SANTO ECCE HOMO 2010
Transcripción
SANTO ECCE HOMO 2010
Homilía Fiesta del Santo Ecce Homo 2010. Monseñor Oscar José Vélez I., c.m.f. Obispo de Valledupar Isaías 52, 13-15. Salmo 22: Dios mío, Dios mío porqué me has abandonado. 1 Pedro 2, 21-24. Evangelio: Juan 18, 33- 19,8. Nos reunimos en este día, lunes santo, para celebrar al Patrono de Valledupar, el Santo Ecce Homo. El evangelio que hemos escuchado nos ha narrado el origen de esta devoción. Jesús es presentado ante el Procurador Romano, Poncio Pilatos, el cual después de interrogarlo y no encontrar en él delito alguno desea soltarlo y pone al pueblo a escoger entre un bandido: Barrabás y Jesús, a quien se le ha acusado de blasfemo por presentarse como Hijo de Dios y de ser un rebelde contra el César, el Emperador romano, por pretender ser el Rey de los judíos. Pilatos, después de hacerlo azotar y coronar de espinas, lo presenta en tan lamentable estado ante el pueblo, quizá para suscitar lástima y poder liberarlo, diciendo en latín: “Ecce Homo”, es decir, “Este es el hombre”. Pero el pueblo, azuzado por sus jefes y sacerdotes, pide su condena: “Crucifícalo” y, en cambio, pide que suelten a Barrabás. El Procurador romano, movido por el miedo de ser acusado de estar contra el César, entregó a Jesús para que lo crucificaran. Jesús, el Santo Ecce Homo, es presentado ante el pueblo en el estado más lastimoso posible. Isaías, con muchos siglos de antelación, así lo había profetizado: “muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre ni tenía aspecto humano”. Pareciera contradictorio que Pilatos afirme: “Este es el hombre” e Isaías diga: “no parecía hombre ni tenía aspecto humano”. La segunda carta del apóstol San Pedro, que hemos escuchado, nos da la razón de tal estado: “El llevó sobre (sí) la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus cicatrices nos sanaron”. Efectivamente, Jesús, Dios hecho hombre, asumió en todo nuestra humanidad. Fue, en expresión del Siervo de Dios Juan Pablo II: “el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre”. En su humanidad asumió la condición humana en su máximo esplendor, fue la plenitud de lo humano. Fue el verdadero hombre, la imagen perfecta de los que todos estamos llamados a ser. Encarnó los supremos valores de la humanidad: el amor, la verdad, la justicia, la solidaridad. Pero, porque no era simplemente un hombre sino Dios hecho hombre, para salvarnos, cargó sobre sí todo lo que la humanidad “agobiada y doliente” lleva sobre sí, particularmente el pecado y el sufrimiento. La palabra de Dios dice: “A quien no conocía pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros”. El que encarnó lo más bello y noble de la humanidad, cargó con todo lo que nos envilece y nos hace sufrir, precisamente para liberarnos de ello, para que quienes andábamos como ovejas extraviadas podamos volver al pastor y guardián de nuestras vidas, en expresión de la carta de San Pedro (Cfr. 2 Pe. 2, 24) Sin embargo, hermanos, que ceguera tan terrible la que invadía a sus contemporáneos e invade también a buena parte de la humanidad. Entre Jesús y Barrabás, se opta por este último y se condena a Jesús. Esta situación se repite innumerables veces a lo largo de la historia. Pareciera que la humanidad no resiste la luz deslumbrante que brota del rostro del sol radiante que es Jesucristo y prefiriera las tinieblas a la luz. Desafortunadamente un elemento muy frecuente de la condición humana es la ceguera. Al estilo de los murciélagos que no resisten la luz y se refugian en oscuras cavernas, los hombres preferimos muchas veces a Barrabás, para que no se vea que nuestras obras son malas. Así lo afirma el Señor cuando van a prenderlo: “Esta es la hora de Uds. Ahora son las tinieblas las que dominan”. La humanidad y cada hombre en particular tienen que realizar una y otra vez la opción entre la verdad y la mentira, el amor y el egoísmo, la justicia y la injusticia, entre Dios y el demonio, entre la vida y la muerte, entre Jesús y Barrabás. Nuestro mundo quiere de nuevo escoger a Barrabás y eclipsar a Dios, sin darse cuenta que tal eclipse llevará inevitablemente al eclipse del hombre. Recientemente la Corte Europea de Estrasburgo prohibió exhibir la imagen de la cruz en las aulas de clase. El proceso de secularización tiende a excluir totalmente a Dios de la conciencia pública, relegándolo si acaso a la esfera privada. Se quiere sacar a Dios de la vida cotidiana de los hombres y de sus opciones sociales y morales. La religión es vista si acaso como cuestión meramente privada, más aún, como algo que pertenece al reino de lo irracional, lo subjetivo, lo sentimental. Algo a lo que no le corresponde relevancia pública alguna y no se le reconoce como factor de cultura y de civilización. Así este supuesto ideológico choque frontalmente con la realidad y la historia. Está ganando terreno la prisa por crear un hombre “nuevo” completamente alejado de la tradición judeocristiana, un nuevo orden mundial, una nueva ética global anticristiana, que acepta como “políticamente correcto” atacar a los cristianos y a los católicos en particular. Se llega hasta criminalizar la moral cristiana, por ej. con la propuesta de eliminar el derecho a la objeción de conciencia para los médicos en el tema del aborto. Somos además testigos de la estrategia de tantos medios de comunicación de valerse de lo que sea para desacreditar a la Iglesia. Se dan verdaderas ejecuciones mediáticas y linchamientos morales. Pero, como lo afirmó Juan Pablo II: “cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado”. Hoy estamos en una crisis humanitaria, una ruptura con la humanidad. No solo hay crisis o recesión económica, sino sobre todo espiritual. Hoy se habla de la perspectiva de un mundo posthumano, en el cual la técnica, la ciencia y la moralidad pública podrían terminar dominando al mismo hombre y volviéndose contra él. El principal desafío ético de nuestro tiempo radica en que al negar la existencia de un Dios creador y por tanto de un propósito de la creación, todo pasa a ser susceptible de manipulación sin límites. Se quiere borrar la idea de un mundo con significación e inteligibilidad que presupone a Dios. Si el nacimiento del mundo no depende del acto creador de Dios, si no es expresión de su designio inteligente, cuyos fines deben descubrirse y respetarse, sino simple cuestión de azar, entonces todo podría ser distinto de lo que es y susceptible de manipularse a gusto de quien tenga el suficiente poder científico o el poder político. Si nada hay definitivo en la naturaleza y ninguna estructura de sus productos está al servicio de un objetivo entonces todo está permitido. Ya el mundo no es objeto de conocimiento del hombre sino objeto de su voluntad ilimitada. En tal contexto las certezas morales básicas son despojadas de su valor objetivo y la moralidad deja de basarse en una definición universal y objetiva del bien. Se carcomen así los cimientos morales de la sociedad. Por ej. el hombre podría decidir cuándo empieza la vida humana y cuando se le puede poner término. La consecuencia de todo esto es que la misma noción de dignidad humana que implica algo sagrado, propio de la persona, algo no sujeto a manipulación o a condición de cosa utilizable por quien tiene el poder, se viene a tierra. El ateísmo elimina el fundamento de la idea de la dignidad inviolable de la persona humana y el carácter sagrado de toda vida por débil o frágil que parezca. El mundo no es puramente un material para uso indiscriminado. Contiene en sí un “logos”, un sentido que es preciso reconocer y respetar. Hasta lo más profundo de su ser, cada criatura está constituida por su relación con su Creador. Su significado solo puede comprenderse en esa relación de la que recibe el ser y el sentido. Para evitar que el ser humano pueda ser considerado puramente una cosa que pueda sacrificarse a partir de un cálculo oportunista o político de quien detenta el poder, se impone la exigencia de un respeto absoluto e incondicional por la obra de Dios en él. El hecho de que el hombre no tenga precio pero sí posea una dignidad, significa en definitiva que su existencia como manifestación del Absoluto es buena en sí misma y digna de ser protegida y amada. Cuando el hombre deja de creer en Dios, termina creyendo en cualquier cosa. La falta de fe lleva a llenar el vacío con las cosas más absurdas. Busca sucedáneos para tratar de paliar el hambre de Dios que late en el corazón de todo ser humano. Se postra ante los nuevos ídolos del mundo de hoy: la superstición, la riqueza fácil, la ostentación, la ambición desmesurada, la corrupción en la vida pública, la entronización de falsos valores como la astucia, la picardía, la sagacidad. El Papa Benedicto XVI ha afirmado: “En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado al extremo (Cfr. Jn 13, 1), (que reconocemos hoy en el Divino Ecce Homo), en Jesucristo crucificado y resucitado. El auténtico problema en este momento actual de la historia es que Dios desaparece del horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto. Conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios que habla en la Biblia. Esa es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia… en este tiempo…” Hermanos: La fe sigue siendo válida hoy porque se corresponde con la naturaleza del hombre. En el hombre hay un anhelo y una nostalgia inextinguible de lo infinito. El mundo tiene necesidad de testigos vitales de Cristo crucificado y resucitado, vivo entre nosotros, como Salvador y Redentor. La humanidad necesita del testimonio valeroso de los discípulos y misioneros de Cristo, así haya que pagar el precio del rechazo en las aparentemente libérrimas democracias occidentales. Nos podrán quitar todo, hasta la propia vida. Sin embargo, hay una cosa que no nos podrán quitar: el amor que Dios nos tiene y la protección del Espíritu Santo. Cristo es nuestro tesoro y eso no nos lo podrán arrebatar nunca. Aunque la verdad siempre corre el riesgo de ser crucificada en medio de la historia, la muerte de Jesús y el martirio de tantos cristianos transmite precisamente el mensaje del triunfo de la vida sobre la muerte, del bien sobre el mal, de la verdad sobre el error, de la gracia sobre el pecado. Aunque la humanidad muchas veces vuelva a optar por Barrabás, estamos ciertos que el mal no es más fuerte que el bien, que el mal termina destruyéndose a sí mismo, que después de la oscuridad más álgida de la noche comienza el amanecer. No debemos tener más miedo que a ser infieles a Cristo. La palabra del Señor siempre se ha cumplido en la historia: “Las fuerzas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia”. Nuestra esperanza nos da la certeza de que “el bien derrotado vencerá al mal triunfante” (M. Luther King) Ante este mundo en estado de confusión, en tiempos de tinieblas, ante las nuevas propuestas de optar entre Jesús y Barrabás, la Iglesia vuelve, como en este día, su mirada a Jesús y lo señala a la humanidad diciendo: “Este es el hombre”, “este es nuestro Dios”. El es “el camino, la verdad y la vida”. El es “la luz del mundo. El que lo sigue no camina en tinieblas sino que tiene la luz de la vida”. Creer en El y seguirlo es la única salvación posible. La Iglesia no tiene otra propuesta que hacer. Nadie puede proponer un bien mayor. Dejémonos mirar por Jesús, El mira a cada ser humano con infinito amor, no nos pide que seamos distintos, nos abraza tal como somos, con nuestra humanidad herida, sangrante, necesitada de todo. El tiene una mirada capaz de abarcar y abrazar a todo lo humano. Y al sentirnos así mirados y abrazados con amor nos sentimos impulsados a recobrar nuestra estatura original. No podemos querernos a nosotros mismos si Cristo no es una presencia viva en nosotros. Seguir a Cristo quiere decir: hombre, encuéntrate a ti mismo de la manera más profunda y auténtica posible. Encuéntrate a ti mismo como hombre, mirándote en el rostro de Jesús. En Cristo me encuentro a mí mismo en profundidad, me valoro y me respeto como hijo de Dios y me amo para poder amar a los demás como me amo a mi mismo. En efecto, Cristo es precisamente aquél que, como dice Juan Pablo II: “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”. Sólo tomando la firme decisión de no dejar de ser humanos, de nutrirnos en el reconocimiento de la inviolable e inalienable dignidad de todo ser humano como hijo de Dios podemos encontrar de nuevo la luz en medio de las tinieblas de nuestro tiempo, podemos hallar el camino de salida a nuestros extravíos. Por eso, hoy y siempre proclamamos, en expresión del Apóstol San Pablo: “Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe (en Cristo Jesús)”. Amén.