Nina Melero

Transcripción

Nina Melero
2009 Nina Melero © Publicado en el libro de relatos Tenebrario: Doce pesadillas y un escalofrío. Granada: Alhulia.
Todos los derechos reservados. Prohibida su distribución total o parcial sin la autorización expresa del titular de la
obra.
Sed
Nina Melero
Tenía Doña Inés dos grandes pasiones: hacer calceta y fastidiar a sus
hijos. Les llamaba de madrugada para contarles que andaba estreñida, les
amargaba las vacaciones y les humillaba todo lo que podía y más, a ser posible
con gente delante. “Déjales vivir, mujer”, solía reprenderla su marido,
intentando frenar su mala leche y sus infinitas ganas de incordiar. Pero ella
siempre contestaba lo mismo: “Que se fastidien y sufran, como sufrí yo
criándolos a ellos”. Y escupía al suelo y arremetía contra los hilos, maldiciendo
y tejiendo con punto pelota.
Hacía ahora más de dos meses que le faltaba su marido y que toda la
vecindad la conocía como “Doña Inés, la viuda”, o “Doña Inés, la bruja”, que
también la llamaban algunos. Pero a ella no le importaba. Que la llamasen como
quisieran. Como mejor estaba ella, era sola: en la gloria bendita, ahora que no
tenía que aguantar la pesada pierna de su marido cayéndole como una losa sobre
los riñones todas las noches. La cama de matrimonio, para ella sola. Y sus hijos,
ni se acercaban por la casa, que años le había costado conseguirlo.
En cuanto pudo, se cambió al piso de arriba, el 3° B, que tenía terraza y
así podía hacer calceta tomando el fresco. Siempre había querido mudarse, pero
a su marido no le gustaban los cambios. Menos mal que ahora por fin podía
hacer lo que le diera la real gana sin dar cuentas a nadie. Y en cuanto terminó de
instalarse, arrancó el timbre de la puerta para que no pudieran molestarla. Hizo
sus gárgaras, preparó el vasito de agua para la mesilla de noche y se acostó.
Al día siguiente, Doña Inés la viuda se levantó, hizo la cama y recogió su
vasito, que estaba vacío. Como no recordaba haber bebido durante la noche,
pensó que debía de haber mucha sequedad en el ambiente y el agua se había
evaporado. Desayunó, barrió y llamó a su hija para decirle que ahora tenía
terraza, pero que ni se le ocurriera llevar a los niños por allí porque no pensaba
abrirles la puerta. Y así transcurrió un día más, calceteando y vengándose del
mundo entero. Por la noche vio un poco la televisión, despotricó en voz alta
contra el alcalde, el presidente y un presentador gordo que salía, preparó su
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vasito de agua para la mesilla y se fue a la cama.
A media noche se despertó y tentó con los dedos buscando el vaso de
agua. Qué poco pesaba. Doña Inés encendió la lamparita y descubrió que el
vaso estaba vacío. Pero ¿cómo era posible? No hacía ni una hora que se había
acostado. ¿Se lo habría bebido dormida, sin darse cuenta? Un poco confundida
y bastante enfadada, se levantó trabajosamente de la cama, fue al baño, bebió y
volvió a llenar el vaso de agua. Se acostó otra vez y se quedó dormida.
Cuando sonó el teléfono, tiró el auricular al suelo de un manotazo. Eran
todavía las nueve de la mañana y ya tenía alguien que despertarla. Su hija, la
muy majadera, había tenido la genial idea de darle su teléfono a Doña Luisa,
una antigua amiga a la que, desde luego, no tenía ningunas ganas de ver. Aquel
vejestorio llamaba, básicamente, para dar la lata: que se había enterado de que
Enrique había muerto, que lo sentía, que si se encontraba sola podía ir a pasar
unos días con ella y su familia. Pamplinas. Ella no se sentía sola. Sólo quería
que la dejasen en paz. Hizo la cama y recogió el vaso, de nuevo vacío, de la
mesilla de noche.
Las horas pasaban sin sentirlo en la nueva casa, haciendo calceta en la
terracita, suya y sólo suya. A las nueve se hizo un bacalaíto rebozado y se lo
cenó al fresco, tan contenta. Se puso el camisón blanco, preparó el vasito de
agua para la mesilla y se acostó. Lo malo es que el bacalao le dio tanta sed, que
enseguida se despertó buscando ansiosamente el vaso de agua. El vaso… que ya
estaba vacío.
Doña Inés se incorporó. Estaba harta de aquel asunto del vaso. Al día
siguiente pensaba ponerle una tapita y se iba a acabar la evaporación de marras.
Se levantó de un humor de perros y fue al baño con el maldito vaso. Bebió,
volvió a llenarlo y fue otra vez a acostarse; lo colocó de nuevo en la mesilla y se
acurrucó en la cama. A ver si podía dormir tranquila, que eran las tres de la
mañana. De pronto se dio cuenta de que se había dejado la luz del baño
encendida, y blasfemando se levantó, y fue a apagarla, maldita fuera. Pero las
palabras envenenadas que estaba diciendo se le quedaron heladas en la boca
cuando volvió a la habitación y vio que el vaso estaba completamente vacío.
Doña Inés se quedó parada en el dintel de la puerta. El enfado se convirtió
en estupor. En miedo. ¿Había entrado alguien en la habitación? ¿O se estaba
volviendo loca? No sabía cuál de las dos cosas la asustaba más. ¿Habría
duendes que querían burlarse de ella? ¿Qué estaba pasando con el agua?
¿Quién… se la había bebido? No se atrevía a meterse en la cama, quería hablar
con alguien, contarle lo que estaba ocurriendo. Pero… ¿a quién? No se hablaba
con los vecinos y no tenía amigas, porque las pocas que le quedaban se habían
rendido después de años de faenas y desplantes. Por otro lado… ¿cómo iba a
pedir ayuda a su hija, después de todo lo que le había hecho? Además, la gente
podría pensar que se estaba volviendo loca. Y a lo mejor tenían razón.
La historia del vaso se repetía cada noche, inexplicablemente,
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inevitablemente. Doña Inés lo llenaba de agua, el vaso se vaciaba solo. Por el
día no podía hacer calceta, porque le temblaban las manos de los nervios y la
incertidumbre. Por la noche no dormía, pero permanecía con los ojos cerrados,
por miedo a descubrir cómo se vaciaba el vaso y no poder soportar el susto.
Hasta que Doña Inés no pudo aguantarlo más, y tomó una decisión: iba a
quitar el vaso de la mesilla.
Aquella fue la noche más terrible de todas. No porque hubiese tormenta,
ni porque la cama pareciese más dura que antes. No era eso. Lo que pasaba es
que no podía dormir del frío y del miedo, porque cada vez que intentaba
arroparse, el borde de la sábana se le escurría bruscamente entre las manos,
como si algo o alguien tirara de ella desde abajo hasta destaparla.
Estaba tan asustada que se levantó a por el vaso, lo llenó de agua y volvió
a colocarlo encima de la mesilla de noche. Se arropó cubriéndose la cabeza,
temblorosa, expectante; temiendo un nuevo tirón de la sábana que volviese a
dejarla indefensa. Pero la sábana no se movió. Aquello, lo que quiera que fuese,
parecía haberla dejado en paz. Eso sí, cuando se despertó al día siguiente, en el
vaso no había ni una sola gota de agua.
Doña Inés comenzó a obsesionarse de verdad. ¿Qué ser era aquél? ¿Por
qué no se marchaba de su casa? No quería volver a poner el vaso, porque había
oído que poner agua en la mesilla atrae a los fantasmas; pero tampoco quería
quitarlo, y volver a tener la horrible experiencia de la noche anterior. Por otro
lado, no podía pedir ayuda a nadie, porque era tan orgullosa que ni siquiera
sabía como se hacía semejante cosa. Si pudiese al menos hablar con su hija…
Pero ¿cómo iba a contarle algo así, si jamás había mantenido una conversación
mínimamente personal con ella? Ese vaso… Ni siquiera se atrevía a meterse en
la cama. Pensando estaba en todo esto, cuando la portera la descubrió llorando
en la escalera.
-¿Qué le sucede, Doña Inés?
-Nada, es que…
-Cuéntemelo y no se preocupe por nada, que ya verá como, sea lo que
sea, entre las dos le encontramos solución.
Y Doña Inés se lo contó, y la conciencia le remordía al ver lo buena que
era aquella mujer y lo mal que se lo había hecho pasar, lanzando basura por el
patio y hablando mal de ella en cuanto podía.
-Ay, Doña Inés, a ver si va a ser el anciano.
-¿Qué anciano? –preguntó la viuda, con los ojos como platos.
-Pues el anciano, el anciano del 3° B. El que murió el mes pasado.
-Por favor, no me diga usted que murió en el dormitorio –preguntó Doña
Inés, que en realidad jamás había creído en fantasmas.
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-Verá, fue muy triste y desagradable. No sé si debo contárselo. No está
bien hablar de los muertos.
-Tiene usted razón. Creo que prefiero no saberlo.
Y aquella noche volvió a meterse en la cama entre temblores, y el agua
volvió a desaparecer del vaso, y el día siguiente se lo pasó persiguiendo a la
portera por la escalera para que por favor le contase lo que le había sucedido a
aquel anciano.
El anciano del 3° B resultó ser un hombre extraño, solitario, como ella.
No tenía mujer ni la quiso nunca, y trataba a los vecinos a patadas.
Completamente solo había vivido y había muerto. La única familia que tenía, un
hermano menor al que le preocupaba bastante que viviera solo a su edad, dejó
de visitarle cuando él, sin más, decidió retirarle la palabra.
La noche que el anciano murió hubo una gran tormenta. Con los truenos
no podía dormir, y al levantarse de la cama se resbaló y cayó al suelo. Pesaban
mucho, sus ochenta y nueve años. Cuando intentó incorporarse, se dio cuenta de
que no podía moverse. Debía de haberse roto algo, se sentía mareado. Se quedó
inconsciente durante un tiempo indeterminado, y, cuando despertó, seguía en la
misma postura. Chilló, pero nadie vino en su auxilio, la casa era demasiado
grande y su voz demasiado débil. Pasaban las horas. No podía levantarse, ni
arrastrarse por el suelo. Se había manchado los pantalones y tenía miedo.
Volvió a hacerse de noche. Le dolía todo, tenía hambre, y sed… Tanta sed. El
vaso de agua que había preparado antes de acostarse seguía en la mesilla. Desde
donde estaba tirado podía casi rozar el borde del vaso con los dedos, pero no
alcanzaba a cogerlo. Tenía la boca seca y la garganta le dolía. Si tan sólo
pudiese beber… El vaso de agua seguía allí, sin moverse un milímetro,
inalcanzable, rebosante de agua. Sólo que él no pudo cogerlo.
Pasó algún tiempo hasta que la policía entró en la casa. Nadie recordaba
si fueron días, semanas o meses. El médico habló con palabras graves: rotura de
cadera. Desnutrición leve. Causa de la muerte: deshidratación. “Este hombre ha
muerto de sed”, concluyó. La portera explicó que le había oído añadir en voz
baja, mientras cerraba su maletín: “Deshidratación y soledad profunda”.
Doña Inés escuchó en silencio. Cuando la portera terminó su relato, le dio
las gracias amablemente y subió a su casa. Se apoyó en la barandilla de la
terraza y observó las azoteas de la ciudad. Había balcones, ventanas. Gente
asomada con vidas tan tristes como la suya.
Al entrar en casa lo primero que hizo fue marcar un número en el
teléfono. A ella le temblaba la voz de los nervios, pero su hija pareció alegrarse
mucho de que la hubiese llamado. No sabía por dónde empezar, quería decirle
tantas cosas… La invitó a comer, quería hablar con ella. Sólo le pidió que por
favor la perdonara. Y su hija no hizo preguntas, ni reproches. Simplemente trajo
una tarta de fresa y a esos dos demonios que tenía por hijos. La abrazó y Doña
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Inés no pudo contener las lágrimas, se sentía sorprendida y avergonzada, se
sentía… tan feliz. Aliviada por fin de un peso que le había amargado la vida
durante años, aunque ella no lo hubiese querido ver. Sólo tenía que llamar
también a su otro hijo y decirle que… Mañana. Mañana haría tantas cosas.
Aquella noche dejó el vaso encima de la mesilla. Bien lleno.
Nada más acostarse, sintió cómo la sábana le subía por el cuerpo,
arropándole suavemente el pecho.
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