, que puede recaer en el canciller de la Diócesis, que
autentifique las actuaciones conforme se van realizando, un “juez de quejas” (seguramente
con otro nombre) que resuelva las reclamaciones e interprete el reglamento, un maestro de
ceremonias para los aspectos rituales y protocolarios293. Habida cuenta de la importancia del
acontecimiento para la vida de la diócesis puede ser conveniente instituir también el oficio de
“cronista” del Sínodo, de manera que quede constancia para la posteridad no sólo de las
decisiones tomadas, sino también de los hechos más significativos del proceso y vaya
haciendo acopio ordenado e ilustrado de los acta.
- Elaboración del Reglamento del Sínodo (Instrucción, III, B, 2)294.
“La utilidad que el reglamento puede tener para la organización de la fase preparatoria,
aconseja elaborarlo en estos estadios iniciales del itinerario sinodal, sin perjuicio de las
eventuales modificaciones o añadidos que la experiencia ulterior podrá sugerir”. Por tanto, el
reglamento podrá comprender normas referidas a la preparación del SD y otras atinentes a la
celebración. Dada la importancia demostrada de la fase preparatoria para el buen éxito del
SD, es comprensible que la Instrucción no haya querido dejarla en situación “anómala”,
aunque nada impide que las indicaciones relativas figuren fuera del Reglamento295.
La Instrucción asigna al Reglamento la determinación, entre otros, de los siguientes
puntos:
“1). La composición del Sínodo. El reglamento asignará un número concreto para cada
categoría de sinodales y determinará los criterios para la elección de los laicos y miembros de
institutos de vida consagrada, y de los Superiores de los institutos religiosos y sociedades de
vida apostólica. Al hacerlo, se evitará que una presencia excesiva de sinodales impida la
efectiva posibilidad de intervenir por parte de todos.
“ 2). Las normas sobre el modo de efectuar las elecciones de los sinodales y,
eventualmente, de los titulares de los oficios que se han de ejercitar en el sínodo. A este
293
Cfr. S. De Santi, Istituzioni, p. 57; M. Bargilliat, Praelectiones, T. I, n. 596; F. X. Wernz-P. Vidal, Ius
Canonicum, T. II, n. 626; J.B. Ferreres, Instituciones, T. I, nn. 667-668; R. Naz, Traité, T. I, n. 657. Para conocer
los cometidos entonces asignados a cada oficial, vide D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap. IX
294
La Instrucción denomina “reglamento” a las normas rectoras del SD, de manera consonante con la dimensión
dinámica y procesual del SD, pues “reglamento” según el Código (c. 95) es la regla que dirige una actividad, a
diferencia de “estatuto”, que entiende más bien como norma que caracteriza jurídicamente un ente eclesiástico.
295
Así, el reglamento del último Sínodo de la diócesis de Roma, celebrado bajo el Pontificado de Juan Pablo II,
omite lo referente a la preparación, aunque es en la fase preparatoria donde se elaboró el importante
Instrumentum laboris que sirvió de base, a la manera de un borrador de documento, a los estudios propiamente
sinodales.
128
respecto, se observarán las prescripciones de los cánones 119, 1º y 164 - 179, con las
oportunas adaptaciones”. En el capítulo relativo a la Composición del SD ya nos detuvimos a
examinar la aplicabilidad de estos cánones.
“3). Los diversos oficios de la asamblea sinodal (presidencia, moderador, secretario),
las varias comisiones y su respectiva composición.
“4). El modo de proceder en las reuniones, con indicación de la duración y de la
modalidad de las intervenciones (orales, escritas) y de las votaciones (‘placet’, ‘non placet’,
‘placet iuxta modum’)”.
- Designación de los sinodales (Instrucción, III, B, 2)
Tras la aprobación del Reglamento, “resulta en general conveniente proceder
seguidamente a la designación de los sinodales, al fin de poder contar con su ayuda en los
trabajos de preparación”. De esta manera, la aprobación del Reglamento y la designación de
los sinodales se ubican en un estadio preliminar, al inicio de las labores de preparación296. ¿A
qué “trabajos de preparación” se refiere la frase citada? Podemos figurarnos que a la
participación en las “comisiones temáticas” ya mencionadas: de esta manera, al contar con la
presencia en el aula sinodal de quienes han estado implicados en la redacción de los
borradores, se asegura la correcta comprensión de los mismos por parte de los sinodales297.
- Convocatoria del Sínodo. Consiste en un acto formal por el que se anuncia la celebración del
SD, al tiempo que se “llama” o convoca a los que en él deben participar. Como dijimos más
arriba, la convocatoria es el acto constituyente del Sínodo y debe hacerse mediante un decreto
formal de especial solemnidad, por lo que el Obispo hará bien en servirse de una fiesta
litúrgica señalada, que tradicionalmente era Epifanía298.
La Instrucción contempla la convocatoria más bien en su carácter de “edicto público”
genéricamente dirigido al pueblo cristiano, pero no se debe olvidar que es también “llamada”
concreta a los que deben participar en los trabajos sinodales, por lo que su ubicación
procedimental debería ser, en todo caso, después del nombramiento de los sinodales.
Para la convocatoria del SD, pienso que es de aplicación el can. 127, 1: “Cuando el
derecho establece que, para realizar ciertos actos, el Superior necesita el consentimiento o
consejo de algún colegio o grupo de personas, el colegio o grupo debe convocarse a tenor del
can. 166, a no ser que, tratándose tan sólo de pedir el consejo, dispongan otra cosa el derecho
particular o propio...”. Y lo es porque, desde el momento en que se emite formalmente el
anuncio del SD, éste queda constituido en su naturaleza propia, es decir como asamblea
destinada a prestar consejo al Obispo y los sinodales quedan investidos del derecho de
manifestar su parecer sobre las cuestiones que el Obispo les proponga (can. 464): en otras
palabras, ya existe un “derecho” que establece la necesidad de pedir consejo, tal como
demanda el canon 127. Por consiguiente, vale para el SD la remisión al can. 166: “El
presidente del colegio o del grupo debe convocar a todos sus miembros; y la convocatoria
cuando deba ser personal, será válida si se hace en el lugar del domicilio, cuasidomicilio o
296
Esta secuencia parece novedosa, al menos si atendemos a los SD españoles posconciliares: J.M. Martí, Los
Sinodos, p. 66, testimonia que en el sínodo sevillano clausurado en 1973 (que sirvió de pauta para la
organización de los sínodos posconcilaires españoles), el decreto de convocatoria y la promulgación del
Reglamento tuvieron lugar “ya en el período sinodal”, es decir cuatro años más tarde del inicio de los trabajos
con la constitución de la Comisión Antepreparatoria y de las Comisiones Preparatorias.
297
I. Fürer, en su trabajo de 1973 De Synodo, p. 124, refiriéndose a las comisiones preparatorias del antiguo
Codex (equivalentes a las actuales comisiones preparatorias “temáticas”) afirma: “Difficultates oriuntur ex eo,
quod comissiones non componuntur synodalibus et opiniones synodalium ignorant”.
298
Cfr. D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. II, cap. I, II, interpretando el Caeremoniale entonces vigente.
129
residencia”, aun cuando, por ser ésta norma una norma supletoria, el Obispo podrá determinar
una modalidad distinta de comunicación a la aquí prevista299.
2. Desarrollo de la fase preparatoria (Instrucción, III, C)
La Instrucción sí ofrece algunas indicaciones al respecto, pero no quiere imponer
taxativamente un modelo organizativo detallado, sino más bien proponer unas “orientaciones
generales sobre el modo de proceder, que cada Pastor sabrá adaptar y completar como mejor
convenga al bien de la Iglesia particular y a las características del sínodo proyectado”300.
Establece, además, un criterio general organizativo: “...conviene organizar esta fase de tal
manera que las diversas instancias diocesanas e iniciativas apostólicas presentes en la Iglesia
particular vengan en ella implicadas, del modo que en cada caso aconsejen las
circunstancias”.
La fase preparatoria del SD tiene su centro en lo que la Instrucción denomina
“Consulta a la Diócesis”, cuando todos los fieles están llamados a pronunciarse sobre la
temática sinodal. Su ejecución hace posible la “Determinación de las cuestiones” que han de
ser debatidas en el aula sinodal, finalidad a la que sirve todo el proceso preparatorio.
Considero importante distinguir bien la naturaleza y los objetivos de la “Consulta a la
Diócesis” y de la consulta propiamente sinodal. En la primera, los encuestados son solicitados
a “manifestar sus necesidades, sus deseos y su pensamiento acerca del tema del sínodo”: su
finalidad es sobre todo informativa, de “plantear cuestiones” más que de resolverlas, aunque
naturalmente ello no se puede desligar de un apunte de solución. En cambio, los sinodales
están llamados a una labor “ideativa”, de búsqueda de soluciones a las cuestiones propuestas.
Como todas las artes, ésta del buen gobierno precisa primero conocer la realidad y
elaborar un bosquejo general de medidas posibles, para luego arbitrar las soluciones en su
forma final y definitiva. La preparación tiene por objetivo conocer los hechos y hacerlos
inteligibles de cara a su enjuiciamiento posterior, labor que inicialmente requiere de una
interpelación a las diversas instancias diocesanas y después el tratamiento de esa información
por parte de las comisiones preparatorias “temáticas”; finalmente viene el juicio sobre esos
mismos hechos y la búsqueda de una solución, lo que se encomienda a los sinodales, reunidos
bien por “círculos menores” bien en asamblea plenaria301. Este significado preliminar y
preparatorio de la Consulta a la Diócesis permite entender que la Instrucción nos diga: “Al
proveer con oportunas indicaciones a la consulta, el Obispo... evitará crear en los interpelados
expectativas injustificadas sobre la efectiva aceptación de sus propuestas”.
La Instrucción alude a los siguientes pasos:
1. Preparación espiritual, catequística e informativa de los fieles (III, C, 1).
Señala la Instrucción: “...el Obispo invitará a todos los fieles, clérigos, religiosos y laicos,
y en particular a los monasterios de vida contemplativa, a una ‘constante intención común: el
sínodo y los frutos del sínodo’, que de este modo se convertirá en un auténtico evento de
gracia para la Iglesia particular. No dejará de exhortar a este propósito a los pastores de almas,
poniendo a su disposición los oportunos subsidios para las asambleas litúrgicas, solemnes y
cotidianas, a medida que se avanza en el camino sinodal.
299
D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. II, cap. I, I, refiriéndose obviamente al SD anterior a la primera
codificación, pensaba de otro modo. Refiriéndose a los sinodales, afirmaba: “Sufficiunt autem litterae
convocationis quas curat Episcopus ad eorum notitiam pervenire, qui ad Synodum accedere tenetur”.
300
El significado de las expresiones “adaptar” y “completar” revelan a las claras esta intención. Además, a lo
largo del texto se emplea una sintaxis que deja margen de libertad al Obispo.
301
El sentido de la consulta a la diócesis de la fase preparatoria corresponde a las palabras de LG 37: El Concilio
pide a los Obispos que “consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas, los ruegos y los
deseos provenientes de los laicos”.
130
“La celebración del sínodo ofrece al Obispo una oportunidad privilegiada de formación
de los fieles. Se proceda, así pues, a una articulada catequesis acerca del misterio de la Iglesia
y de la participación de todos en su misión, a la luz de las enseñanzas del Magisterio,
especialmente conciliar. A tal efecto, se podrán ofrecer orientaciones concretas para la
predicación de los sacerdotes.
“Sean también todos informados sobre la naturaleza y finalidad del sínodo y sobre el
ámbito de las discusiones sinodales. A este propósito, podrá ser útil la publicación de un
fascículo informativo, sin descuidar el uso de los medios de comunicación social”.
A la vista de estas palabras, advertimos que la Instrucción, en continuidad con la praxis
reciente, aspira a lograr diversas finalidades, alguna de las cuales tienen poco de jurídico: en
esta etapa inicial de la preparación se lleva a cabo una catequesis general que tiende a
provocar una toma de conciencia de los fieles, por lo que alguna vez se ha comparado a las
tradicionales “sagradas misiones”302.
2. Modo de efectuar la Consulta a la Diócesis (III, C, 2).
Sobre la manera de llevar a cabo la Consulta, dispone la Instrucción: “Se ofrezca a los
fieles la posibilidad de manifestar sus necesidades, sus deseos y su pensamiento acerca del
tema del sínodo. Además, se solicitará separadamente al clero de la diócesis a formular
propuestas sobre el modo de responder a los desafíos de la cura pastoral.
“El Obispo dispondrá las modalidades concretas de tal consulta, procurando llegar a todas
las ‘energías vivas’ de la Iglesia de Dios que están presentes y operan en la Iglesia particular:
comunidades parroquiales, institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica,
asociaciones eclesiales y agrupaciones de relieve, instituciones de enseñanza (seminario,
universidades o facultades eclesiásticas, universidades y escuelas católicas)”.
Como vemos, la Instrucción no contempla la implicación institucional del Consejo
pastoral en la Preparación del SD, lo que parece una preterición voluntaria, dada la finalidad
que el Código asigna al Consejo. De nuevo, parece que el criterio que ha guiado a los
Dicasterios romanos autores de la Instrucción ha sido dar desahogo al Obispo en la
organización del Sínodo. Pero conviene notar que este Consejo puede proporcionar una
apreciable ayuda al Obispo precisamente en esta etapa: si la “consulta a la diócesis” tiene
como objetivo conocer “las necesidades, los deseos y el pensamiento (de los fieles) acerca del
tema del sínodo”, la función propia del Consejo es la de “estudiar y valorar lo que se refiere a
las actividades pastorales en la diócesis y sugerir conclusiones prácticas sobre ellas” (can.
511).
¿Es conforme a la Instrucción hacer una segunda consulta a la diócesis a partir de los
resultados de la primera, una vez hayan sido éstos elaborados por las comisiones? Pienso que
se impone la prudencia al arbitrar consultas sucesivas porque pueden entrañar el riesgo de un
cierto “control popular” sobre el Sínodo, que en la Iglesia pecaría de irrealismo, incluso desde
una perspectiva meramente sociológica, pues la relación conceptual de los grupos de
discusión presinodal – muchas veces espontáneos – con “el pueblo” de la Iglesia particular es
cuando menos problemática. Aunque la Instrucción no parece impedirlo, sí precave
expresamente (III, C, 2) del “peligro – por desgracia a veces bien real – de la formación de
grupos de presión”, y de la creación “de expectativas injustificadas sobre la efectiva
aceptación de las propuestas (de los fieles)”.
En la praxis del Sínodo de los Obispos y la de algún Sínodo español reciente vemos una
modalidad de doble consulta que en cambio no suscita reservas:
a) Primera etapa, finalizada a la determinación general de los temas que han de ser
objeto del SD. Podría llevarse a cabo mediante una primera encuesta a los organismos y
302
En este sentido, J.I. Arrieta, Órganos de participación, p. 577; T. Pieronek, La Dimensione, p. 398. Ambos
autores se refieren a la praxis de los SD posconciliares.
131
estructuras diocesanas acerca del estado de la diócesis. El resultado de tal encuesta se
sintetizaría en unos lineamenta, o líneas de orientación de alcance necesariamente genérico,
cuyo texto se presentaría al Obispo para su aprobación.
b) En una segunda etapa, los lineamenta serían remitidos a las diversas instancias
diocesanas para ser objeto de una consulta más extensa. Recibidas las respuestas a la consulta,
se elaboraría un Instrumentum laboris, que, una vez aprobado por el Obispo, sería la base de
la discusión propiamente sinodal303.
Según el deseo expresado por la Instrucción y siguiendo la praxis del Sínodo de los
Obispos, este Instrumentum laboris, o comoquiera que se llame, no sería tanto un borrador de
conclusiones finales, sino sólo un texto finalizado a enfocar e ilustrar la discusión sobre el
tema sinodal.
3. Definición de las cuestiones (III, C, 3)
“El Obispo procederá seguidamente a fijar las cuestiones sobre las cuales versarán las
discusiones”. Pretender concebir el SD con un brain storming ilimitado es condenar la
discusión al fracaso. Es necesario acotar previamente las cuestiones que se someten a
deliberación304, lo que es obra de las comisiones temáticas.
La definición de las cuestiones es la culminación de toda la fase preparatoria y
requiere la intervención personal del Obispo, que de este modo se dispone a “preguntar al
Sínodo”. La instrucción nos dice que “un modo apto para este propósito será elaborar
cuestionarios, divididos por materias, cada uno introducido por una relación que ilustre su
significado a la luz de la doctrina y de la disciplina de la Iglesia y de los resultados de las
consultas precedentes. Esta tarea será encomendada, bajo la dirección de la comisión
preparatoria, a grupos de expertos en las diversas disciplinas y ámbitos pastorales, que
presentarán los textos a la aprobación del Obispo”.
Estos “grupos de expertos” o “comisiones temáticas” corresponden a las que Codex de
1917 encomendaba “preparar los asuntos que hayan de tratarse en el Sínodo” (can. 360). El
Codex dejaba abierta la cuestión de si tales comisiones debían estar compuestas de sinodales o
bien de otras personas (en aquel entonces, siempre clérigos: can. 361) y tampoco la
Instrucción se pronuncia al respecto, pero ya advertimos más arriba de la conveniencia de una
cierta presencia de sinodales en las mismas.
El cometido asignado a estas “comisiones temáticas” no consiste en una labor
mecánica que se agotaría en el mero ordenar y sintetizar el material recibido, pues la mera
acumulación de datos y propuestas sirve de poco: es preciso “evaluar la información” para
darles el significado correcto según sus causas. Además, “el proceso de educación exige que
nosotros atendamos a las necesidades que el pueblo percibe y también que les guiemos a un
nivel superior de comprensión de las necesidades”305.
La nota 48 de la Instrucción contempla una fórmula alternativa a los cuestionarios, que
en realidad ha sido el medio casi universal de preparar el objeto de las sesiones sinodales en
los SD recientes: “Se puede proceder de manera diversa, por ejemplo, elaborando ya en esta
fase los proyectos de documentos sinodales. Esta alternativa reúne indudables ventajas, pero
303
I. Fürer, De Synodo, p. 125, aconseja hacer la “consulta a la diócesis” después que unas comisiones
preparatorias hayan elaborado los esquemas de documentos, y sobre el contenido de tales esquemas. No es ésta
la opción escogida por la Instrucción, que en cambio contempla la dicha consulta como un paso procedimental
precedente, no subsiguiente, a la redacción de los esquemas, y cuyo significado se limita a ofrecer a los fieles “la
posibilidad de manifestar sus necesidades, sus deseos y su pensamiento acerca del tema del sínodo” (II,C,2).
304
Algún autor denuncia lo que llama “falsas participaciones”: aquellas en que un promotor determina
previamente el proyecto o la temática sobre la cual los consultados habrán de pronunciarse: en una palabra, las
consultas “pilotadas”. Sin embargo, toda reunión precisa de un tema en torno al cual discutir, so pena de no
discutir de nada.
305
A.F. Rehrauer, The Diocesan, p. 11.
132
se debe atender también al riesgo de reducir de hecho la libertad de los sinodales, que deberán
pronunciarse sobre un texto prácticamente acabado”.
La documentación preparada, una vez aprobada por el Obispo, “será trasmitida a los
sinodales, para garantizar su adecuado estudio antes del inicio de las sesiones”.
C. LA CELEBRACIÓN DEL SD
El Código no ofrece norma alguna sobre la manera de celebrar del SD306, por lo que
debemos acudir de nuevo a la Instrucción para obtener algún criterio práctico sobre el
particular (capítulo IV). Y lo primero que advertimos al estudiar el capítulo IV de la
Instrucción es la escasez de indicaciones organizativas, en contraste con las relativamente
numerosas orientaciones que el documento ofrece para la preparación.
1. Cuestiones generales
Antes de entrar en los aspectos organizativos, la Instrucción, IV, 2 formula algunas
indicaciones:
- La celebración del SD comience y sea en todo momento acompañada por la oración: “Pues
‘Quibus communis est cura, communis etiam debet esse oratio’, la celebración misma del
sínodo arraigue en la oración”. Al significado – obvio para un cristiano – que reviste la
impetración de la gracia divina307, podríamos añadir algo que es condición previa para el éxito
de todo debate eclesial, a saber, que los sinodales se pongan en la disposición correcta y en la
“perspectiva justa” para afrontar problemas y encontrar soluciones: es decir, que abandonen
todo espíritu de partido, si acaso lo tuvieran, y adopten como propio el bien común eclesial.
- En cuanto a los aspectos litúrgicos de la celebración, la Instrucción remite al Caeremoniale
Episcoporum (Parte VIII, cap. I) y recuerda expresamente que la inauguración y la conclusión
del SD tienen lugar mediante una liturgia solemne y pública. Las indicaciones del
Caeremoniale son sencillas y podrán completarse según convenga en cada caso, para lo que
pueden servir de inspiración las normas y usos tradicionales para este tipo de asambleas308.
- Sobre la ubicación del aula sinodal, adopta la norma tradicional: “Conviene que las sesiones
del sínodo – las más importantes al menos – tengan lugar en la iglesia catedral, sede de la
cátedra del Obispo e imagen visible de la Iglesia de Cristo” (IV, 2). Habida cuenta del deseo
expresado en la Instrucción de ampliar la celebración del Sínodo de manera proporcionada a
la duración de la preparación, parece inevitable habilitar estancias más prácticas para las
sesiones ordinarias, especialmente de los “círculos menores”, de modo que se favorezca la
libre discusión309.
306
En este punto, el actual Código sigue la estela del Codex de 1917, que, si dedicaba un canon a la preparación
del SD, nada decía a propósito de la organización del SD en sí mismo.
307
“Los SD son preparados por adelantado con la plegaria; habitualmente se abren con la invocación al Espíritu
Santo; las sesiones son conducidas en una atmósfera de oración y discernimiento de la voluntad de Dios. Lejos
de ser una formalidad, esta atención al Espíritu constituye uno de los elementos distintivos de un SD, una
reunión de pueblo precisamente en calidad de pueblo de Dios”: J.H. Provost, The Ecclesiological, p. 553.
308
Una exposición muy completa de la praxis celebrativa que se seguía en los Sínodos de mediados del s. XIX
puede encontrarse en D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sectio II, “Celebrandae Synodi ordo seu forma
describitur”. En la Sectio III se recogen las diversas fórmulas entonces al uso para los actos principales del
Sínodo.
309
El Codex precedente establecía que el Sínodo debía celebrarse en la Catedral, a no ser que una causa
razonable persuadiese de otro lugar (cf. c. 352, 2). Si atendemos a la praxis tradicional, recogida en el De Synodo
de P. Lambertini por “otro lugar” de debía entender “otra iglesia” de la Diócesis que no fuera la catedral,
admitiéndose no sólo el interior del templo sino también “omnis locus sacer ecclesiae adjuntus, et ad ecclesiam
pertinens”, como el batisterio, la sacristía, el atrio (Lib I, cap. V). Pero téngase presente que esto valía para las
sesiones sinodales (“plenarias”), que seguían al trabajo de las comisiones y que se resolvían en tres días.
133
2. Modelo organizativo de la celebración del SD
Establece la Instrucción:
- “Antes del inicio de las discusiones, los sinodales emitan la profesión de fe, a norma del
canon 833, 1°. No descuide el Obispo ilustrar este significativo acto, a fin de estimular el
‘sensus fidei’ de los sinodales y encender su amor por el patrimonio doctrinal y espiritual de
la Iglesia” (IV, 3). Lejos de ser algo meramente protocolario o expresión de una “fe
formularia”, como pretendían los heterodoxos en tiempos de Benedicto XIV, se trata de un
acto grávido de significado que acompaña a la asunción de responsabilidades en la Iglesia310.
- Sigue el examen de cada uno de los temas propuestos, que “será introducido de breves
relaciones, que centren los diversos puntos en cuestión” (IV, 4).
Es la ocasión de que los sinodales intervengan ordenadamente y hagan sus personales
aportaciones. “El Obispo cuidará que los sinodales dispongan de la efectiva posibilidad de
expresar libremente sus opiniones sobre las cuestiones propuestas, si bien dentro de los
términos temporales determinado en el reglamento” (IV, 4).
- “Concluidas las intervenciones, se cuidará de resumir ordenadamente las diversas
aportaciones de los sinodales, a fin de facilitar su ulterior examen” (IV, 4). El Obispo examina
estas síntesis y, “dando las oportunas indicaciones, encomendará a diversas comisiones de
miembros la composición de los proyectos de textos sinodales” (IV, 6). Como ya dijimos, la
presentación al Obispo de los textos elaborados por estas comisiones se puede considerar el
momento jurídicamente conclusivo del Sínodo, aunque nada obste a que haya una ceremonia
de “Clausura del Sínodo” donde se promulguen y publiquen solemnemente los documentos.
Para completar la Instrucción, dos documentos nos parecen especialmente aptos: por
una parte, el Reglamento del Sínodo de la Diócesis de Roma, aprobado por Juan Pablo II el
15-II-1992; por otra, el Reglamento del Sínodo de los Obispos, dada la analogía entre ambos
institutos canónicos. Además, es sorprendente la similitud que se puede observar entre ambos
Reglamentos, aunque se refieran a dos órganos de naturaleza diferente, lo que se entiende si
tenemos en cuenta la proximidad temporal y local de su elaboración. A continuación
destacamos en dos columnas sus indicaciones básicas:
Advertía J. Beyer, antes de la Instrucción: “Como causa razonable se puede contar, entonces y ahora, el
favorecer la libre discusión, que en otra aula, más adecuada a esta finalidad, se puede llevar a cabo más
fácilmente” (De Synodo, p. 397).
310
P. Lambertini, De Synodo, Lib. V, cap. II, IX.
134
Sínodo de los Obispos
Sínodo Romano
1. De las “consultas presinodales” resulta
1.
un “Instrumento de trabajo”, que contiene
episcopales resulta un “Instrumento de
la primera propuesta de documento sinodal
trabajo”, que sería un texto finalizado a
a someter al SD.
focalizar e ilustrar la discusión sinodal.
2. Una vez examinado por la Asamblea
2. Tras una primera reunión plenaria del
Sinodal o “Congregación General”, los
SO, se constituyen los Círculos Menores,
Círculos
el
que elaboran un “Lista de proposiciones”,
Instrumento y presentan una “Relación
una vez unificadas por los órganos del
conclusiva”, que se pasa de nuevo al
propio Sínodo.
Menores
trabajan
sobre
De
las
consulta
a
los
órganos
estudio de la asamblea.
3.
La
lista
de
proposiciones
u
3. La Asamblea plenaria del Sínodo o
orientaciones compartidas por los Padres
“Congregación General” examina, vota y
es presentado al Santo Padre para que éste
decide sobre el documento resultante. El
decida libremente qué curso dar a tales
Documento final ha de alcanzar la mayoría
propuestas. La praxis habitual es que el
de 2/3 de los sufragios. Dicho documento
propio Papa redacte un documento propio
se presenta a la aprobación del Papa.
sobre la base de las propuestas en forma de
“Exhortación Postsinodal”.
135
De esta tabla sinóptica podemos concluir que la Instrucción parece, en cierta
medida, inspirada en ambos modelos, aunque se acerca más al del Reglamento del
Sínodo de los Obispos311. Merece recalcarse la importancia que tienen los “círculos
menores”, contemplados en ambos Reglamentos. No son “comisiones” especializadas
que se dedicaran al estudio de un cierto sector pastoral o una parte del documento, sino
más bien una “miniatura de Sínodo”, donde se estudian todos los temas propuestos. Así
debe ser, pues “el bien de toda la comunidad diocesana” (can. 460) no puede
diseccionarse en sectores independientes ni las cuestiones afrontarse con un enfoque
meramente técnico312. Pensamos, por tanto, que la constitución de los “círculos
menores” es una idea válida, trasladable al SD de cualquier diócesis, que sirve para
paliar los inconvenientes derivados del excesivo número de sinodales y permitir “la
efectiva posibilidad de intervenir por parte de todos” (Instrucción III, B, 2).
3. Las intervenciones de los sinodales: libertad de expresión
Reza el can.465: “Todas las cuestiones propuestas se someterán a la libre
discusión de los miembros en las sesiones del sínodo”313.
Se afirma aquí un derecho de los sinodales, que es también un deber; así lo
afirma el can. 127, 3: “Todos aquellos cuyo consentimiento o consejo se requiere están
obligados a manifestar sinceramente su opinión...”. Este derecho-deber consiste en
responder libre y sinceramente a las cuestiones que les han sido previamente propuestas.
Quisiera prestar atención a un punto de este canon: la libertad de expresión que
aquí se reconoce a los sinodales no es un derecho ilimitado, sino que tiene por marco o
ámbito de ejercicio “las cuestiones propuestas”. La pregunta a formular sería entonces:
¿quién está facultado para “proponer cuestiones” en el SD? Una posible respuesta, que
a primera vista favorece la libertad de expresión, es que cualquier sinodal puede
hacerlo, pero no parece razonable: si los sinodales – aparte de pronunciarse sobre las
cuestiones propuestas por el Obispo – tienen derecho a proponer libremente otras
cuestiones al aula sinodal, el SD adquiere un perfil “asambleario” que desborda a la
finalidad de consulta. Por consiguiente, las “cuestiones” de que habla aquí el canon no
son cualquier cuestión suscitada por los miembros, individualmente o en grupo, sino
solamente los temas de discusión propuestos formalmente por Obispo al Sínodo, bien al
inicio bien durante el transcurso de las sesiones (también a iniciativa de los sinodales).
Ésta es la interpretación de la Instrucción romana, que atribuye en exclusiva al Obispo
la facultad de “definir las cuestiones” antes del inicio del SD y la dirección efectiva de
las sesiones en el aula, de manera que pueda vetar las que desbordan el marco del
gobierno pastoral diocesano. Así se entiende que la misma Instrucción excluya la
posibilidad que los sinodales formulen “votos” que exceden a las cuestiones propuestas,
votos que serían eventualmente enviados por el Obispo a la Santa Sede como propios
del colectivo sinodal (IV, 4), al margen de los “decretos y declaraciones” por él
311
L. DiNardo, The Diocesan, también llama la atención sobre la semejanza de la estructura del SD, tal
como aparece en la Instrucción, con el Ordo Synodi Episcoporum celebrandae.
312
Así, el Reglamento del Sínodo de la Diócesis de Roma afirma que los “Círculos Menores”: son grupos
de trabajo en que se divide la asamblea sinodal, a fin de “favorecer la más amplia participación de los
sinodales”. No les asigna una temática particular, sino que cada uno de estos CM “examina todo el
Instrumento de trabajo” y da su parecer sobre el mismo (artt. 13-14).
313
Como sabemos, este canon del Código vigente se inspira en el Can 361del antiguo Codex, que,
curiosamente reconocía la libertad de expresión no a los sinodales y durante el SD propiamente dicho,
sino a los miembros de las comisiones preparatorias y durante los trabajos de preparación del SD:
“Propositae quaestiones omnes, praesidente vel per se vel per alium Episcopo, liberae adstantium
disceptationi in sessionibus praeparatoriis subiiciantur”.
136
firmados. Por lo demás, es obvio que tras esta prohibición alienta una preocupación que
excede al mero rigor procedimental314.
Lo deseable en el Sínodo es que el Obispo, bien por sí mismo, bien por sus
colaboradores, siga de cerca los debates del aula sinodal y no como un personaje pasivo,
sino como Pastor que ejerce su oficio en el desarrollo del SD como en cualquier
importante evento eclesial y participa activamente en el mismo, sin quitar por ello
libertad a los sinodales315. Obrando de este modo se evitan dos riesgos: el primero, de
relegar al Obispo al papel de refrendario o confirmante de las “decisiones” de los
sinodales; la segunda, la de convertir el SD en un mero órgano asesor del Obispo, de
quien serían en exclusiva las declaraciones y los decretos. Ni gobernante autocrático
que simplemente escucha a sus consejeros y luego decide lo que bien le parece, ni
fedatario público que añade la formalidad de su firma a lo decidido por otros. El
procedimiento para conseguir esa vía media consiste, como insta la Instrucción, en
hacer participar al Obispo de todo el proceso sinodal, de manera que, trabajando a veces
simultánea y a veces sucesivamente, Obispo y sinodales (o miembros de las comisiones
preparatorias), todos embarcados en la misma nave y cada uno cumpliendo la misión
encomendada, lleven a buen puerto el SD316.
Así, pues, la regulación del SD se aleja del modelo de “parlamento eclesial” y
opta por una imagen más conforme al presupuesto eclesiológico de una Iglesia
“organice exstructa”. De modo también conforme con la naturaleza de una asamblea
consultiva (“pregunta quien puede, responde quien sabe”) y consecuente con la propia
tradición del SD, tal como aparecía recogida en el can. 361 del antiguo Codex317.
4. Las votaciones en el aula sinodal
Dice la Instrucción, IV, 5: “Durante las sesiones del sínodo, en diversos
momentos será preciso solicitar a los sinodales que manifiesten su parecer mediante
votación. Dado que el sínodo no es un colegio con capacidad decisoria, tales sufragios
no tienen el objetivo de llegar a un acuerdo mayoritario vinculante, sino el de verificar
el grado de concordancia de los sinodales sobre las propuestas formuladas, y así debe
ser explicado”.
Al inicio de este trabajo dedicamos un capítulo a la cuestión del hipotético
carácter colegial del SD. Como dijimos entonces, no es una mera cuestión de nombre,
sino que entraña un problema de envergadura práctica: si se ha de reconocer la asamblea
sinodal una subjetividad jurídica, de manera que pueda hablarse de una voluntad propia
314
L. de Echeverría informaba en 1976: “temas como el divorcio vincular, la ordenación de los hombres
casados para el sacerdocio, la moral sexual, las modernas corrientes económicas, etc., son discutidas, en
ocasiones, con un enfoque abiertamente político” (El Derecho Particular, n. 20, p. 209). Probablemente
lo mismo puede decirse de más de un SD celebrado posteriormente.
315
“Es propio del Obispo, bien por sí mismo bien por sus colaboradores, ‘premonere atque informare’ a
los sinodales para que la oposición (entre Obispo y miembros del SD) sea imposible. Esta unidad de
mente y de acción no se consigue sino con una asidua presencia del Obispo en el Sínodo y su directa
participación en el mismo”: J. Beyer, De Synodo, pp. 403-4
316
Recuérdese la Instrucción I, 2: “Por su parte, el Obispo dirige efectivamente las discusiones durante las
sesiones sinodales y, como maestro auténtico de la Iglesia, enseña y corrige cuando es necesario. Tras
haber escuchado a los miembros, a él corresponde realizar una tarea de discernimiento, es decir, de
‘probarlo todo y retener lo que es bueno’, en relación con los diversos pareceres expuestos”. El Obispo
diocesano no deja de ser Maestro cuando ejercita el cargo de Pastor; en él, potestad y autoridad están
indisolublemente unidos.
317
El Can. 361 recogía el principio de libertad en la discusión (“Propositae quaestiones omnes,
praesidente vel per se vel per alium Episcopo, liberae adstantium disceptationi in sessionibus
praeparatoriis subiiciantur”) en un contexto y momento histórico en que hubiera resultado impensable
imponer al Obispo una temática de estudio sinodal no deseada y establecida por él mismo.
137
del SD que trascienda la voluntad de los sinodales tomados singularmente. Como vemos
en este párrafo apenas citado, la Instrucción responde negativamente.
En definitiva, para la Instrucción (y, antes, para el Código) el Obispo no
pregunta propiamente “al Sínodo”, sino a los sinodales; y son ellos los que responden,
no “el Sínodo” en cuanto tal, aunque no habrá inconveniente en atribuir a veces tal o
cual posición al colectivo unitario por mor de brevedad. Por este motivo, nos parece
poco adecuado fijar un mínimo de votos afirmativos – por ejemplo de dos tercios – para
que una propuesta del pleno sinodal al Obispo “sea válida”, lo que supondría la
admisión tácita del carácter colegial del Sínodo318. Esto podrá tener sentido para las
reuniones de la fase preparatoria, donde se trata de responder colectivamente a una
encuesta, pero no en las sesiones sinodales.
Sobre el modo práctico de efectuar las votaciones, la Instrucción pide que el
Reglamento se pronuncie al respecto, sugiriendo las fórmulas “placet”, “non placet”,
“placet iuxta modum” (III, B, 2). Huelga explicar que, según las aclaraciones de la
Instrucción y conforme a las fuentes históricas, el uso de estas fórmulas no convierte el
consilium de los sinodales en un consensum sobre la propuesta episcopal319.
Un buen comentario práctico sobre el uso de estas fórmulas lo encontramos en el
Reglamento del Sínodo de los Obispos, art. 25:
“1. En el Sínodo los votos se emiten según la fórmula: placet, non placet, placet
iuxta modum, si se trata de la aprobación de un esquema, en su totalidad o dividido en
parte; pero se emiten según la fórmula: placet, non placet, para aprobar enmiendas o
modos y en las otras votaciones.
“2. Quien habrá votado según la fórmula: placet iuxta modum se obliga a
presentar su modo por escrito, de forma clara y concisa.
“3. Los votos se manifiestan con fichas especialmente preparadas, a no ser que el
Presidente Delegado haya decidido otro modo, por ejemplo, poniéndose en pie o
levantando la mano”.
5. La unanimidad
Una vez hechas todas las precisiones precedentes, hay que reconocer la
necesidad práctica de recurrir a los sufragios dentro del Sínodo y de presentar al Obispo
una postura común y compartida, cuando éste demanda a los sinodales que se
pronuncien acerca de una propuesta suya. Aunque parezca una propuesta poco
consonante con la cultura política al uso, lo deseable en un encuentro eclesial no es el
enfrentamiento entre facciones, sino la unanimidad moral, que no es sino expresión de
318
Dice J.M. Martí: “...se ha difundido en algunos sínodos recientes la exigencia de un cierto quórum para
la aprobación de las deliberaciones sinodales - frecuentemente de dos tercios de los votos emitidos -,
práctica que puede chocar con el c. 466 y la facultad legislativa que el Obispo se reserva” (Sínodos
españoles, pp. 63-64). Advertimos, sin embargo, que el Reglamento del Sínodo de la Diócesis de Roma
art. 3, 2) exigía un quorum de 2/3 de los sufragios emitidos para someter un documento a la aprobación
del Santo Padre. Pero téngase presente que este Sínodo se celebró antes de la vigencia de la Instrucción
romana y que la complejidad de la Diócesis de Roma pueda justificar un régimen especial en este punto.
319
Así lo aclara, por si hubiera dudas, una de las fuentes citadas para la elaboración del Codex de 1917:
S.C.C., Venetiarum, 21-IV-1592: después de reafirmar que el Obispo no está obligado a seguir el parecer
de los sinodales, añade: “No importa a este efecto que según el Pontifical Romano se establezca que los
sinodales están llamados a confirmar las constituciones por la palabra placet”. También el De Synodo de
P. Lambertini (Lib. XIII, cap. I) alude a la costumbre introducida por aquel entonces en algunas diócesis
de pedir el parecer de los sinodales con la fórmula placet, en relación con las propuestas formuladas por
el Obispo, para comentar que, en todo caso, la respuesta de los sinodales no es vinculante para aquél.
138
la unidad de la Iglesia y de la búsqueda compartida de una sintonía con el Espíritu320. Se
piense en el último Concilio Ecuménico y en sus abultadísimas mayorías.
Esta unanimidad moral se logra mediante el estudio común de los problemas y
de las soluciones; se logra también cuando cada uno de los sinodales acepta las
limitaciones del propio entendimiento y de la propia experiencia y valora la experiencia
y conocimiento ajenos; se logra, en fin, cuando buscan la sintonía con el Pastor de la
Diócesis. Es muy natural que los sinodales coincidan en las líneas básicas de las
soluciones pastorales, pero también lo es que haya discrepancias menores en cuanto a
los medios concretos: ante una situación de falta de candidatos al sacerdocio y de clero,
¿qué es mejor, de momento: enviar los seminaristas propios a un seminario
interdiocesano o bien proveer adecuadamente de formadores al seminario diocesano con
el escaso clero disponible? Para muchos problemas no existe una única solución, sino
diversas, y todas ellas tienen sus pros y sus contras. En tales casos, parece razonable
prestar especial atención a las razones de los demás y – hasta cierto punto – saber
“transigir” y buscar el compromiso en ciertos aspectos de la cuestión; es también
razonable ponerse en lo posible de parte del Obispo cuando la posición de éste es
conocida y sobre ella interroga. Esto no tiene nada de servilismo, “acriticismo”, o
dejación de la propia responsabilidad, sino que es muestra de una racionalidad que es
consciente de los límites de la propia razón, de la conciencia de que una misma meta
puede alcanzarse siguiendo diversos caminos, y de un “sentido de Iglesia” que lleva a
estimar en mucho la gracia de estado de quien gobierna la Diócesis.
Cuando todo este proceso conscientemente asumido por los miembros del
Sínodo, el resultado natural será la práctica unanimidad. Cuando los sinodales hacen
propio el bien de la Iglesia en su conjunto, pasando por encima de intereses personales o
corporativos, cuando – en definitiva – “se ponen en la situación del Pastor”, de quien
comparten temporalmente la carga, es bien comprensible que coincidan en la diagnosis
de los problemas y compartan la solución, al menos en sus líneas generales. Esto podrá
ser extraño en un parlamento político, donde parece legítima la confrontación debida a
intereses contrapuestos, pero no lo es en otros colectivos que están llamados a formular
un juicio o tomar una decisión: piénsese en el consejo de varios médicos ante la
enfermedad grave de un paciente o de unos economistas prestigiosos ante una situación
de crisis nacional.
Otro elemento que ayuda a comprender la unanimidad en las decisiones
eclesiales es la gracia del Espíritu Santo. El SD se celebra tras una larga preparación de
oraciones y sus mismas sesiones se inician invocando la inspiración divina, al Espíritu
Santo, alma de la Iglesia y factor de la unidad de los creyentes. La unanimidad espiritual
(“un alma sola”: Hech 4, 32) ¿no tendrá como necesario correlato la concordancia
básica de pareceres? Así ocurrió durante los primeros siglos de la historia eclesiástica
cuando se trataba de la elección de los Pastores y en los otros actos de la vida cultual de
los cristianos. Por tanto – de nuevo – la apelación a la “oración común” que hace la
320
El Directorio para el ministerio pastoral del Obispo de 2004, cita la C.A. Novo millenio ineunte para
referirse a los órganos diocesanos de participación y consulta: “La recíproca escucha entre los pastores y
los fieles los unirá ‘a priori en todo aquello que es esencial, (...) y a converger normalmente también en lo
opinable hacia elecciones ponderadas y compartidas’” (n. 165). Dice A. Viana: “la participación colegial
es - debería ser - ajena a modos de actuar desafiantes o reivindicativos, luchas y enfrentamientos entre
‘poderes’. Esos fenómenos que a veces se expresan en la sociedad civil conforme a las patologías del
régimen parlamentario, son superados en la comunión eclesial por la promoción firme de la unidad y del
consenso (...). El consenso (...) no es simple armonización o síntesis de intereses contrapuestos, algo así
como fórmulas de compromiso para superar las normales dificultades del trabajo en equipo. Por el
contrario, el consenso entendido como concurrencia de voluntades al servicio de la misión común es
signo de verdadera comunión” (El Gobierno, pp. 497-498).
139
Instrucción no es un elemento en absoluto extraño a las tareas sinodales ni un ornato
sobreañadido en ese texto normativo: es, a la vez, causa y expresión de una comunión
de espíritus que naturalmente conduce a la armonía en los juicios321.
Pienso, finalmente, que la concordancia no se ha de buscar simplemente en la
fijación de unos mínimos de carácter vago y genérico, una vez despejado cualquier
asomo de opinión propia. No se trata de podar el árbol de toda exhuberancia, pues se
corre el riesgo de quedarse con un tocón desnudo que todos comparten pero que a
ninguno satisface. Más que restando diferencias, la unidad se logra en lo posible
sumando: suma que deriva del recíproco respeto, de la aceptación de los dones ajenos y
de la común adhesión a los Pastores.
6. La libertad del Obispo en relación con las votaciones
En este epígrafe nos situamos en un escenario distinto. No se trata ya de que los
sinodales busquen la sintonía con el Pastor cuando éste toma la iniciativa, sino de la
necesidad de que el Obispo acepte la posición moralmente unánime adoptada por el
colectivo sinodal cuando es éste el que propone.
Afirma la Instrucción: “El Obispo queda libre para determinar el curso que deba
darse al resultado de las votaciones, aunque hará lo posible por seguir el parecer
comúnmente compartido por los sinodales, a menos que obste una grave causa, que a él
corresponde evaluar coram Domino” (V, 5).
En este texto cuidadosamente redactado se afirma, en primer lugar, la libertad
jurídica del Obispo respecto del parecer de los sinodales. Nos dice que, si a los
sinodales pertenece emitir un juicio, al Obispo corresponde determinar qué se ha de
hacer, “qué curso dar” al resultado de las votaciones, pues no todo lo que es bueno es
hacedero. Puede parecer una insistencia excesiva en el protagonismo del Obispo, pero
es conforme a la realidad de las cosas: a quien ostenta la potestad de gobierno se le debe
reconocer la evaluación de las posibilidades de aplicación práctica de los “votos” de los
sinodales.
La libertad jurídica del Obispo tiene el contrapeso del deber de seguir el parecer
común, es decir moralmente unánime322, de los sinodales, “a menos que obste una grave
causa”, que, según el Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos, puede ser de
“carácter doctrinal, disciplinar o litúrgico” (n. 171). La Instrucción pide al Obispo que
“haga lo posible por seguir”, es decir por llevar a la práctica lo aconsejado, porque una
cosa es adherirse al juicio unánime sobre “lo que debería hacerse” y otra estar en
condiciones de llevarlo a cabo o de hacerlo inmediatamente. Solamente quien manda
conoce de qué medios reales dispone para alcanzar una meta deseable y cuáles son los
tiempos para ello323. En este punto, la Instrucción no se aleja de la regla general
enunciada por el can. 127, 2 sobre la posición del “Superior” en relación con los
dictámenes consultivos: “no apartarse del dictamen sobre todo si es concorde, sin una
razón que, a su juicio, sea más poderosa”324.
321
Un profundo estudio sobre estas cuestiones puede encontrarse en G. Olivero, Lineamenti,
especialmente n. 15, pp. 244-246; y n. 23, pp. 262-270. Sobre la “aclamación” como modo de expresar el
consenso en la Iglesia, cfr. J. Hervada, Elementos, pp. 264-265.
322
Al decir “parecer común” no se está refiriendo a una mayoría conforme, aunque fuera cualificada,
seguramente porque eso sería tanto como remitir a la idea de “voto”, que se ha querido expresamente
evitar: la idea de resolver las cuestiones por mayorías aritméticas es ajena al documento. Se trata de algo
menos diáfano, pero real, que se podría asimilar a la de “unanimidad moral” en torno a ciertas cuestiones.
323
“Una decisión de potestad no puede tomarse contra la voluntad del jefe, pues es él precisamente quien
debe ejecutar tal decisión” (Álvaro D'Ors, cit. en R. Domingo, Teoría, p. 68)
324
A primera vista podría pensarse que el tenor de este canon guarda poca relación con el sínodo, habida
cuenta de que se refiere a aquellos actos para los cuales “el superior necesita el consejo de personas
140
Deber moral, pues, del Obispo. El actual régimen de convocatoria discrecional
del SD por parte del Obispo diocesano, derogadas las anteriores imposiciones de
convocatoria regular cada cierto ciertos años, corrobora la existencia de este deber
moral: el Obispo llama, libremente y sin imposiciones, a colaborar con él a una
asamblea diocesana fuertemente representativa (en el sentido expuesto en otro lugar):
¿tendría algún sentido renegar luego de la opinión “común” de los sinodales? La
Instrucción afirma muy justamente que unos hipotéticos actos no suscritos por el
Obispo “no pueden considerarse en sentido alguno declaraciones “sinodales” (V, 3).
¿Podría llamarse, en cambio, “sinodal” una decisión tomada por el Obispo contra el
consejo de los sinodales? Parece difícil responder afirmativamente, una vez sentado en
el can. 460 que los “sinodales... prestan su ayuda al Obispo”, y en la Instrucción que
“los sinodales colaboran activamente en la elaboración de las declaraciones y decretos”.
No tenemos más remedio que afirmar con J.H. Provost: “al convocar un SD, el Obispo
se compromete a hacer caso de su consejo”325. Si este compromiso y la consecuente
obligación moral no existieran, se desmoronaría la arquitectura del SD actual, que está
fundado sobre la idea de una co-laboración con la función episcopal. Por tanto, el
principio de la libertad del Obispo respecto del parecer de los sinodales, al inscribirse en
el nuevo contexto conceptual y normativo, debe ser interpretado matizadamente.
Pero no siempre la posición de los sinodales será común y compartida. ¿Qué
hacer cuando las opiniones en el Sínodo están enfrentadas? ¿Debe el Obispo limitarse a
“contar” los votos y seguir una opinión apuradamente mayoritaria? Pensamos que no: la
Instrucción ha advertido que las votaciones son un simple medio para “verificar el
grado de concordancia de los sinodales”, porque el SD es un espacio de manifestación
de juicios, más que de expresión de voluntades y, si éstas pueden ser contadas, los
consejos deben ser sopesados, no sólo en cuanto a su racionalidad intrínseca (es decir,
en cuanto tales razones son bien comprendidas por el Superior), sino también en cuanto
a la “autoridad” de quien los emite326.
Una cuestión más: ¿Es posible regular reglamentariamente – es decir, a través
del Reglamento del Sínodo – la disensión entre el Obispo y los sinodales?327. Parece que
singulares”. Pero desde el momento que el Obispo convoca el sínodo asume la naturaleza “consultiva” de
este instituto y, por ende, se obliga (o le obliga el derecho) a contar con el parecer de los sinodales en la
manera que las propias normas indican. Incluso puede decirse que la obligación moral del Obispo de
seguir el parecer compartido por los sinodales se agrava, desde el momento que ha sido él quien
libremente lo ha convocado, a diferencia de los consejos diocesanos que le vienen impuestos. De otro
modo, la naturaleza misma del sínodo quedaría desfigurada.
325
The Ecclesiological, p. 550.
326
Este punto puede ponerse en relación con un concepto canónico muy presente en la historia del
derecho canónico: el de la sanior pars de los votantes (electores), que era capaz de sobreponerse a la
mayoría numérica. El valor de la sanior pars ha caído en desuso en los tiempos modernos y ha sido
cambiada por el criterio de la mayoría numérica, pues se supone que todos los electores son igualmente
“sanos” y capaces cuando deciden sobre algo que pertenece a todos por igual: por ejemplo, una
asociación. Sin embargo, cobra todo su sentido cuando es la autoridad la que debe sopesar las distintas
opiniones de cara a la adopción de decisiones. Es verdad que esta sanioritas tiene ya un campo de
influencia en el seno mismo del cuerpo sinodal, pues el prestigio de las personas condicionará
naturalmente la toma de posición de muchos sinodales, de manera que, al final, la mayoría numérica tiene
una presunción de mayor correspondencia a la verdad. Pero se trata siempre de una presunción, no de un
hecho absoluto, y no puede negarse al Pastor diocesano la posibilidad de una evaluación independiente
de las distintas aportaciones. Sobre el criterio de la pars sanior en el derecho canónico, cfr. G. Olivero,
Lineamenti, nn. 16-17, pp. 246-254.
327
En el Estatuto común elaborado para los Sínodos diocesanos que se celebraron en Suiza enseguida
después del Concilio, se encuentra la siguiente disposición: “Si Episcopus decisioni Synodalium
consentire non potest, eam simul proponens suam exceptionem synodalibus remittit. Hae Commissionem
instituit quae textum decisionis proponat cui et synodales et Episcopus consentire possunt” (cit. en I.
141
no hay inconveniente en la Instrucción para establecer alguna regla procedimental para
el caso de que el Obispo no consienta a una propuesta mayoritaria de los sinodales, o
para el caso de conflicto entre diversos sectores de sinodales. Pero siempre dejando a
salvo dos elementos:
a) que el Obispo quede libre para aceptar o no las propuestas basadas en una
posición simplemente mayoritaria de sinodales;
b) que la posición compartida por los sinodales no aparezca como una decisión
ya tomada, que necesite de la ulterior “aprobación formal” del Obispo. La intervención
del Obispo no es condición previa, tampoco aprobación o confirmación ulterior de una
decisión de los sinodales, sino que es parte y culminación del proceso formativo del
acto (decreto o declaración).
D. DILIGENCIAS EPISCOPALES ULTERIORES
1. La aprobación de los documentos sinodales
Establece el can. 466: “Únicamente el Obispo diocesano suscribe las
declaraciones y decretos del sínodo, que pueden publicarse sólo en virtud de su
autoridad”. La Instrucción precisa: “Por tanto, las declaraciones y decretos del sínodo
deben llevar sólo la firma del Obispo diocesano y las palabras usadas en estos
documentos deben poner en evidencia que su autor es justamente aquél” (V, 3). En la
sintaxis de los documentos sinodales no puede figurar como sujeto el Sínodo (menos
aún “la iglesia particular”) ni el colectivo sinodal, sino sólo el Obispo.
Como vemos, Código e Instrucción excluyen la suscripción de los documentos
por los sinodales con la razón de que la firma designa al autor de los mismos. No sería
suficiente motivo para obrar diversamente el deseo laudable de manifestar
colectivamente la adhesión de los sinodales al Pastor diocesano o su conformidad a la
obra común. En este punto, la actual normativa es conforme con la tradición canónica
recogida y abundantemente ilustrada por el De Synodo de P. Lambertini, donde explica
que no corresponde suscribir a quienes intervienen “tamquam meri Episcopi consiliarii,
non vero ut Iudicis partes”, a diferencia de lo que ocurre en el Concilio Universal o
Provincial en que los Obispos son verdaderos “veri Judices” que adoptan colegialmente
una decisión. Precisamente por tal motivo, los Obispos que habían participado en un
Concilio Provincial debían firmar los decretos aunque hubieran votado en contra de los
mismos, sin que ello les impidiera acudir en apelación contra los mismos ante la Sede
Apostólica328.
¿Hemos de concluir de estos argumentos que la aprobación de los documentos,
o, para ser más exactos, la promulgación y publicación de los documentos sinodales, es
un acto propio y exclusivo del Obispo, consiguiente a la celebración del Sínodo, pero
independiente de cuanto en él se haya dicho, discutido y votado? Como se ha procurado
explicar a lo largo del presente trabajo, la respuesta no puede ser afirmativa: los
documentos sinodales tienen por autor, sí, al Obispo, pero no son simples decretos
episcopales, sino “sinodales”, por lo que el Obispo no puede hacer caso omiso del
parecer de los miembros sinodales. No parece, incluso, que pueda el Obispo – a menos
que suspenda o disuelva formalmente el Sínodo según el can. 467 – abstenerse de emitir
algún tipo de decreto o declaración que de algún modo responda a los trabajos
Fürer, De Synodo, pp. 127-128). No parece que una disposición de este género sea posible bajo la
vigencia del actual Código.
328
Cfr. P. Lambertini, De Synodo, Lib. XIII, cap. II, nn. I-IV.
142
sinodales: esta posibilidad es admitida en el caso del Sínodo de los Obispos329, y de
hecho las primeras ediciones de este instituto posconciliar no abocaron a documento
alguno, pero en este caso está por medio la peculiar posición de la Sede Romana en la
Iglesia. Además, el hecho de que los integrantes de las comisiones encargadas de
redactar los decretos y declaraciones deban ser escogidos de entre los miembros del
Sínodo, supone una intención clara de vincular estrechamente el Obispo al Sínodo a la
hora de determinar el contenido de los documentos.
2. La transmisión de la documentación
El Código impone al Obispo el deber “de trasladar el texto de las declaraciones y
decretos y declaraciones al Metropolitano y la Conferencia Episcopal” (can. 467). La
Instrucción explica que el objetivo de este acto es meramente informativo: “a fin de
favorecer la comunión en el episcopado y la armonía normativa en las Iglesias
particulares del mismo ámbito geográfico y humano” (V, 5). Se atiende así al dato
básico de la fuerte homogeneidad sociológica que en nuestros días se da en las distintas
diócesis que pertenecen a la misma Conferencia Episcopal y – más aún – a la misma
Provincia, lo que aconseja el intercambio de soluciones antes unos problemas que son
por todos igualmente compartidos330.
La Instrucción añade: “Todo concluido, el Obispo tendrá a bien trasmitir,
mediante el Representante Pontificio, copia de la documentación sinodal a la
Congregación para los Obispos o a la Congregación para la Evangelización de los
Pueblos, para su oportuna información”. Conviene detenerse en este texto, que ha
suscitado algunas críticas, como si arbitrase un nuevo procedimiento de control sobre
las diócesis, imponiéndoles una obligación no contemplada por el Código y ajena a la
tradición canónica331. A mi juicio, se trata de una interpretación exagerada:
Que no se trata de un deber jurídico imperativo lo testimonia la fórmula “tendrá
a bien” de la versión española y lo mismo se diga de las demás versiones – todas
aprontadas por las mismas Congregaciones romanas autoras de la Instrucción – que
usan un tono cortés y exhortatorio: “Il Vescovo vorrà trasmettere... per loro tempestiva
conoscenza”; “The diocesan Bishop will transmit... for their information”; “L’Evêque
voudra bien trasmettre... pour connaissance opportune”.
En cuanto a la finalidad de la transmisión, nada hay que permita suponer una
intención de control jurídico de los decretos sinodales por parte de los Dicasterios, a la
manera de la “recognitio” que se exige para los decretos de las Conferencias
Episcopales y de los Concilios particulares. Si así fuera, ciertamente supondría una
innovación de no pequeño calibre, pues no hay huella de semejante imposición en la
tradición sinodal que de los tiempos precedentes recoge P. Lambertini y que llega a
nuestros días332.
329
En efecto, Reglamento del Sínodo de los Obispos, art. 23, 4 establece que éste concluye con la entrega
al Santo Padre de las “Proposiciones” u otros documentos.
330
Cfr. G. Ghirlanda, La Diocesi, al can. 467.
331
En efecto, hay un decreto de la S.C. del Concilio, incluida en la edición de Fontes del Codex, que
rechazaba expresamente esta posibilidad. Se trata de S.C.C. Strongolen., 17-VI-1645, donde se afirma:
“Hanc S. Congregationem non consuevisse revidere et approbare nisi Synodos Provinciales (es decir, los
Concilios Provinciales) ex constitutione Sixti V. Ideo Episcopus utatur iure sibi ex Concilio (Trento, sess.
XXIV, de ref., c. 2, ya conocido) competente”.
332
Cfr. De Synodo, Lib. XIII, cap. III, donde ya se alude como una práctica laudable, pero no obligatoria,
a la remisión de los decretos de los Concilios Provinciales a la Sede Apostólica para que fueran
confirmados, “recognita” o aprobados, al tiempo que excluye dicha praxis para los decretos sinodales,
fundándose en el obvio argumento de que “liberam habet Episcopus facultatem ferendi, et promulgandi
leges, quas opportunas duxerit ad rectam suae dioecesis administrationem independenter ab ulla
143
Por tanto, la finalidad de la transmisión es sólo informativa333, por lo que
naturalmente se encuadra en el mismo marco de la presentación de la Relación
Quinquenal que los Obispos deben enviar a la Santa Sede como preparación de la Visita
ad Limina (cfr. can. 399). En el Formulario aprontado por la Congregación para los
Obispos para la elaboración de dicha Relación334 encontramos las siguientes cuestiones:
“Sínodo diocesano.- Cuando fue celebrado el último y cuestiones importantes allí
tratadas. Si ha sido celebrado durante el quinquenio: composición; en particular,
proporción entre presbíteros y otros fieles y entre participantes de iure e invitados por
el Obispo; información acerca de la organización y el desarrollo del sínodo; juicio sobre
su resultado (riuscita) y dificultades encontradas. Otras eventuales asambleas
diocesanas” (I, D). Y al final del Formulario: “Señalar los objetivos principales del
trabajo pastoral efectuado durante el quinquenio y formular un juicio global acerca de la
eficacia de los medios empleados para llevarlos a término. Existencia o no de un plan de
pastoral” (XXII, 2). Tampoco este punto es una novedad, pues ya el De Synodo de P.
Lambertini exponía que los Obispos “se referre solent ad constituciones in Synodo
editas circa varium rerum capita, quae eiusdem relationis obiectum constituunt”335,
según pedía también el Formulario usado en su tiempo (lo podía decir con fundamento
pues, según él mismo relata, fue el propio Lambertini quien se ocupó de redactarlo
cuando era Secretario de la Congregación del Concilio, antecedente de la actual
Congregación para el Clero).
Es verdad que la transmisión facilita la eventual impugnación de los decretos
sinodales ante el P. C. para la Interpretación de los Textos Legislativos, a norma de art.
158 de la C. A. Pastor Bonus, pero éste es un procedimiento ordinario que puede
seguirse en relación con cualquier ley o decreto general de un Legislador particular336.
La transmisión se produce a Sínodo terminado (“cuando todo ha sido concluido”), y los
decretos ya promulgados, por lo que la eventual función de control del citado Dicasterio
Romano no sale de lo que es habitual en él, aunque puede facilitar el ejercicio de su
tarea, al posibilitar que una Congregación conozca tempestivamente el contenido de los
decretos y proceda a su impugnación. Una tarea, por lo demás, que de ningún modo
puede ser contemplada como cortapisa de la libertad, pues el primer deseo de todo
Obispo es proceder según las normas universales de la Iglesia. Desde otro punto de
vista, el hecho de haber enviado la documentación a Roma y recibido una respuesta
Superioris confirmatione” (n. VI). En el mismo sentido, D. Bouix, Tractatus de Episcopo, Sect. I, cap.
XVI, propositio IXª.
Sobre el significado de la recognitio en cuanto requisito de validez de los decretos de las
Conferencias Episcopales y de los Concilios particulares, según J. Herranz, La interpretación auténtica,
p. 515, consiste en un examen de la norma bajo el doble aspecto de la “congruencia con las leyes
universales (...) y de precisión terminológica y conceptual”. P. Kramer, Las Conferencias Episcopales, p.
172, por su parte afirma: “(Mediante la recognitio) la Santa Sede no se apropia de la decisión, sino
únicamente examina si se ajusta a derecho (aunque también examina su oportunidad), declara que no
existen reservas frente a la decisión de una Conferencia Episcopal”.
333
Así lo entiende J. Beyer, De Synodo, p. 405: “Parece no solamente útil sino necesario el conocimiento
de las actas sinodales para disponer de mejor información de la vida de las diócesis”. En la pag. 406
añade que ese conocimiento es necesario para preparar y llevar a cabo con fruto la visita “ad limina” a la
que los Obispos están obligados cada 5 años., a norma del Art. 32 de la C.A. Pastor Bonus.
334
Manejamos la edición italiana editada por la Tipografía Políglotta Vaticana, Città del Vaticano 1997.
335
Lib. XIII, cap. VI, I.
336
Art. 158 de la C.A. Pastor Bonus: “A petición de los interesados, (el Pontificio Consejo para la
Interpretación de los Textos Legislativos) determina si las leyes particulares y los decretos generales
dados por los legisladores inferiores a la autoridad suprema son conformes o no con la leyes universales
de la Iglesia”. En particular por lo que se refiere a los decretos o estatutos sinodales, la posibilidad de
impugnación por parte de quien los estimare lesivos de sus derechos era admitida tradicionalmente,
aunque sin efecto suspensivo: P. Lambertini, De Synodo, Lib. XIII, cap. 5, XII-XIII.
144
laudatoria de la Congregación correspondiente, de ningún modo impediría la posibilidad
de que cualquiera que se considerase perjudicado ilegítimamente por un decreto sinodal
elevara recurso al mencionado Dicasterio para pedir la declaración de ilegalidad337.
En conclusión, la exhortación contenida en la Instrucción no parece que altere en
modo alguno el régimen jurídico de los decretos sinodales, ni supone una merma para
las competencias del Obispo o los derechos los fieles.
Ciertamente, el texto de la versión latina (“Exemplar curabit Episcopus...
perferendum”) tiene un tono más imperativo que las fórmulas vernáculas antedichas y
que la voz “inspicere” puede sugerir una intervención de control338, pero, de una parte,
no hay por qué considerar la versión latina de la Instrucción como el texto de referencia
exclusivo, si tenemos presente que las otras también provienen de los Dicasterios
romanos autores de la Instrucción; y, de otra, el verbo “inspicere” no tiene
primariamente otro significado que el de “examinar” y puede perfectamente ser
entendido en el marco de la comunicación periódica de la Diócesis con la Curia romana.
Y aun si aceptáramos que la versión latina es “la oficial”, no podemos menos de
considerar las otras versiones como la interpretación auténtica del dictado latino, por
provenir de los mismos autores.
En realidad, el comentario que hace la Instrucción, si por una parte incluye una
exhortación nueva al pedir el traslado de la información a la Santa Sede, por otra
interpreta de manera benigna la obligación codicial de dar traslado de la documentación
al Metropolitano y la Conferencia episcopal, cuyo significado sería (también)
meramente informativo339. No parece, por tanto, que limite los márgenes de la libertad
episcopal establecidos por el Código.
3. La interpretación y la ejecución de los decretos
Estudiamos conjuntamente ejecución e interpretación de los decretos, pues se
trata de dos actividades jurídicas íntimamente ligadas: toda ejecución se basa en una
previa interpretación de lo querido por el legislador y la interpretación está motivada
por la necesidad de aplicar adecuadamente las normas.
a) Interpretación de los decretos. El Código encomienda al mismo legislador la llamada
“interpretación auténtica”, es decir aquella que es definitiva e incontrastable (can. 16,
337
Así lo afirma con claridad P. Lambertini, en el caso de que el Obispo hubiera enviado, por propia
iniciativa, los decretos a la Santa Sede. Sentencia que reitera D. Bouix
338
“Exemplar curabit Episcopus synodalium documentorum per Legationem Pontificiam ad
Congregationem pro Episcopis vel pro Gentium Evangelizatione perferendum, quae opportune ab iis
inspiciatur”. Así traduce A. Viana: “Todo concluido, el Obispo cuidará de trasmitir, a través de la
Legación pontificia, copia de los documentos sinodales a la Congregación para los Obispos o de la
Evangelización de los Pueblos, para su oportuno examen” (La Instrucción, 746, nota 21). Dejando de lado
algunas otras variantes, que carecen de importancia, parece claro que no tiene el mismo significado
“cuidará de” que “tendrá a bien”: si ésta parece una fórmula de ruego cortés (como también la versión
italiana) la primera contiene acentos imperativos indudables. Lo mismo se puede decir de la fórmula
traída por Viana “para su oportuno examen” respecto de la versión española “para su oportuna
información”. “Examen” parece una actividad que mira al control jurídico de las decisiones sinodales,
algo muy distinto de la mera “información” al Dicasterio competente, tarea que se relaciona naturalmente
con los informes quinquenales que todos los Obispos deben enviar a la Congregación correspondiente,
sea la de Obispos o de Evangelización de los Pueblos.
339
Antes de la Instrucción podía pensarse que el envío de la documentación sinodal al Metropolitano y a
la Conferencia tenía un cierto sentido de control, dado que al Arzobispo corresponde una función de
vigilancia sobre las diócesis sufragáneas (cfr. can. 436) y que la Conferencia tiene competencias que
pueden verse lesionadas por las disposiciones sinodales: cfr. G. Corbellini, Comentario, vol II, pp. 10261028, al c. 467.
145
1)340. Dado que “unus in synodo dioecesana legislator est Episcopus dioecesanus”, la
conclusión es evidente: es al Obispo a quien compete interpretar auténticamente los
documentos del SD.
La reserva al Obispo de la interpretación definitiva de los decretos sinodales
viene avalada por una fuente de notable valor por tratarse de una Constitución
Pontificia, citada entre las Fontes del Codex de 1917: León XIII, Const. Romanos
Pontifices, 8-V-1881: “Authentica namque interpretatio quae manat ab Episcopis, qui
Synodorum auctores sunt, tanti profecto est, quanti sunt ipsa decreta”.
b) Ejecución de los decretos. Como expusimos en su momento, el interés del SD no
consiste sólo en el resultado “inmanente” – que se alcanza con la realización misma de
los encuentros y consultas sinodales – de estrechar los lazos de comunión entre los
fieles de la Iglesia, sino que apunta a la finalidad “trascendente” de ordenar mejor la
vida de la Iglesia y de impulsar la misión cristiana de todos los fieles.
Pienso que la amplia participación de fieles que se verifica en el SD
contemporáneo, unida al carácter directivo más bien que preceptivo de sus documentos
y a los abundantes medios de información y comunicación de que hoy día disponen los
Obispos, hará a menudo innecesario constituir oficios y arbitrar medios institucionales
específicos para dar a conocer y vigilar la aplicación de las decisiones sinodales. Serán
los oficios diocesanos, los ministros sagrados y las “energías vivas” que han participado
en las labores sinodales, quienes a través de su labor ordinaria las pondrán en práctica y
los harán llegar a los fieles todos de la Iglesia. Pero otras veces no será así. La
Instrucción V, 6 contempla dos situaciones en que son precisos actos ulteriores de
aplicación de las normas y directivas sinodales:
1) “Si los documentos sinodales – especialmente los normativos – no se pronuncian
acerca de su aplicación”, lo que puede entenderse en el sentido de que contengan
indicaciones normativas precisas, pero cuyo cumplimiento haya de ser facilitado y
vigilado por ciertas personas (pongamos por caso, la informatización de los registros
parroquiales). Para este caso, dispone: “Si el Obispo diocesano será quien determine,
una vez concluido el sínodo, las modalidades de ejecución, confiándola eventualmente a
determinados órganos diocesanos” (V, 6).
2) “En otros ámbitos pastorales específicos, será conveniente que el Obispo diocesano
consulte al sínodo acerca de los criterios o principios generales, dejando para un
momento ulterior, concluido aquél, la emanación de normas precisas.” (Introducción al
Apéndice). En este segundo caso, se reserva al Obispo las determinaciones aplicativas
de las normas sinodales, lo que podrá hacer por sí o por otros: por ejemplo la
elaboración de un directorio diocesano.
En ambos casos, la Instrucción está seguramente animada del deseo de
garantizar la libertad del Obispo en la aplicación de unas normas cuyo contenido y
promulgación son responsabilidad suya341.
340
Afirmar que “interpretación auténtica” significa sin más “la realizada por el legislador” convierte el
dictado del can. 16, 1 (“interpretan auténticamente las leyes el legislador y aquél a quien éste
encomendado la potestad de interpretarlas auténticamente”) en una inútil tautología. Aunque las raices
etimológicas de “autoridad” y de “autenticidad” son diferentes, desde la edad media se entiende lo
authenticum viene a significar “auctoritate plenum”, como lo es la copia fiel respecto del original: cfr. R.
Domingo, Teoría de la auctoritas, pp. 57-58 y 217-218.
341
J.M. Martí, Los Sinodos, pp. 66 y 71, informa de la experiencia del Sínodo de Sevilla, concluido en
1973: “La experiencia del sínodo hispalense nos servirá para exponer un esquema organizativo que se ha
seguido con fidelidad (...). Posteriormente (en 1971, dos años antes de la conclusión del sínodo) se crea la
Comisión Ejecutiva – para que colabore con el Cardenal en la materialización de sus decisiones (del
sínodo)” (p. 66). A la Junta de Gobierno pastoral el sínodo encomienda la responsabilidad de “ejecutar,
146
De esta manera, corresponde directamente al Obispo disponer lo pertinente a la
interpretación y la aplicación de los decretos, bien sea en los textos sinodales bien por
actos posteriores. Si constituyera un oficio de interpretación y aplicación de los
decretos, pensamos que debería estar integrado exclusiva o principalmente de sinodales,
que son los que mejor pueden comprender el alcance y la finalidad de las innovaciones.
Como colofón, quisiera terminar este trabajo con unas palabras procedentes de
las Constituciones sinodales del Arzobispado de Los Reyes (Lima - Perú) de 1613.
Estas incorporaban unas instrucciones para los “visitadores episcopales”, que contienen
una frase llena de realismo: “Manifiesto es que las leyes e instrucciones por justas y
santas que sean, si no tienen ejecutores que las celen y hagan cumplir, están callando así
como muertas, sin hacer algún fruto, antes daño”342. La efectiva y correcta puesta en
práctica de las indicaciones, orientaciones y exhortaciones sinodales es lo que decide el
verdadero éxito del Sínodo.
interpretar, urgir y coordinar la aplicación” (p. 71) del sínodo en la diócesis. Esto no tiene sentido si
tenemos en cuenta que el Obispo es el autor de los decretos o constituciones.
342
Citado por S. Dubrowsky, Los Sínodos.
147
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